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CELEHIS (Mar del Plata)

On-line version ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.41 Mar del Plata June 2021

 

Articulos

Lo literario y lo público: la crítica y la teoría ante el Estado y la propiedad

The Literary and the Public: Criticism and Theory before the State and Property

Francisco Gelman Constantin1 

1 Universidad de Buenos Aires - CONICET

RESUMEN

Recuperando los interrogantes planteados por Marcelo Topuzian sobre cómo pensar las relaciones entre cultura y Estado para comprender el trabajo de la crítica y la teoría, el artículo se propone explorar el vínculo de algunas investigadoras e investigadores literarios con la renovación de las tradiciones anarquistas y autonomistas en las últimas décadas en América Latina. Apelando a esas tradiciones políticas, la labor de los estudios literarios tal como se ve en indagaciones como las de Irina Garbatzky, Florencia Garramuño, Reinaldo Laddaga, Josefina Ludmer, Mariano Mosquera, Fermín Rodríguez y Cecilia Sánchez Idiart -alrededor de los trazos de la postautonomía y la biopolítica- puede entenderse en términos de un hacer público (no estatal) que toma a su cargo lo literario y estético como una dimensión de la riqueza social común. El trabajo de los estudiosos y estudiosas podría definirse entonces como la socialización de esa riqueza en tanto herramienta colectiva, contra cualquier forma de apropiación privada o estatal.

PALABRAS CLAVE: estudios literarios; lo público; lo común; Estado; propiedad

ABSTRACT

In an answer to Marcelo Topuzian’s call to rethink the relationship of State and culture in order to understand the work of criticism and theory, this paper sets itself to explore the link between some literary scholars and the reawakening of anarchist and autonomist traditions in the last few decades in Latin America. Through the lenses of those political traditions, literary studies such as those of Irina Garbatzky, Florencia Garramuño, Reinaldo Laddaga, Josefina Ludmer, Mariano Mosquera, Fermín Rodríguez and Cecilia Sánchez Idiart -along the lines of post-autonomy and biopolitics- are to be cast as a public (non state) practice which addresses the literary and aesthetic as a common social wealth. The work of scholars may thus be defined as that of socializing such wealth as a collective tool, against any form of private or state appropriation.

KEYWORDS: Literary Studies; the public; the common; State; property

En un número reciente de la Revista del CELEHIS, con esa mezcla de retraimiento reflexivo y rotunda actualidad que caracteriza sus últimas intervenciones, Marcelo Topuzian nos invitaba a abordar la labor de la crítica y la teoría en términos de los vínculos históricos entre cultura y Estado. Más que ponderar su vínculo genérico con “la política”, el artículo sugería definir y defender un lugar para los estudios literarios dentro de la materialidad concreta de la arquitectura estatal. Al titular su texto “un debate”, Topuzian adelantaba su propósito de presentar el problema a partir de disputas dentro de la tradición crítica argentina, pero también sugería la conveniencia de abrir hoy una discusión alrededor de estas relaciones entre lo literario, los diversos haceres que lo rodean y el Estado. Es esta sugerencia la que quiero retomar aquí.

Su texto ya estaba en prensa cuando la irrupción de la crisis socio-sanitaria alrededor del covid-19 reavivó algunas preguntas sobre el papel de las humanidades dentro de las tramas complejas que anudan y enfrentan los circuitos transnacionales del capital, la autoridad estatal, las estructuras públicas de amparo colectivo y el sostenimiento de la vida. A medida que la extensión de la cuarentena conllevó la contracción de las economías informales, la pandemia trajo además el estallido en Argentina de diversos conflictos en torno a la ocupación de tierras por parte de familias que ya no podían pagar alquileres, a las que el Estado respondió con represiones policiales violentas. A escala global y local, así, se abrían preguntas y disputas por el sentido de lo público, que han de servir también como fondo tácito de lo que sigue, como incitación coyuntural para una reflexión que excede lo más inmediato del presente pero se ve afectada por él.

De lo que se trata en este artículo es de un recorrido por una parte del trabajo de la crítica y la teoría literaria en nuestro país que retome la pregunta elevada por Topuzian sobre su sitio respecto de la relación entre cultura y Estado. Desde el punto de vista sostenido aquí, cuando los estudios literarios no se piensan como una mediación ante el Estado o dentro del Estado no es tanto porque desconozcan su peso específico o el lugar de la propia práctica profesional, sino más bien porque deciden oponerse programáticamente a él; en un gesto que puede leerse sobre las líneas de la tradición del anarquismo y autonomismo en América Latina, reactivada en las últimas décadas por diversas experiencias colectivas. En particular, creo que el lugar desde el que trabajan varias intervenciones de la crítica y la teoría de las últimas décadas puede situarse bien dentro de la persecución -emprendida por esas tradiciones políticas- de un concepto de lo público que se diferencia de lo estatal, y un concepto de lo común que se enfrenta a la apropiación privada y a la autoridad.

Suplementos culturales

En “Literatura, Estado y crítica literaria: un debate”, Topuzian proponía organizar los recorridos paralelos de Josefina Ludmer y Beatriz Sarlo, en su vínculo complejo con los estudios culturales, a la luz de las críticas dirigidas por David Lloyd y Paul Thomas a la fórmula “cultura y sociedad” de Raymond Williams. Contra la antinomia de Williams y su silencio sobre la inscripción institucional de su propio proyecto, leer a Ludmer y Sarlo a partir de Lloyd y Thomas permitiría -según Topuzian- situar mejor el lugar del Estado tanto en la emergencia de un dominio separado de la cultura cuanto en la constitución de la crítica y la teoría. En sus propias palabras:

La historia de la conformación de un conjunto de prácticas ligadas con el reconocimiento, el manejo, la gestión, el archivo y la trasmisión de fenómenos definidos específicamente como culturales -por ejemplo, los ligados a una literatura y una cultura nacionales- se deja pensar mejor que como lento desgajamiento de una esfera autónoma respecto de sociedad y mercado, como acción y efecto de los procesos extendidos de mediatización y universalización que se suele asociar con el establecimiento de un Estado en sentido moderno, es decir, basado en las lógicas, en principio, jurídicas, políticas y burocráticas, de la representación y la ciudadanía. (53)

Al defender un concepto de cultura como mediación interna al proceso de consolidación del Estado, Topuzian comenzaba a tomar distancia, en la escena teórica contemporánea en Argentina, tanto del habermasianismo en las Pampas cuanto del auge actual de la perspectiva biopolítica. Desde su punto de vista, si la mirada habermasiana exagera la capacidad de la cultura de autonomizarse y regular el Estado, la perspectiva biopolítica, al enfrentarse a la mediación estatal y cualquier modo de comprender la cultura como parte de sus tramas, perdería la capacidad de presentar de un modo consecuente su propio trabajo sobre lo literario.

Trazando hacia atrás su genealogía, Topuzian describía así los vínculos de Sarlo y Ludmer con los estudios culturales como modos de comprender la relación entre lo cultural y lo estatal. Por una parte, la defensa de Sarlo de la crítica como co-constructora de la esfera de la opinión pública, en tanto mediación democratizadora de las relaciones entre Estado y sociedad, en las disputas por una cultura y una lengua nacionales. Por otra parte, la caracterización de Ludmer de la esfera de la cultura nacional y la institución literaria como puestas al servicio del Estado: con autonomía y distancia mediadora, la cultura y lo literario no serían menos parte de la operación de sujeción de la sociedad al Estado, lejos de cualquier cualidad inherentemente democrática.

Entre Sarlo y Ludmer, Topuzian veía la herencia disciplinaria presa de una disyuntiva insuficiente: o esteticismo y crítica para una cultura nacional -en términos de la esfera pública habermasiana o de la “cultura” a secas en el sentido de Williams-, o politización radical y crítica absoluta de la cultura en términos estatales -en clave Lloyd y Thomas-. Desde su punto de vista, la única salida posible de esa disyuntiva sería revisar el concepto de Estado, siguiendo las líneas del progresismo latinoamericano, para pensarlo a él mismo como una mediación crítica respecto del mercado, y poder admitir entonces sin dificultades la dependencia de la cultura, la crítica y la teoría respecto de la lógica de lo estatal.

Esa réplica final, en la que una comprensión genuina del trabajo de los estudios literarios requeriría un concepto de Estado mediador contra los avatares del mercado -en otras palabras, el progresismo cultural como única alternativa al neoliberalismo-, aclara cabalmente el recorrido del artículo. Especialmente, explica por qué Topuzian podía remitir abundantemente a Williams, Habermas y Lloyd y Thomas, pero las alusiones omitían por completo palabras como “capitalismo” o “propiedad”.

Mientras que pensar el Estado moderno sin referirlo al desarrollo del capitalismo industrial y sus formas de apropiación de los recursos sociales resulta seductor para un argumento en clave nacional-popular, en la teoría de Williams, como sabemos, el concepto de cultura emerge del proceso de modernización capitalista, en su vínculo con la industrialización y la división del trabajo, como promesa restitutiva. Con todo, la identificación romántica de la cultura con el quehacer artístico, enfrentado a la tecnificación industrial, implica su reducción al trabajo especializado de unos pocos; por eso, Williams opone a esa visión una “cultura común” como “forma integral de vida”, que “no puede colocar restricciones absolutas en el acceso a sus actividades” (336).

Ahora bien, al retomar del Romanticismo la oposición entre cultura y sociedad capitalista industrial, el estudio de Williams tiende a proponer un concepto enteramente afirmativo de la cultura (a lo sumo pasible de desviaciones aristocráticas), que ignora sus vínculos con la instauración del orden estatal. Contra esas limitaciones se erige la argumentación de Lloyd y Thomas: lejos de la antítesis cultura-sociedad de Williams, “Culture and the State desarrolla la función que cumple la cultura para el Estado, es decir, el modo en que […] viene a jugar el papel de formar ciudadanos para el Estado moderno” (1). La autonomización de la cultura aparece como una parte inherente de la fragmentación de la experiencia social en esferas dentro del capitalismo y es vital para su administración centralizada bajo la rección estatal en la medida en que forma sujetos de representación.

Sin embargo, la autonomía de la cultura como “suplemento del Estado” (46) cerrado sobre sí mismo no comprende todo el horizonte de la dimensión cultural de la vida colectiva (tal como la autonomía de la literatura no es una condición necesaria del estudio de lo literario). En la segunda mitad de su trabajo, Lloyd y Thomas reconstruyen aquellas posiciones dentro de la clase trabajadora inglesa que critican la lógica de la representación, la separación de la cultura respecto de lo político, lo social y lo económico, y los modos estatales de abordar el vínculo entre cultura, arte y educación. En su lectura, quienes integraron el movimiento chartista en Inglaterra

estaban comprometidos con la unidad de lo económico y lo político en el mismo espacio, así como con la necesidad de una educación que reconociera y fuera parte de esa unidad. Insistían en la necesidad de autonomía de las instituciones de la clase trabajadora, como forma de proteger la integridad de un análisis desde la clase de las relaciones sociales y económicas, y una concepción alternativa de la cultura y los valores. (126)

La autonomía de clase, por paradójico que suene, converge con la oposición a la autonomía de la cultura o las artes; puede faltar allí un concepto de “cultura” como una entidad separada, pero operar de todos modos una concepción alternativa de lo cultural, imbricado con las demás dimensiones de la existencia colectiva (lo político, lo económico, lo social) y enfrentado tanto a la extracción capitalista de las riquezas sociales cuanto a la autoridad del Estado.

Ese modo anticapitalista y antiestatal de sostener la dimensión cultural de la vida en común propio del chartismo -cuyo correlato contemporáneo buscan Lloyd y Thomas en los movimientos sociales antirracistas, feministas y ecologistas radicales que vuelven a escapar de la fosilización de la división en esferas, y en los que “un compromiso prolongado con los aparatos del Estado puede implicar [su] ‘detención’” (159)-1 es el que perseguiremos en lo que sigue, poniendo el foco en los vínculos entre los estudios literarios y el anarquismo y autonomismo.

II - Conjunciones y sinergias

Cuando busca hacer las paces entre los estudios literarios y un Estado mediador, Topuzian insiste en tomar distancia de la “resistencia culturalista imaginarizada” que percibe en el antiestatalismo de Ludmer (63), o de cualquier “autocaracterización imaginaria falsamente anarquizante de las labores de docentes e investigadores” (59). Aunque como investigador literario me resista a usar peyorativamente la cualidad de “imaginario”, me interesa subrayar que en América Latina el más allá del Estado y el mercado capitalista que concierne al anarquismo o al autonomismo no se deja encerrar cautamente dentro de la sola imaginación. Muy por el contrario, en las últimas décadas está en el centro de numerosas experiencias colectivas concretas, que se propusieron desarrollar autonomía popular y oponerse a aquella subsunción creciente de lo social bajo la autoridad estatal que diferentes gobiernos de la región defendían entonces como única alternativa a la devastación capitalista en su variante neoliberal.

Esa es precisamente la panorámica que propone la investigadora y activista mexicana Raquel Gutiérrez Aguilar en Horizontes comunitario-populares. Producción de lo común más allá de las políticas estado-céntricas, de 2017. De acuerdo con ella,

a comienzos del siglo XXI en varios países de América Latina resurgió vigorosa la capacidad colectiva de intervenir en asuntos públicos a partir de la movilización social caótica y enérgica que impugnaba y desbordaba el aparato institucional de la democracia procedimental neoliberal […] [, una] multiforme capacidad colectiva de insubordinación a lo que se iba imponiendo, de manera diversa, como sistemático despojo de la riqueza social y de la posibilidad de intervenir en la decisión sobre cuestiones públicas (18).

Gutiérrez Aguilar se refiere a la Guerra del Agua en Cochabamba en 2000, los “levantamientos urbanos” en Argentina en 2001, las “reiteradas movilizaciones y levantamientos de tramas comunitarias indígenas” en Bolivia y en Ecuador, y las “movilizaciones y marchas en torno a la Minga” en Colombia (18n); desplazando algunos años el margen temporal, podría incluirse en la misma línea el largo aliento de la CECOSESOLA en Venezuela (103 y ss.), el zapatismo (113) y el movimiento de reforma sanitaria en Brasil que condujo a la organización de los consejos y comités de salud (Paim y otros). Desarrollando el caso argentino, bien podemos retomar la caracterización de esa experiencia como un momento en el que “[l]os escraches de H.I.J.O.S., los clubes de trueque, las asambleas barriales, las fábricas recuperadas, los piquetes fueron prefiguraciones de la postestatalidad” (Sztulwark 2019: 18).

Lo que importa destacar de esos recorridos por el continente es que, a la hora de describir y aglutinar un universo muy diverso de prácticas sociales enfrentadas a la acumulación/apropiación capitalista y a la autoridad del Estado, se apoyan fuertemente en conceptos de lo común y lo público que, creo yo, ofrecen un soporte muy adecuado también para el modo en que algunos estudiosos y estudiosas literarias argentinas piensan hoy su propia labor, en esa zona que va de la postautonomía a la biopolítica, con diversos matices e inflexiones. La sinergia entre movimientos sociales y prácticas de la crítica y la teoría sugiere una discontinuidad histórica propia de las últimas tres décadas y obliga a relativizar las conclusiones que se quiera sacar de rastreos genealógicos más largos y ajustados a la hipótesis de una autonomía institucional estricta de los estudios literarios.2

Lo común y los comunes, entonces, están en el centro de los argumentos de Gutiérrez Aguilar, y de mucho más del pensamiento político anarquista y autonomista del continente.3 Bajo esas palabras se nombra a la vez la “cristalización multiforme, difusa y dúctil del hacer” social en la medida en que se sustrae tanto de la apropiación privada cuanto de la autoridad central del Estado y “el punto de partida del despliegue del hacer” (Gutiérrez Aguilar: 121; itálicas del original). A la vez condición y resultado, lo común es la riqueza colectiva -viva y técnica, mineral y lingüística, cultural, política y económica a la vez- desde el punto de vista de su reapropiación social, de la desprivatización y la recuperación comunitaria de la capacidad de decisión igualitaria sobre su uso.

Es bajo esa misma óptica que se procura, en otros términos, un “más allá de lo público como adaptado a lo estatal” (Sztulwark 2016: 25) o “una contra esfera pública formada por diversidad de comunidades de vida” con eje en “una ética del bien común” (Rivera Cusicanqui: 52). Ese registro de lo público no estatal se aparta visiblemente de aquella esfera pública de Habermas como ámbito que “media entre el Estado y las necesidades de la sociedad” a los efectos de arbitrar las relaciones entre los intereses mercantiles privados y el orden jurídico que buscan establecer los Estados modernos europeos (18-19, 62). Así, lo público tal como lo concibe el sociólogo anarquista uruguayo Alfredo Errandonea tiene mucho más que ver con el “reconocimiento, cuidado y producción” de lo común que preocupaba a Gutiérrez Aguilar (121) que con una mediación ante o dentro del Estado:

la sociedad como tal, toma bajo su responsabilidad colectiva el desarrollo de ciertas actividades o la atención de ciertas necesidades o el cumplimiento de determinados servicios, que su conciencia común concibe como requerimientos de todos, a los que entiende como derecho de todos, por lo que su prestación asume carácter colectivo. Ellos no son patrimonio de nadie ni pueden ser apropiados por ningún sector de ella. Constituyen ‘cosa pública’. (50-51)

Lo público, así, puede ser “ocupado estatalmente” (61), pero no coincide por sí mismo con lo estatal, sino que más bien la estatalización limita las posibilidades de acceso, y restringe su gestión colectiva y radicalmente democrática.

Aunque muchas veces es difícil distinguir sistemáticamente lo público no estatal y lo común, a los efectos de este artículo podríamos llamar pública a una zona del hacer colectivo sustraída de la acumulación privada y del monopolio de la decisión, y común a aquella materia que la labor pública toma como objeto de su cuidado y se encarga de hacer circular y medrar. Y, de ese modo, encontrar el lugar de la teoría y la crítica como trabajo público en torno al común de la lengua y lo literario.

III. Un común literario

La comprensión de lo literario y la lengua en términos de lo común puede perseguirse a lo largo de investigaciones como las de Cecilia Sánchez Idiart y Florencia Garramuño. En Reinventar lo común, Sánchez Idiart parte de la existencia de un conjunto de movimientos sociales que parece coincidir en carácter con los que atraían la atención de Gutiérrez Aguilar:

las políticas de lo común movilizadas por una serie amplia de luchas e insurrecciones emprendidas al menos desde los años noventa contra cualquier forma de apropiación privada o estatal […] sobre cada vez más dominios de la vida social aspiran a la constitución de prácticas democráticas de autogobierno, deliberación y uso colectivo de tierras, saberes y recursos (2020a: 12)

Y el vínculo de los materiales literarios con los que trabaja Reinventar lo común con esas luchas e insurrecciones no es meramente temático:

Un conjunto de ficciones latinoamericanas publicadas entre comienzos de los años noventa y el presente se vuelca, en particular, hacia una indagación de lo común que apuesta por la producción de modos de vida colectivos apartados de los dictámenes que los dispositivos de poder y el capital imponen sobre los cuerpos. […] la literatura se lanza a la invención de tiempos y espacios compartidos, la elaboración de nuevos saberes sobre lo viviente, […] y la composición de asociaciones horizontales entre cuerpos […]. Lo común configura, así, estéticas y políticas de la vida compartida que iluminan prácticas novedosas de cuidado y uso de los territorios y los cuerpos, al mismo tiempo que trabajan con la materialidad de la lengua como zona de fértiles encuentros, desbordes y contaminaciones. (8)

En el terreno de las “estéticas y políticas de la vida”, la “materialidad de la lengua” en esas novelas es ella misma parte de lo común. “[E]xplorar las dimensiones estéticas de lo común” a partir de escrituras de ficción implica situar a esas escrituras como una zona del mismo dominio de lo común, como parte integrante de los experimentos de “producción de modos de vida colectivos” (13, 22). Colocar esa producción verbal en términos de un común inapropiable supone destacar en ella una serie de atributos: “la escritura fabrica contigüidades”, “produce contagios y alianzas”, integra procesos vitales de “aprendizaje”, realiza montajes, deshace jerarquías, etcétera (2020b: 200, 215). Toda una serie de potencialidades que sugieren pensar lo literario y trabajar sobre él de un modo que no lo aísle ni parcele. En este sentido es que se extiende la propuesta de Garramuño.

En Mundos en común, en efecto, Garramuño aborda un conjunto de obras latinoamericanas de las últimas décadas que participan de la puesta en crisis de las ideas de pertenencia, especificidad y autonomía en las artes y las letras, y por esa vía “ofrecen imágenes de comunidades expandidas y hospitalarias” (13-14). Así,

Por sobre el cuestionamiento del “medio específico”, al cuestionar también la especificidad del sujeto, del lugar, de la nación, hasta de la lengua, muchas de estas prácticas crean una noción de lo común que permite imaginar una comunidad más allá de la esencia producida colectivamente, incluso más allá de la identificación homogénea que funda la pertenencia. (39)

Lo literario o estético trabaja por su propia constitución como un registro de lo común, un archivo de disponibilidad irrestricta. Contra el museo como forma de la muerte institucionalizada, la producción de lo común literario o artístico es una apuesta por su supervivencia como posibilidad abierta para cualquiera, indiferente a aquello que autoricen “el nacionalismo o el capitalismo” (54, 64).

Las obras funcionan como el soporte de afectos que “pudieran pertenecer a cualquiera, al ser cualquiera que sea, y ya no definir una personalidad o un sujeto” (87), en el mismo sentido en que Sánchez Idiart veía a sus obras “obstinarse en la producción de una voz que pierde sus atributos individuales para volverse común” (2020b: 206). Para ambas investigadoras, la constitución de lo literario como común incluye el vaciamiento de atributos del lugar de la enunciación, para que ese reportorio pueda mudarse de un territorio a otro y conectarse a sujetos cualesquiera, subsistir como “corpo público” -en palabras de Ricardo Domeneck que cita Garramuño (90).

De acuerdo con Mundos en común, el quiebre del aislamiento de lo literario como el patrimonio decantado de una disciplina artística, una nación y un autor robusto, solo disponible para un público de especialistas, involucra también que la investigadora o el investigador socave su propia experticia: “Para un arte inespecífico, pues, una crítica inespecífica” (41). Los estudios literarios colaboran con “una mutación en los sentidos y usos -o modos de usar- del arte en la sociedad contemporánea” (89), para consagrarlo como común.

Con todo, lejos de ser por completo y perpetuamente inapropiables, lo literario y el lenguaje en general siempre pueden en última instancia ser incorporados al circuito del valor y sujetados a la autoridad de los Estados -tal como puede ocurrir con una tierra, un bosque o un hospital-; el trabajo activo de lo público debe operar para impedir esa apropiación excluyente y sujeta a la lógica de mando. Ese trabajo es, creo yo, lo que Sánchez Idiart y Garramuño llevan a cabo implícitamente, y que textos como los de Ludmer y Fermín Rodríguez exponen de manera más programática.

IV. La imaginación pública

Volvamos entonces -sí, otra vez- al Aquí América Latina de Ludmer, para intentar repensar una de sus categorías centrales: la de “imaginación pública”. Y es que vale la pena intentar leer la expresión “imaginación pública” no como una simple difuminación de la “opinión pública”, sino en serie con “salud pública”, “educación pública”, “patrimonio público” o “plazas públicas”, donde el atributo de “público” no describe simplemente su visibilidad ante un debate social en un sentido habermasiano, sino que remite a la existencia de una actividad colectiva, dentro de espacios institucionales concretos y también fuera de ellos, dirigida a atender una necesidad compartida, a sostener y expandir un bien común.4 Una actividad que puede disputar por el acceso a los recursos extraídos y administrados por el Estado para sostenerse, pero que repudia insistentemente la sujeción a sus directivas, mientras se esfuerza en construir mecanismos que amplíen la participación colectiva en la decisión sobre sus fines.

La imaginación pública es, como explicita Ludmer, una “fábrica”, “un trabajo social anónimo y colectivo” que “desprivatiza”, “expropia” y “nos deja salir de las representaciones fijas del saber”. Las investigadoras e investigadores literarios se cuentan entre los operarios de esa fábrica, dedicados a recorrer lo literario más allá de él, hacia los puntos de fusión de “lo económico, cultural, social, político, nacional, global” (2010: 11-12, 116, 138). La imaginación pública aglutina aquello que el capitalismo y los Estados cortan y separan, como cuando colabora con la “situación de pérdida de autonomía de la literatura (o de ‘lo literario’) [que] es la del fin de las esferas” (153). Responde y contesta “las desnacionalizaciones y privatizaciones de lo público” propias de neoliberalismo, “las pérdidas y desposesiones de lo común” -incluidas la apropiación y mercantilización de “los ríos, las montañas y la lengua misma”-, pero no lo hace apostando por la reconstrucción de los Estados-nación o la cultura nacional, sino mucho más cerca del trabajo anónimo del colectivo Wu Ming y “la idea chomskiana y anarquista de que la creatividad es de todos” (160, 166, 189, 202).

No es una circunstancia cualquiera, entonces, que en el centro de Aquí América Latina esté un diario del año 2000 “como camino al apocalipsis del 2001”, entre “los primeros estallidos del estado latinoamericano” (25, 32), puntuado por piquetes y el movimiento de desocupados, los okupas, la “desobediencia civil” y la “defección en masa del estado” correlativos al “fin de la confianza en la representación política” (32-33). Entre esas coordenadas, las entradas del año 2000 componen, tampoco inocentemente, un “diario sabático”, en el que Ludmer se licencia de sus obligaciones institucionales. Los años sabáticos no detienen el hacer sino que suspenden la coerción que recae sobre él. Un año sabático puede seguir incluyendo el dictado de clases, la escritura o cualquier otra tarea de las que llevan adelante las estudiosas y estudiosos literarios; lo único que forzosamente se detiene es la sujeción de esa labor a las imposiciones reglamentarias que descienden en las instituciones de las autoridades a quienes trabajan. Si el trabajo “era el valor máximo de la modernidad, la posibilidad de dar forma a lo informe y duración a lo transitorio […] [, h]oy el trabajo ya no sirve para formular identidades y proyectos de vida” (102-103). La abolición anarquista del trabajo -en el diario sabático y más allá de él- no es la inmovilidad, sino la recuperación de la autonomía del hacer, para que pueda, entre otras tareas, tomar a cargo la imaginación pública y la fábrica de lo común.

Desde un tiempo presente alimentado por prefiguraciones de postestatalidad, Un desierto para la nación de Fermín Rodríguez parte igualmente de la imaginación pública, para regresar a las tramas verbales y sensibles de los orígenes del Estado argentino. El trabajo de la investigación consiste en internarse en el archivo de los discursos sobre el que viene a montarse el Estado pero para hacer emerger aquellos otros enunciados que traen relatos de formas no estatales de poder, federativas, “formas comunitarias de autogobierno” y de propiedad colectiva, con puro derecho de uso, de los colonos galeses a las tribus de llanura pasando por los baqueanos desobedientes (2010: 314, 393).5 De esas capas estratificadas de decires y percepciones se recorta la labor de indagación como apertura de posibles conservados en la escritura:

Un desierto para la nación es menos una historia que una cartografía de algo que podría haber sido y no fue: […] un mundo repleto de vidas que no se identifican con el Estado ni con el mercado, libre de necesidades y de toda sujeción a la autoridad. ¿Qué queda de ese potencial soñado, en este cementerio de enunciados pulidos y emparejados por la repetición donde yacen, semienterrados, sueños de trabajo no alienado, de sustracción, de comunidades sin gobiernos fundadas en la solidaridad y en la cooperación? (19)

Los estudios literarios trabajan, en efecto, sobre lo que queda y puede reactivarse de ese “cementerio”. La imaginación pública precede lógica y cronológicamente al Estado y actúa sobre el común de la tierra, siempre ya inscripta por otros trazos y por ende “un bien territorial y textual” (15), y puede o no hacer de ella un uso estatal. En este caso, entonces -como destacaba Topuzian sobre la tradición ludmeriana-, literatura y crítica o teoría se ubican en un mismo nivel de acción sobre el territorio (que incluye las marcas del resto de los discursos). Pero esa continuidad no es un accidente en la autocomprensión profesional del estudioso, sino una postura programática: en una investigación que pone en evidencia la relación vertical de dominio que entablan los relatos de viajeros sobre las voces de los baqueanos o los poetas cultos sobre los gauchos, es un gesto consistente que la voz del investigador no se ubique en un nivel superior, sino como dispersión interna al territorio de los discursos que recorre.

Su función pública en ese espacio, cuando se ha acabado “la propiedad pública del suelo” (243) es reavivar lo extinto, aprender otras lenguas, recolectar y reagrupar, liberar formas de percepción y habla de su sujeción y explotación por parte del mercado capitalista y el Estado. Como la del baqueano, su labor dentro de la imaginación pública es esencialmente conjuntiva, a través de las líneas y los tiempos, puesto que “leer desde el punto de vista del baqueano es multiplicar lo viviente aumentando sus conexiones” (202). En esa proximidad de distintas lecturas y escrituras que recorren una misma tierra, la disyunción verdaderamente significativa es política (es decir, también, entre economías, culturas asociativas,…): entre dominación e insubordinación; por eso, más que a la posición de un texto en un jerarquía estética autónoma, la pregunta de Rodríguez se refiere a aquello para lo que “la literatura sirve” (19). Es ese el nivel en el que se instalan también las investigaciones del próximo apartado.

V. El régimen práctico y la mirada de lxs artesanxs

Si, como mostraban Lloyd y Thomas, la constitución de una esfera autónoma de la cultura, en la que rija la finalidad sin fin, es parte integral de la consolidación del Estado moderno en su gestión de las vidas bajo parámetros capitalistas, los estudios literarios que entran en sinergia con el anarquismo y el autonomismo no tienen inconvenientes en hallarle funciones a lo literario y estético, a perseguirlo en sus inscripciones prácticas en las tramas de la vida. Por eso abunda entre esos estudiosos y estudiosas la categoría de “uso”. La reivindicación del uso está relacionada con la disputa del derecho de propiedad -imbricación originaria entre extracción capitalista de valor y juridicidad estatal-, y es también una noción clave en las concepciones anticapitalistas y antiestatales de la relación entre el hacer y la técnica.

En efecto, en Lxs artesanxs libertarixs y la ética del trabajo, Silvia Rivera Cusicanqui y Zulema Lehm Ardaya mostraron de qué modo en la autoorganización gremial y política de artesanos y artesanas de Bolivia (que, otra vez, es también, e inherentemente, cultural, económica, etcétera) la práctica del trabajo manual aparece como el fundamento ético para la subjetivación colectiva contra el tutelaje estatal y la expropiación capitalista; es “la figura del artesano-intelectual, cuya gran avidez por la lectura y amor por el arte y los logros espirituales del ser humano se conjunciona con la valorización del trabajo manual como una elevada expresión de la creatividad individual y colectiva” (228). En ese sentido, si “lxs artesanxs libertarixs” se organizan a partir del reconocimiento de una maestría en el manejo de sus herramientas, ese dominio técnico no depende de la posesión legal, sino de un acceso que muchas veces viene decidido por el préstamo y el uso compartido (112, 196). La mirada del artesano hace sobresalir el uso de herramientas potencialmente comunes, en el que el hacer se recupera por y para lo colectivo, superando toda jerarquía y propiedad.

Así puede comprenderse, entonces, que -en esa misma zona de la crítica y la teoría literaria argentinas que venimos recorriendo- el ejercicio de los estudios literarios como labor pública pueda tomar ese común literario y estético como un reservorio técnico susceptible de servir a determinadas funciones, de ser usado dentro de un “régimen práctico”. La “defensa de la ‘artesanía’” como concepción técnica de lo literario o estético se enfrenta a la institucionalización jerárquica, a la industrialización capitalista y a la lógica de la autonomía que “exili[a] lo estético en una esfera separada del mundo de la vida” (Costa: s/p). Bajo esa luz, los estudios literarios pueden comprenderse como el trabajo público de socializar aquellas herramientas que compondrían el archivo de la cultura, para disponerlas a un plural de usos futuros.

La labor de los estudios literarios como administración colectiva (no patrimonial) del patrimonio cultural -o, muchas veces, cultural y natural indistintamente- es un trabajo sobre el acceso que no coincide con su simplificación o con la develación de un misterio oculto. Incluye ciertas formas la desauratización y adelgazamiento de la autoría que -como veíamos- hagan posible el uso colectivo, hasta la efectiva fabricación de ese anti-patrimonio mismo. Pensemos, por ejemplo, en el trabajo paciente de Irina Garbatzky alrededor de performances poéticas de los ochentas rioplatenses y el modo en que crea un archivo de aquello que más lo elude, para poder multiplicar las miradas sobre sus materiales y que puedan aparecer, entre otras dimensiones, como un “reservorio de procedimientos” (249).

No se trata de una exigencia utilitaria dirigida a los creadores y creadoras, sino del punto de vista desde el cual la crítica y la teoría pueden abordar sus creaciones, en términos de la “reapropiación colectiva de la riqueza material disponible, de la posibilidad de decisión sobre ella, es decir, de su gestión y usufructo” (Gutiérrez Aguilar: 36), contra el monopolio disciplinar, la mera administración tradicional de la cultura nacional por parte del Estado como un museo estéril y la capitalización propietaria. Desde el 2001 argentino, por ejemplo, lo literario y la cultura pueden proyectarse en tanto “depósito de saberes útiles para situaciones sin comando, una zona experimental de imágenes para la suspensión de automatismos y para el replanteo de los enlaces sensorio-motrices habituales; un fondo de afectos para las conmociones y las sublevaciones” (Sztulwark 2019: 135).

Si los estudios literarios se entienden así como la socialización de herramientas, la palabra “herramienta” -Ludmer decía también “instrumento” (2010: 137)- tiene pleno espesor. En investigaciones como la de Mariano Mosquera está en juego un “materialismo discursivo”, que descarta la oposición entre lo útil y lo estético propia del romanticismo, tanto como la diferencia entre técnica y cultura (179, 183), en un sentido complementario con las objeciones de Lloyd y Thomas a la alianza entre romanticismo y marxismo elaborada por Williams. Como sugiere la sensibilidad del artesano, la perspectiva técnica no implica la desaparición de la dimensión de la forma, sino la ampliación del punto de vista hasta el “proceso de donación de forma” (187), lo que en otra parte -en filigrana sobre la relación del alfarero con la arcilla- he llamado “puesta en forma” (Gelman Constantin 2019).

Mosquera propone una genealogía del artista como “ingeniero vital”, en la que lo literario ya no podría suponer el aislamiento respecto de otros terrenos de la producción social en términos de autonomía estética (181). Contra un funcionalismo demasiado simple, la productividad del arte implica un hiato entre creación y uso, tal que la indeterminación entre el acto técnico de producción y los efectos posibles de lo producido es decisiva; pero es una distancia compartida con cualquier otra técnica, en la que se decide contingentemente su “incorporación o resistencia” en los “mecanismos de poder” o la posibilidad, por caso, de una “democratización” del uso de la palabra (187, 189).

En esa misma clave puede situarse Estética de la emergencia de Reinaldo Laddaga, que apela continuamente al autonomismo italiano y toma entre sus referencias al 2001 argentino, “colapso contemporáneo al despliegue de una extraordinaria creatividad al nivel de la invención de las formas de asociación: en las formas de la práctica política (asambleas, asociaciones de desocupados...) o económica (cartoneros, clubes de trueque...)” (92). Laddaga recoge “proyectos” que exceden las definiciones históricas de la literatura y las artes -de Schiller a los distintos romanticismos europeos-, vinculados con “la aparición de nuevas formas de subjetivación y asociación [que] desbordaba las estructuras organizativas del Estado social” y opuestos a la avanzada privatista en las últimas décadas del siglo XX (28, 7-8, 60).

Los proyectos tienen a su cargo la producción de lo común (una biblioteca transmedial, una forma no capitalista de mercado, una mitología para el movimiento global de protesta, una comuna,…) o su resguardo (un espacio verde, un edificio histórico,…), a través del anudado de palabras, imágenes e instituciones. La investigación de Laddaga se dirige a sus materiales como “un repertorio de acciones” (22) y como porvenir abierto: “como precedentes o como casos […], en cierta manera, instrumentos” (154-155). Ante su mirada,

un número de artistas y no artistas se consagran a realizar iniciativas que implican la movilización de una serie de recursos disponibles para el despliegue de conversaciones creativas donde se construyen discursos e imágenes a la vez que se edifican microesferas públicas experimentales. La condición de estas operaciones es que en ellas no se prescriba una serie cerrada de usos legítimos de estos recursos. […] Más aún: la condición de estos proyectos es que al menos algunos de los que participan hagan un uso no artístico de los recursos que ellos reúnen. (284-285)

Recuperando así “figuras del dominio público, el commons, lo común” (290), Laddaga propone un régimen práctico como modo de trabajar con lo literario y estético, que advierte la potencialidad de recursos técnicos particulares -la construcción de personajes, ciertos quiasmos poéticos, algunos modulaciones de la voz, etcétera- para usos vitales inespecíficos. Los estudios literarios se encargarán de multiplicar la posibilidad de los usos ilegítimos de lo literario y estético, de fomentar una disponibilidad común de ese repertorio inventivo, para que esas prácticas locales se anuden a otras por venir.

Entre Laddaga, Mosquera, Garbatzky, Rodríguez, Ludmer, Garramuño, Sánchez Idiart y otros y otras tantas, lo que puede reconstruirse es un modo de comprender y llevar a cabo el trabajo de los estudios literarios como un hacer público que toma a su cuidado lo literario como riqueza común. No apenas reticentes sino abiertamente enfrentados a las lógicas de la apropiación capitalista o estatal, estos investigadores e investigadoras alrededor de la biopolítica y la postautonomía proponen un modo de operar sobre textos e imágenes (proyectos, obras, discursos) en sinergia con algunos desarrollos característicos del anarquismo y el autonomismo en América Latina, reactivados en las últimas décadas, que ponen en primer plano esas nociones de lo común y lo público no estatal. En esa clave, la crítica y la teoría operan sobre el anti-patrimonio técnico de la literatura y las artes para socializarlo como herramientas para futuros posibles, de vidas menos enajenadas y sometidas, o -lo que es lo mismo- libres y en común.

* Francisco Gelman Constantin investiga como becario postdoctoral del Conicet en el Instituto de Literatura Hispanoamericana de la UBA. Está adscripto allí a una cátedra de Teoría y Análisis Literario, y ha dado clases en diversas instituciones públicas y comunitarias. Estudia las relaciones entre lo literario, y las prácticas y saberes de la medicina. Entre sus últimas publicaciones se cuentan la antología de poemas de Virna Teixeira El mapa dolorido del cuerpo/O mapa dolorido do corpo (2021, compilación, traducción, notas y estudio preliminar), “Cuerpos entre muros. J. G. Noll en el hospital” (2020), “Diarios de cuidado. Tiempos y modalidades de la escritura desde la vulnerabilidad” (2020), “Usos de lo literario en las Humanidades Médicas: leer a William Carlos Williams y John Berger/Jean Mohr” (2021) y “Poesía y Humanidades Médicas desde el Cono Sur” (2019).

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1 En un excurso, Lloyd y Thomas intentan pensar sus apostillas sobre los movimientos sociales actuales a través de Hegemonía y estrategia socialista de Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, pero hallan en el dúo franco-argentino una “sorprendente” parcialidad (159-161). En rigor, el cortocircuito no es nada sorprendente: la articulación simbólica entre demandas de Hegemonía y estrategia socialista pertenece por completo a la órbita de la maquinaria estatal, tal como La razón populista haría evidente unos años después (Sztulwark 2019: 31-34). En ese sentido, pertenece al mismo experimento de capitalismo “social” dentro del Estado que Lloyd y Thomas critican en el proyecto personal de Williams, muy diferente del marxismo antiestatalista reivindicado por ellos o de las posiciones anarquistas y autonomistas a las que me refiero en este artículo; por eso, aciertan sustancialmente al caracterizar el modelo de Mouffe y Laclau de “emancipación meramente política” dentro del marco restringido de la democracia representativa (Lloyd y Thomas: 162).

2Algo de esta lógica de lo discontinuo, incompatible con un uso cotinuista de la genealogía, es lo que destaca Ludmer cuando ofrece su propia autobiografía como crítica y subraya los cortes epocales que puntúan sus libros (2009). No se trata de descartar la genealogía como procedimiento de investigación, sino de refinar el sentido y los límites de su empleo, así como de permitirse exceder las fronteras disciplinarias como marco de una historización de las prácticas.

3En Europa pueden distinguirse hasta cierto punto el linaje del autonomismo a partir del obrerismo italiano, y el más extenso de las corrientes anarquistas francesas y españolas (o rusas), y en todo el mundo varios autores y autoras, y colectivos han señalado diferencias en el modo en el que el anarquismo y el autonomismo conciben el poder (de las que desprenden diferencias estratégicas); sin embargo, al menos en la América Latina contemporánea, los entrecruzamientos y puntos de encuentro no son menos evidentes. A los efectos de este trabajo prefiero más bien subrayar la genealogía compartida, como la dejan traslucir Pierre Dardot y Christian Laval cuando identifican la importancia en el autonomismo de la idea proudhoniana de la propiedad como robo (200); e inscribo en esa genealogía, sin mayores discriminaciones, a las autoras y los autores anarquistas y autonomistas latinoamericanos a los que apelo a lo largo del artículo: Gutíerrez Aguilar, Errandonea, Sztulwark y Rivera Cusicanqui.

4Es sin duda también el sentido en juego cuando se defiende un “sistema público” de investigación contra las decisiones de las autoridades de los organismos de ciencia y universidades que favorecen la privatización y mercantilización del conocimiento (JCP: 13).

5Sobre ese fondo, en sus trabajos posteriores puede rastrearse la expansión hacia una respuesta a las formas contemporáneas de “destrucción de lo común”. (Rodríguez 2017: 52)

Received: November 19, 2020; Accepted: March 04, 2021

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