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CELEHIS (Mar del Plata)

On-line version ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.36 Mar del Plata Dec. 2018

 

CONFERENCIAS EN LAS MESAS PLENARIAS

Cuerpos desenterrados: Rosalía de Castro como santa cultural1

Unburiedcorpses: Rosalía de Castro as Cultural Saint

 

María do Cebreiro Rábade Villar*

Universidade de Santiago de Compostela

Fecha de recepción: 23-01-2018 / Fecha de aceptación: 21-04-2018


Resumen

¿Qué lugar ocupa el cuerpo de un escritor en el espacio público? ¿Y qué lugar debe ocupar el cuerpo muerto de un escritor en la gestión pública de su memoria? El objetivo de este artículo es tomar la vida y la obra de Rosalía de Castro como campo de pruebas para una indagación en torno a los usos que las instituciones públicas y otras instancias de legitimidad del valor de un legado cultural (por ejemplo, los herederos de un autor) hacen de la memoria literaria de los poetas.

Palabras claves Rosalía de Castro; exhumación; retórica epidíctica; memoria literaria; cuerpo

Abstract

What place does the body of a writer occupy in public space? And what place should the dead body of a writer occupy in the public management of his or her memory? The goal of this article is to take the life and works of Rosalía de Castro as testing ground to research how public institutions and other bodies in charge of preserving the cultural heritae (for example, the heir of an author) use the literary legacy of poets.

Key words Rosalía de Castro; exhumation; epideictic rhetoric; literary legacy


 

La centralidad que el cuerpo adquiere en la producción de una memoria cultural asociada a la figura de Rosalía de Castro viene dada, en primer lugar, por el enigma de su concepción: "hija de padres incógnitos", tal y como reza su partida de nacimiento. Es cierto que una fuente estadística del XIX (probablemente esgrimida por la propia Rosalía cuando se defienda ante su marido de los ataques recibidos por un artículo en torno a la hospitalidad sexual) pone de relieve que un alto porcentaje de los nacidos en la provincia de Lugo eran hijos ilegítimos, lo que hace menos extraña la propia condición de la autora en su contexto social.2 La anomalía no viene tanto del hecho de que sea una hija no reconocida o "brava", como se llama todavía en Galicia a los hijos ilegítimos, sino de su origen social, a medio camino entre la aristocracia gallega venida a menos (Teresa de Castro, su madre, es una hidalga arruinada) y el clero rural.

Es esto lo que explica que desde su juventud Rosalía fuese vista como un cuerpo fruto del pecado de otros cuerpos y, en ese mismo sentido, amenazante: un amigo de juventud de su marido, en una carta muy elocuente, le dice que entiende que él quiera mantener en secreto el compromiso con la joven pero que dada la confianza que les une espera que, al menos ante él, pueda asumir un hecho del que ante otros tendría que avergonzarse.3 Es una carta que, como muchos otros testimonios sobre Rosalía, pide ser leída entre líneas, lo que prueba la resistencia del lenguaje a concebir o figurar un anclaje tranquilizador para su cuerpo.

Pero el cuerpo de Rosalía no solo se convierte desde su partida de nacimiento en objeto de discurso y de polémica, sino que actúa desde muy temprano como pieza en la escenificación pública, un aspecto muy estudiado para las escritoras y artistas del siglo XIX desde categorías como las de postura, ethos o imagen del autor. Pensemos sin ir más lejos que la escritora nace para la vida en 1837, año de la proclamación de la Constitución progresista, año también en el que una mujer cruza por vez primera el umbral de la Biblioteca Nacional española, y siete años después de la fecha que Jérôme Meizoz(2016) ha reconocido como umbral de la emergencia de la era mediática moderna.

Son datos históricos que trascienden la categoría de anécdotas: en 1864 la autora saludará con un texto encomiástico, exhumado en el año 2013 por Francisco Rodríguez, la visita a Santiago de Compostela del diputado Salustiano de Olózaga, que muy joven había ejercido como secretario de la comisión que había redactado el citado texto constitucional. Su participación en los actos de homenaje recibidos por el diputado es una acción que la perfila como una autora no solo pública sino política, con todas las implicaciones que cabe extraer del hecho de que una poetisa decimonónica, encajada por la crítica en el romanticismo, se ocupe de asuntos en absoluto considerados femeninos. Y un texto suyo de 1867, El caballero de las botas azules, testimonia que estaba al tanto de avances tan decisivos para la "era mediática moderna", por decirlo de nuevo en términos de Meizoz, como el cinematógrafo.

    La autora había nacido temprano para la vida literaria. Sin atender ahora a los testimonios que hacen de ella una suerte de niña prodigio, que escribe textos desde antes de la adolescencia y corretea por las vegas de Amaía-al parecer tierra de su padre y de sus tías paternas- con un jaramillo, su primer texto público es un manifiesto, Lieders (1856), en cuyo título hay ya un reconocimiento de distinción, pues tal era el apodo que le brindaban sus condiscípulos del Liceo de la Juventud. Podemos imaginar el impacto de una adolescente que se paseaba por Santiago con un nombre de pluma inspirado en la moda germánica del momento, y que alterna con la juventud revolucionaria que participará en el liberal banquete de Conxo. Hay, de hecho, quien relaciona su repentina marcha a Madrid con la oleada de represión política que sucede al banquete.

Será en Madrid donde da a luz su primer poemario, La flor (1857), estricto coetáneo de Las flores del mal de Baudelaire y del juicio a Flaubert por inmoralidad, dos hechos que de nuevo subrayan la estrecha imbricación de la literatura moderna en la constitución de una esfera pública (Rábade Villar 2017). Menos conocido es el hecho de que la primera vocación de Rosalía no fuese la literaria sino la teatral, lo que la dibuja como un cuerpo que, literalmente, entra en escena. La joven había debutado como actriz en una obra promovida desde el Liceo de la Juventud, la ya citada institución compostelana en la que había cursado estudios de música, arte dramático y danza gracias a su madre, que le había permitido estudiar en un convento exclaustrado entre los sectores ligados a la bohemia del progresismo radical (Álvarez Ruiz de Ojeda 2000). En el hoy llamado instituto Rosalía de Castro, entonces colegio San Clemente, la autora había debutado en el papel protagonista de Rosmunda de Gil de Zárate, al parecer con gran éxito de crítica y público: una crónica relata cómo el público lanzaba palomas y flores al escenario mientras la joven actriz salía a saludar al final de la pieza.

Que este debut de Rosalía como actriz pasase desapercibido hasta hace relativamente poco no es casual. Como otros roles que hubo de desempeñar a lo largo de su vida (periodista, novelista, compiladora del folklore gallego, intelectual comprometida con causas como el anti-esclavismo), y que ofrecen las facetas de una personalidad mucho más caleidoscópica de lo que acostumbra a reconocerse, una amplia tradición de reapropiación crítica todavía reduce el alcance de su producción al de poeta tardorromántica, situándola siempre al pie de Bécquer. Se trata de un tópico vigente en la historiografía literaria española contemporánea ―incluso en aproximaciones por lo demás tan destacables como la de Cecilio Alonso (2009)― y, aunque combatido al menos desde 1985 en los estudios literarios gallegos, necesitado todavía de mayor revisión.

El retorno del pensamiento histórico a la biografía ―que los últimos años ha dado lugar a la Isabel II de Isabel Burdiel(2011) o al Murguía de Barreiro Fernández (2013), por ceñirnos a dos fuentes muy valiosas para el análisis de la escritora gallega― ha permitido emprender una tarea largos años pendiente, a la espera de una edición fiable de la obra de la escritora. Me refiero a una biografía rigurosa, tentativa a la que en parte responde Rosalía de Castro. Cantos de independencia e liberdade (Lama 2017), el primer volumen de la hasta ahora última biografía de la autora, que se ciñe a su trayectoria de juventud.

Este balance invita a remontarnos a los primeros trabajos biográficos sobre la autora. En una de las primeras semblanzas de las que fue objeto, el joven cuerpo de actriz adolescente es violentamente alejado de escena por el responsable de haberlo convertido en objeto de crítica literaria. Me refiero a su marido Manuel Murguía, a quien sin embargo, en el mismo libro Los precursores 1885 debemos también una hermosa semblanza de la autora como espectadora. En efecto, el autor no la sitúa en un escenario, sino en un teatro, comentando junto a él el drama Dalila, "inmoral según unos, moral hasta dónde no sé dónde, según otros" (1985: 193), de Octavio Feuillet. Tras enmarcar la escena en un teatro, el autor hace hablar a la misma Rosalía del "año del hambre" en Santiago (1853), situándola a continuación en una casa en la que acoge a un músico callejero cuyos silbos la habían cautivado y acaba instruyéndolo en el arte de tocar barcarolas en una guitarra inglesa, "instrumento más sonoro que nuestra guitarra" (201). Como vemos, pues, la Rosalía dibujada por su marido en el lecho de muerte ya no es tanto un cuerpo en escena sino un cuerpo en el palco o, en la escena posterior de "Ignotus", el cuerpo de una señora que abre su casa a un pobre mendigo e interpreta una pieza musical entre las paredes del espacio doméstico, sin exponerse, por tanto, al juicio público.

No resulta fácil emitir un juicio equilibrado y cabal sobre el papel que Murguía desempeñó en la vida y la obra de Rosalía. Resulta innegable que la admiraba ―significativamente, abandonó su primera vocación de escritor después de casarse con ella para dedicarse sobre todo a la política y a la historia― y así lo dejan ver a las claras numerosos testimonios, entre los que resultan muy destacables los escritos en los que polemizó con la Pardo Bazán a propósito del "Discurso sobre la poesía regional gallega", que la condesa incluiría en su libro De mi tierra (1888). Como es sabido, la escritora había sido invitada a leer un juicio crítico sobre Rosalía en el coruñés Liceo de Artesanos, muy poco después de muerta Rosalía. No sin razón, Murguía interpreta como desaire a su mujer la tentativa de Doña Emilia a reducir el valor literario de su esposa al de "cantora regional gallega". Sus respuestas ―incidentalmente, cabría preguntarse por qué se publicaron en 1896, más de diez años después de haber sido pronunciado el discurso― son dos piezas muy injuriosas y por eso mismo difícilmente poco defendibles, pero resultan muy útiles para reconstruir el horizonte de lecturas de Rosalía de Castro y, por la distancia con su muerte, para calibrar la apreciación indudable que Murguía profesaba por la inteligencia y la sensibilidad de la escritora.

Es innegable también que el rol murguiano de mediador fue constante y dejó huellas profundas en la consideración crítica que el presente depara a Rosalía, hasta el punto de que una autora clave en los estudios rosalianos como Catherine Davies (2014) ha afirmado que como autora Rosalía habría corrido mejor suerte si fuese viuda. A Murguía le debemos la primera reseña de la poesía rosaliana (al libro La flor en La Iberia), que interceda ante Compañel en la edición de libros como Cantares gallegos o A mi madre, la más que probable escritura a dos manos de La hija del mar, novela también publicada en la casa editora de Compañel), los primeros apuntes biográficos sobre la autora (desde su entrada en el Diccionario de escritores gallegos a las dos piezas de Los precursores y el prólogo póstumo a En las orillas del Sar) y el primer proyecto de edición de sus Obras Completas.  

Todos estos gestos ponen indudablemente de relieve el papel del marido en la forja de una imagen de autora con frecuencia alejada del ethos y de la postura construidos por la propia Rosalía a lo largo de la obra. Y hacen visible también, de un modo muy gráfico, que el legado de un autor es siempre el fruto de mediaciones interesadas de las que participan, a menudo en un tenso tira y afloja, familiares, críticos y hasta políticos. La herencia literaria de un escritor bascula, como sabemos, siempre entre el ámbito familiar, a menudo defensor de una determinada memoria afectiva que puede desear no compartir públicamente, y un espacio público. En este último, a su vez, cabría distinguir, en terminología bourdieana, entre el campo de la literatura (al que pertenecen los escritores, pero también las instancias académicas, de las que la crítica forma parte) y el campo político o institucional. Todos estos ámbitos operan de modos muy diferentes e incluso opuestos, pero todos actúan, a su manera, como campos de poder. O, si lo preferimos, todos ellos están presididos por intereses, por más que a menudo se amparen en lo que con tanta astucia Pierre Bourdieu ha denominado "interés en el desinterés".

De quién es o a quién pertenece una obra es en este contexto una cuestión clave. La tentación, tanto para quien lee como para quien escribe, es responder que la obra pertenece a los lectores, al igual que el conocido ensayo de Barthes 1968 sobre la muerte del autor concluía con la consideración de que esta muerte no significaba más que el nacimiento de los receptores como instancias de legitimidad en la construcción de la obra. Pero casos tan emblemáticos como el de Rosalía confirman que a menudo la obra llega a los lectores por vías no previstas. ¿Cómo una mujer educada en la bohemia compostelana, por una madre que la había concebido y criado como mujer soltera, una mujer que escribe sobre mujeres que abandonan el hogar para internarse en el bosque, que no se amedrenta al describir orgías en la playa y extrañas costumbres sexuales de los marineros gallegos pudo convertirse desde finales del siglo XIX para los gallegos en el arquetipo de la "Santiña"?

Un estudio reciente de Marta Beatriz Ferrari (2017) pone de relieve que la santidad de Rosalía se convirtió en un motivo de la recepción crítica de su obra al menos desde la publicación de la elegía funeraria A mi madre. En un texto anónimo publicado en La iberia, que creo que es posible atribuir a Murguía, y que la profesora cita en su trabajo, el autor dice de la obra que "rinde santo culto a la memoria de su adorada madre. Sus versos son profundos suspiros de un amor siempre santo" (apud Ferrari 2017: 48). De ahí también el subtítulo de este artículo: "Rosalía como santa cultural", porque el énfasis en convertir a la autora, tanto en vida como tras su muerte, en un ícono religioso es un acto de fuertes valencias literarias y políticas. En él hay sin duda un propósito de borrado de un linaje familiar problemático, por donde campa, a la luz del catolicismo socialmente imperante en el contexto histórico de Rosalía, la sombra del pecado. Pero creo que hay más. Creo que desde mucho antes de su muerte, y desde luego después de ella, hubo también un intento de colocar bajo y sobre su nombre un legado cultural que no es el biográfico sino el de la memoria cultural que se desea construir para Galicia. La autora debe así hacerse cargo de un pasado y de un futuro, cargar con ellos aun cuando los hechos de su biografía y no pocos pasajes de su obra parezcan desmentir su idoneidad para soportar tamaño peso.

Es en este punto en donde esta propuesta entra en diálogo con los resultados de un proyecto de investigación titulado Cultural Saints in Europe,4 que trata de esclarecer el modo en el que los autores de formaciones culturales no estatales del siglo XIX como la eslovena, la estonia, la lituana, la catalana, la irlandesa, la bretona o la gallega llegaron a actuar casi como sustitutos de las figuras religiosas en las sociedades laicas, como figuras a las que esas pequeñas comunidades literarias europeas necesitaban aferrarse para dar razón de sí mismas. Un hecho que explica, sin ir más lejos, por qué los emigrantes gallegos a la Argentina viajaban, aun cuando casi ni supieran leer ni escribir, con ejemplares de los poemas de Rosalía de Castro, a los que conferían el tratamiento de textos canónicos.   

En este contexto resulta importante referirse a unas líneas de una de las notas biográficas de Murguía, incluida en la galería de semblanzas titulada Los precursores.5 En el capítulo dedicado a su mujer, Murguía anota que "las mujeres deben ser sin hechos y sin biografía" (1985: 181), y compara a Rosalía de Castro con las violetas del campo, que crecen en los lugares de sombra, para encarecer su humildad y su indiferencia ante las glorias mundanas. Es cierto que el motivo del desdén a la gloria se repite en la obra de Rosalía, aunque no queda claro que rechazar el mundo sea un modo de indiferencia ante él: diríamos antes que la figura del poeta que se niega a hacer concesiones a un determinado contexto social (podríamos pensar ahora en Juan Ramón Jiménez o José Ángel Valente, dos grandes exiliados de la poesía española del siglo XX) participa antes del ethos de la altivez que del ethos de la humildad. Pero esta comparación floral de Murguía, que a un lector del libro Follas novas podría parecerle insólita, pues la poeta abre el libro diciendo que no va a cantar "as pombas e as flores", puede ser usada como pórtico a su tumba. De hecho, Rosalía de Castro fue enterrada, al parecer debido a sus propios deseos, con un ramo de pensamientos.

Si hemos de confiar en el testimonio oral de su primogénita Alejandra, esas eran sus flores preferidas (Naya 1953). Un emblema del lirismo introspectivo de las poetisas decimonónicas que en cambio ella no cantó. No lo hizo ni siquiera en su más detallado canto floral, superada la negativa de Follas novas a referirse a las flores. Los hechos apremiaban, pues los bosques compostelanos que ella tanto amaba habían sido talados por orden de la Diputación provincial para facilitar las nuevas instalaciones del manicomio de Conxo, lugar en el que ella había nacido, proyecto público que se concluirá en el mismo mes de su muerte (Rodríguez 2011).

La autora que había prometido en una carta privada y en el prólogo de Follas no volver a referirse a Galicia, debe incumplir su promesa en varios poemas de En las orillas del Sar. Lo hace sobre todo en "Jamás lo olvidaré", donde no comparecen por parte alguna los pensamientos pero brillan, en cambio, los lirios, las violetas humildes de Murguía, los nomeolvides de las leyendas de los poetas lakistas y, sobre todos ellos, las margaritas, a las que compara con estrellas:  

 

"Los narcisos y blancas margaritas / Que apiñadas brillaban entre el musgo / Cual brillan las estrellas en la altura, / Los lirios perfumados, las violetas, / Los miosotis, azules como el cielo, / Y que bordando la ribera undosa / Recordábanle al triste enamorado / Que de las aguas se sentaba al borde" (Castro 1993: 483).  

 

Sin embargo, la flor que según sus familiares ―no según su obra― era la favorita de Rosalía desempeñará un nada desdeñable papel en uno de los documentos cruciales ligados a su biografía y que, pese a su indudable interés, no ha sido objeto hasta ahora de ningún comentario exhaustivo. Me refiero a un texto no sobre su vida sino sobre su muerte. Al texto por definición sobre una muerte: un acta notarial que da cuenta no del primer entierro sino de la exhumación del cuerpo y posterior traslado y enterramiento en el lugar en donde ahora descansa: el Panteón de Gallegos Ilustres, sito en el Convento de Santo Domingos de Bonaval en la ciudad de Santiago de Compostela.

Este documento, de extraordinario interés, fue publicado en el periódico La Patria Gallega, el 30 de mayo de 1891 (pp. 14-16), bajo el título "Acta notarial levantada en el momento de la inhumación de los restos de Rosalía de Castro". De extraordinario interés por varios conceptos: algunos pasajes admiten ser leídos casi como una pieza de crítica literaria, que muestran el aprecio que a finales del XIX se tenía por algunas (y no por otras) de sus obras. Rosalía aparece perfilada, en primer lugar, como "inolvidable autora de El caballero de las botas azules", epíteto que contrasta con el relativo olvido contemporáneo de su obra narrativa (14). Algo más tarde se hace referencia a la "eximia creadora del libro A orillas del Sar" (15), que corrige el título original acaso por considerarlo galleguismo. La consideración de "popular autora y colectora de los Cantares gallegos" (15) llega más tarde y justo antes de la inhumación la mención a la "preclara autora de Follas novas" (16). Cabe mencionar, de paso, que estas cuatro eran las obras a las que Murguía prestaba atención en la semblanza biográfica de su mujer.  

Pero el documento es también muy interesante desde el punto de vista del análisis político y sociológico: por él desfilan la Universidad, la Banca, el Ejército, la Iglesia e instituciones políticas y culturales como la Sociedad Económica de Amigos del País o la Asociación Regionalista Gallega. En el acto de traslado del cuerpo desde la estación del ferrocarril al cementerio no solo participaron todos los estamentos de la sociedad civil y religiosa de la sociedad compostelana sino que, a juzgar tanto por el acta notarial como por las crónicas de la época, el conjunto de la ciudad se volcó en el acto. Por ello mismo, y aunque en el documento haga referencia al acuerdo del viudo con el emplazamiento del monumento fúnebre en la capilla de la Visitación del convento de San Domingo de Bonaval, algo que causa no poca extrañeza es que en el cortejo post-fúnebre el doctor José María Portal González es el único representante de la familia de la autora, sin que se haga constancia en ningún momento ni a los hijos ni al marido.

Antes de avanzar en el análisis del texto, cabría precisar que la exhumación y traslado de los restos mortales de Rosalía de Castro es, como cualquier operación emprendida sobre un cuerpo muerto, y quizás un poco más, un gesto de una profunda violencia. La propia autora había cantado en su obra reiteradamente el lugar en el que acabaría siendo enterrada por primera vez, y resulta difícil no ver en las menciones al pequeño y digno cementerio de Adina en Padrón, con su iglesia románica y barroca y su atrio, una suerte de testamento poético traicionado (Kundera 1994). Así se deja ver en el célebre "¡Padrón.! Padrón.! de Follas novas (1881), cuya segunda sección da comienzo con los versos: "O cemiteriod'Adinan'hai duda que é encantador".

Testamento traicionado porque una pequeña lápida sin nombre, sepulcro que cierra un entierro al parecer también humilde en el año 1885, parece un destino más adecuado que la pompa y circunstancia con la que fue vuelta a enterrar en el Panteón de Gallegos Ilustres. Aunque, lejos de toda romantización, cabría precisar que ese primer entierro no era tampoco el de una persona anónima: de una parte, porque la muerte de Rosalía fue recibida con pesar tanto en la prensa gallega de la época como en medios internacionales. De otra parte, por el peso de testimonios transmitidos oralmente como el de la aldeana que según Uxío Carré dijo, al ver salir su cuerpo de la casa mortuoria, "eu nunca vin a vela que non me acompañase hastra a porta da casa" (Carré Aldao, t. 184, 1926: 74). O, también situándonos en la estela de esta tradición oral (tan propia del género hagiográfico), podríamos referirnos a las últimas palabras pronunciadas por Rosalía en el lecho mortuorio: "ábreme la ventana que quiero ver el mar" (Naya 1953), tan cercanas en el espíritu al "luz, más luz" de su admirado Goethe o a la última voluntad de destruir su propia obra, que su primogénita cumplió, en un acto sin duda problemático y contrario al célebre encargo de Kafka a su amigo Max Brod.

Quemar el corpus, o quemar del corpus todo aquello que no ha podido resistir la autocensura (o reducir los inéditos póstumos a una imposibilidad) es la última voluntad expresa de la escritora Rosalía de Castro. Voluntad, de acuerdo a la leyenda oral construida en torno a su muerte, que será secundada por la hija y al mismo tiempo traicionada por el azar: es difícil arruinar por completo un legado. El azar, y no la voluntad de los herederos, impidió la destrucción de papeles (pocos) traspapelados o perdidos entre las páginas de los libros, muchos de ellos cartas, que una segunda operación de quema (desvelada con franqueza extraña en un historiador como Murguía) reducirá a cenizas. Un corpus que a pesar de su carácter fuertemente institucionalizado todavía no ha sido objeto de una edición canónica ni de una reunión en obras completas, aunque fuese sometido a una sistemática labor de exhumación (permítaseme subrayar en este término genuinamente filológico la semejanza con la exhumación forense de los cuerpos muertos) a partir de finales de los años cuarenta del pasado siglo, un momento en el que el régimen franquista se alía con el galleguismo para propiciar una cierta concepción de Rosalía.

Si la última voluntad en relación con la obra, su reducción a cenizas, no fue del todo cumplida, lo mismo cabría afirmar de la última voluntad en relación a la vida.  Es cierto que el cuerpo de Rosalía de Castro sería desenterrado para ser reenterrado en un espacio íntimamente vinculado a su memoria afectiva (y por lo que consta en el acta notarial, con el expreso deseo de su familia). Pensemos, sin ir más lejos, en las evocaciones del cementerio de Bonaval donde sería enterrado su hijo Honorato ("adiós, calexón das Trompas, / adiós, fonte da Serena") que murió, al parecer, en un accidente doméstico cuyas circunstancias no han sido todavía plenamente esclarecidas. Pero su cuerpo no reposará en un panteón familiar, sino en un espacio de resonancias institucionales y escala mucho menos humana que la tumba padronesa. Se trata de una decisión política, en el mismo sentido en el que las decisiones que afectan a los escritores que adquieren notoriedad forman parte, ya sea en el presente o póstumamente, de un férreo régimen biopolítico de administración de la vida y de la muerte.

En este caso, la institución más relevante para entender el destino del cuerpo de Rosalía de Castro es la ya mencionada Asociación Regionalista Gallega, que en los seis años que median entre su muerte y entierro, en 1885, y su exhumación y posterior traslado en ferrocarril a Santiago de Compostela, en 1891, ha ganado peso en la sociedad y ha convertido a Rosalía en la encarnación de sus ideas políticas, probablemente no sin una notable resistencia por parte de sus familiares más directos. El acta notarial pone de relieve que el origen de la campaña que da lugar al traslado es una iniciativa americana: son los emigrantes gallegos en La Habana los que recaudan la mayor parte de los fondos, completados por la Asociación Económica de Amigos del País. Seguramente la relación de Murguía con los emigrantes en la isla de Cuba era más fluida que con los representantes del rexionalismo en Galicia, lo que, sumado a la resistencia eclesiástica para ofrecer una misa en nombre de Rosalía de Castro (Rodríguez 2011: 548 y ss.), contribuiría en parte a explicar su ausencia.

Volvamos ahora sobre el acta notarial, considerada casi como género de la retórica epidíctica y como reafirmación del papel que Rosalía de Castro había empezado a desempeñar como santa cultural. Lo confirma su participación en la tópica del cuerpo incorrupto de los santos. Sorprende que un notario de fe de que al abrir la tapa del sepulcro padronés el cuerpo se encontrase "apenas desfigurado, con la ropa que le sirve de mortaja bastante conservada, advirtiéndose sobre el pecho de la gloriosa muerta un ramo de pensamientos, ligeramente decolorados y cual si estuviesen recientemente cortados, que la piadosa mano de su cariñosa hija, la señorita Alejandra M. Murguía Castro, había en él puesto cuando se le dio cristiana sepultura" (16).

El cuerpo muerto cancela la ilusión de la puesta en escena del autor como personaje en movimiento, tropo que se repite en numerosos estudios sobre la figura del autor, aun cuando no haya nada más teatral que la muerte, con sus fastos y rituales, como he tratado de poner de relieve por medio de esta acta notarial. En otro sentido, el cuerpo muerto cancela también la ilusión formalista que separa la persona real de la persona que firma una obra, e impugna al menos en parte la premisa de que el cuerpo puede ser reducido a un corpus. Leer el cuerpo muerto como si fuese un texto: esa reducción solo es posible en el lenguaje del derecho; en términos literarios emprender esa operación equivale a un ejercicio de tanatoplastia.

Tal como se adecenta un cuerpo sin vida para no hacerlo espantable a los ojos humanos, los agentes culturales responsables de la construcción de la primera memoria literaria de Rosalía eligen omitir y santificar (o mejor dicho, eligen omitir para santificar), dando lugar a una contraescritura que borra la vida del cuerpo para rendir santo culto a la muerte. No es un gesto disímil del modo en que recientemente la Casa Museo de Rosalía de Castro publicitó la compra a la Diputación coruñesa de un mechón del pelo de la autora, que no sin cierta dosis de necrofilia expondrá al público a partir de ahora.6 Exhumar, inhumar, levantar el cadáver, exponer las reliquias, dar imposible fe de lo incorruptible parece más una tarea de sacerdotes, médicos y notarios que de filólogos. Situada por su nombre bajo el imperativo del amor, que es una cuestión serísima, la filología no rinde culto a lo incorruptible. Sabiendo que toda memoria literaria vive sujeta a la transformación, cuida en la obra lo que oscila y, sujeto a las leyes del tiempo, se corrompe. Hace pasar un legado de generación en generación salvándolo de los estragos del tiempo, sí, pero jamás negando la temporalidad. Trata los cuerpos como si fuesen palabras y a las palabras como si fuesen cuerpos. Intenta editar con el máximo rigor la letra muerta para que como letra viva perdure en la memoria de quienes leen.

En los estudios literarios fue necesario un largo camino para avanzar desde la negación de la pertinencia de la figura del autor, a menudo enunciada como muerte, al análisis, a mi modo de ver insuficiente, del autor como discurso. Tal vez sea preciso un camino todavía más arduo para percibir que, al margen de su eficacia, las posturas y estrategias de un cuerpo vivo acaban por encontrar su reverso ineludible en los usos que las instituciones culturales hacen del cuerpo muerto. Santos lugares que las sociedades laicas todavía necesitan y a quienes las instituciones toman bajo su paradójica protección, a menudo rivalizando entre sí o con otras instancias como los herederos.

Tal es el límite del pensamiento alcanzado por investigadores tan lúcidos como Maingueneau, cuando se refiere al problema del reagrupamiento póstumo de la obra y aclara que "la situación, evidentemente, es muy diferente cuando el productor está muerto o es incapaz de intervenir en este reagrupamiento". Porque el cuerpo muerto invalida incluso la operatividad de las distinciones entre "persona", "escritor" e "inscriptor", forjadas a partir de la imagen, no por sutil del todo satisfactoria, de la "estructura paradójica del nudo borromeo" (Maingueneau 2015: 20). Y afecta muy particularmente cuando la persona del autor es definida como individuo situado más allá de la creación literaria. Si es discutible que un escritor pueda dejar de serlo en algún momento, atado como suele estarlo a la incesante máquina de escribir de su cabeza, lo que resulta innegable es que el cuerpo muerto del poeta, una vez ha sido cooptado por los usos públicos de la memoria, queda para siempre atado a su legado. Con la paradoja añadida de que raras veces ese legado, a menudo violentamente disputado por herederos e instituciones, va a ser leído desde los intereses que el propio poeta enuncia en su obra, entendida esta como único testamento legítimo de un escritor.

Podríamos condensar el desafío que este límite comporta en el trayecto que media de la muerte del autor, una figura abstracta, a Rosalía como autora muerta, desenterrada y vuelta a enterrar: la autora que nos hace consciente de que su vida ha quedado, como parte de su obra, reducida a cenizas. Y si invoco la ceniza es porque, en clara concesión al género epidíctico, la propia acta notarial dirá que el monumento funerario de Jesús Landeira está "destinado a perpetuar la memoria y guardar las cenizas de la inmortal poetisa gallega Doña Rosalía Castro de Murguía", desatendiendo la descripción que más adelante se hará de la exhumación, donde queda claro "que, por no mover profanamente el cadáver, tomaron, despojada previamente de su tapa, según queda dicho, la misma caja de zinc en que estaba colocado, metiéndolo dentro de otra caja de zinc, la cual tiene de longitud un metro setenta y tres centímetros de latitud y treinta centímetros de alto, que a prevención y al objeto destinada llevaban, habiéndola en el acto soldado perfectamente en el mismo campo santo de Iria Flavia, introduciéndola dentro de otra caja de madera, forrada de veludillo negro, provista de cuatro fuertes candados que cerraron con sus respectivas llaves, las cuales guardó en su poder el Sr. D. José Tarrío" (16).

Tal es el peso material de lo aquí relatado, apenas interrumpido por el temor religioso a profanar los restos de la poeta santa, que enseguida lo comprendemos: el hecho de que la descripción del cuerpo muerto de Rosalía participe de la retórica funeraria no quiere decir que el cuerpo no esté allí. Así lo recuerda un monumento que, como los santos sepulcros de los que la escritora también habló en un poema, se ha convertido en lugar de peregrinación y en escenario de una misa anual en homenaje a la autora. Todo ello en el contexto de una ciudad edificada en torno a un cuerpo, el del apóstol Santiago, que podría no ser el que es.

Pero todas las tumbas señalan el lugar de lo que un día fue una vida y aunque no sepamos ni dónde termina ni dónde empieza exactamente un corpus, lo único que sabemos con certeza es que nuestro cuerpo es mortal. Dar un lugar legítimo al cuerpo de los poetas, luchar para que el uso público de esos cuerpos no sea desviado por medio de torsiones violentas que desmienten en la práctica lo pacientemente sostenido por la obra bien podría ser uno de los caminos de una filología entendida como una nueva política de la literatura.

 

* María do Cebreiro Rábade Villar es profesora de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y Vicedecana de Extensión Universitaria en la Facultad de Filología de la Universidad de Santiago de Compostela. Sus principales líneas de investigación son la teoría del poema, el estudio comparado de las antologías de poesía en el ámbito peninsular y la literatura de Rosalía de Castro. Junto con Fernando Cabo Aseguinolaza ejerce como Investigadora Responsable del proyecto "Cartografías del afecto y usos públicos de la memoria: un análisis geoespacial de la obra de Rosalía de Castro". Es autora de las monografías As antoloxías de poesía en Galicia e Cataluña. Representación poética e ficción lóxica (USC, 2004), premio Dámaso Alonso de Investigación Filológica; As terceiras mulleres  (Galaxia, 2005); Manual de Teoría de la literatura (Castalia, 2006), en coautoría con Fernando Cabo Aseguinolaza; Te seguirá mi canción del alma (USC, 2008), en coautoría con Yolanda Novo Villaverde; Fogar impronunciable. Poesía e pantasma (Galaxia, 2011) y Canon y subversión. La obra narrativa de Rosalía de Castro (Icaria, 2012), en coedición con Helena González. Ha publicado artículos en revistas como Bulletin of Hispanic StudiesRilceRevista de Literatura, Romance NotesHispanófilaRevista de Estudios HispánicosRevista Canadiense de Estudios Hispánicos, Revista Hispánica Moderna o Anales de la Literatura Española Contemporánea.

 

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1 Investigación vinculada al proyecto de investigación "Cartografías del afecto y usos públicos de la memoria: un análisis geoespacial de la obra de Rosalía de Castro". Deseo agradecer la ayuda valiosa de quienes fueron mis compañeras en Mar del Plata en una estancia cursada, por convite de la profesora Laura Scarano, en el año 2010, que encontró un nuevo y reciente estímulo en el curso que Marcela Romano, con la colaboración de Clara Lucifora y Sabrina Riva, dirigió en el marco de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en el mes de julio de 2017. Quedo deudora de ellas por haberme brindado, además de impulso y aliento, algunos de los materiales con los que entraré en diálogo en este capítulo.

2 En la carta a su marido, accesible en la edición digital del epistolario de Rosalía de Castro (http://www.ub.edu/cdona/gl/publicacions/rosalia-de-castro-epistolario), la autora probablemente hace referencia a la Crónica de la provincia de Lugo (1866) de José Villaamil y Castro, que ofrece datos muy reveladores sobre el número de hijos ilegítimos en la Galicia de mediados del XIX (Villaamil 2002: 72).

3No es un amigo cualquiera. Se trata del poeta romántico Aurelio Aguirre, a quien la fecunda leyenda oral que todavía hoy rodea a la escritora, ha convertido en un amor de juventud de Rosalía. La carta es accesible en el epistolario editado por Axeitos y Barreiro (2003: 93). 

4 El proyecto, dirigido por Marijan Dovic, y cuyos objetivos y producción científica asociada pueden verse en la página http://cultural-saints.zrc-sazu.si/en/, ha dado lugar a publicaciones como National Poets, Cultural Saints: Canonization and Commemorative Cults of Writers in Europe (Dovic y Helgason 2016).

5 Vale la pena señalar el papel de las galerías de retratos literarios en la fijación de la idea del poeta como figura pública, dentro de un contexto de progresiva laización social que hace de algunos escritores una suerte de "nuevos santos". El dispositivo psicológico que dispara el género −al que pertenece Los precursores y del que hay otros testimonios notables en el Fondo Gala-Murguía de la RAG, que reconstruye parcialmente la Biblioteca Murguía-Castro− sirve al propósito de subrayar la excepcionalidad de los autores, sobre todo cuando las distintas formas de desvío social y marginalidad, tales como la locura, son retóricamente empleadas para subrayar su carácter aural. Podemos pensar, a este respecto, en ejemplos tan relevantes para la literatura latinoamericana como la antología Los raros.

6 Publicitado en la página web de la Fundación el mes de julio de 2017. Sorprendentemente, al cabello de Rosalía se le brinda el mismo tratamiento documental que a los tres cuadros adquiridos del pintor Ovidio, hijo del matrimonio Murguía-Castro: http://rosalia.gal/tres-novos-cadros-de-ovidio-e-un-guecho-de-cabelo-de-rosalia-para-a-casa/.

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