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CELEHIS (Mar del Plata)

On-line version ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.34 Mar del Plata Dec. 2017

 

Miscelaneas

La obstinada música del vacío. “Prosa de Estado”, literatura y experiencia en Marcelo Cohen

The obstinate music of emptiness. “Prosa de Estado”, literature and experience in Marcelo Cohen

 

Silvina Sánchez *

Universidad Nacional de La Plata - CONICET

Fecha de recepción: 01-03-2016 / Fecha de aceptación: 16-08-2016


Resumen

El artículo propone abordar los ensayos y las ficciones de Marcelo Cohen para indagar los modos en que, a través de los cruces y los deslizamientos entre estas dos escrituras, se construye una poética impura e intersticial. Se analizan las concepciones del lenguaje (en particular la noción de “prosa de Estado”), de la literatura y de la experiencia delineadas por Cohen en algunos de sus ensayos; así como también los modos en que los relatos “La ilusión monarca” y “Aspectos de la vida de Enzatti” (El fin de lo mismo) dialogan con esas concepciones. Se postula que la noción de literatura construida en la poética de Cohen parte de la necesidad de resistencia a la “prosa de Estado” -entendida como dispositivo de sujeción y control- y ensaya ciertas figuraciones privilegiadas: una imagen topográfica que desplaza a la literatura hacia “otra parte” u “otro lugar”, distinto al espacio circundado por el lenguaje dominante; una imagen de la literatura como movimiento sismológico, donde la transgresión se efectúa en forma de “mínimas sacudidas”; y la idea de trance entre lenguaje y experiencia, como una tensión no resuelta, un continuo devenir entre el deseo de vacío y el prodigio de la narración.

Palabras clave Narrativa argentina contemporánea - ensayo - Marcelo Cohen - lenguaje - experiencia

Abstract:

The article intends to approach Marcelo Cohens essays and fictions to look into the ways in which, through crossing and sliding between these two kinds of writing, an impure and interstitial poetics is built. Conceptions of language (specifically the notion of “State prose”), literature and experience are analysed as presented by Cohen in some of his essays, as well as the ways in which the stories “La ilusión monarca” and “Aspectos de la vida de Enzatti” (El fin de lo mismo) are related to those conceptions. It is stated that the notion of literature built in Cohens poetics comes from the need of resistance to “State prose” -understood as a device of restraint and control- and tries certain privileged figurations: a topographic image that moves literature “somewhere else” or “towards another place”, one different from the space surrounded by dominant language; an image of literature as seismic movement, where transgression is carried out as “minimum shakes”; and the idea of trance between language and experience, like an unsolved tension, a continuous development of emptiness wish and writing wonder.

Key words: Contemporary Argentinean narrative - essay - Marcelo Cohen - language - experience


 

De modo que Enzatti espera. Conoce momentos parecidos a éste, tanto al menos como algunos de los sonidos que le enturbian el pensamiento: son, todos juntos, el rumor de las preguntas que no pueden contestarse, un barullo que surge cuando algo cae súbitamente sobre las explicaciones y las anula. También es, ahora que se fija, la obstinada música del vacío.

Marcelo Cohen es autor de una prolífica obra narrativa, que incluye novelas, nouvelles y cuentos, entre los que podemos mencionar El país de la dama eléctrica (1984), El oído absoluto (1989), El fin de lo mismo (1992), El testamento de O’Jaral (1995), Inolvidables veladas (1995), Hombres amables (1998), Los acuáticos (2001), Donde yo no estaba (2006), Impureza (2007), Casa de Ottro (2009), Balada (2011), Gongue (2012) y sus Relatos reunidos (2014). A la vez ha publicado ensayos y textos críticos en diversos medios, ya sea diarios de circulación masiva o revistas especializadas, del país y del extranjero, algunos compilados en su libro ¡Realmente fantástico! y otros ensayos (2003), y, desde 2003, editados regularmente en la revista Otra parte que dirige junto a Graciela Speranza.1 Si bien podríamos detenernos en una u otra zona de su producción, las ficciones o los ensayos, y serían evidentes las marcas, tonos y temas de un singular proyecto creador, también podríamos leer la construcción de su poética en la trama que se urde al poner en relación esas dos escrituras. Allí, entre las ficciones y los ensayos, no solo se ponen de manifiesto los rasgos que pueden ser reconocidos, independientemente, en una u otra de las partes, sino que además sería posible leer aquello que resuena cuando dos modalidades diferentes de escritura se ponen a conversar. Por un lado, en esa conversación, se dispone un juego de correspondencias, donde reaparecen algunas concepciones, motivos y procedimientos persistentes, y se repiten ciertos interrogantes y obsesiones, es decir la poética se va delineando, adquiere solidez y reconocimiento. Pero también, por otro lado, las correlaciones y definiciones que se construyen entre esas escrituras lo hacen al modo del deslizamiento, y al desplazarse, se completan o se evaden, se saturan o sustraen, colisionan o se acoplan. Lo que aparentaba ser sólido y consistente se muestra en disolución, lo que se exhibía con firmeza, titubea y vacila. La poética de Cohen puede pensarse como ese trance que se construye de forma intersticial donde quizás lo más productivo asome, no en una u otra parte, sino en los múltiples modos del devenir: entre los ensayos y las narraciones, entre la crítica y la ficción, entre las más firmes y obstinadas convicciones y los impulsos que pugnan por desestabilizar, sacudir lo permanente y volverlo provisorio.2

Una de las cuestiones que ha sido objeto de las reflexiones de Cohen con insistencia es la lengua: qué es la lengua, qué nos hace, qué podemos hacer con ella. En su ensayo “Prosa de Estado y estados de la prosa”, publicado en el número 8 de la revista Otra parte (2006), acuña el término “prosa de Estado” para referirse a ciertos usos de la lengua ligados al control y al dominio, propone ciertas concepciones de la literatura a partir de los vínculos que establece con esta “prosa de Estado” y organiza un panorama del campo literario argentino de las últimas décadas. En esta oportunidad, preferimos tomar este texto como eje para analizar las relaciones que pueden establecerse con otros ensayos y reseñas críticas donde las formulaciones relativas al lenguaje y a la literatura son ampliadas o transformadas.3 Además, y tal como propusimos anteriormente, pretendemos explorar las relaciones posibles entre los ensayos seleccionados y sus ficciones, en particular los “novelatos” “La ilusión monarca” y “Aspectos de la vida de Enzatti”, incluidos en El fin de lo mismo (1992).4 Intentaremos indagar los diálogos, cruces y tensiones entre ambas escrituras en torno a las concepciones y figuraciones del lenguaje, de la literatura y de la experiencia. La conversación y la mezcla, el entre dos mixturado de lenguas, registros, saberes, géneros y citas, se revelan como los espacios quizás más productivos para pensar los rasgos de una poética impura e intersticial.

1. Con mínimas sacudidas

En “Prosa de Estado y estados de la prosa”, Marcelo Cohen acuña el término “prosa de Estado” para referirse al “compuesto que cuenta las versiones prevalecientes de la realidad de un país, incluidos los sueños, las fantasías y la memoria” (2006: 1). En la Argentina, es un aglomerado formado por diversos ingredientes: “los anacolutos del teatro político, las agudezas publicitarias, el show informativo y sus sermones, la mitología emotiva de series y telenovelas, la pedagogía cultural, psicológica y espiritual de los suplementos de prensa” (2006: 1). Por lo tanto, el término “Estado” que acompaña la denominación no se circunscribe al aparato estatal sino que instituye un “Supraestado” donde se incluye al conjunto de mensajes y discursos vinculados al intercambio comunicativo. Esta prosa modela los deseos y aspiraciones, las posibilidades del placer, el ocio y la espiritualidad, los ritos y vínculos sociales. Su función es ante todo coercitiva: “un dispositivo de control más eficaz que las policías” que organiza la vida cotidiana en formas hegemónicas de orden simbólico (Cohen 2006: 2).

Uno de los rasgos predominantes de la “prosa de Estado” es su capacidad de absorber todo lo que la rodea, es una prosa “omnívora” que no discrimina ni rechaza nada que encuentre al paso de su afán devorador (Cohen 2006: 1). Cohen expresa esta característica a través de dos tipos de figuración: la imagen de la prosa como virus verbal y las metáforas ligadas a la conquista, que son empleadas en forma independiente o por superposición. De este modo, la prosa se describe como un virus que “se imprime en las redes neurales y las satura”, pero además es “conquistadora” (2006: 2) a tal punto que “ya no hay pueblo que no esté infectado de tópicos” (Cohen 2009: 31). En su ímpetu de colonización, la prosa pretende apropiarse también de la literatura y ha logrado patrocinar una hueste literaria funcional y servil. La integración de la literatura bajo la tutela de la “prosa de Estado” se constituye en un problema central del escritor y le plantea dilemas graves ante los que debe reflexionar y posicionarse.5 Por eso Marcelo Cohen se pregunta: “¿Es posible reformar ese lenguaje para contar otras cosas, o la única libertad depende de un ataque frontal, demoledor? Y si hay que demoler, ¿se podría destruirla de veras sin terminar con nosotros mismos?” (2006: 1). Aquí vemos que las mismas figuraciones que se empleaban para caracterizar a la prosa se extienden a los modos de pensar la resistencia: ante la conquista puede oponerse un ataque frontal, capaz de demoler y destruir lo que la prosa funda y coloniza, o ante los avances de la infección, emplear “la vacuna que permite combatir el virus” (Cohen 2003: 87). Y también se utiliza la terminología del combate para oponer las “preciosas armas” que la literatura ha venido forjando a lo largo de su historia a las “groseras armas del enemigo” (8). De este modo el ensayo llama a discutir hasta qué punto la contienda implica restablecer o declarar obsoletas las estrategias literarias clásicas, destruir o incorporar, de manera reciclada, las armas que la “prosa de Estado” emplea para perpetuarse.

Por último, casi al finalizar, el ensayo también piensa otra forma de intransigencia: “iniciar por fin el éxodo a campo raso”, es decir atravesar los límites del lenguaje para llegar a una zona foránea, un afuera, “inmune a los virus de la prosa de Estado” donde sea posible realizar “un arte del todo extranjero, bárbaro” (2006: 8). Si recorremos los diversos textos críticos y ensayísticos de Marcelo Cohen, podemos ver la insistencia de ciertas figuraciones topográficas que ubican a la literatura en un “otro lugar” u “otra parte”, distintos al espacio circundado por el dominio de la “prosa de Estado”. Sin embargo, tal como nos recuerdan las tan citadas palabras de Roland Barthes en su “Lección inaugural de la Cátedra de Semiología Literaria del Collège de France”, “desgraciadamente el lenguaje humano no tiene exterior: es un a puertas cerradas” (1986: 121). Ese “otro lugar” que se vislumbra como meta en el proyecto estético de Cohen solo puede ser un espacio donde la otredad sea asumida por la lengua, una lengua a la que algo le esté ocurriendo, algo capaz de volverla extranjera en su propio interior. De este modo, la concepción del lenguaje que dejan delinear los ensayos de Marcelo Cohen está atravesada por las tensiones entre adentro y afuera, lo mismo y lo otro, la coacción y la destrucción. Una poética que piensa al lenguaje en trance, del afán de demolición a la fatalidad del silencio.

¿Qué propone Cohen para poder habitar esa encrucijada? Así como la literatura es figurada como deseo por “otra parte”, también, en reiterados momentos de su producción crítica-ensayística, aparece asociada a figuras que podrían agruparse bajo la idea de movimiento: la literatura como un ajetreo que hace algo a la lengua sin llegar a destruirla por completo y sin impedir la comunicación. Por ejemplo, en el “Prólogo” a ¡Realmente fantástico! y otros ensayos dice: “la literatura agita (o trastueca) las series de frases que cada día nos hacen el pensamiento, nos encauzan el deseo y nos nublan las sensaciones” (10-11). Si en las formulaciones anteriores podían escucharse ciertas resonancias de los postulados expuestos por Roland Barthes en su “Lección inaugural”, aquí también podríamos establecer algunas relaciones con el ensayo “Brecht y el discurso: contribución al estudio de la discursividad”, donde Barthes propone pensar la obra de Brecht como una “sismología” consistente en una “práctica de la sacudida” (310). Barthes considera que nuestra época, nuestra clase, nuestro oficio nos proporcionan una “logosfera” que “nos recubre como un baño” (310). Por tanto, allí donde “el desplazamiento de lo que está dado ya no puede ser sino el resultado de una sacudida”, el arte crítico es aquel que quiebra la capa de la logosfera que nos envuelve como un medio, el que “resquebraja el baño” y “abre fisuras en la costra de los lenguajes” (310-311).

Uno de los modos en que la literatura ejerce este efecto sísmico es a través del “matiz”, noción que Barthes expone en La preparación de la novela. Notas de cursos y seminarios en el Collège de France, 1978-1979 y 1979-1980 y que Cohen retoma en “Prosa de Estado y estados de la prosa”. El matiz, vinculado por Barthes con la individuación y el estilo, es un aprendizaje de la sutileza e irradia la diferencia (2005: 87). La civilización de los medios, que se define por el rechazo del matiz, pone todo su ahínco en censurarlo y reprimirlo neuróticamente. En el ensayo estudiado, Cohen explora el impacto de esta práctica: “el matiz estremece la fijeza del mundo pero también sacude al que matiza. Matizar es desflecarse.” (2006: 7). Por tanto el movimiento se ejerce en la lengua pero además replica sus efectos sismológicos en el devenir de sus tránsitos: agitar la lengua es también estremecer al mundo y sacudir al que matiza. Este recorrido alcanza además al lector e implica una forma de pensar la recepción estética, por ejemplo en su artículo “En opaco mediodía”, Cohen postula: “Habría que escribir como si uno quisiera empezar de nuevo, para despabilarse de a poco, con mínimas sacudidas, y eventualmente despabilar a uno que otro.” (56).

De este modo, Marcelo Cohen propone una literatura que, indómita al control y las presiones de una “prosa de Estado” que pugna por sujetarla y hacerla propia, efectúa su resistencia en forma de “mínimas sacudidas”. El movimiento opera, en primer lugar, haciendo posible una serie de desplazamientos: los modos que asume la “prosa de Estado” son trastocados a partir de la trasgresión e inversión de algunos de los rasgos que la caracterizan. Pero además, los efectos del movimiento de extienden y multiplican: el narrador se desfleca, el lector se despabila, se estremece la fijeza del mundo. Este “arte del golpe”, que se ejerce en y sobre el lenguaje, se relaciona con otro de los problemas que atraviesan la narrativa de Cohen: la petrificación de lo vivido por parte de un lenguaje incapaz de atrapar el carácter huidizo de la experiencia. El lenguaje hace de la experiencia algo susceptible de ser hablado, y de esa forma la organiza, la encauza, la constriñe. Por eso, en varios ensayos de Cohen encontramos el deseo de un momento anterior al lenguaje, donde la experiencia aún no haya sido significada por las palabras, rémora quizás de ese afuera también soñado para la literatura. Por ejemplo, en “Un lugar llevadero. Acerca de Vilis y otras instalaciones verbales del cubano Lorenzo García Vega (1926) y su decisiva manera de agitar la consideración de la poesía”, Cohen expresa que el lenguaje inmoviliza lo vivido en objetos manipulables y pétreos, lo organiza en interpretaciones, contenidos y juicios como un modo de hacerlo comprensible y práctico. Sin embargo, agrega que podrían rescatarse ciertos estados no del todo encapsulados, casi pre lingüísticos, o donde podría dispararse “la energía cinética anterior al lenguaje”. Así hay un deseo de la literatura por esos momentos indiferenciados, que reverberan un instante antes de ser capturados por las frases y los conceptos: los sueños, los recuerdos todavía sueltos, algunas visiones del presente, el pensamiento cuando aún es “flujo, agitación íntima, desordenada”.6

Pero nuevamente aquí vemos que el problema no puede superarse escogiendo un elemento a expensas del otro, porque en la poética de Cohen la tensión entre palabra y experiencia no se resuelve: el trance entre su incongruencia funesta y un prodigio de comunicación se convierte en un espacio habitable, llevadero, de “paraje” y “aventura” (Cohen 2009: 34). Por un lado, ese lenguaje que, estremecido, sacude al narrador y al lector, desestabilizando sus más afianzados fundamentos históricos, culturales y psicológicos, promueve una subjetividad alterada donde los sentidos quedan despejados para las sensaciones que promete la complejidad de la vida. Pero, además, cuando acontece la sensación verdadera y nos atraviesa, o cuando percibimos lo que tenemos delante, de golpe, con intensidad, eso mismo que nos pasa urge por ser comunicado. La vivencia tanto se sabe indiferente al lenguaje como clama por la palabra que la convierta en relato. En este sentido, la literatura de Cohen se construye en el espacio habitable de sus propias tensiones: desea huir a otro lugar, un afuera silencioso, impracticable, pero se queda. Agita, sacude y matiza, descalabra los imperativos de la “prosa de Estado” y el lenguaje deviene otro en su propio interior, sin cruzar la frontera de sus puertas cerradas. Y, además, la literatura de Cohen desea el vacío, allí donde la experiencia es intensa y aún no ha sido mutilada por el lenguaje, pero no puede dejar de narrar. El sujeto, entre el desorden y el éxtasis, quiere entregar a otro ese momento de trance y sabe que esa ofrenda, en la poética de Cohen, está hecha de palabras.

2. La trampa del caracol

“La ilusión monarca” tiene lugar en una cárcel construida en una playa, cercada con dos altos muros de hormigón y con salida al mar. Allí han sido enviados varios delincuentes menores, quienes emplearon la piratería, el robo o el chantaje para pertenecer a un sistema que los excluye.7 En una de sus caminatas por la arena, Sergio, el protagonista del relato, encuentra un caracol. Aunque lo mira absorto sin comprender del todo la lógica que organiza su armazón, supone que en algún lado debe hallarse la trampa: “El caracol tiene que haber empezado a ser alguna vez, y haberse hecho su propia trampa; pero cómo la hizo es difícil saberlo.” (106). Esta figura del caracol que, al tiempo que aparenta sencillez, escamotea su modo de funcionamiento nos permite pensar algunas de las formas en que este “novelato” se relaciona con la “prosa de Estado”.

Cohen concibe la “prosa de Estado” como un uso utilitario del lenguaje donde impera la transmisión de mensajes, información y saberes de la forma más clara y precisa posible. Por tanto la prosa se instala en el dominio de lo conocido y de lo ya dicho, lo que, de tan cercano, encandila la mirada, instándonos a ver y repetir siempre lo mismo. En cambio, en “La ilusión monarca” estas características se encuentran desplazadas: a partir de la hipótesis fantástica de una cárcel marina, ajena a nuestro universo de referencia, el “novelato” se ubica en un espacio/tiempo que no puede ser inmediatamente identificado y desajusta las certezas de nuestra encandilada percepción. Este rodeo fantástico permite una relación indirecta con el mundo familiar, la distancia provee un re-conocimiento inusitado donde lo importante no es volver a identificar lo que ya conocíamos sino explorar “lo siniestro de toda familiaridad” (Cohen 2006: 7). Entonces, la literatura, en lugar de exponer saberes como si fuera posible el intercambio eficaz y transparente, deja expuesta a la “prosa de Estado” en su condición de poderoso artificio. Exhibe aquello de la prosa que ella se obstina en ocultar cuando, como el caracol, escamotea el origen y funcionamiento de su trampa.

Por consiguiente, la cárcel marina emula algunos de los rasgos y procedimientos de la prosa, pero al extrapolarlos en un universo extraño, los deja ver. Así como la “prosa de Estado” se encarga de implantar “no sólo la ley sino la burla de la ley” (Cohen 2006: 2), en la cárcel marina conviven el encierro y la condena junto con la posibilidad inmediata de la libertad. El mar, vía de escape del control, es constante y monótono: “es lo mismo” (76) y “hace siempre lo mismo”, de modo tal que, el resonar incansable de su canción rutinaria “ataca las neuronas, aniquila la calma” (30). El mar seduce con su “brillo cautivante” (30) y está al alcance de todos: sólo son necesarios el esfuerzo y la voluntad personal para salir nadando hacia la libertad, poseer los beneficios que el mercado ofrece, o conseguir cualquier otro de los sueños, fantasías y aspiraciones imperantes en la sociedad postindustrial. Tal como los deseos fabricados por la “prosa de Estado” y puestos en las góndolas de la aspiración de las que quieren abrevar todos los sujetos, el mar también es un artificio, y así lo revelan las descripciones que lo muestran como un dispositivo técnico: “un hule de añil movido por turbinas” cuyas olas son “como rodillos de goma agrietada”, contienen “miles de bujías minúsculas” (114) y sueltan “eléctricas melenas blancas” (10). Otorga la posibilidad de una dirección y un objetivo en una organización social donde estas dos cosas se manifiestan como necesarias: “no podemos dejar de ir hacia algo, a cualquier parte” (63). Los presos, cautivados por el slogan que propone “jugarse por la libertad” (67) como un desafío para los valientes, se arrojan al mar dispuestos a perseguir la fantasía de que el mundo les va a dar otra oportunidad. Algunos fugitivos regresan convertidos en cadáver y de otros nunca más se sabe nada, especie de salvación de los más aptos donde pequeños hechos suceden en la vida de la prisión para que todo siga igual. Los menos arriesgados permanecen en su rutina ociosa y dedican horas a mirar el mar: “Mirando el mar por las puertas de las celdas, los presos, es un decir, meditan: expectantes, recelosos.” (44). Mirar y meditar son dos elementos predominantes en el texto y constituyen la lógica que rige la vida en la prisión.

La hegemonía de lo visual recorre el “novelato”, en forma ostensible, a través del “ojo” cuya presencia se explicita al comienzo de cada una de las tres partes en que se divide la narración, oficiando de punto de vista en las minuciosas descripciones del paisaje. Pero además lo visual preside la organización misma de la cárcel. Los mecanismos de control no se valen de la voz ni del contacto físico, “los guardias no hablan, no golpean” (19) pero intimidan con la omnipresencia de su mirada “psicópata” (12). Además multitudes de haces finos de luz recorren la playa por las noches; para evitar ser rozados por ellos, los presos se quedan en las celdas, ya que, aunque la luz no duele, delata la presencia del cuerpo y “en ese súbito alumbramiento de sí mismo el preso vislumbra quién sabe qué represalias” (15). Finalmente, los reos que se escapan también lo hacen por un impulso visual: “se van para no tener que ver más el mar” (57), y su motivación es “ver qué hay del otro lado” (12). Mirar el mar, actividad preponderante en el transcurrir carcelario, está unido a un ejercicio del pensamiento: los presos ensayan y discuten diversos razonamientos en su afán de explicar aquello que los inquieta. También para Sergio “lo importante era sobre todo razonar” (14, énfasis en el original), aspira a tener “claridad mental” y cree que para esto “hay que observar” (46).

Cuando Sergio se lanza al mar con los ojos cerrados, el predominio de la mirada cede ante el espesor de una experiencia que involucra todas las dimensiones de lo sensible: el agasajo del agua que se desliza por el cuerpo cual “sudario salado o aleteo”, entre “ecos de vida que pulula, alrededor, abajo, movediza”, provocando “olor a cangrejo en la nariz y escozor en la boca que babea” (109, 112, 109). Esta experiencia tiene un momento de máxima intensidad cuando, ante un cambio de luz que deja el cielo en tinieblas, Sergio deja de ver su mano: “siente que esa mano ya no le pertenece. Tampoco la otra. Tampoco los dedos de los pies, ni los muslos, ni cualquier cosa que esté lejos del centro, porque tampoco hay centro, ni el corazón, ni la cabeza. Todo separado, todo roto, sin nudo” (114). El protagonista asiste a su propia descomposición: su cuerpo, fragmentado en partes distantes y extrañas, ya no le pertenece y se mancomuna con el mar, que también se descompone en millares de partículas. El ocaso imperante, ese que imposibilita la mirada, revela que Sergio y el mar participan de una misma condición: ambos carecen de eje o centro que permita ordenarlos, ambos no son sino manifestaciones de lo roto, en disolución. Liberados de los esquemas, suspendidas las jerarquías y categorías racionales que organizan el mundo, devienen cuerpos dispersos, felizmente desorientados.

Si en la sociedad posindustrial el tiempo es un constante aplazamiento hacia un futuro que nunca llega, destino pautado de antemano en la fábrica de aspiraciones y deseos, durante el transcurrir de Sergio en el mar se anula la dirección. Allí, sin lugar ni tiempo adonde ir, en el “crepúsculo destiempizado” (114), prima la experiencia del puro presente, el éxtasis del cuerpo estando, un quedarse ahí en el que solo se flota, sin tener “nada que averiguar” (110). Por tanto, donde no hay necesidad de interpretar ni una finalidad que oriente las especulaciones y el cálculo, el pensamiento racional se muestra insuficiente. El mar, cual “chapa de cinc” (86), refractario ante los argumentos esgrimidos por los presos, se afirma en su condición de “desconcierto brillante” (10) y reserva para la celebración de los sentidos “un placer redondo, una plenitud brutal” (109).

En el último apartado, Sergio sale del mar y llega a una playa que se revela finalmente como la cárcel donde transcurre todo el relato. El recorrido circular admite la sospecha: el adentro y el afuera quizás sean reversibles, más de lo mismo, vigilancia y control replicándose tras los confines de los muros. En un artículo sobre las novelas de Peter Handke, Cohen dice que “la experiencia del éxtasis es inseparable de la comunicación, porque lo que trae aparejado es una novedad incontenible” (2003: 80). Según Cohen, más que el pensamiento, lo humano es el relato, la necesidad que todos tenemos de contar y que nos cuenten, el deseo de compartir con otros una experiencia que de algún modo nos ha cambiado. Quizás por esto, cuando regresa a la prisión, Sergio se acerca a su compañero y siente urgencia por comunicar aquello que ha sentido en el ocaso marino: “Sabés, Frankie, me pasó una cosa.” (120), le dice.8 Allí donde hay éxtasis y hay narración, ¿acaso es posible el fin de lo mismo?

3. El perfecto viajero

Una noche como cualquier otra, Enzatti se encuentra en la cama junto a su mujer intentando dormirse cuando de repente oye un grito, entonces sale a recorrer el barrio hasta descubrir que era el pedido de auxilio del sereno de un taller mecánico, quien había caído accidentalmente a una fosa. Durante todo el tiempo que le llevó este hallazgo, la reiteración del sonido posibilita el recuerdo. La memoria asume dos formas predominantes: por un lado, es el acoplamiento de un sonido actual con sonidos antiguos, “un llamado del olvido” (159) que invade el silencio y lo satura de momentos que logran hacerse oír antes de caer definitivamente en la mudez. Pero además, el grito tiene la capacidad de “exhumar” y Enzatti lo imagina con una pala en la mano, hurgando tierra pedregosa. Así, la memoria adquiere la materialidad de la tierra donde recordar es remover “el barrizal de lo negado” (177), para extraer, de sus zonas más recónditas, lo que se obstina en perdurar resistiendo a su propia descomposición, lo que insiste en aparecer antes de enmudecer y pudrirse.

Como anunciamos anteriormente, la “prosa de Estado” transmite mensajes, información y saberes con claridad y precisión, siendo su función predominante el intercambio de lo conocido. En cambio, “Aspectos de la vida de Enzatti” trabaja en una zona donde esta característica de la prosa aparece desplazada: convoca a lo ignorado y lo oculto, con la intención de “penetrar en los misterios del mundo” (Cohen 2006: 2). Además de la concepción del recuerdo como el elemento que permite despuntar lo dormido y negado, aquello más próximo a perderse que a su fácil recuperación; el “novelato” enfatiza la presencia de lo ignorado al trabajar con la rememoración de experiencias donde el yo y el mundo se descubren inciertos ante el protagonista. De este modo, el descalabro de la idea de prosa como vehículo de saberes y mensajes preestablecidos funciona por partida doble: a través del recuerdo como exhumación de lo oculto y a través de lo oculto, la reminiscencia descubierta, materializado en escenas donde prima la sensación de extrañeza y desconocimiento.

El sonido del grito ha despertado cuatro momentos del pasado, que ocupan diferentes apartados y se intercalan en el relato principal intermitentemente construyendo una estructura fragmentaria. La memoria no responde a motivaciones ni cronologías, más bien asume la forma de un “milhojas temporal” donde lo que el calendario pautaba alejado y remoto se revela superpuesto o en contigüidad.9 Pero, aunque asistimos a una memoria que alberga lo aleatorio e incidental, el plano de la narración se ocupa de restituir las coordenadas a través del uso de subtítulos, encargados de indicar que “42 años” es la edad de Enzatti en el presente y 31, 29, 36 y 23 son los años que tenía en cada uno de los momentos rememorados. Por tanto los subtítulos ejercen una doble función: exhiben el desorden temporal de la memoria así como también inscriben los sucesos en una matriz organizadora. Todos los episodios recobrados comparten un rasgo común: cada escena es ante todo un momento donde se revela la imposibilidad de conocimiento fiable y total (de uno mismo, del otro y del mundo), y donde tiene lugar lo imprevisible que se aloja tanto en los sujetos como en las cosas.

El primer y último recuerdo pueden vincularse como partes de una misma experiencia de desconocimiento del ser. En el primero, Enzatti, al regresar del hospital donde su padre se encuentra internado, se observa a sí mismo como una “presencia inmotivada” desligada de sus lazos familiares: “Madre muerta varios años atrás, ahora padre en el limbo, en la nada: Enzatti caminaba suelto, como supurado por el mundo, sin origen ni explicación.” (153). El narrador se encarga de destacar que Enzatti no pierde un vínculo real, lo que inquieta al personaje es que, desatado de su origen, queda alterada la posibilidad de encontrar allí los motivos y relatos que le permitan explicarse; con lo cual su identidad queda “suelta”, sin simultáneamente al pasado, el presente y el futuro: tiempo doblado sobre sí mismo, varias veces, como un hojaldre.” (2003: 206); también en “Pequeñas batallas por la propiedad de la lengua” habla del “milhojas temporal” cuando propone concebir el tiempo no como una sucesión homogénea sino como “esas masas adelgazadas y plegadas ene veces” (En Sylvia Molloy y Mariano Siskind (eds.) (2006). Poéticas de la distancia. Adentro y afuera de la literatura argentina. Buenos Aires: Norma. 35-55).

En los otros dos momentos recobrados, ambos atravesados por lo visual, se hace presente la opacidad de los otros y del mundo ante un sujeto que se siente imposibilitado de percibirlos con fiabilidad. En uno de ellos, Enzatti camina por la calle llevando agarrada del hombro a su pareja cuando de repente, al girar su cabeza, en lugar de ver a la mujer ve su propio brazo solo. La no visión de la mujer funciona para el personaje como manifestación de la frontera infranqueable que lo separa de los otros, quienes, por más cercanos que aparenten estar, mantienen zonas inabordables. Por eso Enzatti duda: “¿Qué pasaba si la gordura o el acolchado del pensamiento, que se multiplicaba con una autonomía vertiginosa, lo alejaba del conocimiento del otro, de la otra?” (162, énfasis en el original). Enzatti desconfía de las ideas que tiene de Anabel, ante la posibilidad de un pensamiento que, en lugar de acercar, posponga el conocimiento del otro; y además sospecha que quizás aquello que quede relegado sea lo más importante, “que en esa pizca de sustancia faltante estuviera la quintaesencia de Anabel” (162).

En la otra escena, Enzatti ve, mientras aguarda el ómnibus, una escalera de aluminio apoyada en la pared de un balcón clausurado por peligro de derrumbe. El protagonista ansía una revelación que le permita interpretar la imagen y menguar la aflicción que le provoca, pero no recibe más que “la indiferencia entera de la eternidad” (168). Finalmente, llega el ómnibus esperado y provoca el “alivio” de Enzatti porque da “el consuelo de una dirección” (168). El ómnibus “era el sentido, algo que transportaba”; en contraposición a él, la escalera, que aflige y perturba, permanece impávida, quieta, en la pared, luego de haber otorgado al personaje “cierta intimidad con lo inalterable, lo porfiado, lo que no significaba nada” (168). Por último, Enzatti convierte lo vivido en un poema, loa del momento: “Lo que no se bien/ es qué llevabas adentro” (168).

La visión de un mundo opaco e indiferente muestra que lo real saturado de significaciones no deja de ser una ilusión de la cultura; también lo que no significa nada o lo que se resiste a ser significado puede tener lugar en un poema, que canta aquello que no sabe, o en una narrativa liberada de los dictámenes de la “prosa de Estado”. Cohen destaca que “en la prosa de Estado todo tiene ya su lugar […] y todo significa” (2006: 7), por tanto allí donde esta prosa trabaja con un sentido unívoco y promueve certezas inequívocas, “Aspectos de la vida de Enzatti” convierte a la literatura en una zona donde explorar la incertidumbre. Hace suya la consigna del tao que Cohen recupera en “Como si empezáramos de nuevo. Apuntes por un realismo inseguro”: “Perfecto viajero es el que no sabe adónde va” (2003: 131).

El grito está caracterizado como un elemento que provoca diversas roturas. La tranquilidad de la noche, la consistencia del barrio y el mismo protagonista sufren los efectos del grito: el silencio se “fractura” (150), “la placidez se resquebraja” (151), “Enzatti se llena de rajaduras” (151), progresión de lo extraño que invade, cada vez un poco más, lo cotidiano y familiar hasta agrietarlo todo. Pero además el grito corta el discurrir de los discursos y las significaciones, las interpretaciones disponibles resultan insuficientes para expresar a aquellas zonas del sujeto y del mundo que han sido recobradas por la memoria. Los que retornan son momentos “incalificables” y “amorales” (160), no admiten las categorías, juicios y esferas de valor que nos provee la cultura para ordenar la existencia. Y también es lo desconocido que se manifiesta como interrogante: “el rumor de las preguntas que no pueden contestarse” (157), las “diversas formas del enigma” (170). De este modo, el “novelato” convoca la presencia de lo todavía no interpretado y calificado por los discursos y la cultura. La experiencia, esquiva ante cualquier intento de sujeción, solo asume nominaciones transitorias, tanteos provisionales de un sentido que es múltiple e inestable. Hacia el final del relato, cuando Enzatti regresa a su casa llevando consigo los momentos tocados por el grito, teme ante la posibilidad de que la claridad los mate. Pero, inmediatamente, se tranquiliza. Lo olvidado que ha regresado esa noche “no es aclarable” (177), persiste en la oscuridad con su mortaja de humo, y Enzatti, quien prefiere que así sea, apura el paso por la vereda, entre el silencio, la niebla, y “el recuerdo del grito, multiplicado y vibrante” (177).

4. Cuando mucho una pared vacía

Roland Barthes considera que, para que la sensación de la vida sea intensa y gloriosa, es necesario que cierto vacío se produzca en el sujeto: un vacío de lenguaje, porque “cuando el lenguaje se calla, ya no hay comentario, interpretación, sentido; es entonces cuando la existencia es pura” (Barthes 2005: 90). La profusión de la experiencia se enfrenta con la voluntad de ordenarla en conceptos, categorías y representaciones que permitan fijarla en formas comunes de intercambio y comunicación. Pero, tal como intuye Enzatti, puede que la gordura o el acolchado del pensamiento no haga más que alejarnos del conocimiento del otro (de uno, del mundo): algo de sustancia va a quedar relegado, y quizás eso pospuesto sea lo más importante, la quintaesencia escamoteada y siempre huidiza. Por eso, también, según Cohen, el vacío “es lo que nos toca de lo real a medida que se apacigua el pensamiento” (2003: 83).

Sergio, inmerso en el mar, en el desierto móvil de las olas que solo huele a sal, siente “un placer difícil”, desde allí la cárcel “no es nada” y allí logra saber que tampoco hay nada tras los muros (113). Finalmente, Sergio queda “vacío en ese légamo” (118). Enzatti, sentado entre escombros en un baldío de su barrio, con la cabeza atestada de sonidos, está nervioso y triste, “como si hubiera visto una navaja abriendo la pulpa de la noche y descubierto, cuando esperaba ver gotas, que la supuesta pulpa era solo una tela y más allá del tajo no se veía nada, cuando mucho una pared vacía” (159). Por tanto, cuando el lenguaje se calla y se apacigua el pensamiento, acontece la experiencia plena. Placer difícil, nervioso, algo de lo real nos toca y nos arrima a la nada, al vacío donde los discursos y significados compartidos pierden sustento. Sin embargo, Sergio no puede dejar de contar a su compañero lo que ha sentido cuando su cuerpo, mancomunado con el mar, se vio extraviado en un salado aleteo, y Enzatti, cuando el grito exhuma el barrizal de lo negado en la historia de su vida, se evoca y se narra. En esos tránsitos se construye y habita la poética de Cohen: entre el vacío de lenguaje y el prodigio de la narración siempre recobrada.

Pero además acontece el ruido, el farfulleo constante y monótono de una “prosa de Estado” que impone las formas en que el mundo debe ser nombrado, significado, vivido. Ante los intentos de la prosa por incorporar a la literatura, el escritor se siente acorralado: callar o insistir, quedarse dentro del lenguaje o huir en éxodo a campo raso, demoler por completo o ejercer desajustes parciales, dar o no combate, entre esos dilemas se debate la poética de Cohen. Su proyecto: una literatura sismológica, nunca del todo quieta, que no deja de vibrar, entre aquí y otra parte. De modo tal que, con mínimas sacudidas, aquello que conmina (el mar, la lengua) sea desplazado para crear otra cosa. Puede que allí, donde solo teníamos la proliferación demencial de eslóganes y mensajes, ecos de lo mismo, se manifieste algo cercano al vacío, sensación de existencia que desborda, cual obstinada música.

 

* Silvina Sánchez es Profesora en Letras por la Universidad Nacional de La Plata. Becaria del CONICET y doctoranda en la Carrera de Doctorado en Letras (FaHCE-UNLP). Ha participado en Jornadas y Congresos y publicado trabajos dedicados fundamentalmente a la literatura argentina contemporánea y a la teoría literaria; entre ellos, Cuadernos de Teoría (Dir. Miriam Chiani, 2014) y el “Dossier: Algunas coordenadas más sobre narrativa argentina del presente. Chicas del setenta. Las narradoras hoy”, junto con la Dra. Miriam Chiani (Katatay, N° 11/12, 2014). Ha sido profesora del Curso de Ingreso a la Carrera de Letras (UNLP, 2013) y colaborado como adscripta en Teoría Literaria I (UNLP), actualmente participa en actividades de formación y proyectos de investigación en el marco de dicha cátedra.

 

1 Tal como se anuncia en su sitio web, Otra parte es una revista cuatrimestral independiente dedicada a la crítica y el ensayo sobre literatura, plástica, cine, fotografía, música, teatro y los llamados medios mixtos, a todo pensamiento con el que estos campos confluyan o dialoguen, y a la presentación gráfica de la obra de artistas contemporáneos. Marcelo Cohen y Graciela Speranza también dirigen Otra parte semanal, publicación digital de reseñas y discusiones que puede visitarse en http://revistaotraparte.com/semanal/.

2 Esta idea de una poética intersticial puede observarse también en otros diálogos abordados por la crítica al momento de pensar la obra de Marcelo Cohen, tales como la literatura y la música según los estudios de Miriam Chiani, la literatura y la ciencia según los aportes de Luciana Martínez.

3   Consideramos fundamentalmente los ensayos compilados en el libro ¡Realmente fantástico! y otros ensayos (2003), así como también los publicados en las revistas Milpalabras y Otra parte, entre otras fuentes consultadas.

4En la solapa de El fin de lo mismo se anuncia que este libro propone un género nuevo denominado “novelato”: “ni novelas ni relatos: novelas condensadas, de pocas páginas y capítulos breves”.

5 La noción de “prosa de Estado” es utilizada también para plantear una organización del campo literario argentino contemporáneo a la escritura del ensayo estudiado. Cohen delimita tres zonas: en primer lugar, una “infraliteratura”, donde se agrupan “diferentes narrativas deliberadamente mal escritas, antiartísticas” (3) y donde se incluyen a A. López, Cucurto y Casas; en segundo lugar, una “hiperliteratura”, cuyos narradores “exacerban la escritura mediante tropos, relativas y cláusulas prolongadas, siembran asonancias y digresiones y arrastran todo lo que la frase vaya alumbrando, […] hasta volverla sobrenatural a fuerza de escrita” (5), y donde pueden encontrarse principalmente Pauls y Chejfec, pero también los “hiperescritores” Becerra, Kohan, Gamerro, Caravario, Serra, Consiglio; y, finalmente, una “paraliteratura” que es “arquitectónica”, reduce todo a contenido, transmite “la moral de las causas que la sociedad del cumplimiento cree imprescindible tener en cuenta” y “su crédito es el buen gusto desasosegado” (5); y en este caso Cohen prefiere no detenerse a “señalar con el dedo” (5). Tal como anticipamos, una de las principales cuestiones que se erige como factor de diferenciación de los distintos sectores es qué estrategia esgrimen en su combate frente a la “prosa de Estado”. Mientras la “paraliteratura” pertenece a la corte de la “prosa de Estado”, “a menudo honradamente e incluso sin medrar”, la “infraliteratura” enarbola como armas primordiales el habla y los modos de interlocución, representando “los usos vulgares que colectivos relegados o sectarios hacen de la lengua” (4), y la “hiperliteratura” se propone “sacar a la literatura de sus casillas” (6), de modo tal que su insubordinación estética es “enloquece(r) a la narración de sí misma” (5).

6 Este ensayo fue publicado en Otra parte, N° 11, 2007, puede consultarse en el sitio web de la revista: http://www.revistaotraparte.com/n%C2%BA-11-oto%C3%B1o-2007/un-lugar-llevadero.

7 Todas las citas extraídas de los textos analizados pertenecen a Marcelo Cohen (1992). El fin de lo mismo. Buenos Aires: Alianza. A continuación, cuando se trate de esta fuente, se indicará solo el número de página correspondiente.

8 Miriam Chiani ha analizado al personaje de Sergio destacando su particular heroísmo, su capacidad de resistir desde la diferencia y el inconformismo (1996). Además, explorando el vínculo de la narrativa de Cohen con algunos postulados de Walter Benjamin, ha destacado el final de “La ilusión monarca” como el momento en que se pone en palabras la experiencia: “cuando la narración parece narrar el fin del acontecimiento, se narra, en el límite, la posibilidad todavía del prodigio” (Chiani 2001: 724).

9 Esta idea es expuesta por Cohen en varios de sus ensayos, por ejemplo en “¡Realmente fantástico!” postula que cualquier acontecimiento es multitemporal: “Remite fundamento, en disolución. En la última escena rememorada, el protagonista y otros clientes golpean y logran reducir a un ladrón que los había tomado como rehenes en el robo de un banco. Enzatti se pregunta por qué inmediatamente, cuando el delincuente ya se había derrumbado y alguien lo estaba apuntando con el revólver, él había vuelto a pegarle con el maletín, con fuerza, en la cabeza (174-175). Es decir, se interroga allí donde se descubre ignoto: cuando el ser, mucho más ajeno que predecible, da rienda suelta a un impulso innecesario, una energía violenta, que aflora burlando las fuerzas represivas de la sociedad y de la cultura.

 

Bibliografía

Barthes, Roland (1986). El placer del texto, seguido por Lección inaugural. México: Siglo XXI.         [ Links ]

Barthes, Roland (2005). La preparación de la novela: notas de cursos y seminarios en el Collège de France: 1978-1979 y 1979-1980. Buenos Aires: Siglo XXI.         [ Links ]

Barthes, Roland (2009). “Brecht y el discurso: contribución al estudio de la discursividad”. En El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura. Barcelona: Paidós. 309-321.         [ Links ]

Chiani, Miriam (1996). “Escenas de la vida postindustrial. Sobre El fin de lo mismo de Marcelo Cohen”. Orbis Tertius, N° 1. 117-129.         [ Links ]

Chiani, Miriam (2001). “La `fiesta seminal de las palabras´. Sobre Marcelo Cohen”. En María Payeras Grau y Luis Miguel Fernández Ripoll (eds.). Actas del Congreso Internacional Fin(es) de Siglo y Modernismo, Vol. II. Palma: Universitat de les Illes Balears. 719-724.         [ Links ]

Cohen, Marcelo (1992). El fin de lo mismo. Buenos Aires: Alianza. Cohen, Marcelo (2001). “En opaco mediodía”. Milpalabras, N° 1. 49-62.         [ Links ]

Cohen, Marcelo (2003). ¡Realmente fantástico! y otros ensayos. Buenos Aires: Norma. Cohen, Marcelo (2006). “Prosa de Estado y estados de la prosa”. Otra Parte, N° 8. 1-8.         [ Links ]

Cohen, Marcelo (2009). “Rigor y aventura. Algunas formas de la literatura fantástica como alternativa al desquicio del capitalismo”. Otra Parte, N° 17.         [ Links ]

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