Liberalismo unitario vs. Tradicionalismo federal, una falsa dicotomía clásica
Una de las mayores paradojas histórico-ideológicas existentes en relación al origen del Estado argentino es el hecho de haber resultado asociado el liberalismo al unitarismo, quedando el federalismo asociado a cierto tradicionalismo. De este modo, el liberalismo difícilmente pudo concebirse federal, o el unitarismo tradicional1. Ello ha conformado una suerte de canon en la interpretación de nuestra historia decimonónica, el cual, por lo menos, merece ser revisado. Al respecto podrían citarse varios ejemplos, pero quizá la exposición más clarividente al respecto sea la de José Luis Romero, Las ideas políticas en Argentina (libro publicado por primera vez en 1946 y cuya influencia en la cultura intelectual argentina es fácil de advertir por sus numerosas reimpresiones). Allí, tanto en la Era Colonial como en la Era Criolla, Romero (1975) establece la dicotomía entre un espíritu autoritario y un espíritu liberal, formados respectivamente en la época de los Austria y en la de los Borbones; los cuales, a su vez, derivarán luego en el federalismo despótico y reaccionario de los caudillos, el primero, y en el liberalismo racionalista, progresista, revolucionario y unitario del grupo porteño ilustrado, el segundo (p. 305). Más aun, según este autor, respecto de esos términos observados en antagonismo, no se trata de dos efemérides contingentes de nuestra historia, sino de dos principios destinados a tener larga vida, y tenerla según un duelo cuyo drama se perpetúa [ ] a lo largo de los períodos siguientes con cambiante fisonomía (Romero, 1975, p. 10-11). En consecuencia, la época de la colonia no es sólo la etapa primera, sino también la decisiva en el proceso de formación no ya sólo de la realidad social de la futura Argentina, sino también de la actitud espiritual frente a los más graves problemas de la existencia colectiva, es decir, de su sensibilidad política (p. 13-14), de sus ideales (p. 64).
Por supuesto, Romero (1975) no es tan ingenuo como para plantear que toda la historia argentina pueda explicarse simplemente por la existencia de esa pugna entre estas dos concepciones político-sociales. En efecto, plantea que después de la guerra civil y el triunfo de los ideales federales (p. 64), comenzó a insinuarse una tendencia intermedia que trató de conciliar las dos corrientes antagónicas (p. 64; cfr. 128)2. Sin embargo, esta solución -a saber, la constitución de 1853 y sus secuelas- no habría sido sino una tesis transaccional (p. 64). En consecuencia, pareciera que para Romero aquellos dos principios en pugna habrán de permanecer en sí mismos inalterados. Pudiendo ajustarse entre sí sólo de forma superficial, coyuntural, son de suyo imposible de combinarse de forma apropiada y coherente. Están constitutivamente «engrietados».
¿En qué consiste básicamente, según este canon, los conceptos de liberalismo y federalismo? Comencemos por el segundo. Desde la perspectiva de Romero, el federalismo era hijo legítimo del autoritarismo habsburgo de la época colonial y, como tal, había heredado de él el desprecio por el comercio y la reconcentración en sí mismo; la acentuación de lo autóctono -lo criollo, con su hispánica prosapia-, para vivir según el cartabón de sus propios ideales (p. 20; cfr. 21 y 23) y al margen de influencias foráneas. Esta falta de apertura e indiferencia a la novedad extranjera -propias de un espíritu cerril ya presente en la época colonial- dotaba al habitante de estas tierras de un aire bárbaro, como de quien vive en estado de naturaleza (p. 32). De otro lado, y lo que es más importante para nuestro argumento, la barbarie de este sujeto se acentuaba a causa de la rigidez autocrática con que dominaba o era dominado, en razón de que -ya desde los conquistadores- sólo la fuerza individual aseguraba el uso del legítimo derecho y aun la conservación de la vida (p. 32). Ciertamente, el despotismo con que el terrateniente y amo de estos lares se hacía valer, le otorgaba un auténtico ascendiente (p. 32) ante sus hombres. Este tipo de autocracia, de vivo sentimiento antiliberal (p. 100), se manifestaba en su aversión a la idea de unidad, o más bien uniformidad, propia de las tendencias liberales y centralistas (p. 98) de los hombres de Buenos Aires. Ese sentimiento [federal, contrario a la homogeneidad nacional] adoptó la forma de un estrecho patriotismo local, apegado a la comarca, o, todo lo más, a la provincia. De hecho, la nación [les] parecía [a los partidarios del federalismo] una mera superestructura creada por Buenos Aires para mantener sus privilegios (p. 101).
He aquí, según Romero (1975), los rasgos principales del ethos de la vida rural (p. 32) proto-argentina y federal, ignorante de la civilización, encarnado en sujetos quasi feudales, quienes, si no ávidos por franquear leyes, cuando menos vivían despreocupados de ellas, fuera de las mismas, al amparo exclusivo del carisma de una autoridad personal (cfr. p. 34-35) que buscaba el respaldo de las masas populares. En suma, como si el ethos de la campaña, esto es, de la vida rural, hubiera dado el tono general de nuestra sociedad colonial y criolla, conforme al naciente espíritu federalista, dando por resultado una democracia elemental (p. 103).
De esta manera, el ideal de federación, en el que abrevaba el prestigio de los caudillos, era mucho más que una forma política: era el símbolo de una manera de ser, de un temperamento, de una concepción de la vida histórica (p. 103-104)3. Era, en suma, el levantamiento de dos banderas: la de la autonomía contra el predominio de Buenos Aires y la de las tradiciones vernáculas contra las ideas renovadoras de los grupos ilustrados (p. 113). Epítome de este ideal fue Rosas, educado -al decir de Sarmiento, Facundo, cap. 14- en la Estancia de ganados [ ] y en la Inquisición [habsburga] (citado de Romero, 1975, p. 126 ), y para quien, todo aquel que no se adhiriera a su causa, era un «salvaje, asqueroso unitario», partidario de un centralismo irreductible y un extranjerismo anticriollo (p. 126), además de enemigo de la religión católica (cfr. p. 123 y 126).
En cuanto al concepto de liberalismo, este se conforma en la época de los borbones (iniciada en el 1700), y se asienta tras la Independencia en los grupos cultos de formación europea (p. 63), donde siguió desarrollando no sólo su carácter elitista, ilustrado, sino también su estrategia centralista, en consonancia con lo perfilado ya en la última etapa colonial4. Signo maduro de la hegemonía lograda -aunque fugazmente- por este espíritu, fue el bosquejo de Estado rivadaviano (ver pp. 93-97). Liberalismo era entonces sinónimo de progreso material, tecno-científico, económico -lo que se resumía en el fisiocratismo y el librecambismo (cfr. p. 55 y 57) - y también de forma republicana de gobierno, en oposición a la concepción absolutista y teocrática del poder regio (cfr. pp. 41-45); a la búsqueda, en último término, de un igualitarismo que neutralizara los privilegios ligados al poder del clero y a los grupos mercantiles monopolistas (cfr. pp. 52-53).
Para ello, era sin duda indispensable la emancipación del yugo español; idea de autodeterminación ciertamente común a los grupos criollos de los campos (p. 60), es decir, a los proto-federales. Aunque se trataba sólo de una comunión en la condición para vivir lo que los liberales creían ser la auténtica libertad. En efecto, lo que no era común entre los burgueses liberales de la urbe porteña y los grupos del interior, era el anhelo porteño por la esencia liberal-ilustrada de esa libertad (cfr. p. 62, 68-69); libertad que la Revolución francesa había inaugurado con sus ideales rousseaunianos de pueblo, fraternidad y justicia (cfr. p. 65), y que Robespierre había llevado a la práctica mediante una organización del Estado contraria a la dispersión y la diversidad; a semejanza, no obstante, de los monarcas racionalistas5.
A tenor de esta aventurada manera de proyectar el estado emancipado de la rejuvenecida sociedad sudamericana, se imponía la invención de una constitución como objetivo político fundamental (Romero, 1975, p. 78 ). Con todo, bajo el ropaje de sistema representativo y de división de poderes (cfr. p. 78), la idea de fondo -sostenida por Moreno (cfr. p. 81) - era la de crear una nación unificada bajo las ruinas del extinto virreinato; o más bien, reforzar la creencia de que la nación argentina ya existía previamente a 1810 (cfr. p. 81 y 96), y que la nueva constitución iría tan sólo a otorgarle carta oficial de nacimiento. La supervivencia de esos primeros intentos constitucionales (1819 y 1826), prontamente fracasó; y la consiguiente amenaza de anarquía por falta de gobierno central hizo que el autoritarismo de la temprana época colonial irrumpiera nuevamente.
Este es, en síntesis, el relato de Romero sobre la imbricación entre ideas y existencia socio-políticas en los primeros tiempos de la Argentina, articulado en torno a los ejes de liberalismo y federalismo. Ahora bien, a nuestro juicio, aquí se opera un doble reduccionismo, a saber, tanto respecto de lo federal, cuanto de lo liberal.
Para observar la reducción operada acerca del federalismo, es útil prestar atención a algunas observaciones de Chiaramonte. A partir de estas, no sólo comienza a verse endeble la férrea asociación entre federalismo y caudillismo, sino que también ambos conceptos empiezan a entenderse de manera diferente. Este autor presenta al menos dos tesis que quisiéramos destacar ahora6. En primer lugar, caudillismo no equivale a ausencia de legalidad, fuente de anarquía política, mera tendencia al localismo y al autocratismo arbitrario, fruto de un espíritu sumido en la barbarie; y, en este sentido, no se opone al constitucionalismo, tal como suele sostenerse con el tradicional esquema interpretativo de la historia latinoamericana del siglo XIX (Chiaramonte, 2016, p. 10). Esta primera tesis, más que nada de orden histórico-sociológico, ha sido específicamente desarrollada en Chiaramonte (2010). En segundo lugar, y en concordancia con lo anterior, él insiste -con una tesis perteneciente más bien a la historia del constitucionalismo- en la importancia de invalidar la habitual confusión entre federalismo y confederacionismo (cfr. Chiaramonte, 2016, p. 145): una cosa es las iniciativas a veces confederales, otras meramente pactistas, que van desde la independencia hasta la Constitución de 1853 y otra distinta la irrupción del Estado federal en 1852-1853 -Acuerdo de San Nicolás/Constitución- (p. 145). A juicio de Chiaramonte, se dio una solución de continuidad entre ambas etapas. Pues mientras el espíritu confederal, encarnado en provincias autónomas unas de otras -entidades soberanas o cuasi-soberanas-, era contrario a la monarquía y al unitarismo (cfr. p. 145, 152, 154), el espíritu federal era aquel que proponía deponer la soberanía de las partes para la constitución de la soberanía del todo; y para ello, dotar de una autoridad cuasi-monárquica al poder ejecutivo nacional. En conclusión, la confederación era un tipo de unidad, pero dotada de un poder y cohesión menores que la unidad fruto de una federación7. Por eso, Chiaramonte (2016, p. 198, 200) hace ver que, contra la usual comprensión, federal no significa movimiento anárquico-centrífugo, localismo secesionista, sino lo contrario: fuerza centrípeta.
Ahora bien, al mismo tiempo, el propio Chiaramonte (2016, pp. 31-43, 59-60) reconoce que el problema histórico del federalismo en Hispanoamérica fue el fracaso por haber querido trasplantar a estos pueblos del Sur, de idiosincrasia social y costumbres constitucionales diferentes a las de los colonos angloamericanos, un régimen republicano y federal de tipo estadounidense8. Ligado a esto se inscribe la preponderante recepción -a finales del s. XVIII y principios del XIX- de ese liberalismo francés que poco y nada sabía de la moderación e institucionalidad propias del liberalismo de corte angloamericano. Y con esto queda anticipado la importancia del liberalismo en relación al federalismo.
Y a juicio de Chiaramonte, si bien el caudillismo, como aspecto identitario-nacional, se diferencia del aspecto jurídico-constitucional, que concierne a lo representativo-republicano y lo federal, sin embargo no es algo que se le oponga, al no ser algo que atente directa o absolutamente contra la institucionalidad (cfr. Goldman, 2005, p. 122) 9.
En lo que atañe a la reducción del liberalismo, la misma se detecta fácilmente en la identificación simétrica establecida en general por Romero entre Liberalismo e Ilustración, singularizado este último ideario en el Contrato social de Rousseau (cfr. Romero, 1975, p. 127 y 87). Para desmontar esta reducción, baste con remitir ahora a autores como Hannah Arendt (On revolution) o François Furet (Penser la Révolution française) -por señalar tan sólo algunos estudios señeros, dotados de una mirada integral sobre la tradición liberal-. Con ello, se comenzaría a hacer pie en la existencia de un pensamiento liberal en cierto modo anti-rousseauniano, tal como sucede en autores como Constant, Mme. de Stäel o Tocqueville y los doctrinarios10. En pocas palabras, para comprender el movimiento liberal del s. XIX en su conjunto, es decisivo percatarse de que no fue reductivamente ilustrado, ni unitario, ni laicista (antirreligioso), tal como se desprende de la exposición de Romero11. Ciertamente, esto no constituye una crítica directa a Romero, en la medida en que él se limita a reflejar cómo ha resultado reducido el liberalismo en las primeras décadas de nuestro s. XIX. E incluso a él no se le ha pasado del todo por alto la predicha reducción. Sin embargo, él termina concediendo que, en su pureza estricta, el canon del liberalismo es Rousseau (cfr., por ejemplo, Romero, 1975, pp. 84-85).
Es justo reconocer que Romero (1975, p. 65, cfr. p. 66 y 88) advierte la vacilación de los hispanoamericanos en relación al liberalismo francés, al darse cuenta ellos de que los jacobinos habían demostrado incapacidad para preservar la dignidad de los principios por los que se había hecho la Revolución misma. Romero añade que esa circunstancia incitó a muchos a volver la mirada hacia Inglaterra, cuyo liberalismo mantenía, pese a los embates de la revolución primero y de la reacción después, cierto equilibrio entre la libertad y la autoridad. Sin embargo, al momento de mostrar en qué consistió concretamente el liberalismo proto-argentino, él coloca en lugar central la figura de Mariano Moreno, confeso devoto de Rousseau, poco amigo de la moderación y defensor a ultranza de la necesaria hegemonía de Buenos Aires (p. 69, cfr. pp. 72-74). En suma, según Romero (1975, p. 74) afirma, más allá de las matizaciones del caso, en su esencia fue Moreno un jacobino como lo fueron otros hombres de su grupo -como Chiclana y Castelli- y luego los herederos de su política, como Monteagudo y Alvear. Por eso, no hay que olvidar que
[ ] si Moreno favoreció la moderación y se enorgulleció, en las primeras jornadas, de la serenidad y mesura de los revolucionarios, muy pronto, ante los primeros signos de la reacción realista [de Liniers y compañía], cedió a sus impulsos y aconsejó la imposición por la violencia de los principios revolucionarios (p. 74).
La conclusión de Romero (1975, p. 75) es que Moreno y sus secuaces prefirieron los arrestos jacobinos a la moderación ideal, cosa que terminaría en el consejo de Monteagudo a establecer una dictadura para afirmar la revolución. Este sería, en definitiva, para Romero el más auténtico espíritu liberal que cundió en la naciente Argentina.
A la vista de lo anterior, nuestra tesis reside aquí: en un sentido constantiano, tocquevilliano y alberdiano -a diferencia del radicalismo democrático rousseauniano-, el liberalismo se presenta como un aliado natural del federalismo, en la medida en que permite conjugar la descentralización y el localismo con la idea de un poder central fuerte. Ello implica que el federalismo es la consecuencia más deseada y natural de ese liberalismo. Dicho de otro modo, en caso de no entender en toda su amplitud la noción de liberalismo, es natural que la idea de federalismo resulte también contraída.
Liberalismo y Federalismo, Constant y Tocqueville
Para hacer mejor pie en el significado del federalismo liberal en Alberdi, parece conveniente revisar algunos de sus antecedentes. Sólo de esta forma podríamos hacernos mejor idea acerca de cuán ecléctica y/o transaccional fue la tesis con la que él proyectara trascender la dicotomía originaria. En orden a ello, revisaremos a continuación la relevancia de dos liberales clásicos, los cuales influyeron en el establecimiento de algunos principios republicano-federales en el pensamiento del liberal argentino: Benjamin Constant (1767-1830) y Alexis de Tocqueville (1805-1859)12. Se trata de dos autores pertenecientes a una rica pero a menudo desatendida tradición de la teoría federal decimonónica (Ward & Ward, 2009, p. 279), la cual, teniendo por antecedente al Rousseau de las Considérations sur le gouvernement de Pologne, incluye a Pellegrino Rossi, Joseph Proudhon y termina en el s. XX con Denis de Rougemont.
El trabajo de Fontana (2009) constituye una excelente síntesis de lo que implica el federalismo liberal en Constant. Allí se destaca que para el lausanés hay un federalismo vicioso, a saber, el confederacionismo, es decir, la asociación externa de Estados independientes -como Holanda o Suiza (p. 171), cuyo dinamismo tiende a la reclusión en sí, al aislacionismo. Pero también hay un federalismo virtuoso, cuya originalidad reside en destacar la necesidad de distinguir entre centralización política -propia del poder ejecutivo nacional- y descentralización administrativa -correspondiente a los poderes locales provinciales-, junto con la conveniencia de articular ambas. En relación a la primera de ellas, se trata de suponer una dependencia de cada sociedad parcial respecto de la asociación general; suponiendo, en relación al segundo factor, una perfecta independencia de la organización de las fracciones particulares en todo aquello que no pone en riesgo el compromiso de esas fracciones con la asociación general (p. 171, cfr. Constant, 1989, p. 127).
En suma, federalismo para Constant equivale a descentralización del poder administrativo, es decir, su localización fuera de la capital de un país. Ahora bien, ¿se trata ello de una mera cuestión de eficiencia? Más que de una cuestión de eficacia a la hora de intentar resolver problemas provinciales y municipales, la descentralización implicada en este federalismo tiene que ver sobre todo con una cuestión de legitimidad en la representación, es decir, del hecho de una mejor aceptación por parte de los ciudadanos de cada lugar de medidas legislativas ejecutadas por autoridades con las que aquellos ciudadanos puedan identificarse: una descentralización administrativa [= burocracia política ejercida por agentes locales] podría reducir la distancia entre el pueblo y el Estado (Fontana, 2009, pp. 176-177). En cambio, si los representantes del pueblo dedican todo su tiempo en la ciudad capital, ocupados en las preocupaciones e intrigas de la política nacional, no estarían al tanto de las preocupaciones de sus electores y desatenderían sus intereses (pp. 171-172). Aunque no se trata sólo de legitimidad, sino -algo que, por lo demás, a Fontana se le pasa inadvertido señalar- también de jurisdicción:
La autoridad nacional, la autoridad regional, la autoridad municipal, deben permanecer cada una en su esfera [ ]. Hasta hoy se ha considerado al poder local como una rama dependiente del poder ejecutivo [nacional]; muy al contrario, no le debe estorbar nunca, pero tampoco debe depender de él (Constant, 1989, p. 123).
La necesidad de esta independencia se debe al hecho de que, así como hay intereses locales que no son estatales (i.e., centrales), y viceversa, también la competencia de los depositarios de unos y de otros han de ser diferentes (cfr. Constant, 1989, p. 123). En caso de confundir ambas competencias, las leyes generales estarán mal ejecutadas, y los intereses parciales mal atendidos (p. 124). Por último, además de cuestiones ligadas a la organización política -tales, la legitimidad y la jurisdicción-, el federalismo tiene que ver, en último término, con una cuestión de orden ético-sociológico: la creación o reforzamiento de un patriotismo pacífico y duradero, a saber, el patriotismo [patriotisme] que nace en las pequeñas localidades [ ], el único verdadero (p. 127). No deja de ser interesante advertir, en un supuesto abogado del cosmopolitismo comercial, una defensa apasionada de la perentoriedad del arraigo. Las últimas páginas de ese cap. 12 de los Principios de política que venimos citando, son un indudable testimonio de ello (cfr. pp. 127-129). Allí Constant habla del posible trabajo conjunto entre la naturaleza humana y la política a favor de esa inclinación inocente y bienhechora que culmina en una especie de honor municipal [honneur communal], por llamarlo así, honor de ciudad, provincial [honneur de ville, honneur de province], que sería a la vez un gozo y una virtud. En este sentido, sería una política deplorable considerar una rebeldía los sentimientos desinteresados, nobles y piadosos que surgen de la vinculación a las costumbres locales (p. 128).
El argumento de ese capítulo termina con una contundente crítica al unitarismo, artífice de una capital [en la que] se agrupan todos los intereses, formador así en el centro [del país de] un pequeño estado. Creación cuyo resultado no es otro que la vida -que no es vida, sino inercia vital- de individuos desarraigados, aislados de su lugar natural, que viven tan sólo un presente vertiginoso (pp. 128-129) e indiferentes al conjunto; una suerte de anonimato burgués, como el que «gozara» Descartes en Amsterdam (W. Percy). El reverso de esta crítica al atomismo social creado por el centralismo, es la identificación constantiana entre federalismo y nacionalismo. Por este último término, antes que el sentido romántico y racista de nación, que aboga por el jingoísmo, hay que entender la referencia a un sentimiento ético de honneur que emana del hecho de hallarse pisando un lugar por el que, se barrunta, vale la pena dejar lo mejor de sí, y también la referencia a un cuerpo nacional [corps de nation] (p. 128). Es decir, nación según un sentido verdaderamente político, a saber, el de organicidad social: sentirse parte integrante, y en cierto modo insustituible, de una comunidad articulada (o patria personificada por doquier), que tiene no sólo presente y porvenir, sino también recuerdos de los que se puede vivir, y en los que se puede descansar (pp. 128-129).
Fontana (2009) conjetura que aquel meollo de la teoría constantiana en torno al federalismo13, Constant bien pudo haberlo sacado de Jacques Necker -Ministro de Luis XVI y padre de su partner Mme. de Stäel-, quien poco antes de la Revolución de 1789 ya había previsto la urgencia de descentralizar la administración francesa mediante la creación de asambleas provinciales, elegidas localmente (pp. 171-172). De nuestra parte, cabe agregar que la tradición de esta tesis no termina en Constant, sino que continúa hasta Tocqueville, cuyas observaciones sobre el particular en De la démocratie en Amérique son de gran valía.
En la Primera Parte del vol. 1 de su célebre libro sobre Estados Unidos, Tocqueville discurre sobre el federalismo a raíz de la novedad que la Constitución federal de Estados Unidos -proclamada en 1787, en Filadelfia- ha constituido para la ciencia política moderna (cfr. Tocqueville, 2002, vol. 1, p. 231). Sus reflexiones al respecto ocupan el último acápite del capítulo 5 (Efectos políticos de la descentralización administrativa de los Estados Unidos) y el largo capítulo final de esa Primera Parte, el cap. 8, acerca justamente De la Constitución federal (ver pp. 138-153 y 171-251, respectivamente).
Aunque los principios del federalismo tocquevilliano son en esencia los mismos que los del federalismo constantiano, las diferentes circunstancias que les tocó vivir a uno y otro pensador, hace que la perspectiva de Tocqueville difiera de la Constant en lo tocante a la importancia o urgencia de los objetivos a realizar por parte del federalismo. Pues si, por un lado, el temor crucial de Constant era el despotismo de un autócrata jacobino como Robespierre, o uno imperialista como Napoleón, por su parte, el temor de Tocqueville es el contrario, a saber, el riesgo de desintegración de una nación grande y federada como la norteamericana.
A juicio del normando, una eventual disolución tal no acaecería en Estados Unidos por el ataque de factores externos, sino por causa de la debilidad del gobierno federal de la Unión frente a los Estados que la componen (es probable que Alberdi haya tomado nota de esta observación para el caso argentino). La necesidad de que esta nación cuente con un gobierno central fuerte, no tiene otro objetivo que el mantenimiento del federalismo mismo. Como ya había previsto Constant, también para Tocqueville (2002, vol. 1, p. 244) el federalismo implica una división y coparticipación de la soberanía, entre un poder central -nacional- y poderes periféricos -provinciales y comunales-; y esto es algo visto sin duda como algo de valor positivo: Es inimaginable hasta qué punto esta división de la soberanía contribuye al bienestar de cada uno de los Estados que componen la Unión (p. 239). Acerca de la impresión de lejanía que produce el poder central en comparación con la cercanía de los poderes locales, Tocqueville se refiere en términos muy similares a los del lausanés, al hablar de un sentimiento vago e indefinido respecto de la soberanía la Unión (p. 246), a diferencia de la constante influencia de la soberanía de los Estados, la cual se apoya en los recuerdos, en los hábitos, en los prejuicios locales, en el egoísmo de provincia y de familia; en una palabra, en todas las cosas que contribuyen a que el instinto de la patria sea tan poderoso en el corazón del hombre (p. 247). Lo que parece nuevo en la manera de abordar este punto por parte de Tocqueville, es la naturaleza ficcional atribuida por él a la forma que tiene la autoridad central de presentarse y ejercer su tutela: El gobierno de la Unión reposa, pues, casi todo él, en ficciones legales. La unión es una nación ideal que no existe, por así decirlo, más que en los espíritus, y cuya extensión y límites sólo la inteligencia descubre (p. 243). De ese carácter abstracto de la soberanía de la Unión (p. 246) deriva precisamente su potencial debilidad, pues
[ ] si la ley federal [nacional] contrariara violentamente los intereses y los prejuicios de un Estado [ ], la ficción desaparecería para dejar paso a la realidad y la potencia organizada de una parte del territorio se encontraría en pugna con la autoridad central (p. 245; cfr. p. 246 y Schaefer, 2009, p. 199).
Hasta aquí, al ponderar la división de la soberanía, Tocqueville inclina la balanza en favor de las soberanías locales, según un claro espíritu Antifederalist (propio del bando crítico de la Constitución estadounidense, que la criticaba por su carácter centralista: ver Schaefer, 2009, pp. 193-200).
Ahora bien, si el normando coincide con el lausanés en esa acentuación de las ventajas que el sistema federal ofrece para las comunidades locales, al no resultar concentrada toda la soberanía en el poder central, sino repartida simultáneamente en dichas comunidades -mediante una descentralización administrativa (cfr. Tocqueville, 2002, vol. 1, p. 140)14-, también va a ir más allá de Constant, al revelar algunos aspectos de las ventajas federales de dicha división: pero no en tanto originadas por la soberanía local, sino por la soberanía central. Dicho de otro modo, además de afirmar la realidad de todos aquellos factores locales, como los únicos capaces de despertar con fuerza el instinto patriótico (a diferencia de la abstracta ficción de una República que se coloca por encima de los Estados provinciales), con todo, él también descubre algunas notas de positiva realidad en la concentración del poder nacional que se le otorga al Poder central de la Unión15. ¿Cómo cuáles? No se le concede soberanía al Poder central con el objetivo de limitar los poderes locales, o de concentrar en la capital privilegios y supremacía, sino con el exclusivo fin de dar existencia a un poder supremo que sea capaz de relacionarse directamente con los individuos: En América, la Unión tiene por gobernados no a Estados, sino a simples ciudadanos (p. 232). Es decir, se trata de un gobierno capaz de atender las necesidades y derechos específicos de los ciudadanos de la república, y de obligarlos aisladamente a someterse a la voluntad común (p. 245), sin necesidad para ello de la mediación de los Estados particulares. Esta capacidad tocquevilliana de ver la llegada y cercanía del Gobierno nacional, aparentemente remoto, a cada ciudadano de un gran país, está ausente en la reflexión de Constant. Y aunque es indudable que en Tocqueville el temor por el despotismo centralista es muy fuerte16, también él demuestra mayor audacia para avanzar en su indagación en torno a la manera en la que el federalismo más maduro -capaz de superar la instancia confederacionista- implica un equilibrio tal de soberanías, de modo que la soberanía del poder democrático del todo nacional no pueda verse solamente como una irremediable fatalidad perniciosa, sino también como la revelación de algo nuevo que puede favorecer la libertad de los individuos17.
Entre las ventajas producto de la relación directa entre Estado nacional y ciudadanos, que finalmente se consigue con la división de la soberanía -en suma, las ventajas del federalismo18-, pueden identificarse al menos tres. Una, la tranquilidad de cada Estado particular por no tener que ocuparse de defenderse o ensancharse, perteneciendo tal cuidado a la Unión misma. En este caso, pudiendo los gobiernos locales concentrarse en las mejoras interiores, se incrementa el temple republicano de los habitantes de cada comunidad (Tocqueville, 2002, vol. 1, p. 239-240). Otra, el progreso de la ciencia y la cultura en general, en razón de una mejor y más veloz circulación de las ideas (cfr. p. 237). La advertencia de estas dos ventajas no parece lejos del pensamiento de Constant. No sucede lo mismo con la tercera. En efecto, el normando sostiene -mediante una observación de tipo sociológico- que, a la vista de idear y crear el sistema federal, los legisladores norteamericanos se toparon con una homogeneidad social y ética en cierta forma ya establecida: la homogeneidad en su civilización (p. 247), esto es, en las costumbres y los hábitos del pueblo (p. 248). Es decir, existía una condición favorable al nacimiento del federalismo en Estados Unidos. Esa homogeneidad es lo que ha facilitado la formación de la Unión: los distintos Estados no sólo tienen los mismos intereses [de orden económico, de bienestar material] [ ], sino también el mismo grado de civilización, lo que facilita en gran manera el acuerdo entre ellos (pp. 247-248)19.
Cabe preguntar si tal homogénea civilización se trata sólo de una condición del federalismo norteamericano o si es también un producto suyo. En caso de responder afirmativamente a esta segunda alternativa, la cuestión del federalismo como sistema institucional se vería en cierto modo desplazada hacia la cuestión de la naturaleza de la democracia norteamericana. Pues, en este caso, el pueblo estadounidense no se limitaría a detentar homogeneidad cultural, de opinión y costumbres, a fin simplemente de que el sistema republicano y federal pueda funcionar bien; como si el fin de ese sistema residiera fuera de la sociedad que lo ha creado, esto es, en un impersonal aparato legal-constitucional. No parece ser este el caso. Más bien, parece que el sistema federal norteamericano, al conformarse según las características señaladas por Tocqueville, constituye eminentemente una democracia, es decir, un gobierno del pueblo. En efecto, este sistema, no sólo es posible gracias a la homogeneidad socio-ética aludida, sino que él mismo retroalimenta esa homogeneidad, la cual termina gobernándolo: fruto de su vientre, el constitucionalismo yanqui nunca deja de acrecentar el poder de su progenitora -la sociedad democrática, homogénea e individualista20-, que es la que finalmente detenta el poder -ese enorme poder de unanimidad e intolerancia humana en el alma de Estados Unidos, al decir de Chesterton (2010, p. 226).
En definitiva, la sociedad norteamericana no sólo condiciona a quien gobierna, o al sistema por el que allí se gobierna, sino que es ella misma la que finalmente gobierna. E incluso el fin para el que se gobierna. En suma, government of the people, by the people, for the people.
Esto mismo es lo que piensa Tocqueville, al operar en su obra -tal como se enuncia en el breve prólogo de la Segunda parte del 1er volumen- el desplazamiento desde un examen de las instituciones hacia el examen de ese poder soberano [ ] del pueblo, que en Estados Unidos está por encima de todas las instituciones y aparte de todas las formas; más aún, que las destruye o las modifica a su antojo (Tocqueville, 2002, vol. 1, p. 253). En cualquier caso, que la democracia termine desplazando al sistema federal del plano principal, no significa necesariamente que lo tire por la borda. Que la democracia amenace no implica necesariamente que mate21.
Por último, no convendría pasar por alto una comparación entre Tocqueville y Constant, en lo que atañe a una valoración del concepto de homogeneidad. Tocqueville (2002) destaca explícitamente las ventajas o valor de la homogeneidad, no ya sólo en relación al aspecto económico -referido con el término de intereses (p. 247), estatales o individuales-, sino también en relación a un aspecto social más amplio -referido con el término civilización (p. 248) -, y en último término a lo político. En efecto, las consecuencias políticas de signo positivo que esta dimensión sociológica de la homogeneidad alberga para Tocqueville22,, residen en el hecho de facilitar el acuerdo (p. 248) interestatal, esto es, servir de base adecuada para lograr la concordia necesaria para avanzar en políticas de bien común y a largo plazo.
Con todo, la diferencia entre una y otra perspectiva -la de Constant y la de Tocqueville- no se debe tanto a una diferencia respecto del federalismo en sí mismo, sino a causa del desplazamiento efectuado por Tocqueville desde el análisis del federalismo al de la democracia. En suma, sea para Constant, sea para Tocqueville, en la ciencia política moderna, la reflexión sobre el federalismo tiene su límite. Si, a fin de entender la naturaleza y funcionamiento de las modernas soberanías, Tocqueville pudo con gran maestría darse cuenta -tomando a Estados Unidos como modelo- de las limitaciones del federalismo y el gobierno representativo, no obstante, ello ya había sido anticipado de alguna forma por Constant, con gran talento también, en su Conferencia de 1819, De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos (cfr. Fontana, 2009, p. 179, n. 41): el sistema representativo -invento moderno, para cuyo funcionamiento perfecto se necesita el federalismo- es de suyo incapaz de resolver las dos grandes cuestiones éticas que desvelaron a los hombres de todos los tiempos, a saber, la felicidad y la dignidad humanas23.
El Federalismo liberal de Alberdi
Comenzada la segunda mitad del siglo XIX, Juan Bautista Alberdi (1886b) observaba que, si bien las cosas [habían] hecho prevalecer el federalismo como regla del gobierno general, el asunto federación o unidad aún dominaba toda la cuestión constitucional de la República Argentina (p. 459). La división entre salvajes unitarios y patriotas federales (p. 502) representaba para él la evidencia de que hasta el momento no existía un gobierno común y, sobre todo, que se habían perdido de vista los puntos de partida para dar con la organización del país (cfr. Alberdi, 1886e, p. 125). Ahora bien, al tiempo que él señalara aquella falta, llega también a identificar la existencia de un régimen provincial o local (Alberdi, 1886b, p. 506, 507). No sólo para Argentina, sino para todas las federaciones, el punto de mayor dificultad para su organización se encontraba en el vínculo que debía unir los gobiernos de provincia con el Gobierno nacional (cfr. Alberdi, 1886f, p. 203). Y señalaba que, a los fines de organizar una unión federal (Alberdi, 1886g, p. 313), la solución durable a ese punto, sería la que mejor se acomodase a los antecedentes del país pertenecientes a su antiguo y moderno régimen (Alberdi, 1886f, p. 203).
Para comprender qué es federalismo en Alberdi, y así dar con la manera en que él arriba a su fórmula de gobierno, se precisa ante todo atender a su indagación de la historia de las condiciones rioplatenses que facilitarían/obstaculizarían dicho federalismo, así como su interés por otras experiencias extranjeras sobre el particular. Por eso no es casual que Alberdi (1886g) encontrara valiosa la noción de «punto de partida», esto es, la condición y modo de ser de la vida anterior de un país (p. 318), ofrecida por Tocqueville. También se fijó en los ejemplos que le otorgaban las experiencias de las federaciones de ese momento -v.g., la alemana y la suiza-, en las cuales advirtió elementos de interés para amalgamar aquí las tendencias unitaria y federal.
En el Fragmento Preliminar de 1837, afirmaba Alberdi (1886a) la conveniencia de acordar preferentemente con la idea federativa, al representar esta un sentimiento más fuerte y más acertado de las condiciones de nuestra actualidad nacional (p. 140). Luego, tras la reciente experiencia rosista, en las Bases de 1852 señala que, si bien la forma de gobierno republicana no tenía lugar a cuestión, al ser la forma proclamada por la revolución americana, por el contrario, la federación o unidad, es decir, la mayor o menor centralización del gobierno general se había convertido en asunto conflictivo, a pesar de ser un accesorio subalterno de aquella forma (Alberdi, 1886b, p. 458, 459).
Para el jurista tucumano, aun existiendo fines comunes para toda clase de gobierno, los medios, es decir, la constitución de poderes, depende de las condiciones concretas de cada país (Alberdi, 1886 d, p. 507). Y dada la posibilidad de grados diferentes de federación, procura indagar cuál sería el grado conveniente a la República Argentina (p. 459). Los antecedentes históricos y sociales le darían la regla y medida de la mayor o menor estrechez del vínculo federal (Alberdi, 1886g, p. 313), a los fines de lograr la unidad argentina nacional y patria (Alberdi, 1886k, p. 385).
Alberdi (1886g) era de la idea de que no existía una federación absoluta y única como sistema de gobierno, así como tampoco una centralización en tanto tipo absoluto y universal (p. 313). De allí que él considerara los términos federación y unidad de modo correlativo, a saber, en tanto expresivos de la idea de unión, liga y amalgamación. Así, federarse es unirse, no aislarse (p. 313). Sin embargo, es consciente del hecho de que en el Plata federación se había entendido como separación. Por eso, la unidad política argentina no era para él punto de partida sino término final de los gobiernos (p. 462). Asimismo, resultaba clave conocer las bases en que descansaba el derecho público de cada provincia, esto es, lo que pertenece y lo que no pertenece al gobierno de provincia (Alberdi, 1886e, p. 73), generando su desconocimiento el más poderos obstáculo para la organización general [del] país (p. 73). Pues, si en el período previo a 1853 se había ejercitado un régimen provincial, en vez de un régimen nacional o general, interesaba saber las causas de su formación y miras, para empezar a resolver el asunto de la centralización general definitiva (p. 73).
El foco de su estudio del Derecho Público provincial argentino se orientaba a evitar que el federalismo argentino nacional por su índole y tendencia sirva a la desmembración argentina. Para ello, partió de la siguiente premisa: la integridad nacional argentina es la tradición de toda su existencia antigua y moderna (Alberdi, 1886 b, p. 318; ver 1886g, p. 319), y su desconocimiento se había convertido en el principal obstáculo para el establecimiento de un gobierno general definitivo. En suma, según Alberdi, la República Argentina sólo había conocido un gobierno nacional o central; primeramente bajo el antiguo régimen, i.e., el Virreintato del Plata, y luego, desde 1810 y con breves interregnos hasta 1820, durante el gobierno republicano nacional de las Provincias Unidas (Alberdi, 1886b, p. 318). ¿Qué pasó después de 1820? Dividida el país en tantos Estados como provincias, no ofrecía realmente el aspecto de una república federativa.
Según Alberdi (1886 e, p. 75) la Constitución unitaria de 1819 había generado las condiciones para consagrar el triunfo del aislamiento. Tal fue el origen del Gobierno provincial de Buenos Aires, organizado en 1821: era el primer gobierno de provincia que aparecía en la República Argentina organizándose con independencia y prescindencia de los demás pueblos, y revistiendo todas las formas de un gobierno representativo. Desde ese momento, a su juicio, empezaba una carrera nueva para el derecho público argentino. Pero a juicio de Alberdi, el debilitamiento del gobierno central de la República no provenía sólo de 1820 sino de la Revolución de Mayo, que, al deponer al virrey, había destruido el gobierno unitario colonial sin reemplazarlo por otro gobierno patrio de carácter central (cfr. Alberdi, 1886b, p. 467). En lugar de ello, había delegado el poder en Juntas o gobiernos locales. La soberanía local toma entonces el lugar de la acéfala soberanía general: tal fue el origen inmediato del federalismo o localismo republicano en las Provincias del Río de la Plata (p. 467).
En consecuencia, según Alberdi (1886k), lejos de ser una novedad o imitación extranjera, la unidad argentina, nacional y patria (p. 179) era el sistema que había gobernado por tres siglos a las Provincias, y era, por lo tanto, el hecho más real y más práctico de su vida pública (p. 179). Dicho sistema consistía en una unidad divisible, en la que el Gobierno general había coexistido con los gobiernos de las provincias. Por tanto, si bien la revolución había cambiado el principio del gobierno, no se debía oponer a que el principio moderno se sirva de los medios de acción que hacían eficaz al gobierno realista (p. 179). El primero de esos medios era la centralización política, que no excluía de ningún modo la descentralización administrativa -tal como había enseñado Tocqueville.
En efecto, Alberdi (1886b) postula dos orígenes de la descentralización del gobierno: uno político, otro administrativo. Este es anterior a la Revolución; aquel fue dependiente de esta. El mediato origen de la descentralización se encuentra en el antiguo régimen municipal español, esto es, los cabildos, primera forma de existencia del poder representativo provincial en el país. Así, la unidad de gobierno del virreinato no excluía la existencia de gobiernos de provincia. En suma, el gobierno local constituye una base histórica y punto de partida para la organización constitucional del país. Con origen moderno e inmediato de la descentralización, Alberdi se refiere a la confirmación del valor político de predicho antecedente, ya bajo el nuevo régimen republicano surgido en la Revolución de 1810. Y a su juicio, el problema residía en que la Junta que reemplazara al virrey, representó un paso a la relajación del poder central, por ser un gobierno de muchos (p. 464)24.
En este sentido, la Confederación Argentina había consistido para Alberdi (1886d) en la descentralización relativa del gobierno interior de un país unitario (p. 507). Dicho de otro modo, tal sistema confederativo se había producido por la ruptura de un Estado unitario. De ahí que la Constitución de 1853 no venía sino a consagrar un sistema de federación que ratifica (no introduce) la unidad originaria y tradicional de la Nación (p. 507). Al respecto, Goldman y Ternavasio (2012) sostienen que Alberdi optó por la búsqueda de una fórmula superadora de la escisión de la soberanía entre las Provincias y la Nación. Por eso en sus Bases él opera un desplazamiento conceptual sustancial al transferir a la Nación la soberanía originaria comúnmente atribuida a los pueblos (p. 18). Efectivamente, Alberdi afirmaba que la soberanía residía originariamente en la Nación, no en los pueblos25.
La posición alberdiana es clara: la Argentina, como colonia de España, había formado desde su origen un cuerpo político regido por un solo gobierno (Alberdi, 1886 g, p. 319), que ya no abandonaría en lo sucesivo (no obstante haber tomado en lo sucesivo otras denominaciones y formas). Argentina nunca ha negado su individualidad e independencia respecto de otras colonias, ni la unidad interior de su gobierno general respecto de sus provincias en que sucesivamente estuvo dividido el virreinato unitario para el régimen de su gobierno interior (p. 319). Por tanto, oponerse [a ese sistema unitario originario] [...] es luchar con la historia, complexión y contextura orgánica del país: la buena política debe aceptar esa fuerza y hacerla servir al juego y mecanismo de la nueva existencia (p. 316). De modo que, si hipotéticamente la federación se acabara, el país podría volver siempre a su punto de partida: la nación. Siempre está esta posibilidad, porque la nacionalidad es la llave de todas las dudas y problemas sobre el deslinde que separa el poder local del poder nacional o central (p. 316). Aquel origen remoto, representado por la nacionalidad, fue la base para postular que la Constitución federal debía entonces preceder a las de provincia, las cuales debían empezar, para componer el poder de provincia, desde donde acaba el poder federal o central (p. 316).
En suma, se necesitaba de un poder central, ya que sin él sería irrealizable la sociedad, y la libertad misma imposible (Alberdi, 1887, p. 234). De hecho, la guerra entre unitarios y federales había contribuido a la centralización del poder nacional (Alberdi, 1887, p. 233); pues si Rivadavia proclamó la idea de la unidad, Rosas la ha realizado (p. 233). Con todo, pasado 1853, Alberdi (1886h) reflexiona sobre un hecho que, según él, pretendía negarse, a saber: que después de su pretendida unión la República Argentina prosigue dividida en los dos grandes intereses, que combatieron uno contra otro, en Caseros, Cepeda y Pavón (p. 360). La separación extrema entre Buenos Aires y las Provincias hacía que no pudiera tenerse una noción clara sobre un gobierno regular [...] por las nociones escolásticas de federación y unidad (Alberdi, 1887, p. 240). Al manejar Buenos Aires la totalidad de la renta de la Nación, generaba no la centralización ni poder regular, sino la iniquidad, la provocación, la guerra (Alberdi, 1886j, p. 406); y eso, enfatizaba Alberdi, no es unidad sino unicidio, es decir la muerte de la unidad y de la unión (p. 406). La crítica estaba dirigida a la descentralización política generada por la entonces todavía no integrada Buenos Aires al conjunto nacional, la cual colocaba los intereses locales por sobre el peligro que corría toda la nación por su falta de unidad (Alberdi, 1886i, p. 474).
Por tanto, el gobierno conveniente para la Confederación argentina no vendría de la ciencia francesa, inspirada por la centralización absoluta, sino más bien en el ejemplo de países administrados por el sistema federal o de centralización relativa y limitada (Alberdi, 1886 d, p. 446); esa descentralización discreta, que ha hecho la prosperidad interior de la Inglaterra, de los Estados Unidos, de la Suiza y de la Alemania (p. 462). En la descentralización administrativa, no en la política, se encontraba el mérito de las federaciones. En suma, la federación significa libertad, y la centralización llevada al extremo significa despotismo (Alberdi, 1886j, p. 406). Esa libertad se encontraba en esos países donde sus liberales modernos [tomaban] por divisa la descentralización o el federalismo y un centralismo relativo o parcial (p. 406).
En conclusión, en Alberdi (1886 g) la federación se delinea según el establecimiento de un estado intermediario entre la independencia absoluta y recíproca de varias individualidades políticas, y su completa fusión en una sola y única soberanía (p. 314). Estamos ante la idea de gobierno mixto o federalismo unitario, que permite amalgamar las dos tendencias [sociales y políticas originarias] en un sistema compuesto (p. 314), salvando así la errónea concepción de localizar la civilización en las ciudades y la barbarie en el campo (Alberdi, 1886c, p. 68): error de historia y de observación que produce anarquía y antipatías artificiales entre formas éticas que se necesitan y completan. Ciertamente, el gobierno mixto no era tanto una solución original, al encontrarse potencialmente en los antecedentes del país.
De esta manera, en base a su fórmula constitucional, Alberdi pretendió a un mismo tiempo satisfacer intereses sociales contrarios y establecer un equilibrio entre centralización política nacional y descentralización administrativa provincial: considerando que ambas soluciones contribuirían a la consolidación y desarrollo del ser originario de la nación única.