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Revista de historia americana y argentina

versão impressa ISSN 2314-1549versão On-line ISSN 2314-1549

Rev. hist. am. argent. vol.53 no.1 Mendoza jun. 2018

 

DOSSIERS TEMÁTICOS

EL IMPOSIBLE HISTÓRICO DEL NACIONALISMO ESPAÑOL. El pensamiento tradicional español frente al nacionalismo

 

Miguel Ayuso

Universidad Pontificia Comillas. Madrid, España. mayuso@icade.comillas.edu

Recibido:18-X-2017
Aceptado: 10-XII-2917


RESUMEN

El pensamiento tradicional español, aunque no lo haya expresado siempre de modo claro, es profundamente opuesto al nacionalismo, pero también al europeísmo. Tras ofrecer una panorámica del asunto en relación con el mundo francés, italiano o hispanoamericano, examina los aportes más significativos al respecto de los pensadores tradicionalistas de la primera y la segunda mitad del siglo XX. La conclusión es que el antieuropeísmo procede de fuentes distintas del nacionalismo y que, en cuanto a éste, no sólo el separatista sino también el que podría llamarse español, son ajenos a la tradición española.
Palabras claves: Patria; Nación; Patriotismo; Nacionalismo; Europeísmo; Tradición española; Tradicionalismo.

ABSTRACT

Traditional Spanish thought, although it has not always expressed it clearly, is profoundly opposed to nationalism, but also to Europeanism. After offering an overview of the matter in relation to the French, Italian or Spanish-American world, he examines the most significant contributions regarding the traditionalist thinkers of the first and second half of the twentieth century. The conclusion is that anti-Europeanism comes from sources other than nationalism and that, as for it, not only the separatist but also what could be called Spanish, are alien to the Spanish tradition.
Key words: Homeland; Nation; Patriotism; Nationalism; Europeism; Spanish tradition; Traditionalism.


 

INTRODUCCIÓN: HISTORIA Y FILOSOFÍA

Para medir los hechos históricos es preciso apoyarse en un sistema metafísico previo al devenir histórico. Así, sólo engarzando metafísica e historia, encontrando respuesta al problema de cómo estimar los criterios con que han de sopesarse los hechos, será hacedero trazar el camino para pasar del análisis a la síntesis, del dato suelto al orden. Para Elías de Tejada, en una construcción que ha podido ser calificada de historicista, pero que probablemente sólo lo es para una consideración superficial, tal búsqueda se desgrana en cuatro escalones sucesivos, cada uno de los cuales da respuesta a su correspondiente interrogante. En el primero rechaza el subjetivismo, pues los hechos pueden y deben someterse a unos módulos objetivos. En el segundo se encuentra el yerro del positivismo, pues esos módulos regladores no nacen de los mismos hechos, sino que, por el contrario, les son ajenos y anteriores. El tercero sirve para desligarse de todo historicismo, ya que no es posible hallar las normas reguladoras en el ambiente histórico en que los hechos acaecen. Para, finalmente, responder que no pueden sino apoyarse en un orden metafísico previo a la historia1.
Sin embargo, los criterios para el manejo de las fuentes históricas, es decir, la manera de enfrentarse con los datos, varíansegún se trate del político o del jurista, del historiador y del filósofo. En el primer punto de vista no trascenderíamos la pura técnica jurídico-política, apta tan sólo para proporcionar una clasificación precisa de los datos políticos y jurídicos. En el segundo ángulo el historiador no se conformaría con lo anterior y añadiría un criterio de mayor ponderación buscando en todo iluminar con la perspectiva histórica. El filósofo, en tercer lugar, no queda contento ni con la pura técnica ni aun enriquecida con la visión histórica: lo que le preocupa es tasar los datos para exprimir su contenido auténtico y destilar la verdad que en ellos se oculta.Si tratamos, finalmente, de recoger en una visión las tres maneras de afrontar un tema, la consideración filosófica con dirección intencionada hacia la verdad de las ideas y de las formas políticas ha de ir acompañada de esa preocupación cronológica propia del historiador, pues no se estudian las doctrinas ni las instituciones sino en cuanto ofrecen una perspectiva histórica y en cuanto recogen el hálito de una verdad filosófica. En consecuencia, y aunque no se adopte un enfoque propiamente historiográfico, no ofrece duda que la captación de la experiencia política y jurídica, sobre la que se basa la reflexión iusfilosófica o filosófico-política, no puede desprenderse de la historia2.

LAS DOS PATRIAS: TRES VISIONES

La ambigüedad atraviesa el tema de la nación. Pues a la dificultad de discernir los términos y correlativos conceptos de nación y patria, se suma la de la existencia de dos naciones y dos patrias. Precisamente, con este último título, vio la luz hace algunos años un estudio sobre la idea de patria en Francia, en el que la elucidación histórica se prolongaba con consecuencias doctrinales y políticas de importancia, dando lugar a un interesante debate en el seno de la derecha francesa3. La tesis central se presenta con claridad: después de 1789, en Francia, lo que quedaba del viejo patriotismo tradicional ha sido engullido por el nuevo patriotismo revolucionario, ideológico y humanitarista surgido de la Revolución francesa. No radica, sin embargo, aquí la mecha de la polémica, que ha aprovechado –por el contrario– un motivo secundario: la acusación que el autor hace a la escuela maurrasiana de haber colaborado en ese engaño. De ahí que concluyera, con trazos pesimistas, que Francia ha muerto porque el patriotismo revolucionario la ha matado con la colaboración inconsciente de los que se tenían por catholiques et françaistoujours.
Merece la pena dedicar unas líneas a la atrevida empresa de prolongar more hispanico la reflexión anterior4. Conserva todo su valor, e incluso acrecido, la distinción neta entre esas dos patrias. Sin embargo, entre nosotros, el escolio debe ser matizado. Pues, a diferencia de lo acaecido ultrapirineos, el pensamiento tradicional no ha contribuido en España a la mixtificación denunciada, ya que desde siempre y hasta hoy ha separado nítidamente la tierra de los padres y la ideología nacional, con distingos terminológicos o conceptuales más o menos afortunados. No obstante acentos personales y, por lo mismo, distintos, pero acomunados en un signo coincidente, bien desde el ángulo de la psicología social, bien desde el de la causa de diferenciación de los pueblos, bien –en suma– desde el de la teoría política, disponemos de un acervo que llega hasta hoy. ¿Y la conclusión? España también parece muerta, y también parece que algo tenga que ver en ese óbito el tránsito de un viejo patriotismo a uno nuevo. Lo que ocurre es que tal cambio no se ha producido ni por las mismas causas ni con los mismos agentes que en el país vecino. La historia española presenta una singularidad notable en lo que toca al desarrollo de su nacionalidad, y eso ha permitido que algunos –hijos, pero bastardos, de quienes cultivaban el viejo patriotismo– rechacen el nuevo, para terminar creando, a su medida, otro de menor escala e idéntica naturaleza que éste; mientras que otros, que quisieran perseverar en el antiguo, se han trasbordado inconscientemente al nuevo, y los más se han instalado en una versión light de éste: la de un supuesto patriotismo constitucional frente a los separatismos.
No me resisto a alargar todavía unas líneas el excurso, en referencia a la península italiana. Carente de unidad política hasta la revolución liberal, y por más que desde el ángulo cultural se pudieran aportar cuantos vínculos se desee, Italia sólo puede existir como nación revolucionaria. Es la hija del Risorgimento y de su continuación que fue el fascismo5. Algo parecido ocurrió en el continente hispanoamericano. Allí el nacimiento a la vida independiente de las distintas repúblicas se produjo precisamente de resultas de la revolución liberal, de modo que ésta y aquéllas no pueden sino mostrársenos inescindibles no sólo en su origen sino aun en su devenir. Si en el viejo continente europeo (rectius en la vieja Cristiandad) las naciones estuvieron en el origen de los Estados (rectius de las comunidades políticas), en la vieja América española –se ha dicho– son los Estados los que hicieron a las naciones6. Por más que no pueda desconocerse el antecedente de que la monarquía hispánica fraguara en aquellas tierras de ultramar en unidades que, andando el tiempo, tuvieron su peso en el florecer estatal (nacional) a la hora de la secesión.
Así pues, estamos ante tres visiones diferentes de la dualidad patriótica o nacional. En primer lugar, en Francia el Estado (moderno) se hizo casi connatural –por más que en el fondo sea una contradictio in terminis– con la monarquía, preparando también en este punto el terreno a la Revolución7. He ahí la raíz, de otro modo inconcebible, de la extraña mutación operada entre los que se diría defensores de la tradición y que les habría llevado a contaminarse (aunque quizá no todos) con la Revolución: el nacionalismo de los tradicionales. Aunque hubo una vieille France, fue reabsorbida en la grandeurrépublicaine. En España, en cambio, la monarquía, federativa (que no es lo mismo que federal) y misionera, continuadora de la Cristiandad, se mantuvo inaccesible a la mentalidad estatal8. Por eso, en España no podía haber nacionalismo de los tradicionales: si a veces se ha creído lo contrario es por no calibrar el signo cultural moderno (fascista) y antitradicional del falangismo9. Finalmente, en Italia, como también (por ejemplo) en Hispanoamérica10, y por la misma razón, todo ha de reposar sobre los mitos fundacionales románticos del liberalismo, forzando a quienes quieren ser fieles a la tradición a contorsiones y contradicciones sin cuento para salvar una tradición nacional de naturaleza política11. También por eso, en algunos de los cuerpos políticos preexistentes a la unificación, se producen reacciones anti-italianas, no siempre totalmente carentes de adherencias románticas y, por tanto, ideológicas.

LAS DOS PATRIAS: FUNDAMENTUM DIVISIONIS

Examinemos ahora los aportes más relevantes del pensamiento tradicional hispánico en relación con el asunto que nos interesa.
a) En ocasiones el foco se ha situado en el plano de los sentires12, discerniéndose bajo la común etiqueta de amor a la patria dos sentimientos –el patriotismo y el nacionalismo– que son muy distintos en su origen y en el objeto de su aplicación, así como antagónicos en su historia y desarrollo, de manera que su identificación –propiciada por la común oposición al internacionalismo, que hace tabla rasa de todo sentimiento o pensamiento que admita una localización espacio-temporal– resulta en extremo perjudicial. El patriotismo es un sentimiento natural, profundamente arraigado en el espíritu humano, que brota en cierto modo del precepto divino de honrar y amar a los padres –el más fácil y naturalmente observable– y que, si no traspasa su verdadera naturaleza, constituye también una realización del precepto de amar al prójimo, es decir, a los semejantes que nos rodean, próximos, una forma de sentirse en comunión con los demás –un sentimiento opuesto al individualismo– que nos hace vivir en una tradición colectiva y amar la fe común que la impregna y vivifica. Surge, pues, de las fuentes más inmediatas de la familia y, haciéndose consciente de la tradición en que está inserto, se extiende a medios de comunión cada vez más amplios: El afecto natural a la patria es, por sí mismo, un sentimiento impulsivo y, como nacido del amor, unitivo; en todo caso, un sentimiento abierto que, contra lo que acontece con las pasiones irracionales y cerradas, no puede engendrar posiciones negativas y de odio13.
El nacionalismo, por el contrario, mana de fuentes bien distintas. La obra política de la Revolución propugnó, en cuanto que expresión del racionalismo, una nueva organización de la sociedad sobre bases racionales que, coherentemente, debiera haberse aplicado sobre la sociedad universal, pues ¿qué más irracional y anómalo para una mentalidad racionalista que la nación, fruto de tradiciones y azares del pasado? Sin embargo, contra la lógica del sistema, e introduciendo un dato de facticidad, el constitucionalismo decimonónico se aplicó sobre el mosaico de nacionalidades existentes, originando ese sentimiento radicalmente nuevo del nacionalismo. Las características que lo diferencian del viejo patriotismo son dos: su carácter teórico, con simbología y dogmática propias, frente a la naturaleza afectivo-existencial del patriotismo; y su exclusivismo y absolutividad, sobre la base de la inapelable razón de Estado, y al contrario del sentimiento condicionado, jerarquizado, gradual y abierto del patriotismo14.
b) Pero también se ha observado que, en la búsqueda de la causa diferenciadora de los pueblos, si se desea superar el achatamiento que pretende hallarla ora en los puros rasgos físicos –la raza, en su dimensión más grosera; la geografía o la lengua, en visiones más espiritualizadas–, ora en el voluntarismo, no puede sino alcanzarse en la historia, esto es, en el tiempo, que a través de la convivencia continuada va matizando un complejo conjunto de factores entre los que están, eso sí, los mencionados. Los pueblos, ha de concluirse entonces, no son naciones, son tradiciones15.
c) El terreno de la teoría política, a continuación, en consonancia con lo recién visto, apura el rigor, cuestionando no ya el nacionalismo, sino incluso la propia utilización del término nación, que encuentra contrapuesto con el de patria, pese a que ante los ojos de la mayoría aparezcan confundidos. Grave lastre tal mistificación –que pertenece al patrimonio intelectual y político de la revolución liberal– de un concepto natural y moral con otro político y polémico, que ha servido para oscurecer la teoría política, para envenenar ciertos sentimientos naturales de los hombres levantando mitos de gran virulencia polémica, y para reforzar finalmente el poder del Estado como estructura nacional –a través de la teoría y la práctica de la llamada soberanía nacional– con un sentimiento tan arraigado en las almas nobles como es el amor a esa gran familia que constituye la patria, con todo lo que lleva anejo –la tierra, la historia, la tradición–, procurando ahogar para ello ese sentimiento cuando no coincidía exactamente con el ámbito político de las naciones, como si ese amor, que es natural y espontáneo, hubiera de acomodarse a la férula despótica de la razón de Estado16.
Consideraciones de las que puede extraerse sin dificultad la conclusión según la cual, cuando se identifica la patria con la nación, resulta difícil superar su identificación también con el Estado, sea con un Estado nacional existente, sea con uno que se desea constituir por separación de otro en el que se halla actualmente identificada esa nacionalidad identificada como patria. Esto aparece especialmente patente en el conflicto que enfrenta a un Estado nacional con el deseado Estado de una región que pretende independizarse de él para constituir un Estado distinto: en estos casos de separatismo se da un antagonismo polémico entre dos sentimientos de patria fundados en una contradictoria conciencia de nacionalidad17.
Los nacionalismos, de mayor o menor radio, no han surgido, por lo mismo, sino de la exasperación de ese concepto de nación, concebida al modo jacobino, y del agregado filosófico formado por la concepción bodiniana del poder soberano y su ulterior identificación con la voluntad general rousseauniana18. El principio de las nacionalidades, en este contexto, pensado inicialmente como simple instrumento para a la sazón buscada unidad italiana iba a resultar operativo en un ámbito mucho más amplio, produciendo una progresiva fragmentación primero del mapa europeo, tras la primera guerra mundial –a través del derecho a la autodeterminación–, y luego, después de la segunda –a través del proceso de descolonización–, de todo el mundo.
d) Cabe, sin embargo, junto a lo anterior, una impugnación más radical aún de la politización de la nación. La nueva concepción de la nación como sujeto político soberano no ha eclipsado la realidad de que originalmente es una agregación de facto y no de finalidad, de afinidad y no política19. La politización de la nación no sucede sino después de la adopción de la soberanía, incompatible (a diferencia de la realeza de que habla Santo Tomás20) con el bien común. El nacionalismo requiere presentar unidos ambos conceptos, o conservar ciertos aspectos de la vieja idea de nación, que resultan útiles como cemento social, aunque los elementos nuevos y los clásicos resulten irreconciliables entre sí en algunos casos21.
Así pues, una de las exigencias fundamentales en la cuestión que nos ocupa es superar la componente dialéctica –la eterna tentación de las antítesis maniqueas– que emponzoña buena parte de las aproximaciones al problema nacional. Por lo mismo, con referencia a España, pero aplicable también analógicamente a otras latitudes, se ha podido escribir que quienes no profesamos el principio de las nacionalidades, apoyado en el concepto romántico e idealista de "nación", ni admitimos el unitarismo rígido implícito en el concepto jacobino de Estado, tenemos que tratar de hacer comprender a nuestros contemporáneos, en medio de la aludida confusión de términos, un lenguaje más tradicional y más respetuoso con la tradición histórica de España22. Porque buena parte de los confusionismos denunciados se esfuman cuando acertamos a devolver a los términos su significado flexible y analógico, sorteando las trampas de las rigideces jacobinas y recuperando el legítimo uso plural de palabras como pueblo, nación o reino23.

¿DOS PATRIAS Y DOS IDENTIDADES?

Los equívocos vistos se reproducen cuando se trata de hablar de la identidad nacional: ¿qué es, para empezar, identidad?24.
En primer lugar, el pensamiento clásico aparece ligado al concepto de unidad del ser, en el que la identidad ontológica resulta la base de los principios de identidad y del de no-contradicción. Así pues, la identidad pone de relieve al mismo tiempo el problema metafísico del ser finito y su positividad y el del infinito. Porque la filosofía no se funda ni en la conciencia de sí ni en la lógica formal: el pensamiento no puede situarse fuera de la realidad, pues es siempre pensamiento de la misma, en la que radica el fundamento de aquélla. Por ello, si puede expresarse así, la identidad es siempre antes identidad natural que identidad cultural, e implica por tanto la unidad y la pluralidad. Pero las unidades, además de tener sus fines intrínsecos (o justamente por ellos), ocupan un lugar en el interior del conjunto que constituyen y que no es sino el orden del universo. Bajo este aspecto la identidad requiere diferencia y relación.
En la cultura contemporánea, sin embargo, contrariamente a la concepción recién ilustrada, la identidad es considerada a menudo como la forma que la cultura, entendida como patrimonio de ideas, valores, normas u orientaciones asume desde el momento en que, como consecuencia del proceso de inculturación y socialización, entra a formar parte del sistema cultural de referencia del sujeto25. Así pues, la identidad, propiamente hablando, es una opción injustificada y, respecto al fundamento, injustificable, toda vez que remite en forma a-problemática, esto es, dogmática, a una jerarquía de valores propia de la cultura de pertenencia y a la que todos deben referirse. Esta identidad concebida ideológicamente puede comprenderse como la afirmación del sujeto o del grupo, esto es, como el reconocimiento reclamado y obtenido, pero también como el reconocimiento concedido o negado. Esta identidad manifestada en la realización de la libertad negativa de los pueblos, no puede en el plano político sino conducir a la tesis contradictoria de la absoluta neutralidad del ordenamiento jurídico y de la concepción de la política como ejercicio del poder que asegura una garantía y gestión funcionales, y en último análisis, a la afirmación del nihilismo.
La concepción tradicional de la nación antes sucintamente expuesta se cohonesta perfectamente con la comprensión clásica de la identidad recién vista. Mientras que la revolucionaria dice relación con la identidad moderna, sea en su fase fuerte a través de la afirmación del Estado (Estado-nación no lo olvidemos), como en la débil mediante su implosión (y absorción posterior en el oneworld). Por eso, aquélla se abre a la articulación plural y ordenada de los pueblos, mientras que la ésta se contrae a desmedularlos y separarlos.
De la última depende, además, y por ello ha de rechazarse, el llamado derecho a la autodeterminación de los pueblos, tanto en su sentido jurídico limitado por el derecho internacional, como en el ideológico que está en su base:

El pueblo, entendido clásicamente, no tiene el derecho a la autodeterminación, si con este término se pretende decir que es depositario de la soberanía (en el sentido filosófico), y del consiguiente derecho de ejercerla. Este derecho no puede ser reconocido ni siquiera al pueblo entendido modernamente, ya que implicaría la disolución del pueblo mismo (sea en su acepción iuspositivista, sea en su acepción genéricamente racionalista). Para reconocer este derecho sería preciso reconocer previamente el derecho a la revolución y a la revolución permanente. En otras palabras, se debería reconocer que la anarquía permanente es un derecho, lo cual, en la perspectiva iuspositivista e institucionalista, representaría la premisa para un atentado radical a las instituciones de las cuales, en última instancia, dependería la misma existencia del pueblo26.

El Estado-nación moderno, pese a sus orígenes históricos y doctrinales, presenta una base moral más sólida que la delicuescencia tanto separatista como europeísta. Por eso ha terminado por ser el paciente de la globalización actual. Y es que el etnicismo ideologizado tiene a reducir la soberanía siempre a círculos más estrechos. Así como una ciudadanía de matriz economicista y concebida en términos de puro patriotismo constitucional se aviene más fácilmente con una construcción (como la europea) que con una nación (aun la revolucionaria)27.
Recuperar el sentido de la nación tradicional obliga a considerarla bajo dos aspectos, el ontológico y el histórico. En el primero se presenta, dotada de esencia que, a diferencia de la persona individual, no es de tipo entitativo físico, sino moral, como categoría accidental. Respecto al segundo, se verifica en la existencia, proceso que resulta esencial a la nación y uno de sus elementos constitutivos (o mejor, el fundamento de éstos), y que no puede ser nunca sustancial y simultáneo, sino sucesivo. Por eso, la nación puede hacer más intensa su identidad consigo misma y, por eso también, corresponde a sus hijos velar (bajo pena de pecado contra las virtudes natural de la piedad y teologal de la caridad) por la conservación y enriquecimiento de las verdaderas esencias nacionales28.
Repasemos, a continuación, los dos problemas que se han apuntado en lo anterior: el de la relación con Europa y el de los separatismos periféricos.

¿NACIONALISMO ESPAÑOL? ESPAÑA Y EUROPA

Resulta singular la imagen hostil hacia Europa forjada y difundida por el pensamiento tradicional español, ya que –de un lado– no es España un país nacionalista, mientras que –de otra parte– sólo en España ese contraste ha llevado a cuestionar y problematizar la propia existencia nacional. A estas alturas, el contencioso que ha enfrentado históricamente a España y a Europa está suficientemente estudiado, y creo que incluso esclarecido en lo sustancial. Y no sólo desde el ángulo español, sino también desde el europeo. Desde luego que erraríamos gravemente si quisiéramos encontrar la clave explicativa en el nacionalismo, al que jamás ha cedido el pensamiento español más genuino. De modo que, ciertos excesos retóricos y ciertas debilidades pasajeras, no desmerecen una tersa ejecutoria intelectual y vital de universalismo desde el arraigo en lo propio. Palabras como hermandad, universalismo y misión vienen unidas en los pensadores más significativos a la comprensión y caracterización profundas del ser de España.
Así, Menéndez Pelayo, aun participando de la convicción incuestionable de que la nación no es un ente histórico, temporal y contingente en toda su pureza, sino que radica en un fundamento atemporal y permanente, no es en modo alguno un nacionalista en sus estructuras mentales:

Pero faltaba otra unidad más profunda: la unidad de creencia. Sólo por ella adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime; sólo por ella corre la savia de la vida hasta las últimas ramas del tronco social (...). Esa unidad se la dio a España el cristianismo (...). Dios nos conservó la victoria y premió el esfuerzo perseverante, dándonos el destino más alto entre los destinos de la historia humana: el de completar el planeta, el de borrar los antiguos linderos del mundo (...). España evangelizadora de la mitad del orbe; España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; esa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse retornaremos al cantonalismo de los arévacos y de los vectones, o de los reyes de Taifas29.

Ramiro de Maeztu, por su parte, alcanza en la exposición resonancias y acentos de hondura notable:

Los españoles no nos hemos creído nunca un pueblo superior. Nuestro ideal ha sido siempre trascendente a nosotros. Lo que hemos creído superior es nuestro credo en la igualdad esencial de los hombres (...). La posición ecuménica de los pueblos hispánicos, que dice a la humanidad entera que todos los hombres pueden ser buenos, y que no necesitan para ello sino creer en el bien y realizarlo. esta fue la idea española del siglo XVI (...). la posición española es la católica, pero templada al yunque de ocho siglos de lucha contra el moro. El Islam fue para España lección inolvidable de universalidad30.

García Morente, finalmente, teniendo en cuenta el distinto modo en que opera la religión en la autoidentificación de los pueblos, señala su importancia crucial en el caso español: forjada la nacionalidad en una guerra religiosa de reconquista e incorporada rápidamente a las empresas de la Cristiandad entonces declinante, pero sostenida con todas sus fuerzas por la monarquía austríaca, es paradigmático de la fusión con la causa católica, mientras que en Francia, por ejemplo, actuaría de modo bien distinto:

La unidad católica de España no es, empero, un hecho en la historia de España, sino la definición misma, la idea de la hispanidad, la esencia de la historia española (...). Otras naciones se han hecho de otros materiales. España está hecha de fe cristiana y de sangre ibérica (...). El catolicismo en Francia es un ambiente, en el cual se puede vivir; es un marco, un cauce, dentro del cual puede discurrir la vida; pero no es el nervio, no es el eje necesario de la existencia nacional. En España, en cambio, la religión católica constituye la razón de ser de una nacionalidad que se ha ido realizando y manifestando en el tiempo, a la vez, como nación y como católica, no por superposición, sino por identidad radical de ambas condiciones31.

Por eso, en el curso de un esfuerzo monumental por someter al logos el conjunto magmático e indiferenciado de aspectos que integran el estilo español, anota finalmente cómo ninguna (nación europea) fue capaz de concebir un orden universal del mundo entero y llevarlo a realización (...). Durante dos siglos la política española se mantiene esencialmente en esa línea de la catolicidad, porque para ella cristiandad es sinónimo de humanidad y católica significa tanto como mundial (...). El alma española contiene en los entresijos de su más honda definición el impulso hacia fuera, que la lleva a extraverterse32.
Que este pondus se halla en la constitución hispana, creo que no debe ser más desarrollado. Baste, para concluir con las citas anteriores, el recuerdo de las palabras del historiador contemporáneo Palacio Atard:

Es cierto que los españoles hemos llegado a participar del nacionalismo moderno a la europea, pero también es verdad que aquí el fenómeno ha tenido un desarrollo más tardío. Se ha presentado en forma considerablemente debilitada y hasta puede decirse que en el sustrato de la conciencia española nunca ha dejado de discurrir ese otro elemento antagónico del nacionalismo que es el universalismo cristiano. España no participó en el momento inicial del nacionalismo moderno, por los días del Renacimiento. Conviene añadir otra observación que refuerza ese inicial retraso: la invasión napoleónica produjo en España, como en otras partes, el florecimiento del nacionalismo, pero las subsiguientes guerras ideológicas del siglo XIX entre los españoles en las que se luchaba por principios, por la verdad absoluta, y no por intereses nacionalistas, amortiguó los matices del nacionalismo español en la época romántica, cuando en Europa se plasma en las más refinadas expresiones de la inteligencia33.

Todo lo anterior sugiere, por lo mismo, que España debiera haber vertido su caudal al lecho europeo con más entusiasmo del que, durante mucho tiempo, lo ha hecho. ¿Por qué esta paradoja? ¿Cuál es la razón que acierta a explicar la conversión de un universalismo en un aislacionismo, de una obra de expansión en un encierro casticista? A partir del siglo XVIII el pensamiento tradicional español tiene como uno de sus topoi más relevantes la defensa de España frente a la maléfica acción de Europa. ¿Es posible tal mudanza sin la traición a unos orígenes, sin la fractura de una tradición? Las visiones encontradas –España desde Europa y Europa desde España– acreditan sin lugar a dudas ese recelo, esa enemistad. Paul Hazard lo tiene recogido en sus famosos libros34y el historiador hodierno Corona Baratech subraya muy inteligentemente el dinamismo de la primera de las visiones:

Es natural que desde el siglo XVI dominase una visión peyorativa de España entre sus antagonistas Francia, Holanda, Inglaterra e Italia. Católica, imperialista y rica por sus tesoros indianos, estaba expuesta a ello y padeció la leyenda negra, como la han padecido todos los grandes Estados en el cenit de su poderío. Sin embargo, en el siglo XVIII no desfallece la vitalidad de este concepto; continúa sin alteraciones porque España es todavía un poderoso imperio, pero con la novedad de que este concepto antiespañolista es también aceptado por los españoles, resueltos a alcanzar la máxima europeización35.

Desde otro ángulo de mira, y a salvo la minoría ganada por el paradigma europeizador, España se desentiende de la evolución descristianizadora dibujada en el horizonte europeo desde largo tiempo y campante ahora. Así responde el ya citado García Morente a la pregunta sobre por qué se aparta España tan bruscamente hacia 1700 del escenario político mundial que precisamente ella misma había inaugurado:

Así pues, hacia 1700, mientras en Europa cunde la descristianización, España se aparta del tráfago mundial y se encierra en sí misma (…). La empresa mundial española –la cristiandad ecuménica– no tenía ya ambiente en el mundo. Y España no podía sustituirla por otra (…) Si esos ideales más o menos europeizantes, que de vez en cuando, desde 1700, algunas minorías de refinada cultura propusieron a España, han sido siempre al fin rechazados o desatendidos por nuestro pueblo, es porque en el fondo no eran españoles, no estaban de acuerdo con la esencia y estilo de la personalidad nacional y representaban imposibles históricos36.

EL ANTIEUROPEÍSMO DEL PENSAMIENTO TRADICIONAL ACTUAL

Que esta visión negativa de la europeización –reflejo de una actitud hostil ante Europa– ha operado y, en cierto modo, sigue operando entre los cultivadores del pensamiento tradicional de la segunda mitad de este siglo lo demuestra la obra de tres de los más notables teóricos del mismo en nuestros días: Álvaro d´Ors, Francisco Elías de Tejada y Rafael Gambra. Que ya han comparecido anteriormente a la hora de examinar el problema de la patria y la nación.
Ya en 1948, Álvaro d´Ors, polemizando con Romano Guardini, sostenía que Europa, en realidad, quizá no pase de ser una fórmula secularizada para designar la Cristiandad. Por eso, continúa, España, reacia a la Reforma, no podía ver con agrado aquella suplantación... Para la mentalidad española no podía haber gran diferencia entre un católico de América y otro de Europa. Aquello también era Cristiandad. Sí había, en cambio, una gran diferencia entre un católico y un hereje, europeos los dos. La discriminación se fundaba, pues, en un criterio de fe, no en diferencias de raza, de localización geográfica, de clima cultural, etc. Europeísmo, occidentalismo, son formas de separatismo, pero teológicamente inadmisibles37.Así pues, desde una argumentación en que destaca el factor teológico, sin por ellolvidar otros aspectos humanos, d´Ors ha denunciado la incomprensión existente entre lo español y lo europeo. Por lo mismo, no rechaza que España se integre en tal o cual grupo económico, militar, técnico en fin, que abarque otros pueblos europeos. Siempre que la adhesión lo sea a título de conveniencia, sin necesidad de europeísmo:

(Porque) en el terreno de la ideología, España tiene razón y Europa no la tiene. Son ellos los que deben rectificar. No diremos que deban españolizarse, pero sí que deben cristianizarse38.

Francisco Elías de Tejada, en diversos ensayos, completa las opiniones de d´Ors desde un foco fundamentalmente histórico aunque asentado en unas premisas teoréticas bien nítidas. Y así afirma que el valor cultural de lo europeo, diferente de la denominación geográfica simple Europa, nació en un momento temporal determinado, de modo tal que es un estilo de vivir, un tipo de civilización, una concepción peculiar del mundo que, lejos de ser la prolongación histórica del ordenado sistema de pueblos que fue la Cristiandad, es su negación. Europa nace al conjuro de las llamadas ideas modernas, en la coyuntura de romperse el orden cerrado del medievo cristiano. Lo explaya, muy a su gusto, a través de una disyunción tajante:

Europa es mecanicismo; neutralización de poderes; coexistencia formal de credos; moral pagana; absolutismos; democracias; liberalismos; guerras nacionalistas familiares; concepción abstracta del hombre; sociedad de naciones y organizaciones de naciones unidas; parlamentarismos; constitucionalismos; aburguesamientos; socialismos; protestantismos; republicanismos; soberanías; reyes que no gobiernan; indiferentismo y ateísmo y antiteísmo: revolución en suma. Cristiandad es, en cambio, organicismo social; visión cristiana del poder; unidad de fe católica; poderes templados; cruzadas misioneras; concepción del hombre como ser concreto; cortes auténticamente representativas de la realidad social entendida por cuerpo místico; sistemas de libertades concretas; continuidad histórica por fidelidad a los muertos: tradición, en suma39.

España, en su concepción, no viene a ser sino una cristiandad menor y de reserva, retaguardia fronteriza, arisca e indomable, que perpetuó en el tiempo el antiguo espírituue agonizaba víctima de la Europa laicista en casi todas las latitudes.
Finalmente, Rafael Gambra, desde una perspectiva preponderantemente sociológica, ha opuesto el modelo de convivencia comunitaria, que en España ha pervivido hasta hace bien poco, al modelo de coexistencia neutra que está en el origen de la modernidad europea. En una interpretación personal de la famosa distinción de Tönnies, señala:

La comunidad es voluntad orgánica en torno a un sobre-tí comunitario (una fe, un imperativo raíz). En ella, el todo es antes que las partes, y el pensamiento está envuelto por una voluntad. Ejemplos típicos son la familia, la Patria, la Iglesia. La sociedad, en cambio, es voluntad reflexiva, convención y teleología racional. Las partes son ella antes que el todo, y la voluntad es consecutiva a un pensamiento. Una sociedad mercantil o recreativa son ejemplos de este modo de asociación40.

Tras presentarlas así, a su juicio, la sociedad humana radical debe contemplarse, ante todo, como una comunidad y no como una coexistencia:

Reconoce orígenes religiosos y naturales y no simplemente convencionales o pactados; posee, en fin, lazos internos, no sólo voluntario-racionales, sino emocionales y de actitud. La percepción de la sociedad histórica o concreta no es así en su origen el de una convivencia jurídica, ni siquiera se define por el sentimiento de independencia o solidaridad entre sus miembros, sino que se acompaña de la creencia en que el grupo transmite un cierto valor sagrado, y del sentimiento de fe y veneración hacia unos orígenes sagrados más o menos oscuramente vividos. En cuanto una sociedad puede caracterizarse como comunidad, forma una sociedad de deberes, con un nexo de naturaleza distinta al de la sociedad de derechos, que brota del contrato y de una finalidad consciente. La obligación política, arraigada originariamente en la vinculación familiar –paternal y filial–, adquiere en ella un sentido radical, indiscutido, que no posee en régimen contractual o constituido. En éste el deber sigue siempre a un derecho personal y se define por razón del respeto debido a ese previo derecho. En una sociedad de deberes el carácter consecutivo que el deber tiene siempre respecto al derecho ha de hallarse en la incisión en ella de un orden sobrenatural que posee el primario derecho a ser respetado, esto es, la aceptación comunitaria de unos derechos de Dios que determina deberes radicales en el hombre y en la sociedad41.

DOS VISIONES ENCONTRADAS: ESPAÑA DESDE EUROPA Y EUROPA DESDE ESPAÑA

Quizá una de las interpretaciones más interesantes sobre el problema de que me estoy ocupando, y con la doble ventaja de referirse a la cuestión española pero sin venir de un español, sea la de Dawson. Frente a muchos de los tópicos más corrientes, sostiene que España no fue solamente una parte integrante de la comunidad europea sino una de las creadoras de la cultura europea moderna, esto es, postrenacentista. Y piensa que la causa real de la moderna incomprensión de España y de su cultura ha de buscarse en la incomprensión de Europa, pues se ha hablado y escrito tanto acerca de las dos Españas que casi hemos olvidado que hay en realidad dos Europas, y que esa Europa a la que España pertenece, la de la cultura barroca, posee un mayor grado de unidad internacional que la cultura de la Europa nórdica. Sin embargo, la historiografía protestante del norte de Europa ha despreciado y minimizado la importancia y el valor de la cultura barroca. Y, lo que resulta sorprendente, la mayoría de los historiadores españoles no le ha prestado mucho interés, lo que alcanza –a su juicio– a la escuela tradicionalista (y, añade, erróneamente según hemos visto, nacionalista) de Menéndez Pelayo, que siempre ha tendido a insistir en el aislamiento de España y ha visto su historia como una lucha solitaria y heroica contra las fuerzas combinadas de una Europa unida. La realidad es, sin embargo, muy distinta. Era precisamente España quien representaba el orden europeo existente42.
Pone de relieve Dawson que es imposible ocuparse de la historia europea y dejar a un lado la historia de España. Reconoce que mientras la política española ha despertado siempre profundo interés y controversia, la historia de España ha sido extrañamente abandonada por la mayoría de los que han escrito sobre la cultura europea, que han mostrado una extraordinaria falta de interés y, con frecuencia, una sorprendente ignorancia sobre cuál haya sido la contribución de España a la herencia común de la cultura occidental o sobre la luz que la evolución de España pueda arrojar sobre el proceso de la evolución europea43. Si miramos el problema desde España, no hay nación que haya prestado mayor esmero a sus relaciones con Europa, al problema de cómo conciliar su propia y característica tradición nacional con la línea general de la cultura europea. Esto ha ocurrido particularmente desde 1898, en cuanto que la llamada generación literaria e intelectual del mismo año fue profunda y casi morbosamente consciente de la divergencia entre España y Europa y de la necesidad de una nueva síntesis. Cierto que desde entonces se agudizaron exageraciones y excesos:

Como resultado de estas tendencias, unido al abandono de la cultura española, que fue típico de la mayoría de los historiadores europeos, el concepto de Europa vino a tener en España un significado peculiar. En el norte, la idea de Europa se asocia a la idea de tradición y especialmente a la idea de Cristiandad como unidad supranacional. En España, por el contrario, el concepto de Europa ha adquirido un carácter antitradicional. Se asocia con innovación e introducción de nuevas formas de vida y de ideas revolucionarias y subversivas. Es fácil comprender la razón de todo esto. En España, el partido innovador ha sido siempre el patrocinador de la europeización, de tal modo que era lógico que los más apegados a las tradiciones e ideales nacionales miraran a Europa como un poder externo y hostil, como una unidad que se oponía a la unidad española, como la incorporación a un modo extraño de vida y a unos ideales diferentes e irreconciliables44.

Estas últimas observaciones pueden servir para poner en su sitio las aportaciones de la escuela tradicional española, que toman un punto de partida radical tanto en la terminología cuanto en lo valorativo, puesto que el nombre de Europa es también muy viejo y contiene múltiples resonancias. Europa –es cierto– puede evocar, para unos, a Lutero, Calvino, la Ilustración, los enciclopedistas o la Revolución francesa; mientras que, para otros, trae a la memoria a Constantino, Carlomagno, el Sacro Romano Imperio, o la Cristiandad medieval. Pero, con todo, no quitan su validez para los españoles, ya que desde hace más de dos siglos se nos ha presentado, con el nombre de europeísmo o europeización, el ideal de incorporarnos a la Europa moderna, coexistente y religiosamente neutra, abandonando el sentido de nuestro pasado, fiel siempre a la unidad político-religiosa de la catolicidad45.En este contexto, pues, ofrece pocas dudas que el pensamiento casticista cuenta también con alguna razón en su favor, en cuanto que el europeísmo lleva consigo sombras entre las luces, y así a veces ha sido percibido por los españoles como la recapitulación de todo lo militante contra el signo católico y su plasmación comunitaria en una ejecutoria histórica. En cambio, convertida España al nivel europeo –en todos los terrenos, incluso en el sentido sutil de que venimos ocupándonos–, con la negación de su impregnación religiosa más genuina, que diluye la importancia de las distinciones y levanta un panorama más indiferenciado, podría pensarse que cede el interés de ese planteamiento y que la cuestión viene a centrarse en la necesidad de recuperar la identidad española o hispánica más ampliamente.

CONCLUSIÓN: ¿NACIONALISMO ESPAÑOL O ANTIESPAÑOL?

El nacionalismo derivado de la concepción ideológica de la nación, antes avistada, se presenta como íntimamente vinculado en su origen al ideal progresista de la filosofía de la historia del racionalismo. El universo posee para éste una interna estructura lógica que el hombre, con el instrumento adecuado de su razón, puede conocer plenamente, sinresiduo. En consecuencia, debe advenir una sociedad racionalque sustituya las viejas estructuras políticas y nacionales de la sociedad histórica. Lo que ocurrió –como ya hemos dejado dicho– es que ese racionalismo en vez de aplicarse a lo universal se replegó sobre lo nacional. El Estado-nación resultó pues el agente de una anómala primera globalización que, más adelante, lo engulliría en una segunda fase46.
Así, la invocación de la unidad nacional que no se dé cuenta de la contaminación ilustrada y estatista que la vicia, es ajena al sentir y al pensar de la tradición española: la idea de un Reino de España surge, por vez primera, en el siglo XVIII, y es asumida y divulgada por el liberalismo de las Cortes de Cádiz. Nunca será solución oponer al pluralismo ideológico y social –contrario por otra parte a la pluralidad de los diversos órdenes de cuerpos intermedios–el monismo inmanente del Estado divinizado, ni será respetuoso con la realidad social enfrentar un nacionalismo jacobino español a los nacionalismos separatistas de los diversos pueblos hispánicos47. Respecto de éstos, en un primer momento, aunque constituyan una aberración recusable, puede ser comprendida psicológicamente si nos ponemos en la posición de quienes comienzan el patriotismo por el amor a la casa paterna y comprenden la significación profundamente antipatriótica del estatismo moderno48. Posteriormente, es cierto, estas corrientes no aciertan a discernir de la patria común –España– el Estado que se adueña de su nombre. Pronto, además, olvidan el origen de su protesta para postular sólo un Estado de radio menor al considerado agresor o invasor. Ahí aparece reflejada la trayectoria de cierto separatismo vasco o catalán, hoy ajenos totalmente a su origen católico y antimoderno49.
De manera que tanto el nacionalismo español como los separatistas (españoles) resultan ajenos a la tradición política española. Pues ambos concluyen por aceptar la concepción de la nación como protorrealidad histórica. No hay más que observar el éxito en ciertos ambientes de la definición voluntarista de España como unidad de destino –traducción del proyecto sugestivo de vida común orteguiano– frente a la clásica que la considera como unidad de convivencia histórica. La referencia es a José Antonio Primo de Rivera, deudor de José Ortega y Gasset. Curiosa, o no tanto, conexión de fascismo con liberalismo, criaturas modernas ambas al fin y al cabo50.Tal concepción que incluso ha evolucionado más cerca de nuestros días hacia la de un puro patriotismo constitucional de origen socialdemócrata aunque acogido hoy por el liberalismo51.

 

NOTAS

1 Elías de Tejada, 1948: 11-14; Ayuso, 1994: 11-38.

2 Elías de Tejada, 1945: 89-120; 1941: 173-190.

3 De Viguerie, 1998.

4 Ayuso, 2000: 346-348.

5 Castellano, 2004.

6 Góngora, 1951 y 1981; Bravo Lira, 2010.

7 Tocqueville, 1856 / 1952.

8 Negro, 2007.

9 Gambra Ciudad, 1976: 203-208.

10 Ayuso, 2007; Ullate, 2009.

11 Tosca, 1995.

12 Lo que ha llevado a Gambra Gutiérrez, 2010: 85-100, a criticar ese cambio de la virtud de la piedad por el sentimiento.

13 Gambra Ciudad, 1954: 172-173.

14 Gambra Ciudad, 1958: 177-182.

15 Elías de Tejada, 1942: 113-136 y 342-365; Id., 1991: t. 1, 24-26.

16 d'Ors, 1963: 161-163.

17 d'Ors, 1996: 25-33.

18 Vallet de Goytisolo, 1981: 299-354.

19 Ullate, 2010: 87-111. Véase, para Francia, en una línea similar, Clément, 1957. También las profundas páginas de Castellano, 2013: 59-67.

20 Castellano, 2002: 45-67. El capítulo se titula La politica come regalità.

21 Ullate, 2010: 87. Termina así: El nacionalismo es la doctrina que identifica nación y comunidad política y que convierte a la nación en un recurso ficticio sustitutivo de la finalidad clásica de la política, el bien común. Todo ello supone una transformación del concepto aristotélico de política por la nueva mitología nacional.

22 Canals, 1977: 70.

23 Ayuso, 1996: 75-83, con referencia a los pensadores más notables del reciente tradicionalismo hispánico.

24 Castellano, 2002: 69-79, a quien sigo.

25 Cristoforo Longo, 1993: 34.

26 Castellano, 2003: 34.

27 Ayuso, 2005.

28 Lira,1951: 3. En su tesis convergen las tesis de la filosofía tomista con los desarrollos de los tradicionalistas hispánicos, en particular Vázquez de Mella. Véase también Lira, 1942.

29 Menéndez Pelayo, 1880-1882/1967: 1036-1038.

30 Maeztu, 1948:277.

31 García Morente, 1947:214, 216 y 217.

32 Ibídem: 226 y 202.

33 Palacio Atard, 1956: 433.

34 Hazard, 1935 y 1946.

35 Corona Baratech, 1957:64-65.

36 García Morente, 1947: 238.

37 d'Ors, 1948: 53-54.

38 d'Ors, 1963b.

39 Elías de Tejada, 1971: 47.

40 Gambra Ciudad, 1976: 37.

41 Ibídem: 37-38.

42 Dawson, 1956: 60.

43 Ibídem: 56.

44 Ibídem: 58.

45 Gambra Ciudad, 1972: 52.

46 Ayuso, 2005: cap. 3.

47 Canals, 1977: 67.

48 Gambra Ciudad, 1954: 101.

49 Ayuso, 1996, 75-83, 174-184.

50 Gambra Ciudad, 1976: 203-208; Ayuso, 1983: 626.

51 Ayuso, 2011:cap. 2.

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