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CELEHIS (Mar del Plata)

versión On-line ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.37 Mar del Plata jun. 2019

 

MISCELÁNEA

César Vallejo: El intelectual revolucionario y el fin de las diferencias

Cesar Vallejo: The revolutionary intellectual and the end of the differences

Alvaro Contreras*

Universidad de Los Andes - Mérida Venezuela

Fecha de recepción: 17-02-2019 / Fecha de aceptación: 16-03-2019


Resumen

El presente trabajo intenta comprender los modos como se hace visible la Revolución rusa a César Vallejo en sus libros de viaje, las condiciones y los lenguajes que hacen posible la visibilidad de ciertas escenas. En sus recorridos por la ciudad y en las escenas urbanas que construye, el cronista despliega su relato como aprendizaje para aquellos que han comprendido mal la revolución, como si en su decir residiera lo que política y realmente sucede allá, en el país de Stalin. Estas crónicas de viaje nos recuerdan cómo está construida la figura ideológica de la igualdad, cómo los relatos cotidianos producen espacios, cómo era posible para Vallejo medir la igualdad por el vínculo con los objetos, y cómo este vínculo -la imagen de una sociedad donde todos tienen lo mismo- conlleva una definición previa del valor de necesidad. De acuerdo con las crónicas de Vallejo, lo que se oye y se observa en lo público posibilitan una nueva manera de efectuar afirmaciones sobre la realidad, extraídas no de la realidad misma, sino de un cuerpo de doctrinas.

Palabras claves Intelectuales; Revolución; Crónica; Rusia; César Vallejo.

Abstract

This paper embraces the ways in which the Russian revolution becomes visible to César Vallejo in his travel books, as well as the conditions and the languages that make possible the visibility of certain scenes. In his travels around the city and through the urban scenes he builds, Vallejo displays his story as a learning experience for those who have misunderstood the revolution, as if in his saying resided what politics and what really happens there, in Stalin's country. These travel chronicles remind us how the ideological figure of equality is constructed, how everyday narratives produce spaces, how it was possible for Vallejo to measure equality by the link with objects, and how this bond -the image of a society where everyone they have the same thing- it involves a previous definition of the need value. According to Vallejo's chronicles, what is heard and seen in the public sphere allows a new way of making affirmations about reality, not extracted from reality itself, but from a body of doctrines.

Keywords Intellectuals; Revolution; Chronicle; Russia; César Vallejo.


 

1. La opacidad del espacio

 

Al partir para Moscú por primera vez el 19 de octubre de 1928, Vallejo le confiesa a su amigo Pablo Avril de Vivero su esperanza de encontrar en Rusia un mejor "porvenir", y su "ideal" de "quedarme allí definitivamente" (1982: 185). Días después, al llegar a Moscú, escribe a Juan Domingo Córdoba: "Es un país formidable este de Rusia. Lenin, un genio" (187). Y el 28 de octubre a Pablo Avril: "Lo del Soviet es una cosa formidable. Más todavía, milagrosa" (188). Un año después, en su segundo viaje, vuelve a escribir a su amigo Pablo Avril, esta vez desde Leningrado: "Un gran abrazo fraternal desde este gran país, al cual dirigen las miradas todos lo que, como nosotros, se dan cuenta de las pústulas sociales del régimen burgués" (202). Estas observaciones ayudan a entender cómo la estrategia de Vallejo de construir un relato de la revolución con el deseo de iluminar el futuro de la humanidad, exigía ese movimiento de aproximación ideológica al tejido de la revolución, concebida en ese instante como tiempo de redención. Recordemos que en el primero de sus libros de crónicas, Rusia en 1931. Reflexiones al pie del Kremlin, Vallejo había reclamado al público la máxima credibilidad en este relato, fundando esta certeza en su experiencia como cronista, en un "conocimiento científico" de los hechos, y en los "datos estadísticos" (1965a: 9) aportados por las instituciones soviéticas. Ahora bien, lo que perturba la comprensión de esa utopía no es la doctrina humanitarista que la sostiene y proyecta sino los hechos sobre los cuales fueron formulados, lo que advirtió Vallejo como cargado de un futuro humano: la imposición sobre los espacios públicos, privados, laborales y familiares de una mirada policial que vigila y penaliza las formas sociales de disensión. Se hizo posible entonces instaurar, a partir de las nociones de dominación y hostilidad, los perfiles de un discurso sobre la cohesión y la visibilidad del espacio social donde una nueva humanidad haría su aparición. El orden y la armonía vigentes en la ciudad (1965a: 15), que excluían los detritus de la cultura, Vallejo los llamaría paz social, pero también podrían reclamar los nombres de miedo o terror. Es a esta claridad futura a la que se enfrenta Vallejo en su otro libro de crónicas, Rusia ante el Segundo Plan Quinquenal: "Un tiempo va a llegar, y ha llegado ya, en que el calzado o el retrete, será un acto tan limpio y pulcro como escribir o leer" (1965b: 32). [1] ¿Por qué esta correlación zapatos / retrete con escritura / lectura? A la purificación de los olores que despiden los unos corresponde la limpieza y elevación de los otros; en un futuro, será tan limpio escribir como ir al baño. La claridad de los hechos es, igualmente, purificación del aire, del espacio y de la escritura; así como de la ciudad se han excluido las disputas y la anarquía (19), del aire se han expulsado los residuos culturales.

En estas condiciones de regulación del comportamiento y los contactos, ¿cómo se genera lo humano de la revolución? ¿Cuáles son los mecanismos políticos que lo configuran? Vallejo siempre está percibiendo algo más en lo observado, y es en este plus agregado a su mirada u oído donde se elabora la diferencia social, y donde se teje el espesor político de las cosas observadas. En un momento de su viaje, atravesando la frontera polaca-rusa, Vallejo traza una perspectiva comparativa entre las estaciones de trenes capitalistas y las socialistas, elaborando desde esta perspectiva una "geometría del espacio" (1965b: 11): "En las estaciones capitalistas -dice Vallejo- la gente obra y se mueve de dos modos: por curvas y en plano horizontal, los que mandan; por zigzags agudos (una ava parte del cuadrante) y en plano inclinado, los que obedecen" (10). En estos espacios se alojan "las actividades y movimientos", vale decir, las acciones y los cuerpos "de los que mandan" y "de los que obedecen" (íd.). [2] Aquello que discurre por entre lo sinuoso y lo agudo aseguraría la fuerza de la lucha de clases, choque de líneas donde jamás nadie coincidiría, asumiendo cada uno la posición que el orden capitalista (horizontal e inclinado) le asigna. Ahora bien, esta política del espacio actúa de manera diferente en las estaciones soviéticas: "la totalidad de las gentes obra y se mueve por zigzags y en plano horizontal. Aquí han desaparecido las curvas y los planos inclinados. En otros términos, no hay aquí ni redondos mandones ni esclavos a pico" (11). Todo lo humano contenido en la nueva regulación de las relaciones sociales podría articularse en esta concepción del espacio. Pero no hay que pensar que se trata sólo de una teoría del espacio sociológicamente proyectada. De acuerdo a este sentido político del espacio, en el "régimen soviético" la "plástica cubista" deviene en una práctica estética "trasnochada"; en la nueva arquitectura, dice Vallejo, está ausente la decoración, predominan las "líneas simples, ángulos rectos, material sólido", (1965a: 17); los intelectuales vanguardistas -ni surrealismo, ni "freudismo" ni "bergsonismo"- (89) están adscritos al "nuevo orden" y a la "nueva sensibilidad" del "realismo heroico" (90); cada casa es  una "colmena", donde predomina "la minuciosidad", el "orden" y la "regularidad" del espacio familiar (86). En la superficie de este espacio social no habría entonces dispersión sino una amplia y profunda fuerza reguladora de lo individual y lo social: con las ruinas del edificio burgués, afirma el cronista, "se ha edificado una vasta y única mesa redonda" (1965b:15).

Es este problema de las relaciones entre sociedad y espacio y, en definitiva, del tratamiento de esta cuestión en el marco de una teoría general del capital, el que encontraremos unas décadas después en los trabajos de Henri Lefebvre (1976, 2013). Según este crítico marxista, a través del espacio, pensado como estrategia política, se desplaza materia prima, mano de obra, productos, todos ellos flujos que remodelan la concepción de lo urbano y las ideas de planificación espacial. La hipótesis en la que se basa la idea de Vallejo de una geometría del espacio tendría como soporte una nueva forma de hacer política que se ha apoderado de la economía y del espacio. Según Vallejo, y para decirlo en términos de Lefebvre, en el capitalismo el espacio tendría la estructura misma del mercado, integrado por dominantes y dominados y, precisamente, lo que cambiaría con la revolución, serían estas estrategias de control del espacio y de administración de todo el cuerpo social. Justamente, esta proposición de Lefebvre (2013) de pensar el espacio como producto, como lugar donde se reproducen las relaciones de producción, ya estaría presente en la asociación explícita que algunos intelectuales de izquierda en los años veinte instauraron entre vanguardia y decadencia, articulando en esta relación la noción de espacio en su dimensión abstracta, privada y fragmentada.

Resituadas en este marco de las relaciones sociales, observamos cómo por las metáforas vallejianas de los zigzags y los planos horizontales circula una economía del espacio, pero también una economía de los movimientos corporales, dos objetivos próximos que explicarían y certificarían la distribución justa de las ideas de igualdad y diferencia. Desde luego, la cuestión que se plantea a partir del momento en que se fijan esos objetivos, y se elige tal modelo de espacialidad, es saber si una política del espacio como esa, que se presenta como más humana, da cuenta ciertamente de una experiencia igualitaria del espacio. En otras palabras, ¿en qué puntos coinciden o divergen una teoría política del espacio y una teoría política de la igualdad? Cuando Vallejo pregunta, "¿Stalin se sirve a sí mismo su taza de café?" (1965b: 12), pareciera implícita una direccionalidad inevitable. En esta fantasía vallejiana, se asientan varias creencias: ante el trabajo todos son iguales; hay "diferencia de labores", pero no "desigualdad social" (33), correspondiendo lo primero a las funciones sociales del individuo, y lo segundo a un deseo político. El razonamiento sería más o menos así: no hay desigualdad porque no hay diferencia de labor. Si todos trabajan, todos son iguales, por lo tanto, la diferencia de trabajo no implica una jerarquía o desigualdad social. Continúa Vallejo: "No hay que confundir las nociones de identidad y de igualdad" (33). Stalin no es "socialmente idéntico" al individuo que le sirve la taza de café, pero si es "socialmente igual" a él (33). Aunque "ya no se come, en ninguna parte, a la carta", y a "todos los comensales se les da idéntica comida" (139), la "jerarquía de las comodidades" entre un ingeniero y un obrero es de "estricta justicia socialista" (218).

Pero, ¿cómo y cuáles son los signos de esta igualdad, y qué lugar ocupan en ese juego de roles entre identidad y diferencia? Prosigue Vallejo: "La igualdad no es posible sin la diferencia entre los individuos que son iguales. Pero esta diferencia es y debe ser, para que haya igualdad, una diferencia horizontal y no vertical" (33). Creo que es preciso aclarar esto que parece una tautología, en el sentido de que Vallejo otorga al concepto de igualdad una serie de funciones, entre las cuales estaría la de imponer a la realidad los signos de identidad y diferencia y, a través de estos signos, intensificar la percepción de los individuos como no socialmente idénticos y sí socialmente iguales. Y aquí llegamos a lo más importante. Lo laboral no implica una jerarquía vertical sino horizontal, se está más allá o más acá de algo, como si fuera posible pensar el espacio sin referencias axiológicas. El líder y el otro no ocupan un "idéntico sitio social"; uno y otro no se hayan arriba o abajo, "sino únicamente más allá o más acá, dentro del gran círculo horizontal" (33). Se impone una pregunta más a esta fantasía vallejiana sobre la diferencia de labores entendida en términos espaciales: ¿cuál es el punto de referencia a partir del cual se fija el allá o el acá? ¿Un círculo sin centro y sin márgenes? Como si el allá y el acá fueran o adquirieran dentro de esta argumentación sólo una valoración espacial y no política. Podemos pensar la situación planteada por Vallejo no sólo desde la productividad económica del espacio, sino también como lo proyecta Michel de Certeau, esto es, desde las "prácticas" del espacio, "maneras" de experimentar la espacialidad que remiten a "una experiencia 'antropológica', poética y mítica del espacio" (105).

Me pregunto si aquello que determina el más allá o el más acá, fijados en un espacio donde social y económicamente todos son iguales, no guarda una implícita relación con ese elemento, a veces innombrable, que afianzaría la igualdad entre dos personas iguales. Desde este punto de vista, la pregunta sobre el punto de referencia estaría vinculado a esta otra: "respecto a qué cosa son iguales" dos personas (Bobbio: 53-54). Ese foco de referencia, aludido líneas arriba, y a partir del cual se fijan los deícticos espaciales, parece expulsado de la argumentación vallejiana, y fue justamente esta expulsión la que históricamente dio a su crónica fuerza política. Volvamos al ejemplo citado por Vallejo. Stalin "no ocupa" el mismo "sitio social" que el otro, y los dos no son idénticos pero tampoco desiguales, o en términos más claros, no son "socialmente idénticos" pero sí "socialmente iguales" (1965b: 33). Ni idénticos, ni desiguales. En el ejemplo voyerista de Vallejo, la relación entre Stalin y el otro no es, para decirlo en términos de Bobbio, "bilateral" ni "recíproca" (la pregunta no podría formularse en sentido inverso), sino "unidireccional" (Bobbio, 1993: 60).

Ambos son iguales pero diferentes, pertenecen a un todo social pero sus acciones no son semejantes. Lo que escapa a esta teoría del espacio es que las diferencias implicadas en la igualdad se definen de acuerdo a unos criterios que envuelven ideas morales, sociales y políticas en torno al concepto de igualdad. A partir de los recorridos del cronista -de la habitación a la fábrica, del teatro al comedor popular, del cine a una reunión de escritores, del hotel al museo-, y de su experiencia del espacio urbano, se puede entonces comprender el significado otorgado a nociones como espacio homogéneo y jerarquía de las comodidades, y a partir de las cuales determina Vallejo que todos son iguales. Para Vallejo lo que hace inteligible ese espacio homogéneo es la presencia afectiva de una doctrina igualitaria que incluye lo proporcional, y contiene también los signos de identidad y diferencia. Es de acuerdo a este régimen de inteligibilidad como se hace visible el contenido socialista de una habitación de albañil -Una "cama" que es un "diván", "una mesita", "una burda silla", "una caja, que parece un baúl", y en las paredes fotografías de Lenin y Stalin- (1965a:98), y aquello invisible pero material que rodea la habitación de Stalin y el sirviente. Este ejemplo es más que una tosca ironía. Nos recuerda cómo está construida la figura ideológica de la igualdad, cómo los relatos cotidianos producen espacios, cómo era posible para Vallejo medir la igualdad por el vínculo con los objetos, y cómo este vínculo -la imagen de una sociedad donde todos tienen lo mismo- conlleva una definición previa del valor de necesidad. Ciertamente, la inteligibilidad planteada por Vallejo tomaba como punto de partida el principio marxista de una distribución de los bienes según las necesidades o requisitos. Ahora bien, y como señala Bobbio, lo que no precisa este "principio ético" (84) de la igualdad, es cuál sería el criterio justo de un "mayor o menos igualitarismo" (82), por lo tanto, el criterio de justicia podía incluir las ideas de identidad y diferencia (que incluía la noción política de enemigo del sistema), es decir, una sociedad sin clases: todos iguales pero no idénticos. Bobbio formula varias preguntas al respecto: cómo se determina una necesidad a satisfacer, respecto a cuál necesidad los hombres son iguales, "¿cuál es el criterio por el cual se puede distinguir necesidades merecedoras o no merecedoras de satisfacerse?" (80). Si el principio marxista de las necesidades se considera "el principio más igualitario" es "porque se cree que los hombres son más iguales entre sí (o menos diversos) respecto de las necesidades que no, por ejemplo, respecto de las capacidades" (82). Por lo tanto, "el carácter igualitario de una doctrina no está en la demanda de que todos sean tratados de modo igual respecto de los bienes relevantes, sino que el criterio por el que estos bienes queden distribuidos sea él mismo máximamente igualitario" (82). La función especial de la postulación de un espacio homogéneo, donde la diferencia no implique desigualdad ni jerarquía, es disponer un lugar de manifestación cotidiana y permanente de esta ficción de horizontalidad social, y pensar que en el reverso de esta ficción, lo igualitario de la doctrina hace referencia al criterio de distribución de los bienes, y no a la consideración de que todos son iguales.

 

2. Las antinomias del viajero

 

No es difícil percibir en la elaboración de estas imágenes de las diferencias, cuando son definidas políticamente como enemigas, el hecho fundamental de que su peligrosidad es aprehendida por medio de ese formato aparentemente simple de la entrevista, de un posicionamiento adecuado de la mirada del cronista, y de una reformulación de la percepción urbana a partir de la noción misma de amenaza. De acuerdo con las crónicas de Vallejo, lo que se oye en la entrevista y se observa en lo público posibilitan una nueva manera de efectuar afirmaciones sobre la realidad, extraídas no de la realidad misma, sino de un cuerpo de doctrinas. En otras palabras, se trata de demostrar que las aseveraciones correctas dependen no tanto de su alineación a una experiencia histórica concreta como de sus correspondencias con el catecismo revolucionario. Ya sea en la imagen del obrero tratado como experimento, vigilado en las fábrica bajo condiciones científicas, controlado en sus reacciones instintivas; o en el registro de una mala traducción detectada por el tono de la respuesta; o en esta pregunta que plantea Vallejo a un niño de siete años: "¿A quién quieres tú más, a un burgués o a un trabajador?" (1965b: 70), en los tres casos el cronista parece estar diagnosticando la eficacia de un ojo y un oído entrenado en los actos de una doctrina. Para decirlo en términos de Arendt, la principal consecuencia del adoctrinamiento no es la "perversión" del "conocimiento sino de la comprensión" (2005: 373).

Para entender lo que significa ese entrenamiento auditivo y visual hay que reconocer, en primer lugar, ese modo de contar su viaje por parte del cronista (como un relato de iniciación y aprendizaje), las respuestas narrativas a esa nueva historia de la que es testigo, comprendiendo que a través de estas respuestas se activa no sólo una noción de trama sino además se atribuye el estatuto de verdad a un modo narrativo. Lo propio de esta manera de contar es lo que podemos llamar la política de la voz narrativa: un narrador que actúa unas veces como observador y otras como personaje, dos niveles donde se decide la afectividad del relato; un manejo del tiempo narrativo dividido entre la promesa de un destino mejor y un presente donde todo es transitorio; la composición de espacios y diálogos donde la cotidianidad del mundo material se presenta como el lugar de reconocimiento y diferenciación de una ideología. Ciertamente, estos modos de contar ficcionalizan el discurso de la crónica; ahora bien, que la ficción intervenga como recurso o modo narrativo, no niega esa otra intervención mayor que es la autorial dentro de la crónica, y que constantemente reclama la autoridad de su saber. Veamos la presentación que hace Vallejo de este saber cuando es interrogado en la calle por varios obreros:

 

- ¿Qué le parece Rusia? -me preguntan a la vez los cuatro.

- Muy bien. Admirable.

- ¿Qué le ha gustado más?

- Las masas obreras.

- ¿Después?

- La esperanza y la fe que las anima.

- ¿Y qué dicen en el extranjero de la revolución rusa?

- No la conocen bien. Se tienen de ella ideas confusas y falsas (Vallejo 1965a: 104-105).

 

Y a propósito de la libertad del obrero:

 

- ¿Por qué cree usted que somos libres? ¿Y la dictadura del Soviet?

- La libertad de ustedes es una libertad de clase. La otra, la individual, la tienen ustedes relativa y muy limitada; pero así lo exigen las necesidades de la primera libertad, o sea de la libertad de clase. Marx ha dicho que la libertad no es más que la comprensión racional de la necesidad. De otra parte, la libertad individual no ha sido nunca completa en la Historia. Su ejercicio puede ser más o menos limitado y condicionado por los intereses colectivos. A medida que éstos vayan permitiéndolo, la libertad individual ira en Rusia ensanchándose y consolidándose (105).

 

Esta intervención directa de Vallejo en el relato es especial. Por lo regular, es él quien hace las preguntas a los otros sobre diversos aspectos de la cotidianidad social: trabajo, familia, fábrica, institutos de enseñanza, etc. Esta técnica del cuestionario le resulta en tales momentos apropiada para extraer y presentar, más allá de las escuetas respuestas, la fuerza de las convicciones de los personajes; constituye la vía de exploración de un testimonio directo, no general sino individual, sobre las competencias y confianzas del entrevistado. En este sentido, en las líneas citadas, Vallejo proporciona varias señales sobre las fuentes del saber donde hace anclar sus convicciones políticas y, sobre esa base, si se admite el punto estratégico del cuestionario, presentarse a sí mismo como un "pequeño burgués" (99) fascinado por una sociedad sin clases. En la manera de elaborar el concepto de libertad, en la cita de Marx, pero también en las expresiones "masas obreras", "esperanza", en esa idea equivocada que tienen en el extranjero, según Vallejo, de la revolución rusa, observamos la exposición de un saber que consiste en certificar la fantasía ideológica de toda utopía: recurrir a una interpretación de la realidad mediada por la creencia y la convicción de que todo es diferente y mejor. Sobre la base de este examen teórico se ponen de relieve, por una parte, aquellos principios políticos que para Vallejo se ajustan a los problemas de la nueva sociedad y, por otra, las acciones obligatorias para regular las relaciones con el otro, el crítico de la revolución, aquel que no sabe lo que hace (o dice). Una libertad más humana sería entendida como el despliegue de formas de coerción justificadas por un ideal social, lo cual convierte la revolución en suma de sacrificios; cuando se habla de un ordenamiento racional de la sociedad, debemos pensar que Vallejo no interroga las reglas para extraer consideraciones racionales sino para argumentar la racionalidad del sistema.

Veamos la siguiente escena. Vallejo está visitando el Museo del Ejército Rojo. Allí observa a dos ferroviarios, Fiedotov y Flavinsky. Trata de conversar con ellos, pero los obreros adoptan cierta resistencia. Por el modo de responder a sus preguntas, Vallejo deduce que son "gente reaccionaria" (1965a:136). Ya en las afueras, y en un momento del diálogo, los dos hombres miran con detenimiento alrededor. Apunta el cronista: "¿Tienen miedo de ser oídos?" (137). Entonces pregunta:

 

- ¿Hay mucha vigilancia policial?

- No es de la policía de la que hay que cuidarse, sino del pueblo mismo. En Rusia todos son policías. Cada obrero es un agente (137).

- ¿Cada obrero partidario del Soviet?

- Pero como casi todos son sus partidarios, los que no lo son viven controlados y espiados por todo el mundo.

- ¿Lo que prueba que el régimen es popular?

- Popular a la fuerza. Popular después de muchos años de obligar al pueblo a querer a sus verdugos. Porque Stalin y sus secuaces son tan déspotas y tiranos como fueron los zares o peor.

- Es la dictadura proletaria.

- No lo sabemos. Lo que sabemos es que la revolución no nos ha traído la libertad, como muchos lo imaginaban, sino la esclavitud más descarada y cínica (137-138).

 

Las preguntas y las réplicas de Vallejo podrían parecer una simple moda intelectual de los años 1930, pero se basan en una percepción de nociones como libertad, progreso, humanidad, que definen con exactitud los sueños sobre orden de los intelectuales de izquierda de esos años. En ese contexto, la técnica del cuestionario permite a Vallejo identificar los elementos contrarrevolucionarios de la nueva sociedad, tratar las historias individuales como casos aberrantes del nuevo orden. El "ruso reaccionario", afirma el cronista, se detecta en la manera "de preguntar y de responder" (133), postulando de este modo una fórmula correcta de interrogar. Vallejo disculpa a los dos obreros porque comprende cómo es la "mentalidad" de ellos. Los ferroviarios "ignoran" "la noción leninista de Estado" (138), desconocen que la "dictadura soviética es franca, descubierta, legal, mientras que el régimen democrático" burgués, liberal y parlamentario es una dictadura encubierta, hipócrita, disimulada" (139); ellos no saben que en la sociedad soviética el "ejercicio del trabajo cesa de ser una libertad para constituirse en una obligación" (142), olvidan que no trabajar es un delito, que las "vocaciones individuales deben. ser francamente dirigidas y controladas por el Estado" (144); en fin, ellos no admiten que "el régimen soviético es y será por mucho tiempo un régimen social revolucionario" (145). Sin embargo, Vallejo justifica las quejas de los dos obreros, pues comprende que ellos en verdad reniegan de los "elementos reaccionarios" y no del sistema: esos dos ferroviarios "no se dan cuenta de que lo que aún hay de reprochable en el Soviet son justamente las supervivencias zaristas" (156), ellos "están penetrados y dominados por el espíritu burgués. En todo no ven más que el provecho personal.!" (158). [3] Vallejo se consagra a pensar el obrero no comunista como disidente, alguien que interrumpe la nueva forma de legitimidad del poder. Retoma, por lo tanto, el problema donde otros revolucionarios lo habían dejado: ¿qué nombre darle a esta potencia laboral disidente? Su postura doctrinaria le asigna a estos ferroviarios la tarea de manifestar sus actitudes como resistencia y rebelión, palabras que carecerían de sentido en un sistema que ha eliminado la noción de explotación, y donde el "capital" ya no se concibe como esa fuerza que produce esclavitud, mano de obra. Vallejo tiene la precaución de hacer la siguiente aclaración: él no va a asumir esa "posición liberaloide barata y melodramática de quejarme contra el Soviet" por el tema de la libertad (158): si "el fenómeno de la libertad es cosa relativa y variable" (159), entonces cuál es la novedad de que el Soviet vigile a sus enemigos. Este tipo de identificación positiva, responsable de la idealización del orden y de las nociones de dominio y racionalidad, hizo posible igualmente la emergencia del escritor socialista, en particular del intelectual afiliado a partidos comunistas en la década de 1930. Es tentador preguntarse qué había en esa realidad para que estos intelectuales comprometidos se identificaran con ella, cuál lado perceptible hacía imposible que se cuestionara, o al menos se examinara, las formas presentes de autoridad. Dónde vieron ese algo que funcionaba mejor. Quisiera creer que estas preguntas no contienen un exceso de fe. Como portavoces de una causa, este tipo de intelectual aparece solidarizándose con el ejercicio de las funciones del estado revolucionario, evaluándolas históricamente como instancias ideales. Toda acción del estado que contenga la afirmación de sí mismo, por muy ignominiosa que pueda parecer, se transfigura en la base política del sistema. Cuando una acción aparece como cruel, el estado no es responsable; es la libre voluntad del pueblo que actúa como fuerza imperativa y reguladora de su orden interno. Me pregunto, ¿es posible considerar con sobriedad este estilo de pensamiento? Prosigue Vallejo. El revolucionario es obediente, "no por ciega esclavitud, a un dogma más o menos deportivo y místico, sino porque comprende que, en régimen proletario, la mejor manera de ser libre es obedeciendo" (163). El bolchevique "no reclama ni se queja nunca", "disfruta de menos derechos", es una "figura de martirio" (164), "es un soldado" y el "partido es un cuartel" (165); la vida de Lenin representa para todos el "bien de la humanidad" (165). [4]

Este es, en síntesis, el escenario donde el autor despliega su misión pedagógica de hacer ver cómo son las cosas a los "analfabetos y fanáticos" "enemigos del Soviet" (159). Ver bien tiene el significado de poseer un saber que le permite al cronista leer lo oculto, el origen de las cosas, observar la realidad con un criterio revolucionario y decretar sus imperfecciones; en este caso el error o lo imperfecto no está en la realidad sino en los criterios para comprenderla. El argumento pedagógico de Vallejo, cuya finalidad es convencer al otro de su ignorancia, puede resumirse en la vieja fórmula ideológica del ellos no saben pero lo hacen. [5] No son revolucionarios porque viven engañados. Es esta representación falsa de la realidad, o la falsa conciencia de los obreros, la que el cronista debe corregir. Los ferroviarios con sus juicios, al decir de Vallejo, distorsionan la realidad. La idea básica de una percepción distorsionada produjo, en la reflexión de estos intelectuales comprometidos con sus creencias, la justificación del presente como promesa, pero también la idea de un no-saber como espacio de intriga que impide la visibilidad de las cosas. La expresión si ellos supieran exige a la revolución la represión de todo lo adverso, la exclusión de lo reaccionario. Es en beneficio de ese si supieran que el estado, a través de comités populares, racionaliza y ejecuta sus acciones. En varias oportunidades Vallejo advierte con complacencia la crudeza de estas tareas. No podemos decir, según este punto de vista, que las crónicas de Vallejo se desplazan por un mundo ideal de igualdad y justicia; o que Vallejo expresa idealmente el mundo social de la Rusia soviética. Tal vez deberíamos considerar otra opción. Por lo menos deberíamos sospechar de una mirada objetiva que no percibe sino justicia en todo lo que observa, y que transforma los motivos de sospecha en señales de peligrosidad. Estas crónicas son también el espacio material de una gestualidad política elaborada como mecanismo publicitario de un intelectual que, testigo de una formación totalitaria, y atribuyendo a los hechos descritos las cualidades trascendentes de igualdad y justicia, se presenta a sí mismo como solidario con los explotados y de la causa revolucionaria.

 

3. La violencia de lo improductivo

 

Rusia en 1931 en este sentido sigue los postulados de un relato de viaje: una forma narrativa que acerca el libro a la estructura de un tratado utópico, registrando las relaciones entre los cambios en la vida cotidiana y los aspectos institucionales del nuevo orden social.  Vemos entonces a un cronista haciendo el inventario de los tópicos revolucionarios del momento: la familia, la calle, el teatro, la fábrica, la habitación, el museo. Este inventario podría recibir el nombre civilizado de indulgencia, en contraste con el inventario de la impiedad, donde entrarían el burgués y el reaccionario. En ambas operaciones, Vallejo actúa como un narrador omnisciente: conoce los temores y anhelos de los otros, les atribuye sentimientos, creencias, sabe lo que los demás no saben cuando actúan. Pueden señalarse brevemente dos ejemplos: la exposición de una escritora enferma y la presentación de la traductora que acompaña a Vallejo en sus recorridos. En el primer caso aparece definida "un tipo de literata menchevique o social demócrata" (1965b:151) de nombre Milosva, "una inadaptada, una 'víctima' del Soviet" (151) que Vallejo observa en una reunión de escritores. Por sus ideas políticas, todos en esta reunión (su hermana, su cuñado y sus amigos) se vuelven contra ella. Finalmente se aísla en un rincón de la sala y comienza a llorar. Esta mujer intelectual, traductora del alemán y del inglés, fuma en exceso, "tiene miradas y gestos inquietantes de perturbación mental" (152), su aspecto es el de una "figura atormentada", afirma que "le repugna el 'carneraje pedestre de los escritores bolcheviques'" (153). Apiadado de la escritora, Vallejo rectifica la imagen que él mismo va construyendo: "la pobre mujer se engaña", ella no es socialista porque no es revolucionaria, y no es revolucionaria porque no obedece al Partido Comunista (1965b:153). Los síntomas de su depresión trazan el perfil inconfundible de los individuos antirrevolucionarios (174). Debido a esta inestabilidad emocional tiene el aspecto de "enferma" (176), "parece sufrir de una crisis pasional patológica", todo ello debido "a la actual vida rusa" que individuos como "ellos juzgan" criminal e insoportable (177-178). Habría que colocar en una perspectiva histórica los efectos de estos breves relatos de vidas que recorren las crónicas de Vallejo en la definición y modelación de lo peligroso, y el alcance de estos efectos al transformar aquellas opiniones contrarias al proceso histórico en signos de peligrosidad. Qué rol juega Vallejo en esta patologización del discurso del otro. Ciertamente asume unas funciones no sólo siquiátricas sino policiales en el diagnóstico de ese discurso. Todo esto corresponde, diría Foucault (1993), a una tecnología de la verdad, no científica sino política: la identificación del peligro, inscrito en las palabras del otro, va seguida de una identidad del enemigo, leída en los síntomas de su discurso. Al otro se le exige que hable claro, que se explique bien, que sea preciso, que puntualice sus ideas, y esto porque quien escucha tiene siempre el oído puesto en un complot.

El segundo caso traza un recorrido ligeramente diferente, y para entender este recorrido es necesario recordar lo siguiente. Al desconocer la lengua rusa, la traducción se constituye en ese elemento clave de la relación de Vallejo con la realidad. Por eso mismo, la confrontación cotidiana con la lengua rusa saca a la luz la figura intermediaria del traductor, del intérprete que va a salvar esa distancia, por ejemplo, entre Vallejo y los obreros. Desde esta perspectiva, tiene sentido lo afirmado por André Coyné respecto a la condición institucional que tienen los recorridos del cronista: visita "centros especialmente escogidos", lugares modelo donde el trabajo es motivo "de orgullo" y no "de humillación"; habla con "trabajadores instruidos de los fines que predica el partido": obreros, directores, secretarios de institutos, todos lo seducen "por la amabilidad con que contestaban a sus preguntas y por su fe desbordante en el futuro" (1971: 203). Estas visitas a las fábricas estaban guiadas por traductores oficiales, del partido: "Para visitar fábricas y otras cosas, por supuesto, los guías eran del partido; pero para los museos de antigüedades se podían tolerar todavía esas otras gentes que eran necesarias" (203). Ahora bien, qué sabemos de la traductora que acompaña a Vallejo. En verdad muy poco, salvo que cobra unos honorarios que el cronista paga de su propio bolsillo, y este otro detalle: "Esta mujer sirve a maravilla el carácter imparcial que me propongo a dar a mi reportaje, por la sencilla razón de ser una sobreviviente de la burguesía zarista, recalcitrante al régimen soviético" (Vallejo 1965a: 72). Estamos frente a una historia de la desconfianza. Si en el caso anterior la conversión de la diferencia en un referente de exclusiones políticas se cumplía gracias a la patologización del discurso del otro, tenemos ahora un cambio de roles que afecta los códigos del comportamiento: el cronista es quien no sabe (la lengua, lo que dicen los demás), y sin embargo puede extraer la verdad de los diálogos. Aquí la lengua parece marcar los límites en su exploración de la realidad. Pero, ¿cómo compensa Vallejo esa limitación que impone la lengua rusa en su interpretación de la vida revolucionaria? Si antes el no saber era la marca de una conciencia ingenua, ahora, a partir de él, se puede organizar un sistema de creencias. En este último caso, sería inexacto reducir este no saber a ignorancia, pero quizás no sería inexacto pensar que es de la misma relación de desconfianza con la traductora de donde el cronista extrae la condición de su creencia en la revolución, las preguntas por lo que ve y escucha. Con tales reservas, Vallejo vigila las reacciones de la intérprete a sus preguntas y a las respuestas de los obreros, y se da cuenta (este darse cuenta no tiene que ver con saber sino con sospecha) "cuando tergiversa las cosas" y "cuando me transcribe literalmente la verdad" (1965a:72): "Tomo de su intervención solamente lo que, en mi concepto, debo tomar, separando sin dificultad el elemento de opinión personal que ella pone en sus versiones, del fondo objetivo de las mismas" (72). ¿Nos podemos preguntar qué escuchó Vallejo del traductor? ¿Cómo funciona la traducción en ese círculo de desconfianza? ¿Cómo es la lógica de esa verdad extraída por Vallejo del diálogo obrero-traductora? En el relato de esta escena hay algo más que una lengua en disputa. Como la traductora "no sabe ocultar su hostilidad al régimen", al cronista le es "fácil" (72) descubrir esos instantes de falsedad tanto en las palabras como en el rostro de ella. Si del intrincado tejido de hostilidad Vallejo puede extraer lo que ella no dice, igualmente de ese mismo fondo hostil puede arrancar las bases que sostienen la imparcialidad de su reportaje, el lado de verdad de las palabras. [6]

Para entender lo que significa la palabra hostil en esta trama social hay que reconocer la importancia que adquiere en el texto vallejiano toda condena de lo instintivo, y prestar atención a la manera como se hace anclar en esta condena la felicidad del individuo. Pero, ¿cómo medir ese valor social de lo irreflexivo? ¿Cómo saber si roza el umbral de la naturaleza o de la ley? Vallejo recurre a las palabras de un ateo para dejar oír en su intervención este programa amoroso y revolucionario. Al referirse a su pareja, dice el ateo: "nos amamos en un terreno racional y humano y, de ninguna manera, más allá ni más acá, en la decadencia ni en la animalidad" (1965b: 158). Junto a su mujer, "siento, por eso, que mis instintos se realizan racionalmente y en el cuadro de mis deberes sociales revolucionarios" (158). Se añade de inmediato que allí no hay excesos, las pasiones permanecen ajustadas a lo social; hay un "acuerdo perfecto e íntimo" "sobre cuáles son y deben ser los placeres, las luchas y el sentido de nuestros actos cotidianos" (158). Lo que anuncia esta exposición en primer plano de lo instintivo bestial es la intervención de una ética revolucionara que declara como objetivo central la racionalidad de los instintos, su conducción por caminos colectivos y justos. A partir de los valores y reglas de esta ética particular se corrige y se formula el comportamiento de los individuos, se designan aquellos casos en que las acciones individuales se resisten o se someten a este conjunto de valores. Un régimen de signos -laboral, familiar y público- determina de qué manera la peligrosidad de los individuos o los grupos sociales queda definida en relación a un sistema prescriptivo que explícitamente se conoce como ética y legislación revolucionaria. En la constitución de este sujeto moral revolucionario, la racionalidad de los instintos remite igualmente a una construcción de las diferencias políticas, fija un modo de ser que puede ser percibido por Vallejo en el llanto histérico de la literata Milosva, o en la lengua hostil y reaccionaria de la traductora.

En 1928, el mismo año de la primera visita de Vallejo a Rusia, Sigmund Freud publica El porvenir de una ilusión, libro que intentaba fijar un cuadro político y sicológico respecto al "experimento" cultural que se estaba desarrollando en ese "amplio territorio situado entre Europa y Asia" (1984: 217). A ese "experimento" opone Freud la "precisa observación" de "nuestra cultura" (217), europea (227). ¿Qué está sucediendo bajo los ojos de Freud en ese nuevo escenario político, en ese territorio que el autor decide no nombrar? La concepción freudiana del hombre, como virtual enemigo de la civilización, lleva al autor a plantear la necesidad de una defensa de la cultura "contra los impulsos hostiles del hombre" (214) a través de las instituciones. Desde luego, Freud está planteando el tema de la satisfacción de los instintos como una defensa de los valores de la cultura europea (blanca y cristiana) (227), pero también como un alegato contra lo que estaba sucediendo más allá, en ese territorio innombrable. Qué amenazas avizora Freud en el horizonte. Esta dimensión política se explicita creo en las siguientes líneas: "Puede creerse en la posibilidad de una nueva regulación de las relaciones humanas, que cegará las fuentes del descontento ante la cultura, renunciando a la coerción y a la yugulación de los instintos, de manera que los hombres puedan consagrarse, sin ser perturbados por la discordia interior, a la adquisición y al disfrute de los bienes terrenos. Esto sería la edad de oro, pero es muy dudoso que pueda llegarse a ello. Parece más bien, que toda la civilización ha de basarse sobre la coerción y la renuncia a los instintos" (215). La imposibilidad de esta edad de oro Freud la postula, en el plano sicológico, como una imposibilidad a la renuncia de lo instintivo, y en el propósito implícito a esta renuncia: el fin de las hostilidades ante la cultura. Desaparecido lo instintivo, el hombre puede entonces consagrarse al disfrute de los placeres terrenales. Ahora bien, un cambio de lenguaje supondría un cambio de estrategia: pensada en términos políticos, ¿la nueva regulación de las relaciones, la soñada edad de oro, pondría fin al descontento de los hombres? La reflexión de Freud evita el lenguaje sociológico, nombrar el problema con las palabras trabajo o capital, sin embargo, donde él habla de descontento nosotros podemos entender lucha de clases. Freud no imagina una sociedad sin conflictos entre el hombre y la cultura, pero la respuesta a ese conflicto sería una tensión constante entre ambos, no la anulación de uno por parte de otro. Si las instituciones son el mecanismo regulador de las relaciones, ¿qué función cumplen ellas entonces en una sociedad sin conflictos? ¿Cómo imaginar una sociedad donde las relaciones humanas no fueran hostiles? ¿Puede haber cultura sin "discordia interior"? (215). ¿A través de cuáles mecanismos esa cultura pudo extinguir el descontento? ¿No habría instituciones? Si las "fuentes del descontento", pensadas sicológicamente, se hallan en la vida instintiva, en las "tendencias destructoras -antisociales y anticulturales-" de los individuos, ¿qué sucede si a esas "tendencias" se les denota políticamente? El problema no radica en la renuncia a lo instintivo -según Freud, toda civilización se basa en la coerción- sino en "aminorar" los "sacrificios" que dicha renuncia implica (217-218). Esta tarea no es precisamente fácil: así como piensa la hostilidad y el descontento como dinámicas sociales, Freud concibe la cultura como una gran hoguera donde los hombres inmolan sus instintos. El problema, sin embargo, es más amplio si se desplaza del terreno cultural al político, pues entraría en escena una nueva pregunta: cómo evitar que una "minoría", apoderándose "de los medios de poder y coerción", se imponga a una mayoría (215). Al dar entrada a este interrogante, Freud  divide el escenario social en dos posibilidades: una cosa es pensar la "regulación" como efecto de "medios de poder y coerción", y otra como actividad donde chocan lo instintivo individual y las instituciones culturales; en el primero se impondría el poder y la fuerza de una minoría, en el segundo la mediación de las instituciones.

Lo que para Freud significaba un "experimento" (1984: 217) imaginado en la lejanía, para Vallejo tomó el aspecto de una experiencia inmediata. Vallejo deja constancia de cómo reordenar el mundo de lo instintivo correspondía al despliegue de unas fuerzas de coerción pensadas como dominio político. Así como el texto freudiano plantea que la renuncia a la satisfacción de los instintos no implica el cese de hostilidad, Vallejo trata la cuestión de la purificación y racionalización de los instintos, de volverlos "racionales, libres y justos", como un requerimiento del "orden revolucionario", "exigencias provisorias, pero terribles" que impone la revolución (1965a: 130). En Rusia, al contrario de la sociedad burguesa donde domina "la pesadilla del deseo", no se percibe "esa atmósfera de concupiscencia, de obsesión sexual y de vicio que flota como una onda de fuego sobre todos los sectores y todas las formas sociales del capitalismo" (202). En este contexto revolucionario, la racionalización de los deseos instintivos aludía a la purificación del ambiente social, implicaba la tarea moral de detectar aquellos agentes hostiles, enfermos o moribundos (histéricas, invertidos y reaccionarios) que pervivían dentro de la revolución. En sus observaciones de sicología de las relaciones sexuales, Vallejo plantea la pregunta de si no hay felicidad posible más que en la medida en que la sociedad revolucionaria elimina lo instintivo, presente como un abismo en el capitalismo, entonces la felicidad que deriva de una prohibición justifica el orden mismo represivo de la sociedad burguesa. Cuanto más se convierte la liberación del hombre de sus necesidades -lo sexual y lo económico- en un ideal comunitario, tanto más profundamente señala como insano a aquel cuyas ideas no se ajustan a la creencia de que lo circundante es lo mejor y, por lo tanto, autosuficiente. En sus dos libros sobre Rusia, Vallejo invoca la presencia de una ciudad futura socialista trazada sobre las correspondencias del cuerpo con las instituciones, donde el arte se ha liberado del "freudismo y bergsonismo" (1965a:89), una ciudad utópica libre de vicios e "instintos bestiales" (19). Sus reflexiones (o ensoñaciones) sobre una sociedad donde las prohibiciones han sido liberadas y el placer ha abandonado su rasgo instintivo, tienen la misma violencia con que se ejerce el discurso igualitario o sobre todo aquello que perturbe la apariencia de igualdad, la misma rigidez de una interdicción extraída de las sólidas creencias del catecismo revolucionario. [7]

 

* Alvaro Contreras (1966) es Doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Valencia (España). Profesor titular de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Los Andes (Mérida, Venezuela). Ha ocupado los cargos de Director del Instituto de Investigaciones Literarias "Gonzalo Picón Febres", y Coordinador de la Maestría en Literatura Iberoamericana en esta casa de estudios. Publicaciones: La barbarie amable (2004), Un crimen provisional. Relatos policiales de vanguardia (2006), Escenas del siglo XIX. De la ciudad letrada al museo silvestre (2006), Narrativa vanguardista latinoamericana (2007), La experiencia decadente. Pedro César Dominici: ensayos y polémicas (2011), Estilos de mirar. Ensayo sobre el archivo criollista venezolano (2012); en coautoría con Carlos Sandoval, Costumbrismo venezolano (antología particular), Caracas: Fundavag ediciones, 2018.

 

 

Bibliografía

 

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[1] Giorgio Agamben alude a estas relaciones cuando comenta: "Las heces -está claro- son aquí solamente un símbolo de aquello que ha sido separado y puede ser restituido al uso común. ¿Pero es posible una sociedad sin separaciones? La pregunta está, quizá, mal formulada. Ya que profanar no significa simplemente abolir y eliminar las separaciones, sino aprender a hacer de ellas un nuevo uso, a jugar con ellas. La sociedad sin clases no es una sociedad que ha abolido y perdido toda memoria de las diferencias de clase, sino una sociedad que ha sabido desactivar los dispositivos para hacer posible un nuevo uso, para transformarlos en medios puros" (2005:113).

[2] Todas las cursivas que forman parte de una cita pertenecen al original, salvo que se indique lo contrario.

[3] Stephen Hart ha dividido en tres etapas el "pensamiento político de Vallejo": "revolucionarismo vanguardista, trotskismo y finalmente estalinismo" (450). Apunta: "desde 1928 hasta 1931, su posición política se hizo cada vez más ortodoxa. Vallejo, en 1931, había abandonado sus antiguas concepciones trotskistas, y se identificó por completo con el partido estalinista, presentándose como su más ardiente defensor" (451). A propósito de esta escena del encuentro de Vallejo con dos ferroviarios, comenta Hart: "Pero Vallejo no acepta el criterio del ferroviario censurándole por su incapacidad burguesa de adaptarse al Estado socialista. No sólo Vallejo es ahora defensor dogmático de Stalin; también su actitud con respecto a la difamación de la URSS es intransigente" (454).

[4] Según Vallejo, en el capitalismo los gobernantes son "objeto de esa idolatría individualista y endiosadora" (1965a: 128). En el socialismo no hay interés en lo "personal e individual" del líder; como personas no interesan a nadie. Lo que interesa del líder "es la teoría y la acción de cada uno en función del interés revolucionario"; "Lenin es una idea, una acción revolucionaria, no una persona"; "ni 'museo' leninista, ni casa 'donde nació, ni anecdotario, ni leyendas. Apenas un Instituto Lenin, laboratorio central y viviente de la revolución social universal" (nota a pie de página: 128). Qué hace esta idea. Desde dónde despreocupadamente se fija como un patrimonio de la humanidad. Es en los textos poéticos donde se reabre lo que la filosofía política evaluaba con más cautela: la voluntad poética de construir una noción de autoridad. Baste pensar en poemas como "Elegía a la muerte de Lenin", de Vicente Huidobro; "Rusia", de Miguel Hernández; "Stalin Capitán", de Nicolás Guillén; "Redoble lento por la muerte de Stalin", Rafael Alberti; "Oda a Stalin", Pablo Neruda; "Canto a Lenin", de Carlos Augusto León.

[5] Quienes habrían de encontrar la formulación exacta de la ideología como conciencia ingenua, serían Horkheimer en su ensayo "Teoría tradición y teoría crítica" [1937], y Adorno en "La crítica de la cultura y la sociedad" [1951], ambos pensadores siguiendo la distinción marxista entre conciencia verdadera y falsa. Véase Horkheimer, 2003: 223-271; Adorno, 1962: 9-29. Para una revisión crítica del concepto de ideología en la Escuela de Frankfurt, ver Jay, 1989:83-149; Zizek, 2005: 329-370; ver además Altamirano y Sarlo, 1980:60-73.

[6] El encuentro con los obreros, descrito líneas arriba, al salir del museo, está mediado por esta traductora "reaccionaria": "por intermedio de ella, conoce en la calle a unos obreros, unos ferroviarios, pero unos ferroviarios reaccionarios, que no aceptan los hechos que los demás celebran. Y le aflige el contraste entre los obreros ejemplares que conoció, y aquellos infelices que no logran concebir la noción leninista del estado" (Coyné 1971: 203). Al visitar la calle Smolensko, "se deja convencer -porque ese día está acompañado por una fervorosa consommolka (sic) de las juventudes comunistas- de que los desgraciados que allí pululan son vagabundos, bohemios, ociosos temperamentales, que no merecen la menor lástima" (203).

[7] Una prolongación y ampliación de estas reflexiones en torno a cómo las instituciones se erigen en el lugar y cumplimiento de las tendencias, podemos encontrarla en el  breve texto de Deleuze, "Instintos e instituciones" (2005: 27-30).

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