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Revista de historia americana y argentina

versão impressa ISSN 2314-1549versão On-line ISSN 2314-1549

Rev. hist. am. argent. vol.52 no.1 Mendoza maio 2017

 

ARTÍCULOS DE HISTORIA AMERICANA

PRESOS Y DEFENSORES DE POBRES EN BUENOS AIRES (1776-1810). Condiciones de vida y peticiones de libertad1

 

Lucas Rebagliati

Universidad de Buenos Aires, Universidad Nacional de Avellaneda, Instituto Ravignani / CONICET. Buenos Aires, Argentina. lucasrebagliati@hotmail.com

Recibido: 01-III-2016
Aceptado: 30-XI-2016

 

RESUMEN

El presente artículo se enfoca en los intentos desplegados por el cabildo de Buenos Aires en las últimas décadas del período colonial por mejorar las condiciones de vida de los reclusos que se alojaban en los calabozos capitulares, y al mismo tiempo supervisar la marcha de sus procesos judiciales. Para ello analizaremos en detalle el desempeño del Defensor de pobres, regidor del ayuntamiento elegido anualmente para ejercer las tareas mencionadas. Nuestro objetivo será rastrear las intervenciones más frecuentes de este agente auxiliar de justicia y ponderar en qué medida sus acciones solucionaron o aliviaron los pesares más frecuentes sufridos por los reos.
Palabras claves: Buenos Aires; Cárcel; Presos; Defensores de pobres; Colonia.

ABSTRACT

This article focuses on the attempts made by the council of Buenos Aires in the last decades of the colonial period to ensure the living conditions of prisoners who were secluded in the dungeons, while monitoring the progress of its processes court. We will analyze in detail the performance of the Defensor de pobres, member of the council annually elected to perform the tasks mentioned. Our objective is to visualize the most frequent interventions of this auxiliary justice and ponder how their actions solved or eased the most frequent needs suffered by the prisoners.
Key words: Buenos Aires; Prison; Inmates; Defensores de pobres; Colony.

 

INTRODUCCIÓN

Hace ya varias décadas que la centralidad de la administración de justicia en la organización política de los dominios hispanoamericanos está fuera de duda en el campo historiográfico2. La ausencia de grandes ejércitos, las enormes distancias y la diversidad de poblaciones preexistentes a lo largo y ancho de las nuevas tierras conquistadas obligaban a la corona a una delicada ingeniería política y a pactos con las elites locales3. Por ello el derecho indiano –de naturaleza casuista– se nutrió de las costumbres locales y muchas veces implicaba la inobservancia de las normativas reales4. El consenso no debía restringirse a los grupos de vecinos de las ciudades, sino que debía alcanzar también a los sectores más subordinados en la escala social5. La corona procuró así que la justicia estuviera al alcance incluso de los vasallos más desvalidos. En las primeras décadas quienes concitaron casi exclusivamente su atención fueron los indígenas, los cuales sufrieron el impacto de las guerras de conquista, los trabajos forzados y variadas epidemias. Pero los pobres y miserables del nuevo mundo estaban lejos de reducirse a la población nativa del continente. La Recopilación de leyes de los Reynos de las Indias de 1680, recogiendo la larga tradición del Ius Commune, contenía normas que atendían a otros grupos de miserables también: esclavos, enfermos, presos, huérfanos, niños, ancianos y pobres en general.
A diferencia de la abundante bibliografía sobre los Protectores de indios o de naturales, sobre diversos agentes de justicia que atendían y patrocinaban a los grupos mencionados –como los Procuradores de pobres de las reales Audiencias o los Defensores de menores y de pobres de los cabildos– no existen muchos estudios6. Respecto a los Defensores de pobres que actuaron en el Virreinato del Río de la Plata, la normativa real se destaca por su silencio. Esta figura no tuvo funciones claramente delimitadas por las leyes, ni tampoco se ordenó la obligatoriedad de que cada ayuntamiento contara con un regidor que llevase esta denominación. De lo dicho se desprende que la atención a los miserables de cada comarca –a un nivel micro– estaba lejos de estar determinada por la voluntad unívoca de la corona, sino que quedó al arbitrio de las elites y autoridades de cada lugar. Ello explica en parte la extrema heterogeneidad que se vislumbra según ciertos estudios y actas capitulares de muchas ciudades rioplatenses. En Buenos Aires el oficio fue creado en 1721, siendo ocupado por un regidor que rotaba todos los años. De 1760 a 1764 la Defensoría de pobres funcionó fusionada con la Defensoría de menores, pero luego fue una figura diferenciada hasta la abolición del cabildo en 18217. Esta experiencia fue singular. Salvando las particularidades de cada caso concreto, en las otras ciudades y villas donde la función se desvinculó de la Defensoría de Menores, esto recién ocurrió a fines del siglo XVIII y principios del XIX. A su vez en algunas ciudades este proceso no se consumó nunca y en otras la denominación Defensor de pobres ni siquiera apareció fusionada a la de Defensor de menores en las elecciones capitulares celebradas por los ayuntamientos8.
La singularidad de Buenos Aires estaba lejos de reducirse a la temprana aparición de este oficio capitular. En siglo XVIII, en particular sus últimas décadas evidenciarían profundos cambios sociales, institucionales, demográficos y económicos en la ciudad proclamada como capital del Virreinato del Río de la Plata. La antigua pequeña aldea de a poco iba transformándose en la tierra prometida para migrantes de todo tipo. La atlantización de los circuitos mercantiles –impulsada por la sanción del reglamento que liberalizaba parcialmente el comercio– y la creación de instituciones gremiales y de gobierno –como la Real Audiencia o el Consulado de comercio– favorecieron una intensa expansión demográfica, acompañada de un crecimiento económico que parecía no tener techo. Pero no todas eran buenas noticias en el rincón más austral del imperio español en América. Pronto se presentaron dos problemas que atrajeron la atención de las autoridades, aunque en distinta medida. La estructura de la ciudad se vio rebalsada por el incremento poblacional y la mercantilización de las relaciones sociales, lo que ocasionó que sujetos y familias de diversos sectores sociales cayeran en la pobreza y se vieran en dificultades para procurar su subsistencia9. La presencia de mendigos y pobres en una región de frontera abierta donde los alimentos –en especial la carne– eran baratos no dejó de asombrar a distintos viajeros. Y en segundo término, las personas que eran aprehendidas por las autoridades y recluidas en los calabozos capitulares a la espera que se les administrara justicia fueron cada vez más numerosas, sin que se ampliara significativamente la capacidad habitacional de la cárcel. Las consecuencias provocadas por esta situación y las soluciones ensayadas al respecto serán tratadas en los siguientes apartados.

En el presente artículo nos enfocaremos en el desempeño del Defensor de pobres del Cabildo de Buenos Aires durante el período virreinal en una de sus múltiples funciones: la supervisión de las condiciones de vida de los presos y el seguimiento de sus procesos judiciales10. Esta exploración se propone analizar las intervenciones llevadas a cabo por este regidor enmarcando su acción en la política general que el ayuntamiento desplegó en torno a estas cuestiones. De esta manera podremos ver el alcance y efecto de las prácticas de los Defensores de pobres, evaluando en qué medida su accionar logró solucionar o mitigar las necesidades de quienes se apiñaban en los calabozos capitulares. Las fuentes analizadas incluyen actas capitulares, representaciones que se conservan en el Archivo del Cabildo, libros de visitas de la cárcel, solicitudes de presos y expedientes judiciales.

VISITAS DE CÁRCEL Y PEDIDOS DE LIBERTAD

Las ordenanzas del Cabildo de Buenos Aires, aprobadas por el rey Carlos II en 1695, establecían en su artículo 44 lo siguiente:

(…) porque la causa mas piadosa que puede ser, es la de redimir de prisión a qualquier pobre, que este en ella: ordenamos que un regidor, el que el cabildo al principio del año señalasen assista a las visitas de cárcel los sabados del año y en ella, aviendole dicho regidor informado de las causas de los pobres que huviere, pida en su nombre su soltura, y tenga particular cuidado que se fenezca su causa; porque no este padeciendo en la prisión, y con los ministros hagan las diligencias necesarias para su breve despacho (…)11.

En dicha disposición se hablaba de un regidor pero no especificaba que éste debía llevar la denominación de Defensor de pobres. Cuando el ayuntamiento porteño creó dicho cargo en 1721, en adelante encargó a este regidor las tareas que estaban descriptas en el mencionado artículo de las ordenanzas capitulares. Éstas eran asistir a las visitas de la cárcel, informarse de las causas de los pobres, pedir por la soltura de los mismos y cuidar que no padecieran en la prisión. Diversos estudios sobre muchas regiones a ambos lados del atlántico han comprobado la existencia de la práctica de la visita de cárcel12. Interpretada como una institución de clemencia de vital importancia para el derecho castellano e indiano, los autores sin embargo discrepan acerca de su efectividad para aliviar las penurias de los encarcelados. Veamos algunas características que exhibió la participación de los Defensores de pobres en estas visitas.
En el año 1775 los regidores del Cabildo tuvieron una agria discusión con el gobernador y el teniente de rey. El problema se originó cuando Don Santiago de Castilla –un vecino de la ciudad– solicitó al cabildo que le restituyeran la casa que poseía en la Barranca y que había sido destinada para alojar a un grupo de presos. También pedía que le pagasen los alquileres adeudados. A los regidores el pedido les pareció razonable y procedieron a trasladar a los presos de la barranca a la cárcel del Cabildo. Informado el Gobernador del asunto comunicó al ayuntamiento que debía hacerse responsable por la seguridad y mantención de dichos presos. Los regidores respondieron que quien tenía la responsabilidad de velar por los encarcelados durante su traslado y posterior reclusión eran el Alcaide de la cárcel y el Alguacil Mayor. Agregaron también que las finanzas del ayuntamiento solo permitían proveer a estos presos de carne y leña sin que pueda sufragárseles con la yerba, ají y otras cosas que antes se les suministraban. El problema de fondo según los regidores era que la cárcel se había convertido en un presidio, ya que eran alojados en ella individuos que ya habían sido condenados y en consecuencia debían ser remitidos a los presidios de (…) Montevideo, Santa Teresa, Martín García y Malvinas (…)13. Pero el contraataque de los regidores fue aún más lejos. Cuestionaron la legitimidad de las detenciones de muchos de los presos de la barranca. Aseveraron que varios de estos sujetos habían sido apresados sin habérseles formado causa ni respetado el derecho de defensa:

(…) exponiéndose que unos son ladrones y otros ociosos, o mal entretenidos, sin otra causa ni formalidad, que cuando mucho un sumario informe, y que sin seguirseles la causa conforme, a Dro. ni hoirseles se les tiene encadenados en la prisión, y travajos, y se les pasa a los presidios de la provincia (…) en estas causas no ha entendido ni entiende el Defensor General de Pobres que tiene nombrado esta ciudad, como sería de otro modo regular, pues estos infelices no tienen otro medio de defenderse (…)14.

Los cabildantes eran muy claros al describir el estado de indefensión en el que se encontraban estos presos. Detenidos sin causa aparente, se los mantenía encadenados, se les hacía trabajar y algunos se habían quejado de que a veces se los trasladaba a los presidios de la provincia sin habérseles brindado el derecho de testimoniar y apelar. A su vez tampoco habían podido recurrir a los servicios del Defensor de pobres. Los regidores se encargaron de recordar diversas reales cédulas dictados por el soberano que determinaban que (…) a ninguno de sus amados vasallos se le injurie ni castigue sino después de combenzido en juicio con las solemnidades que determinan las leyes (…). Ello implicaba admitir (…) a los reos sus pruebas y lexitimas defensas (…). Las formalidades conforme a derecho y el patrocinio del Defensores de pobres eran condiciones indispensables de una (…) recta administración de justicia (…) que no (…) puede ver con indiferencia ni dejar de proteger a los inocentes (…)15. A continuación, los miembros capitulares pedían que se efectuara una visita general de dichos presos, en la que participase el Defensor de pobres con el objetivo de tomar conocimiento de sus causas. Este conflicto se enmarcaba en las tradicionales disputas jurisdiccionales que protagonizaban distintos agentes e instituciones de justicia en la época colonial. Así, el clamor por el derecho de defensa de los pobres reos era un argumento que en boca del cuerpo capitular podía impugnar las atribuciones de justicia que tenían otras autoridades con funciones militares. ¿Qué fue lo que logró la invocación a las leyes, la justicia y al derecho de legítima defensa de los presos por parte del Cabildo? En este caso muy poco, ya que cuando se realizó la visita no concurrieron a la misma los denominados presos de la Barranca16.
En algunas ocasiones eran los mismos presos quienes podían pedir una visita a la cárcel. En Mayo de 1778, los encarcelados presentaron un petitorio en el que solicitaban (…) se les alibie de las prisiones (…). Los presos en este caso en particular pedían que se realizara una visita extraordinaria a la cárcel para que (…) se les confiera el alibio que sea posible y correspondiente a las causas, conmutandoles a unos el tiempo de la Prision y dandoles soltura, a otros que esten por deudas bajo de su fianza (…)17. Al día siguiente, los cabildantes efectuaron la visita a la cárcel y encontraron entre otras cosas, que el estado del edificio no era el adecuado. Unos días después se procedió a encargar a dos albañiles y un carpintero que efectuasen unos arreglos en el calabozo y en una pared que se hallaba muy deteriorada, y también se mandó a construir una puerta para mayor seguridad y evitar posible fugas de los encarcelados18. La importancia de la visita de cárcel radicaba en que la estancia en los calabozos de los cabildos estaba pensada tanto por juristas –Bernardino de Sandoval, Tomás Cerdán de Tallada o Jerónimo Castillo de Bobadilla– como por diversos corpus normativos –Las Siete Partidas de Alfonso El Sabio, Recopilación de las Leyes de Indias–como un lugar de custodia transitoria y no de castigo19. Allí debían encontrar resguardo los sospechosos de haber cometido crímenes y faltas menores, mientras eran juzgados, a la espera de una condena. Pero la visita de cárcel en Buenos Aires distaba de realizarse semanalmente como establecía la legislación, al menos durante los primeros ocho años posteriores a la creación del Virreinato del Río de la Plata. En el período 1776-1785 en promedio, por año se realizaban cuatro o cinco visitas, es decir una cada dos meses y medio. De las cuarenta y cinco visitas que se realizaron durante este período, el Defensor de pobres se ausentó en seis de ellas. Las visitas de cárcel eran una ocasión para el contacto directo entre el Defensor de pobres y los encarcelados20.
¿Qué tipo de intervención realizaban los Defensores de pobres cuando asistían a las visitas de cárcel? Casi siempre se les encomendaba que promovieran las causas de ciertos presos cuyos procesos evidenciaban un retraso notorio. En el caso de que no se supiera el motivo de la detención, se encargaba al defensor que solicitara la causa formada. Y si la causa ya estaba iniciada, se le entregaban los autos o se le encomendaba que promueva la aceleración del pleito. En general, se tenía bastante conocimiento de las causas que estaban siendo tramitadas ante los alcaldes ordinarios del Cabildo. En cambio, sobre muchos presos remitidos por otras autoridades escaseaba la información. El Defensor de pobres era el encargado de realizar las diligencias para conocer el estado de los procesos que se les había formado a estos encarcelados. En algunos casos eran los mismos presos los que solicitaban la asistencia del Defensor de pobres. Francisco Díaz Gallo, quien había sido ya condenado a diez años de presidio a ración y sin sueldo (…) pidió y suplicó lo defendiera el defensor de pobres con cuia defensa se admitió (…)21.
Los Defensores de pobres en el momento de la visita también peticionaban por algunos presos y lograban una reducción de la condena. Antonio Iglesias (…) por deudas y criminalidad (…) había sido condenado en 1779 a trabajar por un año en la obra de las madres capuchinas, pero (…) por suplica del defensor de pobres se le conmutó en quatro meses (…)22. A veces las diligencias encargadas al Defensor de pobres poco tenían que ver aspectos estrictamente judiciales, sino que se requería su mediación para resolver una situación personal del reo. Fernando Olivera tenía desaveniencias con su mujer y por esa razón pasó unos meses preso. Se lo liberó pero se encargó al defensor Antonio José de Escalada que (…) se haga cargo de unirlos (…)23. En la cárcel capitular había esclavos. Éstos podían estar recluidos por dos razones. Porque sus dueños habían decidido encarcelarlos a modo de corrección. O porque habían sido acusados de cometer un delito. Los primeros luego de cierto tiempo eran liberados. Pero sobre los segundos existía el problema de que sus amos se desentendían de ellos y desistían de defenderlos. En ese caso se daba intervención al Defensor de pobres. En una visita de cárcel en 1781 se determinó sobre los esclavos que (…) dentro de 8 días se les ponga de trabajo a la cadena, a veneficio de las obras publicas y que el Defensor de pobres agite sus defensas (…)24.
Los reos de la cárcel capitular para aliviar las penurias que sufrían a causa de su encierro solían presentar breves escritos dirigidos a las máximas autoridades políticas. Solo una minoría de estos memoriales eran redactados por los Defensores de pobres25. Los encarcelados redactaban ellos mismos sus peticiones al Virrey en la mayoría de los casos, o les pedían a un tercero que lo hiciera a ruego del suplicante. En otros casos eran sus familiares quienes peticionaban por ellos. Deducimos que los Defensores de pobres no eran muy proclives a peticionar en forma escrita a favor de los reos. Ello puede estar motivado porque la visita de cárcel era infrecuente, sobre todo en los primeros años de vigencia del Virreinato del Río de la Plata. Con lo cual si un encarcelado era víctima de una aprehensión injusta, antes que tener que esperar meses para que el defensor se anoticiara de su situación, era probable que por sus propios medios informara de su situación a las autoridades. Y en segundo término, también es probable que ciertas diligencias informales de los defensores no hayan dejado rastros escritos. ¿Qué nos dicen los pocos memoriales redactados por los defensores que hemos encontrado en los archivos? Estas peticiones podían ser a favor de un solo preso o de varios. Al igual que en el resto de las solicitudes de presos, el pedido más frecuente era el de la excarcelación del detenido. En dos ocasiones los defensores ante la inexistencia de un proceso judicial conforme a las leyes, solicitaron que a los encarcelados se les iniciara una causa formal. En otros dos casos pidieron tomar vista de los autos formados contra los detenidos para asumir su defensa. Los cuatro pedidos restantes fueron: alivio de prisiones, excarcelación y depósito en una casa particular, excarcelación y remisión de los detenidos a una institución en Lima, y finalmente que se realizara una visita de la cárcel para indultar a varios reos.
¿Sobre la base de qué argumentos los defensores solicitaban la libertad de los detenidos? Dos de los presos representados por los defensores eran deudores y habían sido aprehendidos para que honraran sus compromisos. Don Gerónimo Muñoz debía una suma modesta: solo 100 pesos. Su mujer acudió al defensor Francisco Antonio Beláustegui, suplicándole que representara a su marido porque producto de su prisión no podía alimentar a sus hijos de tierna edad. El defensor al solicitar la excarcelación aseveró que (…) las prisiones y cárceles solo deben ser para los delinquentes y no para los que rebeldes de la fortuna u otro accidente inculpable han llegado a estado de no poder pagar a sus acreedores (…)26. En los tres casos restantes en que el Defensor de pobres peticionó por la libertad de los detenidos existían varias razones de peso que apoyaban su solicitud: se trataba de faltas leves, no se había iniciado un proceso judicial o la causa se había perdido, y hacía varios meses que los presos estaban recluidos. Carmelo Farías, Andrés Villarreal y Pedro Nolasco Torres habitaban los calabozos del cabildo hacía cuatro meses. No se sabía el motivo de su detención, solo que habían sido remitidos por el alcalde de santa hermandad del partido de los arroyos. Se encargó que se trajeran las sumarias de estos presos pero no fueron encontradas. El defensor Francisco Castañón aseveró que aún si hubieran cometido alguna falta, el tiempo cumplido en la cárcel ya era (…) suficiente castigo (…)27. Más tiempo estuvo en la cárcel –cerca de un año– Manuel Tonson, un negro libre miliciano. Había sido encarcelado a pedido del Comandante de negros libres por un supuesto robo. Tomás Antonio Romero se quejó de que no se le había hecho saber la causa de su prisión y pidió informes tanto al alcaide de la cárcel como al comandante que lo había hecho encarcelar. Luego denunció que al reo no se le había formado ninguna causa, insistiendo que debía ser liberado. Debido estas gestiones se le tomó confesión, declararon varios testigos y en una visita de cárcel fue liberado por la (…) cortedad del hecho (…) y por el tiempo que había experimentado en prisión. La Real Audiencia confirmó la sentencia28.

Los Defensores de pobres solicitaron la excarcelación de algunos detenidos en otras tres ocasiones también. Pero el pedido de salida de la cárcel podía no equivaler en estos casos a la libertad. El defensor Jaime Alsina en 1783 peticionó a favor de siete reclusos. Y argumentó que merecían ser excarcelados porque no gozaban de salud mental. Aseveró que (…) aquellos delitos que cometieron fue sin el pleno conocimiento y deliberacion que exigen nuestras leyes para la infliccion de penas (…). Agregaba que era (…) notorio el gravísimo perjuicio que experimentan todos los miserables presos con las operaciones de estos dementes (…). Proponía enviarlos a una casa en Lima que era mantenida por el hospital de esa ciudad y que aparentemente alojaba a sujetos con estos padecimientos29. Sin lugar a dudar, la representación de un Defensor de pobres que benefició al número más significativo de detenidos fue la que efectuó Juan Gutiérrez Gálvez en 1784. En un oficio dirigido al Gobernador Intendente, este defensor solicitó:

(…) que la clemencia de nuestro católico monarca con el jubilo del feliz nacimiento de los infantes sus nietos, ha concedido Indulto General a los reos que no lo sean de los crímenes exceptuados, y respecto a que en esta real cárcel ay muchos que deben gozar de esta soberana gracia se ha de servir ordenar se haga incontinenti una visita general de presos (…) declarando que los que han de disfrutar del real indulto se les ponga en libertad, y se verifiquen los efectos de la piedad regia (…)30.

El Defensor de pobres se transformaba en la garantía de que la piedad del soberano se hiciera efectiva en el rincón más austral de sus dominios en América. Cuatro días después se efectuó la visita de cárcel y varios reos fueron comprendidos en la (…) gracia del indulto (…) y liberados. Lamentablemente no se conservan las resoluciones tomadas en la mayoría de los casos en los que los defensores escribían estas peticiones, lo que no nos permite sacar conclusiones firmes. En principio, ante los pedidos de los Defensores las autoridades se movilizaban para recabar información sobre los motivos por los que habían sido recluidos los detenidos. A veces estas gestiones llegaban tarde. Pedro Martín López, con el patrocinio del defensor Antonio José de Escalada, denunció que estaba en la cárcel hacía mucho tiempo acusado de haberse casado dos veces. Pero según su testimonio, la acusación hecha por su suegro era falsa porque su primera esposa había fallecido en Galicia y en consecuencia era viudo al momento de contraer matrimonio nuevamente. Antonio José de Escalada ofrecía testigos para avalar la versión de su defendido, y pedía que se los llamara a declarar. Pero cuatro meses después, cuando la situación de este preso todavía no se había resuelto, el escribano de gobierno informó que Pedro Martín López había sido trasladado al hospital por una enfermedad, donde murió31.
Si los Defensores de pobres solicitaban que se les entregaran los expedientes de algunos detenidos para poder defenderlos, los alcaldes ordinarios o el secretario del Virrey nunca se negaban. Los pedidos de informes a algunas autoridades como alcaldes de hermandad, de barrio o al alcaide de la cárcel también tenían pronta respuesta. Cuando Francisco Ignacio de Ugarte peticionó a favor de Matías Malaver, un negro libre que estaba preso y había sido azotado, solicitó que se le entregara la causa. Al final se le aclaró que el castigo había sido ordenado por el Virrey y que obedecía a que el preso estaba amancebado con una mujer española. La causa había sido remitida a Montevideo por lo cual no pudo ser entregada al defensor, pero se le informó que el reo había sido condenado a cuatro o cinco años a la costa patagónica y que estaban esperando que el gobernador de Montevideo confirmara la condena32. La acción de los defensores lograba que las autoridades informaran de la situación procesal de los detenidos y que éstos tuvieran garantizado el derecho a defensa. También podía derivar en un alivio de la situación de detención del reo y en la formación de una causa con todas las formalidades de la ley. Estos beneficios para el reo a veces culminaban con el logro de la libertad. Esta fue la situación de un grupo de cinco presos que estuvieron cerca de un año en la cárcel capitular. Todos eran jóvenes peones, y entre ellos se encontraba un indio, un pardo y un migrante cordobés. El defensor Julián del Molino Torres, a raíz de una visita de cárcel, en un escrito denunció que no se encontraban las causas de estos sujetos, que no se les había tomado confesión (…) ni menos pasado visita (…). Solicitó que se les formara un proceso para que el pudiese tomar a cargo la defensa de ellos. Los alcaldes informaron que no encontraban por ningún lado las causas de estos presos y el fiscal Herrera le sugirió al defensor dirigirse al Virrey. Ante la gravedad del asunto, la máxima autoridad del virreinato elevó un pedido de informes al aprehensor de los reos, Elías Bayala. Éste acusó a los encarcelados de haber robado un baúl con 600 pesos y argumentó la ausencia de proceso formal contra ellos de un modo peculiar. Dijo que todos eran (…) rateros, ladrones (…) y muy perjudiciales al publico (…). Luego afirmó que este tipo de delincuentes:

(…) luego que cometten los robos se ausentan, juegan, venden, empeñan y desperdician lo robado (…) ya están enteramente desnudos los juezes, no pueden formarles ni finalizar sus causas, de modo que por los muchos ejemplares que tengo vistos, conozco que estos delinquentes, en breve consiguen su libertad (…)33.

La argumentación dada por Elías Bayala era muy poco convincente. Enseguida se procedió a formarles causa a los reos. El nuevo defensor nombrado por el cabildo al inicio del año –Francisco Antonio Beláustegui– tomó a su cargo la defensa. Durante el transcurso de la causa redactó cuatro escritos, y presentó prueba a favor de sus defendidos. Al momento de los alegatos el fiscal pidió que se aplicase destierro y azotes para los cinco reclusos. Pero el alcalde Martín de Álzaga dictaminó que solo uno de ellos fuera condenado a seis meses de presidio, y el resto fueran absueltos. La Audiencia ratificó su sentencia. Es claro que la instrucción de un proceso formal hacía insostenible que se perpetuara la reclusión de estos detenidos. De esta forma, las diligencias del Defensor de pobres concluyeron con la excarcelación de la mayoría de ellos. Un elemento a favor del accionar del defensor en este caso claramente era el hecho de que estuviera instalada y en funciones la Real Audiencia de Buenos Aires desde 1785. Este máximo tribunal pasó a ejercer un mayor control sobre el accionar de los juzgados inferiores, ya que todas las sentencias que acarreaban penas aflictivas debían contar con su confirmación, fueran apeladas o no34. Esta voluntad de regularizar la administración de justicia incluyó un proyecto para reglamentar la instrucción de los procesos judiciales penales, aunque el mismo no fue finalmente sancionado35. Sin embargo sería erróneo creer que antes de 1785 el derecho de defensa de los reos era desconocido y que con posterioridad a la instalación de la Real Audiencia el mismo se respetó a rajatabla. Existía todo un cúmulo de normativa real tendiente a resguardar ciertas formalidades procesales desde antaño, tal como lo recordaron los regidores en el incidente de 1775 que hemos descripto sobre los presos de la barranca36. Y además con posterioridad a la instalación de la Real Audiencia, los miembros de este tribunal no desecharon del todo la práctica de proceder a una rápida sentencia en casos de delitos leves protagonizados por la plebe, prescindiendo del derecho de defensa de los mismos37. Antes y después de la instalación del máximo tribunal convivieron dos modos distintos de juzgar a los reos, uno más próximo a las formalidades propias de la iustitia, y otro que se asimilaba al proceder doméstico, rápido y sin formalidades, denominado policía38.

ESTADO DEL EDIFICIO. SUPERPOBLACIÓN Y HACINAMIENTO

El 11 de Marzo de 1784, Juan Josef Ramallo, un preso mulato que estaba recluido en los calabozos capitulares, había colgado cerca del pozo de la cárcel un pescado –que era su alimento inmediato– para que no se pudriese. Pero se le había caído al interior del mismo. En consecuencia tomó valor, y se decidió a ir en su búsqueda. Pidió ayuda a varios presos, quienes improvisaron una soga. Sujetado con ella, Juan Josef se internó por el pozo e inició el descenso. Pero a mitad de camino soltó la soga y le avisó a sus compañeros que podía seguir bajando sin ella. Tal decisión resultó en una tragedia. Como Juan Josef tardaba mucho los presos que le habían proporcionado la soga empezaron a llamarlo a los gritos, pero recibían como única respuesta el silencio. Inmediatamente sospecharon que el aire viciado podía haber causado el desmayo del mulato. Y era urgente socorrerlo para que no se ahogase. Otro recluso, Josef Batalla, un negro destinado al servicio de la cárcel por el gobernador, se ofreció a descender para rescatar a su compañero. Cuando estaba a mitad de camino Josef se resbaló, se soltó involuntariamente de la soga que la sujetaba, y cayó al agua. Desesperados, los presos que estaban al borde del pozo empezaron a llamarlo pero tampoco recibieron respuesta. A continuación intentó bajar un tercer preso, Martín Tunez, (…) hombre blanco (…) pero pronto desistió de su tarea. (…) A mas de medio pozo se volvió diciendo que el olor pestífero que havia quasi le havia quitado la vida (…) informó el Alcaide de la cárcel, Gavino Diaz y Navarro. Cuando otros dos presos finalmente lograron llegar al final del pozo, encontraron y sacaron de allí el cadáver sin vida del negro Josef Batalla. Se negaron a volver a buscar al mulato argumentando que el olor era insoportable. El alcaide entonces mandó a traer una escalera y con sogas y lazos lograron hallar el cuerpo del mulato, también sin vida. Gavino Díaz y Navarro se lamentó por no poder remediar esta desgracia, y atribuyó el fallecimiento de los dos presos a la putrefacción y al aire viciado que inundaba a toda la cárcel y que particularmente en el pozo se hacía más intenso39.
El trágico suceso no pasó desapercibido para las autoridades. Se inició una investigación, los cadáveres fueron examinados por un médico para determinar la causa de las muertes y se tomó declaración a los testigos. Estos agregaron algunos detalles. Aparentemente, la primera persona que bajó a rescatar a las dos víctimas logró ver al negro con vida. Le alcanzó una soga y se apresuró a subir por miedo a desmayarse. Cuando tiraron de la soga para rescatarlo, los presos se percataron que se le había enlazado en el cuello, lo que agravó aún más las cosas. En definitiva, al concluir la investigación se reconoció que las enfermedades recurrentes de los presos y las muertes de algunos de ellos eran causadas por la contaminación del ambiente, la superpoblación de la cárcel, y por ciertos problemas edilicios que nunca se habían solucionado40.
La historiografía que ha explorado las condiciones de vida de la cárcel capitular porteña a fines del período colonial ha señalado que las mismas distaban de ser ideales. Los males eran muchos y variados: falta de higiene, deficiente alimentación y vestuario, ausencia de catres para dormir, alta exposición a pestes y enfermedades, hacinamiento y superpoblación41. Por ejemplo, en el año 1779 el defensor Manuel Rodríguez de la Vega leyó un extenso memorial en una de estas reuniones. Allí informó que:

(…) en las repetidas ocasiones que en cumplimiento de mi cargo ha entrado en la real carzel para solicitar el alivio de mis protegidos assi en sus causas como en el aseo, vestuario que suelo darles, y ver si les falta el alimento… he reconocido la suma estrechez en que hoy se hallan estos miserables por la cortedad del sitio de ella y sus pocos calabozos los tiene expuestos a enfermedades y corren el riesgo de una peste o contagio en que perezcan (…)42.

Proseguía su relato comentando que algunos presos que estaban en el corralón eran aún más desdichados porque permanecían al aire libre, sufriendo las inclemencias del tiempo. La situación de las mujeres encarceladas también mereció su atención:

(…) La separación de las pobres mujeres causa maior compasión solo tienen dos cuartos y un pasadizo cubierto (donde cocinan para todos los presos) estos son tan obscuros como que no tiene mas luz que la que les comunica las puertas que corresponden a el dicho pasadizo, la cortedad de los cuartos se reducen a dos o tres varas de luz el mayor y el otro que apenas cabe un cuerpo de largo, al que se agrega los desperdicios de la carne y hortalizas (…) su estrechez las hace padecer mas pena tal vez que la merecen sus delitos antes de substanciarseles sus causas (…)43.

Manuel Rodríguez de la Vega solicitaba que se comprara un sitio contiguo para aumentar la capacidad de la cárcel capitular. En el año 1782 se volvió a reconocer que la cárcel era chica para la cantidad de presos que había en ella y que se carecía de un lugar común para los presos. Las mujeres presas, que preparaban la comida para todos los encarcelados, carecían de un lugar para cocinar, debiendo hacerlo al aire libre, lo que era particularmente difícil en invierno y en los días de lluvia. A esta situación se le sumaban las pestilencias que emanaban el patio de la cárcel y las bóvedas, donde los presos muchas veces hacían sus necesidades44. El Cabildo comisionó al síndico Procurador General, Domingo Belgrano Pérez para que adquiriera una casa para extender la capacidad de la cárcel. Quien financió la compra de dicha casa fue Manuel Rodríguez de la Vega, expresando que gustosamente daba a crédito la suma de dinero pues tenía pleno conocimiento de las necesidades de los presos por haber sido Defensor de pobres45.
La extensión de la cárcel por la adquisición de una nueva casa estuvo lejos de solucionar los problemas de los encarcelados. Dos años después, en 1784 los cabildantes volvieron a tratar el tema de las condiciones de vida de los presos en un extenso documento dirigido al Gobernador Intendente que trataba sobre los reparos que eran necesarios en los cinco calabozos de la cárcel. Los cabildantes admitían la existencia de goteras en los techos, agujeros por donde entraban y salían ratas, fetidez en el ambiente producto de que los conductos subterráneos para los excrementos estaban desbordados, falta de habitaciones suficientes y superpoblación, entre otras cosas. Las consecuencias de estas condiciones era que los presos se enfermaban frecuentemente y hasta incluso perdían la vida. El aire viciado impregnaba buena parte del edificio capitular, y los regidores atribuían las muertes relatadas al inicio de este apartado en buena medida a este hecho46. En ese año, la Real Cárcel alojaba a cuarenta y nueve individuos en carácter de presidiarios, ciento cuarenta y siete que todavía no tenían sentencia, y siete mujeres en igual situación47. ¿Qué rol jugó el Defensor de pobres ante las situaciones descriptas?
En 1783, ante el cuadro de situación crítico y alarmante que los cabildantes habían explicitado el año anterior –superpoblación, estrechez del edificio, carencia de un lugar común para los presos– se encargó al Defensor de pobres Jaime Alsina que se ocupara de realizar las diligencias necesarias para ciertos arreglos de los calabozos, entre los que se contaban reparar tejados para que no hubiese goteras48. Unos meses después también se lo comisionó para que arbitrara los medios necesarios para establecer un lugar común para los encarcelados, dado que el que estaba en uso estaba enteramente lleno49. En 1785, al nuevo Defensor de Pobres Juan Gutiérrez Gálvez también se le encargó en numerosas oportunidades que hiciera lo necesario para que se pusieran en marcha las obras proyectadas50. A veces los Defensores de pobres eran quienes tomaban la iniciativa e informaban al ayuntamiento de las condiciones de la cárcel, efectuando pedidos concretos. Como vimos, este fue el caso de Manuel Rodríguez de la Vega51. En otras ocasiones los Defensores de pobres efectuaban al Cabildo pedidos concretos de utensilios para beneficio de los encarcelados. Así lo hizo Francisco Javier Carvajal, quien en 1786 solicitó la adquisición de escobas, baldes, una tina grande y un caldero para cocer la carne, destinados a mejorar el aseo de los calabozos y a la manutención de los presos52. La situación particular de las mujeres también mereció la atención del Defensor de pobres en más de una ocasión. En 1785, el defensor Martín de Álzaga –al igual que lo había hecho Rodríguez de la Vega en 1779– hizo una representación al cabildo sobre este tema. En ella informaba que:

(…) el lugar de esta real cárcel en que se colocan las mujeres se alla inavitable, por que después de su suma estreches, sin divisiones ni abrigo en parte alguna, esta inmundo asqueroso y lleno de humedad por retenerse las aguas a causa de no tener salida; de modo que en medio del corto ámbito no puede transitarse por impedirlo el barrial que lo ocupa y de que resulta allarse enfermas (…)53.

Proponía que se realizara una inspección del lugar para decidir las reparaciones necesarias. Se resolvió que Álzaga reconociera el lugar con un albañil, y elevara un presupuesto. En 1788 el Defensor de pobres Ventura Llorente Romero también denunció el miserable estado en el que se encontraban las mujeres, argumentando que se hallaban expuestas a la intemperie ya que carecían del techo y abrigo necesarios al punto de que sus vidas corrían peligro54.
Las numerosas obras proyectadas para ampliar la cárcel y encontrar una solución definitiva al hacinamiento se topaban con la escasez de financiamiento. Si bien el Cabildo teóricamente carecía de facultades impositivas, contaba con los llamados propios y arbitrios de la ciudad. Mientras que los primeros eran recursos de carácter permanente, los últimos eran transitorios y respondían a una necesidad específica. Los propios incluían impuestos municipales, derechos percibidos por el uso de bienes comunales, arrendamiento de inmuebles del Cabildo, etc. Estos ingresos en su mayoría eran impuestos cobrados a las pulperías, a las ventas en pública subasta, a los vendedores de plaza, a los billares y canchas de bochas55. Las necesidades de los encarcelados –manutención, vivienda y vestimenta– eran cubiertas por dos fuentes de ingresos centralizadas por el Fiel Ejecutor: diversas multas y la limosna recolectada a beneficio de los presos. En caso de que ambas fuentes de ingresos no alcanzaran para cubrir el gasto que implicaba el cuidado de los encarcelados, el Fiel Ejecutor cubría la diferencia de su peculio y el tesorero de Propios del Cabildo le restituía la diferencia. Los propios estaban destinados a cubrir los gastos ordinarios, entre los cuales se contaba la manutención de los presos56. Sin embargo, la recolección de la limosna fue cayendo en desuso, y las multas cobradas por el Fiel Ejecutor, junto con el uso del ramo de propios, se revelaron insuficientes, situación que preocupó a los regidores en una sesión del año 178657. En un oficio dirigido al Gobernador Intendente expresaban:

 (…) Ni el Muy Ilustre Cabildo ni la Junta Municipal tienen arbitrio para redimir la necesidad que padecen, y es indispensable que los pobres giman, con otros padecimientos, aun mas insufribles, que la prision en que se ven oprimidos, por sus crímenes (…)58.

La Junta municipal de Propios estaba compuesta por el alcalde de 1º voto, dos regidores diputados a tal fin y el Síndico Procurador General. El Cabildo se reservaba sin embargo el derecho de aprobar las cuentas que confeccionaba dicha Junta para luego remitirlas al Gobernador Intendente, el cual a su vez enviaba un extracto de ellas a la Junta Superior de la Real Hacienda. La Junta Municipal de propios, constituida por el Cabildo de Buenos Aires en 1785 tuvo existencia hasta el año 1808, producto de que las Invasiones Inglesas unos años antes habían hecho notar que en casos de urgencia el sistema carecía de la celeridad suficiente59. Otra fuente de recursos que ensayó el Cabildo para costear la subsistencia de los presos y la construcción de la cárcel, fue la apertura de una Casa de comedias60. Dicha obra se concretó en 1804, sin embargo el mal estado del edificio, entre otras cosas, determinaron que la contribución que el concesionario debía abonarle al Cabildo fuera decreciendo, con lo cual la Casa de comedias terminó representando solo un pequeño ingreso a la institución capitular.
¿Qué tan grave era el problema del hacinamiento en los calabozos capitulares durante los primeros años virreinales? Los libros de visita de cárcel proporcionan algunos datos sugestivos al respecto. El promedio anual de presos consignados en las visitas verificó un aumento sostenido durante el período 1776-1781, llegando casi a triplicarse el número de personas que habitaban los calabozos –de 33 a 108-. En el año 1782 hubo una baja significativa, causado por la liberación de detenidos por causas leves por parte de las autoridades, con la intención de resolver el problema del hacinamiento. Pero el número de reclusos al año siguiente volvió a subir y se mantuvo estable al menos hasta 1784. La información para los años siguientes es más fragmentaria, pero permite advertir que pese a varios indultos reales, hubo picos de más de 130 encarcelados61. Según la misma fuente, al analizar las causas por las que estaban detenidos los presos emerge un cuadro heterogéneo y variopinto. En primer lugar lo ocupaban los sospechosos de haber cometido homicidio -25 %-. Un porcentaje similar estaba por robo -24 %-. En tercer lugar se situaban los reos encarcelados por transgredir la moral sexual de la época -10 %-. Por debajo de estos grupos se encontraban los acusados de contravenciones al orden público -9 %- de los casos-, y los procesados por heridas o golpes -7 %-. Los deudores no eran numerosos -5 %-. Lo mismo puede decirse de los que habían atentado contra la autoridad -3,5 %-. Seguramente agravaba el problema del hacinamiento el hecho de que también eran encerrados sujetos que no eran sospechosos de haber cometido crímenes. Estaban los recluidos por corrección -4,5%-, los que habían sido aprehendidos producto de extralimitaciones de los agentes de justicia -3 %-, y un número significativo de presos sobre los cuales las autoridades no sabían el motivo de su reclusión y/o no se les había iniciado un proceso formal -8 %-62.
En la representación que los capitulares elevaron al Gobernador Intendente en 1786 se enumeraban todos los gastos que acarreaba la manutención de los presos. Las (…) infinitas urgencias (…) que eran necesarias remediar incluían reparos de la cárcel y casas capitulares, grillos, cadenas y diversos utensilios como papel, tinta, pluma, libros cera y vino para las misas para los encarcelados. Otros gastos eran los desembolsos de dinero de su propio peculio que efectuaban todos aquellos que estaban involucrados en la tramitación de las causas de los presos como escribanos, fieles ejecutores, apoderados, alcaldes ordinarios y Defensores de pobres. Otras funciones que implicaban erogaciones y que indirectamente estaban ligados a la vida de los presos eran los sueldos del verdugo, los maceros, el portero y el capellán que daba misa para los encarcelados63. La petición de los regidores no dejaba de mencionar la necesidad urgente de construir una nueva cárcel. Proponían crear unos arbitrios, gravando a la población con ciertos impuestos, con el fin de cubrir todos los gastos previstos. A continuación aclaraban que una vez cubiertas todas las necesidades que se enumeraban, estos nuevos impuestos dejaran de existir para que no pueda dárseles otro destino64. Parte de los nuevos arbitrios propuestos fueron autorizados un año más tarde, por la Junta Superior de la Real Hacienda65.
¿Pudieron estos nuevos recursos solucionar el endémico problema del hacinamiento, la superpoblación, la exposición a pestes y enfermedades, la falta de higiene y la posibilidad frecuente de perder la vida? A juzgar por los posteriores acuerdos capitulares referentes a este tema, podemos contestar negativamente a este interrogante. Durante los cinco años siguientes (1787–1791), mientras el Cabildo hacía recuentos de las necesidades de los presos y se confeccionaban presupuestos para realizar obras interinas y construir una nueva cárcel, el crecido número de presos y las malas condiciones de salubridad dentro de la cárcel siguieron siendo una dura realidad66. En Febrero de 1792 todavía era necesario un lugar común para los presos y se diputó al Defensor de pobres Francisco Castañon junto con otro regidor para que tomasen las diligencias necesarias para la concreción de la obra67. En 1795 se volvió a comisionar al Defensor de pobres –José Pastor Lezica– para que acudiera a la Junta Municipal de propios y arbitrios en pos de solicitar el dinero necesario para el arreglo de los calabozos68. En 1796 los miembros capitulares redactarían una representación dirigida al Virrey, para que tomara conocimiento de la situación de la cárcel de la ciudad. El cargo de Gobernador intendente había sido suprimido en 1788 y sus funciones ahora eran potestad del Virrey69. En esta nueva representación de 1796 los regidores denunciaban:

(…) el estado deplorable en que se allaba la carzel publica de esta capital y presos que se custodiaban en ella cuio numero era demasiado exorbitante para comprenderse dentro del corto recinto y estrechez de dicha carzel de que prozedia el que unos, y otros se contagiasen con enfermedades y pestes que con el tiempo podian hazerse transzendentales al mismo publico que actualmente se encontraban achacosos y tocados de enfermedad hasta el numero de veinte y siete (…)70.

Dicha representación tenía como fin notificar al Virrey el hecho de que los propios no alcanzaban para aliviar esta situación (…) quedando expuestos estos infelizes a perder la vida por falta de estos ausilios (…)71. La propuesta del Cabildo para conseguir los fondos necesarios para la obra de la nueva cárcel, proyectada hacía años, era que los mismos se extrajeran del ramo municipal de Guerra72. Pese a estas buenas intenciones de los regidores, los memoriales presentados por el Alcaide de la cárcel y las representaciones de los cabildantes en los años subsiguientes siguieron dando cuenta de las precarias condiciones de los encarcelados: falta de ventilación, mal estado de las puertas, problemas de salud de los presos, superpoblación, etc. Los pedidos de reparación y extensión del edificio, dando cuenta de las miserables condiciones de los encarcelados, se repitieron en 1799, 1801, 1803, 1804 y 180573. La construcción de una nueva cárcel para desahogo de los presos seguía siendo un proyecto, pese a que esta necesidad había sido admitida desde hacía al menos una década. Dicha obra recién empezaría a efectivizarse en el convulsionado 1810 para ser concluida al año siguiente74.

MANUTENCIÓN, VESTUARIO Y ASISTENCIA MÉDICA

Durante el siglo XVII y buena parte del XVIII, la limosna –destinada a costear la manutención de los presos– era recolectada por todos los miembros capitulares los días sábados. Esto práctica se modificó a fines del siglo XVIII, cuando la recolección de la limosna fue encargada al Fiel Ejecutor. Esta figura capitular coordinaba o dirigía todo lo referente al abastecimiento de la ciudad y su población. También cobraba multas a quienes no cumplieran con las ordenanzas capitulares, generando un ingreso adicional para cubrir el alimento diario de los encarcelados. En consecuencia, hacia fines de 1770 la recolección de la limosna y el sustento de los presos progresivamente fueron responsabilidades asumidas por el Fiel Ejecutor75. Sin embargo, ello no era impedimento para que el Defensor de pobres ante una situación concreta también interviniera en la materia y en consorcio con el Fiel Ejecutor se ocupara del sustento de los encarcelados. En 1775 el cabildo trató una representación de los presos destinados a trabajar en las obras públicas –dirigida al Gobernador Intendente–, en la cual se quejaban de que la comida era insuficiente. El ayuntamiento en este caso resolvió designar a dos regidores, uno de los cuales era el Defensor de pobres Eusebio Cires, para que concurrieran a la hora en que se les suministraba el alimento a los presos para verificar la veracidad de la denuncia76.
En 1776 el cabildo comisionó al Fiel Ejecutor, para que se encargara de proporcionar dos comidas diarias a los presos con lo recaudado de las limosnas. En la misma sesión el Defensor de pobres, Manuel Rodríguez de la Vega, se comprometió a suplir todo lo que fuera necesario de su propio peculio en caso de que lo recaudado en la limosna no fuera suficiente. Esta erogación de De la Vega era (…) solo por caridad (…), sin cargo de reintegro y por el término de un año77. La misma fórmula iba a repetirse al año siguiente. El ayuntamiento volvió a diputar a un regidor, esta vez el Defensor de menores, para que asociado con el Defensor de pobres se ocuparan de la manutención de los encarcelados, no descartando la posibilidad que otros regidores ayudaran en una (…) obra tan caritatiba y azepta a los ojos de Dios (…)78. Los Defensores de pobres no sólo se ocupaban en algunos casos de la comida de los presos, sino que a veces también eran encargados del vestuario de los mismos, tarea que ejercieron hasta el fin de la época colonial79. En 1780 el fiel ejecutor entregó el dinero recaudado de las limosnas y las multas al Defensor de pobres Antonio José de Escalada para que proveyera de ropa a los encarcelados80.
En el año 1785, el Fiel ejecutor, que hasta el momento era el encargado de la manutención de los presos, con la ayuda en algunos casos del Defensor de pobres, solicitó al Gobernador Intendente eximirse de esta responsabilidad. El Cabildo resolvió que de allí en adelante el cuidado y la comida de los presos, junto con la recolección de la limosna para beneficio de los mismos, eran funciones a cumplir por el Alcaide de la Cárcel81. Ya hemos mencionado que el cabildo en 1786 elevó una extensa representación al Gobernador Intendente. En la misma se solicitaba que se arbitraran nuevos fondos para el sustento diario de los presos. No sólo la limosna había caído en desuso y las multas cobradas no alcanzaban, sino que el ramo de propios era notoriamente insuficiente para afrontar los múltiples gastos82.
El hecho de que el Alcaide de la cárcel era el encargado de la limosna y la manutención de los presos, aunque ello no implicó que el Fiel Ejecutor y el Defensor de pobres se desentendieran absolutamente del tema en los años subsiguientes. Si bien el Alcaide de la cárcel se ocupaba del alimento diario de los encarcelados y de la iluminación de la cárcel83, el Fiel Ejecutor seguía cobrando diversas multas destinadas a la manutención de los presos84, y el Defensor de pobres seguía controlando que los encarcelados estuvieran bien atendidos. En 1785 el Defensor de pobres Martín de Álzaga elevó una representación al cabildo donde informaba que los encarcelados (…) nada tienen que comer que asido tanta la escasez de carnes que no habido proporción para surtirles de ellas (…)85. Cinco años después, los cabildantes trataron un documento de Manuel del Cerro Sáenz, nombrado Defensor de pobres interino por la enfermedad y ausencia de Juan de Echenique, en el cual se informaba sobre graves irregularidades observadas en la alimentación de los presos durante su visita a la cárcel:

(…) Se leyo un pedimento, que dias haze ha presentado el Señor Don Manuel del Cerro Saenz que ha servido la comision de Defensor de pobres durante la enfermedad y ausencia del propietario Don Juan de Echenique, en que se refiere, que habiendo pasado a la Carzel publica en desempeño de su ministerio ver como se les asistia a los presos pobres con la comida reconocio, que ni se les suministraba la necesaria, ni en la forma correspondiente, asi por falta de bastimento, como por no haver basijas, o caldero en que cozerlo, de que discurre se siguen las mas de las enfermedades que padecen, y aun las muertes de algunos, que se han experimentado; por lo que penetrado del mas vivo sentimiento por estos infelices lo hacia presente (…)86.

No solo la comida era insuficiente, sino que el alimento diario tampoco se les daba en buen estado dada la ausencia de elementos de cocina, lo que hacía que los encarcelados contrajeran enfermedades y hasta en algunos casos fallecieran. Inmediatamente, en pos de remediar la situación descripta los cabildantes resolvieron comisionar a dos regidores, de los cuales ninguno era el Defensor de pobres, para que en distintos puntos de la ciudad se encargaran de pedir limosna para los encarcelados87. Sin embargo, en otras ocasiones el Defensor de pobres intervenía en la colecta de la limosna y en consorcio con el Alcaide de la cárcel decidían el destino que mejor podía dárseles a esos fondos con el objetivo de aliviar las necesidades de los presos88. Una fuente extraordinaria de recursos destinada a cubrir el sustento diario de los encarcelados fue posible –una vez más– gracias a una donación de Manuel Rodríguez de la Vega, conocido benefactor y Defensor de pobres en 1776 y 1779. En 1796 el ayuntamiento le solicitó a De la Vega que cediera los intereses de su préstamo de 1782 a beneficio de los presos, dada la escasez de los propios. De la Vega accedió al pedido y de inmediato se fundó esta obra pía en beneficio de los encarcelados89. En la representación mediante la cual Rodríguez de la Vega informaba de la donación al Cabildo, aclaró que la realizaba mediante una cláusula testamentaria. Allí afirmaba que donaba a los (…) pobres presos de la cárcel de esta ciudad (…) los ocho mil trescientos cincuenta pesos que había prestado en su momento al cabildo para que comprara la casa destinada a extender los calabozos. Los 417 pesos que debían entregársele anualmente como rédito en adelante debían ser destinados a comprar (…) camisas, calzoncillos, ponchos y algunas frazadas (…) destinadas a los presos más necesitados. También recomendaba que el cabildo comisionara a (…) un yndividuo de el para que reconozca los calabozos y vea si tienen los pobres presos en que comer y beber y mas necesario al hombre para vivir (…)90. En un siguiente memorial, aseveraba que por su (…) avanzada edad y notorios achaques (…) sospechaba que estaba cerca de la muerte y quería dejar claro lo que debía hacerse luego de su fallecimiento. En respuesta el Síndico Procurador General, agradeció la donación, encargándose de resaltar el gesto:

(…) No contento este ciudadano igualmente honrado que benefico, y amante de los pobres con auxiliar las necesidades de otros no ha olvidado su amor a aquellos infelices que aunque por sus delitos sufren justamente la reclusión de sus personas, no son por esto menos dignos de nuestra compazion. Un padre no olvida a su hijo aunque lo vea con priciones y encerrado en una cárcel, porque con todo esto la naturaleza lo estimula y obliga a tenerlo en la memoria, quisa con mas frecuencia que tiene a la vista. Asi es que Don Manuel Rodriguez de la Vega que por los sentimientos de la caridad mas justa se ha conbertido en padre de los pobres y no echa en olvido a los encarcelados (…)91.

En síntesis, la manutención y el vestuario de los presos fueron durante el período 1776-1810 una responsabilidad compartida entre el Fiel Ejecutor, el Defensor de pobres y el Alcaide de la cárcel. El Defensor de pobres, independientemente de las tareas que se le asignaban a otros regidores, siempre siguió relacionado intermitentemente con la asistencia a los presos, proveyendo vestuario, chequeando que estuvieran bien alimentados o contribuyendo a pedir la limosna.
Los encarcelados ocasionalmente recibían atención médica de ciertos profesionales que se ofrecían a brindar asistencia sin pedir remuneración alguna a cambio. Éste fue el caso de José Antonio Mota Lagosta, quien en el año 1777, declarando ser médico se ofreció a (…) curar de balde (…) a los pobres de la cárcel, solicitud a la cual accedió el Ayuntamiento. De 1786 a 1791 la Real Cárcel de Buenos Aires contó con los servicios del cirujano Francisco Mendez Ribero, el cual al cabo de seis años pidió una certificación de los servicios prestados. Unos meses después un grupo de profesionales de la salud, representados por Miguel O´Gorman, se comprometieron a visitar y curar a los pobres de la cárcel gratuitamente, designándose a tal fin para el primer año al médico Cosme Argerich, y al cirujano Bernardo Nogue. No sabemos a ciencia cierta por cuantos años los profesionales citados prestaron asistencia a los encarcelados, pero lo que queda claro es que la escasez de fondos del Cabildo impedía nombrar y remunerar mensualmente a un facultativo, con lo cual los reclusos a veces no recibían asistencia médica, salvo cuando alguien se ofrecía gratuitamente a hacerlo92. En 1788 una disposición estableció que los presos que estuviesen enfermos fuesen trasladados al hospital de los bethlemitas para su curación, debiendo pagar las pulperías un impuesto para costear la asistencia de estos sujetos93.

Pese a los servicios de estos profesionales, las pésimas condiciones de higiene y salubridad ponían en peligro constantemente la salud de los encarcelados. La mala ventilación de los calabozos, el hacinamiento, la comida insuficiente y el deficiente desagüe de las aguas residuales, en algunas ocasiones se cobraron la vida de algunos reclusos. Cuando la situación era muy grave, el Cabildo solicitaba trasladar a los presos enfermos fuera de la cárcel para no extender más el contagio. Esto sucedió en 1796 cuando veintisiete reclusos se enfermaron gravemente, frente a lo cual el ayuntamiento solicitó al Virrey el traslado de estos individuos a la prisión de la Casa Cuna94. En el hospital de los bethlemitas no había lugar para recibirlos y el panorama delineado por los cabildantes era tétrico. En un escrito al Virrey informaban que los presos se hallaban (…) en la mas lamentable situación tendidos en el suelo sin abrigo alguno que les cubriese las carnes (…) faltos de alimento y medicamentos (…). Varios habían sido atacados por la fiebre, y según los regidores no se recuperaban por el aire corrompido que respiraban, producto de las materias fecales de los mismos presos. Las piezas en las que estaban alojados eran (…) tan pequeñas que apenas caben sentados (…) y ya habían muerto varios en la cárcel y otros habían fallecido apenas llegaron al hospital95. La situación mereció un intercambio entre el Cabildo, el Virrey y la Audiencia y pronto se pudo trasladar a los enfermos. Pero el Cabildo seguía alertando que era necesario un remedio de fondo y no respuestas coyunturales. La extensión de la cárcel reaparecía así como una posible solución a estos problemas.

CONCLUSIONES

El desempeño del oficio de Defensor de pobres requería tiempo y dinero. Quizá por ello quienes desempeñaron esta función capitular se contaban entre los vecinos más prestigiosos y acaudalados96. Precisamente, el preocuparse por los miserables –entre los cuales se encontraban los presos– formaba parte de las obligaciones morales y preceptos religiosos que debían cumplimentar los notables de la ciudad, como cabezas rectoras de su comunidad97. La asistencia a los pobres presos incluía la participación en las visitas de la cárcel para interiorizarse en los procesos judiciales de algunos detenidos, y la supervisión de sus condiciones de vida.
Si hemos descripto las condiciones de vida dentro de los calabozos capitulares, cabe preguntarse en qué medida los pesares de los encarcelados durante su reclusión se habían incrementado en comparación con las carencias, necesidades y penurias que habían experimentado previamente mientras estaban en libertad. Por los estudios disponibles sabemos que la mayoría de los encarcelados provenían del heterogéneo mundo de las clases populares de la ciudad y campaña98. Pese a que en Buenos Aires el problema de la pobreza no presentaba los ribetes alarmantes de otras ciudades hispanoamericanas como México –debido entre otras cosas a la baratura de los alimentos, el crecimiento económico experimentado por la ciudad, y a la existencia de una frontera abierta–, las dificultades económicas de pobres y plebeyos eran una dura realidad99. Los mendigos y menesterosos eran visibles y numerosos. La ropa era cara, el acceder a una vivienda propia era muy difícil para algunos sectores, el costo de vida se incrementó a fines de la época colonial y toda una serie de factores podían peligrar la subsistencia de familias enteras100. En otras palabras, la vida en el afuera para los plebeyos estaba marcada por numerosas carencias. Sin embargo, es claro que el ser víctima de las autoridades y recluido en los calabozos agravaba aún más la situación. No solo porque la pérdida de libertad en si misma implicaba la imposición de un sufrimiento al justiciable. Sino además porque el hacinamiento, y la contaminación del ambiente parecen haber propagado aún más las enfermedades entre los presos. A eso se le sumaban el perjuicio económico de las familias de los recluidos, que se veían privados muchas veces del único ingreso –o el más importante– con el que contaban para subsistir, algo que se refleja bastante en las peticiones que los presos elevaban al Virrey101. De hecho, muchas familias que formaban parte de las clases populares y vivían con lo justo y necesario precisamente caían en la pobreza producto de la detención del jefe de familia, viéndose obligadas a recurrir a la ayuda de terceros para subsistir. Todo ello era bastante evidente para las autoridades, ya que desde el momento que una persona perdía su libertad pasaba a ser parte de los pobres y miserables que merecían ser mirados con misericordia y tratados con caridad producto de su aflictiva situación personal. Se pasaba de la estigmatización de ciertos sectores por parte de las autoridades, a una mirada compasiva y paternal, que no excluía el perdón a los vasallos pecadores. El accionar discrecional de algunos agentes de justicia al momento de aprehender sospechosos de haber cometido ilícitos y vagos y mal entretenidos, no era del todo ilegítimo para las autoridades de la época102. Los procederes de las justicias no eran uniformes y ello abría un campo en el cual podían sucederse abusos. Las visitas de cárcel, que incluían la presencia de los Defensores de pobres, podían actuar como un freno a estas tendencias y al mismo tiempo retroalimentar aquel movimiento pendular de la justicia de antiguo régimen, que oscilaba entre los castigos ejemplificadores y el perdón103. Cuando las autoridades protagonizaban la visita de cárcel, en caso de existir común acuerdo, los presos que estaban por faltas menores o cuya aprehensión no hubiese respetado las formalidades procesales podían ser liberados. Pero si persistían algunas dudas, se encargaba al Defensor de pobres que agitara las causas de estos presos, solicitando los informes correspondientes o implorando directamente por su libertad. En las peticiones redactadas por los Defensores de pobres que hemos encontrado, se puede observar una mejoría en la situación procesal de los justiciables, puesto que se aclaraba su situación, se aceleraba el desarrollo del proceso en el que estaban inmersos, se aliviaban las prisiones, o se procedía a la formación de una causa judicial. Los más afortunados conseguían la ansiada libertad. Pero en los calabozos se seguían agolpando decenas de encarcelados.
  Todos los problemas que aquejaban a los pobres presos se hallaban interrelacionados. El aumento exponencial de los reclusos provocaba el hacinamiento y la imposibilidad de alimentar y vestir adecuadamente a todos. Estos factores, unidos al aire viciado que se respiraba en los calabozos, hacían que las enfermedades se propagasen con una facilidad asombrosa, lo que demandaba aún más recursos para curar a estos enfermos. Silvia Mallo al constatar las precarias condiciones de vida de los reclusos en la cárcel capitular porteña, sostuvo que la misma hacia fines del siglo XVIII se alejó progresivamente del (…) principio de cárcel para custodia y no para castigo (…)104. La situación en las cárceles de otras ciudades del Virreinato para la misma época tampoco parece haber sido mucho mejor según Abelardo Levaggi105. Pero esta problemática estaba lejos de ser patrimonio exclusivo de las ciudades rioplatenses. En El estado de las prisiones en Inglaterra y Gales, el filántropo inglés John Howard describía un panorama sombrío de las cárceles de los principales países europeos a fines del siglo XVIII. La existencia de torturas, grilletes y cadenas para inmovilizar a los presos se combinaban con condiciones de insalubridad, enfermedades frecuentes y deficiente alimentación106.

El riesgo de enfermar y morir a simple vista parecía incrementarse notoriamente para las personas que eran recluidas en la cárcel capitular porteña. Tal situación no pasó desapercibida para las autoridades, ni mucho menos para los regidores, quienes no fueron indiferentes al sufrimiento de los encarcelados. Sin embargo, la insuficiencia de los medios adoptados también emerge con bastante claridad en los documentos que nos han llegado hasta el día de hoy. No sorprende la negativa que en 1794 expresó el Alcaide de la cárcel cuando quisieron trasladar del presidio a los calabozos capitulares a siete locos que no tenían lo suficiente para comer y vestirse. Alegó que (…) esta real cárcel, en el día se halla tan ocupada y llena de presos que no hay capacidad para los que en el día existen en ella (…)107. Frente a este panorama, los Defensores de pobres –además de ser comisionados en algunos casos por el cabildo para encargarse regularmente de asistir a los encarcelados en materia de aseo, confortabilidad, vestuario y alimento–, podían denunciar situaciones perentorias ante los demás cabildantes. Así lo hicieron varios de ellos. Otros fueron aún más lejos, involucrando su fortuna personal para aliviar las necesidades de los encarcelados. Ello le valió a Rodríguez de la Vega el título de (…) padre de los pobres (…). Al realizar este gesto, no hacía más que cumplir con el precepto bíblico de mirar con compasión y asistir a los pobres presos. Sin embargo, el designio de una persona caritativa y piadosa podía alivianar realidades apremiantes, pero no podía modificar los factores estructurales –tales como la escasez de fondos para construir una nueva cárcel, la incesante persecución y reclusión de vagos y mal entretenidos o la demora de los procesos judiciales– que hacían que los flagelos de los encarcelados fuesen una dura realidad durante todo el período tardocolonial. En definitiva, los cabildantes no estaban muy errados cuando en 1805 admitían que era necesaria la construcción de un nuevo edificio con calabozos (…) que sirva para retención de los reos y no para castigo, como hablando en propiedad sucede con los miserables actualmente por el deplorable estado que tiene la cárcel (…)108. Paradójicamente, la escritura de memoriales por parte de los Defensores de pobres para aclarar la situación procesal de los detenidos era una práctica infrecuente, pero exitosa. En contrapartida, la preocupación de los defensores por las condiciones de salubridad, higiene y alimentación en los calabozos capitulares fue repetida y constante, pero sus acciones no lograron solucionar ninguno de estos problemas de fondo. Solo mitigaron las situaciones más urgentes.

 

NOTAS

1 Agradezco las observaciones realizadas por Roxana Boixadós y Constanza González Navarro a algunas de las ideas expuestas aquí en el marco de las Segundas Jornadas Nacionales de Historia Social desarrolladas en la ciudad de la Falda, Córdoba. También soy deudor de los comentarios críticos realizados por Alejandro Agüero a una versión previa de este trabajo en las Sextas Jornadas de Jóvenes Investigadores de Historia del Derecho, llevadas a cabo en la ciudad de Tucumán.

2 Zorraquín Becú, 1952 y 1954: 50-51.

3 Gelman, 2000.

4 Tau Anzoátegui, 1992a y 1992b. Martiré, 2005.

5 Charles Cutter incluso ha señalado que los sectores subalternos –mayoritariamente iletrados– lejos de ser actores pasivos, participaban en la elaboración de las normas jurídicas y retroalimentaban la cultura jurídica de la época. Cutter, 2007.

6 En el ámbito de la historiografía hispanoamericanista esta tendencia reconoce excepciones. Algunas de ellas son: Azevedo, 2007; González Undurraga, 2012; Gayol, 2002. La presencia de los Defensores de pobres de Buenos Aires ha sido advertida al pasar por estudios de diversos enfoques que tuvieron primordialmente tres campos de interés: el funcionamiento de los cabildos americanos, la administración de justicia y la situación jurídica de la población afroamericana. Sería engorroso citarlos a todos aquí. Por lo pronto, cabe decir que estos defensores constituyeron el objeto central de estudio solamente en la obra de dos autoras. Pugliese Lavalle, 1996 y 2000. Zapata de Barry, 2007 y 2013.

7 Pugliese Lavalle, 1996.

8 Nuestro relevamiento incluye las ciudades de Córdoba, Montevideo, San Juan, Mendoza, Luján, Rio Cuarto, Santa Fé, Santiago del Estero, San Miguel de Tucumán, Catamarca, San Luis e Itatí. Algunos estudios de diversas regiones que han tratado esta cuestión son: Agüero, 2008; Petit Muñoz, 1947: 512-526; Sanjurjo de Driollet, 1995 y 1997. Acevedo, 1963; Tío Vallejo, 2001.

9 Johnson, 2011. Mallo, 1989. Rebagliati, 2013.

10 El presente trabajo se enmarca en una investigación doctoral de mayor alcance que tiene como objeto de estudio a los Defensores de pobres del ayuntamiento porteño en el período 1776-1821. La misma cuenta desde el año 2010 con financiamiento del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y es dirigida por Jorge Gelman. Hemos identificado cuatro tipos de intervenciones desplegadas por los defensores en dicho período. Además del tipo de intervención que analizaremos en este artículo, estos agentes de justicia representaban durante los juicios a los procesados criminalmente por indicios de haber cometido un delito. También tenían a cargo el patrocinio de esclavos en ciertos litigios tanto civiles como criminales. En este último caso el defensor intervenía cuando el amo se había desentendido del patrocinio de su esclavo, dejándolo librado a su suerte. Por último, los pobres solemnes –individuos que habían obtenido una certificación de pobreza por parte de la Real Audiencia en pos de pleitear sin costos– también durante algunos años fueron representados por los defensores en sus litigios civiles. Este tipo de intervención era la menos frecuente, ya que diversas normas a fines del siglo XVIII eximieron a los Defensores de pobres de esta responsabilidad, reservando su labor exclusivamente a los pobres encarcelados. Sáenz Valiente, 1950.

11 Estatutos y Ordenanzas de la ciudad de la Santísima Trinidad puerto de Santa María de Buenos Aires, 1939: 46.

12 Bernal Gómez, 1986; Díaz Melián, 1991; Aspell de Yanzi Ferreira, 1997; Vassallo, 2005; Levaggi, 1976, 1978 y 2002; Martiré, 1987; Rebagliati, 2015a; Herzog, 1995. Alonso Romero, 1982: 196-203.

13 Acuerdos del Extinguido Cabildo de Buenos Aires (en adelante AECBA), 1925-1933, Serie III, Tomo V: 525.

14 AECBA, 1925-1933, Serie III, Tomo V: 526-527.

15 AECBA, 1925-1933, Serie III, Tomo V: 526-527.

16 AECBA, 1925-1933, Serie III, Tomo V: 615-616.

17 AECBA, 1925-1933, Serie III, Tomo VI: 220.

18 AECBA, 1925-1933, Serie III, Tomo VI: 222, 243-244.

19 Acerca de las obras de juristas referidas a la cárcel ver Martiré, 1987. Los Códigos españoles concordados y anotados, Tomo IV “Código de las siete partidas”, 1872, Séptima partida, Título XXIX, Ley 11: 454. Recopilación de leyes de los Reynos de las Indias, 1943, Libro VII, Título VI, Ley I: 370. Si bien la función principal de las cárceles capitulares era la custodia o guarda de sospechosos, ello no implica que no cumpliera otros fines secundarios. También podía servir como pena por delitos menores, a manera de coacción para obligar deudores a honrar sus deudas. Y también como método de corrección para esposas, hijos y esclavos que desafiaban la autoridad de sus superiores. Ver al respecto Levaggi, 2002. A la hora de recomendar la liberación de un detenido, los fiscales en algunos de estos casos también solían considerar el tiempo experimentado en prisión como un castigo suficiente. Para algunos ejemplos ver Levaggi, 2008: documentos 526, 544, 545, 551 y 570.

20 Rebagliati, 2015a. La instalación de la Real Audiencia en 1785 parece haber redundado en una mayor frecuencia de las visitas de cárcel, sobre todo las que eran protagonizadas directamente por los oidores de este tribunal. Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires (en adelante AHPBA), 1786: Real Audiencia (RA), Papeles Sueltos, Legajo 6, 7-4-10-11, Visita de cárceles.

21 Archivo General de la Nación (en adelante AGN), 1778, Sala IX, Justicia, 31-2-9, Exp. 20, visita 10/10/1778.

22 AGN, 1779: Sala IX, Justicia, 31-2-9, Exp. 20, visita 30/1/1779. Otro caso similar AGN, 1778: Sala IX, Justicia, 31-2-9, Exp. 20, visita 24/12/1778.

23 AGN, 1780: Sala IX, Justicia, 31-2-9, Exp. 20, visita 13/8/1780. Otro caso similar AGN, 1776: Sala IX, Justicia, 31-2-9, Exp. 20, visita 28/8/1776.

24 AGN, 1781: Sala IX, Justicia, 31-2-9, Exp. 20, visita 24/12/1781.

25 La cantidad total de memoriales contenidos en las Solicitudes de presos del Archivo General de la Nación y en otros fondos del mismo repositorio documental asciende a 171, de los cuales el Defensor de pobres redactó solo 13, el 7,5 %. Un análisis en profundidad de esta estrategia de los encarcelados en Rebagliati, 2015b.

26 AGN, 1795: Sala IX, Tribunales con letra, 40-8-3, Exp. -. Otro caso de un deudor en AGN, 1780: Sala IX, Tribunales con letra, 40-8-2, Exp. 3.

27 AGN, 1792: Sala IX, Solicitudes de presos, 12-9-12, F. 9. Un caso similar AGN, 1793: Sala IX, Solicitudes de presos, 12-9-12, Fs. 216-217.

28 AGN, 1797: Sala IX, Tribunales comerciales y criminales civiles, 39-9-7, Exp. 22.

29 AGN, 1783: Sala IX, Criminales, 32-3-5, Exp. 6. Otro caso de este tipo en AHPBA, 1798: Real Audiencia, Criminal Provincial, 7.1.88.16.

30 AGN, 1784: Sala IX, Justicia, leg. 31-4-4, exp. 359 ,Visita de las cárceles, 1784.

31 AGN, 1780: Sala IX, Solicitudes de presos 12-9-12, f. 247.

32 AGN, 1781: Sala IX, Criminales, 32-2-8, Exp 3. Otro caso parecido en AGN, 1795: Sala IX, Criminales, 32-5-3, Exp. 29.

33 AHPBA, 1794: Criminal Provincial 5.5.68.18.

34 Mariluz Urquijo, 1952. Hemos encontrado casos en los que la sentencia del alcalde de primer voto era rechazada por no haberse respetado el derecho de defensa de los reos. AHPBA, 1800: Juzgado del crimen, 34-2-25-41. AHPBA, 1802: Juzgado del crimen, 34-2-27-17.

35 Mariluz Urquijo, 1961.

36 Martiré, 1980.

37 Levaggi, 1981.

38 Agüero, 2006. Zamora, 2011. Casagrande, 2012.

39 AGN, 1784: Sala IX, Archivo del Cabildo, 19-03-03, Fs. 805-833.

40 AGN, 1784: Sala IX, Archivo del Cabildo, 19-03-03, Fs. 805-833.

41 Levaggi, 2002; Mallo, 2004; Rebagliati, 2015b.

42 AGN, 1776-1779: Sala IX, Archivo del Cabildo, 19-03-01, Fs. 376-383.

43 AGN, 1776-1779: Sala IX, Archivo del Cabildo, 19-03-01, Fs. 376-383.

44 AECBA, 1925-1933, Serie III, Tomo VII: 53, 54, 103, 113.

45 AECBA, 1925-1933, Serie III, Tomo VII: 125.

46 AECBA, 1925-1933, Serie III, Tomo VII: 336-338.

47 AECBA, 1925-1933, Serie III, Tomo VII: 336-338.

48 AECBA, 1925-1933, Serie III, Tomo VII: 207.

49 AECBA, 1925-1933, Serie III, Tomo VII:255.

50 AECBA, 1925-1933, Serie III, Tomo VII: 349-350, 391-392, 448-449.

51 AECBA, 1925-1933, Serie III, Tomo VI: 468.

52 AECBA, 1925-1933, Serie III, Tomo VIII: 157.

53 AGN, 1785: Sala IX, Archivo del Cabildo, 19-03-04, F. 160.

54 AECBA, 1925-1933, Serie III, Tomo VIII: 558, 573.

55 Sáenz Valiente, 1950:345-359.

56 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo V: 730, 750. AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo VI: 706, 730. AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo VII: 216.

57 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo VIII: 165-166.

58 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo VIII: 167.

59 Sáenz Valiente, 1950:371.

60 AECBA, 1925-1933, Serie IV, Tomo I: 120, 333. Sáenz Valiente, 1950:358-359.

61 Rebagliati, 2015a. Según Silvia Mallo, los presos en los últimos años del siglo XVIII a veces superaron el centenar, llegando a ser 292 en 1790. Mallo, 2004: 128.

62 Para un análisis más detallado del tema ver Rebagliati, 2015a. Las fuentes –libros de visita de cárcel– sobre las cuales hemos construido estos datos comprenden los primeros ocho años de vigencia del Virreinato del Río de la plata. AGN, 1764-83, Sala IX, Justicia, 31-2-9, E. 20. AGN, 1784, Sala IX, Justicia, 31-4-4, E. 359.

63 AECBA, 1925-1933, Serie III, Tomo V: 704-705. AECBA, 1925-1933, Serie III, Tomo X: 489. AECBA, 1925-1933,Serie IV, Tomo IV: 90.

64 AECBA, 1925-1933,Serie IV, Tomo III: 195-207.

65 Sáenz Valiente, 1950:371.

66 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo VIII: 295-296, 346. AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo IX: 104-105, 151, 223, 284, 356.

67 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo X: 43, 49.

68 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo X: 102, 168, 173, 272.

69 Sáenz Valiente, 1950: 371.

70 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo IX: 104.

71 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo IX: 105.

72 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo IX: 105.

73 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo XI: 410, 502. AECBA, 1925-1933,Serie IV, Tomo I: 43, 277, 457. Para una minuciosa descripción de muchos de estos flagelos de los encarcelados ver Levaggi, 2002: 111-117, 244-251, 416-422.

74 AECBA, 1925-1933,Serie IV, Tomo IV: 88, 277, 406.

75 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo VI: 316, 595-596, 661-662, 706,709. AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo VII: 216, 254, 296, 298, 469, 471, 535.

76 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo V, 442.

77 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo V: 687.

78 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo VI: 22.

79 AECBA, 1925-1933,Serie IV, Tomo III: 107-108, 484-485. AECBA, 1925-1933,Serie IV, Tomo II: 502-503.

80 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo VI: 596.

81 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo VII: 535, 550.

82 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo VIII: 165-167, 195-207.

83 AECBA, 1925-1933,Serie IV, Tomo I: 344.

84 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo IX: 622-623.

85 AGN, 1785: Sala IX, Archivo del Cabildo, 19-03-04, F. 167.

86 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo IX: 414.

87 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo IX: 415.

88 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo X: 230.

89 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo XI: 226, 240, 242.

90 AGN, 1797-1798: Sala IX, Archivo del Cabildo, 19-04-11, Fs. 42-45.

91 AGN, 1797-1798: Sala IX, Archivo del Cabildo, 19-04-11, Fs. 42-45.

92 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo IX: 493, 582-583, 638.

93 AGN, 1788: Sala IX, Archivo del Cabildo, 19-03-07, F. 21.

94 AECBA, 1925-1933,Serie III, Tomo XI: 104-105, 110-113.

95 AGN, 1796: Sala IX, Archivo del Cabildo, 19-04-10, F. 182-188.

96 Rebagliati, 2012.

97 Estas obligaciones morales propias de sociedades de antiguo régimen fueron definidas por Antonio Hespanha como una Economía de la gracia. Hespanha, 1993.

98 Barreneche, 2001: 44. Levaggi, 2005: 248. Rebagliati, 2015a: 62. Las clases populares hispanoamericanas se caracterizaban por su extrema heterogeneidad. La vida de los sectores plebeyos se diferenciada por cuestiones de género, lugar de nacimiento, calificación socioétnica, estado civil, condición jurídica, ocupación, entre otras. Esta falta de homogeneidad puede vislumbrarse en una destacada publicación de mediados de los años 80, en la cual los autores al intentar delinear una estratificación social hispanoamericana en la época colonial en base a la ocupación, dedicaron tres capítulos a las clases trabajadoras urbanas. Hoberman y Socolow, 1992.

99 Sobre el tema de la pobreza en México para el mismo período ver Arrom, 2000.

100 Johnson, 2011. El autor advierte entre las clases populares porteñas un empeoramiento de las condiciones materiales de vida a fines de la época colonial, producto de un aumento del costo de vida y un estancamiento de los salarios reales. Por otra parte, la caída en la pobreza podía no depender exclusivamente de coyunturas económicas sino de ciertas etapas del ciclo de vida –familia numerosa, vejez– o a ciertos infortunios personales –invalidez, enfermedades, mala suerte en los negocios, viudez, encarcelamiento–. Ver Rebagliati, 2013. Los estudios que han analizado la inserción de los inmigrantes que se integraban a las clases populares porteñas también han encontrado que el lugar de nacimiento influía en la ocupación y posibilidades de ascenso social que podían tener estos sujetos. Mientras los portugueses mayoritariamente trabajaban en ocupaciones relacionadas con la actividad portuaria, los italianos lo hacían en oficios referentes a la industria alimenticia. Por otra parte los nacidos en España, eran mayoritariamente plebeyos pero en comparación con los criollos tenían mayores posibilidades de ascenso social ascendente por sus lazos de paisanaje con la elite local y su posición dominante en el mercado matrimonial de la ciudad. Ver Reitano, 2003. Pérez, 2010.

101 Rebagliati, 2015b.

102 Osvaldo Barreneche ha señalado que la justicia penal rioplatense en el período tardocolonial exhibía una debilidad institucional que era compensada por un accionar policial que viciaba el proceso y reforzaba la función represiva y de control social del sistema sobre las clases populares. Ver Barreneche, 2001. Heikki Pihlajamaki, con una mirada más abarcadora, ha caracterizado al derecho indiano como una normatividad eminentemente policial, pero en su concepción amplia. La denominación del autor busca captar la inmensa cantidad de materias referentes a la vida cotidiana de los súbditos legisladas durante el antiguo régimen para las indias. Pihlajamaki, 2002.

103 Hespanha, 1993. Agüero, 2008. Levaggi, 1976. Francisco Tomás y Valiente había advertido que la visita de cárcel en Castilla proporcionaba un ámbito en el cual el arbitrio judicial funcionaba a modo de un movimiento pendular que oscilaba entre la aplicación irrestricta de las penas previstas en las leyes, y el perdón que simbolizaba la magnanimidad del soberano para con sus vasallos. Tomás y Valiente, 1967, 398-409.

104 Mallo, 2004: 123-146.

105 Levaggi, 2002: 219-254.

106 Caro Pozo, 2013.

107 AGN, 1794: Sala IX, Tribunales-expedientes sin letra, 36-5-4, Exp. 15.

108 AECBA, 1925-1933,Serie IV, Tomo V: 18.

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