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CELEHIS (Mar del Plata)

On-line version ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.35 Mar del Plata June 2018

 

COLABORACIÓN ESPECIAL

Sobre populismo y contrapoder en la poesía contemporánea

On populism and counterpower in contemporary poetry

 

Alfredo Saldaña*

Universidad de Zaragoza

 Fecha de recepción: 05-08-2017 / Fecha de aceptación: 05-10-2017 


Resumen

Se apuesta aquí por buscar un lugar donde la teoría y la poesía puedan encontrarse dado que esta no consiste en contar historias o inventar mundos sino en modificar con el lenguaje las relaciones que mantenemos con ellos; así, poesía y teoría pueden compartir un componente crítico y revolucionario basado en la transformación de la escritura, el sentido, la vida. Una poesía y una teoría entendidas de ese modo surgen de la inquietud y la inestabilidad permanentes, de un escenario acotado por la precariedad y de un mismo afán emancipador y, frente a cualquier concepción doctrinal y acrítica del pensamiento, no dejan de generar situaciones inéditas de realidad.

Palabras claves Poesía contemporánea; teoría; populismo; contrapoder; realidad

Abstract

We bet here on finding a place where theory and poetry can meet, as the latter does not tell stories or invent worlds but rather modifies through language the relationships we maintain with them. Hence, poetry and theory can share a critical and revolutionary component that relies on the transformation of writing, meaning, life. A poetry and a theory thus understood arise from permanent restlessness and instability, from a scenario bounded by precariousness and the same emancipatory zeal. Further, against any doctrinal and uncritical conception of thought, they never fail to generate unprecedented situations of reality.

Key words: Contemporary Poetry; Theory; Populism; Counterpower; Reality


 

El devenir público, económico y cultural de estas últimas décadas ha mostrado que la fórmula institucional, la nomenclatura política y la razón social surgidas de la Ilustración se han revelado incapaces de ofrecer valores de convivencia en el mundo del capitalismo salvaje, excesivamente biocida, hipertecnologizado y al mismo tiempo atávico, irracional y supersticioso en muchos de sus aspectos, un mundo en el que el sometimiento a los intereses de los mercados financieros y los medios de comunicación de masas, la artificialización de la naturaleza y la indistinción entre realidad material y realidad virtual se han hecho con el lugar de privilegio que ocupaba esa razón y han llegado a imponer modelos de referencia.[1] El siglo XX y lo que llevamos de este nos han proporcionado demasiados ejemplos (guerras mundiales, exterminios étnicos en forma de holocaustos, campos de concentración, genocidios, deportaciones, desplazamientos obligados de refugiados, totalitarismos e integrismos que generan xenofobia, racismo y segregación, recortes en materia de derechos laborales, etc.) que ponen en cuestión la prevalencia de una razón orientada por el bien común y que apuntan hacia una erosión de la norma ilustrada y su sustitución por una sinrazón que se muestra capacitada para escoger a sus víctimas, preparada para cometer asesinatos selectivos, una sinrazón, en el fondo, política y social que ha llevado a más de uno a desautorizar el proyecto emancipador surgido de la Ilustración (Debray 1983), que ya había dado muestras de desgaste a finales del siglo XIX y que, cien años después, se revelaba como "un monumental naufragio de la razón y, lo que es más grave aún, un monumental naufragio antropológico" (Fernández Liria 2016: 61). En esas circunstancias, y a pesar de todo, o quizás por todo ello, a la luz del Habermas que ve la modernidad como la materialización de un proyecto incompleto y en cierta forma fracasado, el propio Fernández Liria (2016) considera que la razón todavía tiene tareas pendientes que desarrollar en el mundo político, el espacio en donde se gestionan las cuestiones que conciernen a todos.

En estas circunstancias, es necesario revelar la existencia de esa sinrazón y, tras comprender sus argumentos, neutralizarlos, rebelarse contra ella. Dada la raíz dialógica, social y política de todo discurso, nos encontramos con que, frente a una posmodernidad que fomenta actitudes blandas y condescendientes basadas en la indolencia, la indiferencia y la neutralidad, es preciso ahondar hasta airear las raíces de un debate en torno a un proyecto ideológico en el que se ponen en juego distintos intereses y determinadas y, en ocasiones, enfrentadas actitudes políticas, un debate articulado sobre un escenario que viaja a la deriva, sin control aparente, "like vapor scattered on the wind" (Ashbery 1990: 40), en el que el lenguaje, antes que ninguna otra cosa, se presenta como la primera cuestión en disputa.

 

* * *

En ese hueco que el lenguaje a veces dibuja atravesándolo, en esa hendidura horadada por el vacío, se sitúa la palabra de la teoría, una palabra amenazada por el desgarramiento, la precariedad y la desaparición y surgida para dar cuenta de una realidad tan solo imaginada, indicio de una potencia que lucha por materializarse en acto. Palabra de la pérdida y la búsqueda apremiante de sentidos, alejada de esos sucedáneos discursivos con los que nos anestesia el mercado del espectáculo, convencida de que hay vida conquistable más allá de los simulacros y las falacias que en forma de paraísos nos vende la publicidad. Así, cabe pensar que al accionar la teoría se traspasa lo superficial y se avanza hacia una observación atenta, hacia el logro de una mayor conciencia de realidad, desarrollando un trabajo sencillo y exigente que consiste, como repetía Foucault, en despegar las capas para alcanzar un contacto con lo real sin ningún tipo de añadido extraño. Y es que lo real aguarda ahí, a la espera, bajo la superficie de una realidad con frecuencia demasiado blanda y autocomplaciente.

La teoría es entonces esa bala que guardamos en la recámara de nuestra conciencia con la que taladramos la realidad y se presenta como un desafío que consiste en la "aventura de pensar más allá de lo ya pensado" (Meschonnic 2007: 146), una acción que implica la posibilidad de ir más allá de donde hemos llegado; así, la teoría contiene un germen transformador y revolucionario, supone una apuesta política en toda regla, un desafío que tan solo puede prometernos la incertidumbre de un mundo inédito, la generación de un escenario donde todo es posible precisamente porque nada está garantizado y, de este modo, ha de valorarse como la condición necesaria para que se desarrolle cualquier comportamiento crítico, tarea que requiere un nivel de exigencia que muy pocos están dispuestos a asumir. Marx hablaba de la teoría y de su latente capacidad destructiva del capitalismo, razón por la cual se trata de algo que tiende a erradicarse en muchos ámbitos del mundo actual. En este sentido, las palabras que Horkheimer (1974: 262) redactara en los años treinta del siglo pasado mantienen todavía hoy plena vigencia: "La hostilidad contra lo teórico en general, reinante hoy en la vida pública, apunta en verdad a la actividad transformadora ligada con el pensar crítico". Aunque su alcance no debiera limitarse al pensamiento marxista, Althusser (1992: 295), a la luz de esa propuesta, leída "a mi manera, que ahora veo que no era completamente la de Marx", se refirió a la "novedad revolucionaria de la teoría" (1970: 31), movido por la idea de que filosofía y política debían ir de la mano.[2]

Es ahí -en ese lugar desapacible y alejado de todo gregarismo en el que es posible imaginar otro mundo- donde la teoría y la poesía pueden encontrarse dado que esta no consiste en contar historias o inventar mundos sino en modificar con el lenguaje las relaciones que mantenemos con ellos; así, poesía y teoría pueden compartir un componente crítico y revolucionario basado en la transformación de la escritura, el sentido, la vida. Una poesía y una teoría entendidas de ese modo surgen de la inquietud y la inestabilidad permanentes, de un escenario acotado por la precariedad y de un mismo afán emancipador y, frente a cualquier concepción doctrinal y acrítica del pensamiento, no dejan de generar situaciones inéditas de realidad. Ha llegado el momento de activar la teoría, de ejercer una crítica enfrentada al poder y "condenada a ser crítica de ella misma bajo pena de desaparecer como tal, de dar lugar a un dogmatismo, tan sordo como los otros" (Meschonnic 2007: 102).

Pensar así a partir de la poesía, pensar poéticamente, como quería el surrealismo histórico, impulsando su intervención como una carga de profundidad en todos los ámbitos, construyendo un pensamiento insurgente y desestabilizador (García Rodríguez 1998) que surja de la ruptura con ciertas maneras de entender la realidad, basado -al hilo de su etimología- en el componente emancipador de un lenguaje capaz de proyectarse sobre cualquier ángulo de la realidad, articulado sobre los principios de diferencia, contradicción y excepcionalidad y que entienda su trabajo como incansable productor de alternativas al mundo real. Un pensamiento que no se refugie en la seguridad de un edificio propio, que se conciba a sí mismo como una acción y no como un resultado, que sea capaz de enfrentarse con valentía a la inminencia y que trascienda la ordenación y la sistematización simplificadoras con que desde Occidente se ha pensado el mundo a lo largo de la historia y, de la mano de una imaginación crítica y un insaciable deseo de saber, se comprometa con la diversidad del mundo real y sus emergentes posibilidades, en un sentido próximo a lo que Boaventura de Sousa Santos (2005: 151-192) plantea con la "sociología de las emergencias". Lenguaje, poesía, escenario social, vértices de un territorio que algunas corrientes del pensamiento estético contemporáneo tratan de reconocer planteando interrogantes que renueven su exploración y no formulando respuestas que estrechen su horizonte de sentidos.[3]

En el mercamundo actual, donde casi todo se valora en función de la rentabilidad económica y comercial y se producen férreos ajustes globales de control que impiden cualquier conato de subversión, hay un cierto tipo de poesía que tiene garantizada su circulación social, su visibilidad; se trata de una poesía regulada, ajustada, dirigida a un "receptor cautivo", bloqueado mentalmente, incapacitado para pensar, ya formado, a quien se ofrece un producto que responde a la medida de su horizonte de expectativas, concebida sin perturbación y sin capacidad para desestabilizar, de ahí que gran parte de la poesía actual, al optar por un estilo inofensivo y domesticado, haya renunciado a ese abono crítico que es consustancial a algunas, muy pocas, propuestas de este tiempo. En general, la poesía abandona esa labor de desgaste de los límites linguísticos y de desafío de las categorías conceptuales con que habitualmente representamos el mundo y se convierte en esa dama de compañía con la que arrastramos la vacuidad de la existencia; lo que en otro momento pudo ser arte expuesto a la intemperie, sometido a las inclemencias de la historia y los vaivenes del tiempo, concebido como un proceso de transformación permanente y no como la aplicación de una fórmula garantizada, "se vuelve arte de acompañamiento, lo que era provocación de la percepción, de la sensibilidad y de la inteligencia -en suma: apertura de la conciencia-, se vuelve práctica insegura que no plenifica" (Milán 2011: 159). 

Reflexionar entonces pasa por desplegar un pensamiento nómada, desarrollado a lo largo del camino y no al abrigo de una u otra escuela edificada en sus proximidades. Pensar poéticamente, poetizar la vida asumiendo el riesgo de que las palabras se resistan y no respondan a nuestros propósitos, intuyendo la posibilidad de que el lenguaje no refleje el mundo y se convierta en un mundo por construir, el instrumento para trabajar con lo que queda de la realidad después de que el huracán de la banalidad haya arrasado el paisaje, y todo ello con el objetivo de mostrar lo que todavía no ha aparecido. Pensar así el lenguaje que tendría que representar el mundo, poetizar ese lenguaje, problematizarlo, convertirlo en conflicto con la intención de abrir espacios dialógicos en los que se puedan dar nuevas formas de representación y conocimiento, como hiciera, por ejemplo, Rimbaud al encontrar amarga la belleza heredada y optar por injuriarla. Solo así pueden abrirse grietas por las que encontrar vías de ventilación.

En estas circunstancias, parte de la poesía actual -presa de la autosatisfacción y el ensimismamiento y reacia a que el poema cumpla una función desalienante- presenta un considerable déficit de pensamiento y, así, de ese bicho raro y peligroso que es la teoría -y este parece ser un sentimiento compartido por muchos poetas del presente- hay que huir como de la peste no sea que nos haga pensar y se tambaleen nuestras bases poéticas, culturales, ideológicas. A este respecto, se hace imprescindible una recuperación de la reflexión como elemento constitutivo esencial de la escritura poética, hasta el punto de que el poema emerja como una entidad plenamente consciente de sí misma, de su propia entereza, acaso cimentada sobre su misma fragilidad.

La superación de este impasse conlleva unos niveles considerables de esfuerzo, más aún en un mundo que ha claudicado frente a ciertos intereses y concibe la realidad como algo únicamente subordinado al orden económico y, frente a él, cualquier apuesta simbólica diferente parece inconcebible (Baudrillard 2010). Así pues, y teniendo en cuenta esta situación de precariedad ideológica y de déficit teórico en que nos encontramos, sería deseable fomentar -si es que queremos entender nuestro tiempo y el lugar que en el mismo ocupa la literatura- "una respuesta teórica modificada" (Jameson 2004: 85), forzar un desplazamiento del punto de vista desde el que se contempla la producción cultural posmoderna, un movimiento que supone el desmantelamiento de sistemas de pensamiento elaborados durante la modernidad y que implica, a la vez, un riesgo de pérdida de sentido. La literatura, decía Derrida, no sería nada sin ese riesgo. Se trataría de restar territorio a las certezas garantizadas, llevar a cabo una saludable tarea de oxigenación, "abrir las puertas del poema" (Milán 2011: 221), no tanto para entrar en él -¿cómo adentrarse en un espacio abierto?- como para, a riesgo de perderlo, permitir que algo se (nos) escape, algo se desanude y se desvanezca en el aire. Haría falta, además, generar un escenario en el que la poesía, la teoría y la crítica compartan registros con esa otra forma ciertamente informe de discurso que es la escritura, prestar mayor atención a esas otras voces que hablan desde el cuestionamiento de los modelos sociales y literarios institucionales, desde la otredad y el compromiso con sistemas políticos y culturales alternativos, convencidas, como señala Stiegler (2004: 25), de que "no habrá política de futuro que no sea una política de las singularidades". Ahí se encuentra uno de los desafíos de nuestro tiempo.[4]

Con el objetivo de avanzar hacia una sociedad más igualitaria, se trataría de recuperar el olvidado sentido de eso que hoy llamamos "opinión pública" y que los griegos denominaban isegoría (mismo valor para voces diferentes en la asamblea como condición imprescindible de la democracia), una opinión pública educada en el fomento del espíritu crítico y no encapsulada por los narcotizadores medios de comunicación, rescatar -como recomendara Adorno en Minima moralia- los materiales de deshecho y los puntos ciegos que han ido quedando al borde del camino, bucear en los huecos de la historia, esos agujeros negros que la memoria oficial ha condenado al silencio, y recuperar las voces de los excluidos por el poder. Todo ello con el objetivo de regresar a un escenario político en el que confluyan los problemas que nos afectan a todos y se puedan discutir las soluciones, un espacio, en suma, desde el que pueda proyectarse un futuro común y compartido de la humanidad.

 

* * *

¿Qué lugar puede ocupar la poesía en ese debate? ¿Qué herramientas tiene a su alcance para desactivar tópicos y prejuicios enquistados en el imaginario colectivo? ¿Qué capacidad crítica y emancipadora conserva en su interior?, todo ello en un mundo en el que, como resume Fernández Liria (2016: 85 y 105): "El capitalismo triunfó sobre el cadáver de la Ilustración. [...] Mientras la Ilustración ganaba un poco de terreno, el capitalismo conquistaba el mundo", un mundo en el que el "poder real" (Carl Schmitt dixit) ha subsumido a los diferentes poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) sobre los que aparentemente se asientan los Estados modernos surgidos de la Ilustración. Qué duda cabe de que, en lo que se refiere a la configuración de la realidad en la que nos situamos y al establecimiento de puntos de vista desde los que la interpretamos, la lengua constituye un ámbito político fundamental, un lugar que puede servir tanto para articular como para desmembrar redes y tejidos sociales, un espacio, sin embargo, al que no todo el mundo tiene acceso en las mismas condiciones.

Desde comienzos del siglo XIX asistimos algo desorientados a una vertiginosa ampliación de los límites estéticos hacia otras esferas alejadas del concepto clasicista de belleza. Si nos fijamos en la poesía actual, comprobamos que el empleo de algunas categorías tradicional y convencionalmente consideradas negativas ha provocado, como señaló H. Friedrich en su momento (1974: 21 y ss.), una escritura disonante basada en el desconcierto, la incertidumbre y el enigma, una disonancia que surgió con un enorme potencial subversivo y que tuvo unos fuertes efectos desestabilizadores. Algunas de esas categorías -lo desproporcionado, lo feo, lo maligno, lo peligroso, lo grotesco, lo deforme, lo subversivo, lo mordaz, lo repugnante, etc.- han pasado a formar parte de una poética radicalmente híbrida, irregular y mestiza, asimétrica, continuadora de una vía abierta por cierto romanticismo progresista en lo político y en lo estético, desarrollada posteriormente por algunas vanguardias históricas (de un modo muy marcado, por el dadaísmo y por cierto surrealismo), una poética que trata de mostrar que el Bien (contenedor de la belleza, el orden y la armonía) y el Mal (generador de la fealdad, el caos y la anomalía) comparten muchas veces unos mismos contenidos artísticos, un mismo espacio, tierra de frontera, es decir, tierra de nadie, o de todos.[5] Y todo ello a partir de la convicción de que, como afirma Jacques Rancière (2011: 36-37), "la literatura es lo otro del saber social [...], el arte de la palabra sin otro lugar ni norma que el poder común de la lengua", una literatura, así entendida, que indistintamente puede dar y sustraer cuerpo a la palabra, otorgar y restar sentido.

Si a lo largo de la historia y con frecuencia la poesía nos ha proporcionado oportunidades para observar y nombrar el mundo de otra manera, desde los inicios de la modernidad se ha presentado como un laboratorio adecuado para, además, localizar y explorar las imágenes de la otredad, esas representaciones simbólicas que permanecen semienterradas y que nos recuerdan que más allá o al margen de este mundo hay otros mundos por los que nuestras conciencias no han transitado. Emerge así una poética sustentada sobre la idea de que el centro carece de lugar y, por eso mismo, simboliza no tanto un punto de cierre como el inicio de una apertura hacia lo que hay al otro lado. Porque de eso y no de otra cosa se trata: de soltar lastre, de "marchar lejos de sí", como escribe Silvia Castro (2015: 59) en un poema. En este sentido, la búsqueda de las orillas y los márgenes se presenta como una aventura política de iniciación, aun a riesgo de que en ese viaje nos quedemos sin compañeros. Se avanza así hacia la exploración de una metáfora comprehensiva de la otredad que revele los efectos de la diferencia y las condiciones que hacen posible el reconocimiento del otro, y todo ello a partir de la conciencia de que solo somos transeúntes, "alertas de otredad / desde cualquier orilla de la ciénaga" (2015: 22). Y en la ciénaga, no en su orilla, no hay posibilidad de vida ni margen de esperanza.

Así, alejados de cualquier tipo de gregarismo o corporativismo, la cuestión radicaría en medir las posibilidades de materialización que el lenguaje poético tiene en el mundo real, localizando aquellos lugares vaciados de todo tipo de vasallaje, servidumbre y pertenencia, manchados solo por la libertad. A partir de la idea de que la poesía es el lenguaje que incluso es libre respecto de sí mismo, se trataría de apostar por ese deslizamiento del que habla Eduardo Gruner (2007: 10), "no indeterminado pero sí impredecible en sus efectos, por el cual ningún especialista tiene hoy derechos ni privilegios (y mucho menos garantías de precisión) para dar cuenta acabadamente de la compleja polifonía social y política", localizando así esa poesía que algunos formulan a partir de una irrenunciable y radical libertad interior, que no retrocede frente a unos discursos populistas que han decidido construir los relatos de la realidad y la historia sobre la apariencia, el simulacro y la falacia, esa escritura poética que se resiste a la hipnosis y la domesticación, desborda lo ideológico en tanto que premisa impuesta, quiebra el principio sagrado de la retórica que es la mimesis y no se limita a reproducir una determinada naturaleza, una realidad o un sistema social casi siempre ya sancionados por la costumbre o el poder sino que, rebelde e insumisa, "no se conforma y rompe / los espejos", abriendo hasta las entrañas las palabras con la intención de escuchar timbres y registros prohibidos, esa poesía que se atreve y desciende a lugares oscuros donde respirar es dificultoso, el asombro es un torrente imparable y aguarda "El que enciende la lengua / y desordena" (Sánchez Santiago 2006: 20-21), que emerge de los escombros de un mundo levantado sobre la miseria con la intención de escuchar ese aliento inconformista y desestabilizador que trastroca y no regula, calla y no por ello asiente, enmudece sin otorgar, permanece ahí, a la escucha, dispuesta a entregarse en cada desaparición, desafiando desde la nada y el silencio a la muerte de la vida, es decir, a la vida amortajada, encapsulada en dosis letárgicas de anonadamiento y sumisión.

En términos generales, es sabido que la poesía contemporánea -en español, desde luego, aunque me temo que en otras lenguas podríamos presentar diagnósticos muy parecidos- ha dado la espalda a esa modernidad que, asentada sobre la inestabilidad de la incertidumbre permanente, nunca aceptó el statu quo imperante ni dejó de ejercer la crítica; en ese sentido, la poesía ha renunciado a esa actividad transformadora que consiste en una labor de erosión de los registros expresivos y de transgresión de las categorías conceptuales con que normalmente representamos y valoramos la realidad, y esto vale, en mi opinión, tanto para esa poesía de amplia circulación social sancionada por el buen gusto como para esa otra que, impulsada por un determinado aliento crítico, se manifiesta con unos registros expresivos demasiado evidentes y plausibles, presentándose como el tipo de poesía más extendido y celebrado en nuestro tiempo, ese que se muestra heredero de lo que en su día fue la poesía social y, luego, la mal llamada poesía de la experiencia, una poesía que disfruta de una gran aceptación por parte de la crítica y el público lector. A mi entender, se trata de una poesía que, dotada de un componente ideológico bastante reaccionario, juega con las cartas marcadas, apuesta a lector ganador o, por decirlo de otra manera, se sirve de palabras gastadas, concebida por unos poetas instados "a reproducir y normalizar el discurso del poder" (Otero Roko 2011: 113).[6]

A pesar de los esfuerzos de homogeneización llevados a cabo por una gran parte de la crítica, la poesía contemporánea en español conforma un panorama amplio y heterogéneo que impide rastrear en él una corriente que quiera hacerse pasar por dominante, a pesar, insisto, de las lecturas que con reiteración han desarrollado determinados grupos de presión configurados bajo el cielo protector de diversas revistas, editoriales, instituciones y corrientes literarias, empeñadas en mostrarnos que en el monte todo era orégano o tomillo o nueva sentimentalidad o poesía de la experiencia o poesía de la conciencia crítica o poesía del silencio o..., o que las tensiones propias de un mar convulso habían hecho mutis por el foro y que en su lugar nos desplazábamos por una balsa de aceite de la que había desaparecido todo tipo de conflictos y contradicciones. No, la poesía de estos últimos años ofrece un abanico amplísimo de planteamientos ideológicos, teóricos y estéticos, contenidos temáticos y registros expresivos muy diferentes, incluso entre aquellos escritores que responden a poéticas más próximas a eso que suele denominarse como "compromiso literario", una actitud que, para entendernos, puede consistir en una cierta voluntad crítica a la hora de tratar determinadas cuestiones literarias, artísticas, culturales, económicas y políticas.

Tal como lo entiendo, dicho compromiso, en lo que tiene de actitud crítica, no debería vincularse únicamente con la denominada poesía de la conciencia, política, del realismo sucio o de la resistencia, manifestaciones todas ellas de un cierto tipo de "poesía social", marbetes con los que se nombran corrientes activas y combativas en la reciente historia de la poesía en español; de hecho, dicha poesía social, en sus diferentes versiones, en tanto que responde a unos estereotipos ya fijados por la tradición y se expresa a menudo a través de un lenguaje normalizado y predecible, ha renunciado -probablemente sin ella misma saberlo- a su potencial crítico, resulta inocua desde un punto de vista social y político. Cuando la teoría y la crítica dejan de ser herramientas de desestabilización o fábricas de incertidumbre para convertirse en los contenidos de unas cantinelas y unos estribillos que muchos repiten como al dictado, el potencial emancipador de una poesía así entendida queda neutralizado en el magma de un lenguaje afásico. Esto es un lugar común y ningún lector avisado lo pondría hoy en cuestión. En estas circunstancias, resulta irrelevante hablar de la eficacia que la poesía pueda alcanzar como práctica de transformación real, hecho que no impide que, en otras condiciones, pueda funcionar como uno de los pocos mecanismos de exploración de las grietas por donde puede desangrarse el tejido social.

Lastrada por los intereses del mercado, buena parte de la poesía en español de estas últimas décadas se caracteriza por un vaciado teórico que ha despojado de conciencia crítica a una realidad social en la que, al parecer, hay más poetas que lectores de poesía. La situación tendría su gracia si no fuera porque, en realidad, se trata de una broma siniestra o, al menos, de mal gusto y porque esa situación ha generado un superávit de producción lírica clónica de un valor artístico y crítico un tanto cuestionables; la incesante elaboración de antologías (preparadas muchas veces de manera precipitada por mercaderes y logotraficantes que entienden la poesía como una especie de cosa nostra de la que extraer pingues beneficios), el ritmo acelerado de publicación al que se someten muchos poetas (presionados o no por sus editores o por su vanidad) y los intereses extraliterarios a los que sirven algunas empresas editoras y de comunicación son otros rasgos característicos del paisaje poético de estas últimas décadas. De alguna manera, como sucede en otros lenguajes artísticos, nos encontramos con una ingente masa de poetas que, renunciando al inherente potencial crítico que encierra el lenguaje, y cegados por la posibilidad ilusoria del éxito social, adoptan el lenguaje fosilizado de la tribu y se alinean en posiciones caracterizadas por un sometimiento voluntario al modelo hegemónico.[7]

 

* * *

En estas circunstancias, ¿qué función emancipadora puede desempeñar la poesía?, ¿cómo salir de ese callejón sin salida?, un trance que, al calor de una creciente retorización y una banalización cada vez más intensa, no puede sino llevarnos a la uniformidad y el gregarismo más estériles. En mi opinión, si nos centramos en la poesía actual, habría que superar la estrecha y más extendida acepción de realismo, vinculada únicamente a lo material, experimental, figurativo y sentimental de la existencia y, en ese sentido, aceptar que esa realidad es demasiado magra, intervenir en ella introduciendo cambios radicales, reconocer que la realidad y la imaginación constituyen ámbitos antitéticos tan solo en lo formal, reivindicar una idea de realidad más amplia que la que ofrece el realismo en su sentido más extendido, una realidad que no olvide por el camino todas sus pérdidas, dé cabida a sus diferentes versiones -incluidas aquellas que, desde unos determinados planteamientos morales, suelen considerarse más sucias y degradadas- y acoja "la palabra de los sin rostro" (por decirlo con una expresión de los insurgentes zapatistas que bien pudiera servir de un modo general como lema de los desposeídos de la tierra), la palabra incomprensible -por extraña o no escuchada- y acallada de los vencidos, la palabra sin sonido de los olvidados, la palabra sin palabra de los despojados, sabedores de que, como escribe Víktor Gómez (2013: 59), "la palabra que flota traiciona la fragilidad de los sumergidos", síntomas todos ellos que habrán de interpretarse como una disonancia frente a un mundo política, económica y socialmente injusto y detestable; y todo ello pasaría por superar la vieja y desgastada noción de compromiso con la que tantas y tantas veces se ha instrumentalizado la poesía presentándola al servicio de unas u otras causas. Se trataría, en definitiva, de impulsar un pensamiento poético enfrentado a esos profetas que, al abrigo de determinadas derivas populistas, se presentan como "la conciencia de muchos, el brazo de todos, el pensamiento de algunos" (Otero Roko 2011: 114), capaz de convertir la precariedad en una oportunidad para ver el mundo de otra manera, que genere nuevos modos de significación.

Al fin y al cabo, la cuestión consistiría en vivir no tanto en sino contra la realidad, convencidos de que, como demandaba Pavese, la poesía puede ser una buena defensa frente a las ofensas de la vida, reconociendo que ahí radica una de las tensiones que el poema más pronto o más tarde tendrá que afrontar. Así, con un lenguaje desprovisto de todo andamiaje innecesario, a veces desinflado de retórica incendiaria, vaciado incluso de signos de puntuación, deliberadamente coloquial sin caer por ello en el prosaísmo o en el populismo más rancios, algunos poetas de este tiempo han entendido la necesidad de responder a los conflictos que plantea el mundo contemporáneo con nuevas ideas y, lo que es incluso más importante, con nuevas palabras, han adoptado actitudes insumisas y rebeldes, han asumido en sus textos inéditas formas de compromiso cívico y social y han hecho suya la salvaguardia de los valores ecológicos. Escribir, de este modo, poesía política pasa por haber vivido como experiencia personal la práctica colectiva, ajena, de la otredad, y no tanto por convertirse en el vocero de determinadas causas, por muy honestas y legítimas que sean, y todo buen poeta sabe que, aunque se escriba a veces de uno mismo, lo decisivo es tratar de escribir siempre desde un lugar (im)propio, desprovisto de propiedades y certezas identitarias. Sería ese el caso, por ejemplo, de J. R. Otero Roko (2011), cuya escritura deriva de una razón libertaria y de una extremada tensión linguística: "El sujeto es el poema. Habla el poema, habla la palabra, habla la forma, habla sobre todo el fondo, habla [...] el lugar, si uno ha sabido andar por las profundidades y exigirse a sí mismo en ellas" (2011: 115).

En todo caso, nos encontramos con una situación en la que muchos poemas y bastantes poetas resultan fácilmente intercambiables y en la que la superproducción lírica no se corresponde con una diversidad significativa de modos de entender y practicar la escritura poética (pareciera como si bastantes de estos escritores fuesen resultado de técnicas de clonación); por eso mismo, es indispensable sustituir el análisis de la poesía contemporánea basado en los nombres de los poetas o de las tendencias por la lectura crítica de los poemas y la valoración de las poéticas que en ellos se defienden, porque a pesar de todo la realidad literaria es mucho más compleja de lo que alcanzan a describir unas cuantas etiquetas más o menos acertadas. Dado que la poesía posmoderna en español se presenta como un panorama en cualquier caso más heterogéneo de lo que a menudo se ha querido presentar, conviene distinguir las diferentes líneas que lo atraviesan, entre las que también se encuentran esas otras situadas en sus márgenes, desplazadas del centro hacia una orilla que raras veces se contempla con la necesaria atención.

A partir, pues, de estos planteamientos -respetuosos con el dinamismo y la complejidad del panorama poético más reciente- y de una bibliografía crítica en la que podemos encontrar algunos excelentes trabajos sobre el compromiso y la resistencia a través de la palabra y las relaciones entre la poesía y el poder (Blesa 1998; Milán 2004; Bagué 2006; Méndez Rubio 2008; Iravedra 2010; Escuín 2013), podría analizarse esa poesía rastreando en ella las huellas de una realidad ancha y diversa, ensayar, de paso, otras miradas en un momento en el que la fobia a las revoluciones, la legitimación del conservadurismo y la doxa que defiende que no hay vida posible más allá de la democracia liberal son planteamientos dominantes que se extienden como una pandemia que ahoga la posibilidad de cualquier pensamiento crítico, imaginar acaso un escenario poético en donde, por debajo de la superficie, quepa la posibilidad de rastrear una palabra disconforme con el orden convencional de las cosas, capaz de afrontar la complejidad de la realidad cotidiana sin dejar por ello de mantener una vinculación con las principales tensiones y contradicciones de dicha realidad y sin renunciar a la utilización de recursos expresivos que aporten valor artístico a los textos. Así pues, hora es ya de acabar con esa división sesgada, maniquea y falaz que ha dominado durante demasiado tiempo la historia de la crítica literaria según la cual los escritores o son comprometidos, realistas y partidarios de la comunicación o son irracionalistas y practicantes de una escritura autorreferencial, vuelta de espaldas al mundo. Lo real sigue siendo el referente de unos poetas que, dando la espalda a una realidad sancionada como la única posible, han optado por escribir unos poemas en los que el pensamiento y el lenguaje actúan en paralelo, como fuerzas emergentes (Gamoneda, Piera, Suárez, Casado, García Valdés, Mestre).

La poesía, entendida como ese "cuerpo extraño" que algunos organismos segregan, alude asimismo a "la extrañeza que a veces causa lo más propio, lo más vivo e innegociable de uno mismo" (García Valdés 2008: 440), colocando a quien la practica en una situación de anómala normalidad. En esas circunstancias, la poesía resulta idónea para tratar cuestiones relacionadas con la construcción de la identidad y, de paso, ahondar tanto en los intersticios de la propia extrañeza como en las fisuras de la otra familiaridad, una extrañeza que acaba resultándonos próxima y natural, una familiaridad que se torna muchas veces incomprensiblemente rara e insólita, tal como se lee en el poema que abre Destrucción de la mañana, de José María Fonollosa (2001: 21): "Sólo está frente a mí, con ceño adusto, / ese desconocido inesperado / que me mira con ojos que son míos"; en todo caso, se trata de cuestiones más o menos habituales en la poesía contemporánea desde que Nerval y Rimbaud, entre otros, abrieran grietas en el estatuto identitario; de este modo, la identidad respondería a una construcción cultural y no a una cualidad relacionada con la genética o la biología. Como leemos en un poema de Alejandro Céspedes (2012: 95): "un hombre / resbala sobre el hielo y en su reflejo cree / ser él mismo".

Así, cierta poesía actual muestra con extraordinaria generosidad situaciones de conflicto y cómo esas realidades son silenciadas por el poder político y cultural, quizás porque el conflicto contiene un poderoso agente desestabilizador. En ocasiones -aunque no sea ese el registro más extendido-, el lenguaje poético se subleva ante una realidad demasiado convencional y uniforme, asociada con frecuencia a lo racional, y se decanta por la ebriedad y la pluralidad de un mundo que permanece ahí, oculto, a la espera de ser descubierto por unas imágenes enterradas bajo la superficie; entonces la voz poética difícilmente puede valorarse como la proyección de un sujeto, no responde a una identidad subjetiva, individual, es más bien el reflejo de una coincidencia difuminada, compartida, diseminada, la proyección no tanto de un individuo contemplado de manera aislada como de un tú y yo, un entre todos, un nosotros más ellos, un (nos)otros, una identidad escindida y/o colectiva que crece conforme avanza junto al otro (Scarano 1996; 2010; 2014). Sin embargo, como he recordado más arriba, ha ocurrido que la razón que emerge de las cenizas de la modernidad ha fracasado a menudo en sus propuestas de modelos de convivencia en un mundo excesivamente biocida, tecnologizado e irracional, injusto en lo social y en lo económico, entregado a la tiranía de los mercados y de los medios de (des)información y manipulación masiva.

En esas condiciones, en las que una cierta posmodernidad fomenta actitudes basadas en la indolencia, la indiferencia y la neutralidad (cuando no orientadas por el beneplácito, la anulación de todo esfuerzo y la conquista del placer a corto plazo), es preciso recuperar el latido crítico que se escucha tras algunas propuestas de escritura que no se resisten ante modelos de mundo autoritarios y dogmáticos, propuestas comprometidas con la denuncia de esa violencia sistémica que, de una manera sutil pero tremendamente efectiva, alcanza todos los ámbitos de la realidad. Así, la sugerencia de quien escribe:

 

sal de la red       no se es tan pobre que no se pueda intentar (Gómez 2013: 41).

 

La posmodernidad ha traído al primer plano por enésima vez la querelle entre el lenguaje y la realidad, de tal manera que hoy, de nuevo, representar el mundo pasa por cuestionar las propias estrategias retóricas de representación. Conocedor de las connivencias que se dan entre el saber y el lenguaje, sabedor del poder que encierra el lenguaje, el lenguaje del poder -del "poder real", podría añadirse, en expresión de Carl Schmitt- se ha preocupado siempre por desarrollar una política linguística favorable a sus propios intereses, basada además en la exclusión de cualquier registro crítico y discrepante con dicha política, unos registros que mantienen abiertas -como dejara escrito Kierkegaard en otro contexto- las "heridas de la posibilidad" de un mundo distinto, es decir, las vías de acceso a otro mundo posible. En estas circunstancias, cabe la contingencia de que cierta poesía, al utilizar palabras insumisas con respecto a la realidad, contribuya a construir un mundo más bello, justo y auténtico, a partir de un pensamiento (im)propio, no sometido, articulado sobre la irrealidad y la errancia, llamado a liberar la historia del peso de su historia, y todo ello con la intención de configurar nuevos espacios de significación.

Así, al hilo de una posmodernidad crítica y transformadora (Saldaña 2009: 23-99), ciertos poetas españoles -desde distintos puntos de vista y en ocasiones con muy diferentes objetivos- han llevado a cabo una recuperación del compromiso entendido no tanto como elemento de denuncia o crítica social sino como herramienta de desubicación o agente de (trans)formación a través de la palabra. Pero la palabra ya no es solo un interpuesto entre el sujeto y la realidad, entre el poeta y el mundo, la palabra ahora es el escenario en el que plasmar todo tipo de tensiones y contradicciones, el lugar en el que exponer todos los conflictos, el territorio en donde la propia realidad, a fuerza de ser codificada con un lenguaje claro y transparente, corre el riesgo de desaparecer para dejar que tras ella surja lo real; de paso, al apostar por ese tipo de lenguaje se rechaza otra poesía tildándola de oscura, abstracta e incomprensible, una poesía que, con frecuencia, tiene entre sus objetivos principales el cuestionamiento de nuestros hábitos linguísticos y modos de conocimiento. En todo caso, esas manifestaciones que encontramos en el escenario poético español -próximas a un cierto compromiso crítico con la realidad y con la búsqueda de otras maneras de nombrarla- no han surgido en el vacío, no son resultado de una posmodernidad inconformista, rebelde y deseosa de transformaciones sino consecuencia de una modernidad que hizo de la libertad y la crítica algunos de sus principios rectores, una modernidad que no ha dejado de subvertir los límites de lo artístico. En este sentido, algunos de estos poetas entienden la tradición no como un lugar de culto o un altar sagrado sino como un campo de prospección del que pueden extraer prácticas textuales caracterizadas por un compromiso crítico con el mundo y con el lenguaje; así, conviene no olvidar que la tradición es "un entramado suave y maleable que se deja doblar, cortar, bordar, coser, en fin, usar [...] porque, estamos convencidos, es esa manipulación provechosa la que garantiza no sólo su permanencia sino también su operatividad simbólica y política" (Romano 2009: 14).

En este contexto, habría que ir hacia un tipo de estudios literarios centrado en el contacto directo con los textos, es decir, basado en la lectura, liberado en la medida de lo posible de cualquier lastre que condicione o prejuzgue el análisis posterior y, en ese sentido, instrumentos de periodización, clasificación, selección y análisis elaborados alrededor de generaciones, antologías, grupos, revistas, tendencias o corrientes aportan al final más confusiones que respuestas; una crítica literaria apoyada únicamente en dichos instrumentos parece más interesada en fijar, detener y delimitar una determinada realidad literaria, fotografiada ya con anterioridad por otros y negando de paso su propio dinamismo, que en describir e interpretar los agentes y escenarios que la atraviesan. Habría que superar, de paso, la trivial y limitada acepción de realismo, reivindicando un trato con la realidad más amplio que el que ofrece el realismo en su sentido más conocido, ese que funciona como una especie de reflejo prescriptivo, fiel, exacto, normativo y naturalista de una realidad que existe con anterioridad a nuestra intervención y se muestra únicamente dispuesta a ser imitada. Así, este poema de Olvido García Valdés (2008: 204) en el que se entrecruzan la realidad y la ficción, la verdad y la mentira, el yo y la otredad, en un escenario en el que encontramos resquicios por los que abrir vías de salida: 

 

Es verdad lo que digo, cada

palabra, dice del poema la lógica

del poema. Condición

de real al margen de lo real.

Lo real dice yo siempre en el poema,

miente nunca, así la lógica.

 

Así, con un lenguaje desinflado de retórica hueca y postiza, algunos escritores de este tiempo han mantenido viva la tensa relación entre lo poético y lo político, lo imaginario y lo real y, aunque sin representar una tendencia cuantitativamente mayoritaria, no escasean las voces poéticas que luchan por no claudicar frente a esa ideología política y económicamente conservadora y ese narcisismo suave y blando de cierta posmodernidad autocomplaciente. De nuevo, un poema de Fonollosa (2001: 58):

 

He de asentar los pies sobre la tierra.

Verme como el sinónimo ruinoso

de uno más del tropel de los humanos.

Alguien muy parecido a aquellos otros

que yo he menospreciado muchas veces.

 

Tal como ya ha sido apuntado, es indispensable recuperar la lectura crítica de los poemas y la valoración de las poéticas que en ellos se defienden puesto que la realidad literaria es mucho más compleja de lo que alcanzan a describir unas cuantas etiquetas más o menos afortunadas: poetas culturalistas tocados por contenidos y registros vinculados a la Antiguedad grecolatina, glosistas, de la experiencia, metapoetas, realistas más o menos sucios o aseados, irónicos, hiperrealistas, neosurrealistas, rockeros, poperos, raperos, poetas del cuero y del imperdible, neosociales y comprometidos con una transformación más o menos radical o extrema de la realidad, poetas visuales, ciberpoetas, figurativos, elegíacos, minimalistas, crípticos, herméticos, simbolistas, filosóficos, metafísicos, meditativos, neopuristas, neobarrocos con ecos manieristas más o menos intensos, visionarios, órficos, iluminados por un cierto y heterodoxo misticismo, neorrománticos, expresionistas, épicos, sensistas, irracionalistas, de la diferencia, de la resistencia, de la conciencia, del silencio, del conflicto, etc. En todo caso, y dejando al margen todas esas etiquetas y otras cuantas más que podrían ahora citarse, es conveniente distinguir entre dos grandes corrientes poéticas contemporáneas, consideradas a la luz de las diferentes relaciones que, a través del lenguaje, los poetas mantienen con la realidad: una "poesía de la indagación" que se interroga "por lo que le rodea, incluidos conceptos no visibles o abstractos [...], lleva a cabo una operación de corte intelectual, procura una sublimación con respecto al hecho mismo de fijar su objetivo en realidades tangibles o intangibles, sin negar un resultado estético", y una "poesía de la recepción" que "no intenta penetrar en el concepto de realidad, sino más bien acogerlo, recibirlo con cierta alteración característica [...], no quiere establecer una gnoseología sino que acoge una fenomenología, describe lo que ve [...] y a partir de ahí intenta una elevación, que como decimos no es intelectual sino estética, retorizante" (Mora 2006: 119-120; 2016).

Sin ánimo de simplificar en exceso, podría señalarse que hay una poesía más activa e inconformista que emerge con la intención de explorar a través de las grietas por las que puede deshacerse lo social, y otra más pasiva y autocomplaciente que muestra un grado de complicidad mayor con los fundamentos que rigen ese mismo escenario social. Algunas obras poéticas de estos últimos años representan, en este sentido, propuestas adecuadas puesto que atentan contra las diferentes escalas de valores políticos, culturales, morales, religiosos, sexuales, etc., que rigen nuestros comportamientos en el mundo, contra siglos de existencia basada en la intolerancia, la dominación y la injusticia; propuestas comprometidas con la denuncia de la realidad más salvaje y destructiva de su tiempo, que reflejan la soledad del hombre y su desarraigo del mundo; propuestas, en definitiva, que condenan sin desmayo situaciones de intolerancia, barbarie y opresión y que dan testimonio de la situación en que se encuentran aquellos que viven "sur le dos tourmenté de la terre", como señalara René Char, y todas esas acciones las llevan a cabo de muy diferentes maneras porque saben que la realidad -al igual que sucede con la verdad, como señalara Bertolt Brecht- puede disfrazarse con distintos ropajes y, por lo tanto, puede ser representada de diversas formas. En algunos casos, además, determinados textos suponen una apuesta permanente por el riesgo (incluso por aquel que supone la posibilidad de la pérdida de sentido) y, de acuerdo con esa estética de la otredad a la que me he referido más arriba, no aceptan la idea de la literatura como apariencia o simulacro y responden a una férrea voluntad de ruptura y transgresión de lo que podríamos denominar competencia literaria institucional. No de otra manera, creo, debiera entenderse ese "cambio de aliento" que para Paul Celan significaba la poesía, un registro inédito capaz de hablar "en nombre de una causa ajena [...], en nombre de la causa de eso Otro, quién sabe si de un otro totalmente Otro" (Celan 1999: 505), un registro con el que afrontar la extrañeza y la otredad de todos aquellos paisajes a los que habitualmente hemos dado la espalda y que, al tiempo que modifica nuestra percepción del mundo, implica un cuestionamiento radical de nuestras convicciones más arraigadas, desestabilizándolas con una simple pregunta: "¿Te has visto alguna vez / en la piel de otro?" (Murua 2008: 48), una pregunta que conlleva la puesta en tela de juicio de nuestros valores más consolidados, la apertura a esos territorios marcados por la inseguridad y el miedo que da lo desconocido. En un poema de García Valdés (2008: 35) puede leerse: "Otro país, otro paisaje, / otra ciudad. / Un lugar desconocido / y un cuerpo desconocido, / tu propio cuerpo, extraño / camino que conduce / directamente al miedo".

Ciertas propuestas poéticas suponen así invitaciones a recorrer esos paisajes en donde no deja de ponerse en juego nuestra identidad, esto es, nuestra seguridad. En cualquier caso, también como discurso social, podría decirse que la poesía se encuentra en condiciones de implicar apuestas claras y decididas por la extrañeza en la medida en que su función no debería consistir -para eso ya contamos con otros discursos- en proporcionarnos imágenes más nítidas y precisas de la realidad institucionalizada sino en subvertir dicho escenario mostrándolo (nombrándolo) de otras maneras, apuestas que podrían materializarse en ese cuestionamiento de la realidad que tiende a reproducirse únicamente con discursos casi siempre figurativos, en esa ampliación de lo real que acoja lo (im)posible (Méndez Rubio) o en ese "realismo de indagación" del que habla J. Riechmann, envites, en todo caso, que pasan en primer lugar por la generación de un "espacio vacío" en el que, a partir del silencio, ahogados todos los ruidos, un mundo nuevo sea posible. Sin embargo, nada nuevo bajo el sol puesto que dichas apuestas se encontraban ya entre los objetivos prioritarios que un formalista como Sklovski quiso ver en el lenguaje poético. 

Así, algunos textos permiten medir bien las rigurosas y muchas veces tensas relaciones que sus autores mantienen con el lenguaje a la hora de tratar las cuestiones identitarias, entendiendo ese lenguaje a la contra de ciertas derivas populistas encaminadas hacia el éxito fácil y la aceptación social, como un instrumento para la exposición de todo tipo de conflictos, profundizando en él, yendo a la búsqueda de nuevos usos y sentidos, a una cierta distancia de la utilidad, inmediatez y rentabilidad que caracterizan su uso corriente; la poesía, en estos casos, no consiste únicamente en una cuestión de lenguaje (como afirmara Mallarmé) o, por decirlo de otra manera, no se presenta solo como un lenguaje ensimismado y autorreferencial, implica también unas maneras de afrontar y enfrentar la realidad. Así, contra la exclusión social que veta el desarrollo de ciertos lenguajes y por una reivindicación de la palabra como elemento de cooperación y de la poesía como auténtico diálogo social surgen algunas propuestas contrarias al establecimiento de cualquier tipo de pacto linguístico llamado a domesticar el potencial rebelde del lenguaje poético. En estas condiciones, y frente a ese registro figurativo y para muchos convencional, cómplice con el sistema social institucionalizado, algunas poéticas han elaborado sus respuestas en los extremos opuestos del culturalismo, el esteticismo y el realismo más blandos, allí donde se desdibujan los márgenes convencionales del sentido y otro tipo de lírica es posible.

En estas circunstancias, la poesía no puede ofrecernos ninguna seguridad, es cierto, ningún valor garantizado; tan solo, y quizás no sea poco, una puerta abierta por la que escapar de este mundo impuesto por la voz del amo y salir a campo abierto para descubrir los registros potenciales de la belleza, la oportunidad de pensar y cuestionar las acepciones con que nos llegan las palabras, la posibilidad de traspasar esta siniestra globalización homogeneizadora que, manteniendo las desigualdades, borra las diferencias, todo ello con el objetivo de avanzar hacia un "cosmopolitismo político auténtico" (Fernández Liria 2016: 236). En todo caso, el lenguaje, desordenado, insumiso y rebelde con respecto a los engranajes con que trabamos nuestra concepción de la realidad, se convierte en el paisaje en el que se desarrolla una cruenta lucha por el control del sentido al tiempo que dibuja ese horizonte en el que es viable imaginar algún elemento de crítica y transformación.

 

* Alfredo Saldaña es Profesor Titular de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Zaragoza. Profesor visitante en las Universidades de Cergy-Pontoise, Paris 8 (Francia), Ca Foscari (Venecia, Italia), Tartu (Estonia), Ljubljana (Eslovenia), la Manouba (Túnez), Fatih Üniversitesi (Estambul, Turquía), la República (Montevideo, Uruguay), Nacional de Mar del Plata y Buenos Aires (Argentina). Es autor de más de un centenar de trabajos en publicaciones españolas y extranjeras, entre los que se encuentran Con esa oscura intuición. Ensayo sobre la poesía de Julio Antonio Gómez (1994), Modernidad y posmodernidad: filosofía de la cultura y teoría estética (1997), El texto del mundo. Crítica de la imaginación literaria (2003), Hay alguien ahí (2008), No todo es superficie. Poesía española y posmodernidad (2009) y La huella en el margen. Literatura y pensamiento crítico (2013). Coeditor de Donde perece un dios estremecido, antología poética de Miguel Labordeta (1994), Las patitas de la sombra, de Eduardo Chicharro y Carlos Edmundo de Ory (2000) y Obra publicada, de Miguel Labordeta (2015). Ha publicado los libros de poesía Fragmentos para una arquitectura de las ruinas (1989), Pasar de largo (2003), Palabras que hablan de la muerte del pensamiento (2003), Humus (2008) y Malpaís (2015).

 

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[1] Una versión anterior de este texto, con el mismo título, se impartió como conferencia en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata el 27 de abril de 2017, por invitación del Grupo "Semiótica del discurso", dirigido por la Dra. Laura Scarano, del Celehis.

[2] Sin embargo, el autor de La revolución teórica de Marx, comprometido con los objetivos del Partido al tiempo que profundamente crítico con sus errores y miserias, acabaría entregándose a la construcción de una especie de marxismo imaginario y reconociéndose, como el propio Lenin afirmara de sí mismo, como "un comunista sin partido" (Althusser 1992: 263), lo cual no le impidió ver en ciertos movimientos populares que se coordinan sin organización jerárquica el paso necesario de cualquier acción emancipadora.

[3] Se habla aquí de un pensamiento poético capaz de generar nuevos modos de significación y de convertir la precariedad en una oportunidad para ver el mundo de otra manera (Monteverde 2007), un pensamiento poético, como señala el Grupo surrealista de Madrid (AA. VV. 2007: 12), dotado de "un espíritu revolucionario al ejercer la crítica radical permanente del clima socio-político e intelectual de su época", dispuesto a proyectarse más allá del ámbito de las creaciones culturales con la intención de transformar la vida -"la poesía por otros medios" (AA. VV. 2007)- y de anular los devastadores efectos que el mercado y el espectáculo ejercen sobre la existencia, entendiendo lo imposible no como un obstáculo, el aviso de una paralización forzosa o la huella imaginaria de una existencia inalcanzable, sino como un horizonte de transformación real.

[4] Trabajemos en ese escenario por la generación de las más poéticas singularidades. La situación pasa por reconocer que hay tareas pendientes y asumir que el fin se encuentra en el camino. En todo caso, cabe luchar para que la democracia liberal al servicio del capitalismo no se convierta -como temiera Lyotard- en el horizonte irrebasable del tiempo, "el fin de la historia". Avanzar, continuar caminando, conversar, "seguir dialogando hasta la extenuación" (Boff 2003: 76), entender la vida como una experiencia conversada y no tanto como una mercancía conservada (Milán 2012), abriendo el paso a posibilidades reales de transformación.

[5] Esas categorías son ingredientes de lo que en otro lugar (Saldaña 2013) he denominado estética de la otredad, que surge -como un campo inmensamente abonado de silencio- del desbordamiento de ese canon convencional de belleza que ha orientado durante buena parte de la historia las derivas de las ideas estéticas. En rigor, esta estética singular responde a la configuración de otro modelo de belleza cuya jerarquía ya no refleja un determinado orden vertical sino un escenario horizontal, dialógico y simultáneo en el que conviven en permanente lucha distintos valores. Esta estética de la otredad representa hoy un buen banco de pruebas para mostrar los continuos desarreglos que se producen entre la realidad y el lenguaje, entre el mundo y su representación, contiene una crítica de los postulados artísticos más tradicionales, una ampliación cualitativa de la temática artística y somete a un profundo cuestionamiento todo lo relacionado con el arte, incluidos, claro, los registros más convencionales con que se expresa.

[6] Sin embargo, a partir de esa centralidad de lo linguístico a la que me he referido más arriba, hay una poesía que puede, al poner en cuestión sus propios argumentos, experimentar un nuevo giro en la búsqueda de una lengua personal que implique, a su vez, un mundo distinto, esto es, explorar en la norma social y codificada de la lengua esas grietas por las que surja algo singular y diferente, un acontecimiento en el que lo imposible nombre no lo inalcanzable sino lo prohibido y, así, en determinadas condiciones, pueda llegar a materializarse. Y cierta poesía contemporánea -consciente y vigilante frente a una realidad que quiere imponerse como una apisonadora, como si fuera la única posible- se muestra extraordinariamente beligerante en la lucha por la desautorización de determinados cánones (Saldaña 2016).

[7] Gramsci, primero, y después Laclau y Mouffe desarrollaron este concepto en un ámbito que rebasa el literario. Y esto que aquí se señala sobre la poesía, podría ampliarse, en términos mucho más generales, acerca de una modernidad que "sentó así unas condiciones materiales en las que la política quedaba enteramente supeditada a la voz despótica de lo que hoy en día se llama los mercados" (Fernández Liria 2016: 92). El liberalismo político ha sido sacrificado en aras de un neoliberalismo económico que ha hecho del culto a los mercados financieros y a la libertad de movimientos de capitales -muchas veces irreales, ilusorios, ficticios- su dogma principal; en esas circunstancias, la gente -la gente corriente- ha llevado la peor parte y ha visto cómo se endurecían sus condiciones de vida.

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