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Pampa (Santa Fe)

versión On-line ISSN 2314-0208

Pampa  no.25 Santa Fe jun. 2022

http://dx.doi.org/https://doi.org/10.14409/pampa.2022.25.e0050 

Artículos

El neodesarrollismo como el programa de la industria dependiente

Neodevelopmentalism as the dependent industry program

1Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales del Sur (IIESS) - Universidad Nacional del Sur (UNS) - Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)

2Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales del Sur (IIESS) - Universidad Nacional del Sur (UNS) - Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)

Resumen

Es posible denominar como neodesarrollista al proceso político-económico que atravesó la Argentina entre 2002 y 2015. Estuvo caracterizado por un cambio en las políticas macroeconómicas que, hasta 2008, impulsaron una recuperación económica, con énfasis en la industria y la creación de empleo. Este artículo sostiene el argumento de que el neodesarrollismo fue el programa de la fracción industrial del bloque en el poder, que buscó reproducirse a sí mismo en función de sus propias características de dependencia. De modo que sus alcances estaban determinados por la capacidad de apropiarse de flujos de valor que garantizaran su reproducción ampliada, lo cual tensionaba con otras clases sociales –centralmente, las clases populares y las fracciones agroexportadoras del bloque en el poder. Se ofrece una periodización del neodesarrollismo basada en la dinámica de la acumulación y las disputas por la legitimación.

Palabras clave Neodesarrollismo; Bloque en el poder; Dependencia; Legitimidad

Abstract

The political-economic process that Argentina went through between 2002 and 2015 can be called neo-developmentalist. It was characterized by a change in macroeconomic policies that, until 2008, promoted an economic recovery, with emphasis on industry and job creation. This article sustains the argument that neodevelopmentalism was the program of the industrial fraction of the power bloc, which sought to reproduce itself based on its own characteristics of dependence. Thus, its scope was determined by its capacity to appropriate value flows that would guarantee its expanded reproduction, which was in tension with other social classes -centrally, the popular classes and the agro-exporting fractions of the bloc in power. The article offers a periodization of neo-developmentalism based on the dynamics of accumulation and disputes over legitimization.

Keywords neo-developmentalism; Power Bloc; Dependency; Legitimacy

Introducción

En la Argentina, la etapa que podemos denominar “neodesarrollista” responde al programa elaborado por una fracción del poder económico concentrado, a saber, la industria. Esta fracción, perjudicada por las políticas de desregulación de los años ’90, construyó a par de una serie de recomendaciones de política económica una alianza social más amplia, que alcanzó representación en el Estado con la crisis de 2001. El neodesarrollismo sirvió de despliegue intelectual para ordenar un proceso en curso, en virtud de tensiones sociales y económicas, no como ideología previa de la fuerza política. Por supuesto, es posible reconocer esfuerzos conceptuales y aproximaciones teóricas –en especial, aquellas propias del neo-estructuralismo latinoamericano- que sirvieron de base para esta tarea intelectual[1]. Sin embargo, el cambio de políticas macroeconómicas estuvo centrado en disputas sociales vinculadas a la crisis neoliberal, que ordenaron las alternativas en juego; antes que en una elaboración propia de un equipo económico o un grupo intelectual, se trató del emergente de la conflictividad social.

Concretamente, es significativo reconocer en la fracción industrial del bloque en el poder (en adelante, BEP) al sujeto social que protagonizó el proceso, pues en su conformación están los límites del programa. Por supuesto, la industria argentina no es una unidad homogénea, reconoce a su interior múltiples distinciones en términos de escala, sector, capacidad de innovación, inserción externa, etc. No obstante, su representación está unificada a nivel nacional en la Unión Industrial Argentina (ver Dossi, 2012), en cuyo interior se dirimen las principales discusiones en torno a interpretación de la realidad y demandas sectoriales. De este modo, es posible interpretar las demandas de la fracción industrial a través suyo, en el marco de un enfoque que tome la conflictividad de clases sociales como una parte constitutiva de la forma concreta del desarrollo[2].

En este sentido, tomamos aquí el concepto de modo de desarrollo como estrategia metodológica (Cantamutto y Costantino, 2019), bajo la cual se comprende el vínculo entre la reproducción económica, la conflictividad social y las políticas públicas. El modo de desarrollo ofrece una forma de comprender el proceso de desarrollo según su propia historicidad –no desde el plano estricto de las ideas o de la relación de estas ideas con su ejecución-. En relación al período analizado, se propone como argumento que la fracción industrial logró impulsar sus demandas al plano de las políticas públicas, dando a la reproducción económica una forma diferente a la prevalente en la década previa. En tal sentido, logró ampliar y considerar demandas de otras fracciones del BEP y clases sociales sin ceder en lo central. Esta estrategia de búsqueda de consenso (Cantamutto, 2022) le permitió legitimar un programa que compensara su debilidad estructural.

A saber, para sostener su acumulación requería de constantes transferencias de excedente, mediadas por el Estado, desde la clase trabajadora y de otras fracciones del BEP. La industria argentina tiene una amplia heterogeneidad interna en materia de competitividad, con una amplia mayoría de sectores incapaces de sobreponerse a la apertura externa (Abeles, Lavarello y Montagú, 2013). Siendo de conjunto un sector deficitario respecto del comercio exterior, con elevada composición importadora, cuenta con una cúpula fuertemente concentrada y extranjerizada, en la cual se presentan algunas pocas ramas con capacidad de generar superávit (Castells y Schorr, 2015). Para poder reproducirse, requiere que otras ramas abastezcan de divisas a la economía –centralmente, las vinculadas al agronegocio y la minería-. Pero más aún, para poder funcionar en condiciones de rezago competitivo, requiere de pagar salarios por debajo del valor de reproducción de la fuerza de trabajo (Kennedy, 2014). Este concepto fue teorizado por Ruy Mauro Marini (1973) como superexplotación de la fuerza de trabajo, y compone una de las características centrales de funcionamiento de las economías dependientes –como la argentina-. En el período analizado, la fuerza de trabajo se vio fuertemente desvalorizada durante la crisis y tuvo una paulatina recuperación posterior. Ahora bien, la industria, para poder expandirse en este contexto, requirió de apropiarse de parte de la renta de la tierra (Jaccoud, Arakaki, Monteforte, Pacífico, Graña y Kennedy, 2015). De modo que su programa se basaba en la apropiación de parte de la renta de la tierra y el fondo de salarios, así como una parte de las divisas generadas por otras fracciones del BEP, para poder reproducirse, y se apoyaba en la legitimidad de distribuir parte de los beneficios en la forma de crecimiento y paulatinas mejoras distributivas.

Esto ponía a las fracciones vinculadas al agronegocio en un lugar desgarrado (Cantamutto y López, 2019), pues a pesar de resultar claras ganadoras en materia económica –acumulación- fueron desplazadas en la política –dominación. No solo la renta del sector resultaba necesaria para sostener la valorización del capital industrial, sino las divisas que proveía a partir de su saldo comercial. Estas fracciones consolidaron una creciente oposición al programa de la industria. Este artículo sostendrá el argumento de que el neodesarrollismo fue el programa de la fracción industrial, que buscó reproducirse a sí mismo en función de sus propias características –y no de las deseadas o postuladas por otros agentes sociales. Esto quiere decir; no forjaron un programa de desarrollo nacional, propio de una burguesía que se considere a sí misma de tal modo (Baudino, 2017). La industria demandaba las políticas que le permitieran reproducirse a sí misma, expandirse tal como existía, no iniciar un proceso de industrialización o de cambio estructural semejante. De modo que, lejos de tratarse de un programa de la clase trabajadora o incluso de una tecnocracia progresista –como algunos análisis parecen sugerir (Borón, 2005; Paramio, 2006)-, sus alcances estaban determinados por la apropiación de flujos de valor, lo cual su reproducción tensionaba con otras clases sociales. Cuando la misma entró en tensión –alrededor de 2008-, el gobierno buscó radicalizar el programa sin dejar de representar al agente social en cuestión, lo cual terminó lentamente guiando al capital industrial una convergencia con el resto del poder económico. De modo que la inexistencia de cambio estructural y la reaparición de la restricción externa (Gaggero, Schorr y Wainer, 2014), junto a su ulterior resolución en un nuevo programa neoliberal –representado por Cambiemos- (Bona, 2019) no comporta una inconsistencia sino una expresión que valida nuestro argumento. En el artículo se presentan las principales tendencias en materia de conflictividad socio-política, para mostrar luego los alcances de este proceso en una mirada de económica política, que distinga el lugar ocupado por la fracción industrial tanto en la valorización del capital como en el acceso a divisas. La primera sección presenta al neodesarrollismo argentino en un marco regional e histórico, que permite comprenderlo como el programa de salida de la crisis de la Convertibilidad, bajo el liderazgo de las fracciones industriales del bloque en el poder. La segunda sección está dedicada a esto último, explicando sus principales rasgos hasta la crisis de 2008. La tercera sección aborda la segunda subetapa del neodesarrollismo argentino, abierto por la impugnación de las fracciones desgarradas del BEP al programa. Se presenta el argumento de que la representación neodesarrollista de la industria no pudo sostenerse ante sus propias tensiones, debido al carácter de clase del programa, que eludía una radicalización popular más profunda, sin por ello dejar de atender demandas populares.

Neoliberalismo y neodesarrollismo

La Argentina atravesó una de las peores crisis de su historia durante el período 1998-2002, cuyo corolario fue la caída del programa de la Convertibilidad –considerado el epítome del neoliberalismo en el país (Basualdo, 2003). Con la salida de esta crisis, la economía y la política mostraron cambios que han suscitado interesantes debates. La llegada de Néstor Kirchner a la presidencia (2003-2007) y la continuidad con las presidencias de Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015) suponen un proceso con relativa consistencia, que abarca más de una década de historia (Schorr, 2018). A los efectos de este artículo, y como explicamos luego, se incluye en esta etapa las presidencias internas de Adolfo Rodríguez Saá (diciembre de 2001) y la de Eduardo Duhalde (2002-2003).

¿Cómo nombrar este proceso? Desde un punto de vista centrado en el fenómeno político, se suele llamar a la etapa como kirchnerista, aludiendo a la configuración de una fuerza política –instrumentada a través del Frente para la Victoria- y más aún de una identidad política (Moreira y Barbosa, 2010; Retamozo, Schuttenbergy y Viguera, 2013; Schuttenberg, 2011). El kirchnerismo nace y se consolida en el período, e incluso perdura –como identidad y como fuerza política- tras abandonar el poder en 2015, cuando gana la Alianza Cambiemos, que llevó a Mauricio Macri a la presidencia (2015-2019). De hecho, forma parte central de la alianza que volvió al gobierno en 2019, con la fórmula Alberto Fernández presidente y Cristina Fernández vice-presidenta. El kirchnerismo cambió a lo largo de estos años, y no pretendemos en este artículo un estudio minucioso de estos cambios; más bien solo resaltamos su aparición como nuevo fenómeno político, perdurable en el tiempo.

El kirchnerismo ha sido estudiado como un proceso político en tanto ruptura populista. Esta clave de interpretación resalta el factor de ruptura respecto del período inmediato previo, oposición en la que lo popular se enfatizó en una construcción en contra de los gobiernos como parte del poder dominante. Esto es, frente a la exclusión previa, el nuevo proceso incluye como marca central la representación popular, traduciendo sus demandas a canales institucionales (Biglieri y Perelló, 2007; Muñoz, 2010).

En este sentido, el kirchnerismo se inscribe como parte de los gobiernos en la región que emergieron al inicio del siglo XXI, nombrados como “giro a la izquierda” o “marea rosa” (Arditi, 2009). Se trató de gobiernos que compartían algunos rasgos generales, como su oposición a las políticas neoliberales de las décadas previas, bregando por una mayor intervención del Estado tanto en la regulación como en la producción, con políticas sociales compensatorias más amplias, y un discurso de unidad latinoamericana. Aunque sus líderes y fuerzas políticas no necesariamente tenían relación directa, fueron una respuesta a la ola continental de protestas con la que cerró el siglo previo. En este cuadro general, se presentaron variantes en el grado de radicalidad o su vínculo con el pasado inmediato.

En el caso de la Argentina, la ruptura con el programa de la Convertibilidad era enfatizado discursivamente, pero en términos de políticas públicas había zonas más grises. De hecho, se podían encontrar diversos elementos de continuidad estructural (Féliz y Pinassi, 2017). Esto hizo que durante un largo período no hubiera consenso sobre cómo denominar al programa socio-económico en curso. Con la denominación de post-Convertibilidad se aludía básicamente a la secuencia temporal, mientras que hablar de post-neoliberalismo adhería al discurso oficial de ruptura con la trayectoria previa. Siguiendo la interpretación en clave regional, aquí entendemos que se puede pensar al programa socio-económico del período 2002-2015 como neodesarrollista (Costantino y Cantamutto, 2017; Katz, 2015). Se trataba de un enfoque que bregaba por un rol más explícito del Estado como coordinador de la economía (Curia, 2011), en aras de impulsar a actividades capaces de crear empleo y exportaciones –como complemento del mercado interno-, cubriendo a través de mecanismos redistributivos las necesidades de la población que no pudiera incorporarse al mercado laboral. El neodesarrollismo se presentó como una visión heterodoxa, centralmente en la recuperación de herramientas del neoestructuralismo latinoamericano. A diferencia de su propia tradición, este enfoque no abjuraba de la mundialización, sino que buscaba adaptarse a economías abiertas y periféricas.

Es importante recalcar que las ideas económicas neodesarrollistas no son un modelo elaborado a priori, pergeñado por un grupo intelectual o un equipo de funcionarios para ser aplicado como totalidad coherente, sino que son un conjunto de conceptos y propuestas que se acoplaron a una realidad social concreta. Algunas ideas centrales habían sido discutidas como parte de la renovación del pensamiento latinoamericano en el neo-estructuralismo (Bielschowsky, 2009; Keifman, 2009), pero la mayor parte de los aportes conceptuales se basó en la interpretación de los alcances y posibilidades que se abrían con la emergencia de procesos concretos en la región durante el siglo XXI (Bresser-Pereira, 2007). El neodesarrollismo acopla con las demandas e interpretaciones de actores sociales concretos, a saber, sectores del empresariado necesitados de herramientas para intervenir ante la realidad económica que se les presenta. En particular, en el caso argentino, se proponía la virtud del tipo de cambio real alto (respecto de otros precios de la economía como tarifas y salarios) como mecanismo para asignar competitividad de corto plazo a la industria, lo que generaría crecimiento y creación de empleo, movilizando a su vez la demanda agregada en favor de un proceso más auto-centrado de desarrollo (Damill y Frenkel, 2007; Frenkel, 2008; Frenkel y Rapetti, 2007). Incluso más, el sector que podría redirigir –bajo señales claras del Estado- sus ganancias a inversión productiva que le permitiera superar su rezago productivo, volviéndose competitivo más allá del nivel del tipo de cambio. Otros autores entendieron que la clave para que tal proceso de desarrollo pudiera emerger, la acción deliberada del Estado a través del gasto autónomo era central, lo cual podría impulsar tal proceso de inversión guiada por la demanda actual y potencial (Amico, 2013). Así, la industria quedaba en el centro de la escena, quedando justificada la necesidad de intervención del Estado en su favor, así como la estructura de precios relativos vigente. Existieron diversos foros y autores elaborando propuestas antes que los gobiernos neoliberales colapsaran, mas su incidencia en la agenda política dependió de un cambio social más amplio. De alguna forma, el neodesarrollismo sirvió para ordenar demandas sociales en curso, que son claves para entender el cambio de rumbo. ¿Cuáles eran las demandas en la crisis de la Convertibilidad? ¿Qué actores sociales las sostenían?

Para responder eso, debe quedar claro que la Convertibilidad fue la forma concreta que adoptó el programa neoliberal en la Argentina (Cantamutto y Wainer, 2013). Su forma reducida alude al sistema de caja de conversión con tipo de cambio fijo por ley, en un peso equivalente a un dólar, lo cual rigió en el país entre 1991 y 2001. Durante ese período la inflación fue anulada, partiendo de un escenario de hiperinflaciones previas. Además, logró impulsar dos ciclos de crecimiento durante su vigencia, contrastando con la década y media previa de estancamiento. Este éxito –que explica su larga vigencia- se basó sobre la puesta en marcha de las reformas neoliberales, que indujeron a un crecimiento basado en el ingreso de capitales desde el exterior, primero como inversión extranjera –básicamente, por las privatizaciones de activos públicos- y luego por deuda. Esto produjo una creciente concentración de la producción, con un aumento de la centralización y extranjerización de la propiedad, lo cual perjudicó severamente al empresariado pyme, al tiempo que intensificó severamente las formas de exclusión social y la desigualdad. El desempleo y el subempleo crecieron de forma persistente, elevando la pobreza a niveles hasta entonces desconocidos. Esta dinámica de crecimiento concentrador fue sumando actores en oposición, rechazo que se magnificó con el avance de la crisis.

El neodesarrollismo surge en este contexto, buscando reemplazar los sesgos más regresivos del modelo neoliberal, más eludiendo una confrontación que supusiera un cambio estructural en lo inmediato. Aceptando las reformas estructurales neoliberales, incluyendo la apertura de la economía, las privatizaciones y parte de la normativa laboral, se pretendió captar recursos para redirigirlos con tres objetivos: crear empleo, aumentar las exportaciones y elevar la innovación (CEPAL, 2012). Pero las exportaciones efectivamente promovidas en una economía abierta estarían condicionadas a la estructura vigente, que no priorizó la creación de innovaciones de forma general. En cambio, sí permitió impulsar la creación de empleo y la puesta en práctica de políticas sociales que permitieran validad la idea de inclusión social durante la primera década del siglo XXI. Se analiza en este artículo el caso de la Argentina.

En este punto es relevante marcar lo siguiente. Las propuestas del Grupo Productivo apuntaron a una serie de cambios en las políticas macroeconómicas que le permitieran sostener la acumulación a diversas fracciones del empresariado. Ahora bien, estas políticas no tenían en principio un interés de reforma estructural más profundo, a pesar de que en el discurso político esto sí apareció así. En este sentido, no se vieron modificadas las bases de la dependencia argentina (Barrera Insua y López, 2010; Féliz y Pinassi, 2017). La reproducción de la industria requería de que otro sector proveyera las divisas necesarias y de apropiarse de parte de la renta y el fondo salarial para sostener sus ganancias (Cantamutto, 2022). Estos procesos implicaban necesariamente conflictos con las clases sociales y fracciones del BEP afectadas. La fracción industrial resolvió estos conflictos de diversas formas a lo largo del período, lo que se muestra a continuación.

La crisis de la Convertibilidad y la emergencia del neodesarrollismo argentino

La Argentina terminó la privatización de su petrolera estatal, YPF, en 1998 e inició entonces una fase recesiva que se extendió 4 años. Los gobiernos del período buscaron sostener el modelo mediante la toma de deuda pública, en una dinámica poco sostenible. De hecho, con la sucesión de crisis en el Sudoeste asiático, Turquía, Rusia y Brasil, el financiamiento para la periferia mundial comenzó a escasear y encarecerse. Para sortear este escollo, el gobierno realizó diversas operaciones financieras: a fines de 2000 consiguió el respaldo de organismos multilaterales, gobiernos y algunos bancos (“Blindaje financiero”); en junio de 2001 se reestructuraron más de 30.000 millones de dólares (“Megacanje”), en noviembre de ese año se canjearon bonos por otros 42.000 millones por nuevos títulos garantizados por la recaudación fiscal. Estas negociaciones no lograron bajar el riesgo asociado a la deuda argentina. Dos terceras partes de los fondos que el FMI desembolsó durante todo este período llegaron durante estos años de crisis.

La contracara de la renovación de la deuda era la política de ajuste fiscal, que era incompatible con la búsqueda de recuperación económica y cuyos efectos se hacían sentir sobre una población cada vez más vulnerada (Pucciarelli, 2014). Se suele evocar el mes de diciembre como un estallido social en el que confluyeron diversas prácticas de protesta, incluyendo las novedosas asambleas barriales. Ese mes hicieron su aparición los “ahorristas”, llamados así por protestar ante los bancos por una disposición oficial que limitaba los retiros de las cuentas bancarias a $250 por semana. Su presencia en las calles fue muy visible, pero en rigor se trataba del más reciente de los sectores sociales perjudicados, pues para una gran mayoría de la sociedad ese valor no era un límite real: el salario mínimo era de $200 pesos y las jubilaciones mínimas de $150.

Contrario a esta explicación centrada en el estallido, existen diversos estudios que muestran la existencia de una larga acumulación de organización y protesta social durante la vigencia de la Convertibilidad (Giarracca, 2001; Iñigo Carrera y Cotarelo, 2006; Piva, 2009). Desde la primera mitad de los noventa, como crítica a la conducción de la Confederación General del Trabajo (CGT), surgió una corriente interna (Movimiento de Trabajadores de la Argentina, MTA) e incluso se fundó otra central (la Central de Trabajadores de la Argentina, CTA). Estas participaron de múltiples movilizaciones y protestas a lo largo de la década, confluyendo en diversas oportunidades con organizaciones de pequeños y medianos empresarios –tanto urbanos como rurales. La CTA en particular fue relevante en la construcción del Frente Nacional contra la Pobreza (FRENAPO), que en 2001 realizó movilizaciones en todo el territorio nacional, acompañado de una consulta popular que proponía un fuerte shock redistributivo, ampliando la política social.

Un actor social emergente de la década fue el movimiento piquetero, cuyo origen está en las privatizaciones que afectaron especialmente a localidades del interior del país. A medida que el desempleo crecía, el movimiento de trabajadores/as desocupados/as cumplió un rol cada vez más relevante. Aunque cobró visibilidad por la protesta basada en el corte de rutas, en los hechos construyeron una significativa territorialidad, resolviendo mediante la organización popular necesidades cotidianas. A su interior, y sin ser exhaustivos, se distinguen con claridad un grupo de organizaciones de izquierda (incluyendo grupos con filiación partidaria trotskista, comunista e independientes), y un grupo que identificaba a la Convertibilidad como problema central (incluyendo a su interior sectores más cercanos al peronismo, que buscaban una salida basada en la creación de empleo, y otros a la centro-izquierda, buscando un conjunto más amplio de políticas redistributivas). Como se puede ver, el panorama era diverso y amplio (Campione y Rajland, 2006; Svampa y Pereyra, 2004).

Las tensiones del modelo económico incluso provocaron una ruptura al interior del BEP (Cantamutto y Wainer, 2013; Schorr, 2001). Tan pronto como 1998, la Unión Industrial Argentina (UIA) comenzó a bregar por una devaluación del tipo de cambio, lo que en los hechos suponía una salida a la Convertibilidad. Este reclamo no era unánime siquiera al interior de la asociación, pues si bien un sector se veía perjudicado por la competencia externa, otro sector –altamente competitivo- encontraba ventajas en el acceso a financiamiento en dólares y bajos costos de importación de maquinarias e insumos. Sin embargo, en la medida en que la crisis abarcó más sectores, la UIA comenzó a elaborar propuestas más amplias en torno a su demanda inicial. Para 2001, bajo su liderazgo se constituyó el Grupo Productivo, junto a la Cámara de la Construcción y la Confederación Rural Argentina. Frente a este Grupo, la Asociación de Bancos de Argentina, la Sociedad Rural Argentina y las cámaras de las empresas de servicios privatizadas defendían el esquema de políticas vigente. Si bien estas asociaciones no defendieron de manera explícita la propuesta de dolarización, no tuvieron tampoco una postura contraria. Sobre estos dos polos se produjo una división interna al BEP.

El Grupo Productivo logró acercamientos con la CGT y el MTA bajo un discurso que proponía la salida a la Convertibilidad con un esquema de políticas que impulsara la producción –centralmente industrial-, lo que crearía empleo, logrando reducir así la pobreza. Su discurso proponía una idea de desarrollo basado en la producción nacional, oponiéndose así al creciente peso de las finanzas durante la Convertibilidad. Estos serían los ejes discursivos que construyeron la salida al estallido de la crisis en 2001. En el mes de diciembre, la quita de apoyo del FMI y el anuncio de las restricciones a los retiros bancarios precipitaron el malestar social. Además de las referidas protestas de ahorristas, confluyeron la marcha nacional organizada por el FRENAPO y un paro general convocado por las dos centrales sindicales. Para este momento, se habían producido saqueos a supermercados en al menos tres provincias. El 19 de diciembre una multitud se convocó en Plaza de Mayo pidiendo la renuncia del ministro de economía. La respuesta del gobierno fue la declaración del Estado de sitio, que dio el marco para una represión generalizada que produjo al menos 42 muertes. Las protestas continuaron y al día siguiente el presidente Fernando de la Rúa debió renunciar.

En el preciso momento de la renuncia, y ante un escenario de incertidumbre política, el Grupo Productivo rápidamente puso a disposición su programa económico[3]. El entonces gobernador de San Luis Adolfo Rodríguez Saá asumió la presidencia y recuperó estas propuestas, declarando el default de la deuda pública (Cantamutto, 2015). Este hecho liberó gran cantidad de recursos fiscales y externos disponibles para fomentar la expansión de la demanda agregada. El Grupo Productivo demandaba esta cesación de pagos por un año, así como la pesificación de la economía, el congelamiento de las tarifas y la reducción del costo financiero, así como una política social más extendida. Esas fueron las medidas que aplicó en 2002 el presidente Duhalde: se devaluó el peso; se pasaron a pesos las tarifas de los servicios públicos; se pasaron a pesos las deudas en el sistema financiero local; se aplicaron impuestos a la exportación de bienes agropecuarios; se contuvo el salario; y se masificó la política social (se alcanzaron dos millones de personas con el plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados). El entonces presidente de la UIA asumió como ministro de producción. Duhalde recuperó la propuesta del Grupo Productivo sobre diálogo social, iniciando consultas sobre las políticas sociales con centrales sindicales, movimientos sociales y la Iglesia católica.

Sin embargo, ese gobierno arrastraba una falta de legitimidad de origen que no lograría subsanar. De hecho, más allá de esta búsqueda de consensos en los mecanismos de diálogo social, se trató de un gobierno con un sesgo represivo manifiesto. De hecho, la represión de junio de 2002 en Puente Pueyrredón –que terminó en el asesinato de los militantes piqueteros Darío Santillán y Maximiliano Kosteki- fue un punto de giro en el mandato. En ese mismo momento, donde quedaba clara la nueva distribución de precios relativos, la economía argentina empezó a reaccionar. Desde mediados de 2002, la producción comenzó a reanimarse de la mano de un súbito incremento en las ganancias: la mejora en el tipo de cambio con salarios y tarifas atrasadas en pesos impulsó la acumulación (CENDA, 2007; Levy Yeyati, 2007).

En mayo de 2003 asumió la presidencia Kirchner, bajo los auspicios de su antecesor y sosteniendo el mismo discurso de desarrollo nacional basado en la industria. Tal fue el tono del discurso con el que asumió en el Congreso, llamando a construir una burguesía nacional y un capitalismo “en serio”. A pesar de contar con un bajo porcentaje de votos, no solo contó con la reactivación económica, sino que instituyó un acercamiento a parte del movimiento piquetero y los organismos de derechos humanos, con lo cual logró construir legitimidad más allá del resultado electoral (Biglieri y Perelló, 2007). A nivel de políticas económicas, Kirchner recuperó la convocatoria al Consejo del Salario Mínimo Vital y Móvil y reactivó la negociación colectiva de trabajo como forma de pautar la recuperación de las condiciones de vida.

El mercado laboral en general mostró una clara recuperación a partir de una situación deplorable. El salario promedio había perdido un tercio de su valor real entre 1999 y 2002, y logró recién para 2007 alcanzar su valor previo. La desocupación, tras alcanzar a casi un cuarto de la población económicamente activa, cayó por debajo del 9% para ese año[4]. El empleo en condiciones informales también redujo su peso, tal como lo hizo la pobreza. Sobre estas bases económicas bajo un discurso de producción y empleo nacionales, políticas de diálogo social, recuperación de los derechos humanos, la abierta oposición al modelo previo y acercamiento a países de la región, el kirchnerismo construyó su legitimidad más allá del gobierno.

Ahora bien, la recuperación con énfasis en la industria y la construcción se basaba en una serie de transferencias de valor que eran claves. Primero, las empresas se apropiaron bajo la forma de un aumento de ganancias de la caída de los salarios operada durante la crisis. Los salarios tardaron 5 años en recuperarse, mientras que la rentabilidad había tenido un aumento súbito (Azpiazu y Manzanelli, 2011; Michelena, 2009). Una vez alcanzada esta recuperación, se incrementó la heterogeneidad salarial entre ramas de actividad, según las productividades relativas y la capacidad de negociación sindical (Barrera y López, 2019). Segundo, la industria también aprovechó el congelamiento de las tarifas de servicios públicos, lo que redujo tanto costos directos de producción como indirectos –al reducir relativamente el costo de vida de los/as trabajadores/as-. Tercero, estos sectores se apropiaron de parte de la renta de la tierra por la vía de los derechos de exportación cobrados por el Estado –y dirigidos a compensar a las empresas de servicios cuyas tarifas están congeladas-. Un cuarto punto clave está en la apropiación de divisas provenientes del mismo sector primario –cuyas exportaciones se vieron impulsadas por la suba del tipo de cambio y la mejora de los precios internacionales-, que permitió desplazar la restricción externa al crecimiento, liberando la posibilidad de aumentar las importaciones a una industria eminentemente deficitaria (Gaggero, Schorr y Wainer, 2014).

Como se puede apreciar, se trató de un esquema de políticas elaborado para sostener la expansión de la producción industrial. La industria se había reducido durante el cuarto de siglo que se inicia con el golpe de Estado, siendo más pequeña en términos absolutos en 2002 que en 1976. Ante ello, emergía claro el contraste de la expansión durante el nuevo siglo: iniciando con un asombroso crecimiento cercano al 15% entre 2002 y 2004, la industria se expandió un total de 77% hasta 2013 (Costantino, 2018). Con ello, el PBI mostró también un fuerte impulso, expandiéndose al 8,8% en promedio hasta 2007. El empleo industrial creció en este período, como lo hicieron los salarios (Manzanelli y Basualdo, 2016). Justamente, desde el punto de vista de la conflictividad social, lo que se encuentra es un cambio de actores: se reduce la presencia de movimientos de desocupados/as y ganan lugar los sindicatos, de la mano de las discusiones salariales.

Esto nos permite enfatizar lo antes dicho: la fracción industrial del BEP fue el sujeto político central del neodesarrollismo, el actor que lideró el proceso económico y político. La estrategia desplegada por este actor precedió en términos de programa al personal político que luego lo representó en el gobierno. La estrategia, vale recalcar, contrastaba con lo ocurrido en décadas previas, pues suponía recuperar –aunque fuera de manera parcial- demandas de los sectores populares. El aumento del empleo y los salarios, así como la mayor cobertura de políticas sociales, fueron una parte central de esta propuesta, ordenada en un discurso basado en la defensa de la producción nacional y la inclusión social. No pueden desmerecerse tampoco otros factores como la inclusión de una agenda de Derechos Humanos.

Lo anterior no debe dar lugar a un argumento confuso. La industria que se expandió fue la efectivamente existente, es decir, bajo las condiciones de dependencia que la caracterizan (Costantino, 2018). No se trató de un cambio estructural o de un proceso sustitutivo similar al de seis décadas antes: no hubo un impulso que permitiera completar la cadena productiva a nivel nacional, modificar la estructura de sectores proveedores de divisas, o dar un salto en la capacidad de innovación, por ejemplo. Mucho menos puede afirmarse que la industria se haya convertido en una suerte de burguesía nacional que impulse cambios institucionales que promuevan el desarrollo nacional: su impulso llegaba a las políticas que recomponían su rentabilidad, no apuntaron a alterar legislación heredada del período neoliberal –como la ligada a las inversiones o el sistema financiero- ni mucho menos a determinaciones más estructurales –como el reparto de la tierra-[5]. Pero, aun así, el contraste respecto de la dinámica previa es evidente. La industria se expandió, recuperando participación en el PBI. Esto mientras sus ganancias se elevaron, y aunque aumentó la inversión, lo hizo en una medida inferior, destinando recursos a desendeudarse y atesorar (Azpiazu y Manzanelli, 2011; CENDA, 2007). Se produjo un incremento en los niveles de concentración de la producción, centralización y extranjerización de la propiedad (Castells y Schorr, 2015). Con el aumento de la producción, aumentó el perfil importador, tensionando la balanza comercial, que de forma creciente reposó sobre el superávit de un conjunto reducido de sectores –centralmente, el complejo cerealero-oleaginoso, alimentos y bebidas, y minería- (Gaggero, Schorr y Wainer, 2014).

Si aseverar lo anterior nos permite comprender que el neodesarrollismo logró construir cierta hegemonía basada en concesiones concretas –la explicación no puede reducirse a la compra de voluntades o traición-, no puede omitir el hecho de que parte de una situación de auténtica devastación social. La mayor parte de las mejoras del mercado laboral encontró límite alrededor de 2007-2008, al alcanzar una situación semejante a la previa a la crisis 1998-2002 (Pérez y Barrera Insua, 2018). Una de las expresiones de este límite fue el inicio de una nueva etapa en materia inflacionaria, asociada –entre diversos componentes- a una mayor disputa por el excedente. Los salarios de algunos sectores con mayor productividad y mayor organización sindical lograron superar la brecha, mientras que el resto del mercado laboral mostraba tendencias heterogéneas. De modo que, para el conjunto de la economía, no queda claro que estuviera superando la situación de superexplotación de la fuerza de trabajo. Por otro lado, el costo fiscal de la transferencia hacia las empresas de servicios redujo sistemáticamente el superávit (Bona, 2012), a lo cual se sumó la presión de los intereses de deuda que empezaron a crecer tras el canje de 2005. Tanto por la necesidad de captar renta para transferir como por la necesidad creciente de divisas –para las importaciones industriales, para el pago de deuda, para la remisión de utilidades al exterior-, el gobierno se vio en la necesidad de presionar sobre los sectores primarios exportadores.

Esta presión, lejos de ser un problema exclusivamente fiscal, sería clave para explicar el cambio en el proceso político durante los siguientes años. Como veremos en la siguiente sección, implicó una nueva ruptura al interior del BEP al mismo tiempo que permitió profundizar la identidad política kirchnerista. Un aspecto que no suele considerarse en es que durante este primer período crecieron los conflictos socio-ambientales ligados a la protección de bienes comunes (Costantino y Gamallo, 2014). Los conflictos por la mina en Esquel y las pasteras en Uruguay fueron quizás los más visibles, pero se trató de una tendencia en ascenso, en la cual pueblos originarios y vecinos/as se manifestaban para frenar proyectos considerados peligrosos para el ambiente o la salud. Se enfrentaron grandes proyectos de inversión propiedad de grandes empresas transnacionales, pero también aparecieron conflictos con productores agropecuarios por el uso de agroquímicos en cercanías de poblaciones urbanas (Svampa y Viale, 2014). Desde el gobierno, no se estructuró un discurso claro al respecto de esta conflictividad, que más bien fue relegada en la gestión institucional de la protesta.

De conjunto, entre la salida de la Convertibilidad a finales de 2001 y el 2008, se produjo un cambio en torno a las políticas macroeconómicas y el discurso que les daba sentido. El tipo de cambio real alto impulsó tanto las producciones primarias como la reactivación de la industria. Este sector mostró un aumento de la rentabilidad basado en los bajos salarios y las tarifas de servicios congeladas, y aunque por ello mismo elevó su producción e inversión, lo hizo al tiempo que destinaba recursos a desendeudarse y atesorar recursos. La industria logró detener su retracción en la estructura económica, y esto permitió la recuperación del mercado laboral, que fue administrada a través de instituciones favorables a la negociación colectiva. La producción primaria se expandió aprovechando las reformas estructurales de la década previa, y suministró tanto divisas como recursos fiscales para sostener a la industria. La renegociación de la deuda en default en 2005 y el pago por adelantado al FMI en 2006 fueron presentados como hitos en la lógica de relegar en términos relativos a los actores financieros en favor de la producción en general, y la industria en particular. Este esquema de políticas se fue erosionando de la mano de la propia expansión, que diluía el superávit fiscal y externo.

El neodesarrollismo ante sus límites

En 2008 se produjo en el mundo desarrollado un estallido financiero, una crisis que interrumpió la expansión de la actividad económica por primera vez en años. Esta crisis no afectó de modo directo a la Argentina, básicamente porque no había accedido a crédito externo desde hacía casi una década. El impacto se sintió indirectamente por la caída de la demanda de sus productos. De hecho, ante la crisis, se produjo un nuevo aumento de precios internacionales asociado especialmente al mercado de futuros, pero también a la expansión sostenida de la demanda de China. Esta suba de precios beneficiaba a la Argentina por el lado comercial. En términos financieros, el país atravesó años –todos los que duró la etapa neodesarrollista- sin resolver el conflicto con un pequeño conjunto de acreedores especializados en el litigio judicial y mediático (conocidos como “fondos buitres”). Esto limitó su acceso a nuevos créditos, a pesar de que en el mundo las tasas de interés se mantuvieron muy bajas durante una década. Argentina, en cambio, durante esos años redujo el peso del financiamiento privado en el exterior, en la política que se conoció como de “desendeudamiento” (Nemiña, 2012).

Ahora bien, es en este contexto que se produjo el principal parteaguas del proceso, que es el conflicto con las cuatro asociaciones empresariales agropecuarias tradicionales –unidas en lo que se llamó la “Mesa de Enlace”- a raíz de un cambio en el esquema de pago de derechos a las exportaciones. En 2008, el gobierno propuso un formato con tasas móviles según los precios internacionales, lo cual implicaba en ese año un aumento de los tributos. Las cámaras del agro se opusieron, dando inicio a un conflicto que se llevó la mitad del año con lock outs, movilizaciones y cortes de ruta. En el marco del conflicto, la Mesa de Enlace logró movilizar no solo productores afectados, sino gran parte del sector que no exporta e incluso parte de la población no vinculada al mundo agrario. A pesar de estar en discusión la tasa cobrada por exportar, se construyó una interpretación más amplia por la cual el accionar del gobierno era presentado como un atropello a las libertades –de mercado-. La Mesa de Enlace logró movilizar un conjunto de descontentos sociales que aglutinó bajo la crítica al “populismo” del kirchnerismo (Semán, 2021).

En la vereda opuesta, el gobierno podría haber desactivado la unidad de las cámaras agropecuarias, puesto que de hecho estaba negociando con algunas de ellas. Pero optó por confrontarlas de conjunto, alegando la racionalidad del esquema tributario y el hecho –real- de que su sector se había expandido y obtenido grandes ganancias bajo las políticas neodesarrollistas. Ante la reacción de la Mesa de Enlace, el gobierno se presentó como defensor legítimamente elegido del pueblo argentino, operando bajo la sinécdoque política de referir a los sectores populares como verdadera totalidad. Dicho en otros términos, es en ese conflicto que el gobierno kirchnerista retoma con más fuerza la tradición nacional popular, para lo cual pudo apelar justamente al conflicto de lo que se representaba como la oligarquía agraria (Cantamutto y López, 2019). Esto produjo una intensa identificación tanto con el gobierno como con la Mesa de Enlace –que por su parte apelaba a imaginarios de prosperidad nacional de un siglo antes-, dando inicio a una polarización política que marcó los siguientes años, dificultando la emergencia de terceras posiciones.

Las fracciones agropecuarias del BEP eran, en efecto, ganadoras si se las observa bajo la mirada de la economía. No solo se expandió en materia productiva, sino que especialmente ganó peso en el comercio exterior, ganando poder estructural para vetar políticas. Sin embargo, desde el punto de vista político, sus demandas e interpretaciones fueron desplazadas, quedando asociadas al modelo neoliberal de la década previa. Este lugar desgarrado del empresariado agropecuario expresa este desajuste entre economía y política (Cantamutto y López, 2019). El gobierno estaba imposibilitado de ceder en este punto, no solo por la dinámica discursiva, sino porque en última instancia se estaba representando un programa diferente: el originado en las fracciones industriales del BEP, que requerían de la apropiación no solo del fondo de salario sino de parte de la renta de la tierra así como las divisas asociadas (Cazón, Graña, Kennedy, Kozlowski y Pacífico, 2017). A medida que la economía se expandía esta tensión se incrementaba, obligando al gobierno a arbitrar en algún sentido.

Es muy relevante marcar en este punto la relevancia de la representación del programa industrial en manos de una fuerza política. En el marco de la confrontación de 2008, las fracciones industriales pudieron eludir la polarización, llamando al diálogo de las partes. Si bien eran principales beneficiarias de la propuesta gubernamental, no estaban en condiciones ni tenían interés en protagonizar una disputa con otras fracciones del BEP. Compartían con ellas vínculos personales, paquetes accionarios e intereses de negocios comunes. En última instancia, se trataba también de propietarios de grandes empresas, que solo veían con buenos ojos la intervención del Estado en favor de sus propias demandas.

El gobierno, en línea con el proceso de radicalización y afirmación identitaria, inicia una etapa de mayor protagonismo en materia económica y social. En 2008, en el marco de esta crisis, se decidió la estatización del sistema previsional, privatizado la década anterior. En los hechos, la mayor parte de los activos del sistema eran títulos públicos, de modo que el costo era relativamente bajo, al mismo tiempo que le ofrecía una fuente de recaudación para mejorar la gestión fiscal y participación accionaria en algunas empresas clave (fruto de inversiones previas de las administradoras de fondos de pensión). Este último punto es relevante, porque fue leído como una intromisión por parte de las empresas industriales.

Esta estatización sirvió para contar con recursos para diversas políticas relevantes del período, entre las que destacan Conectar Igualdad –que distribuyó una gran cantidad de equipos de computación en el sistema educativo- y la Asignación Universal por Hijo/a –una política que tendía a la universalización del sistema de asignaciones, sin contraprestaciones laborales, pero con obligaciones en materia de salud y educación de los/as niños/as-. Esto dotó al gobierno de un importante recurso político para su defensa como fuerza nacional y popular. Las políticas sociales de amplia cobertura fueron una fuente de alivio muy amplia para los sectores sociales más vulnerables, en el contexto de un mercado laboral que ya no tendría el dinamismo previo. Sin entrar en una crisis, dejó de crear empleo y los salarios dejaron de mejorar de forma sistemática, dependiendo de la capacidad de negociación de cada sector y el lugar en la estructura productiva. Desde 2009 se promovieron la creación de cooperativas de trabajo como forma de gestión de fondos de sectores beneficiarios de planes sociales con contraprestación.

En ese período, se promovieron las leyes de Matrimonio Igualitario y de Identidad de Género, las cuales no confrontaron de manera directa con ningún sector del BEP –aunque sí con resistencias de sectores conservadores, incluyendo la Iglesia Católica. Estos derechos individuales contaron con gran apoyo no solo por parte de las personas directamente beneficiadas, sino por un arco cultural progresista que encontraba validadas demandas por fuera de la disputa estrictamente económica. En un plano semejante se puede poner la aprobación de la Ley de Servicios Audiovisuales, aunque en ese caso sí se tocaban intereses de grandes grupos mediáticos en términos de concentración y acceso a fondos públicos, apostando a una mayor democratización de la comunicación. Esta ley implicó una nueva confrontación, especialmente con el multimedios Clarín, que fue traducida como continuidad de la previa con la Mesa de Enlace. Facilitó así la convergencia de otras fracciones del empresariado hacia el polo agropecuario.

En los hechos, esta etapa con mayores intervenciones de parte del gobierno con afectaciones directas a fracciones del BEP le sirvieron para consolidar su propia identidad, y además ganar las elecciones de 2011 por un amplio 54% de los votos en primera vuelta[6]. A partir de ese momento se consolidó el “giro particularista” del kirchnerismo (Cantamutto, 2017), por el cual se afirmó el proceso identitario, presentándose como únicos representantes del pueblo argentino. Así, toda demanda que se presentara ante el gobierno, pasaría a ser entendida como un reclamo particular, que podía poner en riesgo el bienestar general. Esto facilitó un lento camino de convergencia de los sectores industriales con el resto del empresariado. Si en un primer momento se trató de un polo basado en la Mesa de Enlace, se fueron sumando diversos sectores a una voz común. En 2002, y ante el escenario de revuelta popular, se había creado la Asociación de Empresas de la Argentina (AEA), que reunía grandes empresarios sin distinción de sectores de actividad con el objetivo de defender el rol de la empresa y el sistema capitalista. Este fue uno de los vehículos institucionales utilizados para nuclear demandas comunes del BEP, superando intereses particulares. Si en la crisis de la Convertibilidad, el Grupo Productivo lideró la búsqueda de un programa basado en sus intereses, pero con capacidad de universalizar sus propuestas, bajo el quiebre interno del BEP, la búsqueda iniciada en 2008 fue recomponer las demandas comunes de ese mismo bloque.

Esta tarea no solo operó a través de AEA, sino de otros espacios como el Coloquio de IDEA (institución con 50 años de trayectoria) y el flamante Foro de Convergencia Empresarial. En todos los casos, se buscaban elementos comunes, que finalizarían en 2014 con un nuevo programa basado en la reapertura de la economía (la liberación de controles del sector externo), el incentivo al negocio energético, y las reformas fiscal y laboral (Cantamutto y López, 2019). Estas demandas serían luego representadas en el gobierno de la alianza Cambiemos, cuando asume la presidencia Mauricio Macri a partir de diciembre de 2015. Lo que interesa enfatizar aquí es, nuevamente, que ese programa había sido lentamente pergeñado desde el BEP, ahora bajo un sesgo excluyente que implicaba menos concesiones a las clases populares.

La fracción industrial lentamente confluyó con el resto del BEP en ese programa común, debido al costo político de confrontar con las demás fracciones y encontrar cada vez más costoso lidiar con las demandas de las clases populares. El gobierno, contemplando las ambivalencias del sujeto político que lideraba con su programa el proceso neodesarrollista, debió buscar formas de sostener el proceso. Esto obligó a un mayor protagonismo del propio personal político y la burocracia, capaz de sostener el programa. Si bien esto fue presentado como una radicalización de cambio social, en los hechos, buscaba arbitrar sobre la misma base; es decir, no se trataba de una confrontación con el BEP, sino un intento por sostener las intervenciones que le permitían validar socialmente su propuesta. No solo el capital industrial lograba tener ganancias, sino incluso la oposición liderada por la Mesa de Enlace. Incluso más, desde 2008 se buscó normalizar relaciones con el capital financiero, con las reaperturas del canje de deuda de 2005, así como los arreglos de conflictos internacionales en el Club de París y por disputas con inversores ante el Banco Mundial. Las participaciones del Estado en empresas antes privatizadas (Aerolíneas Argentinas, la petrolera YPF, los trenes) obedecieron a la ausencia de inversores privados nacionales interesados en tomar el negocio (Burachik, 2011). El Estado tomó estas herramientas y las aprovechó –por ejemplo, para iniciar los procesos de inversión en gas y petróleo en yacimientos no convencionales, para lidiar con el déficit energético-, más no formaban parte de un plan radicalizado de cambio social.

El gobierno se veía dificultado en sostener los incentivos para que el BEP sostuviera la expansión económica, debido al carácter dependiente de la estructura productiva. Ante el peso creciente de la salida de divisas por la vía de remisión de utilidades y fuga de capitales, entre 2013 y 2015 se elaboraron diversas trabas en materia cambiaria, que generaron la aparición de una brecha en el tipo de cambio. Para lidiar con el déficit comercial de la industria, se cambiaron valores de diversos tributos a las importaciones, que además debían ser autorizadas previamente. Esta clase de intervenciones en el sector externo operaron como base para la demanda ya comentada del BEP por una reapertura. De modo que es posible considerar el período posterior a 2011 como una modulación en la etapa abierta en 2008, en la cual se aceleró la confluencia del BEP entre sí, alejándose del gobierno, pero al mismo tiempo, de desgaste de la alianza con los sectores populares. Esta periodización ligada a las alianzas de clase y la forma de la hegemonía confluye con los tiempos de la economía, pues desde 2011 se da inicio al doble déficit (fiscal y externo), con un nivel de actividad menos dinámico.

Observado desde otro ángulo, y bajo la lógica de la afirmación particularista del kirchnerismo, empezaron a surgir conflictos con parte del sindicalismo. Se puede entender esto más allá de las apetencias políticas de los líderes involucrados. El mercado laboral había abandonado el dinamismo previo, pues desde 2008 las mejoras eran paulatinas y segmentadas. Sectores de los/as trabajadores/as mejor remunerados se veían en un problema extra, pues si bien sus negociaciones paritarias les permitían ganar a la inflación –algo que no ocurría en todos los segmentos del mercado- esto los ponía en condición de pagar el impuesto a las ganancias. Si bien puede presentarse el caso en favor del pago por parte de quienes cobran salarios elevados por motivos progresistas, el argumento se caía toda vez que quienes obtenían ganancias a partir de la especulación financiera o inmobiliaria estaban básicamente exentos. En este conflicto, el gobierno optó por reiterar la estrategia ante la Mesa de Enlace; presentarse como único representante legítimo del pueblo, deslindando las demandas sectoriales como particularidades que no podían poner en riesgo al conjunto social. De modo que durante el período 2012-2015 el neodesarrollismo perdió cierta legitimidad ante parte de los/as trabajadores/as organizados/as.

En el mismo plano, aunque desde otra problemática, se sostuvieron de forma sistemática los conflictos socio-ambientales. En esta segunda etapa, el gobierno articuló una estrategia para la tramitación institucional del conflicto. Por un lado, se sostuvieron las apelaciones a quienes se manifestaban como “ambientalismo excesivo”, “conservadurismo” o “anti-nacionalismo”, así como las leyes que fomentaban la expansión tanto de la minería y el agronegocio, como –desde 2013 con decidida fuerza- la explotación de yacimientos no convencionales de hidrocarburos. Por otro lado, al mismo tiempo, se aprobaron una serie de leyes de protección la de bosques (2007), la de glaciares (2008), de tierras (2011). En general, la dinámica política de estas leyes supuso la delegación en el control de la ejecución en las provincias, derivando el conflicto evitando que se presente a escala nacional.

De conjunto, en este subperíodo, el neodesarrollismo se enfrentó a las propias limitaciones de su programa. La expansión de la industria se basó en las propias condiciones de surgimiento, que requerían de permanentes transferencias del fondo salarial y la renta de la tierra (Cazón, Graña, Kennedy, Kozlowski y Pacífico, 2017), además de divisas para saldar la balanza de pagos. Esto llevó a intensificar los conflictos tanto con el movimiento obrero organizado como con las fracciones desgarradas del BEP, a saber, las asociadas a la agricultura de exportación. El conflicto de 2008 fue una impugnación desde el propio BEP a estas transferencias, que pretendieron marcar límite al esquema de políticas. En este sentido, se distingue de la ruptura de la Convertibilidad, impugnada por las clases populares. En esta coyuntura, el gobierno eligió profundizar el arbitraje incluso más allá de la voluntad del actor social que lideraba el proyecto, es decir, las fracciones industriales del mismo BEP. El gobierno se presentó como legítimo representante de la totalidad social, buscando apelar a la racionalidad del reparto de los resultados para una expansión balanceada de la economía. En su búsqueda de validarse como único representante de este programa, todo reclamo sectorial era visto como una particularidad, incluso si provenía del movimiento obrero.

En esta etapa, se desgasta el superávit fiscal y el externo, de la mano de estas mismas transferencias crecientes. No se produjo un cambio estructural que permitiera a la industria cambiar su carácter desbalanceado y dependiente; por el contrario, se consolidó su concentración, extranjerización y centralización, con una fuerte propensión deficitaria –con excepción de la agroindustria-. Pero avanzar en un cambio estructural exigía a un mismo tiempo modificar al sujeto social que se buscaba representar –crear una “burguesía nacional”- y enfrentarse con otras fracciones del BEP. Por supuesto, se trataba de un programa que excedía los intereses de la propia industria, que lentamente convergió con el resto del BEP, promoviendo un corte vertical con el resto de la sociedad. A pesar de iniciativas heterodoxas en políticas sociales y sobre la inserción externa del país, durante el período se profundizó el poder estructural de la producción primaria, así como la creciente gravitación de las finanzas sobre la economía.

Comentarios finales

Este artículo presentó el argumento que el neodesarrollismo fue el programa económico de las fracciones industriales del BEP en la ruptura de la Convertibilidad. Estas fracciones lograron, mediante la creación del Grupo Productivo, crear una ruptura al interior del BEP, ofreciente la interpretación de la crisis y su salida basada en sus demandas. En este proyecto, pudieron incluir demandas de parte de las clases populares, en especial parte del movimiento sindical. La forma explícita de este programa fue puesta en marcha por los gobiernos de Rodríguez Saá y Duhalde, pero recién con la llegada del kirchnerismo se podría alcanzar legitimidad social. Para ello, no solo se reanimó la acumulación y se concilió la recuperación del mercado laboral mediante el diálogo social, sino que se retomaron demandas de derechos humanos y se alcanzaron acuerdos con movimientos sociales disruptivos de la década previa.

Este esquema de políticas dependía de un tipo de cambio real alto, con tarifas, salarios e intereses relativamente atrasados en los precios relativos. Para ello, el Estado debía funcionar transfiriendo valor hacia la industria, sea moderando la recuperación salarial como compensando a las empresas de servicios por el atraso relativo de sus tarifas. En esto último, así como en la generación de divisas para saldar las cuentas externas, fue clave captar parte de la renta de la tierra especialmente desde la producción agrícola-ganadera, aunque también contemplando nuevos actores –como la minería-. De modo que la consolidación de la inserción externa del país como productor primario no era un saldo pendiente, sino un resultado directo de las necesidades de una industria dependiente.

Estas transferencias implicaban conflictos, cuyas dimensiones se hicieron evidentes en 2008, por el conflicto de la Mesa de Enlace con el gobierno. A diferencia de la década previa, la impugnación no venía de las clases populares, sino de las fracciones desgarradas del BEP. El gobierno optó por profundizar su identidad política nacional-popular oponiéndose a estas fracciones, para lo cual tomó una serie de medidas que pueden considerarse sin dudas heterodoxas (control estatal de producciones clave, controles de capital y cambiarios, limitación a la apertura comercial, etc.) y progresistas (leyes de derechos reproductivos, de género, de medios, etc.). Este programa excedía los intereses de la industria, cuyo objetivo era reproducirse a sí misma, no transfigurarse en un sujeto histórico que no era. El gobierno debió reemplazar con personal político propio la representación del programa, a medida que la industria se replegó con el resto del BEP en un corte vertical con las clases populares. Este fue el origen del programa de Cambiemos a partir de 2015.

El neodesarrollismo no fue un programa de cambio social radical. Tuvo sin dudas consideración de demandas de las clases populares, como parte de una estrategia por legitimar esta hegemonía. No es la confusión, el engaño o la compra de voluntades la explicación de la anuencia de parte de las clases populares con un programa ajeno: se obtuvieron conquistas concretas. Ahora bien, no es apropiado confundir la existencia de un componente popular con un programa basado en las clases populares. El neodesarrollismo buscó evitar la confrontación con el BEP hasta el límite de lo posible, enfocándose en actores muy específicos –como el multimedios Clarín, los “fondos buitres” o la Sociedad Rural-. Incluso si esto implicaba perder apoyo en sectores sindicales organizados. Diferente es el caso de las organizaciones nucleadas en torno a problemas socio-ambientales, cuya tramitación no podía ser otra que la dilación, pues la profundización del negocio extractivista no era en un saldo pendiente sino un resultado directo de las necesidades de una industria atrasada.

En 2019 el Frente de Todos ganó las elecciones, recuperando las principales ideas del neodesarrollismo kirchnerista en un marco más amplio. Encontró una economía devastada por el gobierno de Cambiemos, que la dejó en crisis, con caída de salarios, y una deuda pública insostenible. La estrategia del nuevo gobierno fue, nuevamente, evitar el conflicto con las fracciones del BEP, incluyendo las financieras. En torno a la resolución del problema de la deuda, se propusieron diversas iniciativas basadas en profundizar la explotación de recursos naturales a gran escala como condición para pagar la deuda, redistribuir y financiar el cambio estructural. Llamativamente, no se realizaron consideraciones en torno a la falta de voluntad del BEP de avanzar en tales cambios, a la vista de la experiencia pasada.

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Notas

[1] Más cercano a la crisis, por caso, no es posible menospreciar la labor del Grupo Fénix que, en el seno de la Universidad de Buenos Aires, presentó interpretaciones y propuestas que sirvieron para elaborar conceptualmente el proceso económico.

[2] El concepto de BEP fue formulado originalmente por Nicos Poulantzas (1969), retomando las ideas gramscianas sobre bloque sociales. Su propuesta implica reconocer las heterogeneidades económicas y políticas al interior de la clase dominante para pensar su representación en el Estado.

[3]En Cantamutto (2015) se pueden encontrar un detalle de los diversos programas en disputa. Al interior del BEP, el antagonismo central ha sido señalado como las opciones entre devaluación y dolarización (Gaggero y Wainer, 2006). Entre los sectores populares, se abrían diversas alternativas en relación al grado de radicalidad y relación con el Estado (Svampa, 2004).

[4] Las cifras referidas son cálculos propios a partir de datos del INDEC. Son consistentes con la evidencia disponible (Pérez y Barrera Insua, 2018).

[5]Debe tenerse claro que muchas de estas reformas se dieron en un sentido inverso durante un plazo relativamente breve. Por ello, a pesar de que el discurso oficial hablaba de “reindustrialización”, en los hechos, se trataba más de una expansión cuantitativa que de un cambio cualitativo.

[6]El kirchnerismo tuvo un momento intenso de identificación por oposición a la Mesa de Enlace en 2008, al cual le siguió una secuencia de adhesión por las referidas leyes, que se consolidó con el fallecimiento de Néstor Kirchner en 2010. Para 2011, este proceso de identificación política tenía fuertes raíces.

Recibido: 24 de Marzo de 2022; Aprobado: 25 de Junio de 2022

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