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Revista de historia americana y argentina

versão impressa ISSN 2314-1549versão On-line ISSN 2314-1549

Rev. hist. am. argent. vol.54 no.1 Mendoza jun. 2019

 

ARTÍCULOS LIBRES DE HISTORIA AMERICANA Y ARGENTINA

MUTACIÓN CONSTITUCIONAL Y SECESIÓN POLÍTICA. El caso norteamericano

 

Sergio Raúl Castaño

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA). Tucumán, Argentina. sergioraulcastano@gmail.com

Yamila Eliana Juri

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA). Tucumán, Argentina. yamilajuri@gmail.com

Recibido: 12-03-2018
Aceptado: 07-10-2018

 

RESUMEN

El artículo trata el tema de la independencia norteamericana poniendo énfasis en el litigio político-constitucional que dio origen al enfrentamiento entre las colonias y la madre patria.
El planteo enfoca la cuestión de la monarquía tradicional inglesa y busca mostrar cómo la irrupción de una nueva forma de Estado alteró las relaciones políticas en que se había basado el Imperio británico hasta comienzos del s. XVIII.
Palabras Claves: Independencia norteamericana; Imperio Británico; Monarquías compuestas.

ABSTRACT

The article deals with the issue of American independence, emphasizing the political-constitutional litigation that gave rise to the confrontation between the colonies and the mother country.
The approach focuses on the question of traditional English monarchy and seeks to show how the emergence of a new form of State altered the political relations on which the British Empire had been based until the early XVIII century.

Key words: American independence; British Empire; Composite monarchies.

 

UNA PERSPECTIVA DE INTERPRETACIÓN DEL CASO NORTEAMERICANO LEGITIMADA POR LA CRÍTICA HISTORIOGRÁFICA

Prenotandos: la formalidad de este estudio

No mencionaremos, por no entrar dentro de la perspectiva de este estudio, los condicionamientos económicos que confluyeron en el proceso de la independencia. Junto con ellos salta a la vista asimismo (y corresponde ser indicada) la circunstancia geográfica, que vale análogamente tanto respecto de la América británica cuanto respecto de la castellana –de hecho, dicha circunstancia fue señalada como un riesgo latente para la integridad del Imperio ultramarino, en este último caso, entre otros por Victorián de Villava en 17971-. Ya en el orden de sus causas espirituales, aparece (por lo menos en un primer abordaje) más de una razón que podría aspirar a desempeñar el papel de fundamento principal del conflicto. Así, las motivaciones idiosincráticas (entre las cuales se destaca el factor teológico) adquieren una singular significación. El cuadro que dibuja Tocqueville al comienzo de De la démocratie en Amérique resulta bien ilustrativo del perfil sociocultural y religioso de los pilgrims; se trata de sectarios, así los llama Tocqueville, arrancados de la madre patria por el anhelo de sustraerse a los conflictos políticos y a la vigencia de una iglesia oficial. Pertenecen básicamente a la confesión puritana, la cual era casi tanto una teoría política como una doctrina religiosa2. Junto con el florecimiento de la libertad comunal, fruto de un espíritu democrático que inicia su periplo en un suelo nuevo y libre delas tradiciones políticas milenarias de Europa, se destaca el celo por establecer la separación entre la iglesia y el Estado3. El precipitado cultural que surge en la América inglesa posee un carácter sui generis. Su relieve se manifiesta, por ejemplo, en la existencia de instituciones peculiares, propias y exclusivas de la parte americana del Imperio: por antonomasia, la esclavitud4; y en los rasgos de una forma mentis típica, en la que el molde inglés se muestra transmutado a partir de la impronta que en él dejan todos los elementos antedichos5.
Enfocando el plano político, comparece como detonante inmediato del conflicto la transgresión del principio no taxation without representation; más en general, del principio filosóficamente lockeano6-y políticamente whig- de que las leyes deben ser consentidas por quienes han de obedecerlas, so pena de carecer de validez7.
Es indudable que los factores indicados han tenido incidencia en la explosión y el desarrollo de la puja que desembocará en la independencia. Pero nosotros estimamos que, sin perjuicio de la relevancia parcial y concurrente de esas causas, el quicio del conflicto se dirime en torno de la estructura constitucional del Imperio. Lo cual supone, asimismo, la determinación de la radicación de su poder último como entidad política (sea está compuesta o unitaria) –y, lo que resultó sin duda más revulsivo, la asunción y aceptación de las consecuencias jurídicas, latentes o explícitas, de tal determinación-. En su indispensable libro para el abordaje de este período, Bernard Baylin expresa:

(…) de todos los problemas intelectuales que los colonos debieron afrontar, hubo en especial uno absolutamente decisivo. En última instancia la revolución se disputó sobre ese terreno. Los intelectuales norteamericanos plantearon la cuestión cardinal de la soberanía, que es el problema de la naturaleza y localización de los poderes últimos del Estado (…)8.

Precisamente desde la perspectiva de la forma política de Gran Bretaña y del Imperio, que implica la cuestión soberana apuntada por Bailyn, desbrozaremos en lo que sigue algunos de los aspectos políticos y jurídicos del proceso de la independencia norteamericana.
Así pues, el presente es un estudio de historia política y constitucional que asimismo pretende, al abordar desde tal formalidad este proceso histórico, referirse a la causa decisiva del conflicto que dio origen al Estado norteamericano9.

La controversia constitucional

El rechazo a los sucesivos impuestos sancionados por el parlamento de Gran Bretaña (Stamp Act, Townshend Act, Tea Act) forma un continuo de decisiones prácticamente unánimes por parte de las colonias, que se basa en la negativa a aceptar el derecho del ahora órgano soberano británico a legislar en el ámbito doméstico de las Plantations. Tanto la pretensión del parlamento cuanto su desconocimiento por la opinión y las asambleas norteamericanas responden a dos posiciones diversas acerca de la naturaleza de la constitución del Imperio –la cual implicaba, al mismo tiempo, una determinada forma constitucional en el interior de la propia Gran Bretaña y en las colonias. Sostenemos, pues, desde ahora que la causa fundamental que llevó a la independencia norteamericana, como un siglo después se reiterará al definirse la forma del Estado en la Guerra de Secesión, fue un diferendo constitucional que afectaba el modo de existencia política de los actores involucrados.
La identificación del quicio constitucional del conflicto ha conocido un jalón señero en la obra del gran historiador del Derecho y del Estado Charles McIlwain, The American Revolution. A constitutional Interpretation, de 192310. La interpretación constitucional de la independencia ha experimentado suerte y vigencia dispar a lo largo del siglo transcurrido. Pero lo que resulta, a nuestro juicio, indudable es que los abordajes históricos del conflicto bajo esta perspectiva clave terminan recalando, en alguna medida, en lo substancial de la tesis de McIlwain.
Precisamente una segunda obra clave, en el otro extremo del arco temporal historiográfico (2011) es la del connotado historiador Jack. P. Greene, The constitutional Origins of the American Revolution, para quien (t)he revolution that occurred in North America during the last quarter of the eighteenth century was the unintended consequence of a dispute about law11. Sus investigaciones y conclusiones apuntan más en general al desconocimiento por la metrópolis de los fueros constitucionales de las colonias; no obstante, una parte significativa de sus señalamientos abonan la hipótesis de centrar nuclearmente el problema en la mutación de la forma política de Gran Bretaña, con las conflictivas indefiniciones –y, finalmente, enfrentamientos- que ello terminó provocando.
Debe además llamarse la atención sobre el hecho de que la reciente obra de síntesis de Greene corona tres largas décadas de historiografía política y constitucional, que ha acreditado la validez y la relevancia de la explicación jurídica del conflicto12.

LA RELACIÓN INSTITUCIONAL ENTRE LAS COLONIAS Y LA CORONA ANTES DE LA “GLORIOSA REVOLUCIÓN” -Y LA ALTERACIÓNOCASIONADA POR ÉSTA-

La organización política de las colonias

Veamos primero cuál era la estructura constitucional de las Plantations.
Las colonias poseían una carta, fruto de alguna forma de convenio, compact, entre la Corona, por un lado, y los pobladores, el señor a quien se concedía la posesión del territorio, o el titular de la compañía colonizadora, por otro. Dicha carta fungía como una constitución local, rígida (i.e., sustraída a su enmienda por la vía de la legislación ordinaria), que garantizaba los derechos civiles y políticos de los colonos13. En tanto Britons, los transplantados (tal era el significado de las colonias como Plantations) gozaban de los derechos que el common law reconocía a los súbditos británicos14.
En cada colonia se desempeñaba un gobernador quien ejercía la máxima potestad local y representaba en última instancia a la Corona en el ejercicio de la función de gobierno. El gobernador, además de encabezar las fuerzas militares, ostentaba el derecho de veto sobre las decisiones de la legislatura local. Junto al gobernador operaba un Consejo, extraído del sector más encumbrado de la sociedad y en general nombrado por la Corona a propuesta del gobernador. Este cuerpo, una especie de cámara alta legislativa, oficiaba asimismo como corte judicial de apelaciones.
En todos los asentamientos ingleses, también en Jamaica y Nova Scotia, se había arraigado y acrisolado un sistema de asambleas legislativas que daban su perfil propio al régimen colonial. Así pues, junto y frente al gobernador y su consejo se hallaba la Asamblea, compuesta por representantes de los colonos (pero cuyo cuerpo de electores oscilaba entre el 9 y el 2 % de la población15). La Asamblea no podía legislar contra el common law o el derecho legal (statute law) y sus decisiones eran revisadas por el Privy Council. Como se ha dicho, tampoco podían contradecir los términos de la carta de la colonia. Finalmente, la última alzada jurisdiccional se encontraba en la metrópoli y lo era también el Privy Council16. Una institución metropolitana representativa del papel limitado que ejercía el gobierno de Londres lo fue el Board of Trade. Formaba parte de la exigua burocracia real abocada a la administración de las colonias y se encargó de la política comercial y de la aplicación de las leyes mercantiles y aduaneras que afectaban el tráfico imperial (las Navigation Acts). Organizado en 1675 con el nombre de Lords of the Committee of Trade and Plantations, como órgano asesor del Privy Council, pasó a llamarse Lords Commissioners for Trade and Plantations (Board of Trade) en 1696, manteniendo la subordinación al Consejo privado del rey. Carecía de competencias ejecutivas y su misión estribaba básicamente en recomendaciones al PrivyCouncil. En el transcurso del s. XVIII incluso esas funciones fueron paulatinamente declinando y subsumiéndose en las tareas de otras dependencias17.

La consuetudo autonómica

Veamos seguidamente, de la mano de Greene, cómo había tenido lugar esa conformación política y cómo se habían planteado las relaciones de las colonias con la madre patria.
Ya en 1619 la Compañía de Virginia había resuelto organizar una asamblea legislativa de los pobladores que tuviera a su cargo el hacer y consentir formalmente las normas bajo los cuales vivirían, entre las cuales se contaban las relativas a sus impuestos. En las siguientes décadas (hacia 1660), todas las colonias inglesas, desde Barbados hasta Nueva Inglaterra, tienen instituciones políticas representativas propias, encargadas de legislar sobre sus asuntos domésticos. Las nuevas colonias que se establecen en adelante, a medida que adquieren el mínimo de población suficiente, constituyen también sus respectivas asambleas; es así como para el momento de la guerra de la independencia son 25 las asambleas provinciales que funcionan desde Nova Scotia hasta el Caribe, con la excepción del conquistado Québec -cuya población francesa no se aviene a los usos políticos espontáneamente surgidos entre los Britons, quienes los reivindican con orgullo como parte de su patrimonio cultural transplantado a América-. La asamblea ya en el s. XVII pasa a sesionar separadamente y reclama la iniciativa legislativa, la funciones de corte de apelaciones y el contralor sobre los impuestos internos18. Este escenario descentralizado no debe llevar a pensar que el poder de la madre patria estimulaba sin más semejante autonomía; si bien esta situación resultó en cierta manera consentida (o tolerada), con todo la Corona llevó adelante, sobre todo durante la restauración, una sostenida política de limitación de facultades políticas de los colonos y de control de su vida económica. Esto último mediante las Actas de Navegación, que imponían restricciones y tasas a los productos que salían o entraban en las colonias. Lo primero buscó fundarse en la tesis de que los poderes ejercidos por los colonos no arraigaban en derechos sino en concesiones graciosas de la Corona. Frente a ello las Plantations aducían sus derechos como Englishmen, que no habían perdido por el hecho de emigrar. Estos derechos los facultaban para crear sus propias asambleas legislativas, las cuales ya contaban con una practice de décadas. La búsqueda de una garantía explícita por parte de la Corona de sus derechos como Englishmen no dio frutos, salvo en el caso de Jamaica -que obtuvo la merced a un pago anual-; y fue acompañada de debates acerca de si las Plantations eran territorios conquistados (luego, gobernados a voluntad por el rey), así como de si los colonos tenían derecho a aplicar el derecho inglés en su totalidad, incluyendo no sólo la ley estatutaria sino también el common law. Tales disputas, que no llevaron a una confirmación legal explícita por parte de Londres sobre la condición política de las colonias, ni antes ni después de la revolución, no impidieron que se desarrollara en ellas, a la par de un régimen autonómico de administración y gobierno domésticos, un sistema legal que adecuaba el derecho inglés a la peculiar situación de Norteamérica19. No obstante, en la autorizada síntesis de Greene, el status constitucional de las asambleas y su derecho a legislar y a existir más allá de las cartas concedidas por el rey o de sus instrucciones puntuales a los gobernadores, así como la facultad del rey de modificar o desconocer las constituciones locales, no tuvieron una definición autoritativa por vía legal. Lo que tuvieron las asambleas y el régimen de autogobierno doméstico fue, sí, la confirmación por el uso y la costumbre, con la tácita aprobación o tolerancia de la metrópolis20.
Sin embargo, durante el s. XVIII las tensiones entre las colonias y la metrópolis no fueron inusuales; pero es de remarcar que ellas tuvieron lugar a causa de los esfuerzos de los oficiales de la Corona por reducir la autonomía de la legislación colonial. Esa pretensión comportaba poner en tela de juicio la estabilidad de las cartas y constituciones coloniales y reforzar la supervisión sobre las leyes emanadas de las asambleas. Tal limitación de la órbita de acción colonial se operaba a través de la extensión de las facultades de veto (de la Corona) y de una creciente valoración del rango de las instrucciones reales, que formaban parte de la comisión del gobernador nombrado por Londres21. Ahora bien, lo que debe ser remarcado es que estas tensiones tenían como protagonistas, por un lado, a las asambleas locales y, por otro, no al parlamento sino a la Corona y sus agentes. En efecto, los territorios de ultramar eran tenidos por posesiones de la Corona y no por partes del reino; la esporádica acción legislativa del parlamento a su respecto se había reducido básicamente al establecimiento de medidas de regulación exterior, como las Actas de Navegación (1651-1696)22. No había aparecido aún la nueva ortodoxia política que erigía al parlamento en órgano soberano indiscutido23.
En el ámbito interno, el derrocamiento de la Casa británica y su reemplazo por la de Hannover habría producido un afianzamiento de las autonomías locales y las corporaciones, en cuyos privilegios hasta ese momento los Estuardo habían interferido. El propio parlamento irlandés comenzó a sesionar más asiduamente; y en las colonias fue afianzándose un sistema institucional validado por el consenso y su manifestación inveterada, la costumbre. De acuerdo con tal sanción van asimismo perfilándose los círculos constitucionales en parte concéntricos y en parte superpuestos de la entidad política británica: unos usos imperiales de regulación y dirección; el orden constitucional específicamente británico, ejercido directamente sobre Gran Bretaña y sus posesiones inmediatas; y las constituciones de las colonias24.
Pero -más relevante que todo ello- la Revolución Gloriosa había introducido una innovación política crucial, no previsible en un primer momento, que iba a conmover y resquebrajar al Imperio: los derechos de soberanía del parlamento, que éste comenzó a reivindicar en la praxis a partir de mediados del s. XVIII. La gran síntesis autoritativa de Blackstone lo expresa con fórmula inapelable: lo común a toda forma de régimen, que consiste en una autoridad suprema, irresistible, absoluta y no controlada, en la cual residen los ‘jura summi imperii’, o derechos de soberanía en el Imperio Británico se halla en el parlamento, que tiene la suprema disposición sobre toda cosa25.

La revolución de 1688 y la mutación constitucional de Inglaterra

Inglaterra produjo la primera gran revolución política de la modernidad. Antes de la revolución de 1789 y de la de 1917, y aunque no se repare debidamente en ello, la Glorious Revolution constituyó un suceso de enorme trascendencia en el decurso institucional de Occidente. El sentido ideológico y religioso del suceso excede el tema de este trabajo y ha sido señalado por Hilaire Belloc en su Historia de Inglaterra26. Pero su significación política, por el contrario, entra de lleno en cualquier consideración que se proponga determinar las causas de la independencia norteamericana.
Inglaterra conoció durante el s. XVII una permanente y enconada puja entre la alta burguesía (políticamente nucleada en el parlamento) y los monarcas imbuidos de pretensiones e ideas absolutistas27, en la que confluyeron asimismo motivaciones confesionales –en la medida en que los últimos Estuardo oscilaron entre la tolerancia al catolicismo y la profesión de esa fe (así, Jacobo II y Jacobo III), repudiada por buena parte de la nueva clase acaudalada-28. Esta lucha puede calificarse sin hipérbole de a muerte –basta con pensar en el destronamiento y ejecución de Carlos I y en las sangrientas represiones de Cromwell sobre Irlanda- y concluyó con la victoria de la Gentry, de los sectores financieros y del ala whig del parlamento en la revolución que destronó a Jacobo II en 168829. Pero este triunfo, a la vez político y religioso, no se consumará sino hasta que la auténtica mutación de la constitución británica termine por quebrar la legitimidad dinástica y el nuevo poder soberano entronice a una dinastía extraña, en la persona del hannoveriano protestante y germano parlante Jorge I (1714) y sus sucesores, quienes, como reza el Act of Settlement vigente desde 1713, gobernarán en adelante with and by the authority of Parliament30.
Si por revolución, en sentido propio, se entiende una mutación radical de la forma política, la de 1688 podría ostentar algunos títulos para integrar tal reducido grupo de fenómenos históricos. No podemos adentrarnos ahora en semejante dilucidación; y por otro lado es un tópico –justificado- referirse a la continuidad de la historia política de los ingleses, en consonancia con el proverbial espíritu conservador que los caracteriza. Sin embargo, hay elementos que avalan la categorización de los hechos de 1688 -y de las décadas inmediatamente posteriores, en las que se afianza el nuevo orden cosas- como una auténtica revolución. Ante todo, la legitimidad dinástica se quiebra: Jacobo II es destronado y, a la muerte de su hija la reina Ana, cuyo vástago fallece en la niñez, la casa de Estuardo es suplantada por el Parlamento por la casa de Hannover, en perjuicio del legítimo heredero, Jacobo III, hijo del rey depuesto. Por otro lado –y junto con el reemplazo de la dinastía legítima-, la monarquía deja de ser la forma del Estado y da paso a otra forma, de tipo oligárquico y basada, en cuanto a su fundamento de legitimidad por lo menos tácito, en la soberanía del pueblo31. A tal punto muta la forma del Estado y es derogada la constitución vigente que cabría preguntarse en qué medida Jorge I es un genuino usurpador: Pues para 1714 la constitución es otra y el rey, quien ya no se halla investido de potestas (bajo forma de la prerrogativa, facultad decisoria por excelencia de los reyes ingleses), debe además su título no a la condición de heredero legítimo sino, en última instancia (de facto y de jure), a la voluntad del parlamento. Órgano que ya no actúa como representante de los estamentos frente al poder del rey (representación ante el poder), sino que ahora, derechamente, él mismo es el representante de la nación política británica (representación por el poder)32.
En las próximas líneas seguiremos a Dicey, clásico exponente de la constitución británica en último tercio del s. XIX, puesto que nos interesa en particular la visión de un jurista e historiador que evalúa la naturaleza de la constitución en el momento en que el orden instaurado en 1688 –y el propio Imperio británico- han alcanzado su plenitud.           

El estatuto del poder británico desde la Revolución Gloriosa

El parlamento, nuevo órgano supremo de Inglaterra, se compone de tres cuerpos, a saber el rey, la cámara de los Lores y la de los Comunes, a los cuales, así reunidos, se los denomina King in Parliament. En el transcurso de la primera mitad del s. XVIII el rey pasará a ocupar definitivamente un lugar simbólico y son los Comunes (de entre cuyas filas se instituirá la práctica de formar el gabinete y designar al primer ministro) quienes constituyen el poder soberano. El parlamento, así definido, se halla investido del derecho a hacer cualquier ley, y no existe persona individual ni colectiva que posea facultades como para derogar o dejar de lado esa ley.
El parlamento es supremo, en el sentido de que ningún otro órgano puede controlarlo o legislar independientemente de él; e ilimitado, en el sentido de que, como dijo De Lolme en expresión famosa -aunque hoy perimida-, puede hacer cualquier cosa, salvo que una mujer sea hombre, o un hombre, mujer. En efecto, el rey ya no puede dar fuerza de ley a sus Proclamations, tal como lo había establecido Enrique VIII en 1539; ni hacer uso de la prerrogativa, según la cual el rey poseía un amplio y no definido arco de derechos y deberes que eran superiores a la ley del reino y podían suspender o dispensar de la obediencia a la statute law en vigor. Todo ello ya es cosa del pasado, constata Dicey. Hoy, sostiene, esos poderes no existen y mismo derecho a celebrar tratados, que de jure se hallaría en manos del rey, es ejercido en la práctica por el jefe del gobierno. En el caso de los órganos jurisdiccionales, si bien los precedentes de los tribunales llegan a erigirse de alguna manera en leyes, no obstante ningún juez inglés tiene la pretensión de derogar una ley del parlamento. Por el contrario, es éste el que supervisa las reglas de decisión aplicadas por los jueces. En cuanto a los límites que la moral o la ley natural pudieran erigir frente a la voluntad del cuerpo soberano, Dicey replica que, a pesar de las expresiones de Blackstone (no human laws are of any validity contrary to this –i.e., the law of nature-33), no hay base legal alguna para sostener que un juez tenga la facultad de revocar una decisión del parlamento por contradecir la ley natural. Todo lo que un juez puede hacer, concluye Dicey, es interpretar que el parlamento no ha pretendido violar las normas morales e intentar conciliarla, si es dable, con la moral vigente; pero sin dejar de sostener que la ley pretendidamente injusta sigue reclamando y exigiendo obediencia.
En tanto órgano soberano, el parlamento no posee la facultad de sancionar leyes que sean irrevocables en el futuro, pues eso cercenaría el ilimitado poder del cuerpo. Ni las mismas Actas de Unión que han conformado políticamente la comunidad del reino (con Escocia, en 1707; o con Irlanda, en 1801) pueden pretender intangibilidad ante una eventual decisión ulterior del parlamento: así ha ocurrido, aduce Dicey, con la University Act de 1853, que modifica las disposiciones del Acta de Unión en lo concerniente a la esfera religiosa. Notablemente, el gran constitucionalista cita un caso que reviste “peculiar santidad”: es el del Acta de Impuestos sobre las Colonias (1778), que establece la prohibición de imponer gravámenes en las colonias y Plantations de todo el Imperio que no estén ordenados a la regulación del tráfico comercial. Pues bien, ni siquiera esa norma representa un contenido pétreo e irreformable de la legislación británica, toda vez que podría ser legalmente revocado, o dejado sin efecto por una ley que estableciera impuestos sobre los dominions del Canadá o Nueva Zelanda.
Se trata, por lo demás, del cuerpo dirigente del Estado, lo cual comporta que no revista la naturaleza de un delegado o mandatario o fideicomisario de sus electores. Ello se comprobó con patencia con la Septennial Act, en los albores del sistema instaurado en la Gloriosa Revolución (1716), cuando el parlamento, ante el peligro que representaba convocar a elecciones en 1717 según lo establecía la ley vigente (dado que la opinión pública seguía sosteniendo al destronado rey católico Jacobo II), decidió prolongar su mandato de tres a siete años, hasta que la situación electoral pudiera ser manejada sin arriesgar la continuidad del nuevo régimen. Por lo demás, el único derecho que pueden ejercer los electores es, precisamente, el de elegir a los miembros del parlamento34.

Como vemos, la Corona ha quedado subsumida dentro –y debajo- del órgano soberano de la nación política británica. Esta (en términos schmittianos) destrucción de la constitución inglesa, y luego británica, ha hecho más que mutar la forma del Estado y el principio legitimante sostenido por los Estuardo y antes por los Tudor; pues respecto del Imperio y su parte americana, ha suplantado al titular de la relación de subordinación en la que residía el vínculo de sujeción de las colonias. Derogada la monarquía como forma del Estado, quien asuma la pretensión de constituirse en potestad suprema respecto de las Plantations será, inevitablemente, el cuerpo gobernante del nuevo Estado británico. Es decir que la relación de subordinación ya no se planteará entre la Corona (aquí, el soberano) y las colonias (i.e., los settlers que han colonizado América), sino entre la metrópoli y las colonias (adviértase: que serán ya auténticas colonias, en sentido político-jurídico) del Estado británico.

LA TESIS DE MCILWAIN: LA MUTACIÓN DE LA FORMA POLÍTICA BRITÁNICA COMO CLAVE DEL CONFLICTO

En el breve repaso de la relación entre la madre patria y las colonias se echa de ver que el polo jerárquico en Inglaterra, hasta 1688, estaba ocupado por la Corona, entendida como la persona pública del soberano Estuardo. Y cómo el ápice del poder británico se trasladó al órgano de la nación como consecuencia de la revolución de 1688. Precisamente en torno de la naturaleza monárquica del Imperio y en su mutación hacia una forma nacional-oligárquica se dirime, para Charles McIlwain, el eje del diferendo constitucional que llevará a la independencia, sea que ésta haya sido una auténtica revolución (política), que quebraba el orden vigente; sea que se haya producido en alguna medida con arreglo a ciertos canales institucionales legítimos, sobre los cuales las colonias asentaban sus pretensiones, pero que eran desconocidos por el parlamento, nuevo poder soberano (con lo cual el acto cumplido por las colonias casi habría sido, diríamos nosotros, una secesión y no un acto antijurídico de pura fuerza). Veamos en escorzo el planteo del gran scholar de Harvard.
Durante todo el transcurso de la crisis de la independencia los colonos pusieron en cuestión el principio de la omnipotencia del parlamento británico. Semejante facultad, argüían, era incompatible con sus derechos como Englishmen a acatar sólo aquéllas leyes que había sido consensuadas por sus órganos representativos de legislación. Y el parlamento metropolitano representaba a Gran Bretaña, no a las colonias. McIlwain rastrea el origen de la pretensión metropolitana y lo ubica en los sucesos que condujeron al Parlamento largo y a la república de Cromwell. Con la ejecución de Carlos I y la abolición de la monarquía por obra de la revolución, el parlamento se erige en órgano supremo de la nación inglesa y comienza a actuar en forma inconstitucional y ajena a todo precedente. Este ejercicio del poder afecta desde luego a la propia Inglaterra, así como a Escocia e Irlanda, que sufren los embates del nuevo Lord Protector, pero también decisivamente a los hasta entonces dominios de la Corona. Al establecer la república, el parlamento declara que en adelante el pueblo de Inglaterra y todos los dominios y territorios a él pertenecientes serán gobernados por la autoridad suprema de la nación. Nótese cómo el traslado de la soberanía del rey al pueblo suscita la cuestión del status de los dominios de la Corona. Cabían, señala entonces McIlwain, dos alternativas: o renunciar a ellos (alternativa casi impensable) o incorporarlos sin más al patrimonio territorial de la nación35 -sin que ello exigiese extender a los dominios del rey el principio de la representación legislativa-, pues la nación absorbe como cosa suya todos los derechos (de imperio y dominio) de la abolida realeza-. Y esos derechos son ejercidos por el órgano que la representa como pueblo soberano, es decir, con facultades omnipotentes. Los resultados no se hicieron esperar para los territorios de ultramar. En 1651 se pone en vigencia la primera Acta de Navegación, que regula el comercio exterior de las colonias. Ya antes (3 de octubre de 1650) un Acta del parlamento, al prohibir el tráfico con Barbados y Virginia, declara que las colonias:

(…) han sido establecidas por el pueblo de Inglaterra y a su costa y por la autoridad de esta Nación y que son y deben ser subordinadas y dependientes de Inglaterra; y que desde su establecimiento están y han estado sujetas a las leyes, órdenes y regulaciones tales como han sido o serán hechas por el parlamento de Inglaterra36.

A partir de esta asunción acerca de la condición política de todos los dominios se sigue como consecuencia necesaria y explícita el derecho (título) del parlamento para legislar en cualquier materia que afectara la vida de esos territorios, ya se tratara de reinos (alegadamente) conquistados, como Irlanda, o de territorios ocupados por colonos ingleses, como los de Norteamérica. McIlwain señala que durante el conflicto iniciado 1765 incluso aquéllos que, como Pitt, se oponían a la leva de impuestos no consentidos por los colonos y destinados a la metrópolis, con todo sí aprobaban el derecho del parlamento a legislar para las colonias, como su órgano natural. Por ello la derogación de la Stamp Actno dirimió la cuestión de fondo, concluye, que giraba sobre la aceptación o rechazo de la idea de que existía una nación inglesa indivisible, que incluía a los dominios, gobernada por su órgano soberano, el parlamento –idea nacida en el interregno, con la revolución de Cromwell, pero afianzada luego, especialmente después de 1688-. Por su parte, algunos propagandistas señeros de la causa norteamericana se habrían detenido en la impugnación del impuesto sin consentimiento; y no es sino con el Primer Congreso Continental, en 1774, cuando aparece la posición constitucional definitiva de las colonias: éstas gozan del derecho a legislar libremente sobre sus propios asuntos, sólo sujetas al veto del soberano (i.e, del rey de Gran Bretaña); aunque por razones de mutuo interés de ambos países (countries), metrópolis y colonia, y para ventaja de todo el Imperio, consienten en ceder al parlamento británico la regulación del tráfico comercial exterior (Declaración, art. 4°)37.

CONFIRMACIÓN DE LA HIPÓTESIS. EL PROBLEMA VISTO POR SUS CONTEMPORÁNEOS: LA PUGNA POLÍTICA EN TORNO DE LA NATURALEZA DE LA CONSTITUCIÓN DEL IMPERIO

Relevancia axial del debate sobre la forma política

Hemos visto cómo Bailyn finca el problema decisivo que enfrentó a las colonias con el parlamento en el debate sobre la soberanía. Ahora retomaremos a este autor para introducirnos desde ese problema, ya de modo definitivo y conclusivo, en la cuestión que nos ocupa formalmente en este trabajo: el de la forma política del Imperio a la base del conflicto independentista.
El texto de la Declaratory Act (que dichas colonias y plantations en América han sido, son y de jure deben estar subordinadas a y dependientes de la Corona imperial y el parlamento de Gran Bretaña, los cuales tienen y de jure deben tener pleno poder y autoridad para establecer leyes y estatutos que obliguen a las colonias y pueblos de América en todos los casos38) es juzgado por Bailyn como de una lógica impecable. No obstante, sostiene, esa idea no se habría ajustado a la realidad norteamericana, en la que había germinado una concepción opuesta al ejercicio de tal soberanía ilimitada e indivisa39. Este juicio del reconocido especialista nos sirve para enfocar la cuestión histórica y, a través de ella, identificar los principios del orden político cuyo compromiso provocó el quiebre del Imperio. Por su parte, como hemos visto, es precisamente en el entredicho sobre la naturaleza de la constitución imperial donde McIlwain ubica el eje de la disputa entre las colonias y Westminster; temperamento, como también hemos visto, por lo menos materialmente compartido por Greene.
El debate de los actores norteamericanos que polemizaron con la posición del parlamento (y las contrarréplicas de sus adversarios) conoció sucesivas etapas, que pusieron sobre el tapete diversas cuestiones: los derechos naturales del racionalismo individualista, el específico derecho natural de la comunidad a no ser gravada sin su consentimiento, la distinción entre sujeción interna y externa; y, por último, la aparición de posiciones que reivindicaban la conservación, afianzamiento y desarrollo de la forma política originaria que había presidido el asentamiento y evolución institucional de las Plantations. Forma política que habría consistido, para los colonos, en una suerte de suigeneris unión real –aunque algunos la asimilaran, asimismo, a la de la unión personal de Inglaterra con Escocia o con Hannover-.
En efecto, ya en el postrer estadio del conflicto, cuando el parlamento, órgano supremo de la nación británica, emplace a reconocer su soberanía a las colonias, éstas (antes de ser llevadas por la escalada de los acontecimientos a la guerra y luego a la independencia) replicarán proponiendo un esquema político que recrea el de una unión real40: reconocimiento del monarca británico y de sus facultades fundamentales de prerrogativa -en vías de desaparición desde hacía 80 años- por unas comunidades que gozan de plena autonomía legislativa doméstica, la cual podía extenderse al consentimiento del ejercicio de la regulación del comercio y las relaciones exteriores por el parlamento británico (así, en la propuesta del 1er. Congreso Continental en 1774).
Repasemos entonces los posiciones más significativas relativas a ese último período; posiciones, por lo demás, que constituyen los planteos definitivos de las partes en conflicto y que nos permitirán confirmar la hipótesis (o reforzar la tesis) de que el quicio de la contienda debe ser buscado no tanto en un entredicho sobre los derechos naturales -en la estela del contractualismo lockeano-; o la vigencia de las cartas coloniales; sino en una disputasobre la forma político-jurídica del Imperio británico; concretamente, de la parte americana de ese Imperio41.

Los protagonistas y la forma del Imperio Burke

El gran político -y filósofo político, a pesar de (¿a pesar de?) su enemiga hacia les philosophes- Edmund Burke, en 1774, una década después de la toma de decisión parlamentaria que había conducido al enfrentamiento, manifestaba en la Cámara de los Comunes su oposición a la política adoptada, al hilo de la recapitulación de alguno de los jalones más salientes del conflicto42. Burke hace una distinción clave en el universo político-jurídico británico, cual es la de right y practice, entre el derecho o título que funda una facultad y el uso o ejercicio de ese derecho. La ley de sello no contradecía formalmente el derecho a imponer impuestos, pero sí constituía una clara innovación en la política observada con las colonias a lo largo de un sigo y medio. Antes de 1764, señala Burke, las leyes del parlamento referentes a la imposición de obligaciones a las colonias había sido regulaciones y restricciones del tráfico comercial -y por otro lado consentidas por los súbditos norteamericanos-. Se trataba del Acta de Navegación, con la que las colonias se habían habituado a convivir desde el comienzo de su historia y a aceptar como se aceptan los males (infirmities) que nos aquejan desde siempre. Esta Acta coexistía con la mayor libertad civil y política en los asuntos domésticos (free people in all her internal concerns) y había sido generalmente obedecida.
Mas al Acta de Navegación se había agregado un impuesto interno del que no había antecedentes, no tanto desde el punto vista del right cuando del mode of using it, pues resultaba nuevo en policy and practice. De allí que el gobernador británico Bernard no hallara antecedentes, antes de ese año, de una tasa para obtener fondos de los colonos destinados a sostener las arcas de Imperio y que advirtiera sobre la conmoción y alarma que esto provocaría en las colonias. Vale la pena reiterar que Burke no pone sobre el tapete el right del órgano de la suprema potestas de Gran Bretaña en 1760 (que ya no lo era el rey, sino el parlamento), pero sí objeta la innovación inconsulta de la practice, no consentida por quienes quedaban así gravados. La derogación de esta medida, expresará más adelante, había vuelto las cosas a su quicio, pero la posterior insistencia en los gravámenes, aunque también parcialmente abrogada, terminó produciendo un mal universal.
Continúa Burke haciendo un balance crítico de los sucesos posteriores, hasta los impuestos aduaneros decididos por el parlamento tras la derogación de la ley del sello y la promulgación de la Declaratory Act (que reafirmaba los derechos soberanos del parlamento sobre todo el Imperio). Westminster había terminado adoptando, dice, una distinción que se había originado en las mismas colonias, a saber entre impuestos internos y tasas y regulaciones externas concernientes a la regulación del tráfico. Enseguida Burke hace una serie de admirables consideraciones políticas y jurídicas. Esta distinción debería ser aceptada por los colonos, si no se los empuja a (asumir) todas sus consecuencias, con mucha lógica y poco sentido común. Sin duda el gran parlamentario se refiere a que el derecho a establecer restricciones económicas en el ámbito externo supone la facultad soberana del órgano que lo hace y, al mismo tiempo, la subordinación jurídica de quien no es dueño de dirigir sus propia existencia política en el ámbito externo. Pero de lo que se trata, avanza Burke, no es de una cuestión de facultades jurídicamente fundadas (right), sino ante todo de usos, aceptados y vigentes (practice). De tal modo se evitarían los conflictos que mueve el summum jus (… summainiuria): es decir, ejercer sin prudencia política los derechos de mando del órgano soberano y avasallar el uso bien establecido de la autonomía interna de las colonias; el espíritu de practicabilidad nunca apelará al de exactitud geométrica, categoriza aristotélicamente quien repudiaba las distinciones metafísicas de los racionalistas43. En el final de su exposición Burke plantea lo que debería ser –y, con las décadas, terminó siendo- el programa político británico. Lo hace interpretando con sentido imperial la Declaratory Act de 1766. Derechos imperiales y privilegios coloniales son perfectamente conciliables. Por su parte el parlamento británico se halla investido de dos capacidades, una local, como órgano de gobierno de la isla británica, ejerciendo imperio directo sobre ella y todos sus asuntos domésticos; y, junto con esa facultad, el parlamento muestra su más noble capacidad en el carácter imperial que asume al supervisar la acción de todas las legislaturas del imperio, sin avasallarlas ni aniquilarlas. Esas provincias no pueden prestarse mutua asistencia, ni preservar la paz interior, ni refrenar a la díscola: esa misión está encomendada a la potestad suprema, investida de la plenitudo potestatis. Este poder que supervisa (superintends) y guarda la integridad y buen orden del todo no puede tener límites jurídicos; pero eso no comporta que su ejercicio avasalle la autonomía y libertad de las partes. El órgano supremo del Imperio hará uso del ejercicio extraordinario de sus facultades, por antonomasia, en el caso de una guerra. Pero este poder extraordinario no debe ser usado en las situaciones ordinarias de la vida del Imperio; por eso también los impuestos que se establezcan sólo pueden ser instrumento para el orden y la seguridad del todo y no medios de la metrópoli para obtener recursos destinados a su provecho como parte preponderante.
No es ésa la única oportunidad en que Burke prefigura la que será la estructura del Imperio británico en los ss. XIX y XX, el equilibrio entre unidad y jerarquía y diversidad y descentralización. Este concepto luminoso y profundísimo, al decir de Irazusta, se halla impregnado del sentido imperial que a partir de ese momento tomará la política británica y representa la contracara de la posición estatal-nacional en que se hallaban anclados los gabinetes que perdieron las colonias norteamericanas -y Jorge III-44. Así, en otra de sus extraordinarias piezas de oratoria parlamentaria, Burke sostiene que un Imperio no es un reino o Estado, sino:

(…) el agregado de muchos Estados bajo una cabeza común, sea que esta cabeza sea un monarca o un presidente republicano. En tales constituciones frecuentemente ocurre (…) que las partes subordinadas tienen muchos privilegios e inmunidades locales. Entre esos privilegios y la autoridad suprema común la línea puede ser extremadamente sutil (nice) (…); pero aunque cada privilegio es una excepción (en el caso) del ejercicio ordinario de la suprema autoridad, no por ello es la negación de ésta45.

Así pues, por un lado la determinación de esa línea, para cada caso concreto, requerirá de una prudencia atenida a los usos y las prácticas, tan caros al espíritu jurídico y político inglés. Pero, por otro, queda planteado desde ya el esquema de una monarquía cuya constitución descentralizada y plural concilia la autoridad suprema del cuerpo político con los fueros y libertades inveterados de las partes que lo integran.

Posiciones coloniales en pro de la unión personal

Algunos publicistas, al producirse la crisis de la Stamp Act, equipararon la situación política de las colonias con la del reino de Hannover. Reconociendo que las colonias permanecían bajo el vínculo más sagrado, el de súbditos del rey de Gran Bretaña, pero al mismo tiempo impugnando la potestad del parlamento británico sobre Norteamérica, un autor con el seudónimo de Britannus Americanus afirmaba que el pueblo inglés podría no tener más vinculación con el pueblo de las Plantations, ni más autoridad sobre él, que las que tenía con y sobre el pueblo de Hannover. En idéntica hipótesis, otro propagandista afirmaba que, del mismo modo que los hannoverianos se rigen por sus propias leyes, bajo el superior contralor del supremo magistrado y de sus delegados en el exterior, así, con respecto al parlamento y su poder de imponer gravámenes, todos los dominios del rey deberían hallarse en un pie de igualdad46. Recordemos que Hannover se encontraba en un régimen de unión personal con Gran Bretaña desde 1714, el cual recién se disolvió en 1837, cuando la accesión de Victoria al trono británico colisionó con las leyes fundamentales de Hannover, que vetaban la coronación de mujeres.
La dinámica del enfrentamiento resultó casi vertiginosa. En pocos años, al socaire de las sucesivas medidas y contramedidas del gabinete británico, los colonos fueron afinando sus argumentos –aunque cabría mejor decir clarificando sus ideas acerca de la naturaleza de la entidad política de la formaban parte-. Moses Mather, ante la negativa metropolitana a convalidar lo que se llamaba un imperium in imperio (una suerte de soberanía dividida entre las colonias y Westminster), proponía excluir de las colonias el poder del parlamento. Lo cual no conllevaría la inexistencia de vínculos con Gran Bretaña. Pues si un Estado es una comunidad unida mediante una misma constitución, luego varios Estados pueden compartir al mismo rey, que en este caso debería su título a fuentes de legitimidad distinta. Sea como fuere, sostenía:

(…) cuando diversos derechos o facultades se superponen y residen en una misma y única persona, subsisten tan íntegramente y tan distintos unos de otros como si recayeran en diferentes personas47.

Como se echa de ver, la interpretación que hace Mather de la estructura del imperio, al referirse a un rey que posee diferentes personalidades políticas y derechos sobre diferentes comunidades políticas –las cuales permanecen independientes e institucionalmente desvinculadas unas de otras- sería la de una unión personal. Para la misma época otro influyente propagandista de la causa norteamericana, James Wilson, adoptaba ese criterio ante la imposibilidad de fijar un límite a los poderes del parlamento sobre las colonias. Asumiendo el principio de soberanía del Estado como ultimidad decisoria, Wilson considera ilusorio establecer un deslinde constitucional a priori entre las materias que caerían en la esfera doméstica y aquéllas que serían de resorte de la autoridad imperial (una legislación interna distinta de la regulación externa, como lo había propuesto John Dickinson): tal límite no existe, y no hay término medio entre reconocer y negar ese poder en ningún caso, concluye Wilson. En efecto, nótese que sería siempre la autoridad soberana la que demarcaría sus propios límites, ante todo en estado de excepción. A partir de este premisa Wilson no halla otra dependencia posible para las colonias que su dependencia de la Corona48. Esta asimilación explícita era rechazada por los sostenedores de la posición metropolitana; pero fue algo más tarde también sostenida por Franklin, como veremos infra,g.).
Cabe hacer la salvedad de que en esta afirmación de Wilson, como en la de otros propagandistas de la causa norteamericana, Corona es entendida como la persona del rey y no como la comunidad británica49. Pero esa acepción coexistía con aquélla según la cual Corona significa al reino, en tanto corporación o territorio del cual la corona es su configuración política50.Así, ya en tiempos de los Estuardo, en Craw vs. Ramsay, fallado bajo Carlos II respecto un contencioso casi idéntico al de Calvin, los votos de los jueces entendían que los dominions of the Crown, como Irlanda, se hallaban supeditados al reino de Inglaterra y por ende a su parlamento; mientras que no ocurría lo mismo en los dominions of the King, como Escocia51. La distinción entre dominions of the King y dominions of the Crown desempeñaba desde antiguo un papel significativo en las argumentaciones constitucionales y, como no podía ser de otra manera, tal distinción poseerá una relevancia clave a la hora de determinar la estructura del Imperio.

Knox, Hutchinson y Ramsay: la posición de Westminster sobre la soberanía en el Imperio

Cuando ya los colonos hubieron planteado la impugnación de las políticas del parlamento y arribado a la tesis de la inconstitucionalidad de la aplicación de impuestos en el ámbito doméstico, la discusión se trasladó al problema de la determinación del locus de la soberanía y de la correspondiente naturaleza de la entidad política británica. En 1769 aparece una obra representativa de las posiciones de la metrópolis, The Controversy Between Great Britain and Her Colonies Reviewed, de William Knox, quien al poco tiempo sería nombrado Secretario para las Colonias. El concepto que funda la respuesta de Knox a planteos como el de Dickinson es el de la existencia de una comunidad política, un pueblo (people) políticamente organizado que, en tanto tal, posee un órgano supremo de legislación y de decisión. Dicho órgano soberano no podría tener cortapisas en su acción; si las tuviera (para el caso, por serle ilícito ejercer jurisdicción en el interior las colonias pero no la regulación del tráfico y el mantenimiento del orden imperial, como sostenía Dickinson en The Farmer …, entonces ese órgano no sería supremo en Norteamérica, como sí lo es en Gran Bretaña. Pero ese supuesto conduciría inexorablemente a afirmar, observa Knox, que las colonias y la madre patria no conforman la misma comunidad política. Y concluye que:

(…) (n)o hay alternativa: o las colonias son parte de la comunidad de Gran Bretaña, o están en un estado de naturaleza con respecto a ella y en ningún caso pueden estar sujetas a la jurisdicción de ese poder legislativo que representa su comunidad, el cual es el parlamento de Gran Bretaña.

En síntesis, la incontestada supremacía del parlamento (supremacy of parliament), sin líneas que bloquearan su jurisdicción (any line of partition), era la base para la preservación de Gran Bretaña y las Plantations como una comunidad (one community)52.
La respuesta de Knox a la alternativa excluyente que suscita la asunción plena de la noción de soberanía de una comunidad política sensu stricto pasaba por integrar a las colonias como partes del pueblo o de la nación (política) británica, aunque sin presencia en el cuerpo representativo soberano. Otro destacado defensor de la posición británica lo fue el jurista Thomas Hutchinson, gobernador de Massachusetts y nativo de Boston53. Tras una prolija historia constitucional de la colonia recordaba que la suprema autoridad de Gran Bretaña, desde la revolución que había entronizado a William y Mary, ya lo era el parlamento. Era éste el que por su decisión había establecido a la nueva dinastía de la Casa de Hannover y fijado la fórmula del juramento de los futuros reyes, quienes se comprometían a gobernar de acuerdo con los estatutos del parlamento. Con ello Hutchinson venía a significar que la persona misma del rey y las funciones que éste ejercía se originaban a su vez en la voluntad del parlamento. Ahora bien, esta supremacía del órgano soberano había sido reconocida en las colonias por setenta años; lo ejemplifica Hutchinson con la ley sobre continuidad en el cargo de los gobernadores a la muerte del rey y, en la misma línea, agrega que la autoridad de esos funcionarios en realidad dependía de las leyes del parlamento. Por último, la conclusión de Hutchinson muestra el sentido de su argumentación: el desconocimiento de la absoluta soberanía parlamentaria no podía sino acarrear las desgracias de la independencia (the obvious and inevitable Distress and Misery of Independence upon our Mother Country, if such Independence could be allowed or maintained, and the Probability of much greater Distress, which we are not able to foresee)54. Y el fundamento racional de tal consecuencia estriba en que el rechazo de la autoridad del parlamento en el ámbito local de las Plantations no admitía un reconocimiento parcial de su jurisdicción, acotado al buen orden del Imperio, sino que implicaba necesariamente la ruptura de todo vínculo con Gran Bretaña.
Otras respuestas, sin duda atendiendo al status que esta falta de representación en el órgano soberano manifestaba, se decantaban hacia la inclusión en el Imperio mas sin integración política plena. Así, y sin que ello redundara al comienzo en la adopción de medidas políticas y militares represivas, fueron varias las voces en la metrópolis que extrajeron consecuencias teóricas radicales acerca de la condición política de las Plantations. Para esa misma época el destacado pintor Allan Ramsay, retratista oficial de la Corona, formula un interesante distingo terminológico y conceptual. Los norteamericanos prefieren llamarse a sí mismos colonias, señala, porque el sentido del término conlleva un sesgo de independencia55. Ahora bien, tales colonias no responden ni al nombre ni a la realidad de tales, ya que según su antiguo nombre legal inglés es el de Plantations y no son sino provincias gobernadas por un teniente o gobernador, enviado y removible por el rey. Aunque la madre patria no alcanzó a ajustar un régimen adecuado a su condición, sea que se las llame “plantations, settlements, colonies”, la pura verdad es que por su naturaleza y situación son sólo partes subordinadas del Imperio56. Los colonos no tienen los derechos ni de los ingleses, ni de los irlandeses ni de los hannoverianos, había dicho también Ramsay –a lo cual Franklin, en sus notas marginales, contesta que todas ésas y otras partes del Imperio se hallan bajo el mismo rey pero se rigen por sus propias constitución y leyes y no por los estatutos del parlamento, válidos únicamente para el ámbito británico-57.

La respuesta a Hutchinson

La asamblea de Massachusetts, al responder al gobernador Hutchinson, produce otra paradigmática perspectiva teórica de las relaciones entre metrópolis y colonias, en este caso desde el lado norteamericano. Es notable que, al definir la naturaleza de esas relaciones, la asamblea las llame feudales: nosotros concebimos que, bajo los principios feudales, todo el poder está en el rey. Esa autoridad plena del monarca lo faculta para constituir comunidades independientes del reino; a las cuales se les concede el derecho de establecer y ejecutar sus propias leyes, sin sujeción ni reserva del poder del parlamento. Esta concesión a las asambleas locales, no contestada a lo largo de un siglo y medio, ha llegado a conformar un auténtico derecho de las colonias a su autonomía doméstica y un fundamento para denunciar la ilicitud de la actual pretensión del parlamento de vincular autoritativamente la vida de las colonias. Caen dentro de la prerrogativa real, continúa la asamblea, los derechos a alienar y disponer de los territorios adquiridos (acquired) por sus súbditos como también le pertenecen los de vender y entregar por propia voluntad partes de su imperio a un príncipe o Estado extranjero. Enseguida la asamblea se aplica a demostrar que el juramento de obediencia que ellos han prestado le es debido a la persona del rey (his natural person), pero no al rey en tanto corona, entendida a su vez como el body politic. De tal suerte que la obligación no vincula a los colonos con el rey como cabeza del cuerpo legislativo británico. La base para esta inteligencia del juramento de fidelidad (que entonces recae en la persona soberana misma, mas no en ella en tanto parte de una comunidad política) lo buscan los colonos en el caso Calvin. Es así como quien no se halla ligado por la leyes de Inglaterra puede no obstante deber fidelidad a la persona del rey de Inglaterra: no a su body politic (i.e., a la corona como institución –comunitariamente entendida como el reino-) sino a su body natural. El rey, que ha tomado posesión de los territorios de América, los ha puesto fuera del reino y de las leyes que emanan de sus órganos. Y a la nación no le es lícito disputar al rey su derecho a disponer de esas tierras58. El consiguiente pacto (compact) con el rey, reflejado en la carta constitucional, asegurará a los colonos los derechos y las libertades propias de los ingleses, tal como los conservan quienes han permanecido en el reino. En síntesis, ni las colonias forman parte de la politic society o pertenecen al pueblo de Inglaterra, ni ellas han tampoco consentido en quedar bajo la autoridad del parlamento59.

Burke y el lugar de la soberanía en el Imperio

El decurso de los planteos y las argumentaciones que acompañaron el rápido desenlace político venía a desembocar, en buena medida, en lo que había sido la premonición de Edmund Burke, cuando prevenía contra las distinciones metafísicas, que él mismo rehuía, proponiendo dejar a los norteamericanos as they antiently stood (ver supra, a.). Había dicho el gran pensador y político en la Cámara de los comunes el 17 de abril de 1774 que si el régimen de Londres, imprudentemente (unwisely), sofisticaba y corrompía (poison) el verdadero fundamento del gobierno, impulsando sutiles deducciones y conclusiones sobre la ilimitable e ilimitada naturaleza de la soberanía (las cuales inevitablemente resultarían odiosas a los gobernados); entonces los colonos aprenderían a poner en tela de juicio esa soberanía. Porque, remataba lapidariamente Burke, si la soberanía de la metrópolis y su libertad aparecían a los norteamericanos como inconciliables, ellos os arrojarán vuestra soberanía en la cara (they will cast your sovereignty in your face)60.
En efecto, la naturaleza del principio de soberanía política no dejaba objetivamente lugar a un tertium (i.e., la decisión última correspondería, cuanto menos en estado de excepción, o a las Plantations o la metrópolis). Esto vale respecto de sus exigencias en el ámbito de una comunidad política sensu stricto, como la que planteaba el parlamento de Westminster a mediados del s. XVIII para Gran Bretaña y todos sus dominios. Burke no negaba que el Imperio era una comunidad política –por eso apoyó la Declaratory Act-; pero con aquilatada prudencia política aconsejaba no poner esa realidad en blanco sobre negro (por ejemplo, ejerciendo el poder fiscal en las colonias), porque ello redundaría en menear la condición política subordinada de las Plantations. Además, una solución de compromiso era posible, ateniéndose a la practice inveterada de la regulación exterior del tráfico externo -y de las relaciones exteriores en general-.

Adams y los fundamentos de la posición colonial

Una de las voces más señeras en el encuadre de la condición política de las colonias y en la defensa de los derechos que ellas reclamaban fue la de John Adams, futuro presidente de la Unión independiente61. Sus Novanglus Letters constituyen, en efecto, a pesar de su carácter cuasi periodístico y propagandístico, una sólida caracterización de la sui generis y descentralizada relación con la metrópolis, a la que la Stamp Act y medidas ulteriores habían buscado poner fin.
La obra consta de una serie de contribuciones breves, que giran sobre las alternativas del conflicto, sus antecedentes y sus vías de solución (o de agravamiento). De entre las tesis más recurrentes, antes de pasar a uno de sus desarrollos más orgánicos y extensos, podemos tomar algunos principios clave. Así, afirma Adams que la autoridad del parlamento sólo es competente para regular tráfico -y esto no por un derecho otorgado por el common law, sino por consent de las colonias62. Vuelve sobre el tópico al reiterar que por ley alguna tiene el parlamento autoridad sobre las colonias: ni divina, ni natural, ni por el common law, ni por statute law63. En lo tocante a los impuestos que habían hecho estallar el conflicto, señala que nunca antes en América se habían establecido regularmente impuestos destinados a sostener el fisco metropolitano (revenues)64. Por lo demás, agrega, por los aceptados y vigentes derechos de importación y exportación ya bastante pagan los colonos a la Corona65.
Criticando a los tories, Adams niega que los whigs mismos busquen la independencia de la Corona: no hay quien albergue semejante deseo, señala. Pero ni siquiera la independencia respecto del propio parlamento (epicentro y protagonista del conflicto), porque la justicia (equity) y necesidad de la regulación del tráfico por el parlamento ha sido siempre reconocida, sostiene Adams. Nótese bien: a principios de 1775, en la evaluación sociológico-política nada menos que de John Adams, los colonos aceptan la sujeción al rey; así como, incluso, una voluntaria subordinación al parlamento en las materias que habían sido de incumbencia de éste a lo largo de la historia de las Plantations66.
Uno de los ensayos de Novanglus contiene un desarrollo y fundamentación aquilatada de las posiciones a que habían arribado los colonos tras una década de disputas teóricas sobre el status de sus provincias. Es el del 6 de marzo de 1775. La sujeción al parlamento, reincide una vez más sobre el punto, no se basa en una ley del parlamento ni en el common law ni tampoco es un principio de la constitución inglesa, sino que su validez jurídica le viene del compact and consent de las colonias, que aceptan la regulación por el parlamento británico del tráfico comercial de las partes del Imperio.
La cuestión clave para Adams estriba entonces no en si la autoridad del parlamento se extiende en algún caso sobre las colonias; sino en si lo hace en todos los casos. Adams se aplica a mostrar ad absurdum que un parlamento auténticamente soberano sobre todo lo que se denomina Imperio Británico debería contener una representación proporcional de todas las partes de ese Imperio: la India, Irlanda y Norteamérica, tanto en los Comunes cuanto en los Lores. Sólo ese cuerpo gigantesco, cuyos miembros gobernarían partes alejadísimas y desconocidas para la mayor parte de ellos, podría pretender por principio el derecho a la soberanía. Por el contrario -avanza Adams en la pars construens de su argumento sobre la objetiva situación política de las Plantations- debe tenerse en cuenta el caso de las colonias de Roma (y, antes, de Grecia); ellas, sin dejar de vivir políticamente según los usos de la madre patria, no dejaban de regirse a sí mismas por sus gobernantes y senados, con los que no interfería el senado de Roma: es decir, gozaban de los privilegios de una ciudad. Adams se hace eco y acepta la objeción metropolitana de la imposibilidad de un imperium in imperio (i.e., colonias soberanas en un Imperio a su vez soberano); pero resuelve el dilema observando que las legislaturas de cada colonia son soberanas en su ámbito doméstico, mientras que el parlamento británico ejerce su jurisdicción sobre los mares. Ahora bien, esta regulación del tráfico y la navegación se halla sujeta a confirmación por las leyes coloniales, así como puesta en vigor por los tribunales locales de las colonias.
No hay un imperio británico –en el sentido de despotismo, como no lo hay francés o español, distingue Adams (pero sí otomano, ruso y romano-germánico -sic-, opina)- sino una monarquía limitada o república en sentido aristotélico. En el sentido de gobierno, régimen o dominio (government, rule, dominion), sí existe un imperio británico, del cual las Plantations son partes; pues ellas se hallan bajo el gobierno, régimen o dominio del rey de Gran Bretaña. Lo cual no significa, antes al contrario, que formen parte del reino o Estado (kingdom, realm, state) de Gran Bretaña. De allí que no haya un poder supremo sobre Norteamérica que resida en los estates nucleados en el parlamento, en la medida ningún estate norteamericano se halla representado en él (es decir, hay comunidades distintas). Adams se aplica finalmente a probar, mediante la historia de las relaciones fundacionales entabladas entre los reyes Estuardo antes del interregno y algunas de las principales colonias americanas, sin injerencia del parlamento inglés, que el vínculo de sujeción se había establecido entre el monarca y los settlers.
El corolario que surge para Adams es claro e indubitable: se trata de distintos Estados (states) bajo un mismo rey, como lo habían sido Inglaterra y Escocia antes de la unión de 1707 y como lo eran aún Gran Bretaña y Hannover. Esos Estados han convenido cimentar su unión mediante en un tratado de regulación del comercio67, cuyo ejercicio recae en un superintending power encargado de concertar e integrar las voluntades de las partes -ante todo en temas de comercio exterior (y secundariamente, aunque Adams lo cuestiona, en situaciones de guerra)-.
Por todo lo dicho no hay deber de fidelidad alguno hacia la Corona (si por tal se entiende el rey, los lores y los comunes) sino hacia la persona de Jorge III. Por lo demás, -agrega Adams seguramente en respuesta a Hutchinson -vide supra, c., el juramento de fidelidad hecho tras la revolución gloriosa (que hizo depender el derecho a la corona de la voluntad del parlamento) fue sancionado por una ley de la provincia misma (Massachusetts), que así se obligó respecto de la persona de Guillermo y María. De donde se sigue que el parlamento no tenga títulos para modificar las charters provinciales; y que las colonias deben considerar a sus asambleas como supremas, sin pretender una representación en el parlamento metropolitano. Y concluye Adams: lo mejor es conservar los cosas como han venido siendo hasta ahora y durante 150 años; una alteración drástica de la situación política podría acarrear la pérdida de sus colonias por Gran Bretaña68.
  Por último, interesa puntualizar con Adams que, más allá de coincidencias parciales, el status institucional de las colonias en relación con Inglaterra no se identificaba en todo con el de Escocia (principalmente antes de 1707 –cuando existía una unión personal por entrecruzamientos de derechos hereditarios-); y, aunque pudiera guardar más similitudes con el de Irlanda, sin embargo es verdad que tampoco se trataba, como en ese caso, del dominio de una población autóctona por la Corona. Esta peculiaridad de la situación de las colonias, teniendo en cuenta las canónicas distinciones de Coke, fue señalada también por Adams en sus Novanglus Letters. En el soberano se distingue, afirmaba el futuro presidente de los EUA, la capacidad política de la capacidad natural. El rey, en ese momento, poseía a su vez por lo menos tres capacidades políticas, a saber como rey de Inglaterra, de Escocia y de Irlanda. Pero la fidelidad, continúa Adams, se refería a la persona del monarca, y no implicaba sujeción a la Corona: por ello la fidelidad al rey por parte de un escocés no lo convertía ipso facto en súbdito de la Corona de Inglaterra. Respecto de Irlanda Adams acepta que su vinculación con Inglaterra se origina en la conquista (el consentimiento fue dado, y el pacto hecho como consecuencia de ella), pero advierte que dicho supuesto no tiene pertinencia en el caso de la relación de las colonias norteamericanas con la metrópoli69.

Franklin y la reafirmación de las tesis norteamericanas

Ya unos años antes otro de los protagonistas más salientes de la historia norteamericana, Benjamin Franklin, había sostenido idéntico temperamento acerca del status de las Plantations. Tomando literalmente la locución imperium in imperio y analizando sus radicales corolarios, Franklin impugna la objeción que de ella sigue para las pretensiones de autonomía legislativa de las colonias. En efecto, dice, no existe imposibilidad alguna en que un mismo rey reine sobre dos o más reinos, que permanecen no obstante independientes, tal como se dio en el caso de Inglaterra y Escocia antes de 1707. Con todo, Franklin no deja de señalar que los colonos no reclaman todas las inmunidades de que gozó Escocia (es decir, reconoce que no cabe identificar la situación política del antiguo reino del norte con la de los recientes establecimientos en América); aunque sí pretenden con justicia administrar sus propios asuntos domésticos. Ese derecho les había sido reconocido por los reyes en el momento de la colonización, otorgándoles la facultad de regirse por su propio órgano legislativo, la cual habían ejercido durante toda su historia, con excepción del corto período del interregno –durante el cual hasta la propia Escocia independiente había resultado violentamente subyugada por Cromwell, observa Franklin-. A la nueva objeción de que el estado de cosas imperante bajo los Estuardo había sido trastocado por la revolución gloriosa, Franklin responde que tal suceso no había cambiado la situación política de Escocia, ni tampoco la de las colonias, las cuales habían continuado legislando en materia doméstica como hasta ese momento; prueba de ello es que nunca se pensó en hacer de la cámara de los Lores la última instancia de apelación judicial de las colonias. La respuesta al argumento de que el rey ya no posee facultades para garantizar o conceder derecho alguno la encuentra Franklin en el principio tantas veces aducido por los colonos: hay un uso de autonomía legislativa ejercido durante 150 años, que no puede ser desconocido sin injusticia70.
La posición de Franklin, en particular en su relación con los poderes metropolitanos, era formal en la afirmación de su sujeción al rey y su independencia (en el ámbito doméstico) respecto del parlamento británico. Los fundamentos del status de las colonias los hacía residir en la historia misma de esos establecimientos. Los primeros reyes los habían gobernado, tal como lo habían hecho con sus posesiones de Francia, sin concurso alguno del parlamento; éste, por su parte, tampoco había buscado interferir con la prerrogativa real. Recién con la gran rebelión, cuando usurparon el gobierno de todos los otros dominios del rey, como Irlanda, Escocia, etc. aquellos dominios que sostuvieron al rey fueron atacados y conquistados, y sujetos entonces como territorios conquistados. Pero no ocurrió lo mismo con Nueva Inglaterra, que reconoció al parlamento y fue considerada por ello como Sister-Kingdom. Es en esa línea como, a partir de una práctica inveterada, en el momento de la crisis las colonias no objetan las regulaciones del comercio general; como, por el contrario, sí rechazan sujetar sus asuntos internos a las leyes del parlamento, pues tal sujeción no formaba parte de su constitución original. La supremacía del parlamento debe ordenarse al bien de las colonias y al de todo el Imperio Británico, y su ejercicio debe ser asimismo muy restringido (a very sparing use). Otro temperamento, remata Franklin, originará disputas y no será aceptado71. En cualquier caso, sostiene, America is not part of the dominions of England, but of the King’s dominion. England is a dominion itself, and has no dominions72.

A MODO DE SÍNTESIS CONCLUSIVA. Y UNA PRECISIÓN SOBRE EL PROBLEMA DE LA SOBERANÍA

Somera tipificación político-constitucional

Las colonias parten de una situación política de sujeción a la Corona imperial. Se hallan bajo la soberanía del rey de Inglaterra –luego, rey de Gran Bretaña-, que se ejerce a través de los gobernadores y del reconocimiento de las cartas constitucionales, así como del derecho de veto y de la última instancia de apelación jurisdiccional. La legislación doméstica será básicamente de resorte de las asambleas; pero la regulación del tráfico comercial (i.e., la órbita externa de la vida de las colonias) queda también sujeta al poder imperial, sea del rey sea luego del parlamento –que asume el status de órgano soberano de Gran Bretaña y de Imperio-. Una condición político-jurídica de esta clase se asimilaría de hecho a la de una unión real, en la que a la soberanía del mismo monarca se agrega la existencia de órganos comunes (en este caso, el Privy Council como última alzada y el parlamento como regulador de la política exterior y del tráfico, con carácter extraordinario). Todo dentro del escenario típicamente asimétrico que se da al extenderse una potencia a territorios de ultramar (emigre o no a ellos población metropolitana –como ocurre en todos los dominios europeos en América-). Pues no hay en esos casos una comunidad preexistente, histórica, cultural, institucionalmente consolidada; sino que la metrópoli va de alguna manera constituyendo su contraparte de la unión.
Un caso análogo se registra con el Imperio español (rectius, castellano) en América. También allí la vinculación de los reinos o provincias de Indias se da con el monarca legítimo de Castilla (con la Corona en sentido personal). El órgano que entienden en los asuntos de Indias, por antonomasia el Consejo de Indias, es una institución especialmente constituidas para el gobierno, la administración y la jurisdicción en América. No hay una última alzada en un órgano común a la metrópoli, como en el caso del Privy Council inglés y luego británico. De todas maneras la legislación emana de esos órganos metropolitanos y no de cuerpos colegiados americanos. El régimen político y administrativo local en América ostenta, sin embargo, una marcada descentralización y participación vecinal (los cabildos). Si hubiera que encuadrar al Imperio de Castilla en América –y siempre con la salvedad antedicha de la asimetría fundacional entre las partes- tal vez podría pensarse también en una unión real, con identidad de monarca, órganos propios (aquí en el sentido de especiales –vg., el Consejo de Indias-, no de conformados por miembros locales, como en las Plantations) de gobierno y administración para Indias, ordenamiento jurídico propio y un sistema constitucional con algunas funciones clave integradas (política internacional, comercio, guerra)73.

La cuestión de la soberanía

Es un lugar común poner en tela de juicio sea la existencia, sea la vigencia, sea la necesidad de la soberanía. Si se trata de una última instancia de decisión gubernativa y legislativa y de una última instancia de apelación jurisdiccional –las cuales corresponden, en tanto órganos abocados a funciones insoslayables, a la naturaleza de una comunidad política- la soberanía, por principio, no puede faltar jamás. Lo cual no empece que su identificación y su sujeto (su localización) a veces se escabulla en concretas circunstancias históricas74. No obstante, y a pesar de lo sutil de las aristas que definen la presencia del poder último en las formas tradicionales de la monarquía occidental (contrarias al centralismo nivelador del Estado moderno y contemporáneo), es dable constatar la vigencia de este principio inderogable de la realidad política en la constitución imperial británica –y su convalidación por los reclamos de las colonias-.
Por un lado, las tesis norteamericanas partían de la afirmación de la soberanía del rey de Inglaterra, asesorado por su Consejo Privado y munido de la prerrogativa real. Cuando ya no se reconoció la soberanía del rey fue porque había pasado a reclamarse la radicación de la soberanía en las Trece Colonias: es decir, la independencia política y jurídica lisa y llana. Es así como el breve más compacto memorial de agravios que integra la Declaración de Independencia –surgida (en el seno del Segundo Congreso) de la comisión redactora integrada por Jefferson, Adams, Sherman y Livingstone y escrito en su casi totalidad por el primero de sus miembros- proclama roto el vínculo que unía a las colonias con el monarca75.
Por otro lado, la conservación de la costumbre constitucional de la legislación autónoma, que proponían varios actores de la disputa (cada uno con sus eventuales matices), no negaría, en principio, el título de soberanía en cabeza del órgano supremo de Gran Bretaña. Cabría decir en principio si se tiene en cuenta el fundamento de validez que de suyo representa la costumbre76; tanto más si se repara en la significación que revisten en el mundo jurídico anglosajón el precedente y el uso77. En efecto, las colonias habían echado mano al recurso de la costumbre para afianzar sus derechos constitucionales autónomos; a partir de 1720, indica Greene, cesaron los pedidos coloniales de un reconocimiento explícito de sus derechos por parte de la metrópolis. En cambio, las asambleas optaron por asegurarlos a través del uso y la práctica, contando con la aquiescencia de Londres. El ejercicio de esos derechos iría, pues, adquiriendo la sanción de la costumbre. Fue así como paulatinamente fueron conformándose los círculos constitucionales concéntricos/superpuestos de que hemos hablado, y que configuraron un statu quo político bien establecido para la época en que se enciende la crisis de la Stamp Act. Ahora bien, aunque todo lo que acaba de decirse dicho respecto de la autonomía doméstica es cierto, también lo es que, sobre la base de esa costumbre que significaba consenso (inveterado, transgeneracional y, por tanto, más acendrado en tanto consenso que el de una decisión circunstancial o un acuerdo coyuntural), las colonias habían ido aceptando asimismo la regulación de su tráfico externo y sus relaciones exteriores –en suma, de su ordenación como partes del Imperio-, por el rey primero y por el parlamento después78. Tales facultades de último y superintending power (reconocidas al parlamento por las colonias durante el s. XVIII), al hacer recaer en el cuerpo supremo de Gran Bretaña la determinación de qué decisión correspondía al buen orden del Imperio, asignaba al parlamento –por la naturaleza de la realidad del poder- el derecho o la competencia para decidir las competencias, sobre todo en un eventual estado de excepción. Es decir que esas facultades vigentes (sea que su validez fuera otorgada por el título o por el uso) ponían en manos del parlamento la decisión soberana. Lo cual no implicaba, va de suyo, que su autoridad pudiera extenderse a la intromisión sistemática y ostensible en la órbita legislativa doméstica de las colonias y a la imposición de gravámenes sin precedentes79. Precisamente en la ausencia de precedentes de legislación en el interior de las colonias finca McIlwain la cuestión capital para dirimir la constitucionalidad del reclamo de las colonias. Esta tesitura, en general, aparece recogida y abonada en investigaciones posteriores, como la de David Ammerman, quien se aplica a mostrar cómo entre 1764 y 1776 el Imperio Británico enfrentó una crisis política para la cual no existían precedentes constitucionales80.
Y en este estadio de nuestra investigación resulta lícito dar por probado que la ausencia de tales antecedentes se vinculaba con el hecho de que la forma política de la metrópolis había mutado, como hemos demostrado a lo largo de estas páginas. En efecto,

(…) el parlamento pasó actuar con las colonias como si fueran partes de un Estado propiamente dicho, dotado de un órgano de poder concentrado que regía unitaria y uniformemente sobre toda la nación –cuando en realidad las colonias eran (o, cuanto menos, se pretendían –en la medida en que así habían sido tratadas por 150 años-) comunidades sólo sujetas al rey de Inglaterra y no partes del Estado nacional británico.

La inviabilidad de la representación virtual respecto de las colonias echa luz sobre lo dicho. La idea de representación virtual había tomado cuerpo en la política británica de la época, y el mismo Edmund Burke había sido un portavoz extraordinario de su sentido y valor. A lo largo de su carrera el estadista expresó que el parlamento no es un congreso de embajadores sino un cuerpo común con un interés también común, el de la comunidad política, y que en la medida en que sirve ese interés del todo representa a todos, aunque no todos hayan votado un representante81. Pero los norteamericanos no aceptaron que el parlamento británico estuviera efectivamente representándolos, ni siquiera de modo virtual. Si los habitantes de Sheffield estaban representados en el Parlamento por representantes en cuya elección no habían intervenido, no podía ocurrir lo mismo con los colonos de ultramar. Grafica certeramente Morgan: si los miembros del Parlamento representaban a los votantes y los votantes representaban a los no votantes… eso sólo tenía sentido donde la geografía unía a los hombres. Es que semejante distancia haría ilusoria a una auténtica representación. Ahora bien, tal circunstancia geográfica no era el factor determinante para viciar y tornar impugnable dicha posibilidad. Como bien lo detecta el mismo Morgan, el fundamento último para rechazar la idea de una representación virtual en el Parlamento británico estribaba en la asunción, por parte de los norteamericanos, de que constituían una realidad política distinta82. El rechazo a la representación virtual significa a las claras que las colonias no juzgaban ser parte de una misma comunidad política con Gran Bretaña (lo cual, estrictamente, no eran: no parts …but distinct dominions, había sentenciado el oracular Blackstone)83. Semejante status sólo permitía la sujeción a un monarca común, bajo la forma política de unión personal o unión real. En síntesis: el cuerpo representativo británico no vincula a las colonias porque no las representa; y no las representa porque es órgano supremo de Gran Bretaña (i.e, de otro Estado –además configurado como Estado nacional more moderno-).
Así, y como conclusión: si la soberanía como principio del orden político no se hallaba ausente de la forma tradicional del Imperio bajo los Estuardo (y en las primeras décadas del s. XVIII); es la irrupción de las exigencias de una nueva concepción imperial del poder, aneja a la forma política de la democracia basada en la soberanía del pueblo o de la nación, la que provocará la ruptura con la metrópolis y la independencia de las colonias.

 

NOTAS

1 Levene, 1946: LXXXII.

2 Tocqueville, 1963: L. I, cap. I.

3 Sobre el tópico puede verse Morán, 1989: 15-26. En su bosquejo el ambiente intelectual y religioso de la sociedad norteamericana en tiempos de la independencia, la autora destaca la presencia fundacional y la pregnancia de las ideas de la masonería.

4 La mayoría de los norteamericanos se mostró indiferente respecto de la esclavitud e incluso no se avergonzó de la evidente contradicción entre la Declaración (de la Independencia) y la existencia de la esclavitud. Esa actitud podía responder a distintas razones y la más evidente era la de que la esclavitud constituía una norma social ampliamente aceptada. (Mc Donald, 1991: 56).

5 Así, al exponer los inicios del pensamiento conservador en Estados Unidos, Clinton Rossiter estampa: un punto final, tal vez el más importante del capítulo: esos tempranos conservadores, incluidos los conservadores conscientes, eran norteamericanos auténticos, nativos, y su conservadurismo, por lo tanto, estaba moldeado por el entorno norteamericano. A pesar de toda su retórica sobre la aristocracia y la desigualdad, John Adams era John Adams y no Edmund Burke. Las pautas para juzgar el fenómeno del conservadorismo surgido en Estados Unidos, continúa el autor, son pautas norteamericanas: las pautas de un paísdonde el liberalismo ha sido la fe común y la democracia de la clase media la práctica común. (Rossiter, 1982: 133-134). Juicio refrendado, respecto del particular caso Adams/Burke -pero seguramente sintomático del perfil de las ideas norteamericanas-, por Russell Kirk, quien advierte la disonancia entre ambos pensadores a la hora de aquilatar el sentido de la corona hereditaria y el valor de las instituciones religiosas (Kirk, 1956: 97-98). Sobre Adams véase Kirk, nota 60.

6 Sobre la influencia de los principios políticos de Locke en el ambiente intelectual de las colonias durante el s. XVIII, ver Mc. Donald, 1991: 63-73.

7 La transgresión de ese principio comportaba incluso más, en la medida en que en tiempos del enfrentamiento de los colonos con la metrópolis latía aún la idea tradicional de que el impuesto era una suerte de regalo y concesión voluntarios (así lo llamaba Pitt el viejo) de los súbditos hacía el soberano (Morgan, 2006: 253). No puede dejar de observarse, de pasada, el abismo que media entre esa concepción y las prácticas (no cuestionadas) del Estado fiscal de nuestros días.

8 Bailyn, 1972: 185.

9 En el presente trabajo no nos proponemos historiar pormenorizadamente la secuencia de sucesos que transcurren entre la Stamp Act y el final de la guerra de la independencia norteamericana. Sólo mencionaremos aquéllos que resulten necesarios para enmarcar el debate y las causas político-constitucionales del conflicto y de sus consecuencias.

10 Ver McIlwain, 1958 (se utiliza la segunda edición de la obra).

11 Greene, 2011: 1.

12 Dicho enfoque, durante el período mencionado, tiene como figuras principales al propio Greene y al historiador del Derecho John Phillip Reid, cuya ingente aportación al problema de la independencia desde la formalidad constitucional ha sido publicada entre 1977 y 2005.

13 Así, cuando comenzaron los avances de las pretensiones del parlamento sobre las colonias, la asamblea de New Jersey protestó contra el intento de atentar contra la constitución fundamental de la colonia y de alterar “las concesiones hechas a los primeros pobladorespor los reales ancestros de su Majestad (1745) –cit. por Greene, 2011: 58-59-.

14 Para una síntesis de la aparición de las cartas coloniales cfr. Aparisi Miralles, 1995: 247-270.

15 Cfr. Sutherland, 1972: 147.

16 García-Pelayo, 1945: 59-62; Sutherland, 1972: 143-146. Sobre el funcionamiento de la última alzada jurisdiccional nos ilustra Sutherland,1972: 161-163.

17 Cfr. Nagl, 2013: 42.

18 Cfr. Greene, 2011: 9-10 y 17.

19 Ibídem: 13-16.

20 Ibídem: 18-20; 25.

21 Ibídem: 27-35.

22 Así resume Greene la acción legislativa del parlamento en las colonias: Durante las primeras seis décadas del siglo XVIII, sancionó legislación para alentar la producción de almacenes navales (1706) e índigo (1748) en las colonias, para regular el valor de la moneda extranjera (1708), para restringir la manufactura colonial de sombreros (1732) y acero (1750), para facilitar a los acreedores el pago de las deudas coloniales (1732), para desalentar el tráfico con las islas azucareras extranjeras (1733), para prohibir a los bancos privados de emisión en las colonias (1741) y para prohibir la emisión de moneda de curso legal en las cuatro colonias de Nueva Inglaterra (1751). Aunque también promulgó unas pocas medidas concernientes a las colonias como un todo, incluyendo leyes para establecer una oficina de correo colonial (1710) y para proveer disponer la naturalización de extranjeros que emigraban a las colonias (1740), el parlamento, como Martin Bladen –miembro del parlamento y del Board of Trade- observó en 1739, en la práctica había limitado en gran medida sus actividades con respecto a las colonias a ‘establecer deberes sobre su producción y a promulgar leyes para asegurar las ventajas de su comercio con nosotros’. (Greene. 2011: 44-45). En la misma línea, y respecto del parlamento y de la Corona, concluye Bailyn: estaban lejos de ser poderes absolutos; no constituían, en conjunto, un ejercicio del poder en profundidad; (s)ólo afectaban los aspectos exteriores de la vida colonial (…) les correspondía la supervisión última de las acciones iniciadas y sostenidas por las autoridades coloniales. Todos los demás poderes eran ejercidos de hecho, si no en la teoría constitucional, por los organismos de gobierno locales, coloniales. Esta ámbito de autoridad residual, que constituía la ‘política interna’ de la comunidad, representaba la mayor parte de la sustancia de la vida cotidiana (Bailyn, 1972: 189).

23 Greene, 2011: 35-51; Bailyn, 1972: 188.

24 Greene. 2011: 51-64. Subsecuente a tales esferas (comunitarias y de poder) superpuestas es la existencia de unas lealtades escalonadas y plurales, típicas de la monarquía compuesta tradicional en general: por ejemplo un habitante de la ciudad de Tarragona podía ser tarraconense (ciudad), catalán (reino/principado), aragonés (corona) y español (monarquía), sin que esas lealtades causaran conflictos, de modo incompatible con lo que ocurrirá en los Estados nacionales del s. XIX, ilustra Matthias Gloël. Y agrega: (la) monarquía compuesta, en cambio, destaca la continuidad medievista y rechaza los conceptos de “unidad nacional” o “estado nacional” (Gloël, 2014: 83-97 -aquí, 86-). Para la introducción (historiográfica) del concepto de monarquía múltiple Elliott, 1992: 48-71. Precisamente la contextura sociojurídica de la misma madre patria había respondido –y, en alguna medida, continuó respondiendo- a ese tipo de estructura descentralizada: (y) a la sola Inglaterra no era un Estado unitario con un sistema jurídico unitario, sino una monarquía compuesta por distintos condados con jurisdicciones diferentes, que ostentaba un acendrado pluralismo jurídico. (Nagl, 2013: 41).

25 Blackstone, 1809: 49 y 52.

26 Belloc, 1980: t. II, 83 y ss.

27 El capítulo inglés de las doctrinas del absolutismo y de las teorías del derecho divino de los reyes tiene una relevancia significativa en la historia de las ideas sobre el Derecho y el Estado. Téngase en cuenta que el mismo Jacobo I fue un autor destacado en la afirmación de la monarquía de derecho divino (cfr. su Basilikón Dorón, en McIlwain, 1918: 3-53); y es conocida su polémica con los grandes escolásticos aristotélicos Bellarmino (1542-1621) y Suárez (1548-1617). Es ocioso mencionar la trascendente presencia e influencia de Hobbes, cuyos De cive y Leviatán aparecieron justamente en esa época (1642 y 1651). Por fin, en 1680 Sir Robert Filmer publica su Patriarcha (conspicuo jalón de las teorías monarquistas), contra el que polemizará Locke en su Primer Tratado sobre el gobierno. Sobre el problemático carácter aristotélico del pensamiento político de Suárez –y ante las dudas que pueda plantear nuestra afirmación en tal sentido- nos permitimos remitir a Castaño, 2013; 2014; 2016; 2017.

28 Al respecto, constatemos con el clásico historiador del Derecho Maitland una consecuencia institucional de envergadura, que se explica a partir del factor religioso ínsito en la revolución inglesa: no existe modo, creo, de que un rey en el trono pueda cesar de reinar, salvo por su muerte, por estar en comunión con la Iglesia de Roma profesando la religión papista o por desposar a una papista; y, posiblemente, por abdicación. (Maitland, 1955: 344).

29 Estas líneas de fuerza de los factores de poder tienen su correlato filosófico-político en la teoría lockeana esbozada en el Segundo Tratado sobre el Gobierno (1689), mojón fundacional del liberalismo político. La justificación de la vida política estriba en el consenso de individuos y grupos que acuerdan la existencia de un poder coactivo encargado de velar por sus intereses particulares (Locke, 1980: & 89, 95 y ss., 125, 171, 212) –Castaño, 2003: cap IV.

30 Citada por Dicey, 1956: 44. la obra original es de 1885 y tuvo una 8a. edición en vida del autor en 1915

31 Sobre la naturaleza y operatividad de la idea de soberanía del pueblo remitimos a Castaño, 2015b: caps. I, II, IV y V.

32 Para las categorías de representación ante y por el poder Galvâo de Sousa, 2011: esp. 35-45.

33 Blackstone, 1809: t. I, 42. Es de notar que para Blackstone, como para la tradición iusnaturalista empirista que se ejemplifica en Locke, la ley natural no es inmediatamente cognoscible en sus primeros preceptos, sino que es establecida y deducida por los moralistas. Al contrario de la ley revelada, la ley natural “es sólo lo que, por la asistencia de la razón humana, imaginamos que es esa ley (i.e., la revelada)” (id., ibid.).

34 Cfr. Dicey, 1956: 39-76 (la obra original es de 1885 y tuvo una 8a. edición, en vida del autor, en 1915).

35 Para McIlwain, antes de 1649 el thereunto belonging utilizado al enumerar las posesiones del rey significaba a part of (i.e., the Realm); luego de la revolución ya se entenderá como British possessions (McIlwain, 1958: 25-26).

36 Ibídem, 1958: 22-28.

37 Ibídem, 1958: 112-115.

38 Maitland, 1955: 338.

39 Bailyn, 1972: 188-189.

40 Para las figuras de la unión real y de la unión personal, ya clásicas en el Derecho Político desde el s. XIX –y de las cuales el tópico de las monarquías múltiples no es sino un revival en sede historiográfica-, cfr. Jellinek,1882: 82-88 y 197-253; Brie, 1886: 69-79; Pliveric, 1886: 64-112; Bornhak, 1900: passim; Brunialti, 1891; Hatschek, 1909; Kunz, 1929: 246-257 y 404-434. En el ámbito hispánico merece destacarse Posada, 1923: t. I, cap. V; y, sobre todo, el opus magnum de Manuel García-Pelayo: García-Pelayo, 1993: 205-209.

41 Un caso interesante de contestación a la supremacía británica sobre las colonias, que no desdice el núcleo de preocupación por el status constitucional de las Plantations, pero que al mismo tiempo posee rasgos propios, es el de Thomas Paine. En efecto, Paine no sólo pone en entredicho el sistema constitucional (nominalmente) tripartito del gobierno de la metrópolis (rey, pares, comunes); sino que la radicalidad de su rechazo llega asimismo a negar el carácter de madre patriade Inglaterra: Europe, and not England, ist the parent country of America. This New World has been the asylum for the persecuted lovers of civil and religious liberty from every part of Europe. La solución del conflicto, el reaseguro de los derechos y la custodia de la paz sólo podían provenir de la independencia (i.e., a continental form of government), avanza en su radical planteo de Common Sense, panfleto publicado el 10 de enero 1776 (Paine, 1953: 7, 21, 29).

42 Para las líneas siguientes Burke, 1785: 37-93.

43 Leave the Americans as they antiently stood; and thefe diftinctions, born of our unhappy conteft, will die along with it. They, and we, and their and our anceftors, have been happy under that fyftem. Let the memory of all actions, in contradiction to that good old mode, on both fides, be extinguifhed for ever. Be content to bind America by laws of trade; you have always done it. Let this be your reafon for binding their trade. Do not burthen them by taxes; you were not ufed to do fo from the beginning (-se conserva la grafía de la época- Burke,1785: 89).

44 Su elogio de la prudencia y de la adaptación a las circunstancias no tiene parangón en la filosofía política moderna, agrega el historiador argentino (Irazusta, 1970: 190). Para una síntesis que avalora las ideas de Burke en relación a las colonias vide pp. 173 de esa obra del académico argentino.

45 Cfr. EdmundBurke’s Speech On Conciliation with the American Colonies (22 de marzo de 1775) Burke,1900: 87-; ver también García Pelayo, 1945: 66.

46 Greene, 2011: 90.

47 Moses Mather, America’s Appeal, cit por Bailyn, 1972: 207.

48 James Wilson, Considerations on the Nature and the Extent of the Legislative Authority of the British Parliament, cit. por Bailyn, 1972: 208.

49 No era inequívoca la significación del término Crown en ese época, razón por la cual vale aquí la precisión. De hecho, en la baja edad media ya se había podido distinguir entre el rey como rey (es decir, su persona pública como soberano) y la Corona; así fue, por ejemplo, como se adscribió al rey la función de curator coronae (cfr. Kantorowicz, 1985: 350 y ss.; se trata precisamente de una obra clásica centrada en la historia política inglesa); sobre esa función cfr. asimismo García-Pelayo, 1968: 45. Además de otros sentidos de naturaleza corporativa o comunitaria (ver nota 35), Corona también ha significado el conjunto de derechos patrimoniales, señoriales y jurisdiccionales, distinto pero no separado de la persona del rey. Tales derechos, en buena parte de carácter feudovasallático, transpersonalizan a la corona como sujeto, erigiéndolo en una entidad objetiva e impersonal (García-Pelayo, 1968: 34).

50 Ibídem, 1968: 51.

51 McIlwain,1958: 96-107.

52 Knox, 1769: 50-51.

53 Puede verse una semblanza de Hutchinson como prominente figura tory norteamericana en Parrington, 1941: t. I, 283-302.

54 Hutchinson, 1773: 77-83.

55 Nótese bien: trasunta independencia el sentido sociológico-histórico (como cuando nos referimos a las antiguas colonias griegas de ultramar –a las cuales el mismo Ramsay alude-, que se constituían como auténticas póleis); porque en la acepción político-jurídica hoy usual sería lo contrario: una colonia es parte, aunque sin participar de la naturaleza de lo político, pues se halla no estrictamente integrada sino meramente subordinada a la comunidad política de la que depende.

56 Ramsay, 1972: 304–326.

57 Here is the Authors great Mistake repeated. (The colonies)are Parts of the King’s Dominions, as the Provinces in France were, as Scotland was before the Union, as Jersey, Guernsey, and Hanover are still; to be Governed by the King according to their own Laws and Constitutions, and not by Acts of the British Parl(iamen)t, which has Power only within the Realm. Anota Frankin –vide nota 45-.

58 Cfr. Calvin’s Case (1572), 77 ER 377; en Fraser, 1608. Un agudo y pormenorizado análisis del sentido del célebre caso “Calvin”, muy presente en la presente disputa, se halla en Black, 976.

59 Cfr. la Answer, reproducida in extenso en McIlwain,1958: 129-137.

60 Burke, 1785: 89.

61 Se trata de un buen exponente del pensamiento liberal norteamericano de la época, de talante conservador y consubstanciado con los principios fundacionales que habían configurado la cultura anglosajona transplantada a América. Resulta significativo en ese sentido su juicio sobre la libertad de pensamiento: The freedom of thinking was never yet extended in any country so far, as the utter subversion of all religion and morality; nor as the abolition of the laws and constitution of the country. Adams menciona especialmente el ejemplo de la obligación en que se hallan los protestantes de resistir a quien quisiera introducir el catolicismo en sus comunidades (Adams & Sewall,1819: 76).

62 Ibídem: 26.

63 Ibídem: 30.

64 Ibídem: 36.

65 Ibídem: 37.

66 Ibídem: 41.

67 We have, by our own express consent, contracted to observe the navigation act, and by our implied consent, by long usage and uninterrupted acquiescence, have submitted to the other acts of trade, however grievous some of them may be. This may be compared to a treaty of commerce, by which those distinct states are cemented together, in perpetual league and amity. And if any further ratifications of this pact or treaty are necessary, the colonies would readily enter into them, provided their other liberties were inviolate (Ibídem,1819: 89).

68 Cfr. de este ensayo de Novanglus las pp. 78-93.

69 Adams &Sewall, 1819: 110 y ss.; también Ammerman, 1976: 473-501.

70 The London Chronicle, October 18-20, 1768 –en Franklin, 1972a: 233-. Viene aquí a cuento el juicio de Kohn, respaldado en expresiones del propio Franklin, respecto de que los angloamericanos entraron en conflicto con la madre patria no por considerarse antiingleses sino por lo contrario: exigían la conservación de sus derechos y la vigencia de las libertades que siempre había reconocido la constitución británica; y rechazaban las imposiciones arbitrarias contrarias al derecho común y a la antigua usanza. (Kohn, 1966: 20).

71 Cfr. Respuesta a Mr. Strahan (22-29/11/1769), en Franklin, 1903: 238-239.

72 “Observations on passages in ‘An Inquire into the nature and causes of the disputes between the british colonies in America and their mother country’, cap. ccclxxiii (1769), en Franklin,1904: 154.

73 Para la monarquía hispánica como monarquía múltiple vide Bravo Lira, (2013 y 2014). Sobre el tema llevamos adelante en este momento una investigación cuyos resultados irán apareciendo próximamente.

74 Castaño, 2003 y 2005: 196-199.

75 That these United Colonies are, and of Right ought to be Free and Independent States; that they are absolved from all Allegiance to the British Crown and that all political connection between them and the State of Great Britain, is and ought to be totally disolved (en Elliot,1938: 153).

76 Se halla una puntualización clásica de la costumbre como fuente de validez jurídica en Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-IIae., 97.

77 Sobre el tópico vide Allen, 1969: 161 y ss. Repárese en que en Estados Unidos nada menos que el control de constitucionalidad es costumbre constitucional.

78 Greene, 2013: 25, 53-54, 85-86.

79 A pesar de la revocación de la Townshend Act (1770), el mantenimiento del impuesto al té seguía comportando la transgresión de la practice de no imponer gravámenes en el ámbito doméstico, en la misma línea de la Stamp Act, por lo que contribuyó decisivamente a encender enfrentamientos que, a esta altura del conflicto, ya trascendieron el debate de ideas y terminaron llevando a la guerra. Pues se desconocía una costumbre que, al ser dejada de lado, lo era de un modo contradictorio y no meramente contrario a esa practice. No se trataría, en efecto, de comenzar a cobrar impuestos internos al té, cuando ya se cobraban usualmente a la lana y a los cereales; sino de ejercer poderes fiscales por encima de las asambleas locales -cuando esto nunca había sido practicado, según el propio Burke deploraba en el recinto de Westminster-.

80 Ammerman, 1976: 474.

81 Para la noción de representación en Burke vide Hanna Fenichel Pitkin, 1985: cap. 8.

82 Morgan, 2006: 254-258.

83 Blackstone, 1809: 107. Sobre las discusiones de ese momento en torno de la representación virtual vide asimismo Aparisi Miralles, 1995: 345-351.

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