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Revista de historia americana y argentina

Print version ISSN 2314-1549On-line version ISSN 2314-1549

Rev. hist. am. argent. vol.54 no.1 Mendoza June 2019

 

DOSSIERS TEMÁTICOS

¿PROVINCIAS O ESTADOS? EL CONCEPTO DE PROVINCIA Y EL PRIMER CONSTITUCIONALISMO PROVINCIAL RIOPLATENSE. Un enfoque ius-histórico

 

Alejandro Agüero*

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).  Universidad Nacional de Córdoba (UNC). Córdoba, Argentina.aleaguero@hotmail.com

Recibido: 20-12-2018
Aceptado: 27-03-2019

 

RESUMEN

Considerar que las provincias rioplatenses no eran tales… sino que eran Estados independientes, obliga a preguntarse por qué conservaban la denominación de provincias. En efecto, la equívoca denominación de provincias es una de las principales fuentes de confusión en el estudio de las formas iniciales de Estado en el Río de la Plata. Tomando como punto de partida de este planteamiento formulado por Chiaramonte (1995: 165), este trabajo procura encontrar el sentido de aquella denominación, recurriendo para ello a la tradición jurídica y a las condiciones que transformaron el concepto de provincia durante la etapa formativa del federalismo rioplatense. Analizando, además, las primeras constituciones provinciales, intentamos reflexionar  entorno a la estadidad adjudicada a las provincias en este período y mostrar el papel fundamental que asumió el concepto de provincia en dicho contexto.
Palabras claves: Provincia (concepto); Constituciones provinciales; Federalismo argentino; Río de la Plata en el siglo XIX.

ABSTRACT

Considering that the provinces of Rio de la Plata were not such... but that they were independent States, makes one wonder why they kept the denomination of provinces. In effect, the mistaken denomination of provinces is one of the main sources of confusion in the study of the initial forms of State in the Río de la Plata. Starting from this statement formulated by Chiaramonte (1995: 165), this work tries to find the meaning of that denomination, resorting to the legal tradition and the conditions that transformed the concept of province during the formative stage of Rio de la Plata federalism. In addition, analyzing the first provincial constitutions, we tried to reflect on the statehood assigned to the provinces in this period showing the fundamental role assumed by the concept of province in this context.
Key words: Province (concept); Provincial constitutions; Argentinean federalism; 19th century Rio de la Plata.

 

INTRODUCCIÓN

¿Provincias o Estados? Bajo este interrogante, Chiaramonte desarrolló una serie de argumentos que cuestionaron la forma en que la historiografía argentina había interpretado el proceso formativo del federalismo durante la primera mitad del siglo XIX. Un aspecto central de su planteamiento consistía en afirmar el carácter de estados soberanos e independientes de unos territorios que, sólo por una confusión terminológica, siguieron denominándose provincias. Su propuesta de considerar que las provincias habían sido Estados soberanos (o soberanías independientes) a lo largo del período 1820-1853, supuso adoptar una perspectiva radicalmente distinta a la existente en la historiografía sobre el tema1. Desarrollada en diversos textos durante varias décadas, aquellas premisas, bajo el mismo interrogante, han sido revalidadas en un reciente libro sobre las raíces del federalismo latinoamericano2.
Los trabajos de Chiaramonte contribuyeron, como es bien conocido,a la definitiva deconstrucción del mito de los orígenes basado en el anacronismo de presuponer un principio de nacionalidad ya activo a comienzos del proceso revolucionario3. Desde el punto de vista de la historia jurídica, tuvieron también el mérito, no siempre reconocido, de poner en primer plano el valor heurístico del lenguaje institucional y, muy especialmente, el de las constituciones provinciales sancionadas durante la primera mitad del siglo XIX. Se adentraron así en un terreno que estuvo mucho tiempo opacado por el estudio del caudillismo -percibido como fenómeno antitético de las formas jurídicas- o bien, por el interés casi excluyente por el desarrollo de las instancias nacionales en desmedro de las esferas provinciales.
Sin quitar mérito al cambio de perspectiva impulsado por Chiaramonte, algunas lecturas críticas apuntaron la necesidad de matizar la afirmación acerca de la inexistencia de toda forma de identidad nacional en el Río de la Plata durante la primera mitad del siglo XIX. En este sentido, Pilar González Bernaldo advirtió sobre el riesgo de querer evitar un anacronismo imponiendo otro, consistente en pretender que no existieron formas de identidad supraprovinciales alternativas al modelo de nación de finales del XIX4. Jorge Myers, por su parte, además de señalar el mismo problema, objetó el tipo de fuentes utilizadas para indagar cuestiones que, como los sentimientos de pertenencia, exceden el campo del discurso jurídico5.
No pretendemos aquí tomar posición sobre un fenómeno cultural complejo como el de los sentimientos de pertenencia o las formas de identidad colectiva que, efectivamente, exceden el marco analítico de la historia del derecho. Sin embargo, a los fines de este trabajo, nos parece oportuno recordar algunas observaciones que desde la ius historia formuló Abelardo Levaggi sobre el léxico constitucional de la primera mitad del siglo XIX. A su juicio, la paradoja expresada por Chiaramonte acerca de la conservación del término provincia -en lugar de estado- durante el período confederal solo podía ser fruto de un ejercicio académico hecho desde una perspectiva especulativa moderna que no tenía en cuenta la evidencia empírica sobre los alcances de los términos en el lenguaje de la época estudiada6.Esta última crítica nos parece relevante porque no objeta el carácter de las fuentes, sino su interpretación.
En este trabajo nos proponemos volver a reflexionar sobre aquella pregunta inicial, profundizando algunos argumentos ya esgrimidos por Levaggi, pero focalizándonos en la transformación del término provincia para mostrar que, a nuestro juicio, se constituye en uno de los conceptos sociopolíticos fundamentales del período7.Al margen de la cuestión terminológica, nos interesa también subrayar los límites con los que, desde el punto de vista de la semántica histórica, las provincias podían definirse como estados soberanos e independientes en el contexto estudiado. Para ello, pretendemos volver a la lectura de las primeras constituciones provinciales, tomando en consideración los recientes desarrollos historiográficos sobre el constitucionalismo hispano, con el doble propósito de comprender el sentido del término provincia y subrayar los matices relativos a la estatidad o estadidad8 de las provincias durante la etapa formativa del federalismo rioplatense.
Una última aclaración nos parece importante. No es nuestro objetivo analizar aquí la condición estatal de las provincias desde un enfoque de state-building, algo que nos exigiría otro horizonte analítico y bibliográfico. Lo que nos interesa es comprender el sentido político jurídico de la transformación, primero, y de la persistencia, después, del término provincia en el primer constitucionalismo provincial rioplatense.

PROVINCIAS Y CIUDADES, FORMAS DIVERSAS DE ESPACIALIDAD

Comenzando por el aspecto terminológico, Chiaramonte ha sostenido que si se asume que las provincias no eran tales, sino que eran estados independientes, es necesario preguntarse por qué conservaban la denominación de provincias. De acuerdo con su punto de vista, la equívoca denominación de provincias es una de las principales fuentes de confusión en el estudio de las formas iniciales de Estado en el Río de la Plata9.A primera vista, parece legítimo preguntarse ¿por qué unos territorios que se habían declarado independientes y soberanos conservaron la denominación de provincias, término cuya definición resulta en parte contradictoria con aquella condición de independencia y soberanía?
La respuesta de Chiaramonte a esta pregunta ha consistido en atribuir a los actores del momento una suerte de imprecisión terminológica. Recordemos sus palabras:

(…) las provincias rioplatenses conservaban la denominación provincia por efecto conjugado de la tradición administrativa española vigente aún en el primer período independiente –tradición en la que el término provincias había sido imprecisamente utilizado para referirse a los dominios de ultramar–, y de la fugaz calidad de provincias propiamente dichas que les otorgaron los breves lapsos de existencia de gobiernos centrales rioplatense, tales como el Directorio o la presidencia de Rivadavia, sin que esa denominación les impidiese considerarse a sí mismas como Estados independientes y soberanos10.

Con esta premisa, analiza el uso del término provincia para despejar confusiones derivadas de su posible utilización anacrónica. Los testimonios de la época que utiliza, tomados de diversos contextos de enunciación, muestran que provincias era usado como sinónimo de pueblos, término éste que tenía un sinónimo más cabal en el de ciudad. Incluso hay ejemplos en los que provincia se equipara con estado, lo que podría resolver la cuestión en el plano lexical11.Aun así, nos parece importante analizar la repuesta transcrita porque ella encierra, a nuestro juicio, un salto argumentativo implícito; afirma, por un lado, que el término provincia era usado imprecisamente en la época colonial y, por el otro, que durante los lapsos en que hubo gobiernos centrales en el Río de la Plata, después de 1810,los territorios tuvieron una fugaz calidad de provincias propiamente dichas.
¿Cómo es posible que un término que había sido usado imprecisamente durante siglos apareciera utilizado con toda propiedad unos años después sin que haya mediado una explícita estipulación sobre su uso? ¿Cuál es, o cuando surge, el criterio para hablar de provincias propiamente dichas? Como veremos, más allá de la polivocidad inherente a todo concepto político, el término provincia tenía un uso técnico, más preciso, en el lenguaje jurídico colonial que, a nuestro juicio, se mantuvo durante los primeros gobiernos generales surgidos tras la revolución de 1810. Vale decir que, tanto en uno y otro momento, el término provincia tuvo un mismo sentido técnico que sería, sin embargo, objeto de una aguda transformación a partir de los fracasos de los gobiernos generales desde 1815 en adelante, siendo la sinonimia con ciudad una consecuencia, no una premisa, de ese proceso.
En tanto se trata de indagar el sentido de términos que designan objetos institucionales, es necesario mirar el campo jurídico para encontrar el núcleo semántico forjado en la tradición precedente y observar, luego, cómo la experiencia del proceso revolucionario incidió sobre los significados. Comenzaremos entonces dando cuenta de una primera constatación fundamental: en el lenguaje institucional de la monarquía hispana de finales del siglo XVIII, provincia y ciudad no sólo no eran sinónimos, sino que, además, remitían a dos formas diferentes de concebir el espacio político12.
Siguiendo a A. M. Hespanha, podemos decir que en la tradición jurídica de antiguo régimen el término provincia servía para designar, antes que nada, el espacio puesto por el poder central bajo la competencia de un magistrado. Esta definición, dice el citado autor, reflejaba una concepción doctrinal del espacio, sostenida por los juristas en función de las fuentes romanas. En ella, la competencia del magistrado primaba sobre cualquier posible factor objetivo derivado de la relación entre comunidad y territorio. De allí que la palabra provincia se usara, salvo excepciones, para designar las circunscripciones del poder real de carácter relativamente convencional y disponibles en función de los requerimientos del soberano y de los súbditos13.
Con ese sentido, precisamente, el término provincia se utiliza en el léxico jurídico de la Monarquía para designar, al menos desde el siglo XVII, los distritos de las Audiencias -provincias mayores- y los distritos de los gobernadores -provincias menores-, de acuerdo con lo establecido en la ley 1, título 1, libro V de la Recopilación de Indias. El comienzo de este texto legal refleja la disponibilidad a la que hemos aludido: Para mejor, y más fácil gobierno de las indias Occidentales, están divididos aquellos Reynos y Señoríos en provincias mayores, y menores…14. Esa disponibilidad se pondría en evidencia un siglo más tarde con motivo de las reformas borbónicas que intervinieron notoriamente sobre el espacio provincial. Recordemos el lenguaje usado en la primera disposición de la Real Ordenanza de Intendentes de Buenos Aires:

A fin de que mi Real voluntad tenga su pronto y debido efecto, mando se divida por ahora en ocho Intendencias el distrito de aquel Virreinato, y que en lo sucesivo se entienda por una sola Provincia el territorio o demarcación de cada Intendencia con el nombre de la Ciudad o Villa que hubiese de ser su Capital, y en que habrá de residir el Intendente…15.

La voluntad del monarca servía así de causa para la determinación de una espacialidad que, a pesar de resultar modificada por la Ordenanza, mantenía el significado de provincia como distrito sobre el que se proyecta el poder del soberano a través de un magistrado, en este caso, del Intendente. Aunque la intendencia recibiera el nombre de la ciudad capital, la provincia no se confundía con esta -ni las autoridades del cabildo capitalino eran autoridades provinciales-; la potestad del intendente se proyectaba sobre las demás ciudades del distrito respectivo. Es importante destacar que la designación intendencia remite al nombre del nuevo magistrado, sin embargo, como se desprende del texto citado, ella presupone la misma concepción del espacio y el mismo concepto de provincia (que en lo sucesivo se entienda por una sola Provincia el territorio o demarcación de cada Intendencia), fungiendo ambos términos, eventualmente, como sinónimos en el nuevo contexto16.
  Muy diferente era la concepción del espacio político relacionado con una ciudad. Aquí entraban en juego factores culturales de profundo arraigo que asimilaban las ciudades a las comunidades perfectas de la tradición aristotélicas. En este sentido, las ciudades constituían auténticos sujetos corporativos y, por tanto, su estatus no dependía tanto de las leyes, ni de la voluntad del soberano, sino de su constitución como comunidades o cuerpos políticos. Aunque en las colonias las ciudades tuvieran como origen un acto de poder regio, un privilegio fundacional, una vez constituidas se convertían en repúblicas dotadas de una serie de derechos entre los que se encontraban sus potestades jurisdiccionales, sus costumbres locales y su territorio17.
Hespanha sugiere que, a diferencia de la provincia, la relación entre ciudad y territorio se regía por una estrategia tradicional que apelaba a los antiguos brocados jurídicos que consideraban al territorio como el espacio investido de jurisdicción. En tanto el territorio era parte del patrimonio de la ciudad, se independizaba del orden de jerarquías institucionales y su integridad resultaba amparada por el derecho, de modo que, a diferencia del espacio provincial, tendía a conservarse y estaba protegido frente a posibles actos arbitrarios del soberano. Su alcance tendía a ser difuso, sin una delimitación precisa, y su consolidación y deslinde dependerían del efectivo uso que la ciudad fuera capaz de hacer. Para esta forma tradicional de concebir el territorio, la frontera era más bien zonal que lineal; las ciudades solían estar separadas por un espacio intermedio que carecía de significación política18.
El espacio de las ciudades era el territorio propiamente dicho, un ámbito que Hespanha caracteriza por su indisponibilidad y miniaturización. Lo primero en función de la protección que el derecho otorgaba al patrimonio corporativo; lo segundo en virtud de que su extensión dependía del ejercicio efectivo desplegado por medio técnicas predominantemente orales y pedáneas19. A diferencia del carácter puramente convencional del espacio provincial, el territorio de las ciudades aparecía naturalizado como un rasgo consustancial a su existencia como república. Recordemos que, por sus privilegios de fundación, las ciudades conformaban los distritos de jurisdicción ordinaria por antonomasia. Si observamos entonces el sentido de los términos en el punto de partida del proceso revolucionario, provincia y ciudad no sólo están lejos de ser sinónimos, sino que remiten a dos concepciones diferentes del espacio político.
Esa diferencia parece proyectarse sobre el lenguaje jurídico del siglo XIX. El célebre diccionario de Escriche define la voz provincia en términos que conservan el núcleo del concepto romano: La parte de un reino o Estado que se suele gobernar en nombre del príncipe por un ministro que se llama gobernador20. El mismo diccionario técnico define territorio como: El sitio o espacio que está comprendido dentro de los términos de una ciudad, villa o lugar, universitas agrorum intrafines cujusque civitatis; y el circuito, término o extensión que comprende la jurisdicción ordinaria21.Como se puede observar, la definición de territorio seguía aún vinculada con el espacio de la ciudad y con la noción de jurisdicción ordinaria, equipamiento institucional distintivo del poder local. El pasaje en latín reproducía parte de la definición de Cino da Pistoia, conservando así el eco de las concepciones localizadas del territorio propias del mundo bajomedieval22.
Excepcionalmente, en algunos ámbitos peninsulares el término provincia llegó a designar territorios supramunicipales dotados de una fuerte personalidad histórica, adquiriendo notas de naturalización del territorio, como puede ser el caso vasco, donde se formó una auténtica comunidad provincial23. Sin embargo, a diferencia de lo que veremos en el caso rioplatense, el modelo de provincia que se extendió a toda la península, en la tercera década el siglo XIX, sería el de la mera división administrativa, de escasa personalidad jurídica y sin poder político alguno24. Aun así, como lo refleja Escriche, la noción de territorio persisitió en algún sentido vinculada al espacio de ciudades y villas. La eficacia de determinados constructos jurídícos como la presunción a favor de la conservación primitiva de los términos antiguos25,contribuyeron a consolidar los territorios municipales.
El derecho antiguo, cuya vigencia se prolongó durante buena parte del XIX, enseñaba que en materia de términos la posesión inmemorial otorgaba título con fuerza de privilegio,que los comisarios regios no podían decidir de manera arbitraria los conflictos sobre términos colindantes y que cualquer ciudad, villa o pueblo podía esgrimir fundada intención sobre los términos adyacentes26. Estos dispositivos legales dificultaron sobremanera la posibilidad de una alteración territorial basada en la pura voluntad soberana. Incluso la modificación de los distritos provinciales podía verse objetada por los derechos de las comunidades que las integraban. Ello explica las dificultades que debió sortear la reforma provincial y que la geografía política española llegara a ser calificada como irregular y monstruosa por los ilustrados que habían visto frustrados sus intentos reformistas27.

CIUDAD Y PROVINCIA FRENTE AL PROBLEMA DE LA SOBERANÍA

Con lo expuesto hasta aquí podemos modificar el punto de partida, añadiendo precisión al lenguaje institucional vigente a finales del dominio español. Más allá de los usos laxos, en el léxico jurídico el término provincia reconocía un sentido más específico que lo diferenciaba de la espacialidad propia de una ciudad. Ambos términos remitían a concepciones sustancialmente diferentes del espacio: una, de naturaleza artificial que respondía a la proyección del poder soberano sobre áreas que se configuraban en función de criterios de conveniencia; la otra, como territorio, es decir, tierra dotada de jurisdicción, que se consideraba parte del patrimonio común de una ciudad o república y tendía a naturalizarse como elemento inherente a la subjetividad política de aquélla.
Que ambos conceptos llegaran a ser usados como sinónimos una década después de la revolución y que sus demarcaciones se pretendieran coextensivas es un resultado de la experiencia político-jurídica que se desarrolló en el contexto rioplatense de la primera mitad del siglo XIX. Es posible que se trate de un resultado contingente, influido por las condiciones geoeconómicas o mesológicas28. Aun así, puede apreciarse un factor común que subyace a buena parte de las dinámicas territoriales que determinan la relación entre ciudad y provincia en el tránsito del orden colonial al de las nuevas repúblicas29.Nos referimos a la fuerza con que los poderes locales, herederos de la jurisdicción ordinaria, tendieron a asegurar el control sobre su territorio; esto se observa, además, en la gran acogida que tuvieron las opciones federativas o confederativas, ensayadas incluso en aquellos estados que terminaron siendo unitarios, en tanto representaban un punto de partida que reconocía el viejo esquema de privilegios corporativos o que, como se ha sugerido también, se ajustaba mejor a la lectura organicista del orden católico30.No es extraño, entonces, que la tesis sobre la vinculación entre federalismo y el municipio colonial haya tenido gran difusión en el horizonte hispanoamericano31.
A nuestro juicio, con independencia de los desplazamientos conceptuales operados por la experiencia de cada contexto, aquella vinculación denota la fuerza de las antiguas jurisdicciones ordinarias como factor estructurante del poder territorial, derivada de la naturalización del espacio local como patrimonio de una comunidad política y favorecida por el derecho antiguo y su marcada tendencia al fenómeno de la localización32. Esta impronta se hace evidente en aquellos escenarios en los que esa naturalización del espacio local logró condicionar los proyectos de construcción estatal.
Si dicha tendencia fue uno de los elementos determinantes de la dinámica territorial rioplatense después de 1810, el factor detonante, como se sabe, fue la repentina vacancia de la soberanía. Si las provincias se definían como el distrito donde se proyectaba la potestad soberana, naturalmente la vacatio regis interrumpía la causa que daba origen a dicha proyección espacial de poder. En tanto esa situación se prolongó y los gobiernos provisorios no lograron una consolidación suficiente como para reemplazar la antigua unidad de soberanía, el espacio provincial y su orden de autoridades perdió su base de legitimación. La suerte de las antiguas provincias estaba conceptualmente atada a la unidad de la vieja soberanía real.
Las ciudades, por su parte, no eran provincias, ni, obviamente, tampoco eran soberanas. Sin embargo, su subjetividad política naturalizada les aseguraba su integración territorial y la conservación de su identidad y privilegios frente a los avatares e infortunios de la soberanía regia. En esa condición, los pueblos no solo eran irreductibles o indestructibles (como la antigua doctrina jurídica calificaba el vínculo entre territorio y jurisdicción), sino que, frente a la vactio regis, eran los únicos sujetos políticos llamados a conservar, primero, y conformar, después, la nueva soberanía33. No parece que la revolución hubiese tenido en miras quebrar esa subjetividad corporativa para reemplazarla en lo inmediato por una ciudadanía de individuos. Así, la Junta provisoria formada en Buenos Aires, en mayo de 1810, sólo considera a las ciudades y villas para el envío de diputados a fin de crear una representación común capaz de decidir sobre la forma de gobierno34.
La crisis de la soberanía debilitó el argumento que sostenía la autoridad del orden provincial; ello explica la temprana resistencia de las ciudades subordinadas. Como se sabe, las primeras reacciones aparecieron en 1811 cuando, desde Buenos Aires, se ordenó la creación de juntas provinciales y subordinadas. Las representaciones que hicieron las ciudades de Jujuy y Mendoza, además de interpelar las nuevas instituciones provinciales, canalizaban reclamos que se remontaban a la época de las reformas borbónicas35. La debilidad de la soberanía central en los primeros años de la revolución dio ocasión para redoblar los reclamos en contra de la dependencia de las autoridades provinciales establecidas por la Ordenanza de Intendentes.

Más allá de los antiguos agravios, Mendoza alegaba que la dependencia de la capital provincial creaba una instancia innecesaria que solo servía para multiplicar tiempos y gastos. Jujuy pedía ser tratada como una pequeña república que se gobierna a sí misma; en ambos casos se requería la independencia de las respectivas capitales provinciales, al tiempo que se reconocía el ejercicio de la soberanía en la Junta de Buenos Aires. Con acierto Chiaramonte refutó el argumento que veía en estas expresiones el origen de tendencias hacia un federalismo comunal36. Si bien resulta más apropiado calificarlas de autonomistas o confederales, estas categorías podrían entrañar otras dificultades en tanto la primera no es de época y la segunda es igualmente imprecisa durante el contexto estudiado37.
Como advirtió Chiaramonte, las declaraciones de independencia y soberanía deben entenderse en su significado de época38. En este sentido, nos parece importante subrayar el matiz relativo con el que se emplea el término independencia en aquellos reclamos; el mismo matiz que, a nuestro juicio, acompañará las expresiones de independencias de las provincias unos años más tarde. Un sentido igualmente relativo es el que se asignará también al término soberanía, palabra que podía ser ahora reinterpretada para hacerla coincidir con la potestad sobre el ámbito de la jurisdicción ordinaria propia de las ciudades. Podríamos decir que se trataba de una comprensión jurisdiccional de la soberanía, en tanto respondía a la pretensión de conservar facultades de dicha índole asignadas por el derecho tradicional y por las actas de fundación a las ciudades39. Un ejemplo significativo lo encontramos en las instrucciones que La Rioja otorgó a sus representantes para la Asamblea de 1813.
Al igual que lo habían hecho Jujuy y Mendoza, La Rioja exigía en sus instrucciones que se le concediera la independencia con respecto a Córdoba, su capital provincial. Expresaba, además, su deseo de conservarse en el goce del mero mixto imperio que había adquirido al tiempo de su fundación y que era equivalente – decían las instrucciones – a la soberanía que tiene y debe poseer sobre toda la extensión territorial (…)40.La soberanía aparecía así asociada a la potestad jurisdiccional (mero mixto imperio) sobre el propio territorio. De ahí que las opciones abiertamente inspiradas en el lenguaje norteamericano, como las instrucciones de Artigas, que hablaban de soberanía de los pueblos, resultaran fácilmente equiparadas a aquella histórica tradición de autogobierno. En ambos casos, la noción de soberanía remitía a un poder divisible y gradual, es decir, relativo.

Esas disputas formuladas en términos de independencia y soberanía expresan así una dinámica orientada a asegurar el antiguo ámbito jurisdiccional consustancial a la existencia política de las ciudades y que, en ningún caso, significaba rechazar una integración en un todo mayor con un soberano común. Hacia finales del siglo XIX esas acotadas aspiraciones locales serían designadas con un término recuperado del vocabulario clásico por el pensamiento político estatalista; nos referimos al concepto de autonomía. Su uso es muy común en la historiografía para describir aquellas aspiraciones. Al proceder así, se tiende al soslayar el sentido con el que los términos independencia y soberanía comparecen en las fuentes de la primera mitad del siglo. Por otra parte, no se advierte que la noción de autonomía lleva intrínseca la idea de un orden estatal previo41.
Si la crisis de la antigua soberanía dio lugar a estas estrategias de afirmación de los poderes locales sobre su territorio, reavivando tensiones de la época anterior, otra dinámica se puede observar durante los momentos en los que la instancia de una soberanía común se hace efectiva. En este marco cabe considerar las decisiones de la Asamblea de 1813 y del Directorio que determinan la creación de nuevas provincias generalmente subdividiendo las intendencias. Más allá de la eficacia que hubieran tenido algunas de esas decisiones (i.e. la creación de la Provincia Oriental), ellas expresaban, formalmente, la facultad del soberano de disponer del espacio provincial, según su mejor arbitrio y conveniencia de los súbditos.
Aunque ambas dinámicas respondían a argumentos jurídicos diferentes (la primera a la fuerza de los privilegios locales, la segunda a las potestades propias del soberano común), en la coyuntura rioplatense terminaron generando un efecto convergente: el espacio provincial comenzó a ajustarse al espacio de las ciudades en tanto las nuevas provincias se recortaron en función de conjuntos menores de ciudades, cuando no de una. Esta fragmentación, además de responder a una nueva legitimación de la soberanía común, refleja la tendencia a la miniaturización alentada por las estrategias tradicionales sobre el espacio político42. Se trata de un primer paso que, en algunos casos, se nutre de viejos reclamos, como ocurre con la creación de la provincia de Cuyo que, en 1813, se erige detrayendo de la intendencia de Córdoba las ciudades de Mendoza, San Juan y San Luis, con capital en la primera de ellas43.
La decisión de crear esta nueva provinciano afectó, sin embargo, los territorios de las ciudades. No hay referencias geográficas para delimitar la nueva provincia salvo la indicación de que se compondría por dichas ciudades con sus peculiares jurisdicciones. Vale decir que los espacios de las jurisdicciones ordinarias, los términos municipales, se encuentran tan naturalizados que basta mencionarlos para entender que está definido el distrito de la nueva provincia. A este nivel local, la espacialidad política parece continuar rigiéndose por el criterio de asumir el territorio como espacio dado antes que como espacio decidido44.

Los mismos criterios se observan cuando el Directorio decidió separar de la antigua intendencia de Salta a las ciudades de Tucumán, Santiago del Estero y Catamarca para formar la nueva provincia de Tucumán, cuyos límites serían las respectivas jurisdicciones de los referidos pueblos. Por su parte, la provincia de Salta quedaría conformada por las ciudades de Salta, Jujuy, Oran, Tarija, y Santa María, y tendría por límites las jurisdicciones respectivas de los mismos pueblos que la integran. Estas decisiones, basadas en la interpretación doctrinal del espacio provincial como proyección de la potestad soberana, evidencian, al mismo tiempo, la relativa indisponibilidad de los espacios tradicionales a los que se alude sin necesidad de definirlos geográficamente. Incluso en la creación de las provincias litorales (Oriental, Entre Ríos y Corrientes), en medio de las tensiones entre Buenos Aires y la Banda Oriental, aunque se incluyen algunas precisiones territoriales dada la peculiaridad del contexto, las referencias a los pueblos y sus respectivas jurisdicciones sigue operando como denotación de los elementos irreductibles dentro del espacio provincial45.

LA TRANSFORMACIÓN DEL TÉRMINO PROVINCIA, 1815-1820

La disolución de la Asamblea y la crisis del Directorio en 1815 abrieron un nuevo momento en el derrotero institucional del espacio rioplatense. Aparecen ahora nuevas declaraciones de independencia que, como en el caso de Santa Fe y Córdoba (al amparo del movimiento artiguista) se orientan a expresar su rechazo a la política desplegada desde la antigua capital virreinal. Para Santa Fe significa, además, romper definitivamente con su condición de ciudad subordinada, un hecho que no se consolidará hasta 181946. En el mismo registro debe considerarse el caso de La Rioja, que declara su independencia no sólo con respecto al gobierno general, sino también con relación a Córdoba, su histórica capital provincial47.
El caso de La Rioja nos sirve nuevamente para mostrar el sentido relativo de estas declaraciones de independencia. La pretensión de Córdoba de mantener a La Rioja en el distrito provincial suscitó un conflicto que se tramitó ante el Congreso instalado en Tucumán (1816-1820), nuevo soberano común. La Rioja manifestó que su declaración de independencia no significaba negar que era parte integrante de la Nación, pero que una vez disuelta la Asamblea había debido reasumir su soberanía. Si esto estaba justificado ante la Nación – continuaba el argumento- con mayor razón habría de estarlo con respecto a Córdoba de quien jamás dependió, cuyas relaciones son puramente accidentales e indiferentes al todo. En buena lógica tradicional, la dependencia de Córdoba no emanaba de ésta, sino del soberano común, lugar ahora ocupado por una difusa Nación; sin embargo, los vínculos de ese poder habían quedado rotos con la disolución de la Asamblea. Por ello, y siguiendo los pasos de Córdoba, La Rioja entendía que solo debía responder de su conducta al Tribunal de la Nación48.
Si bien, después de una larga tramitación, el Congreso dispuso que La Rioja volviera a su antigua dependencia de Córdoba49, la caída del Directorio en 1820 terminaría minando la base de aquellas relaciones entre capitales provinciales y ciudades subordinadas. En este contexto se precipitan las condiciones para la transformación definitiva del término provincia. Las manifestaciones de independencia de las ciudades subordinadas no sólo fragmentan las antiguas provincias, sino que convierten a los viejos municipios en provincias. Al declarase soberanas, las ciudades se habían apropiado de la disponibilidad del espacio provincial; pero el único espacio disponible de manera no conflictiva era el de su propia jurisdicción (su soberanía, en este contexto) identificada ahora como territorio provincial. Si se considera entonces este punto de partida, la denominación de provincias refleja el triunfo de la concepción tradicional del espacio por sobre la doctrinal. Pero se trata de un triunfo parcial, en tanto tiene un sentido relativo y relacional que presupone una pertenencia fundada sobre el horizonte de un destino común50.
El término provincia, dotado de un nuevo sentido, se erige en concepto fundamental porque al tiempo que condensa elementos de la experiencia histórica, reúne un concentrado de diversos contenidos significativos que marcaran posibilidades y límites en el nuevo escenario abierto en 182051. Por un lado, el término se afirma ahora sobre el espacio de significación que hasta entonces habían tenido las ciudades, receptando así antiguos reclamos y aspiraciones cuya justificación radicaba, en último término, en la naturalizada relación entre territorio y jurisdicción. Al mismo tiempo, el nuevo significado de provincia captura el sentido relativo con el que las nociones de independencia y soberanía se han ido modulando durante dicho contexto. Por último, el término refleja también la aspiración de una unión futura.

De esta forma, las ciudades, que por definición no eran, ni habían sido, soberanas, se dirán desde ahora provincias soberanas, una combinación que transmite el sentido limitado, relativo, fragmentado y doméstico del predicado. El término provincia continuará conservando parte de su sentido, como referente para designar un espacio inescindiblemente integrado a un todo mayor, pero se habrá transformado definitivamente al adquirir el predicado de soberano52; ya no será la proyección de un poder central, sino un cuerpo político que ha adoptado las condiciones subjetivas y naturalizadas de las antiguas ciudades. Este proceso se terminará de consumar con la supresión de los cabildos en los años siguientes, dado que desde entonces desaparecerá la dualidad en el plano institucional y, en el caso de las antiguas ciudades, el espacio provincial será definitivamente identificado con su tradicional ámbito de jurisdicción53.Más que un cambio en la concepción del espacio, esta medida puede ser vista también como una reafirmación de las concepciones tradicionales sobre territorio y jurisdicción, bajo una nueva forma de legitimación dada por la representación electoral54.
A nuestro juicio, en función de lo dicho, acierta Levaggi cuando afirma que no había nada de ambiguo ni paradojal en la conservación del término provincia si se considera que la declaración de soberanía e independencia, que iba unida al nombre de provincia, no era absoluta, sino que estaba referida a los asuntos locales y la restringía el firme compromiso de constituir la unión nacional. Tras analizar las constituciones provinciales, los debates constituyentes y la prensa de la época, Levaggi señala que la voz provincia podía fungir también como sinónimo de Estado en una confederación, agregando luego que su sentido estaba ligado a la voluntad inequívoca de integración: la adopción del nombre provincia-concluye-, lejos de ser contradictoria, era una prueba palmaria de esa fuerte vocación55.
  El nuevo sentido del término provincia proviene, así, tanto de la experiencia (al asumirse las ciudades como soberanas con respecto a su jurisdicción) como de las expectativas (la vocación de integración futura) que concurren a su transformación. Podría decirse, en términos koselleckianos, que ambos aspectos se implican en la configuración del nuevo concepto, en la medida en que el espacio de experiencia alimenta también expresiones de pertenencia a un todo mayor que se encadenan con un horizonte de expectativa en el que sólo cabe la unión futura, más allá de la forma específica con la que dicha unión se pudiera prefigurar.
Dicho sentido limitado y relativo con el que se afirma la soberanía de las provincias es un rasgo generalizado en el mundo hispanoamericano, derivado del modo en se resolvió la crisis de la antigua majestad56. La soberanía de las ahora llamadas provincias no parecía tener más pretensiones que garantizar a las élites locales la independencia de decisión, frente a los otros espacios, en lo respectivo a su gobierno interior57. La constitución venezolana de 1811 garantizaba a las provincias su libertad e independencia recíprocas en la parte de su Soberanía que se han reservado (art. 134). Esa garantía se entendía como reaseguro de la forma de Gobierno Republicano que cada una de ellas adoptare para la administración de sus negocios domésticos (art. 133). La asociación de provincia y soberanía aparecía en las célebres instrucciones artiguistas y en el proyecto de Constitución de la Provincia Oriental del Uruguay, textos que se suelen explicar a partir de la influencia norteamericana, sin recordar el nexo venezolano58.
Por la forma en que se produjo la asociación entre provincia y soberanía, este segundo término conlleva en sí las limitaciones inherentes a la pertenencia-pasada y futura- implícita en el primero. La vieja tradición hispana de autogobierno corporativo se acoplaba con cierta dosis de plasticidad a la teoría de la soberanía dividida que se había difundido tras la experiencia norteamericana y que tendría plena recepción en el lenguaje constitucional argentino hasta finales del siglo XIX59. Esta tesis conciliaba muy bien con una noción de soberanía parcial o soberanía local que Alberdi vincularía a los antiguos privilegios municipales y que, como lo señala en sus Bases, ningún poder central jamás les había disputado60.

Junto con esa noción relativa de soberanía, en el contexto rioplatense la convicción de una unión futura se tornaba imperativa debido a la inviabilidad de cada provincia por separado (percepción que aparece con recurrencia durante los debates del Congreso Constituyente de 1824-1827)61.Quizás por esa razón, Alberdi identificara en el ejemplo de las Provincias Unidas holandesas el origen del nombre de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Como lo ha señalado Levaggi, recordando el pensamiento alberdiano, el primero de los artículos de aquella unión del siglo XVI estipulaba que las provincias se unían a perpetuidad de modo tal que formasen una sola sin que ellas jamás puedan ser separadas las unas de las otras62.
Finalmente, conviene también recordar que, hacia comienzos de la década de 1820, el antiguo espacio colonial hispano seguía siendo visto desde afuera como un conjunto de provincias, algunas de las cuales comenzaban a ganarse el reconocimiento de las naciones del norte. El mensaje del presidente Monroe al Senado de los EEUU, en 1822, hace referencia al movimiento revolucionario de las provincias españolas (the Spanish provinces), tratándolas como partes en una guerra civil, según el derecho de las naciones y aludiendo a la necesidad de reflexionar sobre su reconocimiento como naciones independientes. Esa condición habría sido alcanzada, según el mensaje, por Buenos Aires en 1816, después haberla gozado desde 1810 sin invasión de su metrópolis63.
De esa forma, las ciudades subordinadas en el Río de la Plata, al autoproclamarse provincias, entraban en aquel difuso conjunto de actores políticos en busca de un potencial reconocimiento. Sin embargo, la certeza de que muchas de ellas eran inviables por sí solas, tornaba imperativa la aspiración de unidad de cara a dicho reconocimiento. Esta encrucijada marcará el proceso de afirmación de las provincias y su huella se hará perceptible en los textos que, bajo el nombre de reglamentos o constituciones provinciales, se sancionarán a partir de 1819. Una lectura diferente de estos textos nos lleva también a interpelar la estadidad de las provincias.

CONSTITUCIONES PROVINCIALES: PROVINCIA, ESTADIDAD Y TRANSICIÓN

En la medida en que parte de los argumentos que estamos problematizando se apoyan en una lectura de las constituciones provinciales anteriores a 1853, nos parece importante volver a esos textos con algunas cautelas. En primer lugar, esas constituciones deben leerse teniendo en cuenta los matices conceptuales señalados en el punto anterior. En segundo lugar, hay que considerar que, por el tenor de sus textos, estas constituciones no expresan actos constituyentes que puedan calificarse de originarios; sus contenidos – y sus silencios – dialogan y buscan armonizar las innovaciones, con la aquella misma tradición jurídica que había dado fundamento a su conformación como provincias.
En este punto, precisamente, los textos provinciales siguen el patrón de lo que en los últimos años se ha identificado como constitucionalismo hispano, un tipo de cultura constitucional cuyas características no responden acabadamente ni al modelo angloamericano ni al franco-continental. Según este punto de vista, tras el colapso de 1808, en el orbe hispano surge un constitucionalismo que se nutre de la tradición jurídica precedente, que se apoya parcialmente en una legitimación historicista, que no tiene vocación derogatoria, que conserva una comprensión jurisdiccional del poder, que favorece la fragmentación de la representación (estimulando así, de forma expresa o implícita, tendencias agregativas o federativas), que mantiene la confesionalidad católica como fundamento del orden y que, en consecuencia, ve limitada su virtualidad constituyente64.

Este enfoque teórico resulta válido, a nuestro juicio, para comprender el lenguaje de las constituciones rioplatenses de la primera mitad del XIX. Sin negar otras influencias, estos textos se comprenden mejor si se los mira como intentos de formalizar tradiciones precedentes, incluso como formalización de identidades territoriales que provenían de la época colonial65.En algunos casos legalizaron las situaciones de hecho emergentes de los fracasos constitucionales de carácter general. No creemos, sin embargo, que estos textos significaran la sustitución del intento constitucional de dimensiones rioplatense por otros limitados al ámbito provincial66. Más que sustitución, representaron una instancia alternativa y transitoria para asegurar el propio espacio mientras el otro objetivo general se seguía buscando.
Esto se advierte en la signatura transicional67 que atraviesa aquellos textos y en las correlativas referencias a una unión futura, siendo imposible, o improbable, determinar, como veremos, si esa hipotética integración era de sustancia confederal68, o no. Lo que parece relevante son las notas transicionales y el reconocimiento expreso o tácito de un ámbito de pertenencia supraprovincial que condiciona la mentada estadidad de las provincias. Para analizar este último aspecto tomaremos una distinción sugerida por Chiaramonte69, según la cual cabe considerar, por un lado, las constituciones provinciales con nula o débil referencia a una instancia estatal supraprovincial y, por el otro, aquellas que mostraban un mayor impulso hacia una integración rioplatense.

CONSTITUCIONES CON NULA O DÉBIL REFERENCIA A UNA INSTANCIA SUPERIOR

Entre este grupo, según la referida propuesta, cabría situar al Estatuto de Santa Fe de 1819, a las constituciones de Corrientes de 1824 y de Santiago del Estero de 1832, como textos que ignoran toda otra realidad estatal que no sea la provincial. En el mismo registro, entre los que carecen de referencia a un posible Estado supraprovincial, Chiaramonte incluye luego también a la carta de San Juan de 1825 y la de San Luis de 183270. Sin embargo, podemos matizar estas calificaciones si tomamos en cuenta la inserción tradicional de esos textos, sus notas de provisoriedad y otros indicadores que denotan la pertenencia a un todo mayor de inciertas dimensiones.
Si miramos, por ejemplo, el Estatuto de Santa Fe de 1819, se trata de un texto sumamente precario, autocalificado como provisorio, que se abre con una manifiesta declaración de confesionalidad católica, religión en la que cifra los primeros fundamentos del país (arts. 1 y 2). Más adelante, asume la vigencia del derecho tradicional y la continuidad de las prácticas de justicia (arts. 59 y 34, respectivamente). Muchas otras pervivencias denotan que el texto viene a reacomodar un viejo orden en transición, como cuando se expresa que la soberanía es ejercida por una representación formada de comisarios cuya única función es nombrar la Corporación del Cabildo (arts. 6 a 8). Aunque no hoy mención expresa a una instancia superior a la provincia, la concesión de ciudadanía a todo americano (art. 3) refleja, precisamente, un horizonte de integración presupuesto. Por más que se tuviera conciencia de la imposibilidad práctica de realizar en forma de estado esa identidad americana71, su presencia normativa indica una expectativa que reafirma y da sentido al término provincia en estos textos.
El término provincia allí tiene pleno sentido si consideramos que Santa Fe había sido hasta poco tiempo antes un municipio subordinado. El Estatuto ratificaba así la transición de ciudad a provincia, pero está lejos de pretender afirmar una estadidad independiente en el concierto de las naciones. Recordemos que todavía la causa Americana estaba abierta y que unos años después sería descrita, en el citado mensaje de Monroe de 1822, como una lucha entre las provincias españolasen este hemisferio y su metrópoli. El caso de Santa Fe muestra así el éxito de los espacios tradicionales que, al cabo de una década de luchas por la emancipación, habían elevado su estatus, dejando de ser municipios para integrar una de las provincias en el concierto de la causa americana. Pero una condición de estado en términos de nación independiente parece exceder el horizonte del texto72.
La Constitución de Corrientes, de 1824, también comienza haciendo gala de una cerrada confesionalidad, asignando a la religión católica la condición de ley fundamental de la provincia (Secc. I). Igualmente concede la ciudadanía a todo el que haya nacido en las Américas denominadas antes Españolas, y resida en el territorio de la provincia (Secc. II, art. 1). Y aunque este texto, designado como Constitución Política, vino a reemplazar al anterior Reglamento Provisorio de 1821, sigue ofreciendo marcas de la signatura transicional que lo subtiende. El preámbulo expresa que el Congreso General de la Provincia ha acordado reformar la constitución en virtud de la soberanía ordinaria y extraordinaria que inviste73. La alusión a una soberanía extraordinaria es un claro signo de provisionalidad en términos de excepción. Además de evocar una noción gradual de la jurisdicción, predicada ahora de la soberanía, el adjetivo extraordinario, de acuerdo con la tradición jurídica, habilitaba soluciones para momentos excepcionales74.
Cualquier análisis ulterior sobre si las competencias que el texto atribuye a la provincia eran propias del estado nacional, o de un estado confederado, queda subordinado por aquella condición. La situación de excepción hace posible asumir potestades que en condiciones normales no son propias y exceden a las ordinarias. Un ejemplo, tomado del mismo texto, es la facultad extraordinaria del gobernador de indultar a los condenados a muerte para conmemorar el 25 de mayo (Secc. VI, art. 20). Si la distinción ordinario/extraordinario, aplicada a la soberanía, era consistente con el reconocimiento tácito a un ámbito supraprovincial latente, la elección de la fecha para indultar solo tiene sentido si se asume que Corrientes era parte de los territorios que reconocían en los actos del cabildo de Buenos Aires (de mayo de 1810) el origen de su emancipación.
Un efecto similar al que produce la referencia a una soberanía extraordinaria es el que denota el complemento temporal que aparece en el artículo 1 del Reglamento de Organización Política de Santiago del Estero (1830), cuando afirma: La Soberanía reside esencialmente por ahora en la Provincia(…). La combinación de formas adverbiales contradictorias (esencialmente por ahora) expresa la incertidumbre, la provisionalidad y las tensiones del momento. Pese a incluir este Reglamento entre los que ignoran toda otra realidad estatal que no sea la provincial, Chiaramonte advierte que ese por ahora podría considerarse como el único rasgo de posible alusión a un poder supraprovincial (…)75. Sin embargo, el último artículo expresa una clara expectativa de integración supraprovincial, al estipular que el Legislativo provincial deberá decretar la cesación absoluta del Reglamento cuando la Provincia reciba la Constitución sancionada por el futuro Congreso General Constituyente (art. 24).
Los artículos de la Carta sanjuanina de 1825 carecen de referencias a un posible Estado supraprovincial76; sin embargo, su preámbulo da cuenta de la signatura transicional cuando habla de las incertidumbres, de los temores, de las esperanzas inméritas así como del reconocimiento de la actual situación del estado de las Provincias Unidas del Río de la Plata por dos grandes y poderosas Naciones del Universo77. Al mismo tiempo, alude al Congreso General Constituyente de la República de dichas provincias para expresar el deseo de que, dada las circunstancias, el orden comience primero por la organización provincial. Por si quedaran dudas sobre el presupuesto de un contexto supraprovincial, el artículo 2 se refiere a la Ley de la Asamblea Nacional de 2 de febrero de 1813, que declara los vientres libres(…). San Juan reconocía así parte del derecho generado por aquella soberana asamblea común de los tiempos en que era un municipio subordinado. Tenía pleno sentido que ahora se proclamara provincia.
Ciertamente que la presencia de un Congreso Constituyente activaba aquel tipo de referencias. Pero notas similares podemos observar en el Reglamento Provisorio de San Luis de 1832; aun cuando en su articulado no haya menciones a un estado supraprovincial, el preámbulo manifiesta la expectativa de una integración nacional, afirmando que el Reglamento se dicta para regir la provincia bajo la forma de Gobierno federal entre tanto se congrega la Nación, quien señalará la forma de gobierno y las leyes que deberán regirla78. Bajo esos auspicios, el reglamento textualiza buena parte de la tradición, comenzando por la manifestación de una cerrada confesionalidad católica (Cap. I, art. 1 y 2) y siguiendo por el diseño de una Sala de Representas concebida como un soberano representativo de integración nota biliar (Cap. II, art. 1 a 3) que evoca al antiguo cabildo.
Chiaramonte sitúa como cercanos a estos textos, de nula o débil emergencia de una tendencia a integrarse en un Estado superior al provincial, algunos otros reglamentos y constituciones en los que aparecen alusiones a un Estado o nación rioplatense. Se refiere así a la Constitución de la República de Tucumán (1820), al Reglamento Provisional para los Pueblos Unidos de Cuyo (1821) y al de Catamarca (1823)79. Los dos primeros no llegaron a regir efectivamente, pero se destacan en ellos las menciones a un inminente Congreso General. La de Tucumán, después de declararse república libre e independiente, afirmaba estar unida con las demás que componen la Nación Americana del Sud. El Reglamento de Cuyo, en el preámbulo, hacía una mención similar a la Nación de Sud-América, cuyo Congreso general habría de establecer un gobierno uniforme, que asegure su unión y Libertad80. Más importante nos parece señalar que el citado preámbulo tucumano dejaba bien claro que la provincia dictaba la Constitución para regir su interior administrativo [sic]81, haciendo así una evidente alusión a la concepción dual de la soberanía y al límite implícito en el concepto de soberanía provincial.
El texto de Catamarca, como ha señalado Chiaramonte, hace atribuciones de potestades soberanas a la provincia, pero con la cautela de que, una vez reunido el Congreso general, esa soberanía no contradiga los derechos nacionales82. El horizonte americano aparece también en la concesión de ciudadanía a los nativos de la provincia y demás americanos naturales de cualquier pueblo o provincia de los territorios que fueron españoles en ambas américas (…) (art. 29). Se advierte, además, el objetivo de consolidar el flamante estatus provincial, no sólo porque la expresión Nueva Provincia aparece en el título, sino porque el texto incluye también la declaración de independencia con respecto a la anterior capital (art. 40), en referencia a San Miguel de Tucumán. Esta constitucionalización como provincia resulta consistente con el reconocimiento a un derecho patrio común surgido de los primeros gobiernos revolucionarios de Buenos Aires, como lo muestran las alusiones al Decreto de la libertad de imprenta de 1811 y a la prohibición de tráfico de esclavos y libertad de vientres dispuestos por la Asamblea de 1813 (art. 8 y 9 Providencias Varias anexas).

CONSTITUCIONES CON REFERENCIAS A UN ESTADO RIOPLATENSE

Si los textos analizados hasta aquí permiten matizar la estatidad de las provincias, en tanto todos denotan un horizonte de integración que da sentido a su condición de provincias, hay otros en los que esa tendencia es aún más explícita. En los casos de las constituciones de Córdoba (1821), Salta (1821) y Entre Ríos (1823), Chiaramonte vincula las autolimitaciones a la soberanía local y las referencias a un estado supraprovincial, con la inminencia de asambleas constituyentes proyectadas durante esos años83. Córdoba sería aquí el caso paradigmático, pues su Reglamento Provisorio (luego designado Constitución) de 1821 fue redactado al fragor del empeño de su gobernador por reunir un congreso constituyente que finalmente no llegaría a concretarse. Hay, además, otras razones que justifican que nos detengamos en este texto.
Del análisis del texto cordobés, Chiaramonte extrae dos conclusiones significativas: a) las menciones a un estado supraprovincial no reflejan una conciencia de nacionalidad y b) el texto de la constitución muestra que el proyecto de Bustos buscaba formar una confederación84. Sobre la primera cuestión no entraremos porque excede al análisis histórico jurídico; sobre la segunda, nos parece necesario, en principio, reconsiderar este punto pues, como hemos sugerido, siguiendo a Levaggi, la diferenciación actual entre federación y confederación no regía el uso de esos términos en el contexto estudiado85. Aun así, si aceptáramos la distinción con fines analíticos, no parece posible sostener, sin más, que la Constitución de Bustos planteara una simple confederación.
Hay historiadores que observaron, precisamente, que la constitución cordobesa de 1821 expresaba un diseño de integración mucho más estrecho. Para algunos, fue incluso el antecedente más original de las fórmulas que consagraría la constitución nacional de 185386. Quizás estas opiniones no han sido consideradas porque sus autores las vinculaban a un principio de nacionalidad activo, algo que la nueva historia ha descartado. Sin embargo, ambas cuestiones pueden ser analizadas por separado o, al menos, una no tiene por qué invalidar la otra. Esta es la postura de Levaggi, quien comparte los argumentos jurídicos que demuestran la vocación de unidad federal (no meramente confederal) del texto cordobés, pero descarta que respondan a una voluntad nacional preexistente- el error de Segreti - para atribuirlos a un ejercicio de la propia soberanía provincial y a la voluntad de servir a la causa común87.
Los señalados argumentos jurídicos giran en torno a disposiciones que muy difícilmente serían compatibles con una idea puramente confederativa de unión: a) la atribución de potestades a un Congreso General de los estados a quien se asigna, entre otras cosas, la facultad de juzgar las constituciones provinciales; b) la creación de una competencia exclusiva y diferenciada de justicia atribuida a un Poder judicial de los estados; c) la autolimitación de los poderes del gobernador provincial en función de las futuras condiciones derivadas de la constitución general y su calificación como agente natural e inmediato del ejecutivo federal. Estas características muestran un horizonte de unión difícil de encuadrar en el tipo confederal88, con lazos de integración incluso más estrechos que los de la propia constitución norteamericana de 1787. Por otra parte, como sostiene Juan Ferrer, estas normas, antes que originales soluciones anticipatorias del texto nacional de 1853, se encontraban ya en la Constitución venezolana de 1811, primera adaptación al mundo hispano de la experiencia federal norteamericana89.
De manera que, aun si aceptamos utilizar la distinción teórica actual entre federación y confederación, es extraño que una constitución como la cordobesa de 1821 siga siendo considerada por el canon historiográfico como expresión de la tendencia confederal predominante en la época90.Un texto que concedía al congreso general la potestad de juzgar las constituciones provinciales y que asignaba a los ejecutivos provinciales el papel de agentes naturales del gobierno federal, se acercaba más al modelo mixto de 1853 que al de una confederación de estados. El encabezado del texto aclaraba, en subtítulo, que el mismo se hacía para un Sistema presupuesto de una República Federada91.El reglamento cordobés resultaba así más propio de una provincia que se pensaba integrada a una república federal, que de un pretendido estado independiente en el sentido del derecho de gentes de entonces.

Lo mismo cabría decir de la Constitución de Salta y Jujuy de 1821 que, en su primer artículo, ya anticipaba que todo lo allí dispuesto quedaría sujeto a la aprobación, reforma y variaciones que el Congreso Nacional quisiere practicar (art. 1) y que exigía al gobernador jurar por la Religión Católica, por la independencia de la Nación y los derechos de la Provincia (art. 6). Similares consideraciones caben para Estatuto Provisorio Constitucional de Entre Ríos de 1822, que declara que la provincia se constituye en calidad de por ahora, y hasta la sanción del congreso general, en un formal estado (art. 1),para afirmar luego que ella es parte integrante de las Provincias Unidas del Río de la Plata, y forma con todas, una sola nación, quedando sujeta a las deliberaciones del congreso general (art. 2).
Como se ha dicho, estas normas responderían a proyectos constituyentes en ciernes; en el caso de Entre Ríos, además, a su alineamiento con el proyecto impulsado, por entonces, desde Buenos Aires92. Sin embargo, como hemos visto, el fallido intento de Bustos en Córdoba, al que se opuso Buenos Aires, había generado disposiciones que marcaban un horizonte de integración similar. De alguna forma ese horizonte parece trascender a los textos y a las facciones en pugna. Por otra parte, si se atiende al carácter provisional y a la condicionalidad que afectaba sus disposiciones -en función de lo que resolviera un futuro congreso general-, no parece criterio suficiente para justificar la calidad estatal independiente de los estados provinciales, la consideración de las facultades atribuidas para el ejercicio de la soberanía por dichas constituciones93. Es evidente que esas atribuciones responden más a una situación transitoria que se busca superar, que a concretas aspiraciones político-jurídicas con respecto a la unión futura.

¿FEDERACIÓN O CONFEDERACIÓN? LA DERIVA CONFEDERAL, LA LAXITUD DE LOS TÉRMINOS

En el punto anterior hemos sugerido que no resulta evidente que la imagen de unión futura que se desprende de las constituciones provinciales fuera de corte confederal, en el sentido que hoy damos a este término. La cuestión es relevante pues, siempre de acuerdo con Chiaramonte, si lo que se buscaba era una confederación, las partes, en lugar de provincias, debían ser Estados, libres y soberanos con plena independencia en términos del derecho internacional. Considera así que la renuencia a asumir la distinción entre federación y confederación llevó a la anomalía de una confederación constituida por provincias. Naturalmente, esta anomalía se vincula con el persistente equívoco de llamar federales a los caudillos y con la tendencia historiográfica a confundir, federalismo con confederacionismo94.
Frente a este planteamiento, en primer lugar, cabe insistir en el hecho de que la diferencia entre federación y confederación no resultaba suficientemente significativa en el uso del momento como para marcar una distinción sustancial en la forma de designar a sus partes integrantes. Chiaramonte ofrece algunos testimonios del debate constituyente de 1825 para mostrar que la distinción correlativa entre provincia/estado y federación/confederación había sido conocida en los años posteriores a la independencia95. Sin embargo, como lo señaló en un texto precedente, un discernimiento claro entre federación y confederación era todavía algo raro en el léxico rioplatense, hacia comienzos de la segunda mitad del siglo96. Esto se condice con el exhaustivo análisis de Levaggi que muestra cómo el uso de la época refleja el carácter no sólo polisémico de ambos términos, sino que lo más frecuente es que federación y confederación se empleen de forma indistinta a lo largo de todo el período, incluyendo el contexto de sanción de la constitución nacional97. Vale insistir entonces en que, dado el uso predominante en el período, no resulta conducente utilizar la distinción teórica posterior entre federación y confederación para calificar el modo de designar las partes.
Una simple ojeada por los diccionarios históricos de la lengua castellana a lo largo del siglo XIX basta para constatar aquella predominante sinonimia. Hasta 1899, por fijar un límite en función de nuestro interés, los diccionarios usuales de la Real Academia en el lema federación remiten a confederación y definen federalismo como Espíritu o sistema de confederación entre corporaciones o estados. El adjetivo federativo, por su parte, se vincula a Lo que pertenece a una confederación, para aclarar luego que se aplica al sistema de varios Estados que, rigiéndose cada uno de ellos por leyes propias, están sujetos en ciertos casos y circunstancias a las decisiones de un gobierno central. La voz confederación se define como Alianza, liga, unión entre personas. Más comúnmente se dice de la que se hace entre príncipes o estados98. El cambio más significativo en esta última definición, con respecto a las ediciones anteriores, es utilizar la palabra estados en sustitución de repúblicas.
Sin negar las distinciones que pudieran trazarse en contextos específicos, el sentido lexical parece reflejar aquella sinónima que Levaggi observa en textos legales, parlamentarios y periodísticos, durante el mismo período. Si la clara diferencia semántica que la teoría actual atribuye a los términos confederación y federación puede servir para una mejor descripción de las relaciones interprovinciales en el período anterior a 1852-1860(así como para comprender la defensa de su inmunidad jurisdiccional y sus vínculos diplomáticos), no parece ser criterio suficiente, en cambio, para atribuir confusiones o contradicciones al uso que los actores hacían de aquellos conceptos y sus correlativos. Lo contrario sería someter el discurso de la experiencia estudiada a un lecho de Procusto teórico99.Quizás resulte más útil remarcar lo que subyace bajo aquella persistente indefinición en el léxico constitucional.
La deliberada laxitud con la que parecen utilizarse los términos refleja, sin dudas, la prolongada situación de provisionalidad permanente, alimentada por los desacuerdos que impedían decantar hacía un modelo definido de integración el futuro de las provincias100. Dichos desacuerdos se aprecian en la heterogeneidad de posiciones expresadas en las consultas realizada por el Congreso Constituyente de 1824-1827 sobre la forma de gobierno. Las respuestas de las provincias se mueven en un rango de opciones que va desde diversas maneras de comprender la federación hasta las de un régimen de unidad, sin contar aquellas que aceptaron asumir la forma que el Congreso decidiera101. Como lo ha mostrado Chiaramonte, más allá de los aspectos terminológicos, los mismos actores cambian sus posiciones frente a presupuestos argumentativos esenciales -como el de la preexistencia de la nación-, según sus intereses en los tópicos que se debaten (i.e. la renta pública, la formación de un ejército nacional, etc.)102.
Pocos años después, al firmarse el Pacto Federal de 1831, el lenguaje utilizado se muestra igualmente ambiguo. En el preámbulo se habla de la forma federal que han proclamado la mayor parte de los pueblos de la República. A su vez, se alude a cualquier provincia de la República que quiera ingresar en la liga (art. 12), asumiéndose así la existencia de una instancia singular de unidad (la República) previa y superior a la del propio pacto103. Por último, la célebre cláusula 5ta del art. 16 insiste en la futura unión en términos federativos; según Levaggi, transmite una intención de avanzar hacia una integración más estrechamente federativa104. Es posible pensar que si se limitaba a dar forma a lo que hoy llamamos confederación, es porque los desacuerdos en las discusiones que lo precedieron, relativos, precisamente, al tipo de unión105,no permitían ir más allá, conservando ese umbral de ambigüedad que daba cobertura a las diversas alternativas. Más que una confusión terminológica, entonces, es posible que las tensiones irresueltas que mediaban entre la experiencia y las expectativas aconsejaran mantener un uso prudencialmente ambiguo de los términos.
Si miramos el desenlace de la confederación rosista, encontramos un similar juego de lenguaje. La Constitución sancionada en 1853 habla siempre de Confederación Argentina cuando, en rigor, su contenido normativo daba forma a una federación con notables tintes unitarios106. Aquí también el lenguaje parece reflejar los desacuerdos de fondo que preceden a la sanción. Como es conocido, en la convención constituyente predominaban representantes filo-unitarios quienes, sin embargo, se hallaban obligados a adoptar un sistema federal107. Es posible entonces que el uso deliberadamente laxo del lenguaje ocultara el insalvable de calaje entre una realidad que se imponía y unas expectativas que se consideraban, de momento, inalcanzables.
Los ejemplos analizados nos sirven para mostrar por qué el criterio de la distinción teórica entre federación y confederación no puede ser determinante para derivar ninguna conclusión respecto al sentido con que los territorios rioplatenses se autoproclamaban provincias soberanas y no estados. Es cierto que algunas constituciones provinciales, tras el fracaso de 1826 y ante la falta de avance de la unión proyectada en el pacto de 1831, eliminaron autolimitaciones a su soberanía y se atribuyeron potestades de carácter nacional108. Sin embargo, si es cierto que la estructura confederativa se impuso formalmente, no es menos cierto que a medida que se consolidó el gobierno de Rosas en Buenos Aires el lenguaje político comenzó a poner énfasis en la unidad nacional, insistiendo cada vez menos en la independencia de las provincias109. Además, a pesar de la estructura formalmente confederal y de la delegación limitada a las relaciones exteriores, el gobernador de Buenos Aires había ampliado progresivamente sus competencias a una serie de asuntos llamados nacionales110.
En resumidas cuentas, la dinámica confederal que se había ido tejiendo entre las provincias, apelando a herramientas diplomáticas y al derecho de gentes, estuvo signada por un carácter provisional y por la idea de ser todas ellas partes de una república, como surgía del pacto de 1831. Esta vocación de unidad se sustentaba, además, en la certeza de que la mayoría de ellas carecían de poder por sí solas para constituirse en naciones y tener cada una soberanía plena e independiente, como lo expresó Mariano Zavaleta en el célebre Memorial Ajustado de 1834111.Argumentos similares, sobre las carestías de toda índole para ser consideradas si quiera provincias, se reproducirán incluso durante el debate constituyente de 1853112. Por el contrario, cuando Buenos Aires decida romper con las demás provincias, sancionando su propia constitución (1854), el uso término Estado será visto como algo excepcional fruto de la coyuntura separatista, siendo preferido, precisamente, por los partidarios de la escisión definitiva113.

CONCLUSIONES

Más allá de la polisemia inherente a los conceptos fundamentales, el término provincia adquiría contornos más definidos en el lenguaje jurídico de la Monarquía, al menos en el léxico relativo al orden territorial de sus colonias americanas desde el siglo XVII. Provincia y ciudad no sólo no eran sinónimos, sino que, además, remitían a dos formas diferentes de comprender el espacio político. En la medida en que la noción de provincia estaba conceptualmente ligada a la soberanía del rey, la crisis de 1808 abrió un escenario favorable para acoger reclamos contra el reordenamiento provincial de la última etapa colonial, sin que ello supusiera, sin embargo, un cambio en el concepto -ni en la concepción del espacio-que solo llegaría, a nuestro juicio, promediando la década siguiente
En ese contexto de cambio, la fuerza de los argumentos tradicionales vinculados a la localización del derecho y al carácter patrimonial del territorio municipal, promovió la asimilación de la antigua jurisdicción ordinaria, y del autogobierno corporativo, con la noción de soberanía. Los términos independencia y soberanía se asumieron, desde los primeros momentos, con un sentido relativo que no se perderá a lo largo de la primera mitad del XIX.
Estas premisas operaron en la transformación de las ciudades en provincias soberanas. Para las ciudades subordinadas esto significó una mejor posición para defender su jurisdicción (su territorio) y para afrontar, frente a las demás provincias, las disputas relativas a la conformación de un nuevo soberano común. Al mismo tiempo, la certeza de que la mayoría de ellas eran inviables como estados en el concierto de las naciones, tornó imperativa la aspiración de integración en un todo mayor. Siendo así, la denominación de provincia tendría pleno sentido en tanto que la soberanía e independencia se afirmaban con un sentido relativo y que el término estado funcionaba mejor, en el lenguaje de la época, como sinónimo de nación independiente en el derecho de gentes114.
El término provincia se erige así, a nuestro juicio, en un concepto fundamental de este momento, en tanto que, una vez transformado, marcará los límites y las posibilidades del devenir político en la región. La aspiración de asegurar el propio gobierno interior (contenido al que remite la expresión soberanía provincial) conlleva la pretensión de participar en la decisión sobre la forma de integración, con relativa independencia de la forma bajo la que esta se imagine. Las opciones confederativas o federativas, según el ambiguo uso de la época, se ajustan a la consecución de ambos objetivos. El lenguaje de otras experiencias, como la norteamericana, se adapta con facilidad a una dinámica que viene originalmente direccionada por la tradición jurídica precedente (la que sostenía aquella relación indestructible entre territorio y jurisdicción). La impronta de esa tradición es un rasgo que caracteriza el llamado constitucionalismo hispano, ofreciendo este modelo un marco más adecuado para leer los textos normativos de la época.
Las constituciones o reglamentos provinciales sancionados entre 1819 y 1853 denotan la combinación de influencias y la tensión entre experiencia y expectativas. La signatura transicional que marca el lenguaje de esos textos, la condicionalidad que muchos de ellos asignan a sus normas en función de lo que se resuelva en el futuro, así como los persistentes desacuerdos sobre la forma de integración, se reflejan en el uso laxo de términos fundamentales como federación y confederación. Por ello nos parece poco plausible determinar, a partir de aquellas constituciones, si las aspiraciones de integración eran federativas o confederativas (en el sentido preciso que adquirirán estos términos en la teoría política contemporánea).
Si bien es cierto que la noción actual de confederación resulta analíticamente más adecuada para explicar la dinámica de relación entre las provincias rioplatenses durante el ciclo 1820-1853, su uso en la época no es lo suficientemente claro para determinar la designación de las partes, ni para atribuir equívocos a los actores de la época. Sin necesidad de asumir un anacrónico principio de nacionalidad, es posible sugerir que el término provincia parece haber concentrado mejor la experiencia que llevó a las ciudades a amparar su antigua jurisdicción bajo el argumento de la retroversión de soberanía, elevando los municipios a la condición provincias soberanas, y manteniendo activa, a la vez, la percepción de pertenencia a un indefinido todo mayor (desde una nación sudamericana hasta la Confederación Argentina). Bajo estas condiciones, el término provincia condensaba las expresiones de independencia con la evidente necesidad de una integración futura derivada la debilidad de las partes para asumirse como estados, esto es, para ingresar de manera independiente al concierto de las naciones.

 

NOTAS

* Proyecto PICT 2014/3408.

1Chiaramonte, 2016: 105.

2Son numerosos los textos en los que Chiaramonte expone este argumento (1989; 1991; 1993; 1995; 1997). Aquí tomaremos como referencia principal la versión más reciente (2016) en tanto que se presenta como actualizada y reproduce sustancialmente los aspectos centrales de la argumentación que nos interesa revisar.

3Chiaramonte, 2016: 143-146.

4González Bernaldo, 1997: 111.

5Myers, 1999: 7-8.

6Levaggi, 2007: 88, 123.

7Sobre la noción de concepto sociopolítico fundamental, Koselleck, 1993: 117.

8Usamos estadidad en el sentido de Chiaramonte, 2016: 106.

9Ibídem, 1995: 165; 2016: 105.

10Ibídem, 2016: 106.

11Ibídem: 102-107; 195.

12Recuperamos en esta parte el argumento desarrollado en Agüero, 2018.

13Hespanha, 1993: 114 ss. De acuerdo con Camus Bergareche, en el origen latino, el término designaba, antes que un espacio, un encargo administrativo sobre un determinado territorio ajeno a Roma. Para este autor, la etimología correcta del término provincia deriva de vincio que significa vincular, atar, y no de vinco, vencer, como se ha sostenido a veces equivocadamente (2016: 26). Evocando también su origen latino, Covarrubias señala, en su Tesoro de la Lengua Castellana, que provincia significa va (sic) cargo (citado en Barriera, 2012: 54).

14RI, 1681, tomo II: fol.142. De todas formas, el léxico, más allá de la ley, tenía sus matices. Así, por ejemplo, aunque dicha norma parece considerar como provincias menores solo a los distritos de los gobernadores, el término también se aplica a los ámbitos regidos por otros magistrados como alcaldes mayores o corregidores. Véase, salvando las diferencias de enfoque, García Gallo, 1987: 859-866.

15ROI, 1782: 2.

16Barriera, 2012: 81.

17Agüero, 2013; 2018

18Hespanha, 1993: 107-103.

19Ibídem.

20Escriche, 1838: 541. Chiaramonte toma del Diccionario de la Real Academia Española de 1737 una definición idéntica (2016: 193-194).

21Escriche, 1838: 647.

22Sobre la definición de Cino da Pistoia, Marchetti, 2001: 86-87.

23Portillo Valdés, 2006: 151.

24Burgueño, 2011: 12-13.

25Escriche, 1838: 411.

26Elizondo, 1783: 108-109.

27Burgueño, 2011: 26.

28Bidart Campos, 1976: 143-145.

29Para el caso mexicano, véase Rojas, 2016: 236-250.

30Sobre los privilegios, Rojas, 2007: 78-79. Chiaramonte, 1993: 111, también se refiere a las tendencias al autogobierno provenientes del período colonial; sobre la relación entre federalismo y el organicismo católico, analizando el caso de Nueva Granada, Calderón y Thibaud, 2010: 98.

31Chiaramonte, 1997: 95; 2016: 200-201.

32Agüero, 2016.

33La célebre retroversión de la soberanía a los pueblos es explicada a partir de las doctrinas pactistas, como reversión del pacto de sujeción (Chiaramonte, 2016: 83).

34RORA, 1879:I, 26. Se reproducía así la misma lógica que había convertido a las ciudades americanas en canal de expresión de las provincias durante designación de representantes para la Junta Suprema, Rojas, 2016: 244-245.

35Chiaramonte, 1997: 155-156; 2016:188; Marchioni: 2008.

36Chiaramonte, 2016: 109.

37Sobre autonomía, Agüero, 2014; sobre las dificultades para discernir entre federación y confederación, véase lo que decimos más abajo. Aun cuando desde una estipulación teórica puede alegarse que priman las posturas confederales, en el plano de los significantes confederación y federación parecen usarse como sinónimos. Véase, por ejemplo, Herrero, 2009: 56.

38Chiaramonte, 1993: 111.

39En este sentido, para Nueva Granada, Calderón y Thibaut, 2010.

40González, 1962: 234.

41Agüero, 2014.

42Hespanha, 1993: 100. El proceso puede leerse como provincialización de las ciudades, como lo plantea Rojas, 2016: 236 ss., para el caso mexicano.

43RORA, 1879: I, 241.

44Sobre esta distinción, Meccarelli, 2015: 241-242.

45 RORA, 1879: I, 288-289; 265-266; 283. En este orden de intervención sobre el espacio provincial cabría considerar quizás como precedente el caso de Buenos Aires.De acuerdo con Garavaglia,(2012: 26) cuando en 1812, a pedido del cabildo capitalino, se designa a Miguel de Azcuénaga como gobernador intendente de la provincia de Buenos Aires, dicho nombramiento presupone -no está claro en la disposición, pues nada se dice al respecto- que su jurisdicción se extiende ahora exclusivamente sobre aquel territorio que antes era privativo del Cabildo porteño (por otra parte, es el propio cabildo porteño el que solicita del Triunvirato la creación de la gobernación intendencia en 1812). La cuestión es dudosa puesto que, como reconoce el citado autor, la disposición no dice nada con respecto al distrito de la provincia; por otra parte, hacia el final de la citada norma, se ordena comunicar la resolución al Exmo. Cabildo, comandante de armas, corporaciones, gobiernos y cabildos de los pueblos de la comprensión de dicha Provincia (RORA, 1879, I: 133). Esta última referencia a los cabildos de los pueblos de la provincia deja abierta la duda sobre cuáles quedaban incluidos o no en el distrito asignado a Azcuénaga.

46San Martino, 1999: 124-127.

47Ayrolo, 2016: 14.

48Levene, 1947: 52-54.

49RORA, 1879: I, 455.

50Verdo, 2006: 225.

51Para la caracterización de concepto fundamental, Koselleck, 1993: 117-118.

52Como se ha visto, Chiaramonte (1993: 109-110) advirtió sobre la necesidad de interpretar la atribución de soberanía e independencia a las ciudades y provincias en su significado de la época, como un rasgo derivado de la doctrina del pacto de sujeción, en combinación con la generalizada aquiescencia a integrarse en un todo mayor.

53Sobre la supresión de los cabildos, Ternavasio, 2000; Marchionni, 2008, Barriera, 2016; Agüero, 2017.

54Agüero, 2017.

55Levaggi, 2007: 88-89. La preservación del término provincia también es vista como una adaptación local del modelo federal norteamericano a las condiciones del Río de la Plata, Herrero, 2009: 112. En este punto, tratamos de comprender el sentido subyacente de esa adaptación.

56Calderón y Thibaut, 2010; Rojas, 2016.

57Así se expresa la Constitución Federal mexicana de 1824 que reemplazó el término provincia por el de estado, encomendando al Congreso general la facultad de mantener la independencia de los Estados entre sí en lo respectivo a su gobierno interior (art. 49, inc. III). Este enunciado expresa bien la clave relacional y limitada del término independencia. Sobre dicha constitución, véase ahora Rojas (coord.), 2017.

58Provincia y estado se usan de manera indistinta en la Constitución venezolana, como señala Herrero, quien ha destacado la importancia de la esta constitución (2009: 21, 108, 112).

59Agüero, 2014.

60Alberdi, (1852) 1993: 117.

61Como lo sostuvo Chiaramonte, aquella atribución de soberanía se hacía concibiendo no sólo como posible, sino también como necesaria la delegación de parte de esa soberanía en un gobierno superior, en la medida en que percibía su debilidad para ejercer con plenitud, separadamente, todas las implicancias de esa soberanía (1993: 109-110).

62Levaggi, 2007: 18. Chiaramonte atribuye el uso del término provincia en el caso holandés a un hábito remanente de la dominación española (2016: 152).

63The Debates, 1855: 284-285. Como ha observado Tau Anzoátegui (1965: 24), es evidente que con esa referencia a Buenos Aires el mensaje pretendía abarcar a todos los territorios que habían participado de la declaración de 1816.

64El desarrollo de esta alternativa teórica vino de la mano de la revisión de los caracteres del constitucionalismo gaditano, extendiéndose luego a las experiencias hispanoamericanas de la primera mitad del siglo XIX. Véase Garriga y Lorente, 2007; Garriga, 2011; Lorente 2010; 2013; Lorente y Portillo (dirs.), 2012; Portillo, 2016.

65Tío Vallejo, 2001: 303.

66Chiaramonte, 2016: 122-123.

67Así como en el pensamiento medieval la noción de orden (Grossi, 1996: 96-100) había funcionado como signatura más que como concepto (Agamben, 2017: 157) es posible sugerir que durante la larga primera mitad del siglo XIX la percepción de crisis, y cambio, fungiera como operador decisivo que signa los conceptos, para reenviarlos, desplazarlos y constituir nuevos significados. Proponemos entonces que la condición provisoria, la signatura transicional, es el factor que permite descifrar sentidos subyacentes de los textos del periodo. Sobre la noción de signatura, Agamben, 2009: 33-80. Chiaramonte describió el contexto como una situación de provisionalidad permanente (1997:159).

68Chiaramonte, 2016:124.

69Ibídem: 122 ss.

70Ibídem: 124; 130. Todas las referencias a las constituciones provinciales que se hacen a continuación están tomadas de San Martino, 1994.

71Chiaramonte, 1989: 73-78, señaló la presencia de este elemento en varias constituciones provinciales, derivando la concurrencia de una identidad provincial y otra hispanoamericana, así como la ausencia de una rioplatense o argentina. Aun concordando en este punto, lo que nos interesa destacar aquí es cómo aquella referencia a la ciudadanía americana contribuye a dar sentido del término provincia. Sobre la idea de confederacionismo americano como clave discursiva que circula desde los primeros años en Buenos Aires, Herrero, 2009: 58-59.

72Es importante recordar que, en este contexto, estado y nación operan como términos equivalentes, Chiaramonte, 1997:116.

73San Martino, 1994: 793.

74Meccarelli, 2009.

75Chiaramonte, 2016: 124.

76Ibídem: 130.

77San Martino, 1994:1177.

78Ibídem: 1199.

79Chiaramonte, 2016: 130-132.

80Ibídem: 132.

81San Martino, 1994: 1315.

82Chiaramonte, 2016: 131.

83Ibídem: 132-133.

84Ibídem: 134-135.

85Levaggi, 2007.

86Celesia, 1932: III, 21; Segreti, 1995:142.

87Levaggi, 2007: 92.

88Segreti, 1995: 134-142; Levaggi, 2007: 91-92.

89Ferrer, 2016: 147-149, 306-307. El caso de la Constitución de Venezuela de 1811 muestra la dificultad de pretender calificar como federal o confederal unos textos que, adaptaciones mediante, ofrecían soluciones originales que escapan a la distinción teórica que se impondrá después en el lenguaje constitucional.

90Goldman, 2005: 115.

91Celesia, 1932: III, 355; Ayrolo, 2007: 3; Ferrer, 2016: 89.

92Chiaramonte, 2016: 136-137.

93Como sugiere Chiaramonte, 1993:116-117; 2016: 138.

94Chiaramonte, 2016: 145.

95En esos ejemplos, no obstante, se vincula estado con federación (no con confederación), y provincia con el entonces llamado sistema de unidad. El fragmento transcrito por Chiaramonte (2016: 154-155) dice: Si se considera que se ha de establecer un sistema de unidad, estará bien se apruebe esta denominación de Provincias Unidas, etcétera, pues que las provincias son departamentos subordinados a un centro de unidad; más si se adopta el sistema de federación, serán Estados y no provincias (…).

96Chiaramonte, 2001: 129.

97Levaggi, 2007: 96; 145.

98Real Academia, 1899: III, 455 y II, 254.

99Myers, 1999: 5.

100Chiaramonte, 1997: 159.

101Levaggi, 2007: 97-102. En el mismo sentido, para la primera década de revolucionaria, Chiaramonte, 1997:159.

102Chiaramonte, 1989: 90-92

103El texto del pacto en Sampay, 1975: 327-329. Se consolidaba así un federalismo de hecho, que ya aparecía en el tratado de Pilar, Herrero, 2009: 210. Sin embargo, esa situación de hecho nada nos dice sobre si la idea de unión futura era más propensa a la simple confederación de estados o a un estado federal. El uso de República en singular muestra, a nuestro juicio, un presupuesto ajeno al imaginario que en teoría se corresponde con el de una simple confederación de estados.

104Levaggi, 2007: 125.

105Tau Anzoátegui, 1964: 104-105.

106La contradicción no pasó inadvertida para Sarmiento, como lo recuerda Chiaramonte, 2001: 130.

107Bianchi, 2007: 165

108Chiaramonte, 2016: 139-140.

109Levaggi, 2007: 137.

110Tau Anzoátegui, 1965; Martínez, 2013: 187.

111Levaggi, 2007: 139. Sobre el contexto, Chiaramonte, 1997: 202-206; Martínez, 2013: 289-313.

112Bianchi, 2007: 180.

113González, 1897: 84; Pérez Guihlou, 2004.

114Como sugirió Chiaramonte, 1993: 96, el hecho de no estar las provincias lo suficientemente afirmadas como para proponerse a sí mismas como estados independientes (…), ni tampoco integradas con sus vecinas en un Estado rioplatense, explicaría que aceptaran seguir usando la denominación provincia que remite a una posición subordinada en una unidad política mayor, manteniendo en la práctica una ambigua condición de estado libre, independiente y soberano. Sobre la sinonimia entre estado y nación en el derecho de gentes, Chiaramonte, 1997:116.

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