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CELEHIS (Mar del Plata)

On-line version ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.36 Mar del Plata Dec. 2018

 

CONFERENCIAS EN LOS SIMPOSIOS

Una experiencia de límites y fronteras

An experience of limits and borders

 

Eduardo Romano*

Universidad de Buenos Aires

Fecha de recepción: 09-03-2018 / Fecha de aceptación: 21-06-2018 


Resumen

La  presente conferencia  reúne los saberes y la experiencia de quien ha atravesado su vida académica de modo apasionado con el "compromiso con los márgenes literarios", sus filiaciones y discrepancias; o sea, en tensión  con el campo intelectual argentino oficial, tanto coetáneo como posterior. El autor rememora su tenaz acercamiento a distintos géneros de la cultura popular: el tango en sí mismo y en su relación con la poesía del 40 y su propia producción poética; los vínculos entre tango y poesía gauchesca y la prolongación de ésta en géneros posteriores como los contrapuntos de los payadores, los poetas letrados criollistas,  etc.  Hace especial hincapié en poéticas alternativas a las de la de la poesía para ser leída-según su opinión, no consideradas habitualmente  en el ámbito de la crítica literaria-, y, en este sentido, pone en valor, además del tango, el seudo folklore, los distintos subgéneros de la canción internacional -rock, rancheras, boleros, cumbia, improvisadores urbanos, cantautores-.  Su tesis doctoral del año 2000,  que dio origen a un libro fundamental como Revolución en la lectura, de 2004, estudia otro dispositivo poco frecuentado por la crítica, como el surgimiento y auge de las revistas ilustradas rioplatenses.  Romano, en clave gramsciana, subraya en su revisión haber legitimado muchos textos considerados "menores" por  sus posibilidades de negociación y resistencia frente a las para él prejuiciosas teorías de la "dependencia" que tendían a reducir todo lo que no fuera para ellos legítimo a "subliteratura".  

Palabras claves Eduardo Romano; Cultura popular; Géneros menores; Campo intelectual

Abstract

This lecture brings together the knowledge and the experience of Eduardo Romano, who have gone through his academic life in a passionate way with the "commitment to literary margins", and his affiliations and disagreements, then, with the contemporary and later Argentine intellectual field. The author recalls his tenacious approach to different genres of popular culture: the "tango" itself and its relation with the poetry of 40 and his own poetic production; the links between "tango" and "gauchesca" poetry and its prolongation in later genres such as the counterpoints of the "payadores", the "criollistas" literate poets, etc. He makes special emphasis on poetics alternatives to those of poetry -according to their opinion, not considered sufficiently in the field of literature for criticism-, and, in this sense, puts in value, in addition to "tango", the pseudo folklore and the various subgenres of the international song -rock, "rancheras", "boleros", "cumbia", urban improvisers, "cantautores"-. His doctoral thesis (2000), which gave rise to a fundamental book such as Revolution in reading (2004), studies another textuality that is little frequented by critics, such as the illustrated magazines of  Río de la Plata. Romano , in a Gramscian key, emphasizes in his assessment and legitimation of these "minor" texts their possibilities of negotiation and resistance against the prejudiced theories of "dependence", held by many actors in the academic field.

Key words Eduardo Romano; Popular culture; Minor genres; Intelectual field


 

 

Quiero relatar, en esta ocasión, mi experiencia como investigador asomado a los límites de lo que se consideraba literario, al menos en la jerga y el mundillo académicos, hacia  la década de 1960. Un espacio que, a medida que nos alejábamos del centro o del canon, se volvía particularmente inseguro, sinuoso, impredecible. Y si en el centro ubicábamos a Rabelais, a Shakespeare o a Cervantes, teníamos que aclarar, continuamente, que muchos de sus personajes, argumentos o receptores caían sin duda por fuera de la cultura letrada.

Lo dicho anteriormente muestra que la disputa por un lugar privilegiado en el canon desplazó el interés hacia los productos artístico-verbales que estaban más alejados del centro. Y no empleo casualmente esa denominación artístico-verbal. Fue Walter Ong quien cuestionó el sintagma literatura oral, intrínsecamente contradictorio. Es claro que la nueva designación tampoco despeja cuándo una emisión verbal puede considerarse artística, pero al menos deslinda los artificios verbales seductores de la oralidad  y los de la escritura.

El pasaje entre ambos regímenes expresivos era, en mi caso, anterior a toda preocupación teórica, porque estuvo desde los comienzos en mi actividad poética, cuando pasaba todos los veranos de mi infancia en San Rafael (Mendoza). Me gustaba mucho caminar a solas por los viñedos que cultivaban mis tíos. Allí, como compañía y entretenimiento, empecé a modificar letras de canciones (las más difundidas entonces, tangos o boleros) que había escuchado en los viejos receptores de radio (más antiguos y voluminosos en el interior de Mendoza), a desviar esos versos hacia otras direcciones, pero no podría decir hoy, con certidumbre, hacia cuáles.

Para aclarar eso tendría ya que avanzar mucho, hasta mi segundo volumen de poemas (Entrada prohibida, Nueva Expresión, de 1963) y a su primera sección "Olor a tango de hoy y de cuando", que encabeza una cita de Celedonio Flores proveniente del recitado "Por qué canto así", que grabó en aquellos años, con especial énfasis, Julio Sosa.  Releo con curiosidad esos viejos versos (no soy tan narcisista como para hacerlo amenudo) y reconozco el entretejido: "Cuando vos te llamabas simplemente María/ acerté con un pleno tu intenso corazón./  Entonces yo era joven y amar y no me olvides". O "fui un gil que olió el verano y lo creyó el amor,/ que quiso hacer su casa con el viento/ que dio que hablar sin ser oído". O "En aquella noche prolongada/ maduró la fruta amarga/ de soltarte las venas y viajar./ Definitivamente sola,/ Definitivamente liberada".

Ese tácito reconocimiento de que había poesía en las letras tangueras y que fragmentos de esas letras podían ser reescritos por fuera de su propia retórica, significó un anticipo, temprano, de lo que me propuse no bien egresado de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA , en 1965: confrontar en una ponencia (Noé Jitrik, del cual era auxiliar de cátedra en Buenos Aires, me había invitado a un Congreso de Hispanistas en Córdoba) sobre los llamados poetas del 40, que me disgustaban por su melancólico neorromanticismo, con una referencia final a Homero Manzi. Recuerdo que mi deficiente profesor de Literatura Argentina, Guillermo Ara, quien estaba presente, me cuestionó que fuera a tirarles ahí, en un salón de la más antigua Universidad argentina, con un letrista respetable, pero apenas letrista, al fin de cuentas.

A fines del año 2016 Dulce María Dalbosco defendió en la UCA su tesis "El tango canción como cancionero polifónico. Hacia una 'tercera escucha' de las letras de tango: análisis de las formas de enunciación, las voces poéticas y los actores líricos"  de la que fui jurado y recibió la calificación diez, además de recomendación para que se la editara.

Tuve la sensación, recordando aquel evento académico cordobés, de que habíamos triunfado. Y empleo el plural porque uno nunca está solo en estos enfrentamientos contra la partida, donde Martín Fierro y José Hernández, por ejemplo,  siempre quieren participar, pero además estaban en el mismo combate o parecido Jorge B. Rivera, Aníbal Ford, Abel Posadas, Juan Sasturain, etc.

¿Por qué y para qué combatíamos? Aquí mi respuesta es ya personal: para defender prácticas culturales que habían formado parte de mi maduración emocional y que la Universidad negaba o me forzaba a desechar para aceptarme en su recinto. Es decir, para defender una parte de nuestra vida que resabios conservadores en la enseñanza superior no estaban dispuestos a permitir.

Algo que sabíamos "popular", por oposición a selecto, racional, prestigioso e incluso científico (Bollème 1986), pero no teñido de una base necesariamente clasista, como les sucedería a los fundadores de los estudios culturales británicos (Hoggarth, Thompson, Williams), aunque a comienzos de los 70 se redefiniera al pueblo políticamente como el sector social no comprometido, de ninguna manera, con el sistema de dominación impuesto por los países centrales.

Claro, si lo pienso desde hoy, no era raro que eso siguiera sucediendo cuando se iniciaba la dictadura del general Juan Carlos Onganía, con su mezcla de nacionalismo palabrero, de confesionario, y su apertura irrestricta a las compañías concentradas internacionales. Sus redes publicitarias, que se expandían tentacularmente (Argumedo 1985), contrariaban "aquellas actividades, aquellas instituciones simbólicas que producen el pueblo, es decir que producen una forma determinada de identidad colectiva, un conjunto determinado de actitudes y valores, una clase determinada de reconocimiento, un sentido determinado de pertenencia" (Payne  2002: 125).

Esa defensa cuajó en el artículo "¿Qué es eso de una generación del 40?", derivado del congreso cordobés, que abrió una picada rupturista cuya primera ampliación fue un curso ("Las letras del tango en la cultura popular argentina") que dicté en el Instituto Superior de Cultura Religiosa de la calle Rodríguez Peña, en 1973, y que se convirtió en un artículo para el suplemento "Cultura y nación" editado en esa época por el diario Clarín. Finalmente, de todo aquello surgió un libro (Sobre poesía popular argentina, CEAL, 1983) diez años después.

Tal vez la culminación de esa tarea esté en la antología anotada Las letras del tango 1900-1980 que iba a editar la Librería Fausto , en 1976, como parte de una colección dedicada a la poesía universal, y con el grado de reconocimiento que eso implicaba. La más nefasta de las dictaduras cívico-militares locales lo impidió, también con sus medidas económicas de corte neoliberal que dictaba Alfredo Martínez de Hoz, continuadoras del onganiato y que anunciaban, aunque entonces lo ignorábamos y hubiéramos juzgado imposible, otras más actuales.

Recién en 1989 Silvina Ross se interesó por ese material que le había mencionado en charlas amistosas y lo editó casi sin publicidad, pero se fue abriendo camino solo hasta llegar, para mi sorpresa, a la vidriera de varias librerías de la calle Corrientes, donde algún librero me contó que lo compraban muchos viajeros para llevarlo a sus amigos del exterior o lo consumían con avidez los turistas japoneses. Sus 2000 ejemplares anuales en los primeros años me permitieron acceder a la computación y cambiar de época, también porque en el verano de 1990 había pasado a máquina unas 120 páginas con sus correspondientes pegatinas o reescrituras debidas a correcciones.

Mi compromiso con el tema tampoco desapareció en ese momento. Lo prueban algunas conferencias posteriores en la Academia del Tango, varios artículos editados de los congresos organizados por el Centro Feca y mi colaboración con el Instituto Nacional de Musicología en 2014.

Hoy es una cuestión saldada, desde el punto de vista personal, y una batalla ganada: nadie, que no sea un periodista de La Nación , encararía actualmente una antología poética argentina ignorando a alguno o algunos poetas del tango. Y afirmo esto, provocativamente, porque en su Antología esencial de la poesía Argentina (1900-1980) Horacio Armani  declaraba en el Prólogo que no se rebajaría a ese acto, pues incluir letristas le hubiera parecido equivalente a incluir a Frank Sinatra en una antología de la poesía norteamericana: "Creer que una sentimental letra de tango pude tener la misma jerarquía que un  poema surgido de experiencias artísticas e intelectuales de profundas motivaciones, es estar comparando materias incomparables por sí mismas" (16). 

Pero sus desatinos no terminaban ahí. Armani desechaba a los poetas "sociales". ¿conocía a algunos que se hubieran criado fuera de toda sociedad? Negaba incluso que hubiera tendencias poéticas propias, que no fueran rebote de algo sucedido en el plano universal, pues nada más admitirlo le resultaba confuso:

 

.la aniquilación de los patrones estéticos tradicionales ha terminado por confundir niveles, parece arduo separar lo bueno de lo malo: todo se encuentra en un mismo plano ambiguo . pero confío en quienes en medio del desorientador movimiento poético actual, están realizando, jóvenes o maduros,           una obra rigurosa adscrita  a las grandes líneas de la poesía universal. (29)

 

Podría asegurar que la popularidad del tango me arrastró hacia otras formas poéticas del mismo linaje, como la gauchesca, pues sospechaba entre ambos fenómenos, de enorme arraigo, una no establecida continuidad. Al margen de que la vigencia de uno hubiera nacido rural para trasladarse luego a la ciudad -o ciudades- argentinas. Y que su adelgazamiento no fuera sinónimo de extinción, aún en las primeras décadas del siglo XXI. Una parte del arte paródico de Roberto Fontanarrosa en su Inodoro Pereyra así lo prueba, al margen de que su blanco no haya sido tanto el arte nativo como el alambicamiento verbal de los periodistas metidos a conductores de festivales criollos.

 Si recordamos las palabras del compadrito que hablaba en "Mi noche triste", gracias a la mediación de Pascual Contursi, éstas rehacían en sentido inverso el gesto hasta cierto punto fundante de Bartolomé Hidalgo, instalaban el registro poético en un nivel sentimental, alejado también de lo que fuera la poesía de Ángel Villoldo y algunos otros, hacia el 900, con sus desplantes machistas de proxeneta que se sabe hábil para el baile, el duelo a cuchillo o la explotación de mujeres. Por lo contrario, el compadrito abandonado por la "percanta" reconocía, en 1917,  que "para mí ya no hay consuelo/ y por eso me encurdelo/ pa olvidarme de tu amor". ¿Algo muy distinto del monólogo poético de Miguel Abonizio en "Mirta de regreso", a fines del siglo XX?

En fin, en el pasaje  del siglo XIX al XX, la voz del otro, del que vive en los límites o más allá de toda legitimación social, comienza a ser escuchada y configurada literariamente. Compadres y compadritos, chafes, motormans, obreros, planchadoras y tantos otros miembros del común, adquieren un perfil verbal y una identidad. De tal modo que los nuevos y poco expertos lectores de los diarios y revistas más populares de la época tienen la oportunidad de reconocerse en esas figuras, tomar distancia respecto de sí mismos, autoexaminarse (Romano 1991: III).

No ignoro que, a partir de entonces, el tango seguiría una deriva de lo amoroso y afectivo muy particular y adecuada a la educación sentimental de los porteños -por extensión, del país, cuando las emisoras radiofónicas alcanzaron ese nivel de difusión, sobre todo en la década de 1940. La gauchesca, en cambio, ejemplificaba de manera única el pacto entre letrado e iletrado, el momento en que un escritor decide reconstruir la voz de otro del cual lo separan muchas instancias, según su conocimiento del habla popular, con todas las secuelas y riesgos de dicho acto.

Nuestro primer gran historiador literario, Ricardo Rojas, en un espeso volumen que acaba de cumplir cien años, tiende a hablar de la gauchesca como un producto inevitable del canto payadoresco y llega, en el capítulo dedicado a José Hernández, a hablar de ese escritor como un payador. Sin embargo, no en todo momento comete tales dislates: al referirse a Bartolomé Hidalgo, por ejemplo, sostiene que con él la poesía campesina llega a la ciudad o sea que la transformación resulta de un viaje desde la oralidad hacia la escritura cuando los Cielitos amorosos, cantados, ceden paso a la recitación militante en los primeros años de la gesta de Mayo.

Una de las mayores negaciones de nuestra historia literaria posterior consiste en desconocer que la gauchesca haya tenido sucesores durante el siglo XX. Me encargué, en una antología de 1977 varias veces reeditada por Andrómeda y otros sellos del mismo editor, sin mi consentimiento y, lo que es aún peor, sin el pago de derechos, de reconstruir parcialmente esa trayectoria. Poesía gauchesca del siglo XX reúne un conjunto heterogéneo de composiciones payadorescas: fragmentos de contrapuntos famosos, como el de  Gabino Ezeiza y Pablo Vázquez;  poetas letrados criollistas, que escribieron para ser leídos y no escuchados, como Leopoldo Lugones, Fernán Silva Valdés o Ricardo Guiraldes; recitadores,  letristas de canciones del repertorio criollo que algunos llaman, por defecto periodístico, folklóricas. Esa permanencia no ha caducado del todo, todavía, en la actualidad.

En el volumen Los límites de la literatura (2010), Alberto Giordano, su editor y prologuista, porque el material provenía de un seminario de doctorado dictado por él en la Universidad Nacional de Rosario, adhiere a la tesis de Reinaldo Laddaga (2007) en el sentido de que se está gestando en la actualidad un imaginario (Laddaga se refiere específicamente a las artes plásticas)  novedoso, pues ha caducado la noción del arte como "institución moderna, según lo inventó la imaginación humanista burguesa" (Giordano 2010: 9).

Desde ahí, este autor comenta la discusión no explícita que sostuvieron, en ensayos de 2005-2007 y a propósito del tema, Josefina Ludmer y Beatriz Sarlo, negando o reafirmando el valor de la autonomía literaria. Finalmente, remite al artículo de Sandra Contreras que, según él, "señala los callejones sin salidas a los que conducen tanto la reivindicación de la autonomía como la exaltación de su final" (Giordano 2010: 15), con lo cual adopta una postura más bien ecléctica. Creo que Contreras toma partido entre esas dos posiciones que califica como "dinámica depresiva", con su dejo de nostalgia, a pesar de los recaudos de Sarlo al respecto, y la "dinámica euforizante" de Ludmer, propia de "un mundo que sufre cambios sísmicos en todos sus niveles" (Contreras 2010: 150). Apoyándose en palabras del citado Laddaga, Benjamin, Didi-Huberman y  Kamenszain, lee una nueva literatura narrativa en relatos de Washington Cucurto, Matilde Sánchez, Juan Terranova, Daniel Link.

Con todo, el interesante volumen deja la impresión de que el destino literario se juega exclusivamente, o casi, en la narrativa y, en algunos casos (el de Mariana Catalin), en tensiones literatura-televisión que no se desprenden de las categorías (¿atemporales?) de lo alto y lo bajo, cuando sostiene que lo verdaderamente literario posee "intensidad formal y estética", que "el modo en que se escribe un guión por encargo" dista de la gratuidad artística y no es nunca comparable a la "alta literatura" (Catalin  2010: 94, 107 y 108).

Esa insistencia en reducir literatura a escritura y a narrativa es para mí uno de los síntomas que me llevan a reconsiderar el papel de las canciones al menos con pasajes artísticos y sus consumidores en la sociedad de hoy. Tal vez porque la poesía letrada ha perdido -hablo fundamentalmente de nuestro país, pero el juicio es fácilmente extensible- gran parte de su lectorado y es reemplazada, en los hábitos de las mayorías populares, por diversos cancioneros, locales o internacionales.

En el primer sector ubico al tango, muy debilitado, y lo que cabe llamar neofolklore o seudo folklore (conserva rasgos tradicionales sumamente adulterados), que ha conocido la alternancia de momentos fulgurantes y opacidades, aunque su vigencia sigue incólume en los diversos festivales que se celebran en el país, a semejanza del ya mítico de Cosquín, en Córdoba, y espacios radiales e incluso televisivos propios.

Los cantos internacionales, que  han sufrido también alzas y bajas, se encadenan sin interrupciones a lo largo de un tumultuoso conjunto donde caben desde el rock anglosajón y sus desvíos nacionales, hasta rancheras, boleros, cumbias, el reggae, etc. Si bien este conjunto responde a las necesidades y dictámenes de los sellos multinacionales, no han desaparecido del todo las pequeñas empresas nativas y que hoy, como sabemos, están volviendo a los discos de vinilo.

Tampoco han sucumbido los cantautores que improvisan, a la manera de los viejos payadores. En mis viajes desde Caballito a Plaza de Mayo, o a la inversa, he tenido ocasión de ver y escuchar a muchos jóvenes, argentinos y también latinoamericanos, improvisando acerca de ciertos viajeros del vagón, de la hora del día en que actúan (generalmente al atardecer, cuando la gente regresa de sus trabajos), de otras circunstancias del diario acontecer, sea solos o en pareja (uno produce ruidos con la mano, con algún instrumento) y el otro es el que canta o mejor entona sobre ciertos cañamazos, como siempre lo han hecho los improvisadores.

Por lo contrario, los poetas no aparecen casi en adn cultura o la revista Ñ. Incluso los estudiantes de Letras suelen decir, cuando no dicen que les molesta leer demasiado, que son incapaces de opinar acerca de poemas, afirmación que he tenido el disgusto de sufrirla, pues la comparten a veces con los auxiliares de cátedra.

Me interesa retomar ahora el hilo de mi compromiso con los márgenes literarios. Creo que anclan en mi colaboración durante poco más de una década con el Centro Editor de América Latina de Boris Spivacow, que había surgido, siempre vale recordarlo, sobre todo a los más jóvenes, cuando el onganiato lo dejó afuera de Eudeba, entre otras cosas porque sus ediciones de libros técnicos y de medicina baratos no les convenían a ciertas empresas comerciales de la competencia.

Las series Enciclopedia Literaria Argentina y Enciclopedia Literaria Universal dejaban resquicios para intercalar las cuestiones que nos interesaban. Así, con Jorge B. Rivera le propusimos a Susana Zanetti, quien dirigía los fascículos de literatura argentina en la segunda versión, a comienzos de los 80, trazar un recorrido histórico-crítico por la llamada narrativa costumbrista a lo largo del siglo XX, eso que muchos reducen, inadvertida o ignorantemente, a la retórica realista. Resultaron tres fascículos de dicha colección y en ellos radica la génesis de una articulación entre periodismo y literatura que reaparecería en nuestra producción posterior. Ya en el dedicado a Fray Mocho (1981) comencé a realizar algunas observaciones, en un apartado, a propósito de la revista que José Álvarez dirigió entre 1898 y 1903, Caras y Caretas.

En la colección "Transformaciones", una de las incineradas por la banda del capitán Carpintero en un descampado (ver Spivacow en Maunás 1995), redacté finalmente un fascículo (1972), que comenzamos juntos con Rivera y Ford, y concluí solo,  sobre "Imperialismo y cultura en América Latina", donde básicamente defendía ciertos mensajes y ciertos géneros mediáticos por su condición resistente, en términos gramscianos, al discurso dominante.

Con un apoyo bibliográfico externo (la revista francesa Communications, algunas reflexiones sociológico-culturales de Henri Lefebvre) e interno (las indagaciones de Oscar Masotta o de Oscar Steimberg acerca de la historieta) reivindicaba un hábito cuestionado no sólo por la voz conservadora que dominaba el ámbito académico, sino también por el marxismo sovietizado y sus adláteres, recuperaba mis lecturas infantiles de Patoruzito, Rayo rojo y otras revistas similares.

No admito, por eso, que Beatriz Sarlo en La batalla de las ideas 1943-1973 (2001) sostenga, a propósito del libro organizado en conjunto con Ford y Rivera, que fuimos "populistas" o que trabajamos "desde perspectivas no semiológicas" o que los programas, películas, historietas etc. reivindicadas por nosotros, "cuando simulan responder a las leyes de la industria cultural, hablarían en verdad del pueblo" (2001: 99).

El "populismo" respeta cualquier mensaje si recibe adhesión mayoritaria y nunca partimos de tal criterio para valorar productos simbólicos populares. Sin la ayuda semiológica, como reconocí antes, no hubiéramos podido leer esa clase de textos, cuyos códigos estaban  en un proceso de exploración que Umberto Eco, en gran medida, encabezaba desde Apocalittici e integrati (1965), cuya versión original compré en lo que era la librería Nueva Visión, en el subsuelo del mismo edificio, esquina de Viamonte y San Martín, donde pisos arriba (esa distancia era simbólicamente la que existía entre lo popular y lo elitista) funcionaba la redacción de la revista Sur.

Pero Sarlo, además, dice que separábamos industria cultural de cultura popular, cuando de hecho leíamos la resistencia a los productos de la industria cultural internacional en una clave de mercado propia, que se había gestado desde fines del siglo XIX en diferentes periódicos, revistas, radios e incluso en la primera etapa de la televisión criolla (Varela  2005).

Cuando organizamos el libro al que Sarlo se refiere, con artículos escritos a partir de 1972, y que editó Legasa en 1985, analicé el primer año de la revista Rico Tipo para contextualizar, sobre la base de una charla ofrecida en el CEDES a fines de 1981, la inserción en su hipertexto de los minirrelatos de Bavio Esquiú dedicados a las aventuras de Juan Mondiola. En ese libro, además, quedan pruebas de mi especial interés por otros fenómenos desatendidos habitualmente por la crítica literaria: las múltiples relaciones entre narrativa y cine europeos;  la posible existencia del escritor de radioteatro argentino; la respuesta al interrogante de si Joan Manuel Serrat y Alberto Cortez eran meros cantautores de consumo o auténticos poetas y donde me pronunciaba, por supuesto, a favor de lo segundo.

Cuando ingresé por concurso a la Facultad de Lomas de Zamora, en 1985, incluí a Caras y Caretas en algún programa, analicé los lugares donde el discurso literario y otros (informativo, publicitario, humorístico, etc.) se intersectaban o donde se derrumbaban las certidumbres de especificidad. Por supuesto que tales búsquedas se situaban en las antípodas de quienes seguían reclamando autonomía absoluta para los lenguajes artísticos en general y literario en particular, alentados en ese momento por la estética, recientemente traducida, de Theodor W. Adorno.

En 1986, también con Rivera, confeccionamos el volumen Claves del periodismo argentino actual, en el cual hicimos entrevistas o solicitamos artículos sobre su experiencia profesional a quince escritores e intelectuales destacados. Escribíamos en la presentación:

                

Este libro se propone cubrir una evidente falencia en el repertorio bibliográfico argentino, bastante renuente a reflexionar acerca de los problemas generales del periodismo local, tanto en el pasado como en la actualidad. El material reunido nos ofrece un diagnóstico donde se cruzan las perspectiva histórica y algunas de las cuestiones más acuciantes del presente, planteos que hacen a la teoría misma de esta práctica comunicacional y otros referidos más concretamente a lo técnico y pragmático del oficio; desde los problemas           estructurales o de sustrato económico del mercado consumidor de diarios y revistas, hasta las observaciones estilísticas o referentes a las especies diferenciadas de la nota, el artículo, los editoriales, etc. (9)

 

En ese mismo momento y de retorno a las aulas universitarias, cuando gané el concurso de Adjunto para Literatura Argentina I, el profesor titular, que era David Viñas, propuso un programa sobre su amado Lucio V. Mansilla. Ante el dilema de un texto central,  prácticamente único, diseñé la estrategia de desplazar el asunto al cine nacional y al intento de filmar ese texto o al menos alguno de sus pasajes. Eso me permitió incorporar al director Mario Soffici y al guionista Alberto Vaccarezza, quien ya había incursionado en diferentes géneros de la literatura popular: sainetes, poemas gauchescos, versos de campaña proselitista antigorila, etc.

Esa tarea me pareció asimismo extensible a otros fenómenos similares y así fueron surgiendo los ensayos que reuní luego en Literatura/Cine argentinos sobre la(s) frontera(s) publicado por Catálogos (1991) en la interesante colección "Armas de la crítica". Las cuarenta y cinco páginas de Introducción creo que siguen vigentes e historiaban la importancia de que el cine nos llegara, casi inmediatamente de París, para facilitar el acceso a un nuevo público consumidor de bienes simbólicos que ya estaba encontrando respuesta a sus necesidades y en una dimensión que la élite no alcanzaba a controlar. Algo similar a lo sucedido en Estados Unidos con los nickels odeons, barracas en las que los inmigrantes de diferente procedencia podían gozar de un espectáculo artístico casi sin necesidad de palabras.

Mi primer artículo en ese volumen estuvo dedicado a Alcides Greca, un escritor santafesino que estudió en la Universidad de La Plata , pero no sabemos dónde adquirió las habilidades para filmar, cierto que en condiciones precarias, El último malón (1935), una insurrección aborigen ocurrida en San Javier (norte montuoso de Santa Fe) a comienzos del siglo XX. La condición del aborigen, según la narrativa-filme, la continué en el pasaje de la letra a la pantalla de El último perro (De Mare, 1955) y en otro capítulo: "¿Una Patagonia rebelde o la Patagonia del rey?".

 Confrontaba ahí, hasta cierto punto, la adaptación, en mi criterio sectaria de Ayala-Olivera  ( La Patagonia rebelde, 1974) del ya sectario trabajo histórico-político de Osvaldo Bayer acerca de las campañas militares en el sur del país hacia 1922, con la versión metafílmica de otro episodio histórico-social, el inusitado intento de establecer un reino patagónico de Orellie Antoine de Tounens, filmado por Carlos Sorín en 1986, según un registro poético de base metafórica, más confiado a la imaginación que a la siempre imposible reconstrucción historiográfica.

El capítulo dedicado a "Dos versiones cinematográficas de un clásico argentino" insistía en esa metodología de contraste, en ese caso entre el Martín Fierro (1968) filmado por Torre-Nilsson, en su momento de mayor complicidad con las autoridades de un gobierno cívico-militar, y en un intento imposible de ser "fiel" al original, con la polisémica proyección del texto de Hernández a la historia social argentina en  Los hijos de Fierro, incluida la irreverente actitud del director-guionista Pino Solanas al dinamizar con versos suyos la acción del filme.

 Yo también había navegado ya por otras aguas de la producción popular, diferentes de las que acabo de comentar, como el registro fuertemente dialógico, fuera en escena (género chico criollo que ocupó un papel relevante en mis programas de la cátedra "Problemas de literatura argentina", desde 1991), pero también estribillos o canciones de circulación callejera, en especial durante las fiestas carnavalescas., folletines gauchescos y su posterior desplazamiento al radioteatro, etc.

Mi programa, al ser convocado por un sector del estudiantado a la carrera de Comunicación Social de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA , en 1989 y para dictar el Seminario de "Cultura Popular y Cultura de Masas", fue el origen de Voces e imágenes en la ciudad. Aproximaciones a nuestra cultura popular urbana (1993). Desde el título, ese primer volumen de la serie menor de la colección "Signos y Cultura" que comencé a dirigir unos años después en Colihue, cuestionaba la arraigada convicción de que cultura popular era sinónimo de folklore, un fenómeno rural y aislado de las grandes ciudades cosmopolitas. Por eso escribí, en la contratapa:

En el mismo momento en que ciertos intelectuales argentinos y prestigiosos acatan la existencia de una modalidad cultural para las regiones rurales -sobre todo del noroeste-, comienzan a ignorar o a silenciar la actividad generadora de      los núcleos poblacionales urbanos en un país -tal vez  sería mejor hablar de una región, la rioplatense- que encabezaba tales cambios.

 

A mi criterio, la hibridación, resultado de aculturaciones, deculturacio-nes o transculturaciones, comenzaba a marcar con un sello propio indeleble lo que sería la dominante sociocultural latinoamericana, sobre todo de la segunda mitad del siglo XX. Tras un bosquejo de lo que había sucedido en la vida europea desde el siglo XVI, y en especial desde el XVIII, cuando los grupos minoritarios letrados se apartan de prácticas hasta ahí no consideradas despreciables y las censuran, me centraba en América Latina, desde la influencia romántica y las tajantes divisiones que estableciera entre letrados e iletrados. Revisaba en términos generales el programa de intelectuales como Echeverría, Sarmiento o Alberdi; me desplazaba a partir de 1880 del ámbito excluyentemente nacional al de otros países del continente; recalaba en aspectos descuidados del modernismo, de la revolución mexicana, de la reforma universitaria de 1918, del aprismo peruano, del influjo que los procesos democratizadores habían ejercido sobre la población más humilde. En la Argentina , lo que iba del yrigoyenismo al peronismo y el papel de lo popular en las convulsiones internas que desembocaron en una derrota, en un baño de sangre del cual salíamos con soluciones neoliberales para pocos, como las pergeñadas por Martínez de Hoz y retomadas por Cavallo y la falsa fiesta menemista, durante la cual escribí dicho ensayo. El mismo terminaba revisando las teorías conservadoras o alternativistas sobre la cultura de masas, ambas condenatorias, sin descuidar posiciones más comprensivas y recientes (Martín-Barbero, García Canclini, Brunner, Schmukler, Sarlo, etc.) en busca de alguna salida para tal encrucijada, aunque seguía leyendo, ahora en pantalla, los signos que a mi me parecían respuestas, por parciales que fueran, al discurso dominante en el lapso 1973-1992.

Ese mismo año 1993, Silvia Iparraguirre me convocó para participar en un número especial que la revista madrileña Cuadernos Hispanoamericanos dedicaría a los últimos 20 años de la cultura argentina, desde la reimplantación de la democracia. Me ofrecía escribir acerca de revistas literarias/intelectuales y yo le pregunté quién escribía sobre televisión.  Su silencio me movió a ofrecerle el artículo "Sobre parodia televisiva y otros géneros discursivos populares", donde  desacreditaba cierta bibliografía sobre televisión, la de Sirvén-Ulanovsky (1974), cuyos juicios eran propios de una minoría seudoletrada insensible a los gustos ajenos. El objetivo fue reivindicar la importancia que el humor tuvo desde siempre en nuestras pantallas y que en ese momento pasaba especialmente por Antonio Gasalla o la figura de un historietista-escritor como Roberto Fontanarrosa, quien un par de años después escandalizaría a la tropa docente del nivel medio con su desopilante discurso de cierre al  IV Congreso de la Lengua en Rosario.

 A fines de los 90, decidí presentar mi tesis de doctorado en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA , porque se me acercaba la jubilación y no era el caso de acercar ambos eventos. Obtuve a tal efecto el único año sabático (el 2000) durante este largo trayecto de retorno, de 1986 a 2011, y redacté una tesis de algo más de 700 páginas A4 sobre "Revolución en la lectura. Periodismo y literatura en los primeros semanarios ilustrados rioplatenses", que defendí con éxito a principios de 2001. Su primera parte, muy ampliada, fue el origen del libro sobre el tema publicado en 2004 por el sello Catálogos-Calafate.

Historiaba allí el surgimiento de las revistas ilustradas, desde 1880 en adelante, y las vicisitudes de ambos discursos en esa publicación, que gana en poco tiempo una cifra de lectores inesperada y sorprendente para la actualidad. Los 12000 ejemplares iniciales se convierten en 85000 en un año y algún número especial, como el que se ocupa del atentado anarquista que asesina al rey Humberto de Italia, en 1902, ascendió a 200000 copias vendidas. Utilicé y tomé distancia respecto de varios antecedentes bibliográficos, como Pierre Bourdieu, Roger Chartier, Flora Süsekind e incluso el historiador Eric Hobsbawn, y problematicé el asunto tratado en el marco de la modernización rioplatense, dado que Caras y Caretas había tenido una primera etapa uruguaya (1890-1897), cierto que con apenas 4 páginas, y que Rojo y Blanco, desde 1900 y desde el título, obedecía a la repercusión alcanzada por aquel semanario ilustrado en la otra orilla.

En un largo capítulo (el tercero) estudié el particular contrato de lectura -según Eliseo Verón (1985)- pactado tácitamente entre la publicación y sus lectores, la importancia de los artículos, nota y diálogos costumbristas en su régimen discursivo, la incidencia de la fotografía en su popularidad y el hecho de que acompañara siempre materiales informativos, mientras que el dibujo -artístico o satírico- era insertado junto a los textos literarios según su tono. La variedad en el uso del verso, que podía ser publicitario, humorístico o propiamente literario (desde el sexto número), y que al lector le cabía discriminar, se sumaba el generoso material de lectura ofrecido con motivo de aniversarios, números especiales o Almanaques.

Esta labor de reflexión político-cultural, no cabe ocultarlo, mantuvo una vigencia paralela a mi crítica literaria más estricta, y a la cual no hago mención aquí. Con todo, que es otra manera de decir que con el tiempo, ambos trayectos parecieron acercarse más que antes al emprender la investigación que culminó en 2012 y en el volumen Intelectuales, escritores e industria cultural en la Argentina (1898-1933).  Escribí solo toda la primera parte y en la segunda compartí el espacio con varios colaboradores o ex alumnos (Lorena Bassa, Germán Ferrari, Miriam Goldstein, Marcelo Méndez) sobre un eje central: la posición habitualmente reactiva de los intelectuales a aceptar modificaciones en el sistema, seguro a causa de su propia inseguridad o complicidad, y, en cambio, la propensión de los escritores a participar de empresas que los ayudaran a vivir de lo que escribían. Dejar de lado las demonizaciones del mercado y la lacrimógena concepción del artista como víctima. Somos un sector privilegiado, aunque ganemos poco, porque disfrutamos de unos bienes simbólicos a los que otros sólo pueden acceder esporádicamente o de manera devaluada.

Nuestra tarea en aquel volumen consistió, básicamente, en reivindicar con trabajos concretos un período de la industria cultural criolla que fue, más o menos de 1880 a 1966, y durante el cual se consolidaron modos de sentir y de pensar, géneros orales y mediáticos, retóricas en el periodismo, la radio e incluso la televisión, que no sería fácil luego erradicar. Su pervivencia nos aseguraba que la ola de la industria cultural internacional, sobre la cual ha escrito con certeza Renato Ortiz (1994), no iba a desmantelarnos.

Aquellas fisuras en el proyecto político-cultural con hegemonía norteamericana han ido desapareciendo o adelgazándose, al ritmo de las nuevas tecnologías en el campo de la comunicación y el entretenimiento, y de otros factores socioeconómicos, de una educación muy desmemoriada, sobre todo en sus primeros niveles. Pero todavía nos reconocemos en películas como Manuelita o El secreto de sus ojos, en series como   Gasoleros u Okupas, para mencionar ejemplos muy dispares. La elaboración colectiva de guiones, por ejemplo, no figura dentro de la problemática literaria actual y a veces la asumen los alumnos de Comunicación sin las competencias adecuadas para hacerlo.

 En todos esos productos mencionados hay un margen de resistencia, de no acatar las imposiciones, incluso retóricas y semánticas, de una sociedad cada vez más hipócrita, cuya opinión pública la establecen y sostienen las clases medias acomodadas y semieducadas. Su último triunfo ha sido desterrar al pueblo (el populus latino que derivó en popolo minuto itálico, un formante destacado de nuestra identidad, y que alude a los individuos comunes de una comunidad) y entronizar a la gente. Un término nacido para discriminar: "ser gente" o Fulano de tal es "muy gente" corresponde a  un americanismo para sugerir decencia. Es decir, para desterrar a los indecentes en un operativo de falsa moralidad y de disimulación respecto de los factores que generan e incrementan la anomia económico-social.

 Por eso usan el eufemismo "inseguridad", que es falta de seguridad para los bienes y para quienes los acumulan, porque implica no hablar de desigualdad, de condiciones infrahumanas de existencia en barrios precarios, desentenderse de que estamos ante una falencia de la cual todos somos responsables, aunque sólo una estricta minoría lo aproveche y demonice a sus propias víctimas. Ante el problema, a los funcionarios sólo  se les ocurre multiplicar las fuerzas represivas y a los ministros de economía aumentar la extorsión sobre los más pobres. Sería mejor que buscaran en la vida cotidiana del pueblo, de los que no son "gente", los múltiples factores que engendran delincuentes.

 

* Eduardo Romano es profesor en Filosofía y Letras  y Doctor en Letras por  la UBA. Ha ejercido como docente en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, la UNLaM y  en la Universidad de Buenos Aires, donde dictó Literatura Argentina y el Seminario de cultura popular y cultura de masas.  En la UBA es actualmente Profesor Consulto y desde 2014 ejerce la dirección del Instituto de Literatura Argentina "Ricardo Rojas" de esa Universidad.

Como poeta se integra al grupo de autores argentinos de la década del 60, con libros como Entrada prohibida, de 1963 y Mishiadura, de 1978. A partir de la década de 1970 se afirma como estudioso de las culturas populares y la intermedialidad, y por lo mismo aborda las relaciones  entre literatura y cine, géneros mediáticos, publicaciones periódicas, la poesía del tango, etc.

Es autor, entre otros títulos,  de Análisis de Don Segundo Sombra, 1967, Sobre poesía popular argentina, 1983, Medios de comunicación y cultura popular (en colaboración con Ford y Rivera),  1985, Voces e imágenes en la ciudad. Aproximaciones a nuestra cultura popular,  1992, Revolución en la lectura. El discurso periodístico-literario de las primeras revistas ilustradas rioplatenses, 2005. Haroldo Conti, alias Mascaró, alias la vida,  2008. El último volumen ensayístico (escrito en colaboración) es Intelectuales, escritores e industria cultural en la Argentina 1898-1933, de 2012.

 

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