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Revista de historia americana y argentina

versión impresa ISSN 2314-1549versión On-line ISSN 2314-1549

Rev. hist. am. argent. vol.53 no.1 Mendoza jun. 2018

 

DOSSIERS TEMÁTICOS

LOS ORÍGENES DE LA NACIÓN Y EL NACIONALISMO ARGENTINO 1810-1820

 

Gonzalo Segovia

Universidad de Mendoza. Mendoza, Argentina. segoviagonzalo@hotmail.com

Recibido: 28-X-2017
Aceptado: 28-III-2018


RESUMEN

La transformación revolucionaria que se inicia en mayo de 1810 marca el primer paso en la construcción de la nación argentina, desarrollo que se asienta en el predominio de un concepto político de nación –en cuanto conjunto de asociados que están bajo una autoridad común y tienen una misma ley- y que se caracteriza por el rechazo consciente de la herencia cultural española.
Palabras claves: Nación; Nacionalismo; Anti hispanismo; Soberanía; Constitución.

ABSTRACT

The revolutionary transformation that began in May 1810 marks the first step in the construction of the Argentine nation, a development that is based on the predominance of a political concept of nation -as a set of associates that are under common authority and have a same law- and that is characterized by the conscious rejection of the Spanish cultural heritage.
Key words: Nation; Nationalism; Anti hispanism; Sovereignty; Constitution.


 

 

El proceso revolucionario americano de comienzos del siglo XIX da lugar a la disolución de los Reinos de España en América y a la conformación de naciones independientes, que, volcadas a grandes rasgos en el molde de las divisiones administrativas que los Borbones habían establecido en la segunda mitad del siglo XVIII, adoptan la forma política de repúblicas de acuerdo al ideario liberal democrático. Este proceso de construcción de nacionalidades no es sencillo, ya que, como ha escrito François-Xavier Guerra, el problema de América Latina no es el de las nacionalidades diferentes que se constituyen en estados sino, más bien, el problema de construir, a partir de una misma 'nacionalidad' hispánica, naciones separadas y diferentes1.
En un mismo proceso, las naciones emergentes dejan de reconocer como bases de su legitimidad política el derecho castellano y la tradición española, para poner en su lugar las postulaciones acerca del pacto y la soberanía propias de las ideas políticas modernas, especialmente el liberalismo, Montesquieu y Rousseau, que ya se habían puesto en práctica en los procesos revolucionarios norteamericano y francés. Por otra parte, deben proceder a encontrar o elaborar, aquellos elementos culturales e históricos que les permitan fundar la nueva nacionalidad. Aquí se encuentran con una dificultad: ante la imposibilidad de recurrir a la herencia cultural hispánica -al menos de forma consciente-, ya que esta es rechazada de plano por no ser adecuada a una república formada por ciudadanos libres, deben echar mano a dichos argumentos políticos modernos. Por tanto, la clave del nacionalismo emergente del proceso independentista está dada por la necesidad de depender, casi exclusivamente, de los principios políticos provenientes de las diversas vertientes modernas.
En este trabajo intentaremos mostrar cómo se construye, en los primeros diez años de vida independiente de lo que luego será la República Argentina, una nación sobre fundamentos que son clara y mayormente políticos, así como el germen de un nacionalismo que se define en franca oposición a la tradición española. Principalmente nos interesa mostrar cuál era el estado de la opinión pública de la época en torno a la nación y los conceptos vinculados. Para ello recurrimos primordialmente a las fuentes primarias más relevantes de la época, y muy especialmente entre ellas a la prensa periódica, ya que es ésta el instrumento más adecuado para conocer la opinión pública de entonces. También recurrimos a la consulta de memorias, correspondencia y documentos de carácter institucional2. Las primeras tienen el inconveniente de ser, en la mayoría de los casos, visiones retrospectivas cargadas de intencionalidad. Las segundas nos mostrarán cómo el ambiente de ideas y opiniones se consagra en la norma escrita. Respecto del marco temporal de este trabajo, iniciamos el análisis en mayo de 1810, momento en que se instala la primera autoridad política criolla en reemplazo del Virrey, y lo cerramos en 1820, instancia en que se disuelven tanto el Congreso Constituyente que sesionaba desde 1816 como la única autoridad central de la época, el Directorio, para abrir paso a un largo y sangriento proceso de guerra civil en que las autonomías provinciales se desarrollarán en ausencia de un Estado nacional.

NACIÓN Y NACIONALISMO EN EL PLATA

Corresponde en primer lugar preguntarse si es posible hablar de nacionalismo en las Provincias Unidas del Río de la Plata, luego República Argentina, en los años que hemos planteado como marco temporal de este trabajo. Si buscamos la respuesta al interrogante en los términos esbozados en el parágrafo anterior, esta puede ser afirmativa, a condición de ceñirnos prioritariamente a un concepto puramente político de la nación. O si, al menos, admitimos que a partir de 1810 se hace patente un esfuerzo consciente por relativizar, minimizar o directamente negar aspectos de una tradición cultural que era la que hasta entonces definía a la nación americana como parte integrante de la nación española. Objetivo que, en la práctica, será difícil de alcanzar, ya que por más que se intentara negarlos, los elementos culturales españoles sobreviven al proceso independentista para conformar una parte esencial de la futura nacionalidad argentina. No quiere esto decir que no podamos encontrar algunos elementos culturales, étnicos e históricos propios que se reconocen como fundamentos de un carácter nacional. Lo que sostenemos es que éstos son relativos respecto de la centralidad que adquiere en la época el fundamento político.
Si bien es cierto que va apareciendo una conciencia nacional que se define principalmente por lo político, también lo es que no hallamos la presencia clara y marcada de una concepción ideológica o literaria del nacionalismo. Hay expresiones de nacionalismo, pero no todavía una literatura nacionalista. En todo caso, lo que podemos encontrar en esa década, a través de las fuentes consultadas, son las justificaciones iniciales del derecho a conformar una nueva nación, pero hay que esperar hasta bastante avanzado el siglo XIX para hallar las primeras reflexiones profundas acerca de la nación y, por tanto, la aparición de una mentalidad o un discurso que se pueda calificar de nacionalista.
Una somera revisión de los conceptos de nación corrientes a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX en el mundo hispánico permite verificar, tal como han marcado acertadamente algunos autores, la simultánea presencia de tres conceptos.
Souto y Wasserman3 han analizado los alcances de la voz nación en la época, detectando los tres significados corrientes, tal cual se pueden encontrar en diversos diccionarios de entonces. En primer lugar, por nación solía entenderse el lugar de nacimiento o el conjunto de habitantes que viven en un lugar determinado. Un segundo significado ampliaba esta consideración geográfica incorporando una observación cultural, en relación con una población caracterizada por un conjunto de rasgos étnicos y culturales, como podían ser la lengua, las costumbres o la religión. Por último, también aparecía una concepción política de la nación, que hacía referencia a la común posesión de un cuerpo de leyes y la sumisión a una misma autoridad. Este último concepto, sinónimo en el lenguaje político de entonces de estado o cuerpo político, y que aparece comúnmente asociado a otras nociones como soberanía, representación y constitución, es el que más nos interesa porque es el predominante en el proceso de conformación de la nación argentina en sus primeros años independientes4.
A su vez, estos conceptos estaban estrechamente vinculados con el de patria. Tuviera éste el sentido meramente geográfico de lugar de nacimiento, amplio o restringido –la ciudad o el equivalente al más amplio territorio nacional-, o el sentido más significativamente extenso de la comunidad en la que se habitaba, tenía un componente emotivo y sensible mayor que el concepto de nación, y por ello disponía de la capacidad para incitar a los ciudadanos, especialmente en una situación de revolución y guerra, a multiplicar los esfuerzos en la defensa de la patria y fortalecer el sentido de servicio cívico, como deber a la patria. Por ello la virtud del patriotismo, tan mentada en la época, aparece en la época como una compañera necesaria del nacionalismo.

LOS ORÍGENES DEL NACIONALISMO RIOPLATENSE

La doctrina expresada en las Jornadas de Mayo de 1810, fruto de las cuales cesó la autoridad del Virrey Cisneros y se formó el primer órgano de gobierno criollo, reproducía el argumento jurídico al que se había recurrido en la Península para la creación de juntas de gobierno: estando el Rey cautivo de Napoleón, cesa el poder de los funcionarios delegados y la soberanía retrovierte –término jurídico usado en aquel momento- en los pueblos, quienes quedan en libertad de sufragar un nuevo gobierno en representación del monarca y darle la forma que deseen. Juan José Castelli, uno de los miembros más radicales de la nueva Junta de Gobierno, sostuvo al fundamentar su voto el 22 de mayo que la España ha caducado en su poder para con estos países5, por lo que el pueblo de la capital debía asumir los derechos de soberanía y formar un gobierno de su confianza. Don Cornelio Saavedra, quien sería Presidente de dicha Junta, agrega al momento de votar la terminante frase y no quede duda de que el pueblo es el que confiere la autoridad o mando6. Esta misma dirección tomaron muchos de los votos que provocaron la cesación del Virrey y la formación de la Junta. La mayoría de los vecinos asistentes al cabildo abierto votó aceptando la aplicación de la doctrina de la retroversión de la soberanía en los pueblos, aunque se abría un margen de indefinición sobre el alcance de este último término.
El problema político jurídico que se presenta es el relativo a la precisión del titular de la soberanía. Si bien el argumento triunfante atribuye la soberanía a los pueblos, los documentos públicos y la prensa comienzan simultáneamente a hacer referencias a la soberanía del pueblo, en sentido general, o también, aunque en menor medida, de la nación. La referencia a la soberanía popular, que muchas veces viene de la mano de las alusiones a la voluntad general, expresa una clara inspiración rusoniana, y por lo tanto es objeto de cierta desconfianza. Si bien el Contrato Social de Rousseau era conocido por los revolucionarios rioplatenses, sus ideas guardaban una fuerte relación con los aspectos más violentos y anárquicos de la Revolución Francesa. Mariano Moreno, Bernardo de Monteagudo y otros en los que más se nota la influencia del ginebrino, serán descalificados con el mote de jacobinos7. Distinto es el caso de las alusiones a la soberanía de la nación, que si bien reconocen un origen revolucionario francés, no ameritan la objeción anterior8.
Si dejamos momentáneamente de lado la idea de la soberanía de la nación o del pueblo que hemos referido más arriba, la atribución de la soberanía a los pueblos puede adquirir otro significado. La fórmula usada en mayo no aclaraba al hablar de pueblos si se refería a las provincias como unidades administrativas, tal como las habían establecido los Borbones al crear el Virreinato del Río de la Plata, o si bien se hacía mención a los pueblos en sentido lato, es decir, a todas las villas que poseían. La indefinición del asunto, que se discute a lo largo de toda la década, va a dar motivo al enfrentamiento no sólo entre centralistas y autonomistas –luego llamados unitarios y federales-, sino también a la multiplicación de las disputas entre las capitales de provincia y sus ciudades y pueblos subordinados.
La circular que la Junta envía a las provincias a los dos días de su instalación, si bien es clara respecto de las razones políticas e ideológicas esgrimidas en la formación del nuevo gobierno, no permite avanzar en una interpretación adecuada del problema de la soberanía:

Manifestó (el pueblo de Buenos Aires) los deseos más deci­didos porque los pueblos mismos recobrasen los dere­chos originarios de representar el poder, autoridad y facultades del monarca, cuando éste falta, cuando éste no ha provisto de regente, y cuando los mismos pueblos de la matriz han calificado de deshonrado al que for­maron...9

La circular, en la que se invitaba a los pueblos a elegir diputados, iba acompañada de una fuerza expedicionaria encargada de asegurarse que en las ciudades predominaran los grupos adeptos a la revolución y se eligieran diputados favorables a la causa revolucionaria. Un primer conato anti revolucionario en Córdoba, liderado por el gobernador Gutiérrez de la Concha, el obispo Orellana y el ex Virrey Santiago de Liniers, héroe de las invasiones inglesas, es abortado y sus jefes fusilados. De esta manera quedaba claro que los grupos revolucionarios no retrocederían en el camino iniciado poco antes.
Otra cuestión que asoma en el texto de la circular es la relativa a la iniciativa de Buenos Aires en el proceso revolucionario. Los defensores del derecho de la capital a iniciar la revolución y extenderla por el territorio del Virreinato sostienen que siendo Buenos Aires la hermana mayor, no podía discutirse su iniciativa y lo actuado por ella debía ser refrendado por las provincias. De este punto arranca un largo conflicto que tiene como protagonistas a la vocación centralista de la capital, por una parte, y las tendencias autonómicas de las provincias, por la otra10.
Debemos decir que la mayoría de los hombres de Buenos Aires y algunas elites provinciales sostienen el principio de la soberanía del pueblo y lo entienden como soberanía de la nación en el sentido de cuerpo político unificado, lo que justifica el intento de combatir y mantener a raya las tendencias autonomistas de los pueblos del interior, que la prensa porteña califica casi unánimemente de anarquismo. Por su parte, en el interior conviven a grandes rasgos dos tendencias; una, hace recaer la soberanía en las provincias como unidades administrativas principales, fortaleciendo así el predominio de las capitales provinciales; la otra, sostenida por las villas menores, se mantiene firme en la interpretación literal y estricta de la doctrina de la retroversión de la soberanía en los pueblos, argumento que les permite intentar sustraerse al control de las ciudades capitales de provincia11. El Reglamento de Juntas Provinciales dictado en 1811, que permite la instalación de juntas principales en las capitales provinciales y juntas subalternas en las demás villas, es un instrumento usado por éstas para reclamar su autonomía frente a la capital provincial, incluso muchas veces reclamando su subordinación directa a Buenos Aires. Lo que está en juego en este conflicto, que luego derivará en guerra civil abierta, es la futura organización unitaria o federal del Estado, que no alcanzará resolución hasta la sanción de la Constitución de 1853-60. Aunque cabe la aclaración que dicha resolución obró solo en el campo normativo, no en el de la realidad, ya que los conflictos entre las tendencias unitarias y las federales no se acabaron con la sanción de la norma constitucional mentada que, con reformas, rige hasta nuestros días.
Para avanzar en la comprensión de nuestro tema, consideramos interesante rescatar aquí uno de los primeros debates periodísticos en los que se intentó fundamentar ideológicamente los principios jurídicos revolucionarios. A fines de 1810, en un conjunto de editoriales de La Gaceta de Buenos Aires, periódico fundado por el gobierno criollo, Mariano Moreno y el deán de la Universidad de Córdoba, Gregorio Funes, discuten sobre el sentido de la revolución y cuál debía ser el destino de los diputados del interior, de los que Funes forma parte. Moreno, influido por el contractualismo moderno, sostiene que el pacto de sujeción de América a España no es un pacto político legítimo, porque se asienta en la fuerza y la conquista, y no ha contado con el consentimiento de los americanos, que así han quedado unilateralmente obligados a servir a los españoles. Pero aclara Moreno que, a diferencia de aquellos grandes imperios fundados en la conquista y en los que no ha obrado el pacto social, las provincias americanas ya constituyen un pueblo, por lo que han podido recuperar su soberanía. Afirma que los vínculos, que unen el pueblo a el Rey, son distintos de los que unen a los hombres entre sí mismos; un pueblo es un pueblo, antes de darse a un Rey12. La revolución no ha vuelto a los americanos al estado de naturaleza. Los pueblos no debieron tratar de formarse pueblos, sostiene, porque ya lo eran; solo debían elegir quien los rigiese. Y termina afirmando que nos gloriamos de tener un Rey, cuyo cautiverio lloramos (…), pero nos gloriamos mucho más de formar una nación, sin la cual el Rey dejaría de serlo; y no creemos ofender a la persona de éste, cuando tratamos de sostener los derechos de aquella13.
Adelanta aquí Moreno el concepto político de nación como conjunto de asociados o pueblo, que se somete voluntariamente a una autoridad de su elección. Y reafirma el derecho de la nación a la elección de un poder soberano:

La elección de un poder soberano, que subrogue la falta del Rey ausente es propia, y privativa de la nación, o de aquellos representantes, a quienes se hayan conferido expresos poderes para el efecto; los vocales de la Junta Central no eran la Nación, nunca tuvieron poderes de ésta para elegir un poder soberano14.

Al haber retrovertido la autoridad del monarca en los pueblos, están estos autorizados a encomendarla a una nueva autoridad, modificándola o sujetándola a la forma que prefieran. De esta manera Moreno funda en razones ideológicas y jurídicas más sólidas y modernas el derecho de los criollos a elegir sus propios gobernantes. Lo interesante en sus planteos y su lenguaje es que, aunque a veces usa el término pueblos para referirse a la titularidad de la soberanía, propone claramente como titular a la nación o al pueblo, en el sentido expresado más arriba, usando ambos términos como sinónimos. Pueblo y nación son, a los efectos políticos, lo mismo. Con esto muestra Moreno que el concepto de nación al que hace mención es plenamente moderno, tal como el esgrimido por Sieyes en ocasión de la Revolución Francesa. A su vez, deudor de esa vertiente ideológica, se aleja de interpretaciones más tradicionales que pudieran sugerir que la soberanía, en el acto de retroversión, quedaba fragmentada por el hecho revolucionario. Ya no se habla de pueblos, en el sentido expresado en mayo, sino de pueblo o nación como unidad política y fuente de la soberanía. De esta manera, el secretario de la Junta y editor del periódico deja sentados argumentos importantes en la conformación política de la nación15.
Por su parte Funes, un tanto más prudente y apegado a los argumentos jurídicos tradicionales, admite que la Conquista puede considerarse como un pacto tácito mediante el cual América se obliga a sostener con sus recursos a la Corona española y a mantener la fidelidad, y por su parte España se obliga a defender estos reinos. Dicho pacto se ha convertido en nulo desde el momento en que España, sometida a Napoleón y con el Rey preso, no está en condiciones de defender a sus reinos americanos. De esta manera, los súbditos americanos están libres para darse un nuevo gobierno. De manera similar a Moreno, admite que los pueblos americanos ya constituyen una sociedad, cuerpo político o nación:

Cualquiera que sea el origen de nuestra asociación, es de toda certidumbre, que hacemos un cuerpo político, o una sociedad de hombres unidos entre sí, para disfrutar las ventajas, y la seguridad que a fuerzas reunidas proporcional el instituto social16.

Luego, tal como viéramos en el caso de Moreno, el derecho de los pueblos americanos a elegir sus propias autoridades es incontrovertible.
Ambas líneas de argumentación llevan, directa o indirectamente, a un mismo punto: la inevitabilidad de la independencia en caso de negarse España a reconocer la nueva autoridad. Moreno lo dice de manera clara: si al retornar Fernando al trono quisiera que América se mantuviese bajo la antigua constitución, le responderíamos justamente que no conocemos ninguna; y que las leyes arbitrarias, dictadas por la codicia para esclavos y colonos, no pueden reglar la suerte de unos hombres, que desean ser libres, y a los cuales ninguna potestad de la tierra puede privar de aquél derecho17.
Este conjunto de editoriales en el órgano periodístico fundado por la Junta es representativo del espíritu que se vivía en Buenos Aires y gran parte de las provincias en 1810. Si bien no todos compartían el horizonte independentista y se mantenían fieles a Fernando, en la elite revolucionaria latía la certeza de que, a la larga, la revolución debía llevar a la independencia, porque, como escribiría José de San Martín años después, llegaría el momento en que no se podría ocultar la incoherencia de jurar fidelidad al Rey de España contra quien se hacía la guerra18.

NACIONALISMO Y ANTI HISPANISMO

Como hemos visto hasta aquí, la construcción de la nación argentina a partir de 1810 presenta varias particularidades y dificultades. Una en especial nos interesa destacar, por su cardinal importancia. Para los revolucionarios criollos, la erección de los fundamentos de una identidad nacional solo puede realizarse a partir de la negación de un depósito cultural común que proviene de la tradición hispánica. Se da así el particular caso de un nacionalismo que surge en oposición a una tradición cultural, o, dicho de otro modo, de un nacionalismo que más que construirse sobre componentes propios o reflejarse en un modelo, se presenta como la cara opuesta de un anti modelo, que es España. La construcción de raíces propias llevará mucho tiempo, pero la definición anti hispánica es, más allá de la sinceridad y profundidad de quienes la expresan, inmediata.
Ya desde las primeras jornadas del proceso revolucionario se percibe en los documentos oficiales y la prensa una virulenta crítica contra la metrópoli y todo lo que ésta significaba, plagada de hipérboles y excesos conceptuales y verbales. La Gaceta, periódico oficial, reproduce en las páginas de cada número feroces críticas contra el pasado colonial de estas provincias, que se hacen aún más violentas al avanzar los años y se repiten y multiplican en los diversos periódicos que van apareciendo en la ciudad capital. Un elemento en común presentan todas estas piezas periodísticas: el marcado contraste entre el horizonte de felicidad abierto en mayo a los ciudadanos de América que han recuperado su libertad, y las tinieblas de los siglos de dominación española.
Moreno, en los editoriales escritos a fines de 1810 en La Gaceta, intenta iluminar y convencer al público sobre la necesidad de que los diputados de las provincias, que iban llegando en esas fechas a Buenos Aires, conformaran un congreso constituyente que permitiera dotar de un fundamento institucional al Río de la Plata. En uno de esos artículos, en un largo párrafo comenta con desagrado las Leyes de Indias, supuesto código constitucional para las Américas:

¿Podrá llamarse nuestro código el de esas leyes de Indias dictadas para neófitos, y en que se vende por favor de la piedad lo que sin ofensa de la naturaleza no puede negarse a ningún hombre? Un sistema de comercio fundado sobre la ruinosa base del monopolio, y en que la franqueza del giro y la comunicación de las naciones se reputa un crimen que debe pagarse con la vida: títulos enteros sobre precedencias, ceremonias, y autorización de los jueces; pero en que ni se encuentra el orden de los juicios reducido a las reglas invariables que deben fijar su forma, ni se explican aquellos primeros principios de razón, que son la base eterna de todo el derecho, y de que deben fluir las leyes por sí mismas, sin otras variaciones que las que las circunstancias físicas y morales de cada país han hecho necesarias: un espíritu afectado de protección y piedad hacia los indios, explicado por reglamentos, que sólo sirven para descubrir las crueles vejaciones que padecían, no menos que la hipocresía e impotencia de los remedios que han dejado continuar los mismos males, a cuya reforma se dirigían; que los indios no sean compelidos a servicios personales, que no sean castigados al capricho de sus encomenderos, que no sean cargados sobre las espaldas; a este tenor son las solemnes declaratorias, que de cédulas particulares pasaron a código de leyes, porque se reunieron en cuatro volúmenes; y he aquí los decantados privilegios de los indios, que con declararlos hombres, habrían gozado más extensamente, y cuyo despojo no pudo ser reparado sino por actos que necesitaron vestir los soberanos respetos de la ley, para atacar de palabra la esclavitud, que dejaban subsistente en la realidad. Guárdese esta colección de preceptos para monumento de nuestra degradación, pero guardémonos de llamarlo en adelante nuestro código; y no caigamos en el error de creer que esos cuatro tomos contienen una constitución; sus reglas han sido tan buenas para conducir a los agentes de la Metrópoli en la economía lucrativa de las factorías de América, como inútiles para regir un estado que, como parte integrante de la monarquía, tiene respecto de sí mismo iguales derechos que los primeros pueblos de España19.

La larga cita es una buena muestra del extenso catálogo de reclamos y recriminaciones que los criollos americanos hacían a la Metrópoli, y del tono general con que se hacía este reclamo. Desde lo económico, la crítica apunta al perjudicial monopolio mercantil y el saqueo de los recursos americanos. En lo político jurídico, se ensaña con la ignorancia española de los principios racionales del derecho y el Estado. Pero sobre todo, la crítica incide en un punto más importante, que constituye el fundamento antropológico de la revolución: ésta no ha hecho más que restituir su condición de hombres libres a los americanos, criollos e indios, que bajo el dominio español eran prácticamente esclavos.
Textos como el citado se repiten en periódicos, documentos institucionales, bandos, sermones y cartas. España es sinónimo de ignorancia e intolerancia, mientras que la América, que vio perturbado su estado de inocencia por la brutalidad de la conquista, ha iniciado su proceso de liberación para incorporarse a la racionalidad y libertad del mundo moderno. Especial virulencia adquieren las críticas a la educación que los españoles impartían a los americanos. Según Manuel Moreno, hermano de Mariano y autor de su biografía, la educación que en forma gra­tuita se impartía en el Colegio de San Carlos en Buenos Aires era una formación basada en un método educativo escolástico, artificial e inútil. Y, en contradicción con las tendencias racionales y progresistas modernas, era muy poco científica. La causa del atraso, de este vergonzoso estado,

() debe atribuirse en primer lugar al sistema de despotismo y de ignorancia seguido constantemente por la Corte de España en todos sus dominios, y principalmente en sus colonias, y en segundo a la general posesión con que se han mantenido los eclesiásticos desde el tiempo de los monjes, de presidir a todo establecimiento literario. A pretexto de la presunción de virtud que debían infundir en sus discípulos, los clérigos y frailes se han señoreado de todas las cátedras y han cultivado con destreza este poderoso medio de aumentar su crédito y su poder. Sin embargo, como sus miras principales son los asuntos de religión, no cuidan de instruirse en las ciencias naturales, y así mal pueden comunicar a sus discípulos unos conocimientos que ellos no poseen20.

Continúa Moreno afirmando que la educación americana solo servía para formar de los alumnos unos teólogos intolerantes, que agotan su tiempo en agitar y defender cuestiones abstractas sobre la divinidad, los ángeles, etc21. Cuando Moreno encara la segunda edición de la biografía, en Londres en 1832, elimina los párrafos más duros, como el que hemos citado, tal vez admitiendo lo exagerado de sus opiniones. Pero ello no quita que en el ambiente rioplatense todo lo español sea de pronto estigmatizado y rechazado, como símbolo del atraso y la ignorancia. Otros, como el redactor del periódico El Censor, hablan de la irracionalidad y la cerrazón a las luces que ha llevado a España a ser el escarnio de la Europa, la vergüenza de la humanidad22. La nueva educación debe ser racionalista y cientificista, lo que permitirá corregir los errores del pasado. El Deán Funes escribe en 1813 en su proyecto de Plan de Estudios para la Universidad de Córdoba que Descartes, Malebranche, Locke y Leibniz, esos genios extraordinarios, que por piedad de la razón echó Dios al mundo, hablaron como inspirados, y desterrando los errores pusieron a las ciencias en la perfección que las vemos23. De allí que las primeras obras publicadas en el Río de la Plata sean las Máximas del fisiócrata francés Quesnay, traducidas y publicadas por Manuel Belgrano, o las Ruinas o Meditación de las Revoluciones de los Imperios, de Volney y el Contrato Social de Rousseau, que Mariano Moreno hace publicar en 1810, con la salvedad de eliminar el capítulo sobre la religión civil24.
Es evidente que la literatura periodística de la época que hoy podemos consultar repite y propaga estas críticas a todo lo español. Difícil es comprobar si estas críticas eran compartidas por toda la población, o era simplemente la opinión de un grupo reducido que poseía la fenomenal herramienta de la prensa para hacer oír su voz. Algunas canciones populares de entonces, como también papeles sueltos y recuerdos de actores y testigos, dan testimonio que la mayor parte de la población, por lo menos en Buenos Aires, compartía el aire de esperanza y libertad y las diatribas anti españolas. El clima general de la época es indudablemente el de un marcado antiespañolismo.
Es destacable el claro optimismo generalizado, fundado en el simple hecho de haber recuperado los criollos el ejercicio pleno de su soberanía. Se opera en la mente de los revolucionarios, por lo menos en los actores políticos y los publicistas, una transformación psicológica que acompaña el cambio en la condición política: de súbditos del rey a hombres libres en la república. Esta transformación en el estatuto antropológico y político del habitante americano es uno de los pilares sobre los que se asienta la embrionaria nacionalidad. Como bien lo expresa el editor del periódico El Americano en 1819, al comentar la jura de la Constitución de ese año por las tropas de Manuel Belgrano,

  () nunca más vivo el contraste de aquella época tenebrosa de muerte en que arrastrábamos una vida cubierta de oprobio y de ignominia, con el período de la luz y de vida que hoy respiramos; de la clase abyecta y degradada a que pertenecíamos, al goce dichoso de nuestra libertad y existencia; y del estado humilde de colonos ultrajados, vejados y saqueados, a la alta dignidad de miembros distinguidos de una nación grande y heroica25.

El contraste no podría ser más marcado entre la vida colonial y la vida independiente. Y esta convicción está reforzada por el hecho que España, en lugar de reconocer a la nueva nación, resuelve someter a las colonias rebeldes a través de una guerra que se hace larga y sangrienta. Así, también, el espíritu nacional se va forjando en los campos de batalla, en las historias sobre las hazañas militares en las que el valor americano se hace presente, y en el odio cerril al enemigo español.
Los periódicos reproducen los partes de batalla que relatan las acciones de heroísmo de las tropas patriotas, así como la violencia y la irracionalidad de los españoles. El espíritu anti español que hemos visto ir conformándose en la población, se expresa también en duras medidas políticas y sociales, como la expulsión de peninsulares y la confiscación de sus bienes para sostener la causa independentista. Ese espíritu va de la mano de la confianza en la justicia de la causa patriota, bien mirada incluso por Dios. Manuel Belgrano, claro ejemplo del católico ilustrado de comienzos del siglo XIX, afirmaba en su autobiografía que la revolución era obra de Dios, que actúa en ella a través de la providencia, que mira las buenas intenciones y las protege por medios que no están al alcance de los hombres, por triviales y ridículos que parezcan26. Asimismo, en parte a la Junta el 18 de marzo de 1811, afirma que Dios seguramente se vale de medios muy extraordinarios para darnos siempre glorias y triunfos en la causa sagrada que defendemos27.
A la violencia de la que se acusa a los españoles se le responde con la violencia de la guerra por la independencia, que en este caso es considerada justa y necesaria. Las duras medidas contra los españoles se justifican por las necesidades de una guerra en la que, se sabe, no queda otra opción que la victoria o la muerte. La Junta da a Belgrano a fines de 1810 instrucciones secretas para su expedición al Paraguay, que si bien había formado su propia junta de gobierno se había mostrado reacio a someterse a Buenos Aires, y en ellas le indica que purgar el territorio de todo europeo es una necesidad, a que conduce la división que ellos mismos han provocado; y a las consideraciones políticas que recomiendan la conveniencia de esta medida para lo sucesivo, se agrega el interés y seguridad de la misma Expedición...28 En instrucciones posteriores del 29 de noviembre del mismo año se le ordena arcabucear a los enemigos de la causa, y se le advierte que debe ser ciego ejecutor de esta medida29.
La necesidad de sostener una guerra para mantener la libertad de la nación emergente provee el aglutinante cultural necesario para ir formando un germen de identidad nacional. A ello contribuye también la definición de los primeros símbolos patrios. Belgrano iza la bandera celeste y blanca a comienzos de 1812, y en ese año Vicente López y Planes y Blas Parera componen la Marcha Patriótica o Canción Patriótica que la Asamblea del Año XIII confirma como Himno Nacional. Himno que en uno de sus versos, hoy en desuso, dice Se levanta en la faz de la tierra/una nueva gloriosa nación/Coronada su sien de laureles/y a sus plantas rendido un león30.
Todos los protagonistas asumen como propios algunos constitutivos culturales comunes, como la lengua castellana y la religión católica, pero el esfuerzo por abandonar todo lo español como una rémora del pasado hace que se ponga el acento en aquello que se ha comenzado a construir desde 1810. La verdadera historia comienza ese año, lo anterior se diluye en las tinieblas de la ignorancia y la esclavitud. De allí que se haga necesario erigir la nación sobre otro tipo de fundamentos más sólidos y duraderos.

LA DEFINICIÓN POLÍTICA DE LA NACIÓN

En agosto de 1816, poco más de un mes después de haberse declarado la independencia de las Provincias Unidas en Sud América, un periódico de Buenos publicaba que:

Desde el día 25 de Mayo de 1810, que dató el principio de nuestra gloriosa revolución, no se ha observado en las Provincias Unidas otra voluntad constante, otra opinión uniforme, que la de constituirse independientes de la España, y de sus Reyes, recuperando la libertad de un País, que el inicuo título de la fuerza había subyugado por el largo espacio de trescientos años31.

La sustitución de las autoridades españolas por un gobierno criollo acontecida en mayo de 1810 implicaba una transformación más profunda que el simple cambio de gobernantes, y es por eso que ya varios años después era considerado como el inicio del proceso de construcción de la nación argentina. Tal como se veía en la época, la ocasión de designar un gobierno propio era la plasmación histórica y real del presupuesto teórico del contrato social, a la manera que habían planteado Locke y Rousseau, y habían llevado a la práctica norteamericanos y franceses. En una oportuna conjunción entre teoría y práctica, la situación histórica había puesto a los rioplatenses en condiciones de suscribir un pacto que permitiera la instalación de un nuevo Estado republicano, en sustitución de la previa condición de colonia española. Y si bien en ese momento la prudencia obligaba a disimular cualquier tendencia o manifestación independentista, subyace al discurso político la idea que, antes o después, estos territorios debían declararse independientes de la Metrópoli. Ello sucedería el 9 de julio de 1816.
Este proceso de construcción de un Estado republicano tiene su eje en la necesidad de sancionar una constitución, como expresión escrita de las cláusulas del pacto social y garantía para todos del nuevo orden político. Es una constante del proceso político e institucional de la década la convocatoria a asambleas y congresos constituyentes, que si bien en estos primeros años fracasan en el objetivo constitucional, dan testimonio de la voluntad de organización institucional de la nueva nación. Es justamente en ocasión de estas convenciones en que encontramos las resoluciones que terminan de fundar el carácter mayormente político de la nación argentina, ya que en ellas se intenta resolver el dilema planteado en 1810 acerca de la titularidad de la soberanía.
Luego de un par de intentos frustrados, se reúne en 1813 en la ciudad de Buenos Aires la convención conocida como Asamblea del Año XIII. La convicción compartida por todos que la Asamblea reúne la representación soberana de los pueblos, hace presumir que está en condiciones de declarar la tan ansiada independencia y dictar una constitución. Así, por ejemplo, lo exige El Grito del Sud, periódico de la Sociedad Patriótica que dedica varios ejemplares a la cuestión:

Si la naturaleza exige imperiosamente la independencia de la América, si es ya llegado el tiempo de que esta rompa los lazos de su injusta esclavitud; y si es de absoluta necesidad que comparezcamos en el mundo independientes de hecho, y de derecho ¿qué es ya lo que detiene nuestra resolución? (...) Yo creo que no habrá quien se atreva a dudar que las ventajas que proporciona el estado de nación, constituída sobre las bases de una sabia legislación, sean incomparablemente mayores que las que se pueden reportar de la miserable condición de colonias. (…) Convengo en que Buenos Aires puede mudar de pabellón declarándose independiente; este es un derecho que nadie se lo disputará con justicia ¿más habrá quién niegue que esta declaratoria será más solemne, más legal, y más majestuosa, cuando sea hecha por la nación reunida, que cuando la publique un solo pueblo?32

El redactor del artículo expresa una inocultable vocación independentista, de la cual la Sociedad Patriótica era una ferviente propagadora. Del texto resulta evidente que considera a la independencia como condición para constituirse en nación. Y adelanta además una posible solución al problema de la soberanía y la nación: si aquella ha retrovertido en los pueblos, solo puede expresarse acabadamente en el consenso y la unión de ellos, que es lo que constituye la nación. Como veremos, esta es la respuesta que se impone también en 1816.
La idea que la independencia es la condición para ser nación es compartida por la gran mayoría de los protagonistas y periodistas. Manuel Moreno, hermano de Mariano y redactor del periódico El Independiente, siguiendo las ideas de William Paley en sus Principios de moral y política, plantea una interesante relación entre nación, libertad política e independencia:

Reducidos los hombres a vivir en ciudades, las mismas relaciones que existieron al principio entre las familias se extendieron poco a poco a muchas poblaciones; y de aquí nacieron esas grandes asociaciones donde reina un mismo interés, una estrecha unión y un mismo lenguaje que las constituyen en lo que se llama Nación o Estado. (…) Por consiguiente, determinados a explicar en qué consiste la libertad en sus diversas modificaciones, hemos reducido la definición anterior a un término más limitado. Por libertad política entendemos la libertad de la Nación: libertad civil llamamos la libertad del ciudadano. (…) La primera consiste principalmente en la independencia de la Nación33.

Podemos ver cómo hacia mediados de la década ya está prácticamente asentado el consenso en torno a la idea que la nación solo puede constituirse a condición de poseer libertad política, es decir, de ser independiente. Vemos también que Moreno hace una referencia al pasar a algunos componentes de las naciones: un mismo interés, una estrecha unión y un mismo lenguaje. Sin embargo, creemos que el punto principal de su argumentación es que la libertad política es la condición propia de una nación. Lo que presentaba una dificultad adicional, que era la determinación de las fronteras de la nación.
Ya su hermano Mariano Moreno, en 1810, se había planteado la posibilidad de que hubiera constitutivos culturales, étnicos o políticos que permitieran pensar en la América como una sola unidad política, una sola nación, en lugar del fraccionamiento en varias naciones a que dio lugar la guerra por la independencia. Se preguntaba Moreno sobre el derecho que podía tener una fracción de América –el Virreinato del Río de la Plata-, a constituir su propio gobierno sin consultar a las demás partes. Admite que una acción unificada sería más provechosa y más acorde a la justicia y gravedad de la causa americana, pero también reconoce que la geografía y las grandes distancias han condicionado la presencia en el continente de regiones diversas con características marcadas que las diferencian unas de otras, y que en la oportunidad la demora en unificar criterios y acciones llevaría a perder la guerra. A las razones de orden geográfico y físico, suma una razón prudencial. Pero, yendo más allá, sostiene que de acuerdo a los principios jurídicos argumentados en el acto de la revolución, el derecho a elegir gobierno propio lo ha recuperado cada una de las partes componentes, y por lo tanto no obran contra el derecho de las demás al haber roto individualmente con la metrópoli. La concurrencia de todas las regiones americanas en una sola unidad política es cuestión de convención y no de derecho34.
Resulta interesante este planteo de Moreno, ya que mucho se ha escrito sobre la perspectiva americanista de la revolución, en especial si tenemos en cuenta la acción conjunta desde dos frentes, a cargo de José de San Martín y Simón Bolívar, que superando las fronteras nacionales permitió la liberación americana en un solo movimiento. No obstante, el planteo del autor es que más allá de la existencia de elementos étnicos y culturales en común –la lengua, la religión, entre otros- el derecho soberano recae en cada una de las unidades en las que ya estaba organizado administrativamente el continente.
Si proyectamos este razonamiento a los límites del Virreinato del Río de la Plata en particular, también podemos ver que el conflicto se presenta con sus propias particularidades. ¿Cuáles serán los límites de la nación que emerge en el Río de la Plata? La acción de los órganos de gobierno desde 1810 así como documentos públicos de todo tipo sostienen que dichos límites son los que correspondían al Virreinato fundado en 1776. Las expediciones militares patriotas se dirigen justamente a aquellas secciones del territorio virreinal que se declaran opositoras a la revolución o se mantienen en manos españolas: Montevideo, Paraguay y el Alto Perú. Y aunque la suerte de las armas hace que el dominio sobre esos territorios vaya cambiando de manos a lo largo de la década, la aspiración de extender las fronteras de la nación hacia esos límites previos es evidente, y se hace patente por ejemplo en la representación en las convenciones constituyentes, en las que se recibe a diputados de regiones que luego de liberadas han vuelto a caer en manos españolas. Al correr de los años, cada uno de dichos territorios se conformará también como nación independiente, escindiéndose de las Provincias Unidas: Uruguay, Paraguay y Bolivia35.
Volviendo a la Asamblea del Año XIII, uno de los primeros puntos que se discuten en su seno es el de la representación. Es un tema sensible, ya que muchos diputados, sobre todo los de las provincias que responden al líder oriental José Gervasio de Artigas, federal y anti porteño, acuden a la reunión con mandatos claros y expresos de sus electores. A falta de un régimen jurídico propio que estableciera los criterios de representación, se habían adoptado, para esta cuestión, las costumbres y leyes hispánicas. Éstas establecían la doctrina del mandato imperativo; los representantes eran mandatarios de las ciudades o provincias que los habían elegido, con instrucciones expresas que no debían violar. No obstante este presupuesto, a poco de comenzar a debatir el punto, por la presión del grupo de diputados porteños la Asamblea resuelve abandonar esta doctrina, adoptando el recurso que los diputados de las provincias unidas, son diputados de la nación en general, sin perder por esto la denominación del pueblo a que deben su nombramiento, no pudiendo de ningún modo obrar en comisión36.
Esta resolución de la Asamblea amerita, a juicio del Redactor, algunas consideraciones:

A virtud de este soberano decreto es indudable que los representantes del pueblo, no pueden tener otra mira que la felicidad universal del estado, y la de las provincias que los han constituído, sólo en cuanto aquella no es sino una suma exacta de todos los intereses particulares. Y aunque por este principio es puramente hipotética la contradicción del interés parcial de un pueblo con el común de la nación; resulta sin embargo que en concurso de ambos, este debe siempre prevalecer, determinando en su favor la voluntad de cada diputado considerado distributivamente37.

La presión del grupo dominante, interesado en contrarrestar las tendencias autonómicas y anti porteñas que ya se planteaban en muchas provincias, especialmente aquellas más sensibles a la influencia artiguista, consigue imponer un criterio político que tendrá consecuencias de gran importancia para nuestro tema en cuestión. Podemos ver en esta decisión como se va forjando, aun cuando movida por intereses políticos coyunturales, una conciencia política de la nación, muchas veces en contradicción con la realidad. Los grupos gobernantes, especialmente aquellos que responden a Buenos Aires, de tendencia centralista o unitaria, están interesados en que los diputados no puedan aducir mandatos imperativos a la hora de votar, ya que eso es expresión de provincialismo. Al mismo tiempo, están expresando la idea de que la nación es el conjunto de los pueblos y provincias unidos bajo una autoridad común, que en este caso es la Asamblea. Estos criterios serán los que predominen también en ocasión de la reunión del Congreso de Tucumán en 1816, un año después de disuelta la Asamblea del Año XIII sin haber logrado declarar la independencia ni dictar una constitución.
Las opiniones de varios editores de periódicos de la época refrendan esta idea exclusivamente política de nación, que es la que prevalece en los grupos dominantes que responden a los intereses de la capital. La Gaceta en 1815 publica que:

Una Nación no es más que la reunión de muchos Pueblos y Provincias sujetas a un mismo Gobierno central, y a unas mismas leyes; y la verdad de la historia nos dice que los Pueblos conmovidos y armados por el amor de la libertad no aparecen considerables, ni logran protectores, ni triunfan de la tiranía hasta que se constituyen en Naciones por la unión entre sí, y por la dirección de una sola Autoridad Suprema38.

Esta es la expresión más clara y precisa del predominio del concepto político de nación en la época. Parece responder en un todo a la definición que aparecía en los diccionarios que circulaban en el Río de la Plata antes de la revolución. Y también responde en un todo al concepto de soberanía de la nación que, tal como hemos visto fue planteado por Sieyes, y había fundamentado el proceso revolucionario francés. No obstante, según el autor, el ejemplo más claro de que solo la unión de los pueblos garantiza el triunfo sobre la tiranía lo han dado los estados de América del Norte y los Países Bajos.
Estas opiniones se repiten a lo largo de estos años en la prensa porteña, más por el afán de contrarrestar el espíritu de provincialismo, que por sostener teóricamente la soberanía de la nación como fundamento político. Pero es clara demostración de la penetración del concepto en la opinión pública, y además encontrará su camino hacia el ordenamiento jurídico institucional. Valga como ejemplo lo que sostiene José Antonio Valdés, redactor de El Censor, en un claro párrafo:

La razón, que es la primera ley, nos impone la obligación de obedecer a las supremas determinaciones del Congreso. Porque 'no siendo otra cosa un estado político y civil, que la reunión de todas las fuerzas, y voluntades particulares que lo componen', así como cada ciudadano libra su defensa y seguridad en la fuerza general de la nación, debe también librar su régimen y dirección en la voluntad general, cuyo órgano es el Congreso de sus representantes. (…) La justicia funda igualmente nuestra obediencia. Porque, sea cual fuere la forma de gobierno de un país, como nadie ha nacido con títulos de soberano, ni con autoridad pública para mandar a sus semejantes, es manifiesto, que toda soberanía dimana originalmente de los pueblos que quieren asociarse para formar una nación, y que toda autoridad fundamental para la organización y estructura de un estado debe referirse a este único principio. Esta es la suma del gran pacto social. Esta es la única fuente de todo poder político39.

No creemos necesario explayarnos más sobre estos puntos, ya que todo lo que hemos sostenido más arriba se expresa en la cita. Sí queremos agregar que esta postura es mantenida en las sesiones del Congreso de Tucumán, en las diversas ocasiones en que se discute el carácter soberano de la asamblea, la titularidad de la soberanía y la representación.
Una nota del Director Juan Martín de Pueyrredón, encargado del Poder Ejecutivo, solicita al Congreso la revisión del Estatuto Provisional que se había dictado de manera provisoria en 1815, en ausencia de una Constitución definitiva. Hay, entre las diversas revisiones que solicita Pueyrredón, una que es fundamental. El artículo 1º del Capítulo I de la Sección II estipulaba que el poder legislativo residía originalmente en los pueblos. A solicitud del Director, el Congreso modifica la redacción, y en el Reglamento Provisorio de 1817, fruto de las revisiones, dicho artículo establece que el Poder Legislativo reside originalmente en la Nación40. Según declara el Redactor del Congreso, los diputados prestaron atención a

(…) la objeción puesta al Capítulo 1. de la Sección 2. que declara residir el Poder Legislativo originariamente en los Pueblos; lo que según la Nota puede mandar la idea de que no residen en ellos igualmente el Ejecutivo, y Judiciario; por lo que le parecía preciso u omitir la cláusula expresada tratándose del Poder Legislativo, o expresarla cuando se trate de los demás Poderes, y en tal caso sustituir la voz Nación, a cuya dignidad nos hemos elevado por tan nobles esfuerzos, a la de Pueblos41.

Al momento de revisar artículo por artículo el Proyecto de Constitución, se suscita un debate interesante sobre la elección de los integrantes de la Cámara de Representantes. Respecto de la representación, escribe el editor del Redactor del Congreso, resumiendo el debate:

Lo que antes se hacía por todos los Ciudadanos personalmente ahora se hace por representantes; de manera que la representación estriba en el derecho inherente a cada ciudadano de concurrir a la formación de las leyes bajo cuyo imperio ha de vivir: ella pues debe calcularse únicamente por el número de Ciudadanos que encierra la Nación; y así la población es su base o elemento único42.

Si bien el Congreso dejó sin resolver este asunto postergándolo para la primera legislatura, confirma lo antes sostenido sobre el predominio de un concepto de nación como entidad que engloba y supera a las provincias. Creemos que en este momento ya se ha avanzado en una clarificación del problema planteado en 1810. Si en un primer momento todavía el concepto de nación como asociación de pueblos –fueran estos ciudades o provincias- podía remitir a las formulaciones tradicionales tales como las que aparecían en los diccionarios de la época, en esta ocasión ya es clara la expresión de un concepto político de nación más ligado a las nociones de Sieyes y a la experiencia revolucionaria francesa. Además, es tal vez esta visión más centralizadora de la soberanía, atribuida ahora directamente a la nación, la que termine provocando el rechazo de las provincias, más afectas a una interpretación más tradicional de la doctrina revolucionaria.
Esto que afirmamos se puede confirmar si tenemos en cuenta que al momento de debatir la composición de la Cámara de Senadores, especialmente el artículo que establece que uno de los tres senadores por provincia pueda ser elegido por una provincia distinta a la que representa, afirma el Redactor que lo que se buscó con esa decisión era hacer que el hombre de la Nación prepondere al hombre de Pueblo, o de Provincia43.
Por último, cabe reseñar la peculiaridad de la Constitución de 1819, resultado de estos debates, que tiene en la Sección Quinta, Declaración de Derechos, un capítulo dedicado exclusivamente a los derechos de la nación, cuyo articulado creemos vale la pena citar:

CIV: La Nación tiene derecho para reformar su constitución, cuando así lo exija el interés común, guardando las formas constitucionales.
CV. La Nación, en quien originariamente reside la Soberanía, delega el ejercicio de los Altos Poderes que la representan a cargo de que se ejerzan en la forma que ordena la Constitución; de manera que ni el Legislativo puede avocarse el Ejecutivo, o Judicial; ni el Ejecutivo perturbar o mezclarse en éste o el Legislativo; ni el Judicial tomar parte en los otros dos, contra lo dispuesto en esta Constitución.
CVI: Las corporaciones o magistrados investidos de la autoridad Legislativa, Ejecutiva o Judicial son apoderados de la Nación, y responsables a ella en los términos que la Constitución prescribe.
CVII: Ninguna autoridad del país es superior a la ley, ellas mandan, juzgan o gobiernan por la ley; y es según ella que se les debe respeto y obediencia.
CVIII: Al delegar el ejercicio de su Soberanía constitucionalmente, la Nación se reserva la facultad de nombrar sus Representantes, y la de ejercer libremente el poder censorio por medio de la prensa44.

Esta Constitución dictada por el Congreso en 1819 es uno de sus últimos actos. Rechazada por las provincias por centralista y porteñista, además de ser adecuada a la instalación de una monarquía que los congresales aprobaban pero la población de las provincias rechazaba, no tendrá vigencia efectiva45. A comienzo de 1820, la acción de los caudillos provinciales hará caer al Director Rondeau y con él al Congreso. Se abre a partir de ahora un periodo en que, en ausencia de poderes centrales, serán las provincias las que comiencen su proceso de organización institucional.

CONCLUSIONES

La Nación Argentina, surgida del proceso revolucionario iniciado en 1810, va definiendo, en sus primeros diez años de vida, los constitutivos esenciales de su identidad nacional. Como hemos intentado mostrar, esta identidad todavía en germen, se encontrará, sin prescindencia de algunos componentes culturales comunes, esencialmente en una definición política, en la que los elementos modernos tenderán a predominar sobre las formulaciones más tradicionales.
Esta construcción de la nación presentaba la particularidad de verse forzada a escindirse entre la negación de un pasado y la postulación de una historia propia. El rechazo del pasado hispánico, no obstante la asunción de innegables elementos étnicos y culturales comunes –que son aceptados en general como rasgos propios de la América más que como un legado de España-, va acompañado de la formulación de un discurso patriótico nacionalista que pone en la guerra contra el enemigo común su eje principal. La historia patria, verdadera historia, iniciada recién en 1810 por la necesidad de rechazar en bloque todo lo anterior, es la historia de los esfuerzos y la sangre derramada por la liberación del territorio del dominio español. También asoma un fuerte componente social: esta historia es, a su vez, resultado de la acción de los criollos que, transformados por obra de la revolución de súbditos del rey en ciudadanos de la república, encuentran en el español su enemigo y su anti modelo.
A su vez, hemos visto que el elemento predominante en la conformación de la nación es el que hace referencia a la nación política: una asociación política que se define por la sumisión a una misma autoridad y a encontrarse bajo una misma ley. Esta definición permitía, vimos, un amplio espectro de interpretaciones. Especialmente, quedaba a definir si los asociados que constituían la nación eran los individuos, los pueblos –se entendiera por ellos las provincias o las ciudades-, o el pueblo entendido como unidad y, por tanto, sinónimo de la nación misma. Más allá de las diversas definiciones sobre el sujeto de la soberanía, que hemos reseñado, lo importante es la coincidencia en el hecho que si el evento revolucionario era el acto de reasumir estos pueblos la soberanía, la nación debía consistir entonces en la expresión de esa voluntad soberana mediante la elección de una autoridad común y la determinación de un conjunto de leyes e instituciones propias y adecuadas a la condición soberana. A lo largo de la década, la evolución de las instituciones muestra que en ambos apartados, la autoridad común y la constitución, no se llegará al consenso y a un resultado satisfactorio y estable. De los gobiernos colegiados originales se va derivando al Ejecutivo unipersonal, hasta su desaparición en 1820. Por su parte, las diversas Asambleas reunidas solo fructifican en una constitución, la de 1819, que termina siendo rechazada por las provincias.
Lo dicho no debe hacernos creer que se ha llegado tan temprano a una definición clara del principio de nacionalidad, posterior en el tiempo, que cifra la existencia de la nación en el Estado. Es claro que la definición de la nación se orienta hacia lo político, pero como hemos visto ello se debe, principalmente, a la imposibilidad de fundarla sobre elementos culturales que reconocen un origen que expresamente se rechaza. También se debe a que la revolución, tal como había sucedido en América del Norte y Francia, aparecía como la ocasión de la formulación práctica del contrato social. Por lo tanto el problema de la nación pasaba necesariamente por el de la titularidad de la soberanía y, concomitantemente, por el de la constitución. En el primero de los puntos, vimos cómo de las primeras titubeantes definiciones vinculadas a la retroversión de la soberanía se iba arribando a una convicción, por lo menos en la prensa y los grupos dirigentes porteños, de la soberanía residente en el todo, la nación, y no en las partes, las provincias. Y respecto del segundo, está claro que hay una idea generalizada de que la soberanía debe expresarse en una convención que constituya el Estado mediante la sanción de una norma constitucional.
No obstante los esfuerzos desplegados, la intención de constituir el Estado que pueda ir constituyéndose como expresión de la nación quedará trunca al final de la década. Definida teóricamente pero discutida en la práctica la cuestión de la soberanía, los pueblos se alzan contra el centralismo de Buenos Aires para iniciar, a su vez, un proceso de organización propio, postergando para tiempos de paz la unión nacional. Pero algo queda claro, y es que la conciencia de que los antiguos territorios del Virreinato del Río de la Plata constituyen una nación, no se perderá, y será el horizonte que permitirá la unidad nacional más de treinta años después.

 

NOTAS

1 Guerra, 1997: 99.

2 A la hora de seleccionar las fuentes utilizadas hemos considerado las fuentes primarias elegidas como las más adecuadas para acercarnos al debate de ideas en torno a los conceptos de nación y nacionalismo en la época. No por ello desconocemos la abundante bibliografía posterior, que será citada oportunamente cuando resulte necesario. Tres obras clásicas de consulta para la historia de la prensa periódica en la época son las de Beltrán (1943), Fernández (1943) y Urquiza Almandos (1972).

3 Souto y Wasserman, 2008: 83-98.

4 El concepto de nación política que mentamos es principalmente expresado por Sieyes en su clásica obra ¿Qué es el Tercer Estado?, publicada en París a comienzos de 1789, y que serviría como fundamento al ideario de la burguesía revolucionaria francesa. Allí, el abate francés sostenía que la nación era un cuerpo de asociados que viven bajo una ley común y están representados por una misma legislatura (Sieyes, 1994: 90) Oportunamente señalaremos las diferencias entre el concepto de Sieyes y el que aparecía en los diccionarios españoles de entonces.

5 Saguí, 1874: 118.

6 Reyna Almandos, 1957: 90.

7 Entre los varios trabajos dedicados a este punto es importante destacar el de Goldman (1990), que analiza la pertinencia del término en la época.

8 Chiaramonte, 1997: 115-116. Para más precisiones sobre la doctrina jurídica de Mayo es aconsejable consultar las clásicas obras de Trusso (1969) y Zorraquín Becú (1960) y (1962).

9 Leiva, 1982: 7.

10 Este conflicto ha sido el eje de una interpretación de la historia que, arrancando en el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento, publicado en 1845 cuando aún la Argentina estaba bajo el predominio de Juan Manuel de Rosas, ha tenido gran vitalidad en la historiografía argentina.

11 Segreti ha mostrado cómo, en ocasión de la revolución, ciudades menores expresaron su intención de obedecer directamente a Buenos Aires sin la intermediación de su capital provincial. Representativo es el caso de Jujuy que, en petitorio de su Cabildo de fecha 19 de febrero de 1811, firmado por Juan Antonio Gorriti, reclama a Buenos Aires ser reputada como una pequeña república que se gobierna a sí misma, principio del cual derivan los restantes reclamos del petitorio. Segreti, 1991: 22ss.

12 La Gaceta de Buenos Aires, Buenos Aires, 13-11-1810: 599-600.

13 La Gaceta de Buenos Aires, Buenos Aires, 13-11-1810: 613.

14 Ibídem, 25-9-1810: 506.

15 Carlos Egües (2000) ha estudiado con detenimiento el pensamiento de Mariano Moreno, rastreando y detallando el origen de los conceptos usados por el secretario. Para mayor profundización en el tema remitimos a su obra. Otras obras de consulta sobre la influencia de las ideas modernas en Moreno son las de Gandía (1946) y Levene (1948).

16 La Gaceta de Buenos Aires, Buenos Aires, 29-11-1810: 667.

17 Ibídem, 15-11-1810: 616.

18 En carta a Tomás Godoy Cruz, congresal por Mendoza en 1816, sostiene San Martín: ¡Hasta cuando esperaremos declarar nuestra Independencia! ¿No le parece a Usted una cosa bien ridícula, acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional y por último hacer la guerra al soberano de quién en el día se cree dependemos? (…) Los enemigos (y con mucha razón) nos tratan de insurgentes, pues nos declaramos vasallos. Homenaje al Gral. José de San Martín en el Bicentenario de su nacimiento, 1978: 33-34.

19 La Gaceta de Buenos Aires, Buenos Aires, 6-11-1810: 598.

20 Moreno, 1960: 1150.

21 Ibídem: 1154.

22 El Censor, Buenos Aires, 4-9-1817: 7167.

23 Funes, 1960: 1564.

24 Existe una amplia bibliografía sobre la relación entre las ideas modernas y la tradición española en el proceso emancipador. De entre ella se pueden destacar las obras de Floria (1963), Halperin Donghi (1961) y Romero Carranza (1963).

25 El Americano, Buenos Aires, 11-6-19: 2.

26 Belgrano, 1960: 965.

27 La Gaceta de Buenos Aires, Buenos Aires, 1-4-1811: 245.

28 Ruiz Guiñazú, 1952: 373-374.

29 Ibídem: 374-375.

30 Eugenia Molina ha escrito su tesis de licenciatura, inédita, sobre el pensamiento político de Vicente López y Planes, autor de la letra del himno nacional. Remitimos a su trabajo para mayor profundización.

31 El Observador Americano, Buenos Aires, 19-8-16: 765.

32 El Grito del Sud, Buenos Aires, 10-11-1812: 195-196.

33 El Independiente, 21 de febrero de 1815: 125-127.

34 La Gaceta de Buenos Aires, Buenos Aires, 6-12-1810: 694.

35 De hecho, si bien el nombre oficial de la nueva asociación política es Provincias Unidas del Río de la Plata, en ocasión de declararse la independencia se hace en nombre de las Provincias Unidas en Sud América, con lo que se ve claro que el horizonte americanista, en momentos en que San Martín preparaba su plan libertador, no había desaparecido completamente. Para una mayor profundización en la cuestión remitimos a Segovia (1997).

36 Redactor de la Asamblea, 13-3-1813: 9-10.

37 Ibídem, 13-3-1813: 9-10.

38 La Gaceta de Buenos Aires, Buenos Aires, 13-5-15: 261.

39 El Censor, Buenos Aires, 18-4-1816: 6707-6708. La cita en el texto es de Montesquieu.

40 Leiva, 1982: 157.

41 El Redactor del Congreso, Buenos Aires, 1-10-1817: 321.

42 Ibídem, 15-10-1818: 374.

43 Ibídem, 1-3-1819: 404.

44 Leiva, 1982: 220-221. En todos los pasos dados y en la doctrina sostenida hay plena similitud con la doctrina revolucionaria francesa con base en Sieyes. Para una aproximación al pensamiento revolucionario francés consultar Carré de Malberg (1922) y Burdeau (1970).

45 La cuestión de las tendencias monárquicas en el Congreso de Tucumán ha ameritado varias investigaciones, de las cuales consideramos la más importantes la de Dardo Pérez Guilhou (1966).

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