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CELEHIS (Mar del Plata)

On-line version ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.38 Mar del Plata Dec. 2019

 

ARTICULOS

El orden de los cuerpos: Espectros de la violencia en Los ejércitos de Evelio Rosero

 

Mario Federico David Cabrera*

CONICET - Universidad Nacional de San Juan

Fecha de recepción: 13-02-2019 / Fecha de aceptación: 27-05-2019


RESUMEN

En este artículo me propongo analizar las modalidades a través de las cuales se entreteje la noción de violencia como ideologema que organiza la novela Los ejércitos de Evelio Rosero. Sostengo, en este sentido, que este texto se propone explorar desde la ficción un conjunto de subjetividades y cuerpos "escritos"/ marcados por el lenguaje de la violencia socio-política experimentadas por la sociedad colombiana en los últimos setenta años. En primer lugar, focalizo mi trabajo en la caracterización de una retórica de lo espectral. En segundo lugar, analizo la construcción discursiva del cuerpo de uno de los personajes femeninos que atraviesa la narración a partir de la idea de que en él se entretejen un amplio conjunto de violencias políticas y de género. Por último, se presentan algunas reflexiones orientadas a pensar el escenario de la novela como una forma contemporánea del campo de concentración.

PALABRAS CLAVE Cuerpo, Espectro, Evelio Rosero, Los ejércitos, Violencia

The order of the bodies:The specters of the violence in Los ejércitos by Evelio Rosero

ABSTRACT

In this article I have decided to analyze the modalities through which the notion of violence as an idiologeme is interweaved in the novel Los ejércitos (The Armies) written by Evelio Rosero. In this sense, I hold the idea that this text has a purpose to explore through fiction a combination of subjectivities and "written" bodies marked by language of the sociopolitical violence experienced by the Colombian society in the last sixty years. First, focalize my work on the characterization of a rhetoric of the spectral. Second, I analyze the body discursive construction of one of the female characters that goes through the narration taking into account that a wide combination of political and gender violence interweaves within that body. To conclude, there are some reflections oriented towards considering the setting of the novel as a contemporary form of a concentration camp.

KEYWORDS m Body, Spectre, Evelio Rosero, Los ejércitos (The armies), Violence


 

Empieza a anochecer; se encienden las bombillas de la calle: amarillas y débiles, producen grandes sobras alrededor, como si en lugar de iluminar oscurecieran

Evelio Rosero, Los ejércitos

...podemos preguntarnos cómo interpretar la subversión que sufre el cuerpo humano en las mutilaciones y los cortes, en términos de los peligros que amenazan a las fronteras del cuerpo social. ¿Qué pueden decirnos acerca del pacto social y simbólico, unos cuerpos cuya deconstrucción y disposición final ha roto todos los presupuestos naturales y culturales de la sociedad?

María Victoria Uribe, Antropología de la inhumanidad. Un ensayo interpretativo sobre el terror en Colombia

 

Introducción

Al revisar a grandes rasgos la historia colombiana de los últimos setenta años es posible identificar un sintagma omnipresente: violencia[1]. En efecto, este país constituye un caso emblemático para América Latina en la apelación a la violencia política no solo por la duración del conflicto sino por su magnitud: es causal de entre el 15 y 20 por ciento de las muertes violentas (porcentaje equiparable con el de los accidentes de tránsito) y el grueso de las víctimas está conformado por ciudadanos no combatientes (Ansaldi y Giordano: 375). Décadas de sangre han marcado la conformación del orden político contemporáneo de Colombia. Como señala Ileana Dieguez (2018), los cuerpos violentados, la exhibición del terror y la crisis del estado de derecho han penetrado las representaciones artísticas y estéticas a la vez que han modificado comportamientos sociales.

En este sentido, es posible señalar la conformación de una amplia serie de producciones artísticas y literarias que dan cuenta de los efectos de la violencia en la vida social y cultural. Como señala María Juliana Martínez (2012), la literatura colombiana es asediada permanentemente por los espectros de la violencia y la crisis del concepto de nación. En efecto, la autora sostiene que, en el panorama de la novela colombiana de las últimas décadas, se pueden distinguir dos grandes tendencias o paradigmas: las narrativas de corte urbano y las narrativas de la violencia propiamente dicha. Los textos del primer grupo suelen situar sus acontecimientos en las grandes ciudades (Bogotá, Cali, Medellín, etc.), en escenarios preferentemente nocturnos y/o marginales y con un marcado gesto de exploración existencial. Dentro de este grupo se incluyen novelas como ¡Que viva la música! (1977) de Andrés Caicedo, Conciertos del desconcierto (1981) de Manuel Giraldo, El cielo que perdimos (1990) de Juan José Hoyos, Opio en las nubes (1992) de Rafael Chaparro, Satanás (2000) de Mario Mendoza, Erase una vez el amor pero tuve que matarlo (2004) de Efraím Medina Reyes, Sálvame, Joe Louis (2010) de Andrés Felipe Solano, etc. Por otra parte, en las novelas del segundo grupo se destaca el esfuerzo por visibilizar y denunciar la compleja situación del país con un fuerte tono nostálgico. Aquí se consideran novelas como Sin remedio (1984) de Antonio Caballero Holguín, Leopardo al sol (1993) de Laura Restrepo, La virgen de los sicarios (1994), Rosario Tijeras (1999) de Jorge Franco, Tres ataúdes blancos (2010) de Antonio Ungar, El ruido de las cosas al caer (2011) de Juan Gabriel Vásquez, entre otras.

Desde esta perspectiva, la novelística de Evelio Rosero[2] se manifiesta como una singularidad dentro de las producciones del segundo grupo por cuanto, si bien toma a la violencia como figura para el despliegue de su proyecto narrativo, "[.] rehúye tanto de los códigos de lo testimonial y al hiperrealismo sociologizante de la narcoliteratura y la sicaresca, como a la poetización y erotización nostálgica de la violencia" (Martínez: 26).

En este marco, la novela Los ejércitos (2007) de Rosero se propone explorar desde la ficción un conjunto de subjetividades y cuerpos "escritos"/ marcados por el lenguaje de las violencias. El texto reconstruye en clave ficcional una comunidad atravesada por múltiples horrores en la que toda referencia al contrato social se aparece como un anacronismo, una huella del pasado que solo permite testimoniar la tragedia del presente.

Atendiendo a lo señalado, en este trabajo me propongo analizar de qué manera las violencias experimentadas por la sociedad colombiana en las últimas décadas se refractan en el texto de Rosero no solo como tema sino como forma estética, es decir, cómo es que la violencia se constituye en el ideologema que atraviesa a la novela.[3] Para ello, junto con Mijaíl Bajtin (1995), asumo al discurso literario como una práctica social que interviene en un proceso dialógico de transmisión de memorias y vehiculiza asignaciones simbólicas que ordenan y legitiman las distintas esferas de la vida humana.

A partir de la idea de que la violencia constituye un lenguaje particular que se exhibe y se disputa sobre los cuerpos como extensión metafórica de lo comunitario (Segato 2013; Reguillo 2011), me focalizo en el análisis de la construcción discursiva del cuerpo de uno de los personajes, Geraldina, en tanto territorio en el que se entretejen un amplio conjunto de violencias políticas y de género.

Por último, sostengo que el pacto inferencial de la novela se inscribe dentro de una retórica espectral y señala la conformación de un orden socio-político moderno supraestatal en la que los cuerpos se presentan como un efecto de soberanía.[4]

 


La retórica de lo espectral

El texto está centrado en la figura del narrador, Ismael Pasos, quien reside junto con su esposa, Otilia, en un pueblo del interior de Colombia llamado San José hace más de cuarenta años. Ambos personajes viven en la pobreza esperando cobrar diez meses de jubilación que el estado les adeuda. El relato se encarga de presentar, asimismo, a distintos personajes cuyas anécdotas se van encadenando para contar la historia del pueblo: la mujer del vecino que se pasea desnuda por sus jardines, el comerciante que colabora con paramilitares y con la guerrilla, el curandero que atestigua el devenir de sus tierras, el vendedor de empanadas que trae noticias de otros territorios, el párroco que vive atormentado por sus secretos y las esposas que rezan y lloran por sus desaparecidos.

A lo largo de todo el texto gravita con diferentes intensidades la idea de una amenaza que, aunque no puede ser definida, no deja de ser letal: los personajes se mueven en una esfera atravesada por la muerte y la destrucción como únicas certezas.

Pese a la aparente calma que reina en San José, en los primeros apartados los personajes se refieren en variadas ocasiones, como un peligro latente, al recuerdo de la explosión de la capilla ocurrida dos años antes a manos de un grupo terrorista desconocido. Es importante destacar, en efecto, que este acontecimiento se presenta a partir de una construcción sintagmática que presupone la existencia de un número plural de actos violentos sufridos por la comunidad anteriormente: ". cuando ocurrió el último ataque a nuestro pueblo de no se sabe todavía qué ejército" (7). Por otra parte, ante cada ruido que escucha en su tránsito por el monte, Ismael solo puede pesar en una invasión o en la posibilidad de ser asesinado por paramilitares, narcotraficantes o guerrilleros. Estos ejemplos se complementan con el relato de los desplazamientos sufridos por otros pueblos:

Hace años, antes del ataque a la iglesia, pasaban por nuestro pueblo los desplazados de otros pueblos, los veíamos cruzar por la carretera, filas interminables de hombres y niños y mujeres, muchedumbres silenciosas sin pan y sin destino. Hace años, tres mil indígenas se quedaron un buen tiempo en San José y debieron irse para no agravar la escasez de alimento en los albergues improvisados.

Ahora nos toca a nosotros (60).

Como se observa, la violencia se constituye en un significante que atraviesa toda la vida de la comunidad y condiciona las relaciones entre las personas que viven en ella. En este sentido, conviene traer a colación las reflexiones de Ileana Diéguez, desde el campo de las artes visuales, acerca de la construcción de escenarios de la violencia a partir de la incertidumbre y el terror:

Los escenarios de guerra donde se confrontan los poderes son altamente teatrales y dramáticos. Se diseñan estrategias para la ocupación de los espacios y el despliegue coreográfico de grupos de personajes que según la vestimenta representarán a uno de los bandos en conflicto. Los escenarios de las guerras encubiertas y sucias desarrollan una gramática del horror surcada por la niebla, por un miedo fantasmal y un silencio que encubre las evidencias (Diéguez: 82).

Hacia la mitad del libro, la amenaza se confirma cuando un día, de repente, estalla un conflicto entre facciones no identificadas que arrasan con el pueblo. A partir de ese momento, se produce un vuelco en la narración por cuanto la actividad de Ismael se concentra en la búsqueda permanente de su esposa quien, a la manera de una Eurídice contemporánea, es arrastrada por el fuego de la guerra hacia un estado no muerte y no vida: la desaparición. En este proceso, Ismael recorre todo el territorio preguntando -sin recibir ninguna respuesta- sobre el paradero de su compañera y da cuenta de la degradación el pueblo, abandonado poco a poco por sus integrantes y por las instituciones del estado, condenado a la desaparición.

A medida que el conflicto se acrecienta, las incógnitas del narrador se multiplican al punto que instala la duda respecto de su racionalidad y de si continúa con vida o no al momento de enunciar la historia:

¿Por qué me da por reír justamente cuando descubro que lo único que quisiera es dormir sin despertarme? Se trata del miedo, este miedo, este país, que prefiero ignorar de cuajo, haciéndome el idiota conmigo mismo, para seguir vivo, o con las ganas aparentes de seguir vivo, porque es muy posible, realmente, que esté muerto, me digo, y bien muerto en el infierno, y vuelvo a reír (83)

[.] apuntan a todas partes con sus armas, quieren disparar, me dejo resbalar en el andén y allí me quedo hecho un ovillo como si durmiera, me finjo muerto, me hago el muerto, estoy muerto, no soy un dormido, es en realidad como si mi propio corazón no palpitara, no siquiera cierro los ojos: los dejo perfectamente abiertos, inmóviles, inmersos en el cielo de nubes arremolinadas [.] (94).

El cuerpo del narrador, la narración misma, ingresa en el marco de una retórica de la espectralidad puesto que constituye una figura difícil de asir tanto en su dimensión epistémica como ontológica (Derrida 1998) que inquieta y descoloca el edificio cognitivo que organiza la racionalidad occidental moderna y señala la precariedad de toda construcción humana.

Lo espectral adquiere gran relevancia ideológica dentro de este discurso novelístico por cuanto, en la conjunción paradójica de lo presente y lo no-presente, anula la posibilidad de la muerte como liberación. En este sentido, la violencia se manifiesta a la manera de un residuo, un monstruo, una señal de la precariedad de toda esperanza en un territorio en el que ni siquiera la muerte es lo único seguro. Al decir de Martínez, la figura del desaparecido en la novelística del autor instaura la pregunta acerca de las condiciones sociales, políticas y culturales que hacen posible este tipo de violencias:

[.] lo que aparece al analizar estas desapariciones no es solo a constatación fáctica de que en Colombia estos violentos desvanecimientos tuvieron y tienen lugar; sino la presencia de unas estructuras (sociales, lingüísticas, políticas) que posibilitan dichas desapariciones. Lo que (re) aparece no es solo la presencia espectral de los idos sino la configuración de un sistema que constituye a esos individuos como "desaparecibles", que los empuja, de manera violenta, hacia un no- ser representacional, político y real (30).

 

Las escrituras de/en los cuerpos

La novela se inicia con una escena que resulta muy particular: el narrador se encuentra en el patio de su casa, trepado en una escalera con la excusa de cosechar naranjas pero en realidad aprovecha la situación para espiar la casa de sus vecinos. Desde esa posición describe un espacio cargado de vitalidad y dinamismo: guacamayas que "ríen" todo el tiempo, enormes ceibas que otorgan una sombra reconfortante ante el calor del sol, la música del vecino que toca la guitarra y canta, los niños que juegan y van descubriendo su sexualidad y, acaparando la mirada, el cuerpo desnudo de Geraldina. La escena se interrumpe cuando el narrador es descubierto por el brasilero, el esposo de Geraldina, y comienzan una charla amena liberada de toda conflictividad en la que luego se suma la propia víctima del espionaje.

Esta escena con la que se inicia el relato podría ser considerada de escasa relevancia teniendo en cuenta los conflictos centrales que atraviesan la novela pero, sin embargo, llama especialmente la atención que una de las imágenes que cierra el libro es la de la violación del cadáver de Geraldina por parte de un grupo de soldados. Teniendo en cuenta la recurrencia, en este apartado me pregunto de qué manera es construido discursivamente el cuerpo de este personaje femenino y qué significaciones se le pueden atribuir.[5]

En primer lugar, es interesante atender al modo en que se describen los movimientos de Geraldina por cuanto la inscriben en un entrecruce de lógicas: víctima- victimaria/animalidad- humanidad. Cito a modo de ejemplo:

Creí ver en lugar de ella un insecto iridiscente: de pronto se puso de pie de un salto, un saltamontes esplendente, pero se transformó de inmediato nada más ni nada menos en sólo una mujer desnuda cuando miró hacia nosotros, y empezó a caminar en nuestra dirección, segura de su lentitud felina, a veces acobijada bajo la sombra de los guayacanes de su casa, rozada por los brazos centenarios de la ceiba, a veces como consumida de sol, que más que relumbrarla la oscurecía de pura luz, como si se la tragara. Así la veíamos aproximarse, igual que una sombra (8)

[.] toda ella es el más íntimo deseo porque yo la mire, la admire, al igual que la miran, la admiran los demás, los mucho más jóvenes que yo, los más niños "sí", se grita ella, y yo la escucho, desea que la miren, la admiren, la persigan, la atrapen, la vuelquen, la muerdan y la laman, la maten, la revivan y la maten por generaciones (19).

El ojo del narrador construye el cuerpo de Geraldina como un espacio cargado de sensualidad, misterio y fragilidad a través de la utilización de analogías, de participios que expresan una relación de pasividad y del estilo indirecto libre. Por una parte, las analogías animales (insecto iridiscente, saltamontes esplendente, lentitud felina) no solo contribuyen a estilizar la imagen del personaje sino que, además, lo vincula con universo alterno, no civilizado y posible de ser domesticado.[6] Esta idea se complementa cuando se analiza la estructura semántica de los sintagmas que describen el movimiento de Geraldina: "acobijada bajo la sombra de los guayacanes [.]", "rozada por los brazos centenarios de la ceiba", "consumida por el sol", "la oscurecía" y "como si se la tragara". En efecto, el personaje aparece desplazado de su agencia narrativa y es descripto en términos de pasividad respecto de los elementos de la naturaleza que protegen y, a su vez, se presentan como una amenaza funesta.

Por otra parte, en la segunda cita el narrador utiliza el estilo indirecto para simular el punto de vista de Geraldina respecto de sus acosadores. Tomo este fragmento para el análisis puesto que no solo da cuenta de una recurrencia de la estructura semántica en la que el cuerpo del personaje es despojado de agencia sino porque también pone en palabras un sistema de dominación patriarcal en el que deseo sexual y violencia se entretejen como ejes estructurantes.

Atendiendo a lo desarrollado hasta el momento, es posible preguntarse de qué manera esta particular configuración del cuerpo de Geraldina se vincula con los conflictos que pone en escena la novela. Es decir, cómo es posible interpretar estas escenas de acuerdo con la estructura axiológica del texto. Desde mi punto de vista, este cuerpo fragmentado, domesticado y roto puede ser interpretado como una representación metafórica de las comunidades arrasadas por la violencia.

Este es un cuerpo que carga sobre sí mismo una historia: está construido a partir de la mirada de los hombres que solo buscan poseerla y agotarla "por generaciones". Este cuerpo, asimismo, carga con el peso de su país y de doscientos años de historia:

Geraldina paga a Chepe y se incorpora afligida, igual que bajo un peso enorme "la conciencia inexplicable de un país inexplicable", me digo, una carga de poco menos de doscientos años que no le impide, sin embargo, estirar todo su cuerpo, empinar los pechos detrás del vestido, bosquejar una sonrisa incierta, como si se relamiera los labios (19-20).

Como comenté anteriormente, la novela se cierra con una escena en la que el cuerpo de Geraldina, devenido en cadáver, es violado por un grupo de soldados. Cito:

Entre los brazos de una mecedora de mimbre, estaba, abierta a plenitud, desmadejada, Geraldina desnuda, la cabeza sacudiéndose a uno y otro lado, y encima uno de los hombres la abrazaba, uno de los hombres hurgaba a Geraldina, uno de los hombres la violaba: todavía demoré en comprender que se trataba del cadáver de Geraldina, era su cadáver, expuesto ante los hombres que aguardaban [.] y me vi acechando el desnudo cadáver de Geraldina, la desnudez del cadáver que todavía fulgía, imitando a la perfección lo que podía ser un abrazo de pasión de Geraldina. Estos hombres, pensé, de los que solo veía el perfil de las caras enajenadas, estos hombres deben esperar su turno, Ismael, ¿esperas tú también el turno?, eso me acabo de preguntar, ante el cadáver, mientras se oye su conmoción de muñeca manipulada, inanimada, Geraldina vuelta a poseer, mientras el hombre es solamente un gesto feroz, semidesnudo [.] (102).

Esta imagen se presenta como la consagración de una lógica de la guerra que ha destruido las estructuras del pueblo, que ha acabado con todo vestigio de orden político y que ha arrasado con toda posibilidad de resistencia. El cuerpo de Geraldina, en este contexto, se presenta como una metonimia del destino del pueblo que ha sido invadido y quebrantado hasta en lo más mínimo.

En este sentido, la novela invita a pensar de qué manera la producción de cuerpos violentados constituye una estrategia pedagógica que exhibe un poder y se edifica sobre una disputa por la soberanía. Como afirma Rita Segato (2013), la mano que viola, arrastra y desfigura traza un orden.[7] El cuerpo deviene en materialidad sobre la que se escribe la ley de los soberanos que deciden quién debe morir y quién debe morir (Diéguez: 44).

 

Entre sombras, espectros y desplazamientos

En el pueblo de San José las luces, que deberían iluminar, oscurecen. Lo mismo sucede con las fuerzas del estado, ese constructo socio-político que se fundamenta en la soberanía del pueblo, la vigencia del derecho y la igualdad entre los ciudadanos: el ejército, que debería proteger a la población, arrasa con ella. La lógica de la guerra desplaza a la política, multiplica los frentes y quiebra todas las formas de vida. En efecto, la novela Los ejércitos explora en clave ficcional los horrores de una comunidad consumida por una violencia de tal magnitud que es imposible de ser identificada.

Es por ello que, en este trabajo, me he propuesto señalar cuáles son las modalidades a través de las cuales se entreteje la noción de violencia como ideologema que atraviesa al texto. He analizado, en primer lugar, la conformación de una retórica espectral que anula toda posibilidad de esperanza y pone de relieve la desintegración de las formas de vida comunitaria. Como sostiene Carmen Perilli: "Los escritores latinoamericanos del siglo XXI insisten en la condición monstruosa de paisajes atravesados por las violencias, poblados de "vidas desnudas"" (11).

Desde un punto de vista pragmático, esta configuración discursiva puede ser interpretada como un mandato puesto que el narrador, en tanto principal encarnación de un devenir espectro, se manifiesta como una figura que nos interpela en nuestro "presente vivo" (Derrida 1998) y nos alerta sobre las formas de la guerra contemporánea.

En este orden de reflexiones, Los ejércitos puede ser incorporada dentro de una serie de novelas latinoamericanas contemporáneas que gravitan alrededor del cronotopo novelesco de la Comala de Juan Rulfo entre las que se destaca 2666 de Roberto Bolaño.[8] En ambas novelas, asimismo, es posible corroborar de qué manera los cuerpos femeninos se presentan como superficies sobre las que se "escriben" las disputas por el orden socio-político.

De este modo, es posible postular que la ciudad de San José se presenta como una forma contemporánea del campo de concentración, en un estado que ha fracasado en sus intentos por responder al contrato social original, donde los ciudadanos son presas fáciles para lobos impensados e innombrados.

 

* Mario Federico David Cabrera es profesor de Letras (Universidad Nacional de San Juan), Magíster en Estudios Latinoamericanos (Universidad Nacional de Cuyo) y cursa actualmente el Doctorado en Letras (Universidad Nacional de Tucumán). Se desempeña como docente de "Literatura Hispanoamericana II" y "Métodos de investigación y crítica literaria" en la Universidad Nacional de San Juan y como becario doctoral del CONICET. Sus investigaciones se orientan a pensar la producción literaria latinoamericana de las últimas décadas en articulación con los estudios culturales y de género.

 

Bibliografía

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Diéguez, Ileana (2018). Cuerpos sin duelo. Iconografías y teatralidades del dolor. Córdoba: Documenta Escénicas.

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[1] De acuerdo con Ansaldi y Giordano (2012), en el caso colombiano es posible distinguir dos macroprocesos de apelación a la violencia política: La violencia (1948- 1966) y Las violencias (1966 hasta el presente). La primera etapa se inicia en 1948 con el asesinato del candidato liberal a la presidencia Jorge Eliecer Gaitán y la insurrección popular denominada el "Bogotazo" a través de la cual las masas demostraron su descontento no solo con el atentado sino también con la hegemonía oligárquica que caracterizaba al modelo político. De origen urbano, La violencia constituyó un conflicto rural: la mayor movilización armada de campesinos en la historia contemporánea del hemisferio occidental (solo comparable con algunas etapas de la Revolución Mexicana) (376). En 1958, a partir de un acuerdo entre los partidos conservador y liberal, se crea el Frente Nacional que puso fin a los enfrentamientos bipartidistas pero no pudo dar respuesta al problema de la lucha armada como modalidad de resolución de conflictos sociales y políticos. Este período presenta algunos hechos decisivos que impactan profundamente en la sociedad y la política colombiana: la aparición de organizaciones político-militares de izquierda con base social campesina, otorgamiento de poder político a las fuerzas armadas sin interrupción del orden democrático, la constitución incipiente de mafias del narcotráfico y la consagración de la lógica de la guerra por sobre la lógica de la política (380). La segunda etapa, por su parte, se caracteriza por la compleja multiplicación de los conflictos que pueden resumirse en la puesta en tensión de tres tipos de violencia: guerrillera (derivada de las agrupaciones campesinas de izquierda de los años 60 que, con diferencias, combina formas de lucha armada y política), narcotraficante (ejercicio de la violencia como forma de neutralizar y/o eliminar a la competencia y como forma de coaccionar a políticos, militares, guerrilleros, etc.) y paramilitar (alianza entre terratenientes, militares, comerciantes y narcotraficantes para reprimir el avance de la guerrilla). Esta particular tensión entre grupos da cuenta de un territorio arrasado por la violencia en el que la idea de "justicia privada" pone en entredicho uno de los principios fundamentales del estado: detentar y ejercer el monopolio de la fuerza pública.

[2] Evelio Rosero (Bogotá, 1958): escritor y periodista de origen colombiano que ha incursionado en múltiples géneros tales como novela, cuento, ensayo y teatro. Desde 1979 en adelante ha publicado numerosos libros entre los que se destacan Papá es santo y sabio (1989), Los almuerzos (2001) y Los ejércitos (2007). Este último le ha permitido ganar el II Premio Tusquets de Novela y le ha otorgado resonancia internacional.

[3] Voloshinov utiliza el término ideologema para referirse a expresiones que presentan marcas estilísticas y contextuales a través de las cuales es posible relacionarlas con una época, con una cosmovisión, con una ideología determinada (Voloshinov 2013; Arán y Barei 2009).

[4] Caracterizo a los cuerpos como un efecto de soberanía haciendo referencia a los estudios feministas de Rita Segato (2003, 2013, 2016). La autora sostiene que en las sociedades contemporáneas el cuerpo de las mujeres y los subalternos constituyen el principal territorio de disputa por parte de quienes detentan el poder. Asimismo, estos enfrentamientos por el cuerpo de los dominados no siempre se identifican dentro de las lógicas del estado- nación sino que responden a formas alternas con distinto nivel de abstracción tales como "el narco", "la guerrilla", "el patriarcado", un grupo religioso, etc. De allí que la autora hable de "crímenes del segundo estado".

[5] Desde otra perspectiva, María del Carmen Saldarriaga observa como una constante en la construcción del punto de vista del narrador, Ismael Pasos, la confluencia del deseo erótico y el sentimiento de fatalidad: "[.] cada vez que Ismael se encuentra con un episodio oscuro, traumático, violento, su deseo erótico interrumpe el flujo de la conciencia y se apropia impetuosamente de la escena narrada [.]" (182). Mabel Moraña (2010), por su parte, interpreta este gesto discursivo como un "exceso de humanidad" por cuanto permite asimilar la tragedia.

[6] Gabriel Giorgi (2012) señala que a lo largo de la historia, los discursos socio-culturales han tendido a reforzar representaciones de los cuerpos no hegemónicos como territorios de la animalidad donde confluyen una vocación de dominación y de negación de lo otro. La representación de lo animal deviene, así, en una estrategia de lectura que permite dar cuenta de una tensión entre discursos que pretenden "normalizar" las diferencias y civilizar a los cuerpos animalizados y prácticas que buscan problematizar desde el margen los estatutos de lo "natural".

[7] Como señalé en la nota 4, Rita Segato sostiene que la violencia machista se inscribe dentro de una gramática de la violencia a través de la cual se disputan campos de poder en la sociedad. Desde esta perspectiva, la violación o el asesinato de mujeres no son hechos aislados ni delitos privados sino actos a través de los cuales se ejerce un poder sobre un colectivo para imponer un orden. En el caso colombiano, Ansaldi y Giordano (2012) afirman que con el período de La violencia se inaugura una lógica de guerra que tuvo un impacto terrorífico sobre el cuerpo de las mujeres pobres (principalmente campesinas) que fueron violadas colectivamente y asesinadas en masa. En este sentido, resulta interesante remitirse a los trabajos de Elsa Blair (2005) y María Victoria Uribe (2004) por cuanto analizan las modalidades a través de las cuales el cuerpo humano ha devenido en escenario de representación del terror en distintas comunidades de Colombia.

[8] Carmen Perilli afirma que en las producciones novelísticas contemporáneas es posible distinguir desplazamiento respecto a la imaginación urbana: "[.] ya no se trata del Macondo de Gabriel García Márquez y su conciencia amena del subdesarrollo" (7) sino de la proliferación ciudades pobladas de espectros como la Comala que presenta Juan Rulfo en Pedro Páramo.

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