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Revista de historia americana y argentina

versión impresa ISSN 2314-1549versión On-line ISSN 2314-1549

Rev. hist. am. argent. vol.52 no.2 Mendoza oct. 2017

 

ARTÍCULOS DE HISTORIA ARGENTINA

CUERPOS TRANSFORMADOS: Representaciones sobre la salud y la enfermedad durante las epidemias de cólera y fiebre amarilla en Buenos Aires (1867-1871)

 

Maximiliano Ricardo Fiquepron

CONICET. Universidad Nacional de General Sarmiento. Buenos Aires, Argentina. fiquepronmaximiliano@gmail.com

Recibido: 23-III-2017
Aceptado: 14-VIII-2017

 

RESUMEN

La intención de este trabajo es investigar las distintas representaciones que sobre la salud y la enfermedad se asociaron con las epidemias de fiebre amarilla y cólera durante el período 1867-1871 en la ciudad de Buenos Aires. El argumento de este trabajo es que estas epidemias generaron crisis sociales profundas, afectando todas las esferas de la vida social. Este tipo de episodios traumáticos, impactó en las nociones de salud y enfermedad debido a que además de la muerte de gran parte de la población, producían una serie de síntomas y dolencias particulares sobre el cuerpo, provocando un tránsito del enfermo en su padecimiento caracterizado por el extrañamiento y rechazo de quienes lo rodeaban. Ante este escenario que transformaba al cuerpo y lo volvía sinónimo de una muerte dolorosa e inevitable, los tratamientos y remedios no sólo buscaron curar al enfermo, sino reinscribir la humanidad en esos cuerpos convulsionados por la enfermedad.
Palabras Clave: Epidemias; Representaciones; Cuerpo; Siglo XIX; Buenos Aires.

ABSTRACT

The aim of the present work is to investigate the representations of health and disease that had been associated with cholera and yellow fever epidemics between 1867 and 1871 in the city of Buenos Aires. The main argument of this work is that these epidemics generated deep social crises, affecting all spheres of social life. In addition to the death of a large part of the population, this kind of traumatic episodes had an impact on the notions of health and illness due to the fact that they produced a series of symptoms and particular ailments on the body, causing a transformation of the patient´s condition characterized by the estrangement and rejection of those around him. Given the circumstances of a disease that transformed the body bringing a painful and inevitable death, treatments and medicines not only looked for a cure but also to return the humanity to those bodies convulsed by the disease.
Keywords: Epidemics; Representations; Body; XIX Century; Buenos Aires.

 

INTRODUCCIÓN

Antes de la llegada de la bacteriología moderna y de lo que hemos denominado como la medicalización de la sociedad, algunas epidemias presentaban características particulares. El dato más evidente residía en que la llegada y diseminación de enfermedades como la peste bubónica, el cólera, la fiebre amarilla y la viruela, producían significativas transformaciones de elementos centrales de la vida cotidiana. El comercio y otras actividades se paralizaban, la población comenzaba a dedicarse exclusivamente a comentar y denunciar la llegada de casos, así como a desplegar un repertorio abigarrado de prácticas para ahuyentar la peste. Los cadáveres –y en muchas ocasiones los propios enfermos- quedaban abandonados, debido a que se producía un éxodo masivo de la población y las autoridades comenzaban la ingrata y terrible tarea de inhumarlos, así como también asistir a los enfermos y menesterosos. Por la huida de la población de la ciudad, se producían también robos a las propiedades abandonadas, pululaban charlatanes y falsos médicos vendiendo curas infalibles, y muchos quedaban sin protección ni vivienda por los desalojos forzosos que las autoridades realizaban. Las manifestaciones religiosas se multiplicaban: era habitual la celebración de misas y rezos colectivos contra la peste, que comúnmente se hacían a la Sangre de Cristo, la Virgen María o a San Roque, patrono contra las epidemias. Era usual ver a los sacerdotes atravesar la ciudad visitando enfermos y llevándoles el sacramento de la Unción. Pero además se producían otros eventos menos recordados: en las esquinas de la ciudad, y por las noches, los vecinos que aún quedaban realizaban fogatas, y también las pulperías, fondas y conventillos eran escenario de reuniones donde se cantaba y bebía para exorcizar la peste.
Ante esta pluralidad de expresiones que surgían durante las epidemias, es central comprender que estas son crisis sociales, donde juegan un papel fundamental el miedo y la muerte súbita y masiva, que provocan una respuesta inmediata y generalizada de todos los sectores de la población: acciones del Estado, manifestaciones religiosas, expresiones de solidaridad comunitaria, esparcimiento, diversión y juegos, al mismo tiempo que robos, saqueos, y violencia hacia los que se señalaba como culpables de expandir la enfermedad. La interpretación de este particular estado como una crisis, implica caracterizar y comprender las formas específicas de experimentación e interpretación de ese estado crítico por parte de los sujetos sociales, que son tanto respuestas frente a condicionantes externos como vehículos de constitución de los estados críticos como eventos1. En otras palabras ¿de qué manera se desplegaban las nociones de salud y enfermedad de una comunidad ante el desafío impuesto por una epidemia?2
Acompañando esta última pregunta, la intención de este artículo es investigar, dentro del abanico de representaciones sobre la salud y la enfermedad, las distintas representaciones y dimensiones que ocupó el cuerpo en las epidemias de fiebre amarilla y cólera durante el período 1867-1871. El argumento principal del trabajo es que este tipo de episodios traumáticos impactó en las nociones de salud y enfermedad debido a que producía una serie de síntomas y dolencias particulares, provocando un tránsito del enfermo en su padecimiento marcado por el extrañamiento y rechazo de quienes lo rodeaban ante el cambio en la coloración de la piel, las múltiples convulsiones, delirios, vómitos y diarreas. Frente a este escenario que se volvía sinónimo de una muerte dolorosa e inevitable, los tratamientos y remedios no sólo buscaron curar al enfermo, sino reinscribir la humanidad en esos cuerpos convulsionados por la enfermedad.
Para ello, examinaremos un corpus extenso de periódicos de la ciudad de Buenos Aires de la época (en especial La Nación, La República, El Nacional, La Discusión y La Tribuna), así como también los escritos médicos, panfletos y afiches disponibles en el Archivo General de la Nación y la Biblioteca Nacional. En un primer apartado veremos elementos específicos de ambas enfermedades, para comprender las distintas dimensiones que impactaban sobre el cuerpo enfermo. En un segundo apartado analizaremos la circulación de saberes, tratamientos y representaciones que circularon por la prensa porteña, analizando las distintas formas de tratar al enfermo y buscando encontrar otros sentidos a estas prácticas. Concluiremos con algunasreflexiones sobre el tema.

CUERPOS TRANSFORMADOS: SÍNTOMAS Y DOLENCIAS

Para fines de la década de 1860 la ciudad de Buenos Aires se desplegaba en un casco urbano de un radio de 3 kilómetros, una organización del espacio regulada por un modelo de cuadrícula heredado de la Colonia y por las especificidades de la geografía, que limitaban y transformaban esa grilla urbana. Esta distribución espacial era el escenario para un conjunto muy vital de interacciones y redes de sociabilidad que se tejían entre diferentes espacios públicos como las plazas, mercados, iglesias e instituciones estatales. Tanto las plazas como los mercados se ubicaban cerca de los dos principales ejes de circulación: el eje este-oeste, que vinculaba la ciudad con las otras provincias del interior del país, y el eje norte-sur, que llevaba hacia el puerto en la desembocadura del Riachuelo. Alrededor de ellos encontramos las plazas de mercado, que unían funciones económicas y sociales, en torno al abastecimiento de productos básicos3. Por otra parte, también las iglesias y sus atrios funcionaban como elemento organizador del espacio social, en razón de su importancia en la vida comunitaria y su papel en la vida social: nacimientos, bodas y defunciones tenían como escenario ineludible a los templos. Además, existía un largo entramado de celebraciones religiosas populares marcadas por el calendario litúrgico que ocurrían alrededor de las iglesias. Junto con los mercados e iglesias, existían otras instancias que intervenían en la conformación de los espacios de sociabilidad. Administrativamente, en 1822, la ciudad se había dividido en 11 parroquias. Si confrontamos los distintos limites de divisiones con los puntos de reunión alrededor de los cuales se organizaba la vida social, como las plazas y los mercados, advertiremos que la división parroquial es la que mejor explica la distribución espacial de la sociabilidad vecinal; en esencia, porque es ella la que reagrupa, de manera más homogénea, esos diferentes lugares de reunión. En la configuración de estos espacios urbanos intervienen tanto las características de la estructura urbana como el papel de las diferentes autoridades parroquiales. En ellas, el peso del cura y del juez de paz que resuelve los litigios y actúan como conciliadores entre los habitantes de una parroquia, parece de una importancia decisiva en la constitución de una comunidad de pertenencia, que si bien no está cerrada ni fijada por fronteras verdaderamente delimitadas, funciona como grupo de referencia4.
Durante esta década de 1860, la superficie ocupada y la población de la ciudad se habían extendido significativamente. Para 1869, disponemos de las cifras que otorgó el primer censo nacional, que nos muestra una población de 177.787 habitantes, lo que representaba el principal núcleo urbano del país, dado que la segunda ciudad con mayor población era Córdoba con 28.523 habitantes, y luego Rosario con 23.169. También era la principal ciudad de la provincia, con el 35% de la población residiendo allí. La inmigración, que había comenzado a incrementarse sostenidamente luego de Caseros, aportaba decisivamente en este desproporcionado crecimiento. Para 1869 casi la mitad de la población de la ciudad era extranjera, un porcentaje también único en el país. El grupo con mayor presencia era el de los italianos (41.957), seguido por los españoles (13.998) y franceses (13.462), aunque también había alemanes, belgas, rusos y un porcentaje significativo de latinoamericanos (una categoría que incluía un total de 8.656 habitantes bolivianos, peruanos, chilenos, paraguayos, brasileros, orientales y otros estados americanos). Toda esta heterogénea masa de migrantes conformaban un creciente contingente humano que se dedicaba principalmente a actividades productivas vinculadas con el puerto, la venta ambulante o algún oficio.
Institucionalmente, en 1862 la provincia de Buenos Aires finalizaba una década de conflictiva coexistencia entre dos entidades estatales en pugna (la Confederación Argentina y el Estado de Buenos Aires), y comenzó a definirse un nuevo perfil del Estado nacional, con la victoria de la provincia de Buenos Aires ante la Confederación5. Los años posteriores a Pavón serán, en palabras de Alberto Lettieri, años de la transición de una República de la Opinión hacia una República de las Instituciones, buscando con esta metáfora graficar los avatares de un proyecto de mayor consolidación política e institucional dentro de un tipo de Estado liberal a nivel nacional6.
En cuanto a su sanidad, la ciudad deBuenos Aires no era ajena a la llegada de epidemias. Desde su propia fundación acontecían brotes epidémicos de distinta intensidad y diseminación, sobre todo de viruela, sarampión y escarlatina. Este escenario será modificado profundamente con la llegada hacia la segunda mitad del siglo XIX, de dos de las enfermedades más temidas del siglo: el cólera y la fiebre amarilla. El arribo por primera vez del cólera se produjo en 1856, pero ocurrió en el puerto de Bahía Blanca, un pueblo con pocos habitantes y lejos de la ciudad de Buenos Aires, por lo que tuvo un número muy acotado de casos (no hay cifras estadísticas pero se estima que los difuntos no pasaron del centenar)7. La fiebre amarilla llegó en dos oportunidades, en los veranos de 1857 y 1858; en ambos los casos quedaron segregados en las parroquias del sur de la ciudad. El brote de 1858 fue el más significativo, extendiéndose todo el mes de abril hasta los primeros días de mayo. Se calculan entre 150 y 300 muertos que generaron un estado de alarma general en la población. Parte de esta se alejó de la ciudad para permanecer en las quintas o pueblos de los alrededores hasta que pasó el peligro8.
De manera que hasta entonces, Buenos Aires parecía haber evitado el destino de ciudades como Nueva York, México, Río de Janeiro o París, que sufrieron por miles los casos y defunciones, sobre todo del cólera. Sin embargo, la tan temida crisis ocurrirá entre los años 1867 y 1871, recortando un período de incesante recurrencia de estos males mundiales. La mortalidad que cada una de estas epidemias generó fue enorme si se compara con otras epidemias del período. En el caso del cólera, apareció en dos oleadas, la primera desde marzo a mayo de 1867, la segunda (y la más violenta) de noviembre de 1867 a marzo de 1868, extendiéndose no sólo en la ciudad y sus pueblos vecinos, sino en toda la campaña bonaerense y en todas las provincias argentinas.Se estima que toda la provincia de Buenos Aires tuvo alrededor de 15.000 víctimas, de una población total de 495.107 habitantes (no hay cifras para la ciudad); sólo la ciudad de Rosario sufrió 1576 muertes (de un total de 23.169 habitantes)9. Para la ciudad de Córdoba, Adrian Carbonetti estima que se produjeron 2.371 decesos, alrededor del 8% de la población10. La fiebre amarilla, mucho más localizada en las ciudades portuarias del Litoral argentino, apareció durante el verano de 1870, dejando algunas decenas de casos. Fue en 1871 cuando se produjo una cifra inusitada y desproporcionada de 13.614 fallecidos en Buenos Aires, ya que para entonces el promedio de defunciones anuales oscilaba entre los 4.500 y 5.000 individuos; otras ciudades como Corrientes (de 11.218 habitantes) reportaron 2.000 decesos y si bien no se tienen cifras de las defunciones en Santa Fe y Entre Ríos, en estas regiones la llegada de ambas enfermedades se tradujo en un éxodo masivo de las ciudades, pánico,enfermos abandonados en sus hogares, y una profunda crisis asistencial11.
A las altas cifras de mortalidad que producían, nos interesa destacar que estas enfermedades producían una serie de síntomas y dolencias particulares sobre el cuerpo que generaban distintas reacciones y respuestas de la población. Como señala David Le Breton

(…) el cuerpo es el lugar y tiempo en el que el mundo se hace hombre inmerso en la singularidad de su historia personal, en un terreno social y cultural en el que abreva la simbólica de su relación con los demás y con el mundo12.

De manera que un cuerpo enfermo, no es solamente el escenario sobre el cual se desarrolla una bacteria intrusa, sino que tanto un individuo como la sociedad de la que él forma parte, le otorgan sentidos y valores a dichos procesos, desplegando simbólicamente elementos sociales y culturales. Así, a los cambios sufridos en los órganos y las funciones del cuerpo humano se les atribuyen representaciones y valores diferentes en las distintas sociedades y contextos: algunos pueden llegar a ser considerados síntomas clave en el camino a la recuperación, otros quizás se vuelvan estigmas que marcan los límites sociales y culturales que esa comunidad tolera, mientras que otros pueden no ser considerados relevantes.
¿Cuáles son entonces las características principales del cólera y la fiebre amarilla? En lo referido a esta última, se inicia con fuertes dolores de cabeza y articulaciones, cansancio y fiebre. Posteriormente, en su fase más avanzada, se caracteriza por atacar el hígado, y al ser este el órgano productor de los factores que producen la coagulación de la sangre, su falla genera hemorragias en la nariz, la boca, el estómago y el recto. La sangre en el estómago se torna negra por la acción de los ácidos gástricos, y de allí el particular seudónimo con el que se conoce a dicha enfermedad: vómito negro. La falla hepática también produce el característico color amarillo en la piel y pupilas, además de períodos de alta fiebre, delirios y estertores13. La duración de la enfermedad es de entre 3 a 7 días, alternando períodos de remisión de la enfermedad con otros de fuertes dolores. En su tesis doctoral presentada en 1872, el médico Salvador Doncel realizó un estudio de casos recolectados mientras prestaba sus servicios en uno de los lazaretos de la ciudad durante la epidemia de 1871, dejándonos algunos ejemplos deenfermos en los cuales se manifestaban brutalmente estos síntomas:

(…) Venia con delirio, el rostro desfigurado, amarillo, los ojos excesivamente inyectados, el cuerpo teñido de amarillo y en algunos puntos equimosis (hematomas), con vómitos sanguinolentos, como también las cámaras (deyecciones) (…) se quejaba continuamente, el pulso era pequeño y débil, (…) la respiración era anhelosa, la cabeza continuamente en movimiento, la lengua limpia y seca, y por último todos estos síntomas, acompañados de vez en cuando de delirio y el último día de hipo y convulsiones, persistieron hasta la muerte. (Caso: Angel Recitoni, italiano, casado, blanco, 28 años, cocinero.)14

El cólera por su parte se caracteriza por diarrea y vómitos agudos, que en su momento más álgido produce una rápida deshidratación del cuerpo, acompañada de fiebre, calambres muy intensos en la región abdominal, presión arterial baja y pérdida de temperatura corporal. Las diarreas y vómitos producen una dramática pérdida de líquidos, tornando a la sangremás viscosa, disminuyendo los niveles de potasio y produciendo una insuficiencia renal aguda. Debido a que la sangre ya no está suministrando el oxígeno adecuado, es habitual que el enfermo tenga la sensación de asfixia, haciendo esfuerzos enormes en busca de aire. Además, la sangre espesa suele producir una falla cardíaca. La manifestación física de este colapso se expresa a través de la coloración azul cianótica de la piel y el hundimiento en las cuencas oculares.Este último aspecto, junto con la postración y decaimiento severo del cuerpo producto de la deshidratación, le otorgan al enfermo una apariencia severamente demacrada, como si ya estuviera muerto. Sin embargo, y a diferencia de la fiebre amarilla, durante buena parte de la enfermedad el sujeto está consciente, no tiene episodios de delirios, lo que otorga un tono más dramático a este cuadro, mostrándonos una imagen cadavérica del enfermo, pero a la vez con plena conciencia de ello. Además de su similitud con los cadáveres, lo que también aparece en los relatos de la época es la celeridad con que el enfermo se agravaba y moría. A diferencia de la fiebre amarilla, que tiene un periodo de incubación de 3 a 7 días, el cólera puede manifestarse a las pocas horas de haber sido contagiado, y la extrema deshidratación produce la muerte en poco tiempo, a veces en el transcurso de un mismo día. En este sentido, los partes del Departamento de Policía de la Ciudad, encargados de detectar los casos de cólera, hacen referencia continua a la rapidez de la muerte. Por ejemplo, el 5 de diciembre de 1867, un oficial reportaba a su superior el caso de Don Fortunato Núñez, domiciliado en Belgrano N°518, quien falleció presumiblemente por cólera. Al momento de aludir a las características, el oficial respondió yo creo que es el cólera atendiendo a los síntomas que la enfermedad presentaba y lo violento de ella pues repentinamente y en sana salud fue atacado de una fatal descomposición en el estomago15. Una serie de cartas dirigidas al General Urquiza durante enero de 1868 en la provincia de Entre Ríos, también grafican dramáticamente lo repentino de la muerte por cólera16:

Uruguay – enero 8 de 1868 (a la noche)
Excelentísimo Sr. Capitán General Don Justo José de Urquiza
Mi querido General:
El hecho indudable que ya no puede ocultarse de que nos encontramos invadidos por la epidemia del cólera, asícomo los casos fulminantes ocurridos, de que creo V.E tiene ya conocimiento, ha difundido el terror en esta población hasta el extremo de que nadie se cree seguro en ella y todos miran como su únicasalvación salir inmediatamente al campo con sus familias.Como V.E comprenderá mucho hemos hecho por tranquilizar al pueblo, pero qué hacer cuando muere en menos de dos horas una persona con quien poco antes hemos estado conversando?
La impresión que esto produce en las familias es grande y nada es capaz de desvanecerla17.

De esta manera, es destacable que los síntomas que le confieren a ambas enfermedades su particularidad no pasaban desapercibidos para la sociedad porteña. En primer lugar, debido a que atacaban de manera total el cuerpo, postrándolo ante el dolor y el decaimiento general, impidiendo que el enfermo pudiera continuar desempeñándose sin problemas en su vida social. El abatimiento general del cuerpo entonces, se vuelve un dato muy distintivo.
Asimismo, se produce una transformación de elementos esenciales como el rostro, la coloración de la piel y los ojos. A este cambio, se suman otros como la presencia de vómitos, sangre, diarreas y convulsiones, que subyugan al cuerpo a espasmos, sonidos y movimientos tornando ingobernable el manejo del dolor y el padecimiento. En el caso de la fiebre amarilla, los delirios y convulsiones productos de la alta fiebre profundizaba una transformación del cuerpo del enfermo, al punto de perder su propia consciencia. Para el caso del cólera, la similitud con los cadáveres y la rapidez con que el cuerpo se deterioraba y moría producía el espanto de la comunidad, al mismo tiempo que es considerada por muchos autores un factor central para comprender las respuestas sociales que se generaron a su alrededor18. Siguiendo esta perspectiva, sostenemos que las transformaciones extremas sobre el cuerpo provocan el extrañamiento y rechazo de quienes rodean al enfermo, ante el cambio en la coloración de la piel, las múltiples convulsiones, vómitos y diarreas. Un enfermo con estas dolencias, parece haber entrado de manera irreversible en una transformación de su cuerpo que es sinónimo de una muerte dolorosa, un camino hacia un sufrimiento ciego19 y sin posibilidades de curación.

Por otra parte, si bien la sociedad porteña tenía conocimientos previos del cólera y la fiebre amarilla (por los escritos de sucesos en otras regiones del mundo, fundamentalmente en los grandes referentes culturales como Francia o Inglaterra), su experiencia colectiva concreta era casi nula.La aparición de un escenario muy distinto del pactado por la tradición y lo esperable, generaba no sólo incertidumbre sino también temor.Los dolores que tanto un estado febril como un problema intestinal pueden suscitar no eran desconocidos para la sociedad porteña de mediados del siglo XIX, sin embargo, si estos se volvían síntomas de una de las enfermedades más temidas del siglo, el caso cambiaba cualitativamente. Los primeros indicios de vómitos o deposiciones (característicos del cólera) eran acompañados de rumores y sobre todo pánico de contagiarse20.

EN BUSCA DE ALGUNA CURA: TRATAMIENTOS, REMEDIOS Y FICCIONES

Si bien es claro que estas epidemias trastocaban de manera profunda la realidad social porteña de mediados de siglo, el carácter revulsivo que estas enfermedades imprimían sobre la sociedad intentaba ser reencauzado a través de un conjunto de prácticas y nociones sobre la salud que tanto enfermos como sanos desplegaban. La información que podemos disponer siempre es un tanto elusiva dado que de hecho no tenemos referencias específicas sobre cuáles fueron los remedios más utilizados por fuera de las sugerencias y comentarios que los médicos diplomados recomendaban, o los que eran ofrecidos a través de la prensa. Sabemos con certeza, en cambio, que el conocimiento de la salud y las teorías sobre las causas de las enfermedades para el siglo XIX tenían serios espacios en blanco, y médicos e higienistas encontraban murallas insalvables para curar los enfermos, pero sobre todo, para que los enfermos acudan a ellos en busca de una cura a su dolencia. El saber médico de entonces tenía varias influencias de los grandes centros productores del conocimiento como Inglaterra, Italia y Francia. De este último, existía un fuerte vínculo académico con la escuela sensualista, que rescataba la importancia de la observación como método de diagnóstico y curación en el tratamiento de las enfermedades. En esta línea se inauguraba una orientación más empírica en la enseñanza e investigación médicas, a través de una actividad práctica específica: la clínica hospitalaria. Entre otros aspectos vinculados a estas consideraciones, la escuela sensualistaotorgaba un lugar predominante al estudio de la fisiología de los pacientes, entendiendo por este concepto el conocimiento de los aspectos físicos y también morales del hombre. De esta manera, lo primero en estudiarse debía ser la anatomía: identificar las partes del cuerpo y su organización, como así también determinar el funcionamiento de los distintos órganos, ya que se afirmaba que existía un vínculo entre estos órganos y las distintas conductas morales. En otras palabras, desde la medicina se pretendía articular el funcionamiento biológico y orgánico de los sujetos respecto de los comportamientos sociales y morales, y viceversa. El registro orgánico permitía diagnosticar y estudiar la enfermedad en el paciente y, el registro moral, era decisivo para comprender las causas de la misma21.
Institucionalmente, con la caída de Juan Manuel de Rosas se iniciaron cambios decisivos en la profesión, ya que el gobierno de la Provincia de Buenos Aires promulgó una serie de decretos que reglamentaron y, en cierta medida, impulsaron el funcionamiento del cuerpo médico. En esta nueva legislación, las instituciones médicas se dividieron en tres secciones: Facultad de Medicina, Consejo de Higiene Pública y Academia de Medicina, organismos que heredaban, discriminándolas, las antiguas funciones del desaparecido Tribunal de Medicina. Estas innovaciones fueron el resultado de la negociación entre representantes gubernamentales y un pequeño grupo de médicos llamado a tener una actuación decisiva en el futuro inmediato. Dichos decretos, además de representar un primer intento del Estado provincial de definir áreas de intervención, expresaron los intereses de aquella elite de médicos notables con fácil acceso a las altas esferas del poder. Las nuevas secciones del cuerpo médico instituidas estuvieron mediadas por una comisión compuesta por figuras nombradas desde el Estado. A partir de este momento, con un pie en el Estado y con otro en la cúspide de la profesión, y participando de forma relevante en las facciones políticas, esta elite fue cristalizándose en el poder22.
A pesar de estos progresos, uno de los principales inconvenientes al avance y desarrollo en esta profesión, sin embargo, residía en ser un área disputada no sólo entre colegiados sino con otras formas mucho más tradicionales y populares de concebir la enfermedad y curar el cuerpo. Hasta fines del siglo XIX la efectividad de las prácticas científicas, demostrada en la lucha contra las epidemias de fiebre amarilla y cólera, era discutible, y por lo tanto la población dudaba en brindarles un apoyo exclusivo y excluyente frente a otras prácticas médicas. Con este contexto, es esperable que frente a la dolencia y la muerte se busquen, con la anuencia de la medicina o sin ella, productos para combatir o prevenir la enfermedad23.
   En general, los médicos intentaban llegar a la población a través de la publicación en los distintos periódicos de notificaciones, prohibiciones y recomendaciones para prevenirse de ambas enfermedades24. Algunos de ellos utilizaban la prensa para notificar su domicilio a los lectores y avisar que para aquellos que no pudieran pagar los remedios serían provistos gratuitamente. Además de estas recomendaciones y avisos, también se difundieron cuartillas y reimpresiones de los llamados manuales de medicina doméstica. Estos buscaban abarcar un abanico amplio de enfermedades y dolencias (desde dislocaciones y quebraduras, pasando por fiebres, reumatismo, enfermedades venéreas, entre otras categorías), y puntualmente sobre el cólera y la fiebre amarilla sugerían que se aplique Uno o dos vomitivos, y algunos purgantes (...) A lo que se deben seguir buenos alimentos, y mejor vino25 . Para el caso de las diarreas -uno de los primeros síntomas del cólera- el mismo manual sugería Un vomitivo y un purgativo, si toma un aspecto de duración, veinte gotas de láudano en una cuchara de agua cada seis horas, y de tres a seis gotas para los niños; refrescos de agua con un poco de vino, lavativas (enemas) frías, cataplasmas, sopa de arroz, abrigo26 . Este uso de los vomitivos y purgantes también aparece en el Manual contra el cólera o Guía domestica para las familias. El manual recomendaba lavativas y la ingesta de agua de arroz, y agregaba cómo obrar en los distintos períodos de la enfermedad, proponiendo cuatro formas de tratar al enfermo: otorgar masajes y fricciones al cuerpo para mantenerlo caliente (se llega a sugerir frotar al enfermo con ortigas, para estimular la piel), utilizar agua de arroz y otros anti-vomitivos, proveer asiduas lavativas con distintos tipos de aceites de acuerdo a la gravedad del caso; por último infusiones de láudano, yerbabuena, manzanilla, cedrón, hojas de naranjo o coca, así como hielo para saciar la sed del enfermo27.
   Otro variado abanico de remedios y tratamientos aparecía publicado en la prensa. Los más destacados eran aquellos vinculados con bebidas espirituosas (vinos, coñacs) o los llamados anti-epidémicos. Se creía que ellos en la época presente, dan al cuerpo el vigor y la fortaleza necesaria para hallarse completamente libre de toda clase de enfermedad28. Sobre los anti-epidémicos, en general se hacía referencia a ellos como procedentes de regiones de Europa como Barcelona, París, Londres (es el caso del llamado elixir contra la fiebre amarilla29) y también el Caribe:

El capitán Shannon, del buque Jane Shore, dice: “Durante mi permanencia en el puerto de Santiago de Cuba, seis de mis marineros cayeron enfermos con la fiebre amarilla. (…) Entonces me acordé que siempre llevo conmigo el 'Pronto Alivio' de Radway y que este podía serme de alguna utilidad. Tomé una cucharada de dicha medicina, y mis oficiales me frotaron el cuerpo con él. Quince minutos después tomé otra cucharada, y así continúe durante seis horas. Viendo el milagro que en mi estaba operando el 'Pronto Alivio' hicieron mis pilotos tomar dosis semejantes a todos mis marineros enfermos; seis horas después de haber tomado el 'Pronto Alivio' tomamos una fuerte de sus 'Píldoras Reguladoras', alternándolas con el 'Pronto Alivio' y nos salvamos todos"30 .

Además de los tratamientos y remedios específicos, existía otra forma de combatir estas enfermedades que tanto médicos diplomados como redactores de la prensa sugerían: controlar el miedo que producía la epidemia. Si bien existían varios tipos de miedo (como el temor a ser enterrado vivo o a ser abandonado) uno de los temas que más se repiten en distintos escritos es la muerte ocasionada por el miedo al contagio, es decir, una particular forma de temor que llevaba, precisamente, a la muerte. Durante el cólera, periódicos como La Tribuna y El Nacional otorgaban a la epidemia un nuevo mote, el de julepis morbis, y -estableciendo un desglose de la propia entidad de la enfermedad- proponían medidas tanto para el cólera como para el julepis morbis. Para el cólera, se recomendaban baños de agua fría de al menos dos veces por día, fricciones al cuerpo de modo que los poros sean dilatados y la transpiración sea fácil. También sugería tomar poca agua, y en cambio hidratarse con vino de oporto o coñac. Otras medidas proponían regar los aposentos y las casas con cloruro desinfectante, lavar los muebles y vasijas secretas con mucho cuidado y enjuagarlos con algunas gotas del mismo cloruro. Las medidas para prevenirse del julepis consistían en conciencia tranquila, y averiguar la verdad y no dar crédito a las estupideces que se dicen y a las falsas noticias que algunos timoratos hacen circular31. Para 1871, La Nación también atribuía al miedo las defunciones, al decir que el miedo es peor que la fiebre amarilla / Todas las muertes se cuelgan a esta y aquel se ríe con toda la boca de su impunidad32. Aparecía entonces un temor vinculado directamente con la muerte, por la imposibilidad de controlarlo, con no poder enfrentar adecuadamente la crisis. La expresión muerto de miedo cobraba entonces, un sentido literal. Esta particular forma de entender el miedo no era un elemento exclusivo de los redactores, sino que dentro de la disciplina médica también circulaban nociones similares. Ante la imposibilidad de huir de la ciudad, considerada un foco de infección, los médicos recomendaban la moderación de todas las actividades: alimentación, bebidas, sexualidad, trabajo y descanso: todo debía ser mesurado. Las sugerencias de médicos y redactores diluían las fronteras entre moral y ciencia, al ser los excesos (en este caso el miedo) un factor de contagio y propagación de la enfermedad. Periódicos como La Nación y La Prensa fueron muy reiterativos sobre la idea de conservar las formas y no dejarse dominar por el miedo, y de clasificar al temor como una de las causas que provocaban la enfermedad y luego la muerte33.
Una última forma de enfrentar a la epidemia consistía en el uso de desinfectantes. Entre los más recomendados aparecían los avisos de venta de cal, seguidos por otros productos como el cloro, el alquitrán o el ácido fénico. También llegaban a la Municipalidad de la ciudad propuestas de métodos desinfectantes sin más renombre que el que sus creadores difundían, desafiando a colocar en un cuarto en el cementerio o en otro lugar, dos o tres muertos de la fiebre; dejad estos cadáveres encerrados durante veinte y cuatro horas y después de este tiempo y una vez retirados los cadáveres me comprometo a entrar al cuarto, desinfectarlo y permanecer en el veinte y cuatro horas y salir después sano y salvo34. Dentro de este abanico de alternativas para la desinfección de los espacios insalubres, la población sumaba una vieja costumbre: las hogueras y fogatas. Esta práctica, muy difundida en los pueblos y ciudades, buscaba desinfectar el ambiente, ventilarlo cuando la amenaza pútrida de los focos miasmáticos se asomaba, a través de un caleidoscopio de olores -se utilizaba ruda y enebro- con los que combatir los aires fétidos35. En ambas epidemias se produjo un debate sobre la decisión de las autoridades de la ciudad de prohibirlas, ya que algunos redactores de los periódicos creían que los fogones en las esquinas de la ciudad ofrecían un espectáculo alegre capaz de quitar el miedo y pánicode esos aciagos días36 . El periódico La Tribuna señalaba que:

Aun cuando las fogatas sean a veces un peligro, a causa de algunas de las materias en combustión, lo cierto es que estas reaniman poderosamente a los vecindarios, por más triste que sea la situación, a que se encuentren hoy reducidos! (…) El fuego es, a no dudarlo, el elemento que mayor distracción ofrece al espíritu!37.

Para finalizar, uno de los métodos de profilaxis más utilizados y que era sugerido tanto desde los saberes populares como los profesionales, consistía en alejarse de los llamados focos de infección, produciendo un éxodo hacia los pueblos vecinos de la ciudad. Junto a esta transformación se producía otra: surgían desmesuradamente ofertas de viviendas, casas de campos, quintas y terrenos disponibles en la campaña bonaerense. Estos avisos eran presentados en términos de métodos curativos o grandes preservativos38.
Pero además de los remedios y tratamientos utilizados específicamente sobre el cuerpo enfermo y su entorno, otro conjunto de prácticas y escritos pueden ser pensados como curativos, en tanto permitían sobrellevar la crisis y no caer presa del pánico. Uno de los más habituales consistía en las prácticas religiosas. Además de los rezos y novenas, un lenitivo para el enfermo consistía en la administración de la eucaristía. La llegada del sacerdote en el lecho del enfermo, así como el rol que distintas congregaciones religiosas (como las Hermanas de Caridad, las órdenes franciscanas, jesuitas, y los sacerdotes de la Congregación de San Vicente Paul) desempeñaron asistiendo enfermos y agonizantes ha sido rescatado en muchos de los relatos y vivencias de la epidemia. Este aporte de las congregaciones fue visto como una forma de asistencia que traía esperanza y optimismo en medio de la crisis. Sin embargo, también surgían otras interpretaciones sobre ello. El diario La República criticaba esta presencia de los sacerdotes en el lecho del enfermo y, nuevamente introduciendo la cuestión del miedo como un elemento que enferma, acusaba a los sacerdotes de ser parte del problema en la rehabilitación de los enfermos, más que de la cura de ellos:

En una época tan aflictiva como la que presenciamos, en la que todos los corazones están sobresaltados, ¿no es un abuso que cometen los señores curas al llevar el sacramento a los enfermos, de ese aparato lúgubre de que se rodean, con las hachas encendidas y los faroles mugrientos, a guisa de procesión, siendo lo que más acongoja el tañido de la repelente campanilla?
Anoche ha sido causa de ese fatal instrumento para hacer espiar una pobre enferma, sobrecogida de terror al oír que pasaba el sacramento. El terror que se apoderó de ella le causó una descomposición de tal naturaleza, que no alcanzó a durar diez minutos, y no porque su estado fuese de tanta gravedad39.

Además de los sacerdotes, médicos y curanderos, otro conjunto de escritos era recurrente en la prensa. En estos, los redactores de periódicos utilizaban nociones y representaciones de la salud que se insertaban no sólo en las crónicas diarias de la epidemia, sino en sus notas cómicas o políticas. Sus protagonistas no eran cadáveres abandonados en la vía pública o enfermos transformados hasta lo irreconocible por enfermedades violentas y degradantes, sino hombres jóvenes (en ocasiones los relatos se narraban en primera persona, casi siempre el propio redactor del periódico), que se hallaban en la ciudad durante la epidemia. Su perfil era el arquetipo del romántico: curiosos, valientes, joviales, enamoradizos, nobles. Los llamaremos héroes de ficción, porque si bien sus peripecias se ubicaban durante la catástrofe, tienen poco que ver con escenas descarnadas o violentas que han sido el símbolo de las epidemias, sino que, por el contrario, recortando algunos elementos y suplantando otros, mostraban otra epidemia: más esperable con los códigos de civilidad y el buen gusto. Por ejemplo, La Nación publicaba durante la fiebre amarilla de 1871, una historia de amor con final trágico cuyo telón de fondo era la muerte, mal diagnosticada por un médico para Ramona –la protagonista del cuento-, quien moría de amor, mientras que Pepe, el joven amante, moría de dicha enfermedad40. En otro, un joven muchacho comenzaba a gritar en la calle ¡Me muero! ¡El cólera! ¡Uff!, y caía sobre una muchacha, a la cual, finalmente robó un beso. El protagonista no estaba enfermo sino que utilizaba el temor al cólera para pedir ayuda y así acercarse a la joven y así lograr besarla. -¡Linda!, ¡Linda como siempre! le dijo, y después de darle otro abrazo y dos besos mas, escapó aprovechándose del tumulto que se había formado a los gritos de ¡El Cólera! ¡El cólera! Finalmente, el relator explicaba que todo resultaba ser una apuesta que el joven había jugado con un amigo, ya que La pobre muchacha había cometido el crimen de no querer bailar con él en una tertulia y así se vengó el truhán41.
Otras historias tenían como protagonista al cronista, quien se enfermaba y utilizaba los síntomas que padecía para estructurar su narración. En una de ellas, un suelto titulado Delirio de un enfermo de fiebre amarilla, el protagonista utilizaba la alta fiebrecaracterística de la enfermedad para elaborar un monólogo en donde repasaba la situación económica y política del país: en su estado febril escribía entrecortadas críticasa la política de inmigración, los contratos con los ferrocarriles y la confección de listas de ministros (qué lindo sería que nosotros, el pueblo, nombrara también a los ministros!Así podríamos reunir buenos tipos que hicieran algo por el país!42)En un sentido similar, el redactor del diario La Tribunarelataba–en tono de broma- suvivencia y los modos de combatir la enfermedad. Al momento de describir el avance de la enfermedad en su cuerpo, escribía:

Ay! qué diablos es esto? Siento una especie de frio en el cuerpo.... pero, será frio o fresco? Cuando menos he dejado una ventana abierta.... Sí, eso deber ser.... tiemblo hombre! Y no siento ahora ciertos dolores en el espinazo.... Esto ya es serio, Luis de mi alma, haz un poco de ánimo, que te ha llegado la vez... Pero, cómo puede ser esto? Estaba hoy sano y bueno; he comido y bebido y digerido bien, a lo menos, así me parece. La cosa es, que cuando se está mejor es cuando la fiebre da el garrotazo....43

Luego de bromear sobre quién daría un discurso en su funeral, ya que todos habían huido de la ciudad, finalizaba su monólogo diciendo: ¿Si estaré realmente enfermo? La verdad, es que yo debería llamar a un médico; pero, ¿y si halla, que lo que tengo es miedo? ¡Qué fiasco! No faltaba más, que había de mostrar miedo, ¡yo que me precio de no tenerlo!44.
En todos estos relatos, aparecen elementos que es preciso señalar. En primer lugar, surgen de forma selectiva sólo algunas características de ambas enfermedades, y en algunos casos, no se menciona ninguna. La prensa eludía toda referencia al sufrimiento de los enfermos o las particularidades propias de la enfermedad como vómitos, hemorragias, convulsiones y diarreas. En el caso de manifestarse alguno, los síntomas elegidos tienen que ver con la fiebre, el dolor de cabeza y los mareos, aunque estos últimos aparecen en menor medida. Así, resulta casi imposible diferenciar enfermarse por fiebre amarilla o por cólera, debido a que los redactores eligen no mencionar dos elementos muy distintivos del cólera: el color cianótico del enfermo y las continuas y vehementes diarreas que sufre. En el caso de la fiebre amarilla, tampoco se mencionan los vómitos de sangre y las hemorragias que acometían en muchos casos, como tampoco el cambio en la coloración de los ojos y el cuerpo. De esta manera, junto con las escenas más dramáticas, surgía toda una estilización de las situaciones límite, que tiene como protagonista a aquellos que precisamente no vivieron los momentos más cruentos y límites de las epidemias, dado que en general estuvieron en los pueblos y haciendas alejadas de la ciudad. Los lectores de los periódicos leían por un lado las escenas descarnadas (reales podríamos decir) de la epidemia, y complementariamente, episodios y cuentos con resonancias románticas que le daban el marco a una experiencia caracterizada por el caos.

CONCLUSIONES

En este artículo nos propusimos investigar las distintas representaciones que sobre la salud y la enfermedad se asociaron con las epidemias de fiebre amarilla y cólera durante el período 1867-1871 en la ciudad de Buenos Aires. Propusimos pensar a este ciclo de epidemias como crisis sociales profundas que afectaron todas las esferas de la vida social. Este tipo de episodios traumáticos impactó en las nociones de salud y enfermedad debido a que producían una serie de síntomas y dolencias particular sobre el cuerpo: vómitos y diarreas incontrolables, períodos de alta fiebre y delirios, postración total del enfermo, cambio en la coloración de la piel, hemorragias. Todos estos cambios –sumados a la crisis de asistencia y a la multiplicación de casos- provocaban un tránsito del enfermo caracterizado por el extrañamiento y rechazo, además del terror a ser contagiado.
Ante este escenario que transformaba al cuerpo y lo volvía sinónimo de una muerte dolorosa e inevitable, se desplegó un heterogéneo grupo de tratamientos y remedios. El análisis de los distintos escritos para combatir la epidemia, refleja que la medicina diplomada tenían un conjunto de herramientas muy similar al que la sociedad usualmente disponía. Esta coincidencia en los métodos curativos refleja una concepción compartida sobre el cuerpo y sus propiedades. El uso de purgativos, eméticos y sudoríficos que los médicos empleaban también era parte de un repertorio de matronas, curanderos y sanadores de familia, y los prometedores elixires se basaban en una concepción del cuerpo similar. Recordemos el uso que el Capitán Wilson Shannon hace de su tan proclamado Pronto Alivio de Radway (Tomé una cucharada de dicha medicina, y mis oficiales me frotaron el cuerpo con él): el cuerpo es frotado, estimulado a través de vomitivos y tónicos, pero siempre es pensando en términos de lo que Charles Rosenberg ha definido como un sistema de entradas-salidas. El cuerpo debe por sus propios medios recuperar la estabilidad perdida, y en esa línea los distintos métodos apelan a esta configuración del cuerpo. En este marco de sentidos compartidos el cuerpo fue visto, metafóricamente, como un sistema de interacciones dinámicas con su entorno. La salud o enfermedad eran así resultado de una interacción entre la constitución particular del sujeto y las circunstancias ambientales. Dos supuestos subsidiarios se despliegan de esta concepción. El primero, alude a que todas las partes del cuerpo se relacionan inevitable e inextricablemente; esto es, que las emociones afectan y modifican al cuerpo, y viceversa: el odio, la tristeza y sobre todo en tiempos de epidemia, el miedo, eran factores que repercutían (psicosomáticamente sería el término actual) en el organismo. En segundo lugar, el cuerpo fue visto como un sistema de ingresos-egresos (ingreso de alimentos, aire; egresos a través de sudoración, excreción), un sistema que necesariamente tenía que permanecer en equilibrio si el individuo buscaba mantenerse saludable. La conformación de un sistema de estas características, se basa en una concepción holística del cuerpo, compartida tanto entre los círculos especializados como entre la población en general45, y es por ello que también podemos sumar dentro de los recursos para combatir a la peste a los escritos políticos y de humor. Estos no sólo constatan este conjunto de nociones compartidas, sino que reordenaron el caos de la epidemia a través de sus escritos.
Estas prácticas, heterodoxas y variadas, buscaban darle sentido a enfermedades que eran en sí mismas una sentencia de muerte. Pero prometer una cura infalible parece tener más significados que el evidente (esto es, restablecer la salud del enfermo), ya que si pensamos sólo en términos de eficacia claramente ni médicos diplomados ni charlatanes lograban grandes resultados. Más bien parecen ir en dirección a reconstruir un cuerpo que ha sido profundamente transformado. La eficacia que estos curativos parecen tener es en el terreno simbólico, y su poder de curación se acerca más a la eficacia del placebo, en tanto son sustancias que producen un efecto terapéutico si el enfermo las toma convencido de que es un medicamento realmente eficaz. Permiten así restablecer el poder del individuo sobre sí mismo, manejar el dolor con un horizonte de curación, producir un dique de contención al miedo, la incertidumbre y la ansiedad que estas enfermedades generaban. En igual sentido son las manifestaciones y prácticas religiosas, que buscan encauzar la agonía final del sujeto a través de un repertorio de rituales conocidos por todos y que garantizaban un pasaje al más allá acorde a lo que la religión dicta. De esta manera, frente al carácter profundamente deshumanizante de estas enfermedades, los remedios y nociones sobre la salud no sólo buscan curar al enfermo, sino reinscribir la humanidad en esos cuerpos convulsionados por la enfermedad.
Dentro de este repertorio heterogéneo de representaciones sobre la epidemia los lectores de los periódicos leían por un lado distintos debates sobre las causas que originaron la crisis, recomendaciones, remedios y tratamientos, escenas descarnadas de la epidemia, y paralelamente, episodios y cuentos con resonancias románticas que transformaban una experiencia caracterizada por el caos. Estos héroes de ficción permitían ordenar algo que la catástrofe real ha desordenado: en los casos que hemos visto, los enfermos no parecen estar a punto de morir sino sufriendo una dolencia menor, con síntomas como fiebre y decaimiento, pero nunca con vómitos, diarreas o hemorragias. Nunca parecen perder su compostura, y si lo hacen, rápidamente la recuperan para no morir de miedo. En este sentido, sostenemos que la literatura y la ficción reordenan y permiten representar una epidemia menos descarnada, en la cual no sólo es posible curar a los enfermos de acuerdo con las prácticas habituales, sino que son un ejemplo de cómo sobrellevar la crisis. De esta manera, además de la experiencia de profundo trastrocamiento que vivió la sociedad porteña, se buscó de maneras muy diversas mantener un vínculo social: desde las medidas higiénicas sugeridas, pasando por los remedios, tratamientos, curas infalibles, las prácticas religiosas y hasta los cuentos breves y el humor como forma de transitar esa experiencia.

 

NOTAS

1 Visacovsky, 2011: 19.

2 Rosenberg, 1962: 287; Jones, 1996: 97-127.

3 González Bernaldo, 2001: 67; Di Meglio, 2006: 376.

4 González Bernaldo, 2001: 72.

5 Bonaudo, 1999: 16.

6 Lettieri, 2008: 30-32.

7 Penna, 1897: 7.

8 Scenna, 1974: 163.

9 Penna, 1897: 151-158; Prieto, 2010: 68.

10 Carbonetti, 2016: 290.

11 Scenna, 1974: 188 y 404; Prieto, 2010: 59.

12 Le Breton, 2002: 35.

13 Carranza, 2008: 57.

14 Doncel, 1873: 18.

15 Archivo General de la Nación (AGN) Buenos Aires, Legajo 32-6-5.

16 Si bien no existen cifras concluyentes sobre la provincia de Entre Ríos, José Penna, en la investigación que realizó a fines del siglo XIX, menciona que: (…) En Entre Ríos uno de los departamentos que mas sufrió fue el de Gualeguaychú, que llegó a tener hasta 52 defunciones diarias y desde el 15 de enero al 15 de febrero, el numero de los muertos alcanzó a 600. Nogoyá, Concepción del Uruguay y el Paraná mismo, cayeron también envueltos por la epidemia. Penna, 1897: 158-159.

17 AGN, Archivo Justo José de Urquiza, tomo 301.

18 Existe una extensa bibliografía que destaca que las características específicas del cólera generaban un profundo impacto en la sociedad. Charles Rosenberg (1962: 3) señala que (...)The abrupt onset and fearful symptoms of cholera made Americans apprehensive and reflective -as they were not by the equally deadly, but more deliberate, ravages of tuberculosis or malaria. Asimismo, en su estudio sobre la epidemia de cólera en Hamburgo, Richard Evans menciona que las particularidades del cólera, sus síntomas y su aparición intermitente en la población, la volvían inmanejable psicológicamente. Evans, 2005.

19 Si bien es cierto que el dolor crea una distancia por cuanto sumerge al sujeto que padece en un mundo inaccesible a todos los demás, es cierto que socialmente existe un horizonte de expectativas ligado a determinadas enfermedades y dolencias, una forma de atar el dolor de acuerdo con lo que cada sociedad valora. David Le Breton señala que para superar el dolor y sobrellevarlo también es necesario atribuirle un sentido que lo desborde y lo vuelva propicio. De esta manera, la primera defensa contra el dolor (o la enfermedad) reside en el significado que aquél le da. Cuando nada permite inscribirlo en un entramado significante, el sufrimiento se vive al desnudo, desgarra sin matices, y con frecuencia acarrea el desaliento o la depresión. Le Breton, 2002: 84 y 88.

20 Molina del Villar afirma que (...) Huir de la enfermedad y del contagio era una reacción universal de la sociedad amenazada por la enfermedad y constituía una manifestación más de ese miedo colectivo. Recupera una frase muy esclarecedora de Delumeau: “Escapan, el miedo perturba su cerebro, abandonan su familia, su padre, sus parientes; sin duda alguna ése es el castigo de su desprecio al Evangelio y de su horrible codicia.Molina del Villar, 2009: 102.

21 Di Pasquale, 2014:131.

22 González Leandri, 1999: 18.

23 Carbonetti, Rodriguez, Rimonda, Martina, 2007: 405; Di Liscia, 2002: 41.

24 Por ejemplo, La Nación (LN) 11/03/1871, 14/03/1871.

25 Medicina Domestica. Arte de conocer las enfermedades, y curarlas con remedios sencillos, al alcance de todas las personas, 1855: 30-31.

26 Ibídem: 44.

27 Manual contra el cólera. Para precaverse y para asistirse. o Guía domestica para las familias. En todos los casos y al alcance de todas las clases. 1868:28-34.

28 LN 21/03/1871. El aviso persiste durante varias semanas, en un tamaño casi 10 veces más grande que cualquier otro aviso clasificado.

29 La Discusión (LD) 13/02/1871.

30 LN 22/03/1871.

31 El Nacional (EN) 16/12/1867; La Tribuna (LT)02/12/1867.

32 LN 02/021871.

33 LN 08/02/1871, 04/04/1871, 11/04/1871; La Prensa (LP)16/02/1871, 08/03/1871, 10/03/1871.

34 Carta de E. Saignes (Rosario), enviada a la Municipalidad de Buenos Aires. 11 marzo 1871. Archivo Histórico de la Ciudad de Buenos Aires. (AHCBA) Legajo 36-1871.

35 Estas medidas entendidas como formas de pensar lo putrefacto, van a modificarse hacia fines del siglo XVIII y principios del XIX. Esta nueva sensibilidad es estudiada en detalle en: Coirbin, 1987: 79.

36 La República (LR) 04/03/1871.

37 LT 19/04/1871.

38 Ver por ejemplo, LT 22/03/1871, EN 27/03/1871, LN 26/02/1871.

39 García Cuerva, 2003:125.

40 LN 18/04/1871.

41 LT 01/11/1867.

42 AGN, Colección Saavedra Lamas, Legajo 69.

43 LT 21/03/1871.

44 LT 21/03/1871.

45 Rosenberg, 1962: 13-20.

FUENTES

Archivos

1. Archivo General de la Nación, Buenos Aires (AGN)        [ Links ]

2. Sección Archivo Urquiza        [ Links ]

3. Sección Colección Saavedra Lamas        [ Links ]

4. Archivo Histórico de la Ciudad de Buenos Aires (AHCBA)        [ Links ]

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6. Diario La Discusión, Buenos Aires.         [ Links ]

7. Diario La Nación, Buenos Aires.         [ Links ]

8. Diario La Prensa, Buenos Aires.         [ Links ]

9. Diario La República, Buenos Aires.         [ Links ]

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