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CELEHIS (Mar del Plata)

versión On-line ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.40 Mar del Plata dic. 2020

 

Notas

Los papeles, la pantalla y los días: notas sobre Diarios deAbelardo Castillo

The papers, the screen and the days: notes on Abelardo Castillo's Diarios

Francisco Aiello1 

1 Universidad Nacional de Mar del Plata, Ce.Le.His. / CONICET

RESUMEN

Este trabajo propone una lectura de los dos tomos de Diarios del escritor argentino Abelardo Castillo, aparecidos respectivamente en 2014 y en 2019. La primera parte es de corte introductorio y plantea líneas de interés en estos textos de reciente publicación. A continuación, el artículo considera la cuestión de la corrección, central en la poética de Castillo, a partir de tanto de nociones diseminadas como del registro minucioso de las constantes correcciones realizadas. Se indagará en qué consisten las modificaciones a los textos, en las cuales también pueden intervenir terceros y pesar las enmiendas que el escritor considera pertinentes en textos ajenos.

PALABRAS CLAVE: Abelardo Castillo; diario de escritor; corrección

ABSTRACT

This work proposes a reading of the two volumes of Diarios by the Argentine writer Abelardo Castillo, which appeared respectively in 2016 and 2019. The first part is introductory and raises lines of interest in these recently published texts. Next, the article considers the question of correction, central to Castillo's poetics, based on both disseminated notions and the meticulous record of the constant corrections made. It will be investigated what the modifications to the texts consist of, in which third parties may also intervene and weigh the amendments that the writer considers pertinent in other people's texts.

KEY WORDS: Abelardo Castillo; Writer's Diary; Correction

Introducción: algunas claves de entrada a los Diarios

Asediado por las exigencias del compromiso ético con su propia obra literaria, Abelardo Castillo sostuvo la práctica de escritura de diarios durante más de medio siglo, registrando en ellos las más diversas aristas de su actividad como escritor profesional, las cuales van desde los intersticios de la creación hasta la figuración pública. El material se organiza en dos copiosos tomos: el primero de ellos -aparecido en 2014, todavía en vida del autor- contiene entradas desde 1954 hasta 1991; en cambio, el segundo se publicó en forma póstuma en 2019 y abarca el período 1992 y 2006.1 El criterio para segmentar de este modo obedece a un cambio material en el ejercicio de la escritura: la aparición de la computadora a principios de la década de 1990 puso término a la proliferación de cuadernos escolares y hojas sueltas completados a mano con una caligrafía por momentos indescifrable. Los nuevos diarios, entonces, comenzaron a llevarse adelante directamente en forma digital, mientras el propio Castillo tipeaba los viejos manuscritos como forma de rescate y como entrenamiento en el uso de la nueva máquina.

La firme voluntad de construir una Obra -las mayúsculas insisten en la aspiración a un corpus textual sólido no solamente en lo referido a la calidad, sino también en cuanto a la extensión- se pone en evidencia en recurrentes balances, en los que Castillo alista lo escrito en un determinado período, como estrategia de autoevaluación del trabajo realizado; por ejemplo, apunta en la primera entrada de 1965: “El año pasado escribí ‘Los muertos de Piedra Negra’, ‘Noche para el negro Griffiths’ y ‘Réquiem para Marcal Palma’” (DI: 253). Esta clase de enumeraciones suelen arrojar un saldo negativo para Castillo, quien se muestra insatisfecho del ritmo en que avanzan sus escritos de ficción, al punto que, en el mismo mes en que se encuentra la cita anterior, el autor se autopropone: “Quizás ha llegado el momento de escribir con método (!)”. (DI: 253). El signo de exclamación entre paréntesis desliza una mirada irónica, que no permite tomar en serio la propuesta. De hecho, son recurrentes las planificaciones de actividades vinculadas con lo literario como camino hacia un anhelado orden que nunca se alcanza, por lo que abundan las entradas en las que el autor se burla de sí mismo al leer lo que se ha propuesto hacer tiempo atrás.

No sorprende que este diario de escritor sea también un espacio privilegiado para la exposición de ideas estéticas, especialmente teniendo en cuenta que Castillo ha dedicado ensayos y notas periodísticas -para las revistas que él mismo dirigió y para otros medios- a distintas consideraciones sobre literatura, las cuales también fueron discutidas en gran número de conferencias, charlas y reportajes. En particular, se destacan las ideas del autor acerca del cuento, género al que tal vez Castillo deba su mayor reconocimiento: “El cuento debe ser un cuadro, apretado como un cuadro, ceñido. Todo en él debe tender a un final preestablecido” (DI: 134). Esta concepción compacta, que se logra mediante una férrea unidad argumental del cuento, condice con un método de composición acorde: “Generalmente, el desenlace se me ocurre con anterioridad al resto; a veces un párrafo del desenlace. Después comienzo a trabajar sobre lo desconocido con los ojos puestos en el final (Poe)”. (DI: 118, cursiva en el original). Tal direccionamiento -ajeno a desvíos de cualquier índole- hacia el desenlace constituye una diferencia sustancial con la novela y el teatro, géneros en los que resulta posible, según Castillo, el desarrollo de una tesis (DI: 179).

Como todo escritor que interviene en el escenario literario desde la década de 1950, Catillo no puede sustraerse de la idea hegemónica por esos años de compromiso, frente a la cual asume una posición ampliamente conocida, que defendió a lo largo de su vida. Para él, el compromiso se traba con la propia literatura; en una entrada de 1958 sostiene: “La forma. El problema de la forma. No bastan la bella intención, el acto de fe” (DI: 135). Esta idea rectora es sustentada mediante la exaltación de grandes obras artísticas de consensuada calidad -sus ejemplos toman en cuenta en especial la literatura, pero también la pintura- en detrimento de otras manifestaciones con mensajes progresista más explícitos: “Los libros no son buenos o malos, en el sentido moral. Están bien o mal escritos” (DI: 136). Desentendida la literatura de ese mandato de compromiso como denuncia de las injusticias del mundo, las posiciones políticas encuentran su expresión en los textos publicados en El grillo de papel, El escarabajo de oro y El ornitorrinco, así como en artículos redactados para la prensa. Esas tres míticas publicaciones corresponden cronológicamente al primer tomo de Diarios, lo cual explica que el segundo tomo conceda mayor espacio a cuestiones coyunturales -la voladura de la AMIA, la crisis socioeconómica argentina de 2001, el atentado contra la Torres Gemelas, entre otros episodios significativos de la historia reciente-, dado que ya no contaba con esos órganos de difusión para dar a conocer sus opiniones con mayor asiduidad.

Con una constante vacilación entre el cuidado y la desatención, los diarios hacen el seguimiento de la suerte que corre la obra. Así, Castillo se permite cierta satisfacción ante el reconocimiento que suponen distintos premios recibidos a lo largo de su carrera, sin despreciar, en algún caso, el beneficio económico. En el mismo sentido, en algunos momentos se muestra atento a la recepción de sus libros, tal como él mismo reconoce humorísticamente en su ensayo Ser escritor: “Estaría dispuesto a creer en los novelistas y poetas que desdeñan la crítica, si no supiera que -yo incluido- todos corren a comprar el diario cuando saben que alguien ha escrito sobre su último libro” (Castillo 2010: 90). Lejos de sucumbir a la complacencia del elogio, el autor reafirma la autoridad sobre su propia obra erigiéndose en crítico de los críticos. Es lo que sucede con un ensayo de Cristina Piña, de acuerdo con una entrada de 1977, en la cual destaca elogiosamente el texto crítico sin dejar de indicar su discrepancia con una de sus partes, puntualizando los aspectos en que la interpretación se aparta de su propuesta. Otro ejemplo similar se encuentra en una anotación de casi tres décadas más tarde: “Crítica favorable, pero bastante tonta en La Nación. Hasta ahora todas han sido favorables. Las más serias, la de Ñ y la de Claudio Zeiger, en Página/12. Claudio sólo se equivoca cuando dice que ‘El tiempo de Milena’ está en la mejor tradición cortazariana” (DII: 569).

Además de la recepción y valoración de los libros de Castillo, el campo literario se hace presente en sus diarios a través de las relaciones del escritor con colegas de su misma generación o de otras. Se destacan el encuentro afectuoso con Cortázar, algunas anécdotas con Borges y la amistad con Marechal entre los registros entrañables, aunque también aparecen las disputas; la sostenida con Sábato resulta la más extendida a lo largo del diario, por numerosos encuentros y desencuentros entre ambos escritores.2 De todas maneras, el enfrentamiento más encendido se da contra David Viñas, destinatario de una beligerante carta incluida como “Otras páginas” en el año 1961. Si bien excede los propósitos de nuestro trabajo, cabe observar que el recorrido a través de tensiones y distensiones de Castillo en el campo cultural argentino no supone un mero regodeo en el chisme literario, sino que además ofrece indicios para examinar algunas causas del lugar un tanto relegado que le ha asignado un sector de la crítica literaria argentina.

La escritura como sucesión de versiones

El compromiso con la propia obra se pone abiertamente de manifiesto en la alta frecuencia de aparición del verbo corregir, lo cual revela el carácter incesante de esa instancia de revisión y modificación de lo ya escrito como forma de empecinamiento en la superación formal de su escritura. “Corregir, corregir mucho. Hasta poder decir: esto es lo que yo intentaba” (DI: 101), sentencia como una suerte de dogma en 1958, empeño que llega incluso a volverse una amenaza de estancamiento: “Corrijo (espero que por última vez) todos los cuentos del libro” (DI: 445). En varios momentos, la idea de corrección se superpone con la de escritura: “estoy tratando de ponerme a escribir (en el sentido de corregir y ordenar), pero el caos es tremendo” (DI: 292-293); “La novela quedó detenida en una especie de punto sin retorno. Me refiero a la corrección y amplificación, a la reescritura de la novela” (DI: 554, cursiva en el original). Esta última cita hace explícito que la corrección no consiste en una operación final del proceso que residiría en rectificar detalles, sino que se trata de una tarea constitutiva -junto con otras- del trabajo con la escritura.

La insistencia en la búsqueda de versiones superadoras no sorprende a los lectores de Castillo, quien en reiteradas oportunidades -incluidos sus talleres de escritura (Villanueva 2018)- expresó la centralidad de la corrección en su proyecto creador, como se ve en la siguiente cita tomada de Ser escritor:

En cuarenta años de literatura aprendí dos o tres cosas más, pero, por decirlo así, son de orden moral. Por ejemplo: corregir encarnizadamente un texto no es una tarea retórica o estilística, es un trabajo espiritual. Paul Valéry ya habló de la ética de la forma: corregir es una empresa espiritual de rectificación de uno mismo (Castillo 2010: 17).

Frente a este tipo de opiniones categóricas, los Diarios exhiben el modo en que esa postulación es llevada a la práctica incesantemente en la tarea cotidiana con la escritura, asiduidad que conlleva asimismo la exhaustividad de la corrección. En efecto, resultan susceptibles de ser corregidos todos los textos, sin distinción entre los de ficción y los que no lo son. Entre los del segundo grupo, ya en una entrada de 1956 planea releer con atención, a modo de control y rectificación de lo escrito, una carta personal dirigida a su tía. Incluso el propio diario, aun cuando se busca presentarlo con su carácter espontáneo, se somete a la tentación de ser corregido al menos en ciertos detalles durante el paso de los cuadernos a la computadora: “Intento no modificar nada, salvo palabras repetidas o tiempos verbales incoherentes. Dejo a desgano los pretéritos perfectos, conservo, no sin malestar, los ‘rostros’, los ambos, las autocomplacencias” (DII: 169).3 También se revisan los textos derivados de actos de oralidad, como la serie de entrevistas concedidas a María Fasce, de las que surgió el volumen El oficio de mentir (1998) o una transcripción de una conferencia dictada en Córdoba en 1996 (DII: 197). Los Diarios registran asimismo la corrección de artículos enviados a la prensa nacional como Clarín o La Nación; este último medio solicita, en 1999, una nota sobre Jesús y la literatura, la cual da lugar a un intercambio incluido en una entrada de diciembre de ese año con el encargado de corregir esa nota, Francisco Olivera, sobre aspectos que Castillo acepta en parte -como el nombre de la madre de la Virgen María-, o bien suscita una extensa e irónica respuesta que polemiza con observaciones respecto de la doctrina religiosa (DII: 336-337).

Si los textos de no ficción convocan correcciones inevitables pero acaso atemperadas por tratarse de escritos más o menos perecederos, cuando se trata de la obra de creación reaparece en toda su magnitud el adverbio encarnizadamente con el que Castillo caracteriza la tarea de corregir. Ningún género queda exento de las sucesivas versiones. En cuanto a la poesía, en la que incurrió durante la juventud, anota en 1957: “Esta noche, […], corregiré y ampliaré la última parte. Más tarde, un plan para corregir las poesías anteriores a la conscripción” (DI: 94). Línea seguida enfatiza: “Con la más rigurosa autocrítica” (DI: 94). El excesivo rigor aplicado a los propios escritos poéticos explica la decisión de desecharlos al año siguiente: “he decidido renunciar a TODOS mis versos de la adolescencia. La seriedad con que me tomaba a mí mismo en aquel tiempo sería auténtica -era auténtica-, pero no poética” (DI: 139, mayúscula sostenida en el original). De manera que, en algunas ocasiones, el texto se torna insalvable a los ojos de su autor y entonces la corrección da lugar al abandono, de modo que se cancela el proceso de la escritura.

En lo referido a los géneros más significativos en la obra de Castillo -cuento, novela y teatro-, los registros de corrección son una constante a lo largo de las entradas que colman los dos tomos, por lo que resulta inviable relevar esas apariciones.4 Por consignar un ejemplo: “Durante estos meses estuve trabajando en Israfel (4 actos); lo terminé el 31 de julio y, desde entonces, lo estoy corrigiendo” (DI: 155). Si bien la entrada no está encabezada por una fecha precisa -apenas se indica “octubre o noviembre”-, resulta elocuente respecto del tiempo asignado a la corrección de un texto terminado, en el sentido de concluida una primera versión, porque lo cierto es que la lectura de los Diarios muestra que el proceso compositivo siempre está inacabado. De hecho, un año después -en 1960- vuelve sobre una copia de la pieza teatral para constatar que aún hay trabajo por delante: “¿Cómo puedo todavía cometer ciertos errores? Errores infantiles que invalidan por completo escenas realmente buenas. Puerilidades que abruman. ¿Cómo es que todavía me pasa esto?” (DI: 170).

Como se ve, el circuito completo de edición, publicación y distribución de los libros no cancela la recursividad del proceso de escritura y, así, se ve a Castillo constantemente regresando sobre sus textos para introducir modificaciones en la versiones de nuevos lanzamientos editoriales, tales como reimpresiones nacionales, ediciones extranjeras de sus libros -en España, en Chile- o la organización del volumen de cuentos completos: en 1993, “Corrigiendo, una vez más, los cuentos de Las otras puertas, para una nueva edición” (DII: 55); en 1999, “Mañana, es decir hoy, sale la segunda edición de El Evangelio según Van Hutten. Tan inesperado que no me dio tiempo a corregir la errata (el error, ya que es un descuido mío) de la página 205…” (DII: 323). Los ejemplos proliferan en los Diarios e incrementan su concentración en el segundo volumen, ya que en ese período la obra de Castillo alcanza un nivel de interés nacional e internacional generador de recurrentes reediciones, que el autor se obstina en cuidar hasta último momento. De esta manera, se consolida una figuración de escritor cuya desatención a los avatares del mundillo literario -los premios, la fama, las disputas- encuentra su reverso opuesto en la infatigable dedicación a los textos, gracias a la cual sostiene su idea rectora de compromiso ético con la literatura.

Ahora bien, aun cuando los Diarios llevan un registro detallado de los textos que son corregidos en distintas etapas -manuscritos, borradores, galeras, versiones ya editadas-, se constata la reticencia en lo referido a la información acerca de qué tipo de modificaciones son introducidas, respecto de las cuales predomina el carácter elusivo: “Conseguí corregir algunas cosas que me molestaban y, como digo en el posfacio, atenuar otras” (DII: 90). La vaguedad de sintagmas como algunas cosas impide tener una idea precisa de aquello que es corregido. Veamos otro ejemplo: “Corrigiendo lo que puedo de Crónica” (DII: 295). Esta tendencia a la obliteración, mediante la cual se restituye cierto misterio del vínculo íntimo entre autor y escritura -ajeno a la mirada curiosa-, en pocas ocasiones desliza alguna pauta precisa de la operación misma de la corrección. Ya vimos un ejemplo cuando Castillo aclara que rectifica los tiempos verbales al pasar los cuadernos manuscritos a la computadora. Otra cuestión de orden gramatical es la erradicación de leísmos que, en 1965, planea en una hipotética nueva edición de El otro Judas (DI: 262). En 1993, en cambio, la falencia que exige reparación es el “barroquismo casi insuperable” (DII: 60) de La casa de ceniza, texto escrito a los veinte años.

Si aceptamos, como propone Noé Jitrik en Los grados de la escritura, la posibilidad de la corrección en una dimensión más plena que no se limite a detectar falencias sino que además reconduzca la escritura hacia aquello que puede llegar a ser, las instancias de planificación textual resultan informativas sobre los aspectos atendidos por el autor que corrige. En el caso de los textos argumentativos -ensayos, notas periodísticas, conferencias-, las autoinstrucciones suelen recomendar la expansión textual a fin de reforzar el componente persuasivo: “(Desarrollar bien esto.)” (DII: 317); “(Extender esto.)” (DII: 345). En cambio, cuando se trata de textos de ficción, las indicaciones que Castillo se da a sí mismo adquieren mayor complejidad, porque articulan componentes de distinto orden, tales como el tono o la inclusión de información necesaria para la trama. Sobre cierto pasaje de El Evangelio según Van Hutten, el autor fija sus pautas para las ulteriores inserciones textuales: “Breve, no humorístico, bien escrito. No ‘canchero’” (DII: 180). Sobre la misma novela, planea incrementar el espesor estético de una zona descriptiva: “El capítulo del padre Servando, aunque bien corregido ese principio que me molestaba, todavía es precario como descripción del Santo Sepulcro” (DII: 293). La planificación textual puede representarse como un desafío, siempre acorde con el credo estético del autor en lo referido a la forma: “Lo más complicado, ahora, son los datos concretos sobre los rollos, organizarlos y distribuirlos de modo que resulten naturales, novelísticos, no informativos” (DII: 292). Si bien estas pautas que Castillo registra en su Diario suponen correcciones en sí mismas -de acuerdo con la acepción más productiva propuesta por Jitrik-, es posible acordar que permiten inferir además dónde se concentra la acción correctora que el autor lleva delante de forma constante.

La escritura y los otros

La exaltación del rito de la soledad para escribir, reforzado por la nocturnidad o las estadías en San Pedro lejos del frenesí porteño, no supone la exclusión de los otros en el proceso de escritura. Es cierto que el momento propio de la textualización -cuando se desliza el lápiz sobre la hoja o se presionan las letras de un teclado- parece resultar incompatible con la compañía. No obstante, las miradas ajenas autorizadas por Castillo intervienen, generalmente en forma oral, en alguna etapa de la profusión de versiones. Durante el período de las revistas dirigidas por Castillo, el ejercicio de la lectura en voz alta era una práctica muy frecuente, a tal punto que, en una entrada de 1961, el autor alerta sobre las consecuencias en la composición de textos destinados a ser oralizados: “La costumbre (mala) de leer los cuentos en voz alta puede llevar a escribir de un modo tal que el sentido subterráneo, la intención, no estén dados por la palabra escrita sino por la lectura, por la voz” (DI: 180). Esta amenaza de que lo performático pueda ir en detrimento del esmero en la escritura misma no suprime la práctica y, de hecho, en 1992 le sugiere a un escritor joven que, en lugar de reuniones inútiles organizadas por una editorial, esos encuentros sean dedicados a leerse algo entre ellos. La reacción es de desconcierto, porque el interlocutor considera que la lectura de textos en proceso resulta el riesgo de que produzcan robos. Se trata de un temor incomprensible para Castillo, siempre firme en su ética de la forma: “¿Qué clase de escritor puede tener miedo de que le roben algo esencial? Como si la literatura fueran los temas o las anécdotas, y no lo que cada uno hace con eso” (DII: 26).

Precisamente por esa confianza en la creatividad individual para elaborar temas o anécdotas, Castillo comparte avances de sus obras con un círculo muy selecto, en el cual ocupa un lugar destacado su esposa: “Le leo a Sylvia el capítulo del cuaderno de Christiane. En realidad lo lee ella. Por alguna razón, una pequeña prueba que quería pasar” (DII: 154). La intervención de Iparraguirre es incluso más activa cuando el escritor le pide que le escriba una descripción de una tormenta en La Cumbrecita para incluir en uno de sus textos de ficción. Por otro lado, la actitud colaborativa y solidaria de los amigos con la escritura es bien recibida: “Les di a leer la novela a unas cuantas personas. Como era de esperar, las observaciones más sensatas y meditadas son las de Sylvia y Liliana [Heker], aunque Juan [Forn] tuvo un acierto admirable al proponerme un corte en la última charla con el doctor Golo” (DII: 319). Así, las miradas de los allegados realizan aportes que suman instancias de corrección y reescritura en la multiplicidad de versiones alentada por el compromiso con la literatura.

Otra vía para vislumbrar aquello que tan fatigosamente Castillo corrige una y otra vez sigue la línea de las lecturas que el escritor registra a lo largo de sus Diarios. El autor se propone “aplicar a mis escritos lo que he aprendido” (DI: 145), lo cual revela plena consciencia de cómo lectura y escritura se reclaman mutuamente, así como también de un modo de lectura singular propio del escritor ávido de extraer enseñanzas de los textos que transita: “Al leer, uno interpreta el texto: lo mejora” (DI: 180). Estos planteos formulados con la premura propia del diario condensan nociones desarrolladas por Jitrik en el libro ya mencionado:

… la actividad de corregir en la escritura es inherente a la lectura, o sea que el hecho mismo de leer implica un corregir en el cual el “enmendar” no tiene por objeto un error o una pérdida de control en la aplicación de una norma sino un segundo nivel que depende de un “interpretar” que parece, según ya muchas definiciones, indisolublemente ligado a la lectura (2000: 77).

Sucede que las enmiendas e interpretaciones suelen quedar en la virtualidad de la mente de quien lee. Por el contrario, los Diarios se constituyen también en un espacio en que las enmiendas, pese a que no modifican materialmente los textos, se vuelven escritura en un ejercicio que consiste en relevar falencias -estructurales, estilísticas, compositivas- de escritores consagrados, acaso como un modo de incrementar el estado de alerta ante esas decisiones de escritura no compartidas por Castillo.

Los señalamientos del escritor no eluden las consideraciones negativas de autores sumamente admirados, como sucede con La Mansa: “Me parece que Dostoievski equivocó el punto de vista en este relato” (DII: 261). De esta manera, Castillo se perfila como figura autorizada para sancionar incluso a escritores canónicos, en especial si no se trata de sus textos más importantes. A veces el reparo en las enmiendas necesarias asume un matiz solidario, como si se tratara de un aporte a un alumno de sus talleres de escritura. En una entrada de 2001, cuenta que leyó El beso de la mujer araña de Manuel Puig:

…que realmente me impresionó mucho. Le sobran unas cuantas páginas (las extemporáneas notas al pie sobre psicoanálisis, quizás el capítulo final) pero es uno de los libros más intensos y extraños y conmovedores que escribió un tipo de mi generación. El personaje del marica es inolvidable. Y Puig consigue sostener toda la historia sólo con el diálogo: no hay una sola descripción ni otra forma narrativa. Al principio abruma y parece artificial, pero a la larga consigue imponerse por su propio peso. Para mi gusto, Molinita cuenta demasiadas películas, de modo que me salteé varias fui directo a la historia. Creo que este libro, de haber sido sólo un relato breve, de no intentar tener el volumen de una “novela”, habría sido perfecto (DII: 404).

Dejemos de lado el hecho de que Castillo lee, como es esperable, desde su propio credo estético, que le impide apreciar los componentes heterogéneos de la novela de Puig, a quien posiblemente poco le importa esa idea de perfección apuntada con la nostalgia de una oportunidad desaprovechada. Lo que interesa de esta cita es observar el cuidado equilibrio en la constatación de fortalezas y debilidades: dado que las primeras se imponen -aspectos formales como el uso del diálogo, la construcción de los personajes-, la novela se beneficia del reconocimiento de un potencial fácilmente realizable porque los desaciertos consisten en meros excesos. Según esta lectura, bastaría que el texto de Puig se despojara de lo que supuestamente sobra para incrementar su calidad. Así, el comentario asume el tono de una devolución ofrecida a un discípulo que comparte la versión preliminar de una obra.

En otros casos, las críticas son más lapidarias que constructivas: “Más tarde intenté leer En la sangre. Definitivamente, insoportable. Prosa rítmica, absurda. Todas esas frases jadeantes y construidas al revés. Un libro cargado de estupidez y xenofobia” (DII: 410). Finalmente, para no sobreabundar en ejemplos, se puede agregar que, en algunos casos, sus críticas negativas con el consabido señalamiento de errores también fueron públicas y destinadas a contemporáneos; es lo que sucedió con Abbadon (DI: 544-545), de Ernesto Sabato, lo cual generó un distanciamiento irreparable entre los escritores (DII: 137).

Nuestra lectura de los Diarios muestra el quehacer cotidiano de un escritor fuertemente comprometido con su labor literaria, según revela la elaboración incesante de versiones como expresión de una ética de la forma. El cuidado constante de su obra atiende de modo predominante la propia escritura, en detrimento de otras cuestiones vinculadas con contratos, premios, reportajes, frente a las cuales Castillo se muestra menos interesado. Sus textos, entonces, no son abandonados nunca, ni siquiera una vez impresos, puesto que el autor vuelve sobre ellos una y otra vez sin resignar la posibilidad de que sigan mejorando en busca de una instancia ideal que se revela inalcanzable. Los inventarios que consignan lo escrito y los planes de lo que será escrito resultan ejercicios que mortifican al autor cuando lo realizado no se adecua a las expectativas que tiene sobre su propia obra. Y ese es el Castillo que emerge de estos Diarios: un escritor que, pese a la autoridad alcanzada, siempre focaliza en esa obra que mantuvo un carácter provisorio mientras su autor la custodió con espíritu autocrítico, siempre al acecho de una nueva corrección.

Bibliografía

Castillo, Abelardo (2019). Diarios. 1992-2006. Buenos Aires: Alfaguara. [ Links ]

Castillo, Abelardo (2016). Diarios. 1954-1991. Buenos Aires: Alfaguara. [ Links ]

Castillo, Abelardo (2010) [1997]. Ser escritor. Buenos Aires: Seix Barral. [ Links ]

Iparraguirre, Sylvia (2018). La vida invisible. Buenos Aires: Ampersand. [ Links ]

Jitrik, Noé (2000). Los grados de la escritura. Buenos Aires: Manantial. [ Links ]

Villanueva, Liliana (2018). Maestros de la escritura. Buenos Aires: Godot. [ Links ]

1La referencia completa se encuentra al final de este trabajo; de aquí en adelante, aludiremos a los dos tomos mediantes las abreviaturas DI y DII, respectivamente.

2Algunos de estos encuentros son también narrados por quien fue la esposa de Abelardo Castillo desde 1976, la escritora Sylvia Iparraguirre, en su texto autobiográfico La vida invisible (2018).

3Se puede comprender con cuánto pesar mantuvo Castillo esas particularidades de su escritura de juventud si consideramos un fragmento de sus “Mínimas”: “Nunca escribas que alguien tomó algo con ambas manos. Bastas con escribir las manos y a veces es suficiente una sola. La gente en general tiene cara, no rostro” (Castillo 2010: 208, cursiva en el original).

4Si bien se trata de una cuestión ajena a nuestro enfoque, observamos que estos Diarios pueden constituir una fuente sumamente valiosa de informaciones para posibles ediciones críticas o genéticas de los textos de Castillo.

Recibido: 01 de Junio de 2020; Aprobado: 01 de Agosto de 2020

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