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CELEHIS (Mar del Plata)

versión On-line ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.37 Mar del Plata jun. 2019

 

DOSSIER: ITINERARIOS CARIBEÑISTAS. PROYECCIONES DESDE LA ARGENTINA

Islas en trance. Ficciones de desterritorialización en la literatura cubana reciente.

Islands in trance. Fiction of deterritorialization in recent Cuban literature.

Nancy Calomarde*

Universidad Nacional de Córdoba

Fecha de recepción: 15-02-2019 / Fecha de aceptación: 01-05-2019

 


Resumen

El presente trabajo se propone indagar en las nociones de territorialidad exílica que construyen algunas ficciones cubanas de los últimos años, en tanto que relatos de desterritorilización o ficciones exílicas que se preguntan por los modos de habitar (cuerpos y territorios) la experiencia insular. En primer término, el artículo indaga en algunos debates acerca de la función de la territorialidad en las escrituras cubanas de las últimas décadas, en particular la marca geográfica del destierro de los calibanes como ha funcionado en algunos intelectuales de la diáspora. En segundo lugar, se indaga en la manera en que algunas escrituras pertenecientes a la denominada "Generación 0", auscultan un entrelugar de la experiencia espacial y temporal, denominado "territorio de la sobrevida", como proyección de otro modo ubicación en el archivo cubano.

Palabras claves territorialidad; desterritorialización; ficción cubana; Generación.

Abstract

The present work aims to investigate the notions of exile territoriality that build some Cuban fictions of recent years, as stories of deterritorilization or exile fictions that ask about the ways of inhabiting (bodies and territories) the insular experience. First, the article investigates some debates about the role of territoriality in the Cuban scriptures of the last decades, in particular the geographic mark of the exile of the Calibans as it has worked in some intellectuals of the diaspora. Secondly, it is investigated in the way in which some writings belonging to the so-called "Generation 0", auscultate a interlude of the spatial and temporal experience, called "territory of survival", as a projection of another location in the Cuban archive.

Keywords Territoriality; deterritorialization; Cuban fiction; Generation.


 

Si pensáramos el cuerpo de la literatura cubana al mismo tiempo como un territorio y como una obra, podríamos localizar en ambos, territorio y obra, una dinámica centrípeta que funciona al menos en tres planos: en la delimitación de sus bordes (físicos o simbólicos), en la reconstrucción de la ficción del origen y el diseño de la teleología insular. Como efecto especular, cabría preguntarse por las formas del descentramiento que operan allí como la fuerza centrífuga que reclama una tradición tan marcada por esa modulación del insularismo cuyo riesgo configura, no pocas veces, el autocentramiento cultural. Vale recordar, a propósito, que una de las escrituras cubanas más diseminadoras quizá haya sido la que provino de la pluma de Virgilio Piñera, no por casualidad un escritor en el que la mayor parte de los jóvenes -tímidamente designados como "Generación 0"- procuran referenciarse. De uno de ellos me ocupo en este trabajo.

Como es bien conocido, el niño terrible de la literatura cubana mientras afirmaba que no existía tal literatura, que estaba aún por hacerse, denunciaba en la argentina, su contracara: la hipertrofia del archivo dada en el gesto autofágico de Tántalo. Podría afirmarse entonces que, en este gesto (díscolo, diseminador, excéntrico), la escritura busca deconstruir las bases del sistema literario local y las bases de la ficción nacionalista con la que la literatura latinoamericana forjó su pacto de modernidad. De modo tal que en el "después del después" (Rojas 2014) en el que algunos narradores cubanos del presente se ubican, en tanto espacio imaginario post todo: post revolución, post era soviética, post periodo especial, post caída de las torres gemelas y, en particular, post agenciaminento neonacionalista, el registro estético y político de la autodevoración que Virgilio vio en Macedonio o Borges como epítome de la autoconsumición de una literatura (Calomarde 2010), puede invitarnos a pensar el modo en que ciertos narradores -díscolos en sus lecturas y exílicos en sus estéticas- revisitan el archivo, intentando eludir la fijación nacional en tanto paradigma temporal, espacial y subjetivo condensado en el peso de la tradición insular. Tal vez en su carácter de estéticas post todo, del después del después o estéticas desobradas puedan proporcionarnos una imagen y un dispositivo lector para ingresar de otro modo a la literatura.

Cabe entonces la pregunta siguiente: en el contexto de una literatura como la cubana en cuyo seno las funciones del Estado se imbrican de manera casi asfixiante con las de la escritura, ¿sería posible imaginar ese gesto dislocado como un intento por erosionar el imaginario de un Estado escritor y productor de textos o de antitextos al interior de un cuerpo social que, independiente de crisis y transiciones, parece no haber perdido centralidad en su función escritural? Recordemos, en una parábola de casi diez años, los textos La fiesta vigilada (2007) de Antonio José Ponte y la novela Archivo (2015) de Enrique Jorge Lage como el index de la asfixia y la enfermedad. Por último, ¿sería posible proponer que estas dos interrogaciones se articulan desde un locus diaspórico en la medida en que la elusión del locus de enunciación insular, asume las formas de una materialidad trasnacionalizada desde una experiencia local? Visto de ese modo, desde un adentro-afuera de la territorialidad insular y del canon cubensis, pareciera ponerse en escena un entrelugar triplemente excéntrico: por fuera del canon de la literatura cubana, del contracanon del exilio, y de la factura global (Rojas 2014).

En un ejercicio de organización de archivo, podríamos señalar los marcos de esas preguntas: por un lado, las discusiones formuladas desde la historiografía y la crítica literaria y cultural (De la Campa 2017; Rojas 2004, 2014; Dorta 2015, 2017; Fornet 2007, 2014, 2016), y por otro, el modo particular de circulación de autores y textos que conlleva una política de las redes, de la comunicación, de los actores y de los lenguajes. En el primer caso, vale recordar las reflexiones producidas en el último lustro acerca de las derivas del nacionalismo, la globalización, las diásporas y su impacto en la reconfiguración del Estado y la cultura insulares. Por otra, el reordenamiento de un mapa hipotético que reúne a la generación de escritores nacidos alrededor de los años 70 y que comienza a publicar a inicios de los 2000. [1] Se trata de una cartografía elaborada tanto por la crítica literaria como por una escritura ficcional en la que domina la función metacrítica y se produce desde un locus trasnacionalizado que incorpora, como circuitos preferenciales, la virtualidad y las redes sociales. Observemos sus principales dispositivos de circulación. Uno es la antología coordinada por Walfrido Dorta y Mónica Simal para la revista Letral de la Universidad de Granada y, el otro, el dossier organizado por uno de sus escritores, Orlando Pardo Lazo, para la revista Sampsonia Way de Pittsburg. Si bien sólo la primera está vinculada al sistema académico formal, ambas exponen un modo de legitimación particular que no elude cierta proximidad al debate universitario y que integra como uno de sus intertextos al discurso de la crítica poniendo en escena, de este modo, una especie de hiperconciencia metaliteraria que al tiempo que ejecuta la escritura ficcional, la deconstruye. Como haciendo sistema entre sí, esas intervenciones, al volver visible la ruta transnacionalizada de las escrituras y asediar los bordes de la emblemática isla, fundan una comunidad escrituraria por fuera de la ciudad letrada y de la comunidad insular y diaspórica. En este proceso de reterritorialización, se inscriben las formas un nuevo cuerpo literario bajo específicos pactos de lectura y modos alternos de politicidad.

 

Del ensayo a la ficción: (pos) nacionalismos y (des) territorializaciones

 

En su libro Rumbos sin telos. Residuos de la nación después del Estado (2017), Román de la Campa se detiene en el debate nacionalista cubano por considerarlo clave para la comprensión del presente tanto de la política como de la estética. Lejos de resultar anacrónico, este tópico configuraría un referente de la vocación utópica, viva en buena parte del debate intelectual y, paradójicamente, en intelectuales de la diáspora, unidos, más allá de las ostensibles diferencias, por una visión hipercrítica de las políticas públicas del estado nacional. El crítico interroga desde la literatura, la historiografía y la política, entonces, ese espacio agrietado del presente cubano, un lugar inestable e inacabado -al que Rojas había ya denominado transición postsocialista- y que guardaría una especie de nostalgia de retorno a un mundo perdido, en especial a la pulsión unitiva de una cubanía inexistente hoy. Acerca de esa visión ciertamente homogeneizadora del presente cubano, alerta De la Campa, cuyos dispositivos se pueden observar no solamente en parte de la ensayística y la crítica cultural, sino también en antologías transnacionales que procesan el complejo e inestable mapa de la literatura cubana de la desterritorialización. Y es a ese constructo triádico de territorialidad, temporalidad y subjetividad (Calomarde 2018: 15) al que se opone la escritura de autores como Jorge Enrique Lage, Ahmel Echevarría o Legna Rodríguez Iglesias. Cualquier idea de totalidad está elidida en esa estética para ser reemplazada por dispositivos centrípetos; digamos, la sustituye el gesto opuesto a los fragmentos "a su imán" lezamiano, como un dispositivo al mismo tiempo de relocalización y de fuga. En este sentido, me interesa recuperar las anteriores reflexiones para pensar la des-obra de estos escritores como la contracara del debate insular. Recordemos, un trabajo relativamente reciente, la Antología de los nuevos narradores cubanos, donde su compiladora, Michi Strausfeld (2000), sancionaba desde un gesto estético homogeneizador que "existe una literatura cubana" (3), al actualizar la vieja pulsión unitiva del insularismo. Como su antídoto, es probable que en la tensión entre el esfuerzo por pensar "una literatura" que incluya su afuera, el pasado de vocación autofágica y autodeterminada y los efectos de diseminación y desterritorialización que producen las estéticas,  los sujetos y las modos de circulación, se intente en el presente de las escrituras exílicas forjar una territorialidad otra que no solamente reescriba sus orillas, sino principalmente discuta la posibilidad de un territorio y una obra en los términos en que los forjó la modernidad crítica.

Sin embargo, algunas posiciones críticas advierten en la escritura una ligazón que preserva cierta familiaridad cubana. Jorge Fornet (2014), por ejemplo, al indagar la narrativa de los últimos veinte años, se detiene en textos de Margarita Mateo Palmer, Leonardo Padura y Alberto Guerra, autores que, aun viviendo en la isla, detentan una obra reconocida dentro y fuera de Cuba, y pertenecen de un modo u otro ya al canon porque han obtenido reconocimientos y múltiples publicaciones. En sus novelas percibe continuidades, en particular la reedición del modelo propio de la modernidad crítica latinoamericana, la relación triádica entre territorio, cultura e identidad dada ahora en el juego inescindible entre isla y palabra: "Como regla, en estos años irse del país no es una conducta inusual o reprochable, sí entraña el riesgo de perder el derecho a la palabra" (Fornet 2014: 186). De un modo u otro, el hilo de Ariadna de la idea de Nación continuaría uniendo estas escrituras. Entretanto, en su lectura de los nacionalismos recientes, De la Campa señala una idea elaborada por ensayistas y narradores en los años 90, la del reemplazo de la asfixia de la teleología y el pensamiento historiográfico por el imaginario de la geografía. Esta sustitución del dispositivo teleológico por el del imaginario espacial se instala como el principal gesto de dislocación dentro de una cultura sofocada por el metarelato. Ya Iván de la Nuez había explorado esta hipótesis:

Desde su transterritorialidad, los cubanos tienen ahora la posibilidad de vivir de frente a la geografía. Comienza un punto en que el arte aparece como una geografía para circunnavegar, para entender ese asunto delicado que es el de saber estar en el planeta. Y al revés, se torna al punto fundador del espacio cubano, en el que la geografía -una ciencia bastante despreciada por la modernidad insular- operaba como un arte para morar en el mundo (1996:4-5).

 

La ficción exílica. Entre la pesadilla y el insomnio

 

Creo esta noche en la terrible inmortalidad [..]
y condenarlos a vigilia espantosa.

(Borges 1974: 859).

 

El hombre está muerto pero no ha podido quedarse dormido.

(Piñera 1956: 34).

 

En la zona de la vigilia espantosa de Borges o la de insomnio perenne piñeriano, el lector experimenta una forma del espaciamiento entre la vida y la muerte, algo cercano a lo que ocurre ante la escritura de algunos relatos de Ahmel Echevarría. Allí, estas imágenes insomnes y pesadillescas funcionan como sinécdoques de la reflexión estética, filosófica y política acerca de ese entrelugar in-diferenciado donde los sistemas binarios se hacen porosos, donde vida y muerte se tocan y se perforan; una zona, por otra parte, de fecunda tradición tanto en la literatura cubana como en la argentina. Como retomando una conversación inconclusa -quizá en una tertulia hipotética con los dos maestros-, en 2015, el escritor cubano Ahmel Echevarría publica una colección de siete relatos reunidos bajo el piñeriano (y no menos borgiano) título de Insomnio -the fight club-. El volumen convoca a un juego ambiguo entre deslocalización y relocalización de tradiciones estéticas, filosóficas, ideológicas para instalarse al fin en el indiscernible entrelugar de lenguas (inglés, español), subjetividades y archivos, precisamente en el umbral en el que habitan las recientes estéticas de la "desposesión, descentramiento, desnaturalización" (Dorta 2017: 3), como un espaciamiento (Nancy: 15) que funciona erosionando las bases de la ficción moderna. En la clave de estéticas de la sustitución (de realismos o barroquismos), estas escrituras en su inestable performance de alianzas y ayuntamientos, vienen a suplantar la fijación de las narrativas nacionalistas y trasnacionales para ubicarse en el espacio intersticial y provisorio que media entre lo local y lo global, siempre en proceso de redefinición para desnudar "la ausencia pragmática y emocional del Centro" (Dorta: 3).

El segundo relato, "La zona muda", presenta a un personaje, Iosiv Vladimir, apodado El Censor. Si bien es cierto que muchos hijos de antiguos comunistas cubanos recibieron el nombre de sus líderes, la clara resonancia a Lenin y a Stalin permitiría también suponer alguna ascendencia soviética. Con visibles alteraciones psicológicas y epidérmicas, este ex funcionario de cultura sobrevive en el hiato espacial y temporal previo a una consulta médica. El diálogo con los especialistas y las huellas de la enfermedad en el cuerpo y en la psiquis disparan una serie de derivas. Esa zona muda del relato es el espacio del insomnio, la locura y la pesadilla, donde transita el cuerpo de un hombre mutilado, invadido por el peso de una historia que se apropia de los cuerpos. Y sobrevive. Esa "zona" es también el espacio de la escritura. En clara solidaridad con estos textos, el tercero, "Como un gato", explora el proceso de desdoblamiento del narrador-escritor. En la piel del perseguido y del perseguidor, un escritor y su alter ego suben una escalera mientras se preguntan por la tarea de escribir, sus digresiones y detalles. En medio de ese discurrir, se intercalan microrrelatos pesadillescos de asesinatos, suicidios y genocidios. Entretanto, la reflexión sobre el cuerpo, la comunidad, la subjetividad y la muerte se articula de manera ostensible como reordenando una perfecta escena peripatética acerca de las obsesiones del mundillo literario. Literatura y política ensayan, en la conversación, nuevos vínculos para poner en escena la ficcionalización del propio Ahmel escritor. La estructura reiterativa focaliza en la obsesión por la forma y la intertextualidad con otros relatos del volumen evidencia el predominio de la función metaliteraria y la centralidad de la literatura como problema (en su dimensión especulativa y formal). De este modo, estos cruces interpelan y demarcan, sin ambages, el universo literario. Como si no fueran suficientes estas solidaridades narrativas, la escritura lo demarca en la sinécdoque de la pesadilla configurando un imaginario de la literatura como ese entrelugar indiferenciado entre la ficción y lo real, entre la vida y la muerte, pero también de cierta riesgosa autonomía ya que se ubica por fuera del dominio de un sujeto centrado, dislocado del tiempo y del espacio. Ese territorio intersticial es siempre un descentramiento, un afuera tambaleante y un después del después, en el más allá del tiempo y del espacio, una especie de lugar de sobrevida ubicado en el espaciamiento que habita entre lo individual y lo colectivo, entre el arte y la vida:

 

En este performance no hay límite entre lo privado y lo público, la colectividad y la individualidad. Del amasijo de cuerpos desnudos, seleccionar el encuadre, ejecutar el disparo. Buscar la perfección. Un cuerpo desnudo y sin vida que convoca al eros es un cuerpo exánime (Echevarría: 62).

 

En este caso se trata de estirar el concepto de Bíos y de Tánatos, en una zona muda, que no convoca a una nueva gestión de los cuerpos inertes, sino más bien una política del cuerpo moribundo o muerto, de los sobrevivientes y de los fantasmas, de la vida en el intermezzo hacia la no vida. Son ellos los cuerpos de los condenados, los cuerpos después de la destrucción y de la caída. Aún más, importa el eros del cuerpo muerto como un concepto que amplifica el bíos, en el orden, no de la biopolítica y tampoco de la tánato-política, sino hacia una política del envés, y del entre, entre Eros y Tánatos: "Caer, chocar contra el pavimento. Huesos rotos, la carne abierta, la sangre fluyendo: la ruina del cuerpo. ¿Hay belleza en el cuerpo agonizante?" (64). Un especie de "paisaje de sobrevida", como lo denomina Gabriel Giorgi:

 

.esta zona de pasaje o de tráfico entre lo vivo y lo muerto se vuelve especialmente relevante para muchas conversaciones contemporáneas, que vienen de larga data pero que tienen un nuevo relieve, sobre el anudamiento entre literatura y vida, o entre arte y vida (130).

 

 En este juego entre estética y muerte, ética y tánato, eros y política, la cuestión de la estética funciona para habilitar otras nociones del bíos, y sus relaciones entre arte y vida en clave de inestabilidades que suspenden los agenciamientos políticos del término. La ficción exílica reelabora entonces, la constelación de metáforas insomnes que los escritores del siglo pasado habían trabajado sobre la base de los problemas filosóficos y estéticos de la autonomía y de los límites vida y la muerte, la realidad y la ficción. La vigilia espantosa regresa en estas escrituras bajo la forma de su propia negación, negación de la obra (Nancy 2000) cubana. Y es ese, precisamente, su dominio y su in-utilidad. Digamos, su ruptura con la cadena de reproducción del mundo capitalista y de sus lógicas específicas. Como afirma Dorta, "no se subordinan al futuro; brillan intermitentemente con cierta autonomía. Se dispenden, y disipan una energía no acumulable para fines productivistas ni comunicacionales" (2017: 40).

 

Fuga(s) (de la nación, del canon, del territorio, de la temporalidad) o el resplandor anodino de lo cubano

 

Si retomamos la noción de ficción exílica como el entrelugar de la vida y la muerte cuya sinécdoque es la pesadilla y el insomnio, podemos avanzar en una segunda versión del concepto. Me refiero a la zona ficcional que problematiza las relaciones entre escritura y nación o cuerpo social y archivo. Como lo adelantábamos, la ficción exílica da letra a un imaginario espacial cuyo canon se forja por fuera del Estado Nación. Ese imaginario va desdibujando el referente anfibio Cuba a través del procesamiento en fuga de contenidos e inscripciones predeterminados. Produce la fuga de una tradición centrada de manera férrea en un territorio, una temporalidad y una subjetividad comunes hacia una zona de inestabilidades donde las nociones estallan. Entre el anacronismo y el postapocalipsis se fracturan los contenidos de tiempo y espacio para ensayar una especie de afuera de las nociones que fijó la modernidad, un fuera de obra y fuera de territorio. Sin embargo, esta ficción ya no se detiene en la borradura ni en la deconstrucción de la teleología ni siquiera en el eje de la deriva del destierro de los calibanes (De la Nuez), inventa, en cambio, la matriz exílica para reinscribir cuerpo y escrituras en el lugar intersticial de la sobrevida.

En las primeras líneas, explorábamos cómo en estos relatos se encuentra elidida la pulsión de reconstrucción o deconstrucción de una tradición centrada en la teleología y en la búsqueda del origen. A diferencia de la operación de autores de la generaciones anteriores, estos textos se ubican en la experiencia literaria por fuera del ideal comunitario o comunista de la nación, para hacer visible más bien, una comunidad inoperante (Nancy) de ausencias y presencias esquivas, de términos y apareamientos que eluden la normatividad, como (soledad)-individualismo/Colectividad, cultura/sociedad, élite/masas. Ya lo había señalado Nancy, todos los términos de esta cuestión reclaman ser transformados, volver a ser puestos en juego en un espacio distribuido de un modo enteramente distinto, y para ello se hace necesario volver a pensar en una noción de comunidad y su horizonte histórico e ideológico, el comunismo:

 

El límite último de la comunidad, o el límite que forma, como tal, la comunidad, afecta, se verá, un trazado completamente distinto. Por ello, dejando en claro que el comunismo ya no es nuestro horizonte insuperable, hay que establecer también, con la misma fuerza, que una exigencia comunista se comunica con el gesto a través del cual debemos ir más lejos que todos los horizontes (27).

 

Desde aquí, podemos repensar una genealogía posible respecto de qué presencias-ausencias convocan estas escrituras y qué dicen esas selecciones afectivas acerca de la comunidad desobrada:

 

Buscó un libro: Boarding home. Y se acostó. Estaba releyendo aquella novela, pero decidió no abrirla; retomar su lectura era jugar a la ruleta rusa con solo una bala de menos en el cargador. Lo sabía. Tiró el libro en la cama y lo tapó con la almohada (Echevarría: 17).

 

Un relato del exiliado cubano Guillermo Rosales es el intertexto dominante en este libro. [2] Su novela Boarding home (publicada en Francia en 1987 y reeditada en 2003 en España con el título La casa de los náufragos) funciona como escenario de fondo, como la banda sonora del texto. Rosales detenta, para la escritura, una vida y una obra atravesadas por la enfermedad, el exilio y la muerte trágica. Su obra, por su parte, testimonia la desilusión y el naufragio de las promesas cubanas y americanas. Esta escritura ezquizoide y exílica es la que habita el insomnio de Echevarría, exponiendo su carácter de fuera de lugar y fuera de obra.

 El otro intertexto evidente del relato es otro texto "exílico", Cuentos fríos de Virgilio Piñera, escrito entre Buenos Aires y La Habana y publicados por primera vez en la capital argentina en 1954. Ambas son escrituras claramente descentradas del canon nacional cubano, más cercanas a la estética de la constelación Borges y al barroquismo argentino (Calomarde 2010). En efecto, aquí se reescriben cuentos como "La caída" y "En el insomnio". Sus tramas son visibles en operaciones tales como la construcción de universo pesadillesco e insomne, los cuerpos fragmentados y las acciones que aparentan funcionar de manera autónoma, lejos de la autoridad autorial, más cerca de la performance que del relato subordinado a la voluntad narrativa. Esos textos exponen en el límite del escándalo y el homenaje, una sucesión de frases plagiadas del archivo piñeriano que eluden subterfugio y la parábasis. Leemos por ejemplo: "La imagen de una mujer como Moonlight es una cosa muy persistente" (Echevarría: 40); "la maldita circunstancia de un mismo rostro por todas partes." (43).

Además del legado piñeriano, otra serie de ficciones exílicas se muestran en estos relatos como trazos de una indeleble presencia: la escenas cortazarianas de indefinición entre real y ficción o la función metaliteraria de la escritura ficcional elaborada por Piglia o la hiperconciencia del lector entramado en la escritura. Más aún, discursos por fuera de la literatura, especialmente la música y el cine. La banda cubana Habana abierta es la verdadera banda sonora de este relato, como lo señala el propio Echevarría. [3] Los modos de circulación y las búsquedas estéticas de este grupo están muy cerca de lo que realiza la escritura. Como indica el texto: "Lucha Alamada y Vaito señalaban el mapa" (12). Efectivamente, la presencia de la propuesta musical trasnacionalizada de la banda en Madrid y en La Habana, la reinvención de la tradición cubana a partir de un nuevo lenguaje y un modo de agrupamiento peculiar a partir de búsquedas individuales forma un ser en común poroso y juega a armar una comunidad desobrada. Su penetración en España, solo equiparable al primer concierto colectivo que brinda el grupo en La Habana en 2003, con miles de personas replicando sus letras, da cuenta de la doble agencia del grupo dentro de por los menos dos tradiciones. Esa experiencia de la transterritorialización como mapa heterogéneo de rutas y temporalidades entrecruzadas, desprovisto de voluntad representativa o causalista, se hace con los azarosos rastros de la experiencia individual y colectiva:

 

Ahmel cree que esos músicos cubanos han cartografiado el mapa de su generación, los nacidos en la década del 70 -o simplemente su propio mapa-. En ese supuesto mapa encuentra las rutas que lo llevan de un año a otro, de un amigo a otro. Escucha Corazón bumerán y se imagina dentro del mapa (10).

    

Así, tiempo y espacio, desnaturalizados y expuestos a su condición de artificio están demarcados por los álbumes de música, su horizonte narrativo o la verdadera banda sonora de un relato. En una muestra de hiperconciencia literaria, "aunque fuera pertinente una pizca de color local, ahórrenme por favor la descripción" (8), sostiene el personaje-narrador de "Un ángel amarillo". A partir de la inoperancia de la comunidad, la experiencia de la territorialidad cubana, al menos como totalidad significante, está elidida en las escrituras. No solamente carecemos de un relato de base que justifique la visión insular eufórica o disfórica de símbolos, íconos, monumentos que nos regresen a un relato nacional, sino que apenas vislumbramos su resplandor en imágenes que guardan su resto. Tampoco podríamos hallar la ruina ponteana como en las narrativas deconstrucción de la teleología. Encontramos, en su reemplazo, una experiencia de la fragmentación ancilar, la hiperconciencia espacial de pertenecer a un mundo de cosa derivada, de una experiencia que ocurre en un apartamento de una perdida isla caribeña. Es también el conocimiento de mera consecuencia de algo que sucede fuera, la experiencia de un acontecimiento del que solo se es una notación al margen:

 

En el Oriente alguien muere fragmentado en mil pedazos: esa es la contracara de nuestra vida anodina de Occidente (anotar lo siguiente: morimos fragmentados en mil pedazos en un apacible apartamento de una isla del Caribe cuando estalla un coche bomba en Bagdad) (62).

 

La historia con sus catástrofes y miserias ocurre indefectiblemente en otro lugar, inclusive la pobreza y el abandono. Señala Dorta

 

.uno puede tranquilamente meter la mano debajo de la almohada y tocar a tientas el fetiche de lo cubano, su resplandor. Si bien es cierto que hay que tocar con más detenimiento; que su territorialidad rígida no se regala tan primorosamente. Hay que deslizarse más para articular ese fetiche. Se esparce aquí y allá a través de determinados vocablos (2017: 2).

 

En los relatos de Echevarría no encontramos siquiera atmósferas, sino apenas rastros, resplandores, resquicios de una territorialidad: una calle, un nombre, una pared bajo la forma estética de otro realismo, que no es ni el realismo sucio ni el realismo socialista. El nombre disperso de lugares funciona desacoplando la idea de referencia o enclave cultural, más bien lo hace como un dispositivo imagético, una imagen que incluye su propio síntoma, el síntoma de una cultura visual en crisis. Como señala Didi Huberman,

 

habría que saber en qué sentidos diferentes arder constituye hoy, para la imagen y la imitación, una "función" paradójica, mejor dicho una disfunción, una enfermedad crónica o recurrente, un malestar en la cultura visual: algo que apela, por consiguiente, a una poética capaz de incluir su propia sintomatología (10).

 

Altahabana, las montañas de Escambray, el arrecife en los arcos de Canasí, el muro del malecón se vuelve así imágenes paradójicas, cuya referencia es su propia disfunción. Esos resplandores nombran también una experiencia cultural repetida, la experiencia de la partida, son el rastro del éxodo, "el trazo que marca la ida de muchos amigos." (Echeverría: 11), se trata de un trazo que no alcanza a configurar comunidad pero que sin embargo convoca alarmas compartidas: el miedo al control, a las aduanas.

 

Los días en que la nostalgia encuentra una brecha en la rutina de la vida. Ahmel escoge una ruta al azar. Y la desanda hasta llegar a una delgada línea: el trazo que marca la ida de muchos amigos a Europa, Estados Unidos o cualquier otro rincón del mundo. Desde su sitio tras la línea los ve conversar con un ríspido oficial de inmigración, llevan una mochila como equipaje y no pueden ocultar el ligero temblor en los dedos al tomar el boleto y el pasaporte (11).

 

Si este conjunto de relatos se sitúa en un espacio tiempo entre la vida y la muerte, en una pesadilla que confunde las fronteras, este espacio es el de un apéndice, el de un más allá de las categorías y las formaciones binarias, al que denominamos "territorio de la sobrevida". A diferencia de otros, sus personajes no son zombis como en la escritura de J E Lage o de Legna Rodríguez. Son fantasmáticos y ambiguos porque no cancelan ni la vida ni de la muerte. Como salidos de pesadillas, de cementerio y de ruinas. "A diferencia de lo que imaginó Benítez Rojo, en el siglo XXI sí ha tenido lugar el Apocalipsis", indicaba De la Nuez (2018). Ese espacio postapocalíptico puede reinventarse de modos diferentes: universos habitados por personajes zombis o fantasmas pero también universos en los que rige una temporalidad alterna de locura, delirio o insomnio. En las ficciones de Echevarría dominan estas últimas. En "Un ángel amarillo" leemos el sueño de unos barcos deslizándose por el asfalto (24). También encontramos temporalidades heterogéneas y heteróclitas en las cuales domina el anacronismo, la futurología, la ambigüedad, las zonas liminares como las del pasaje entre la vida y la muerte y la intransitividad. Esos rastros son imágenes que postulan otra relación con lo real, y otra temporalidad porque no representan, no iluminan, sino que hacen estallar la imagen de lo real, como señala Didi Hiberman:

 

Porque la imagen es otra cosa que un simple corte practicado en el mundo de los aspectos visibles. Es una huella, un rastro, una traza visual del tiempo que quiso tocar, pero también de otros tiempos suplementarios -fatalmente anacrónicos, heterogéneos entre ellos- [.]. Es ceniza mezclada de varios braseros, más o menos caliente (2016: 3).

 

Coda: Escritura y Estado

 

Si una clara y distinta isotopía ha recorrido la literatura cubana en el último siglo es la de la relación entre la escritura y el estado. Los tres relatos la aluden de diferente modo a ese vínculo. "Un ángel amarillo" narra las peripecias de un escritor, forjando un diario, "Cuaderno de Altahabana" (referente esquivo La Habana). El protagonista intenta escribir sin éxito mientras espera a Moonglight y escucha la música de Habana abierta (10). En el relato "La zona muda", el protagonista es un agente del ministerio de cultura, claro eufemismo del censor, quien luego de haber completado su labor aparenta una existencia pacífica: "gracias a la vaselina y el aroma de violetas, nadie dudaba del plácido sueño de Iósiv, grata recompensa luego de "velar (por) la literatura nacional" (38). La ironía del narrador rápidamente se ve desenmascarada por la presencia del cuerpo enfermo del censor. La máquina de censurar se marca en el cuerpo, al otrora agente de la Seguridad del Estado le tiemblan las manos, padece pesadillas, el sueño terrible, también "cojea, tose, carraspea, escupe, mira a todos lados" (39). Ese sueño ineluctable lo regresa a la fortaleza, al espacio físico de la burocracia estatal y a los trazos de carne arrojados al monstruo, a la metonimia de sus entregas y crímenes: "A veces simplemente sueño un día de trabajo cualquiera en el Instituto; la guardia baja del puente levadizo, me paro en la mitad y les tiro pedazos a los cocodrilos." (48).

Sin embargo, en el relato "Como un gato" la relación entre escritura y estado se vuelve hipervisible. En la Nota 5, señala: ""todo Estado es capaz de narrar un relato, el Estado como una eficiente máquina narrativa" dijo Ahmel en el penúltimo encuentro" (67). El concepto del estado como máquina de narrar se configura en los términos de matriz de la narración de una comunidad. Esta distribución de las funciones sociales ubica a la literatura en el lugar subsidiario, cuando no cómplice, respecto del Estado. No solamente se desmorona la legitimidad y representatividad literaria de los valores colectivos, sino que los textos ponen al desnudo el fracaso de los principio rectores de una comunidad: compromiso, la solidaridad y lo subjetividad colectiva. Sobre todo, el fracaso de la abstracción, la idealización y de la idea de centro. La revolución se desdibuja como metarrelato en la memoria de estos textos para explorar su materialidad, el proceso de burocratización y sus consecuencias en la escritura.

Si hay una forma de estar juntos es en la disposición y en el reparto provisorio de los cuerpos de la zona muda que pone en juego una genealogía de nociones que fijó las nupcias y divorcios entre el Estado y la Literatura, en especial durante el siglo pasado. Todavía resuenan: comunidad, comunismo, comunión, comunicación, compromiso, compartir. Es por eso que ese entrelugar metafórico, la zona muda, configura un espaciamiento (un vaciamiento), un vacío de cuerpos y de palabras: "Ya lo dijo Ahmel: la palabras que usamos para designar las cosas, están viciadas, no hay nombres en lazona muda" (41).

 

 

* Nancy Calomarde es Doctora en Letras. Profesora Titular de Literatura Latinoamericana I y Prof. Adjunta de Literatura Latinoamericana II en la Facultad de Filosofía y Humanidades (Universidad Nacional de Córdoba). Investigadora Formada del Centro de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades. Forma parte de diversas redes de investigación trasnacionales abocadas a estudios sobre literatura y cultura latinoamericanas. Fue profesora visitante en la Universidad de Texas, EE.UU. y Leiden, Países Bajos. Dictó seminarios de doctorado en diversas universidades (Universidad Católica de Lovaina, Bélgica, Universidad Complutense de Madrid). Actualmente dirige el equipo de investigación "Territorios y cuerpos en las escrituras latinoamericanas de los entresiglos" (SECyT-FFyH), enfocado en problemas de construcción de territorialidades en la literatura, la crítica y el arte y codirige un Programa de Investigación dedicado al estudio de la literatura y crítica latinoamericanas. Ha publicado entre otros trabajos: Políticas y ficciones en Sur (2004), El diálogo oblicuo (2010 y 2016), además de numerosos artículos en revistas académicas sobre temas vinculados a su área de investigación. Actualmente, se encuentra en prensa su libro, Indigente carnalidad, sobre la obra del escritor cubano, Virgilio Piñera.

 

 

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[1] Señala Dorta: "esta etiqueta, o más bien su variante "Generación Año Cero", fue promovida principalmente por el escritor Orlando L. Pardo Lazo a la altura del 2006, cuando publica una reseña en el medio digital La Jiribilla, y alude a "los jóvenes nacionarradores de nuevo siglo y milenio: esa autodenominada 'Generación Año Cero' que comienza a fraguarse con el crac del cambio de fecha" (2015:120). La entrevista ("Año 0. Los benditos se reúnen") fue realizada por Rafael Grillo y Leopoldo Luis y publicada originalmente en El Caimán Barbudo digital (5 de noviembre, 2008).

[2] Guillermo Rosales vive en la marginalidad a causa de su esquizofrenia. Periodista y escritor mientras vive en Cuba, conoce la celebridad precozmente gracias a su novela El juego de la viola, publicada en 1967, que le permite ser finalista del Premio Casa de las Américas. Pero en 1979 huye del régimen castrista y se exilia a Miami donde desaparece de la vida pública. El resto de su vida transcurre en "halfway houses", suerte de establecimientos de reinserción, "refugios para marginales y desesperados". Esta experiencia le da la materia para redactar su obra más conocida, publicada en 1987 con el título de The Halfway House, pero reeditada como Boarding home. Se suicida en Miami en 1993, a los 47 años de edad.

[3] Habana Abierta es un colectivo de músicos cubanos que se reunían en la esquina de 13 y 8 en el Vedado, lugar que conglomeraba, por los años 80, a músicos que empezaban a crear un nuevo sonido en Cuba. Un sonido lleno de influencias externas mezcladas con lo mejor de lo nacional, un sonido más universal, más abierto. El sonido de la nueva generación, la que nació en la Cuba de los 70, creció y se formó en los 80 y maduró en plena crisis económica. Sus integrantes eran Vanito Brown, Luis Barbería, José Luis Medina, Alejandro Gutirrrez. A lo largo de su historia ha contado también con Boris Larramendi, Kelvis Ochoa, Pepe del Valle y Andy Villalón, y con la colaboración de artistas como Alain Pérez. Provenientes en su mayoría de la Peña de 13 y 8 llegaron a Madrid en 1996 a promover el álbum Habana Oculta producido por Gema Corredera y Pavel Urquiza. Un año más tarde pasan a denominarse definitivamente Habana Abierta y graban su primer disco homónimo. A partir de la grabación del segundo disco "24 horas" se convirtieron en un fenómeno musical totalmente inusual. Los discos se pasaban de mano en mano, quemándose copias, lo que llevó a que el público de Habana Abierta creciera mucho más allá de los que los habían conocido en los años de 13 y 8. Desde diciembre de 2002 hasta enero de 2003 se hicieron presentaciones individuales de cada uno de sus integrantes en teatros de La Habana, cantando para su público por primera vez desde la partida a España. Las presentaciones culminaron con un gran concierto en La Tropical, el Palacio de la Salsa, en Playa, donde asistieron alrededor de 10.000 personas. Todas las canciones fueron cantadas por el público letra por letra, a pesar de ser el primer y único concierto del grupo completo en la isla, hasta el momento. La banda es la voz de una generación, mitad aún en Cuba, mitad fuera de la isla a causa del éxodo causado por la situación política y económica del país. Cada uno de sus integrantes tiene un estilo muy particular, que los diferencia y a la vez se complementan. Al grabar los discos, escogen entre todos las mejores canciones de cada uno y forman esa mezcla musical que sencillamente es pura energía y talento cubano. Recientemente repitieron concierto en la Tropical el día 5 de septiembre de 2012 a casi 10 años de su última presentación en La Habana. Este concierto se puede considerar un éxito total gracias a la audiencia asistente la cual tarareo todos sus temas.

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