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Revista de historia americana y argentina

versión impresa ISSN 2314-1549versión On-line ISSN 2314-1549

Rev. hist. am. argent. vol.53 no.1 Mendoza jun. 2018

 

DOSSIERS TEMÁTICOS

EN TORNO A DISCURSOS Y REPRESENTACIONES DEL NACIONALISMO CATÓLICO EN MÉXICO

 

Rodrigo Ruiz Velasco Barba

Universidad Panamericana, campus México. D.F., México. rorvb@hotmail.com

Recibido: 18-X-2017
Aceptado: 4-XII-2017


RESUMEN

El nacionalismo mexicano tuvo en su origen vínculos con el discurso religioso. Tras una primera fase de ruptura frente a la monarquía hispánica, donde recurrió a la leyenda negra antiespañola, la vertiente conservadora fundada por Lucas Alamán fue modelando un nacionalismo a contracorriente del Estado revolucionario, con sus propios rasgos definitorios aunque no exento de variaciones entre sus exponentes. Entre ellos el hispanismo y el hispanoamericanismo, el guadalupanismo, la aversión hacia Estados Unidos y el protestantismo, la reivindicación de héroes nacionales contrapuestos a los de la historiografía liberal y, a veces, la idea de que México tiene una misión especial por cumplir dentro del plan divino.
Palabras claves: Nacionalismo mexicano; catolicismo; historiografía; conservadurismo.

ABSTRACT

Mexican nationalism was originally linked to religious discourse. After a first phase of rupture before the Spanish monarchy, where it turned to the anti-Spanish Black Legend, the conservative side founded by Lucas Alaman started a wave of nationalism designed to counter the revolutionary State, with its own defining features, although not without variations among its exponents. Among these variations were Hispanism and Hispanoamericanism, Guadalupanism, the aversion to the US and Protestantism, the vindication of national heroes in opposition to those of liberal historiography, and sometimes the idea that Mexico has a special mission to fulfill within the divine plan.
Key words: Mexican nationalism; Catholicism; historiography; Conservatism.


 

PREÁMBULO

De ordinario existe la impresión de que el mexicano es nacionalista. A diferencia de lo que ocurre en algunas otras latitudes —en especial en naciones del viejo continente— en México casi no existen cuestionamientos con respecto a su unidad política. Usualmente el mexicano se reconoce fruto del mestizaje. Es decir, mezcla de lo indígena con lo español. Aunque quizá es, de cara a la galería, por corrección política, mejor visto el primer elemento. Culturalmente diverso y heterogéneo, instalados están en mentalidades una serie de estereotipos que son presentados como encarnaciones de lo propiamente mexicano, desde la figura del charro hasta la china poblana, junto con una gama de fiestas populares, música folclórica y ropajes alas usanzas regionales1. La escuela y los medios de comunicación en la era de los gobiernos posrevolucionarios, cultivaron con esmero no pocos de esos estereotipos, modelos y actitudes que a la sazón son vistos como típicamente mexicanos. La enseñanza de la historia en colegios y universidades fueron desde la Independencia cauces predilectos para implantar en la sociedad el nacionalismo2. Esta parte comprehende el manejo propagandístico de figuras y conmemoraciones históricas. Las noches de cada 15 de septiembre, en algunos barrios mexicanos puede atestiguarse la representación del grito de Dolores, con entusiastas mueras a los gachupines, vítores a México y a la Virgen de Guadalupe. Todo un rito popular, de cohesión social y de vindicación nacionalista. Analistas como Frederick Turner repiten la idea de que el nacionalismo mexicano se distingue de otros, como el germano, por la ausencia de ese sentimiento de superioridad sobre los demás pueblos. Acaso de esto se seguiría que este nacionalismo es presuntamente más abierto y, cuando se torna hostil, es de tipo más bien defensivo o introvertido pero no expansionista3. Por otro lado, según el mismo autor, al nacionalismo mexicano, o al menos el que se desarrolló a remolque de la revolución de 1910, se le atribuye un carácter progresista, en las antípodas del español, supuestamente retardatario4. Son facetas del discurso legitimador del nacionalismo revolucionario, de tanta importancia en la historia de México.
  Bien mirado, no hay un solo nacionalismo sino varios nacionalismos mexicanos. Existe, por ejemplo, el nacionalismo secular y el nacionalismo religioso. Dentro de estos dos nacionalismos hay múltiples variantes. Así, está el nacionalismo liberal, el nacionalismo priísta, el nacionalismo socialista, quizá atisbos de un nacionalismo fascista y, por otro lado, el nacionalismo católico; generalmente tenido por conservador, que en realidad hasta cierto punto es también varío. Enseguida trataré de esbozar, no el tránsito del nacionalismo mexicano, sino de algunos tránsitos seguidos por éste, no sin antes hacer alusión a las distintas significaciones que posee el término nacionalismo. A mi entender, catolicismo y nacionalismo mexicanos están históricamente vinculados. Para mejor ilustrar al lector, mi propuesta —modesta y nada pretensiosa— pasa por tomar una serie de autores de referencia sin ánimos de exhaustividad. En este cometido, tanto fray Servando Teresa de Mier como David Brading servirán para mostrar una primera fase de esa relación: la que fue rupturista con la monarquía hispánica. Este nacionalismo mexicano, no desligado de invocaciones religiosas, se secularizó y entroncó luego con otros nacionalismos liberales y revolucionarios, que fueron en cierta medida sus herederos. Por su parte, el nacionalismo mexicano, católico y conservador, decimonónico, tiene en Lucas Alamán a su más destacado exponente. Él fue el mayor artífice de la conciliación entre la variante del nacionalismo mexicano que enarboló y la obra española en América. Con él, en buena parte, es patente que el nacionalismo cambió la orientación de su puesta en guardia, para más bien colocarse frente a la amenaza externa que representó el imperialismo estadounidense. Por último, ese nacionalismo católico y conservador fue recogido, adaptado y reinterpretado en el siglo XX por los movimientos y organizaciones políticas católicas, y por una estimable variedad de escritores que conformaron toda una corriente de continua oposición frente al Estado antirreligioso y secularizador. En la faena trataré de identificar algunos de los elementos incorporados a esta clase de discurso nacionalista. Un repaso es lo que pretendo, a discursos y representaciones históricas que sirvieron de justificación a ciertos nacionalismos en México.

PATRIOTISMO Y NACIONALISMO

Estudios que disertan en derredor de estas graves cuestiones distinguen entre dos términos cercanos semánticamente: patriotismo y nacionalismo. El filósofo Rafael Gambra, desde el pensamiento clásico, grecolatino y cristiano, apunta que el patriotismo es una virtud, es decir, un hábito de obrar bien5. Embona con la pietas, la piedad, esto es, con el modo de obrar, de hacer los deberes, frente a aquellos acreedores de una deuda que, por su magnitud, siempre es y será impagable. En este tenor, los referentes obligados son Dios, los padres y la sociedad en que un individuo nace y se desarrolla. Pues bien, el patriotismo se dirige a esta última6. Resulta una suerte de extensión de los compromisos que por naturaleza los hijos contraen con sus padres. Entre esos deberes está el culto, que incluye el servicio, el respeto y la obediencia hacia las legítimas autoridades, el contribuir al bien común y, cuando se requiera, incluso el imperativo de socorrer en caso de guerra7. Frente a esta concepción clásica del patriotismo, que cuenta entre sus valedores con el Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino, el nacionalismo parece algo ajeno o divergente, en tanto implica una substantivación del (anterior) concepto de patria. Este otro concepto, el de nacionalismo, entre otras cosas destacaría por su rigidez, por su filiación con el Estado moderno, que son formaciones políticas cuajadas, centralizadas y cerradas en sí mismas, y por su divergencia en el objeto al que se orienta la piedad, pues toma el lugar que antes ocupaban desde la familia hasta otras formas naturales más robustas de la comunidad política8.
Esta visión es complementada por Miguel Ayuso Torres, para quien el patriotismo es también un sentimiento natural grabado en el espíritu del hombre, asociado al mandato divino de honrar y amar a los padres y luego también a los prójimos. Si primero ocurre primero en la familia, que es lo más inmediato, enseguida esos vínculos se extienden y ensanchan hacia comunidades de mayor tamaño. Es un sentimiento opuesto al individualismo, porque afirma la tradición colectiva9. Respecto del patriotismo, en cambio, el nacionalismo constituye algo muy diferente. Sus orígenes son modernos. Nos remiten a la obra política de la Revolución destructora del antiguo régimen. Es un vástago del racionalismo, que busca ordenar la sociedad conforme a sus postulados. Fue esto lo que desembocó en el nacimiento del Estado, propiamente dicho. Básicamente un par de cosas le separan del patriotismo: por un lado,

(…) su carácter teórico, con simbología y dogmática propias, frente a la naturaleza afectivo-existencial del patriotismo, y por el otro, su exclusivismo y absolutividad, sobre la base de la inapelable "razón de Estado" y al contrario del sentimiento condicionado, jerarquizado, gradual y abierto del patriotismo10.

La confusión entre ambos términos es achacada por Ayuso principalmente al influjo ideológico del liberalismo11.
El sociólogo Max Weber, por su parte, relaciona el concepto de nación con un sentimiento de solidaridad común en un determinado grupo humano. Esto se asocia con un sentido de identidad que cohesiona al grupo, en lo interior, y apuntala el sentido de alianza frente al exterior. Si bien entre sus funciones puede estar concentrar energías ante una amenaza foránea, también puede canalizarse como impulso de un proyecto desarrollista. Lo que en principio es sentimiento abre paso a la confección de una doctrina. Weber considera que en este proceso también puede estar presente la idea de una misión providencial, cultural, que la nación sólo cumplirá por su fidelidad a unos determinados rasgos específicos. Para el mismo autor, aspectos como lengua y religión suelen ser muy importantes en la configuración de una nación, pero decisiva es la unidad política12.
Dentro de la historiografía mexicana, la elucidación conceptual entre patriotismo y nacionalismo tiene miga. El inglés David Brading, autor de un clásico estudio sobre Los orígenes del nacionalismo mexicano, publicado en 1973, refiere en el prefacio de su libro que es necesaria la debida clarificación. Luego circunscribe el patriotismo al mero orgullo que uno siente por su pueblo o la devoción que a uno le inspira su propio país, a diferencia del nacionalismo, que resulta ser un tipo específico de teoría política que a menudo es la expresión de una reacción frente a un desafío extranjero, sea éste cultural, económico o político, que se considera una amenaza para la integridad o la identidad nativas13. En otro espacio Brading insiste:

(…) se podría llamar "patriotismo" al nacionalismo popular en cuanto sentimiento gestado en las entrañas del pueblo y "nacionalismo" a la utilización tanto doctrinal como práctica en la planificación y administración políticas del sentimiento patriótico14.

Este historiador, por lo general, conecta el fenómeno del nacionalismo europeo con el romanticismo germano, en oposición al universalismo y al racionalismo ilustrado que llevaron a la Revolución francesa.
  Por supuesto que, como ya se pudo comprobar, estas definiciones o significaciones de estos conceptos pueden ser contradictorias y motivo de largo debate. No falta quien, como hace Herón Pérez Martínez, distinga entre vocablo, concepto y fenómeno, para afirmar que, si como vocablo el nacionalismo remite al siglo XVIII, en cuanto fenómeno, como realidad, es tan antiguo como la humanidad misma. En cuanto al concepto, asoman multitud de variables y adherencias con el paso del tiempo y según el entorno, lo que obligaría a atender su carácter polisémico. Pérez Martínez cree en la existencia de un nacionalismo mexicano anterior al surgimiento del Estado, y en esto se suma al juicio de Daniel Cosío Villegas, importante historiador mexicano de la escuela liberal, quien discrepaba con el tratadista Hans Kohn y su afirmación de que la noción de soberanía popular y, por tanto, el Estado, cosas modernas, son condiciones sine qua non para la eclosión del nacionalismo15. De enfoques similares ha seguido una tendencia por trazar la genealogía del nacionalismo mexicano hasta la conquista española, con el sometimiento o destrucción de las sociedades indígenas antepasadas16. A contrapelo, en un interesante ensayo José Antonio Ullate Fabo defiende que, imbuidos en el liberalismo romántico, fue propósito de los independentistas americanos convertir los emergentes Estados, libres de la metrópoli, en naciones. En ese orden17. Entrar en la discusión al respecto de estos conceptos supera por mucho mi intención. Baste, por ahora, bosquejar algo del complejo panorama que en la filosofía política y en la historiografía se percibe. Sirva también como punto de partida, para a continuación entrar a valorar posibilidades que atañen a los presuntos orígenes del nacionalismo mexicano, los que según algunos estudiosos están enraizados en discursos religiosos cuyo rastro nos llevaría hasta la era virreinal. Un recorrido por fuentes que nos son útiles para esbozar los vínculos históricos entre nacionalismo y catolicismo en México.

LAS RAÍCES

Historiadores que han hurgado en esta parte del pasado ofrecen algunas intrigantes perspectivas sobre las conexiones entre nacionalismo y catolicismo en México. En realidad, para algunos de ellos resulta imposible explicar el surgimiento del primero sin el segundo. Herón Pérez Martínez considera que hubo un nacionalismo religioso que antecedió y nutrió al saliente nacionalismo político en México. Probablemente, el más conocido sostenedor de esta relación sea David Brading. Para él, como para otros investigadores, el llamado patriotismo criollo fue acogiendo y desarrollando algunos de los lugares comunes que luego hizo suyos el incipiente nacionalismo mexicano. Entre sus elementos nodales, Brading subraya la exaltación del pasado azteca, la denigración de la Conquista, el resentimiento xenofóbico en contra de los gachupines18 y la devoción por la Guadalupana19. No debe, pues, extrañar, en torno a los primeros de esos rasgos, que entre los más conspicuos ideólogos de la independencia mexicana, como ocurrió con fray Servando Teresa de Mier (1765-1827), clérigo liberal, de influencias jansenistas y galicanas, la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Bartolomé de las Casas, texto fundacional de la llamada leyenda negra anti-española, fuera reeditada con su patrocinio como arma ideológica contra el imperio hispánico. El mismo Brading cree detectar un contraste significativo en el hecho de que, mientras tal cosa ocurrió en México, en Suramérica Mariano Moreno auspició la publicación de El contrato social de Juan Jacobo Rousseau20. Y es que, a su juicio, el discurso independentista mexicano, y por tanto el del nacionalismo embrionario, fue preferentemente soportado y alimentado mediante representaciones históricas como las del padre Mier21.
Entre los historiadores mexicanos hay quienes consideran la identidad nacional como producto de un proceso gradualmente larvado en la era virreinal. Gloria Grajales, por ejemplo, creyó rastrear una toma de conciencia de la mexicanidad en algunos de los historiadores coloniales, tales como Fernando de Alva Ixtlixochitl y Carlos de Singüenza y Góngora22. Pese a que de vez en cuando puede aparecer algún indígena entre sus adelantados, de ordinario ese patriotismo, o bien, según sus sostenedores, nacionalismo en estado germinal, se atribuye más bien a un sector de los criollos—descendientes de los conquistadores algunos de ellos se ostentaban— cuyo descontento al no retener su situación de privilegio —dado que en su percepción fueron yendo a menos con el paso de las generaciones— tendía hacia una actitud cada vez más crítica y rebelde con respecto a los cimientos de la autoridad peninsular23. En ese cometido, entre algunos de ellos fue adoptándose cierta retórica indigenista que, como apunta Brading, se abasteció con la imaginación histórica de forma ambigua y muy contradictoria, pues, como pasó con sus epígonos el padre Teresa de Mier y su discípulo Carlos María de Bustamante, jugó la baza del indigenismo y de la leyenda negra combinada con una versión refinada de los derechos ancestrales de los criollos heredados de la Conquista24.
  Este torrente, que en el siglo diecinueve tuvo en Mier y Bustamante a dos de sus más influyentes voceros, dando lugar a una retórica nacionalista mexicana en su primera etapa, es el constructo de un proceso histórico, paulatino, que, según Brading, arrancó en el mismo siglo XVI y fue incorporando diversos ingredientes. En este proceso, varios clérigos tuvieron un papel protagónico. En cuanto al elemento indigenista, si en un principio los misioneros y cronistas contemporáneos de la conquista por lo regular obstaculizaron la cerrada e inmediata apología de las culturas precolombinas con el señalamiento de que la religión de esos pueblos era demoniaca —Bernardino de Sahagún, Motolinía, Jerónimo de Mendieta, entre otros—, luego, visiones posteriores, como la del jesuita Francisco Xavier Clavigero en el siglo dieciocho, suavizaron el tono con una interpretación más naturalista. Por otro lado, ciertas especulaciones difundidas durante la era virreinal aportaron munición a la ulterior batería nacionalista. El agustino peruano Antonio de Calancha, por ejemplo, especuló al respecto de una primera evangelización apostólica de América, precolombina y precortesiana, con la visita de Santo Tomás, y Carlos de Singüenza y Góngora aceptó la identificación entre Santo Tomás y Quetzatcoátl, divinidad mesoamericana25. El franciscano Juan de Torquemada teorizó sobre una misión providencial que habría de cumplir el pueblo mexicano ya liberado del paganismo por Cortés, el nuevo Moisés, en pos de la evangelización universal, en la que por lo pronto su incorporación a la cristiandad compensaba para el catolicismo la pérdida de los pueblos atraídos por la revolución protestante acaudillada por Lutero y sus adláteres26.
  La popularidad de la Virgen de Guadalupe fue quizás el más poderoso elemento que el emergente nacionalismo mexicano incluyó en su discurso. La historia de su aparición al indio Juan Diego fue a su debido tiempo instrumentalizada por los ideólogos de la insurrección independentista. El relato sirvió para apoyar la tesis de que la conversión masiva de los pueblos indígenas al catolicismo, en el siglo dieciséis, se había logrado gracias a una directa intervención de la divinidad y no tanto por la labor de los misioneros españoles27. A juicio de Herón Pérez Martínez los textos fundamentales del guadalupanismo, a partir de la segunda mitad del siglo diecisiete, evidencian un carácter nacionalista en formación. Particularmente, cree encontrar rastros de un viejo nacionalismo religioso judío —recordemos que para el autor, el nacionalismo como realidad no es moderno en sus orígenes— en pasajes de los oficios y de las misas dedicadas a la Guadalupana. En este tenor, las referencias a ciertos pasajes de utoronómicos —sobre la cautividad judía en Babilonia—, sálmicos y apocalípticos en sermones guadalupanos apuntan, a juicio de este investigador, hacia una comparación del pueblo mexicano con el israelita por parte de un sector del clero novohispano. Todo esto le lleva a declarar que El guadalupanismo mexicano, pues, es el más importante catalizador de los sentimientos y de las ideas nacionalistas mexicanas antes de la introducción de los nuevos símbolos y ritos nacionalistas hecha por el liberalismo28. Y en esto concuerda con Brading, quien añade que el guadalupanismo—o mejor, digo yo, su instrumentalización— fue un fenómeno mestizo en tanto sirvió para amalgamar en el nacionalismo el afluente indigenista junto con corrientes intelectuales europeas y heterodoxas, desde el neocalvinismo, la ilustración y el enciclopedismo, inoculado en una parte del clero novohispano. Como afirma una conocida versión, cuando en 1810 estalló la revolución encabezada por el padre Miguel Hidalgo y Costilla, su estandarte incluyó la imagen de la Virgen de Guadalupe mientras los realistas se pusieron bajo la protección de la Virgen de los Remedios29.

LUCAS ALAMÁN, PADRE DEL NACIONALISMO CATÓLICO CONSERVADOR

La ruptura independentista de 1821 que se vinculó con el naciente nacionalismo mexicano orientado contra la metrópoli fue seguida de una suerte de reconciliación con la común tradición española por el sector conservador. Como es sabido, tras la independencia se erigió y cayó pronto el imperio iturbidista, se estableció la república en 1823 y devinieron las luchas internas entre centralistas y federalistas, las logias masónicas —divididas por su rito escocés o rito yorkino— fueron clubs que avivaron y encauzaron la confrontación, luego México fue víctima del voraz apetito estadounidense y, a consecuencia de la invasión que sufrió entre 1846 y 1848 vio gravemente mermado su otrora vastísimo territorio. El desmembramiento no impidió que el país continuara desgarrándose en luchas intestinas entre liberales y conservadores. A resultas de estas experiencias, comprensiblemente brotó el desencanto entre perspicaces observadores del proceso que siguió la nación tras haber soltado amarras con la monarquía hispánica.
Entre ellos Lucas Alamán (1792-1853), notable político e historiador guanajuatense, que tras una juventud de tinte algo liberal llegó a ser considerado, en su madurez, el padre y líder indiscutible del conservadurismo mexicano30. Esta etiqueta no es arbitraria porque, hacia el final de su vida, fue usada por el mismo Alamán para designar a su partido en la carta con la que invitó al general Antonio López de Santa Anna a retomar las riendas del gobierno en marzo de 1853. En la misiva se comunicaban al militar y político veracruzano los principios que profesan los conservadores y que sigue por impulso general toda la gente de bien, y abría la lista el conservar la religión católica porque, aparte de que se estimaba verdadera fe, es el único lazo común que liga a los mexicanos, cuando todos los demás han sido rotos, y como lo único capaz de sostener a la raza hispanoamericana, y que puede librarla de los grandes peligros a que está expuesta31. Además de ese importante documento, su pensamiento reside principalmente en sus Disertaciones y en su extensa Historia de México. En atención a dichas contribuciones no falta quien, como Lourdes Quintanilla Obregón, reconozca en Alamán al más distinguido representante de la historiografía del siglo XIX mexicano, resaltando entre sus aspectos centrales: el nacionalismo32.
Alamán, católico devoto a lo largo de su trayectoria vital, terciario de la Orden Franciscana, tanto en su acción ministerial—en diversos gobiernos tuvo a su cargo Relaciones e Interior— como en su obra como historiador destacó por su defensa de la Iglesia católica y de su labor misionera y civilizadora en el Nuevo Mundo. Frente a los liberales exaltados, sus enemigos, a quienes parangonaba con los revolucionarios franceses que buscaron sojuzgar a la Iglesia y reducirla a la impotencia, don Lucas se esforzó por servir de apoyo a la institución eclesiástica y procuró su optimización. Para el historiador Moisés González Navarro, Alamán fue un vigoroso polemista católico que se mantuvo en la ortodoxia33. Vale añadir que Alamán escribió bajo la guía intelectual del irlandés Edmund Burke, formidable crítico de la Revolución francesa, y en concordancia buscó en su análisis comprender la realidad histórica y sentar las bases para producir, a su parecer, una correcta evolución de la nación. Esto se lograría con una acción política orientada hacia el progreso, de una manera gradual, armoniosa y respetuosa con el pasado, sin necesidad de quiebres traumáticos.
A diferencia de ideólogos de la independencia como fray Servando Teresa de Mier, que en su afán por justificar la revolución trataron de remontar los orígenes de la nación mexicana incluso hasta la era precolombina, exaltando para esto la cultura azteca, como historiador Alamán fijó el nacimiento de México en la misma conquista. El origen de la nación estaba ahí, por el genio y la espada de Hernán Cortés se había fraguado esa unidad, una nueva organización civil, escuelas, beneficencia pública, establecimientos productivos, méritos aunados al decisivo de la evangelización34. Lejos de despreciar los luengos años de la llamada era colonial, don Lucas vio en ese período, en múltiples aspectos, la bonanza que contrastaba con el desorden y el declive imperante en México mientras escribió su obra magna. Alamán fue, pues, en el plano de la historiografía mexicana, el mayor artífice de la conciliación con el legado español en México durante el siglo diecinueve, tras la revolución independentista que había cortado los lazos con la península y buscaba transmitir a la sociedad una visión negativa del tiempo en que había perdurado ese ligamen. Así, Alamán se cuestionaba, retóricamente, sobre el efecto que tendría para sus contemporáneos el saberse conscientes de que

(…) todo cuanto nos rodea, y nuestra religión, nuestro idioma, nuestro traje, la variedad de color y aspecto de los habitantes, nuestras costumbres, todo nos dirá que no somos la nación despojada por los españoles, sino una nación nueva en que todo reconoce su principio en la conquista misma35.

Pese a su reivindicación de la conquista y del pasado virreinal en su obra histórica -¡y tanto que se palpa en sus escritos de madurez cómo le embargaba la nostalgia!-, a veces Alamán fue en algunos aspectos perfilando una visión crítica de las últimas administraciones virreinales, marcando un contraste debido al cambio dinástico y las nuevas ideas con que los Borbón y sus ministros se condujeron36. En esta postura, entre otras cosas pesaba la impresión generada por la expulsión de los jesuitas -a quienes admiraba como baluartes de la Iglesia frente a la ilustración antirreligiosa- por decisión de los ministros regalistas de Carlos III en 1767, a la que calificó como uno de los más escandalosos actos de iniquidad que presenta la historia moderna37. En opinión del guanajuatense, la expulsión de la orden ignaciana fue contraproducente para la corona pues por sus principios religiosos y políticos, hubieran hecho más duradera la dependencia de la metrópoli38. Según Alamán, la dinastía Borbón se había caracterizado por su centralismo y por degradar los antiguos reinos de ultramar a la condición de colonias39. Alamán presentó a México como la joya de la corona española en América, y para justificar su consumada separación del imperio recurrió a la idea de que resultaba natural que llegase ese día en la historia de los pueblos por algo así como una inexorable ley biológica, con el agregado de que habría deseado para el México independiente una superación de la ya muy apreciable estabilidad de la Nueva España:

La nación mexicana, separada de la española por el efecto natural que el transcurso de los siglos produce en todos los pueblos de la tierra como un hijo que en la madurez de la edad se sale de la casa paterna para establecer una nueva familia, tiene en sí misma todo cuanto necesita para su gloria y está en sus manos abrirse una carrera de dicha y prosperidad, perfeccionando todo cuanto se dijo y se intentó desde la época de la conquista (…)40.

No exento de contradicciones, si al principio de su periplo político -pese a sufrirlo en sus carnes- en discursos alabó el primer movimiento de independencia41, luego su reflexión como historiador y político maduro le llevó a lanzar severísimas censuras contra la insurgencia del cura Miguel Hidalgo iniciada en 1810, de cuya furia incendiaria se había salvado durante sus años mozos en la próspera ciudad de Guanajuato, cuando la plebe enardecida por las proclamas del sacerdote habíase entregado a cazar gachupinese inclusive a criollos como él, en torno a la Alhóndiga de Granaditas. A contrapelo de los liberales exaltados como Lorenzo de Zavala, que tuvieron por sublime la invocación de la Guadalupana a la hora de perpetrar la revolución y las matanzas42, entonces Alamán repudió la impía utilización de la Virgen de Guadalupe por los revolucionarios:

¡Reunión monstruosa de la religión con el asesinato y el saqueo: grito de muerte y de desolación, que habiéndolo oído mil y mil veces en los primeros días de mi juventud, después de tantos años resuena todavía en mis oídos con un eco pavoroso!43.

Para Alamán, la rebelión de Hidalgo tuvo como consecuencia más bien el retraso de la independencia y la proliferación de ideas y actitudes que luego habrían determinado la inestabilidad del país44.
En cambio, con respecto al movimiento de Agustín de Iturbide, militar realista que finalmente dio un vuelco y consiguió la independencia con su Ejército Trigarante en la rápida y feliz campaña de siete meses de 1821, elogió su Plan de Iguala al considerarlo sabia combinación de un proyecto tan meditado, tan conforme a los principios de la razón y de la justicia, y tan acomodado a las circunstancias críticas del día45. El Plan tenía como base tres artículos esenciales: primero, la conservación de la religión católica con exclusión de cualquier otra; segundo, la absoluta independencia del reino bajo la forma de una monarquía moderada encabezada por Fernando VII, o en su defecto por alguno de sus hermanos u otro príncipe europeo emparentado; tercero, la unión de quienes residían en el territorio, peninsulares y americanos46. Por otro lado, el historiador Alamán creyó ver en la insurrección de Iturbide una suerte de movimiento reaccionario, en defensa de la fe y del orden antiguo, amenazados por las innovaciones de la Constitución gaditana de 1812 que Fernando VII se había visto obligado a rehabilitar por el triunfante pronunciamiento liberal de Rafael del Riego. De esta suerte, Alamán reflejó que este movimiento, en su origen, fue considerado análogo o similar en su signo, al que luego se produjo en España contra el orden constitucional, con el apoyo francés de los cien mil hijos de San Luis47.
Alamán pretendió dar un juicio equilibrado con respecto a la figura de Iturbide, teniendo en cuenta sus cualidades y defectos. No obstante, historiadores posteriores como Celerino Salmerón consideraron a Alamán un claro enemigo de Iturbide48. En ese último sentido, el juicio histórico de Alamán tendió a volverse adverso conforme Iturbide fue renunciando al Plan de Iguala original—que a su juicio prudentemente aseguraba la independencia sin por lo demás alterar el orden establecido—; esto es, a partir de los Tratados de Córdoba que Iturbide firmó con Juan O' Donojú, último jefe político de la Nueva España, abriendo paso a su presunta ambición personal49. Alamán encontró ridícula e ilegal la coronación de Iturbide como emperador del Imperio Mexicano50 y sometió a escrutinio los múltiples errores de su breve gobierno hasta su derribo por una asonada militar semejante a la que encumbró a Iturbide, la del Plan de Casa Mata. Con la independencia en México se abrió una caja de Pandora:

El objeto del deseo ardiente de los mejicanos estaba conseguido; la independencia se había hecho; pero siendo este el único punto en que todos estaban de acuerdo, el lograrlo fue lo mismo que soltar el lazo que los unía, y abrir la carrera a la ambición privada, a las ideas diversas y mas opuestas en materia de sistemas políticos, y a las pretensiones más excesivas de todo género51.

Con la caída del Imperio sobrevino la República federal en 1824, con la que Alamán colaboró pese a no simpatizar con ese sistema. Formaba parte del gobierno republicano que capturó y ejecutó a Agustín de Iturbide cuando, pasando por alto la ley que se lo prohibió, volvió del destierro para encontrarse con sus partidarios en territorio mexicano. Fue un capítulo de su trayectoria que, en sus obras, pretendió justificar responsabilizando a los amigos del desventurado ex emperador52.
Como ministro en los diversos gobiernos de que formó parte Alamán destacó como impulsor de una política desarrollista, particularmente con el fomento de la minería y la industria. Fue partidario de imponer barreras arancelarias al comercio y promovió el proteccionismo. Estas convicciones parecen encajar en un tipo de nacionalismo económico, al que habría que añadir, en lo político, su celo por la conservación de la unidad de México, que le volvió un refractario al federalismo y un convencido de la necesidad, en lo político y en lo jurídico, de un fuerte gobierno central que brindara también ciertas facultades a las pequeñas provincias en lo administrativo. Si bien don Lucas en la práctica se adaptó a la forma de gobierno republicana, fue también impulsor de proyectos monárquicos. Tras su muerte, sus herederos intelectuales vieron realizarse esa posibilidad con la coronación de Maximiliano de Habsburgo y el establecimiento del II Imperio Mexicano en 1863, operante hasta su completa destrucción por los liberales en el año de 1867.
El pensamiento político e histórico de Lucas Alamán fue controversial para la posteridad. El siglo veinte trajo apologetas e impugnadores de su obra. José Vasconcelos, por ejemplo, admirando el legado de Alamán como campeón de la unidad hispánica frente al entreguismo pro-estadounidense o anglosajón, en homenaje propuso a todos los nacionalistas hispanoamericanos la fundación de los Caballeros de Alamán como una organización que habría de trabajar en la consecución de sus postulados rectificadores53. Del otro lado de la colina el escritor Gonzalo Báez Camargo, mejor conocido en la prensa de la primera mitad del siglo veinte por su seudónimo de Pedro Gringoire, revolucionario y protestante para más señas, creyó ver en Alamán, que iba a contracorriente de sus filias personales, una suerte de proto-fascista criollo54.
Lo cierto es que, en su representación del pasado, Lucas Alamán anticipó algunos elementos comunes de la ulterior visión nacionalista y conservadora: la defensa del catolicismo; la apreciación de la masonería como un agente de peso en la historia de México, atribuyéndole unos efectos perjudiciales y antinacionales; el carácter antiestadounidense, patente en su ejercicio ministerial —que fue intuitivo en tanto supo otear el riesgo de la mutilación territorial que a la postre ocurrió, golpe que buscó evitar contrarrestando el peligro estadounidense con la amistad de potencias europeas55— e historiográfico; y la convicción de estrechar relaciones de cooperación entre las naciones hispanoamericanas a través de una suerte de confederación fueron ideas luego recogidas por sus herederos intelectuales56. Puesto que hubo también otros historiadores conservadores, como Niceto de Zamacois, Francisco de Paula Arrangoiz o Luis Gonzaga Cuevas, no puede tenerse a Alamán como un aislado sostenedor del conservadurismo, pero sí como al más destacado de su siglo.

EL NACIONALISMO CATÓLICO ENTRE LOS SIGLOS XIX Y XX

A la caída del II Imperio y el triunfo liberal de Benito Juárez siguió la dictadura del general Porfirio Díaz (1876-1911). Un período de distensión en las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado liberal. Investigadores como Manuel Ceballos Ramírez hacen bien en subrayar que las actitudes y posturas de los católicos mexicanos naturalmente no fueron unánimes. Al contrario, en su seno hubo una pluralidad. Este autor cree reconocer al menos cuatro grupos, entre los asentados y los que se hallarían en gestación: los tradicionales, liberales, sociales y demócratas. Con la derrota del Imperio de Maximiliano, los primeros procuraron su supervivencia militante a través de la fundación de la Sociedad Católica, mas no pudieron evitar su rápido ocaso. Fueron entonces los católicos liberales quienes, con la venia del dictador, gozaron de mayor peso e influencia. No obstante, los católicos sociales y los demócratas subieron a la palestra y, omitiendo el monarquismo de sectores tradicionales, tomaron el relevo del catolicismo intransigente admitiendo sin reparos el régimen republicano57.
El siglo XX, testigo de la debacle porfirista y de la Revolución mexicana, lo fue también de un resurgir de la militancia y del pensamiento católicos, a contracorriente de las nuevas persecuciones, de las agresiones del Estado secularizador. Las organizaciones católicas, cívico-políticas, públicas o secretas, que hicieron frente a esa marea revolucionaria normalmente coincidieron en la afirmación nacionalista. El historiador Manuel Ceballos Ramírez en su clásico estudio sobre el catolicismo social en México, asociado a la difusión de la encíclica Rerum Novarum del papa León XIII, refiere los principios de los llamados Operarios Guadalupanos, más numerosos en la región centro-occidente del país a comienzos del siglo. Para empezar el guadalupanismo, presente desde la denominación, es considerado por él como un catalizador de hondo sentido geopolítico, aunado al nacionalismo radical, el hispanismo, y la adopción de Agustín de Iturbide como figura histórica contrapuesta al santoral de la ideología y de las historiografías oficiales. Cabe añadir otras características, como la oposición a Estados Unidos y a los protestantes, así como el rechazo a las ideologías secularizadoras prohijadas por el Estado u otros grupos políticos rivales, como el positivismo, el liberalismo, y el socialismo que ya asomaba cabeza58. Estos operarios guadalupanos, junto con el Círculo Católico Nacional de la capital, fueron el embrión del Partido Católico Nacional (PCN) fundado en 1911.
  Este partido, de vida breve, naufragó en el cambiante escenario de la Revolución mexicana, apenas en 1914, pese a sus inmediatos éxitos electorales, atrapado entre la dictadura del general Victoriano Huerta y las facciones revolucionarias en pie de lucha: carrancistas, villistas y zapatistas. En su programa, además de abogar por la libertad jurídica de la Iglesia católica, fomentar su influencia en la educación y aplicar los principios de su doctrina social, entre otros puntos, incluyó postulados encaminados a refrendar su identidad nacionalista, como su compromiso a ultranza con la independencia e integridad territorial de México, frente a las ambiciones externas59. Tras su desaparición, y tras quedar vedada por la Constitución de 1917 la posibilidad de crear partidos políticos confesionales, en las décadas posteriores los católicos recurrieron más bien a movimientos cívicos y a sociedades secretas. En ellas persistió el discurso nacionalista. La Unión de Católicos Mexicanos, mejor conocida como la U, integró en sus principios la defensa de la Iglesia y la implantación del orden social cristiano, junto con la consabida fórmula que invitaba a cerrar filas por la absoluta independencia y soberanía de México60. La Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa (LNDLR), que pretendió dirigir la oposición popular, católica, primero pacífica y luego armada, a la política antirreligiosa del gobierno de Plutarco Elías Calles entre 1925 y 1929, participando de lleno en la primera guerra cristera, también retomó muchos delos postulados ideológicos de sus antecesores ya mencionados61, con el añadido de que, como reacción a la beligerante política gubernamental, el catolicismo militante fue asumiendo cada vez una mayor intransigencia62.
  Después de los arreglos de 1929 entre la Iglesia y el Estado, y luego la reanimación de la política anticatólica del gobierno, fue erigida en 1934, en la ciudad de Guadalajara, otra sociedad secreta con el nombre de Legiones, por el antiguo liguero Manuel Romo de Alba63. Tratase de una organización jerárquica, piramidal, que incluía juramento de silencio, de obediencia y defensa de México frente a sus declarados enemigos: la masonería y el comunismo64. Esta sociedad fue la base de la que partió en 1937 la organizació0n cívica que, con el nombre de Unión Nacional Sinarquista (UNS), logró incluir en sus filas aproximadamente a medio millón de mexicanos, en su mayoría campesinos de la región centro-occidente del país, en torno a los años de 1942 y 1943. En su momento y hasta nuestros días, el sinarquismo da lugar a sospechas sobre si tiene o no un carácter fascista. Como no fue raro en el tiempo de su apogeo, entre 1937 y 1944, gustó de disciplinadas marchas de estilo paramilitar, aunque pacíficas, con gente uniformada; en sus actos combinaba religiosidad católica con simbología nacionalista, banderas, saludos e himnos engalanaban sus asambleas, aderezadas con los discursos patrióticos de sus apasionados oradores. Aunque, por boca de su más destacado y carismático jefe, Salvador Abascal Infante, el movimiento rechazó tener un carácter fascista, orgullosamente sí reconoció el nacionalismo radical como uno de sus principios medulares65. El sinarquismo también enarboló el hispanismo66 y una actitud contraria a Estados Unidos y al protestantismo. Elevó la figura de Iturbide a héroe máximo de la historia de México, contrapuesta a la de Benito Juárez67, alzada por los liberales jacobinos, y hasta nuestros días sus adherentes más fieles y obstinados festejan el 27 de septiembre, fecha de la triunfal entrada del ejército de las tres garantías en la ciudad de México, como el auténtico aniversario de la independencia mexicana.
  Con el ocaso del sinarquismo, el Partido Acción Nacional (PAN), fundado en 1939, canalizó buena parte de la militancia católica. Aunque inspirado en la doctrina católica, Acción Nacional se ostentó como un partido aconfesional y laico68. Si bien puede argumentarse que, desde su fundación, constituyó de hecho una fuerza democristiana, esta situación sólo llegó a producirse de manera formal hacia finales del siglo veinte. Empero la postura institucional, varios de los intelectuales que en algún momento se unieron a ese partido contribuyeron, en lo individual, a la difusión de un enérgico nacionalismo católico.

TEMAS DEL NACIONALISMO CATÓLICO DEL SIGLO XX EN SUS INTELECTUALES

Es ahora el turno de mirar algunos de los pensadores católicos de la pasada centuria. De entrada, cabe mencionar lo que el historiador estadounidense Albert Michaels estima como características propias del nacionalismo conservador mexicano del siglo veinte. Entre ellas adelantamos el hispanismo, la animadversión frente a Estados Unidos y la búsqueda de un orden social cristiano69. No son muchos los estudios que abordan con más detalle la cuestión. No es tan sencillo describir, genéricamente, el nacionalismo mexicano asumido por los pensadores conservadores y católicos; entre otras razones, por la variedad de matices —cuando no abierta contradicción— entre sus plumas insignia70. En dos trabajos de sumo interés, el historiador y diplomático Jaime del Arenal Fenochio describe y analiza las perspectivas de una selección de ellos, de los que considera más relevantes71. Voy a seguir de cerca los resultados que arrojan dichas pesquisas, pero complementándolas con las propias.
A partir del segundo tercio del siglo veinte, sobre todo los católicos plantearon al gobierno revolucionario y anticlerical un desafío de tipo cultural e intelectual. Quienes fueron derrotados por los revolucionarios en los campos de batalla y en los turbios tejemanejes de la política, desde la Reforma hasta la Revolución y el México resultante, a través de sus pensadores dieron una enconada batalla frente a las versiones oficialistas de la historia, disputando por símbolos, arquetipos y emblemas nacionales frente a, entre otros, liberales jacobinos y socialistas. En principio, debe subrayarse el componente nacionalista en el discurso de esta corriente. Comentando el trabajo de Del Arenal Fenochio, el reconocido historiador michoacano Luis González y González sugiere que, pese a la fama de entreguismo endilgada a los conservadores y a la derecha por el discurso dominante —por lo menos desde los tiempos de la intervención francesa y del imperio de Maximiliano— quizá el nacionalismo conservador merezca ser tenido por el más vigoroso e intenso72.
Los escritores católicos y conservadores del siglo pasado siguieron en varios aspectos la estela historiográfica de Lucas Alamán. El jesuita Schlarman, por poner un caso, asoció la expulsión de su orden religiosa con el descontento que provocaría después la revolución de Independencia encabezada por el cura Miguel Hidalgo73. Compartió con Alamán la crítica a las últimas administraciones borbónicas, difundiendo la especie de que desde entonces la Nueva España había sido reducida a la categoría de colonia, y admitió la versión de que los peninsulares acaparaban los más jugosos puestos públicos en detrimento de los criollos como una causa del hondo malestar74. Como su antecesor Alamán, justificó la independencia de México argumentando que fue el desenlace natural en la vida de los pueblos:

México, que ya tenía 300 años de edad, semejaba una hija de familia que llega a la edad en que anhela establecer su hogar. El deseo de la independencia era un resultado natural del desarrollo político (…)75

Otros historiadores de la escuela recurrieron a discursos idénticos, o cuando menos semejantes. Entre los rasgos distintivos de este nacionalismo católico y conservador descolló el guadalupanismo, acogido sin las resonancias antiespañolas de fray Servando. Miguel Palomar y Vizcarra refirió que la Nación Mexicana fue creada a imagen y semejanza de Santa María de Guadalupe, que la anunciaba y simbolizaba al ser trazado su retrato (…) por el dedo mismo de Dios, con zumo de toda clase de Rosas de Castilla (…) y en el burdo ayate indígena de Juan Diego…76. Probablemente, a juicio de Del Arenal, Alfonso Junco fue el más entusiasta representante del guadalupanismo, al grado de que algunas expresiones de este literato afirman que hay consubstancialidad entre la Virgen del Tepeyac y la mexicanidad: México y su Virgen están indisolublemente unidos… Y no se requiere ser creyente para ser guadalupano, basta con ser mexicano77. En su vademécum El milagro de las rosas lo dijo sin ambages: la Virgen de Guadalupe se identifica con la sustancia de la patria. Ella presidió el nacimiento de nuestra nacionalidad78.
Jaime Del Arenal corrobora la defensa de la Iglesia católica y el hispanismo como dos de los principios aglutinadores del llamado nacionalismo conservador mexicano del siglo veinte79. Para sus exponentes, la reivindicación y exaltación de la obra española en América fue recurrente, y a juicio de Del Arenal este discurso persiguió una finalidad muy clara; fomentar el sentimiento de unidad nacional y continental en el pasado común80. En esta línea, frente a la versión oficial que seguía en mayor o menos medida la leyenda negra, el antiespañolismo, al que sometió a crítica81, la figura del conquistador español por antonomasia, Hernán Cortés, fue revalorada como aquella del auténtico creador de la nacionalidad mexicana82, y la llamada colonia como el período de su maduración. De este modo, historiadores como Carlos Alvear Acevedo situaron en el pasado virreinal el nacimiento de un espíritu nacionalista83.
Si España y su legado fueron grandemente apreciados por esta corriente historiográfica, Estados Unidos fue considerado el enemigo histórico a batir, o el peligro frente al que era necesario precaverse, estar siempre alertas y prestos a la defensa. México fue sopesado como un país de frontera dentro del concierto de pueblos hispanos, el límite geográfico y cultural entre el mundo católico y el protestante-anglosajón, lo que implica un puesto de avanzada en la lucha o tensión entre ambas, comenta Del Arenal.
Vuelto un historiador, Salvador Abascal recordó que, durante las multitudinarias asambleas sinarquistas que encabezó, en sus discursos planteaba la necesidad de una

segunda Independencia de México, mucho más importante que la primera que hizo don Agustín de Iturbide; porque está ahora de por medio el alma de la Patria: la independencia respecto de los Estados Unidos, potencia materialista y anticristiana a la que nos mantiene sujetos la traidora Revolución Mexicana84.

En la tensión con Estados Unidos, en la historiografía católica y conservadora influyó la rivalidad religiosa entre el catolicismo y el protestantismo. Las dos confesiones eran identificadas con el ser de ambos pueblos colindantes. En esta dirección, Del Arenal evoca un tajante pasaje de Alfonso Junco:

Protestantismo y nacionalismo son cosas radicalmente antagónicas. Nuestra fisonomía esencial, cuanto tenemos de más hondo, arraigado y congénito, es hispano y católico: lo yanqui y lo protestante son su rotunda negación85.

Como hiciera Alamán, los autores encuadrables en esta corriente suelen repensar con amargura la derrota militar frente al poderoso vecino del norte y la amputación territorial consiguiente. Asimismo, se mostraron en permanente guardia frente a las posibles nuevas incursiones del expansionismo norteamericano, y recelaron mucho de su influencia cultural. Sin embargo, en la coyuntura de la guerra fría, y motivados por su fuerte anticomunismo, algunos de estos escritores fueron cambiando su postura hasta adoptar una posición más afín a Estados Unidos, visto como un escudo necesario frente a la Unión Soviética.
Asociado al hispanismo y al antiyanquismo, advierte Del Arenal otro elemento: el hispanoamericanismo (o también, iberoamericanismo). Carlos Pereyra y José Vasconcelos fueron dos de los campeones de dicha causa, que conllevó la toma del bolivarismo como una de sus banderas. En el caso de Vasconcelos, estudios recientes como el de Fernando Vizcaíno otorgan singular importancia al conflicto entre las razas anglosajona y latina como eje de su pensamiento. La secular tensión entre España e Inglaterra tiene, de esta suerte, su extensión en el Nuevo Mundo, con el choque entre Hispanoamérica y Estados Unidos, como puede percibirse en La raza cósmica y Bolivarismo y monroísmo de Vasconcelos86.
En sintonía con Alamán -pero radicalizándose la imputación en muchos casos- la masonería fue vista por la historiografía católica y conservadora como una sociedad disolvente y antinacional donde se fraguaban las traiciones y las persecuciones religiosas en provecho de intereses extranjeros. Contra lo que se estilaba en el diecinueve, algunos historiadores conservadores del siglo veinte introdujeron el factor del judaísmo superpuesto al masónico. De esto resultó la tesis de la conspiración judeo-masónica aplicada a la historia de México en diversas gradaciones, pero especialmente por las plumas más beligerantes. Quizá el pionero de esta variante fue Antonio Gibaja y Patrón, para quien los más importantes historiadores del diecinueve habían obviado la clave para comprender en su magnitud los móviles de la trama, que a su criterio era inexplicable sin considerarlos tentáculos del Gobierno de los Estados Unidos de América del Norte y el Partido Liberal universal, que dimana del Judaísmo, de modo que éste es quien por medio de ellos maneja la política de México87. No obstante, algunos otros conservadores como Nemesio García Naranjo no recurrieron a este género de planteamientos.
Exponentes catalogados dentro de esta tendencia se empeñaron en entablar un arduo combate por la posesión de los modelos y arquetipos patrióticos. Dice bien Del Arenal que—como también hizo la versión oficial— estos escritores cultivaron la historia de bronce. Tratase de socavar la buena imagen de algunos de los santones de la historia oficial, liberal y revolucionaria, y rehabilitar la de los derrotados, es decir, la de los villanos según esa repudiada historiografía. Agustín de Iturbide, el verdadero artífice de la independencia mexicana, desterrado del panteón de honor por esa historia adversaria, fue exaltado por buena parte de la historiografía católica y nacionalista como uno de sus máximos próceres. Paradigma de lo anterior es En defensa de Iturbide, de Celerino Salmerón88. Si bien escritores como José Vasconcelos, Carlos Pereyra y Jesús Guisa y Azevedo se separaron en esto del conglomerado iturbidista. En efecto, hubo quien reprochó a José Vasconcelos que cuando fue secretario de Educación Pública, durante el gobierno del general Álvaro Obregón, mandó despedir al decano de la Facultad de Jurisprudencia por haber afirmado aquél, en un acto privado, que en Agustín de Iturbide recaía el mérito de la independencia nacional89. En su Breve historia de México, Vasconcelos no fue menos hostil a la memoria del emperador: le puso al frente de una larga fila de caciques arbitrarios90. Carlos Pereyra, como Alamán, alabó el Plan de Iguala pero lo juzgó un acierto contrarrestado por el error que cometió Iturbide al aceptar el trono91. Y concluyó: El Imperio fue una triste mascarada, y falso todo su aparato de grandeza (…) Iturbide se mostró lleno de incapacidad para el gobierno. Obraba con extrema ligereza92.
El salvaterrense Jesús Guisa y Azevedo, educado en el tomismo de la Universidad de Lovaina, nuestro maurrasito, como se le llegó a decir por su parentesco intelectual con el líder de Acción Francesa, también embistió contra esa figura casi sagrada para el grueso del nacionalismo católico mexicano, con una diatriba que quizá sugiere una postura más o menos próxima al legitimismo monárquico:

Iturbide ha sido el peor, el más nefasto, el más chocante de todos nuestros gobernantes. Tuvo él el problema, de cuya buena o mala resolución dependería el futuro de México, de substituir la autoridad del Rey de España. Y la substituyó con su persona haciendo notar, aun a los ciegos y a los sordomudos, la desproporción enorme entre una autoridad, que era toda una institución secular, llena de veneración y de respeto, como la real, y él, aventurero, jugador, mujeriego, mordelón, asesino. De él para acá, y ésta es la tradición que inaugura y que nos legó y que lo hace execrable, cualquiera no sólo se siente, sino que se declara emperador de México93.

Pese a estos ejemplos, la exaltación iturbidista fue muy recurrente entre el sector que nos ocupa; mas no unánime, como se ha podido comprobar. Y lo mismo puede decirse frente a otros protagonistas del proceso independentista, como los curas Miguel Hidalgo y José María Morelos, porque si hay quienes, como Salvador Abascal o Jesús Guisa y Azevedo, les condenaron con dureza en sus trabajos históricos, otros como Salvador Borrego o Mariano Cuevas fueron más bien benevolentes en múltiples aspectos, reflejando una reticencia a romper de manera abrupta con los mitos oficiales del nacionalismo mexicano, compartidos por los liberales y una no despreciable porción de los llamados conservadores94. Pero al margen de los esfuerzos por exaltar o rebajar a determinados personajes vinculados con la lucha independentista, prácticamente todos consideraron positiva, justa y necesaria la emancipación. Por lo mucho hubo quien la estimó prematura.
Asimismo, para Del Arenal este nacionalismo católico habría tenido como otro de sus sellos distintivos una marcada desconfianza hacia el Estado, por mucho tiempo instrumento en manos hostiles. Por tanto, para ellos, la nación mexicana subsistió con independencia del Estado, y más aún contra éste, como quedó reflejado en la pelea que, sobre todo a mediados de siglo pasado, ocurrió en el campo educativo, entre la enseñanza pública, las escuelas oficiales, y, por otro lado, los colegios particulares, cada una divulgando versiones parcialmente antagónicas de la historia. En esta pelea por las conciencias se enfrascaron no sólo colegios y universidades, sino las casas editoriales y los periódicos. Buena parte del pensamiento católico conservador circuló en libros que llevaban los sellos de las editoriales Polis, Jus y Tradición, entre otras.
Por último, haré mención de un aspecto muy llamativo —y fascinante, agregaría— del nacionalismo católico mexicano. Me refiero a las especulaciones acerca del propósito o misión que la nación debería cumplir en la historia universal dentro del plan de Dios. Tópico sobre el que, como hemos dicho, ya se elucubraba durante la evangelización de México. A este respecto, quisiera rescatar dos escritos, de clérigo y seglar respectivamente. José de Jesús Manríquez y Zarate, decidido defensor de la causa cristera, publicó en la revista Lectura de Jesús Guisa y Azevedo un ensayo sobre este tema. Para el desterrado obispo de Huejutla, entonces reflexivo en San Antonio, Texas, lo que distinguía al pueblo mexicano era su irreductible fe católica y su devoción a la Virgen de Guadalupe, a prueba de las más brutales persecuciones. Alentado por la reciente experiencia, haciendo la apología de la causa cristera Manríquez aseveraba que con ella México había consumado su trascendente comisión: enseñar a los pueblos cómo se defiende la civilización cristiana en estos tiempos de apostasía y barbarie95. Cuando escribía este ensayo se luchaba la guerra civil española. Es evidente que el obispo pensaba que España tomaba el ejemplo de los cristeros en la defensa de la civilización cristiana, en su propio suelo. Salvador Abascal, en cambio, a la distancia con respecto a esos últimos coletazos armados de la contrarrevolución, y a sabiendas de los malos derroteros que seguía el mundo a fines del milenio, se había tornado escéptico respecto a una misión militar para México, y se decantaba porque la Providencia había dado la encomienda de ser primera potencia espiritual y llevar avante la evangelización del Lejano Oriente y de los rubios bárbaros del norte, es decir, de Estados Unidos; mas, se lamentaba, hemos sido infieles a nuestra alta misión96. Asomaba, entonces, quizá, un cierto pesimismo comprensible por la secularización de la moderna sociedad mexicana97.

CONSIDERACIONES FINALES

En la historiografía mexicana se registra la existencia de un primer nacionalismo con tinte religioso. Tras un proceso gradual que arrancó, según algunos historiadores, con el patriotismo criollo, a principios del siglo diecinueve desembocó en la lucha independentista. En ese primer momento, ese nacionalismo procuró sacudirse la tutela española. A través de sus epígonos como fray Servando Teresa de Mier, ese nacionalismo incipiente elaboró una autojustificación con representaciones históricas como punto de apoyo. En esa representación, el nacionalismo mexicano pretendió enlazar tanto con las culturas precortesianas como con los derechos ancestrales de los conquistadores. Es decir, amalgamaba contradictoriamente el indigenismo y el criollismo.
El curso ulterior de México tras la separación, que fue convulso, de frecuente guerra civil y con el desastre de la invasión estadounidense atravesado, conllevó la configuración de un nacionalismo católico y conservador que tuvo en Lucas Alamán a su principal referente intelectual. En la corriente que representó, se dio un replanteamiento del nacionalismo mexicano que asumió positivamente el pasado hispano, particularmente el que atañe a la conquista, colonización y evangelización de México, con inclusión de la era virreinal. Se inauguró entonces una tendencia de confrontación histórica con la versión divulgada por los escritores liberales. En Alamán, parece haber tenido mucho efecto el desencanto producido por la derrota militar y la mutilación territorial en provecho de Estados Unidos. Si en un principio el nacionalismo mexicano, religioso, en fase rupturista, vio en el imperio español al enemigo externo, este otro nacionalismo conservador puso a Estados Unidos como el enemigo por antonomasia, el adversario del que había que prevenirse, frente al que era necesario cerrar filas al unísono. Hemos visto que en la ideología nacionalista muchas veces juega un rol importante la consciencia, o el señalamiento reiterado de un peligro exterior. La consideración de este factor, muy presente en el nacionalismo mexicano es lo que ha dado pie a su comparación con el nacionalismo irlandés y su conflictiva relación con el imperialismo inglés98. Dentro de esta equiparación, también puede añadirse lo que había de querella religiosa entre el catolicismo y el protestantismo.
Dada la debacle del partido conservador y del Imperio de Maximiliano de Habsburgo, desde el último tercio del siglo XIX este nacionalismo tuvo que bregar, de modo permanente, en la oposición a los sucesivos gobiernos revolucionarios. Recogió en varios aspectos y con variaciones el legado de Lucas Alamán y puede rastrearse en las organizaciones que erigieron los católicos mexicanos para actuar en política e influir en la sociedad, como el Partido Católico Nacional, la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, Legiones, la Unión Nacional Sinarquista, e incluso en algunos de los intelectuales que se unieron al Partido Acción Nacional, entre otros. El siglo veinte fue el marco para un florecimiento del nacionalismo católico, con abundancia y calidad de plumas. Uno de sus principales elementos fue el guadalupanismo. En perpetua polémica con la historiografía oficial, fue pródiga en reivindicar y enaltecer modelos históricos contrapuestos. Figuras señeras en esta reescritura de la historia fueron Hernán Cortés, Agustín de Iturbide y Miguel Miramón. Enarbolaron el hispanismo y el hispanoamericanismo. En ocasiones, también postularon la idea de que el pueblo mexicano tenía un quehacer en la historia por voluntad divina.

 

NOTAS

1 Pérez Montfort, 1994.

2 Vázquez, 1970: 2.

3 Turner, 1971: 20 y 21.

4 Ibídem: 18.

5 Gambra, 2010: 88

6 Ibídem: 89.

7 Ibídem: 90.

8 Ibídem: 95.

9 Ayuso, 2011: 20.

10 Ibídem: 21.

11 Ibídem: 22.

12 Weber, 1922: 324-327, 480-482, 679.

13 Brading, 1973: 9.

14 Ibídem: 47.

15 Pérez Martínez, 1992:27-29.

16 Ibídem: 30.

17 Ullate: 2009: 203.

18 Forma peyorativa de llamar a los españoles peninsulares que viven en México.

19 Brading, 1973: 13.

20 Ibídem: 60 y 61.

21 Teresa de Mier: 1813.

22 Grajales, 1961.

23 Un célebre político e historiador mexicano del siglo XIX refiere como sigue: Aunque las leyes no establecían diferencia alguna entre estas dos clases de españoles (criollos y peninsulares), ni tampoco respecto a mestizos nacidos de unos y otros de madres indias, vino á haberla de hecho, y con ella se fue creando una rivalidad declarada entre ellas, que aunque por largo tiempo solapada, era de temer rompiese de una manera funesta, cuando se presentase la ocasión. Los europeos ejercían como ántes se dijo, casi todos los altos empleos, tanto porque así lo exijia la política, cuanto por la mayor oportunidad que tenían de solicitarlos y obtenerlos, hallándose cerca de las fuentes que dimanaban todas las gracias. Alamán, 1849: 17.

24 Brading: 1973: 60 y 61.

25 Ibídem: 31 y 32. Aspectos tratados también por otro renombrado autor, Jacques Lafaye, en 1974, en Quetzalcóatly Guadalupe: la formación de la conciencia nacional en México.

26 Brading, 1973: 25.

27 Ibídem: 81.

28 Pérez Martínez, 1992: 81.

29 Miranda Godínez, 2001: 26.

30 En esto quizá se pueda decir que Alamán fue comparable a su coetáneo español Juan Donoso Cortés. Así explicaba Alamán su conservadurismo: Nosotros nos llamamos conservadores. ¿Sabéis por qué? Porque queremos primeramente conservar la débil vida que le queda a esta pobre sociedad, a quien habéis herido de muerte; y después restituirle el vigor y la lozanía que puede y debe tener, que vosotros le arrebatasteis, que nosotros le devolvemos. ¿Lo oís? Nosotros somos conservadores porque no queremos que siga adelante el despojo que hicisteis: despojásteis a la patria de su nacionalidad, de sus virtudes, de sus riquezas, de su valor, de su fuerza, de sus esperanzas…, nosotros queremos devolvérselo todo; por eso somos y nos llamamos conservadores.

31 Lucas Alamán a Antonio López de Santa Anna, de 23 de marzo de 1853, citado en Noriega, 1993: 100.

32 Quintanilla Obregón, 1992: 377.

33 González Navarro, 1952: 53.

34 Alamán, 1844: 137, 142-143.

35 Alamán, citado en González Navarro, 1952: 45.

36 Alamán afirmó que la dinastía borbónica se había distinguido de la austriaca al proceder con un poder más absoluto, y sin respetar las trabas que los mismos monarcas se habían impuesto por medio de las leyes. Alamán, 1849: 36. Pese a esto, Alamán reconocía una buena administración, por su eficacia, bajo los reinados borbones de Felipe V, Fernando VI y Carlos III, pero achacaba la decadencia y ruina a las de Carlos IV y Fernando VII. Ibídem: 85.

37 Alamán, en González Navarro, 1952: 54.

38 Alamán, 1849: 18 y 19.Un estudio clásico sobre la política religiosa de Carlos III parece coincidir en el sentido de que el regalismo de Carlos III auto atentó contra la preservación del imperio hispánico: Carlos (III) no quiso conservar la cercana colaboración entre la Iglesia y el Estado que había sido una característica del período Habsburgo, ya que tanto él como sus ministros creían que los intereses de ambos habían dejado de coincidir, y que si bien no eran propiamente antagonistas, al menos eran divergentes. La misma estudiosa afirma que el reacomodo de las relaciones entre la Iglesia y el Estado emprendida por los ministros regalistas de Carlos III, al cambiar las instituciones tradicionales y crear nuevas tensiones, apresuró (el desmoronamiento general del orden social colonial) en lugar de retardarlo. Farriss, 1968: 98 y 118.

39 Alamán, 1849: 86 y 87.

40 Ibídem, 1844:146 y 147.

41 González Navarro, 1952: 107-109.

42 Véase: Ibídem: 51.

43 Alamán, 1849: 379.

44 Ibídem, 1850: 224.

45 Ibídem, 1852: 102.

46 Ibídem: 99.

47 Ibídem: 108 y 109.

48 Salmerón, 1974: 40.

49 Alamán, 1852: 274.

50 Ibídem: 599-600, 641.

51 Ibídem: 357 y 358.

52 Ver, González Navarro, 1952: 16.

53 Vasconcelos, 1937: 9.

54 Pedro Gringoire, citado en González Navarro, 1952: 125.

55 Cálculo geopolítico que recogería después el porfirismo.

56 Méndez Reyes, 1996.

57 Manuel Ceballos Ramírez, en Noriega Elio, 1992: 209 y 210.

58 Ceballos Ramírez, 1991: 312-320.

59 Planes en la nación mexicana, t. VII,1987: 96-98.

60 Solís, 2008: 125.

61 Meyer, 1973-1975:65-70.

62 Ibídem:50.

63 Romo de Alba, 1986: 231.

64 Óscar Calderón Álvarez, Para escribir un libro: Apuntes y notas relacionadas con las actividades cívico sociales de los laicos católicos mexicanos a partir de los años treinta. En Zermeño y Aguilar, 1988: 51.

65 Abascal, 1980: 246.

66 Un estudio aparte sobre el hispanismo como ideología compartida por las llamadas derechas, durante las décadas de los treinta y los cuarenta del siglo pasado en: Pérez Montfort, 1992.

67 En 1946, un militante del partido Fuerza Nueva, continuador del sinarquismo, encapuchó la estatua de Juárez en la céntrica Alameda en la ciudad de México. Esto ocasionó que como represalia le fuera retirado el registro a la agrupación. Zermeño y Aguilar, 1992: 209.

68 Rodríguez Lapuente, 1989: 178-179.

69 Michaels, 1966: 225.

70 Me refiero a escritores como Salvador Abascal, Carlos Alvear Acevedo, Andrés Barquín y Ruiz, Bernardo Bergöend, José Bravo Ugarte, Alberto María Carreño, Mariano Cuevas, José Elguero, Toribio Esquivel Obregón, José Fuentes Mares, Jesús García Gutiérrez, Nemesio García Naranjo, Antonio Gibaja y Patrón, Jesús Guisa y Azevedo, Manuel Herrera y Lasso, Alfonso Junco, Miguel Palomar y Vizcarra, Carlos Pereyra, Antonio Rius Facius, Celerino Salmerón, Joseph Schlarman, Alfonso Trueba, Alfonso Taracena y José Vasconcelos, por citar sólo algunos de los más relevantes. En la cohorte hay sacerdotes y laicos, mexicanos y extranjeros. Por cierto que algunos de ellos permanecieron católicos de modo inalterable desde su nacimiento hasta su muerte, en tanto que otros, en su madurez, reencontraron la fe tras una juventud positivista más o menos escéptica. Varios de ellos, aunque asumieron en algunos temas posturas típicamente conservadoras, no por eso abandonaron del todo su antiguo credo liberal.

71 Arenal Fenochio, 1992: 329-354 y 2003: 63-90.

72 González y González, 1992: 373.

73 Schlarman, 1950: 200 y 201.

74 Ibídem: 210 y 211.

75 Ibídem, 249 y 250.

76 Palomar y Vizcarra, 1945: 33.

77 Junco, 1992: 352.

78 Ibídem, 1945: 9.

79 Respecto del hispanismo en los intelectuales conservadores del siglo veinte, puede consultarse Urías Horcasitas, 2010: 599-628.

80 Arenal Fenochio, 1992: 337.

81 El importante historiador chihuahuense José Fuentes Mares, pese a su singularidad encuadrable dentro de esta corriente, advirtió en su autobiografía: El antiespañolismo nos ha llevado a un falso nacionalismo, folklorista y descastado, camino por el cual fuimos franceses durante el porfiriato, indios con la Revolución, y gringos en los últimos años. Tanto se habla de indias violadas, que dondequiera veo bastardos avergonzados. Tan avergonzados que en la escuela de mi tiempo llamábamos "lengua nacional" al castellano de nuestra cuna, y ahora "América Latina" al mundo iberoamericano. Fuentes Fuentes Mares, 1986: 28.

82 Por poner un ejemplo, José Vasconcelos publicó en 1941 un título elocuente, reeditado en muchas ocasiones: Hernán Cortés, creador de la nacionalidad.

83 Alvear Acevedo, 1964: 174.

84 Abascal, 1980: 186.

85 Alfonso Junco, citado en Arenal Fenochio, 1992: 341.

86 Vizcaíno sugiere que la lucha entre latinos y sajones situó al filósofo por encima del mero nacionalismo –según esto, le ubica más bien como su feroz crítico- y a favor de un ecumenismo hispano; sin embargo, no es menos cierto que la interpretación habitual que se ha hecho de los escritos de Vasconcelos ha tendido a reforzar ese nacionalismo con base en el mestizaje. Fernando Vizcaíno, Repensando el nacionalismo de Vasconcelos.

87 Gibaja y Patrón, 1926: III.

88 Salmerón, 1974.

89 Hernández Llergo, 1939: 3.

90 Vasconcelos, 1956:289-290.

91 Pereyra, 1949: 37.

92 Ibídem: 38.

93 Guisa y Azevedo, 1937: 99.

94 Hidalgo (…) representó, con su jubiloso anhelo de hacer algo grande por México, con su inmadurez política, con su falta de planes, con su improvisación, con su valeroso arrojo y con sus debilidades, todas las características positivas y negativas de una incipiente y tierna nacionalidad que buscaba a tientas el camino del futuro. Borrego Escalante, 1964: 95.

95 Manríquez y Zarate, 1938: 167.

96 Abascal, 1983: 137 y 138.

97 Naturalmente, no todos los historiadores católicos y conservadores pusieron el mismo énfasis en el providencialismo.

98 Turner, 1971: 32.

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