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CELEHIS (Mar del Plata)

On-line version ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.34 Mar del Plata Dec. 2017

 

Dossier

Los fragmentos dispersos del Saludador en la dramaturgia de Roberto Cossa

The scattered fragments of the Saludador in the dramaturgy of Roberto Cossa

 

Yolanda Ortiz Padilla*

Universidad de Jaén

 Fecha de recepción: 21-07-2017 / Fecha de aceptación: 29-09-2017


Resumen:

En este trabajo abordaremos una serie de piezas en las que aparece una de las obsesiones que atraviesan el teatro de Cossa: el fracaso del hombre en su intento de transformar la realidad y, en concreto, el fracaso de la izquierda. Este tema fetiche es concretado, a menudo, en un personaje que podríamos denominar como  el «idealista que persigue la utopía». Dicho personaje podemos rastrearlo ya en su primer teatro -Pablo en La pata de la sota (1967) o el «Comité central» en El avión negro (1970)-, aunque cobrará especial relevancia en su segunda etapa teatral, en obras tales como Ya nadie recuerda a Fréderic Chopin (1982), De pies y manos (1984), Angelito (1991), Viejos conocidos (1994) y El Saludador (1999). Los rasgos que definen a este personaje idealista están determinados por la mirada autocrítica de nuestro dramaturgo que apuesta por construir mundos teatrales que atañen a su propia herida. Este hecho implicará dos procedimientos constructivos esenciales: la perspectiva ambivalente y el humor negro.

Palabras clave: Teatro argentino - Roberto Cossa - Socialismo - Idealista - Utopía

Abstract:

In this work we will approach a series of pieces in which one of the obsessions that cross the theater of Cossa appears: the failure of the man in his attempt to transform reality and, in particular, the failure of the left. This fetish theme is often embodied in a character we might call the "idealist pursuing utopia." This character can be tracked already in his first theater - Pablo in La Pata de la Sota (1967) or the "Comité Central" in El avión negro (1970) -, although he will gain special relevance in his second theater stage, in works such as Ya nadie recuerda a Fréderic Chopin (1982), De pies y manos (1984), Angelito (1991), Viejos conocidos (1994) and El Saludador (1999). The traits that define this idealistic character are determined by the self-criticism of our playwright who is committed to constructing theatrical worlds that concern his own wound. This will involve two essential constructive procedures: the ambivalent perspective and black humor.

Keywords: Argentine theater - Roberto Cossa - Socialism - Idealist - Utopia


 

Tal y como afirma Antonio Rodríguez de Anca (1985: 21), la esencia de la producción dramática de Roberto Cossa reside en su capacidad de cuestionamiento. El dramaturgo indaga sobre posiciones ideológicas, instituciones y comportamientos que condicionan su vida y la de sus contemporáneos y hace que lo interrogado sobre el escenario sea objeto de reflexión para el público. En este trabajo abordaremos una serie de piezas atravesadas por una de las obsesiones del teatro de Cossa: su severa autocrítica a la izquierda.

A propósito de Angelito (1991), una de las piezas que analizaremos, nos dice Fernández que «coherente con la postura de toda su obra», «el objeto de su piadosa ironía no es ya la paja en el ojo ajeno sino la viga en el propio» (1999: 22). Por su parte, Mogliani sostiene que «esta visión, que parodia la actitud de la izquierda política argentina a lo largo de nuestra historia, proviene de un comprometido militante del socialismo, constituyendo una especie de reflexión "autocrítica"» (1999: 61). Así pues, Roberto Cossa (1985: 26), que afirma seguir anhelando el mismo sueño: alcanzar la utopía socialista como la única salida para la humanidad, a pesar de todas las contradicciones y problemas; lanza su crítica feroz sobre los fracasos de la izquierda, sobre sus propios errores.

La apuesta de nuestro dramaturgo por construir mundos teatrales que atañen a su propia herida implica dos aspectos que debemos tener en cuenta en nuestro análisis. Por una lado, una mirada compleja que supone cierta ambivalencia en la que está presente tanto la admiración por los ideales socialistas como la conciencia de las contradicciones y deficiencias que aparecen en su persecución y praxis. Por otro lado, la frecuente aparición de la válvula de escape del humor, un humor negro que Cossa precisa para «reproducir una textura muy dolorosa» (Cossa, citado en Gasió, 2011: 320-321).

Esta crítica de las fallas del Socialismo se concreta sobre el escenario en un personaje que podemos rastrear en diversas piezas y que tiene su realización más completa en el Saludador. Nos referimos al idealista que persigue la utopía, personaje tipo que Cossa construye desde una mirada hiperbólica que genera lo que podríamos denominar una distorsión hiperrealista. Dicho personaje aparece, generalmente, representado como revolucionario fracasado; e íntimamente relacionado con él y conformando casi su complementario, nos encontramos con el intelectual de izquierdas que, junto al mencionado revolucionario, plantea al público el dilema entre teoría y praxis.

 

 

1.   Las primeras huellas: La pata de la sota (1967) y El avión negro (1970)

 

Las obras que analizaremos en este artículo pertenecen a la producción dramática de Cossa durante su segunda etapa, aunque esta obsesión o vena mayor queda ya apuntada en dos piezas de su primer teatro: La pata de la sota (1967) y El avión negro (1970). En La pata de la sota, nos encontramos con el personaje de Pablo donde se apunta este activista de izquierdas que aparece, en este caso, profundamente desencantado. Después del golpe de estado de 1962 que derrocó al presidente Frondizi, se produce una represión de la izquierda que obliga a Pablo a huir de su casa. Cuando regresa, decide dejar la actividad política y así se lo dice a su compañero Horacio. Estamos ante «la claudicación definitiva que lo llevará a encerrarse en su pieza a dejar pasar el tiempo frente al televisor» (Pellettieri 1985: 40).

En El avión negro, obra que Roberto Cossa escribió junto a Germán Rozenmacher, Carlos Somigliana y Ricardo Talesnik, el tema es «el entonces todavía imaginario retorno al país del general Perón» (Kaiser-Lenoir 1981: 5). Esta obra tenía una intencionalidad abiertamente política: cuestionar la dictadura militar vigente y reclamar una democracia en la que el peronismo no estuviera proscrito.

En lo que respecta a nuestro análisis, centraremos nuestra atención en el cuadro titulado «Comité central», pues en él aparece una caracterización -caricaturización, para ser más exactos- del partido comunista en la Argentina donde está presente la crítica a la ortodoxia que Cossa mantendrá ya durante toda su trayectoria dramática. La acotación inicial nos introduce en un espacio deteriorado por el paso del tiempo en el que no ha habido renovación alguna. Los personajes, acordes con la escenografía, son unos viejos, que hablan de la revolución, sentados en torno a una mesa y cubiertos por un echarpe:

 

(Un despacho polvoriento. Libros de vieja encuadernación, varios cuadros de tipos antiguos, bigotudos. Un lugar oscuro, lleno de moho. Una mesa y sillas destartaladas. Una estufa a querosén tubular. Ruso, tano y gallego están sentados alrededor de la mesa. Se cubren con echarpes, usan boinas y cada uno tiene a su lado una lata para escupir. Pasan los setenta años cada uno) (Cossa 2004a: 33).

 

Se apunta así, en clave de humor, una de las principales críticas que Cossa lanza contra el comunismo ortodoxo: su carácter caduco y su dogmatismo anquilosado. El ruso, el tano y el gallego son incapaces de percibir cabalmente la realidad que late fuera de los muros del Comité central del partido; aislados, recurren constantemente a hitos del pasado que no son más que referencias anacrónicas e ineficaces para afrontar las necesidades del presente. La esterilidad de sus propuestas parece emanar de errores fundamentales: la falta de una dirección ideológica clara provocada por la división interna y la superposición de un proyecto socioeconómico europeo sobre la estructura de clases argentina.         

Por último, el final del cuadro nos muestra que los tres ancianos integrantes del comité deciden responder a las movilizaciones populares que ocupan la calle con un llamamiento. Para su redacción, simplemente rellenan uno de los formularios disponibles para la ocasión:

 

Tano: ¿Dónde están lo formulario de declaracione? ¿Usamo el tre?

Gallego: El que es acción de masas.

Ruso: ¿No convendría más el siete? Habla de la paz, también.

Tano: Ese lo podemo dejar para mañana. Si esto sigue vamo a tener mucha actividad (Cossa 2004a: 36).

 

Con esta escena, el grupo de autores lanza una crítica corrosiva sobre una de las principales fallas de la izquierda: el uso mecánico y poco reflexivo de conceptos esenciales que provoca su vaciamiento, la transformación del ideal en consigna y de la consigna, en cliché o en eslogan. Así pues, estos formularios no son más que los moldes avejentados que desgastan y fatigan las ideas de la militancia de izquierdas. Esta burocratización que destruye todo principio revolucionario en el partido queda apuntada en El avión negro y se convertirá en un rasgo fundamental en el personaje idealista de Cossa. Nuestro dramaturgo denuncia así sobre el escenario lo que Julio Cortázar señaló en su ensayo Palabras violadas:

 

Digo: «libertad» digo: «democracia», y de pronto siento que he dicho esas palabras sin haberme planteado una vez más su sentido más hondo, su mensaje más agudo, y siento también que muchos de los que las escuchan las están recibiendo a su vez como algo que amenaza convertirse en un estereotipo, en un clisé (Cortázar 1984: 64).

 

Ya en esta pieza se apunta lo que será el procedimiento teatral que Roberto Cossa emplea para desvelar, atacar y, por último, desmontar la rigidez mecánica que la convención ha impuesto al discurso político de la izquierda que es, tal y como consideró Bergson, la risa: «la rigidez constituye lo cómico y la risa es su castigo» (2003: 25).            

 

 

2.   Una revisión de la izquierda vernácula: Angelito (1991)

 

Antes de pasar al estudio del personaje idealista en el teatro de Cossa, es oportuno detenernos en Angelito, una pieza escrita en la década de los 90 y motivada, en palabras de Fernández (1999: 22), por el derrumbe de la Unión Soviética y sus consecuencias. En nuestra opinión, esta obra dialoga con El avión negro tanto en la poética elegida, como en su propósito político explícito. Ahora bien, mientras que El avión negro, estrenada en 1970, mostraba la necesidad de reintegrar el proceso histórico del peronismo en la vida política de la Argentina; Angelito, estrenada en 1991, lanza una pregunta al espectador: ¿qué queda de la utopía socialista en un mundo que ya no cree en los grandes relatos? Para responderla, Cossa propone un apretado recorrido por la historia de la izquierda argentina a través de la vida de Angelito, que se representa en escena mediante el recurso del teatro dentro del teatro.

     El cabaret de contenido político funciona en Angelito como el referente formal elegido (Fernández 1999: 22).[1] Un grupo de militantes ensaya un espectáculo de variedades que tiene una particularidad: «en nada se parece a un cabaret burgués» porque es un «cabaret socialista» (Cossa, 1996).

     Angelito continúa con algunas de las ideas apuntadas en el apartado anterior que nos presenta mediante unos personajes llevados al extremo, cuya voz calca con intención paródica el discurso comunista más ortodoxo, tal y como señalan Mogliani y Córdoba: «El punto de vista del texto despliega sobre los personajes una mirada paródica, que revela las inadecuaciones de la izquierda ortodoxa frente a la situación nacional, especialmente la distancia con la clase obrera» (1999: 10). Tratando de huir de los números inmorales del cabaret, los personajes deciden que en su espectáculo van a contar «la vida de un militante / de un compañero ejemplar» (Cossa 1996: 26). Este compañero debe ser un hombre popular nacido en un barrio pobre y de profesión humilde. Angelito es, sin duda, su hombre, ya que su vida encaja perfectamente en la descripción que estos militantes hacen de dicho compañero ejemplar; pero tardarán en darse cuenta, pues existe en ellos un prejuicio de clase que les impide mirar de frente  a  aquellos pertenecientes a un estrato social más bajo.

También la escena en la que aparece el personaje del Lustra, como representante del  proletariado, nos muestra el rechazo que este grupo social siente hacia el Comunismo:

 

Lustra:

Angelito...

El mundo te lo grita.

Lo que importa es la guita.

¡La guita!

Y si viene el comunismo

te la quita (Cossa 1996: 51).

 

Así pues, ambos ejemplos inciden en una idea apuntada en el cuadro «Comité central»: la desconexión existente entre el Partido y las clases populares. Íntimamente relacionado con este aislamiento del Partido está su dogmatismo que en la obra aparece ridiculizado. En Angelito, la pureza doctrinal se desliza hasta un moralismo mojigato que llena a algunos militantes de prejuicios, sobre todo, de orden sexual: «Dogma: ¡Seis mujeres! ¡Qué desquicio! / Una cosa es el amor / y otra distinta es el vicio» (Cossa 1996: 46)

Ahora bien, no debemos pasar por alto que la mirada crítica de Cossa sobre el dogmatismo del Partido en Angelito conecta con el final del cuadro del «Comité central» en el que los viejos comunistas recurren a un formulario para enfrentarse a la movilización popular que llena la calle. En ambos casos está presente una idea fundamental en el teatro de Cossa: un discurso anclado en la convención, que no se nutre del fluir real de la existencia, es un discurso vacío y muerto. Así pues, esta palabra fósil se convierte en solo un vestigio de la realidad que un día le dio vida, en «piedra opaca» que ha dejado de ser «pájaro vivo» (Cortázar 1984: 64).

Como vamos viendo, la postura ideológica que nutre el teatro de Cossa supone el rechazo a la ortodoxia, al dogmatismo y a la burocratización que considera han sido el lastre del Socialismo, pues desgastan sus ideales y provocan que este sistema político se encuentre cada vez más desvinculado del hombre real. Frente a esta revolución burocratizada, Angelito apuesta por una rehumanización del Socialismo en el que la perspectiva económica quede atravesada por lo humano: la búsqueda de la felicidad, la alegría y el placer; el valor de los vínculos, la imaginación y la libertad y el rechazo empedernido de la violencia, que en esta pieza aparece como una apuesta por la «ternura».

Ahora bien, nos encontramos en la obra en la que, en nuestra opinión, más claramente escuchamos la voz del dramaturgo que nos expone su mensaje de una forma explícita y didáctica, algo infrecuente en su teatro. Paradójicamente, dentro de este texto encontramos diseminadas algunas ideas metateatrales que parodian el didactismo proclamado por el realismo socialista, critican su falta de imaginación y defienden la libertad absoluta del arte. Consideramos que Cossa no logró llevar a la práctica estos principios teóricos que tan bien aplican en el resto de su producción dramática y que, por esta razón, críticos como Fernández (1999: 22) consideran que esta obra «carece de la acuidad de otros análisis suyos y el resultado parece [...] más subjetivo y autoindulgente que real y profundamente autocrítica».

 

 

3.   El idealista que persigue la utopía

 

Como decíamos, la mirada autocrítica que Cossa despliega sobre la izquierda vernácula en su teatro se concreta sobre el escenario en un personaje que hemos definido como el idealista perseguidor de la utopía. En la conceptualización de utopía expresada al final de Angelito, el ideal social está vinculado con el ideal amoroso, de tal modo que el mundo nuevo perseguido por el revolucionario se funde con la imagen de una mujer misteriosa que pasa ante los ojos de dicho personaje. Ambos  -el mundo nuevo y la mujer misteriosa- son perfectos, precisamente, porque no se han realizado, porque funcionan en la obra como una estimulante promesa de futuro. Ahora bien, esta imagen poética esconde una trampa: la imposibilidad de la praxis, puesto que la ejecución mancilla el ideal.

Así pues, aunque Cossa en Angelito cuestione la práctica, pero reafirme los ideales del Socialismo, lo que paraliza a su personaje idealista es precisamente su incapacidad para pasar a la acción, bien porque vive encerrado en la teoría, como es el caso de Miguel en De pies y manos, bien porque el peso del dogma le impide llevar a cabo un gesto eficaz, como ocurre con el Saludador en la pieza homónima. Esta imposibilidad para conciliar sus palabras y sus actos une al personaje idealista de Cossa a la larga lista de antihéroes que desfilan por su teatro.

La imagen promisoria de la mujer bella e irreal que pasa ante los ojos de un personaje, convirtiéndose esta en el motor de su ilusión, es retomada en Viejos conocidos. El Guarda se sienta en el estribo del último vagón, siempre a la misma hora, para ver pasar su recuerdo: «De pronto en sentido contrario, aparece la Imagen, montada en una bicicleta antigua. Es una muchacha joven muy bella, un recuerdo del pasado, cubierta con una larga melena pelirroja. A Guarda se le ilumina la cara» (Cossa 1999: 56). El planteamiento de esta imagen en Viejos conocidos abre nuevas vías interpretativas. En lo que respecta a este apartado, nos interesa destacar cómo la bella mujer portadora de esperanza -representación física de la utopía, quizás- tiene su origen real en el pasado.

Esta sugerente escena nos invita a señalar cómo, en el teatro de Cossa, aparecen estrechamente relacionados conceptos tales como la memoria, la nostalgia y la utopía, es decir, existe un fuerte vínculo entre los ideales del pasado y la utopía futura. Concretamente, en el tratamiento que Cossa hace del personaje idealista es fundamental este tiempo pretérito que nutre la nostalgia por los citados ideales y por una concepción romántica del revolucionario.

La actitud ambivalente desde la que Cossa revisa las fallas del socialismo la podemos apreciar en la configuración de la nostalgia que impregna a este personaje. Por un lado, nos encontramos con lo que Pellettieri ha llamado «nostalgia improductiva». El estudioso afirma que «dentro del sistema de personajes, el personaje mediocre de la primera y segunda fase se torna "fracasado" [...] por un intento desesperado por recuperar el pasado que lo conduce a la profundización de la nostalgia improductiva» (2002: 43). Así pues, nuestro personaje idealista permanecería anclado en los ideales revolucionarios de la década de los sesenta y los setenta y este hecho le impediría apreciar cabalmente el presente, lo paralizaría y conduciría directamente al fracaso.

Por otro lado, nos encontramos con lo que llamaremos «nostalgia del futuro» (Piglia 2013: 31),[2] haciendo nuestra la tesis de Salzman (2001: 91), estudioso que afirma que Cossa construye sus personajes idealistas con la certeza de la existencia de un germen revolucionario en el pasado rescatable en el presente, es decir, de la posibilidad de una nostalgia productiva y preñada de esperanza. 

 

La nostalgia del pasado en estas obras de Roberto Cossa está funcionando como una utopía, una elaboración que propone la necesidad de mirar hacia atrás para entender el presente. Como sujeto social del posproceso, Cossa reivindica el papel de la Memoria. Si su obra dramática muestra, tal como creemos, un fuerte correlato con la serie social, es también por su intención de combatir el olvido, de recuperar esa ternura que envolvía algunos de los mitos del pasado y que en la sociedad mercantilista y productiva de este nuevo siglo casi no tienen lugar (Salzman 2001: 91)

 

Así pues, en la elaboración de este personaje idealista se entretejen el peso del dogma y el peso del pasado, ambos elementos lo sitúan en el terreno abstracto de la idea y no en el de la experiencia, tal y como afirma Ciria (1990: 131) respecto a De pies y manos: «la constante presencia de un pasado sin procesar que irrumpe en el presente diario y no lo aclara ni le brinda sentido positivo». No obstante, no debemos obviar la compleja mirada de Cossa en la que no existe un desprecio de la idea -el ideal-, sino una apuesta por su vivificación. 

 

 

4.   El intelectual de izquierdas: Miguel en De pies y manos (1984)

 

Afirma Graham-Jones que en la dramaturgia de Cossa de los últimos años se ha ido definiendo y concretando un personaje tipo que encarna la figura del intelectual; la construcción de este personaje se realiza siempre en torno al «conflicto idear y actuar» (1997: 257). Así pues, encontramos, en la segunda producción teatral de Roberto Cossa, una serie de personajes a los que, o bien, se los denomina como profesores; o bien, actúan como tales: Alsina frente a Balmaceda en El viejo criado (1980), Miguel en De pies y manos (1984), el Profesor de Yepeto (1987) o el Profesor que desea viajar al norte en El sur y después (1987) y Elvira en la misma obra. Todos ellos se definen como intelectuales encerrados en un sistema de ideas fuertemente vinculado con el pasado.

En este apartado, centraremos nuestro análisis en el personaje de Miguel, en De pies y manos (1984), pues consideramos que si el revolucionario tiene su construcción más perfecta en el Saludador, el intelectual tiene su construcción más compleja en Miguel. De pies y manos es una obra estrenada en 1984 en la que aún se respira la atmósfera asfixiante de la Dictadura, la violencia extratextual está representada en escena, especialmente, en la figura del Amigo, «detentor del poder absoluto que reproduce la opresión y el miedo de la calle en el ámbito de la cotidianidad», como nos indica Basabe (1997: 230).

Miguel, el personaje protagónico en torno al cual giran el resto de los personajes y objeto de estudio de este apartado, no aparecerá en escena hasta bien avanzada la obra. Así pues, en primera instancia, el lector o espectador conoce las diferentes versiones de Miguel que le ofrecen el resto de los personajes: Madre, Novia, Amigo y Hernán. Afirma Graham-Jones  que «los cuatro se pelean por controlar a Miguel: insisten en que asuma un rol social o familiar específico, recrean su propia versión de la historia y afirman cierta supremacía ideológica» (1997: 258) y, en efecto, cada personaje construye un Miguel a su medida. El resultado es que Miguel se nos presenta como un intelectual que ha absorbido el transcurrir ideológico de la Argentina, asimilando y adoptando, incluso, posturas opuestas. «Yo nunca estuve seguro de nada» (Cossa 2004b: 172) afirma el personaje.

Así pues, múltiples discursos políticos del pasado sobrevuelan la obra, sin que los personajes profundicen en ellos, sin que dichos personajes los hayan procesado. Nos encontramos de nuevo con que Roberto Cossa pone en evidencia el riesgo de fosilización de estos discursos al mostrárnoslos transformados en consignas perfectamente intercambiables:

 

Hernán: En eso caen diez tipos al boliche... armados con fierros y cadenas... había uno, grandote... con anteojos ahumados... (A Miguel.) ¿Se acuerda? (Ahora compone al grandote de "agrede" a Miguel.) ¡Trotskista de mierda...!

Amigo: (Amenazante a Miguel.) ¿Vos eras trotskista?

[...]

Miguel: ¡Pero no!... Lo que pasa es que ese chico se hace el gracioso. (A los demás.) Me acusaron de ser un liberal. Si querían que gritara "viva el ser nacional".

Amigo: (Desconfiado.) ¿Y vos qué hiciste?

Miguel: Yo grité "viva la paz entre los hombres".

Hernán: No, señor... Usted gritó "viva la lucha de clases".

(Se hace una pausa tensa.) (Cossa 2004b:172).

 

Este hecho, que Miguel vehicule discursos políticos diferentes según la época, junto a gestos tales como sus constantes concesiones ante la manipulación de la memoria a la que lo somete Amigo, su inmovilismo ante el cerco opresor de la familia o la ocultación de su verdadera relación con Hernán configuran a un personaje no solo poliédrico, sino también débil y pusilánime, tal y como se define el personaje antihéroe de Cossa que a menudo desempeña, como en este caso, el rol de víctima. Así pues, para Graham-Jones esta pieza es la que «más acierta a dramatizar la crisis del intelectual supuestamente comprometido [...]. El título alude a la condición del protagonista trágico, un intelectual brillante y comprometido pero también victimizado e impotente» (1997: 257).

Según las citadas palabras de Graham-Jones, el título de la obra sugeriría que este intelectual está inmovilizado -atado de pies y manos- por una causa externa, interpretación que lo exoneraría de la culpa. Ahora bien, si revisamos la producción dramática de Cossa nos daremos cuenta de que la relación víctima y victimario siempre aparece problematizada y, así, huyendo de todo maniqueísmo, su mirada corrosiva nos revela las fallas de todos los polos representados en la pieza. Así pues, las víctimas, en el teatro de Cossa siempre cargan con una alta cuota de responsabilidad y no están exentas de la maldad del victimario, es decir, también funcionan en escena como opresores.

Destacamos al respecto un rasgo que alimenta la ambiguedad del personaje y que termina de construir la imagen del intelectual en toda su complejidad: su obsesión por modelar al otro, su necesidad paternalista de adoctrinar a Novia, Madre y Amigo, pero, muy especialmente de ejercer su magisterio sobre Hernán: «Miguel: (Entusiasmado.) ¡Me va a escuchar! Voy a hacer un gran hombre de él. Lo voy a formar a mi medida. Un hombre libre... ¡Un ciudadano del mundo! (A ellos, con fuerza.) ¡Lo que no pudimos ser nosotros!» (Cossa 2004b: 176). Esta imagen del intelectual que cree poseer una verdad con la que debe iluminar a sus discípulos y que convierte su palabra en arenga es coherente con la imagen del intelectual-profesor que Cossa construye a lo largo de toda su obra. No olvidemos, por ejemplo, que el efecto Pigmalión es esencial en Yepeto.

Sin duda, Miguel es un personaje poliédrico y lleno de aristas, este hecho ha provocado que estudiosos como Omar Basabe (1997) no lo consideren como una víctima, sino como una autoridad que representa en la obra el polo opuesto al del Amigo. De este modo, Miguel ocuparía el lugar del ideólogo que decide lo que los personajes de Madre, Novia y Hernan deben pensar. En nuestra opinión, nos encontramos ante una construcción grotesca del intelectual de clase media con la que el personaje de Miguel se suma a la corrosiva y dolorosa autocrítica que Cossa hace de la izquierda vernácula, tal y como afirma Rodríguez De Anca:

 

Para mí fue una clara, dolorosa metáfora sobre el comportamiento de nosotros, los intelectuales en el proceso histórico-político de los últimos veinticinco años. Una cruda metáfora en la que Cossa se autocastiga y con justicia, nos responsabiliza, nos enjuicia, a él, a mí, a los ilustrados, a los teóricos, a los artistas (Rodríguez 1985: 20).

 

Ahora bien, una vez más Cossa construye este personaje desde una perspectiva dual. Nuestro dramaturgo, que tensa y distorsiona el personaje de Miguel hasta hacérnoslo ridículo, que subraya sus fallas y su responsabilidad en su condición de víctima, no puede evitar que emerja la compasión, la comprensión de su búsqueda y de sus dudas y de sus ideales. Por esta razón, la rehumanización del socialismo en la que Miguel aterriza tras su recorrido ideológico coincidirá con el socialismo ideal defendido por Angelito en la obra homónima.

En esta intrincada reflexión sobre la figura el intelectual, vuelven a aparecer conceptos que venimos manejando en este trabajo. Leemos en el texto: «Amigo: (Extrañado.) ¿Qué violencia? Vos estudiarás mucho... leés... y leés... ¿pero querés que te diga una cosa? (Taxativo.) ¡La realidad es así y está bien! Miguel: ¡Eso no es cierto! La realidad nunca está bien. Hay que transformarla» (Cossa 2004b: 171). Pero Miguel no sabe o no tiene la voluntad suficiente para pasar del discurso político a la transformación social. El espectador se encuentra con un personaje disociado en el que su palabra revolucionaria no coincide con sus actos privados: Miguel permanece dentro de un núcleo sociofamiliar opresor, que manipula su personalidad y su memoria. De este modo, la abulia o la ineptitud de este personaje generan un conflicto estático en el que la acción no avanza y la realidad teatral permanece inmutable. ¿Cómo podría Miguel construir estrategias de resistencia o transformación social si en el gesto final, el gesto concreto de salvar a Hernán -salvar el futuro-, «no atina a actuar»?: «(Todos tienen cartas en la mano. Hernán no deja de mirar a Migue pidiendo auxilio. Miguel no atina a actuar.)» (Cossa 2004b: 197).

El final de De pies y manos es inquietante y desolador: Hernan acaba sucumbiendo ante el grupo opresor, mientras Miguel, paralizado, lanza una pregunta para la que no tiene respuesta: «Miguel: Qué dolor... qué pena infinita... (Breve pausa.) ¿A dónde iré a parar con esta piedad? (Miguel no tiene respuesta. De aquí en más será una pregunta que se hará a cada instante de su vida)» (Cossa 2004b: 197).

Consideramos que, con este sugerente final, Cossa propone al espectador un hueco que debe rellenar. Quizás Graham-Jones (1997: 258) acierte al afirmar que la falla trágica del personaje de Miguel es la cobardía. Quizás el intelectual se instala en un dolor y en una piedad que le permiten lavar su conciencia y permanecer inmóvil. Quizás su falta de valor contribuya a que se cumpla el futuro que pronostica Amigo, un futuro «lleno de hijos de puta» (Cossa 2004b: 197).

 

 

5.   El revolucionario fracasado: el Saludador

 

Tras la pista del Saludador, llegamos al revolucionario fracasado. Si el intelectual «no atina a actuar» (Cossa 2004b: 197), el revolucionario llevará a cabo una acción estéril. Analizaremos la suerte de dos personajes, Frank en Ya nadie recuerda a Fréderic Chopin (1982) y Viejo en Viejos conocidos (1994), con los que Cossa ensaya el que será la construcción más completa de este tipo: el personaje del Saludador, de la pieza homónima, estrenada en 1999. Como veremos, en la elaboración de estos personajes, Cossa carga especialmente las tintas de su humor negro, construyendo escenas desopilantes que nos producen, a su vez, dolor y desasosiego.

En estas tres piezas es especialmente relevante el peso del pasado, de tal manera que el concepto de nostalgia aparece perfectamente imbricado con los ideales que conforman la utopía socialista y los continuos fracasos del militante que los persigue. Como ya anunciábamos, la postura autocrítica de Cossa despliega sobre estos personajes un mirada compleja en la que, si bien es cierto que la nostalgia aparece como un lastre que los encierra en un molde teórico desgastado y provoca una acción ineficaz o contradictoria, no podemos obviar la existencia de la denominada «nostalgia del futuro» (Piglia 2013: 31) donde la memoria funciona como motor, pues toda revolución presente tiene su germen en los ideales del pasado.

Posiblemente sea Ya nadie recuerda a Fréderic Chopin la pieza en la que el pretérito cobra mayor protagonismo, ya que la conciencia de Susy -sus recuerdos y ensoñaciones- se corporizan en escena.[3] Frank, el joven revolucionario inflamado por el ideal, es uno de los personajes del pasado que aparece sobre el escenario. Una expresión se repite en el joven Frank, novio de Zule que Susy ama secretamente: «construir un mundo nuevo»  (Cossa, 2004b). Cossa muestra todo su sarcasmo en la creación de este personaje idealista cuando Frank aparece en escena, no ya como recuerdo corporizado, sino como un anciano que pertenece al presente teatral de Susy. La utopía proclamada durante la juventud se torna palabra fósil cuando advertimos que Frank regresa viejo y fracasado de su periplo. Abandonó a Zule y marchó a recorrer el mundo para transformarlo, pero lo único que consiguió fue el enfrentamiento con distintos líderes políticos. Este personaje idealista solo logró pasar del precepto revolucionario -«construir un mundo nuevo»  (Cossa, 2004b)-  al gesto inútil -«lo agarré de las solapas» (Cossa, 2004b)-. La estrategia teatral para desenmascarar este discurso político anclado en la convención es, en primer lugar, su calco intencionado y, en segundo lugar, su repetición automática. El resultado es desopilante, pues queda en el oído del espectador como una especie de leit motiv, cuya mecanización revela su inconsistencia.

El mismo procedimiento es empleado para cuestionar el discurso de Espartaco, personaje del Viejo en Viejos conocidos: octogenario que ha encontrado en los trenes un nuevo espacio para la lucha, su acción revolucionaria consiste en insultar a los latifundistas desde la ventanilla del tren:

 

Asistente: Los latifundios... pasamos por los latifundios...

(Viejo, desde su lugar, pega un respingo, abre la ventanilla y comienza a gritar).

Viejo: ¡Terratenientes... explotadores... canallas! Entreguen la tierra... La tierra es para el que la trabaja... ¡Latifundistas miserables! ¡La justicia popular volverá! Es mejor que se desalienten y entreguen la tierra por las buenas. Por la buenas... Sin violencia... ¡Se acabó el jubileo capitalista! ¡Terminó la fiesta! ¡Llegó la hora claudicación espontánea! (Cossa 1999: 64-65)

 

Con Viejo llegamos a un personaje tipo que posee quizás menos carnadura humana que Frank, pero en el que encontramos de nuevo los tics propios del idealista: fue un «hermoso revolucionario» (Cossa 1999: 81) que viajó por el mundo para intentar construir un futuro mejor, posee un discurso anquilosado, muestra su alejamiento respecto al proletariado y, por encima de todo, se nos presenta como un personaje encerrado en la ingenua prisión de la palabra: «Destruiremos los latifundios... con las armas de la palabra... Los vamos a deprimir... Les vamos a arruinar la fiesta» (Cossa 1999: 66).

Como bien ha señalado Mogliani (1999: 35), «el  punto de vista sobre el personaje de Viejo es mucho más irónico que sobre Frank». Así pues, con Espartaco, Cossa construye una mordaz caricatura en la que la denuncia de una nostalgia improductiva es evidente. Por su parte, en el personaje de Frank también apreciamos un discurso político, que sometido a la repetición mecánica, deja de ser «pájaro vivo» y se convierte en «piedra opaca» (Cortázar 1984: 64). No en vano, Ciria  afirma que la obra muestra «las expectativas cuasi-mágicas que a veces llevan al autoengaño, la necrofilia y la necropolítica» (1992: 579). No obstante, no podemos obviar que, a esta denuncia, se une el dolor de la pérdida. De hecho, el final de Ya nadie recuerda... es tan desolador e inquietante como lo será, años después, el de De pies y manos. Frank muere en las vías del tren y Susy acepta el cortejo de Palumbo, personaje que en nuestra opinión anuncia la violencia de Amigo en De pies y manos. En la citada obra, como vimos, Hernán también se acaba sumando al grupo de los opresores.

Los personajes analizados en este trabajo nos conducen, finalmente, al Saludador que, como indica Laura Mogliani, «lleva la connotación ideológica del personaje revolucionario fracasado al centro mismo de la intriga, en un proceso gradual de intensificación de esta cuestión, en cada una de las obras en que se halló presente» (1999: 36). Las infructuosas acciones revolucionarias de Frank y Viejo, el enfrentamiento y el insulto, se transforman en esta pieza en el gesto contrario, el saludo -el abrazo-; contrario, sí, pero igualmente ineficaz.

La obra se estructura en torno a dos acciones básicas: el ingreso y la expulsión del Saludador. Cada vez que este personaje que, en palabras de Olga Consentino, se dedica a «hacer turismo por las revoluciones del planeta» (1999), regresa de su periplo y desea incorporarse al núcleo familiar; Marucha, su esposa, se las ingenia para lanzarlo por el paredón del patio y evitar así que perturbe el orden burgués que con esfuerzo ella ha creado. En cada uno de sus ingresos, el Saludador aparecerá en escena con un miembro menos: pierde un brazo, una pierna, un ojo, hasta quedar reducido únicamente a un tronco que debe ser trasladado en una carretilla. El personaje regresa mutilado de sus excursiones reivindicatorias y pierde así la capacidad de ejercer la acción que lo define: saludar, abrazar.

Para Eva Golluscio (2003: 19), el Saludador, mecanizado desde el inicio por su discurso y gesto  -«Hace  el gesto de abrazar y soltar, abrazar, soltar» (Cossa 2005: 20)-, va quedando reducido a una suerte de hombre-máquina en el que ya no existen movimientos enteramente humanos, condición que nos permite considerarlo como cuerpo grotesco en el que los contrarios se funden. De este modo, la raigambre grotesca de la pieza es incuestionable, no solo porque el protagonista quede convertido en un mero monigote -«Marucha le tira un botellazo, como a un muñeco de un parque de diversiones» (Cossa 2005: 41)-, sino por la ácida comicidad que propone la acción y los personajes y la perspectiva ambivalente desde la que se crea.

El uso concreto que Cossa hace del humor lanzado[4] alcanza en esta obra su plena significación, sobre todo cuando enfrentamos el conflicto planteado con el contexto socieconómico en el que se estrena. El Saludador dialoga con una Argentina que, bajo la presidencia de Carlos Menem, había alcanzado la más alta expresión del neoliberalismo. Por tanto, el humor negro manejado encaja con esta definición de Giella: se trata de un tipo de humor que pretende «manifestar [...] los rasgos humorísticos involucrados en una situación que debería, desde otra perspectiva, movernos más bien al sobrecogimiento, a la piedad o al horror» (1994: 170).

De este modo, la eficaz comicidad de esta pieza no nos sitúa en una perspectiva estable desde la que le concederíamos un sentido unívoco sino que nos invita a la reflexión. La acción de expulsar al Saludador del interior de la casa, espacio que representa, como decíamos, un orden burgués, ha sido interpretado como «una explícita referencia a la expulsión sufrida por quienes no son útiles al nuevo modelo» (Consentino, 1999) y las mutilaciones que el personaje sufre a lo largo de su periplo revolucionario, como «la materialización escénica de la destrucción de las utopías evocadas por el texto» (Clerc 2006: 153) o «la cotidiana amputación de los sueños» (Fernández 1999: 23).

Sin invalidar dichas interpretaciones, consideramos que limitan la potencia significativa de obra. Esta lectura propone que el dramaturgo plantea en la pieza dos polos. Uno ocupado por Marucha que representa una camaleónica clase media para la que la ambición y la ambiguedad son su bandera. El espacio que le corresponde a este polo es el interior -el hogar y el escenario- y su tiempo es el presente de la acción. En el polo opuesto, tenemos al Saludador que representa al idealista revolucionario. Este personaje pertenece al espacio exterior -el mundo y la extraescena- y su tiempo es el pasado pues su discurso, en cada regreso, está conformado por el recuerdo. Si seguimos el hilo de esta interpretación, Roberto Cossa plantearía una apología nostálgica de los ideales defendidos en el polo representado por el Saludador y denostaría los valores burgueses encarnados en Marucha; pero, en nuestra opinión, El Saludador excede esta visión. Nos unimos, por tanto, a estas palabras de Laura Mogliani (1999: 38): «en esta partida que se juega entre el pensamiento utópico y el escepticismo, Cossa parodia ambos polos».

Si, por un lado, existen conmovedoras escenas en las que el espectador empatiza con el personaje de Marucha, tal y como leemos en este ejemplo: «¡Callate, vos! Que soy yo la que se banca esta casa... La que mantiene a un hijo... ¡Tu hijo! ¿Me oíste? ¡Tú hijo! ¡La que se pela el culo acá soy yo!» (Cossa 2005: 41). Por otro lado, no podemos negar la mordacidad con la que Cossa construye el personaje del Saludador.

En primer lugar, nos muestra sus aristas que se relacionan con el divorcio entre los ideales de la esfera pública y su quehacer cotidiano: su amor a la humanidad lo ha llevado a abandonar a su familia y, además, cuando regresa a casa muestra un egoísmo primario -«Tengo hambre. ¿Me vas a hacer las milanesas?» (Cossa 2005: 23)- que le lleva desplegar una serie de estrategias para manipular a su mujer -«estratégicamente angustiado» (Cossa 2005: 28)-. En segundo lugar, y este es el aspecto más relevante para este trabajo, Roberto Cossa vuelve a preguntarse a través de este personaje las razones del fracaso de la utopía socialista. La respuesta no está solo en la expulsión de aquellos que no encajan en un sistema neoliberal o en la mutilación de sus sueños, la indagación de Cossa siempre apunta hacia la responsabilidad del personaje idealista y, para ello, el autor ataca de nuevo su incapacidad para pasar de una teoría convertida en eslogan: «¡Hijito... el neoliberalismo está muerto!» (Cossa 2005: 41) a una acción revolucionaria eficaz.

No en vano, Cossa decide que la acción subversiva del protagonista sea un acto tan superficial como el de saludar a los distintos líderes políticos y militantes que encuentra en su recorrido turístico por las revoluciones del planeta (Consentino, 1999).  El Saludador, afirma Giella, se entiende como un «arquetipo de persona huera, vacía, aparatosa y espectral, cuyo horizonte vital es sólo hacerse ver a través del logro de aparecer en público al lado de personalidades afamadas» (2000: 121-122). El saludo, por su parte, es un rito social sin contenido semántico, una locución cuyo uso convencional la ha dejado vacía y la ha convertido en gesto protocolar que camina parejo al uso de un formulario estándar para enfrentar las movilizaciones de la calle, tal y como veíamos en El avión negro.

Pero, como venimos viendo, Roberto Cossa trata de construir este personaje en toda su complejidad. En consecuencia, este personaje ridículo y delirante será el que ponga sobre el escenario ciertas palabras movilizadoras que un ahora neoliberal considera pasadas de moda -«¡Eso se llama plusvalía!» (Cossa 2005: 40), grita ingenuamente el Saludador apareciendo tras el muro-. Y así, junto a la corrosiva crítica -autocrítica- de la acción ineficaz de la izquierda estará siempre el dolor por la mutilación de los ideales que conforman una utopía sin la cual, considera Roberto Cossa (1985: 26), la humanidad no tiene salida.

6.   Palabras finales

A lo largo de este recorrido hemos podido comprobar que Roberto Cossa encuentra, en la construcción de este personaje idealista, el procedimiento teatral para representar lo que Cortázar llamó «la lenta enfermedad de habla» (1984: 69). En la boca de los personajes aquí analizados se desgastan palabras esenciales -libertad, justicia, futuro- a fuerza de repetirlas de una forma mecánica, dentro de una retórica que inflama la pasión y la buena voluntad, pero que no incita a la reflexión y, lo que es más importante, no engendra una acción verdaderamente transformadora.

Cuando en el presente año 2017, en el Teatro del Pueblo, escuchamos a Tatita, personaje de Terrenal de Mauricio Kartun, decir «¿Para qué mierda sirve la letra? Para distraer el baile» (2014: 45), nos damos cuenta de que esta severa autocrítica de Roberto Cossa a la palabra fósil de la izquierda vernácula sigue vigente.

 

* Yolanda Ortiz Padilla es escritora y Licenciada en Filología Hispánica, diplomada en Estudios Avanzados y Suficiencia Investigadora por la Universidad de Granada y la Universidad de Jaén (donde además se desempeña como profesora) con la tesina "Cossa frente a Gambaro: teatro argentino en los años 60". Sus líneas principales de investigación son el teatro argentino y la poesía española e hispanoamericana actual. Recibió en dos oportunidades los Incentivos de Carácter Científico y Técnico de la Junta de Andalucía para estancias de investigación en el extranjero (efectuadas en el Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral (CELCIT) de Buenos Aires y en el Grupo de Estudios de Teatro Argentino y Latinoamericano (GETEA) de la Universidad de Buenos Aires) y en una oportunidad el del Programa de Movilidad Académica entre todas las instituciones asociadas a la Asociación Universitaria Iberoamericana de Postgrado (AUIP) (desarrollado en la Universidad Nacional de Mar del Plata). También obtuvo el XVIII Premio para Escritores Noveles, que convoca la Diputación de Jaén, con la obra poética El cordón umbilical.

 

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[1] Para Maristany (1995: 112) el referente formal no es el cabaret europeo, sino el cabaret que aparece dentro del sainete criollo de comienzos del siglo XX, como por ejemplo el sainete de Alberto Novión titulado Cabaret de Montmartre (1919). Por esta razón, Maristany clasifica a la obra Angelito como sainete político.

[2] Piglia acuña este término en su novela Respiración artificial (1980): «el desterrado es el hombre utópico por excelencia, escribía Osorio, me escribe Maggi, vive en la constante nostalgia del futuro» (Piglia 2013: 31)

[3] Jorge Dubatti en su obra Concepciones de teatro (2009) vincula esta escenificación de la conciencia del personaje con el expresionismo teatral: "Llamamos expresionismo a la poética teatral que trabaja con la objetivación escénica de los contenidos de la conciencia (anímicos, emocionales, imaginarios, memorialistas, oníricos, psicológicos, patológicos, etc.) y, por extensión, con la objetivación escénica de la visión subjetiva" (2009:126).

[4] El concepto de humor lanzado, entendido como un tipo de humor negro, procede de declaraciones del propio autor: "Trabajando en equipo, se van cediendo cosas y ganando otras en una tarea mucho más enriquecedora. Yo  gané así mucha más soltura en mi modo de escribir. Por primera vez comencé a plantear situaciones límite, a incursionar en el humor, el humor lanzado y eso me ayudó a liberar una zona mía que estaba contenida... Creo que las zonas que comenzamos a explorar mientras escribía El avión negro, me sirvieron mucho para La nona" (Cossa citado en Moreno, 1985: 40).

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