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Revista de historia americana y argentina

versão impressa ISSN 2314-1549versão On-line ISSN 2314-1549

Rev. hist. am. argent. vol.57 no.2 Mendoza dez. 2022  Epub 23-Nov-2022

http://dx.doi.org/10.48162/rev.44.032 

Artículos libres de historia americana y argentina

Procedimientos forenses practicados por médicos de ciudad en casos de homicidios de indígenas: Provincia de Cautín (Chile), 1896-19111

Forensic procedures practiced by city doctors in cases of indigenous homicides: Province of Cautín (Chile), 1896-1911

Mario Fabregat Peredo1 
http://orcid.org/0000-0002-2369-2869

1Universidad de La Frontera. Facultad de Educación, Ciencias Sociales y Humanidades. Departamento de Ciencias Sociales. Temuco, Chile. mario.fabregat@ufrontera.cl

Resumen

El presente trabajo de carácter exploratorio tiene por objetivo describir las características de los informes médico-legales realizados por médicos de ciudad que se desempeñaron en la región de La Araucanía. Sostenemos que la intervención médico-forense, como parte de las funciones burocráticas, tuvo por objetivo establecer y consolidar el dominio estatal en los territorios conquistados, a partir de la nación concebida teóricamente. Esto podría haber llevado a los médicos -como parte de un ejército blando- a discriminar negativamente a la población mapuche en su intervención profesional, afectando la calidad de los informes forenses practicados. Nos hemos centrado en un conjunto de sumarios por homicidio de indígenas solicitados por la justicia chilena, principalmente en el departamento de Temuco, perteneciente a la Provincia de Cautín entre los años 1896 y 1920.

Palabras clave: Araucanía; colonialismo; medicina legal; Provincia de Cautín; siglos XIX-XX

Abstract

This exploratory study describes the characteristics of medico-legal reports by city and province doctors who served in the region of La Araucanía. We state that the medical-forensic intervention, as part of the bureaucratic functions, had the objective of establishing and consolidating state dominance in the conquered territories based on the imagined political nation. This intervention could have led the doctors -as part of a soft army- to negatively discriminate against the Mapuche population in their professional intervention, affecting the quality of their forensic reports. We have focused on a set of summaries by homicide of indigenous people requested by the Chilean justice mainly in the department of Temuco, Province of Cautin between 1896 and 1920.

Key words: Araucanía; colonialism; legal medicine; Cautin Province; 19th and 20th centuries

Introducción

A partir de un total de 31 causas criminales por homicidio -15 chilenos, 13 indígenas, 1 extranjero, 2 que se ignora -hemos seleccionado 10 correspondientes a indígenas y 3 a chilenos, pertinentes a los objetivos de este trabajo. También, hemos agregado un caso de suicidio cometido por un ciudadano alemán, para ejemplificar el contraste entre el trato dado por los médicos a indígenas y en este caso a un europeo. Los expedientes pertenecen al Primer Juzgado de Letras de Temuco y se encuentran en el Archivo Regional de la Araucanía (ARA), ubicado en la ciudad de Temuco, Chile (Figura 1). En estos pretendemos explorar las características de los procedimientos forenses practicados por los médicos de ciudad y provincia, en un territorio -y sobre una población- en proceso de sometimiento a la soberanía del estado chileno.

Fuente: Escalona, M. y Olea-Peñaloza, J., 2022 p. 241.

Figura 1 Mapa de la región de la Araucanía en la actualidad 

El arco temporal se extiende entre los años 1896 y 1911. Aun cuando estas fechas responden a la disponibilidad actual de fuentes de archivo, esta cronología permite atender un intervalo que va desde el incipiente dominio estatal hasta lo que podríamos considerar los inicios de su consolidación, particularmente con la conmemoración del centenario de la Independencia (1910).

El wallmapu o La Araucanía -al sur del río Bio-Bio y al norte del río Toltén-, territorio ancestral del pueblo mapuche, desde la presencia colonial hispánica había quedado como un territorio autónomo. Definido por esto como La Frontera, mantuvo esta condición hasta 1852, año en que se fundó la Provincia de Arauco, decretándose que territorio y población quedaban bajo jurisdicción del estado chileno. Desde 1861, se inició la sistemática embestida bélica con las fuerzas de ocupación dirigidas por Cornelio Saavedra, proceso resistido por los mapuches, pero finalmente consolidado con la refundación de Villarrica, en 1883, por el general Gregorio Urrutia. A partir de la creación de dos provincias, Malleco y Cautín, en 1887, geopolíticamente el territorio quedó incorporado al dominio administrativo. A su vez, Cautín se dividió en los departamentos de Imperial y Temuco. En este último concentraremos el desarrollo del presente trabajo. La ciudad del mismo nombre, fundada en 1881, se constituyó en la capital del territorio y la sede articuladora de la expansión estatal.

En este trabajo exploratorio, entenderemos a los médicos de ciudad y provincia -los primeros médicos fiscales del país- como agentes estatales colonizadores de “un espacio sin control político institucional” (Di Liscia, 2010, p. 360), que integraron un ejército blando -no militar-, conformado por el resto de los funcionarios -jueces, policías, carceleros, administrativos, etc.- los cuales constituyeron una incipiente burocracia. Esta, entendida como aquel espacio de acción que pretende desarrollar un “pensamiento de Estado” en los empleados, en la medida que el cumplimiento de sus intereses esté indexado al éxito de los del propio estado (Bourdieu, 2014, p. 465).

Sobre el papel de los médicos en la construcción del estado chileno, la principal veta corresponde a su participación en las instituciones que respondieron a las primeras políticas de salud pública, lo que condujo a que a su originaria identidad forjada en el ejercicio libre de la profesión, se adhiriera a lo institucional estatal. En ese sentido, el estado fue un socio estratégico (Correa, 2013).

Nos resulta interesante realizar una breve comparación con lo ocurrido en el caso argentino pues, desde la segunda mitad siglo XIX, a los médicos se les observa transitar desde posturas liberales clásicas hacia un “positivismo organicista” y “corporativo”, debido al crecimiento institucional-estatal, como fue el caso de la creación del Departamento Nacional de Higiene (González-Leandri, 2010, p. 61). Su equivalente en Chile fue el Consejo Superior de Higiene Pública (1892), el que, junto a la Beneficencia Pública y la Junta Central de Vacuna (Vacuna. Reglamento General (VRG, 1890) formaron las principales instituciones de salud del siglo XIX. De acuerdo con esto, la medicalización de la sociedad chilena, además de necesitar al estamento médico, paralelamente posibilitó la valoración política de su saber.

Por otro lado, consideramos que la judicialización de los casos de homicidio de indígenas y la intervención de los médicos sobre sus cuerpos, representan una marca política de la ocupación, basada en el proyecto ideológico liberal-positivista. Por cierto, ni la élite en general ni el estamento médico en particular se plegó a este proyecto de manera homogénea. Esto, porque el saber científico fue recibido con matices e incluso con resistencias, sobre todo al interior del catolicismo.

Una parte de la élite chilena gobernante, a la cual paulatinamente fueron ingresando algunos médicos, ofreció la batalla ideológica en defensa de sus valores que veía en peligro por el proceso secularizador. Para ello, dos ejemplos. Desde la creación de la Universidad Católica, en 1888, se gestó un movimiento para fundar una Escuela de Medicina que actuara como contrapeso cultural a los médicos provenientes de la formación laica de la Universidad de Chile, objetivo que se concretó en 1929 (Vargas, 2002, p. 40). Otro hecho ocurrió cuando en 1893, la Revista Católica, órgano oficial del arzobispado de Santiago, fustigó un artículo sobre el darwinismo y la evolución en la publicación oficial de la Universidad de Chile, Anales de la Universidad (Harrison, 2018, p. 324). No eran sólo curas los que discutían sobre ciencia, también había intelectuales que se plegaron a los cuestionamientos eclesiásticos del conocimiento científico. Efectivamente, la secularización de la sociedad chilena de fin de siglo permitió el desarrollo de un anticlericalismo, catalizado políticamente dentro del Partido Radical. Algunos médicos suscribieron al radicalismo, aunque la mayoría politizada perteneció al Partido Liberal, donde convivían católicos y librepensadores (Cruz-Coke, 1995, pp. 465-466).

Por otra parte, el esfuerzo del estado chileno y la ontología de su función estratégica -el dominio del territorio mapuche- consideró una praxis, una positividad, una intención, primero de la fuerza militar y, luego, de agentes civiles de gobierno. Ello operó dentro de un marco que conceptualmente definimos como un dispositivo, entendido como la red “heterogénea de discursos”, instituciones, leyes, “decisiones regulativas”, “enunciados científicos”, etc., al servicio de la dominación (Agamben, 2016, pp. 7-8). Desde el ámbito médico, el objetivo tuvo un derrotero zigzagueante, discontinuo, tanto por las propias dificultades materiales de su implementación, como por la lenta maduración de una identidad profesional que respondiera al proyecto del ethos republicano.

La expansión estatal chilena, la estatidad (Oszlak, 2012), necesitó reunir orgánicamente los saberes científicos dispersos. Les debía otorgar una utilidad. En el caso de los médicos, implicó una cierta delimitación ideológica y profesional. De allí, por ejemplo, su temprana incorporación -primera mitad del siglo XIX- a las fuerzas armadas (Vargas, 2002, p. 53). Esto no significó la cooptación del estamento, ni menos despojarlo de sus lógicas ancladas en la actividad privada e incluso en un catolicismo militante. Sin embargo, y en parte, la medicina como saber convergió “entre las exigencias de la ideología política y las de la tecnología médica” (Foucault, 2018, p. 65).

Relación de los médicos con el estado durante el siglo XIX

Para los años de estudio (1896-1911), la república de Chile carecía de un servicio médico legal, por lo tanto, correspondió a los médicos de ciudad realizar los peritajes forenses solicitados por la justicia.

El cargo de médico de ciudad fue creado el año 1852. Debían desempeñarse en los distintos departamentos del país. De acuerdo al Reglamento de 1887 que los organizó, quedaron sujetos a la autoridad administrativa, Intendente y Gobernador, y judicial; y, a partir de 1892, del Municipio (Puga Borne, 1904, pp. 381-382). En cuanto a la dependencia de su rol técnico-experto, labor que en lo funcional era un “signo de modernidad” (González-Leandri, 2010, p. 70), corrió por parte de los tribunales de justicia. Debían responder “(...) sobre todo asunto médico-legal en que se les pida su dictamen, debiendo practicar los reconocimientos i autopsias que fueren necesarios (sic)” (Citado de Puga Borne, 1894, p. 658). La doble dependencia, política y administrativa, les otorgó a los médicos el estatus de “hombres de estado” (González-Leandri, 2010, p. 76) con todas las dificultades que ya hemos esbozado.

Como se ha señalado para el caso argentino durante el siglo XIX, las élites al planificar la incorporación de la Patagonia Norte, practicaron una “verdadera invención” nacional mediante un Gobierno unificador que tuviera la suficiente capacidad transformadora (Casullo, 2010, p. 339). Paradójicamente, este ideario fue dificultado por los propios agentes estatales desplegados en los denominados Territorios Nacionales, produciéndose una “yuxtaposición de atribuciones” entre policías, jueces, Gobernadores, carceleros, etc. Esto advertía la distancia entre la “formulación teórica” y la “aplicación práctica” del poder (Casullo, 2010, pp. 341-353).

La expansión de la salud estatal en los Territorios Nacionales no tuvo un desarrollo monolítico. Los llamados “médicos de gobernación” -equivalentes a los médicos de ciudad- despachados en los Territorios desde la década de 1880, encontraron innumerables obstáculos, partiendo por los geográficos, seguido de los bajos sueldos. Esto último los llevó a solicitar la liberación de una parte de su jornada para dedicarla al ejercicio privado (Di Liscia, 2010, pp. 366-367), desdibujando aquella representación casi martirológica de entrega al proyecto nacional. Este, a su vez, se enmarcaba dentro de la circulación de un amplio abanico de corrientes políticas y científicas que, al igual que en Chile, fueron recepcionadas de manera diversa, ya sea por el predominio del catolicismo, o por la valoración de su utilidad práctica (Miranda, 2018, p. 298).

Durante el siglo XIX en Chile, la profesión médica marchó in crescendo en prestigio y legitimidad social. Pero esto necesitó -aunque parezca contradictorio- de la cierta orfandad en la que cayó a medida que la beneficencia pública, dispensarías, mutuales y organizaciones de caridad, desde el último tercio del siglo XIX, comenzaron a copar a menor costo las atenciones médicas. De acuerdo con diversos testimonios, “a partir de la década de 1870”, comenzaron a resentir las dificultades económicas (Vargas, 2016, p. 52).

En 1878, el médico Germán Schneider llamaba la atención a los padres de familia sobre el presente y futuro de la profesión médica, pues, como medio de subsistencia, tenía “perspectivas poco halagüeñas”, afectando en parte lo que se podría definir como la “vanidad de su función” (Lefort, 1970, p. 233). El porvenir era, según él, “precario” por el gran número de estudiantes -más de 300- que había. Sobre el asunto, otro médico proponía como solución que buscaran empleo “en las provincias y en la marina” (Vargas, 2016, p. 52).

Las evidencias de la conexión entre médico y fuerzas armadas en Chile son abundantes. El inglés Agustín Nataniel Cox (1785-1869), contratado en la recién creada Escuela de Medicina, en 1833, también fue cirujano del Ejército y hospitales militares (Salas, 1894, p.172). En 1875, el médico Nicanor Rojas fue nombrado profesor de cirugía y clínica quirúrgica en la misma Escuela y en 1879 “abandonó su cátedra para ocupar el honroso cargo de Cirujano en Jefe del Ejército que debía invadir al Perú” (Salas, 1894, pp. 261-62). En 1882, el médico Federico Puga Borne -precursor de la medicina legal chilena-, sirvió “como cirujano del Ejército de Operaciones en el Perú” (Vargas, 2002, p. 9).

Por último, en la Guerra del Pacífico (1879-1883), que enfrentó a Chile con Perú y Bolivia, los estudiantes de la Escuela de Medicina ofrecieron su apoyo al gobierno para asistir a los heridos. Sumados a los chilenos y extranjeros, significó que aproximadamente un tercio de los médicos y cirujanos residentes en el país participaran en las campañas de la guerra (Cruz-Coke, 1995).

Estos antecedentes responden a un proceso más global que vivía occidente, como parte de su despliegue y estructuración liberal, positivista y biopolítica. No es difícil rastrearlo en otras latitudes2.

Así como el primer médico de ciudad de Temuco, nombrado en 1887, Joaquín Chávez Luco, era a la sazón cirujano 1º del Ejército (Pino y Solano, 1931), no es casualidad que tres de los cinco médicos que identificamos para este trabajo, también pasaran por las fuerzas armadas.

En los sumarios seleccionados para el núcleo de este trabajo, hemos identificado realizando labores forenses, a los siguientes médicos: Moisés Alliende, Juan Bautista Faudes, Emilio Puga, Eduardo Arrau y Moisés Pedraza.

Eduardo Arrau Ojeda como estudiante de medicina participó en la Guerra del Pacífico, desempeñándose como cirujano 2º “en el servicio sanitario en campaña”, entre 1880 y 1884, tomando acciones en las batallas de Chorrillos y Miraflores (Ramírez, 2014, p. 42). El año 1888, el Ministerio de Guerra le otorgó una medalla de honor, por haber participado en acciones bélicas3.

Moisés Alliende, participó en la misma guerra hasta 1881, integrando el “cuerpo de cirujanos de la Armada”, retirándose con el grado de cirujano 2º (Figueroa, 1925, p. 459).

Emilio Puga, aunque no sabemos si participó en la guerra, sí sabemos que perteneció al Ejército y la Armada. En una fotografía sin fecha y vistiendo uniforme de esta última rama, se señala que es uno de los primeros médicos de Temuco (Figura 2). En una segunda fotografía, fechada en 1915, y vistiendo uniforme del Ejército, se señala que era cirujano del regimiento Tucapel de Temuco (Figura 3).

Fuente: SURDOC/Centro de Documentación de Bienes Patrimoniales, Museo Regional de La Araucanía de Temuco. Número de registro 6-2787. Recuperado de https://www.surdoc.cl

Figura 2 El médico Emilio Puga vistiendo uniforme de la Armada de Chile a fines de la década de 1890 

Fuente: SURDOC/Centro de Documentación de Bienes Patrimoniales, Museo Regional de La Araucanía de Temuco. Número de Registro 6-3039. Recuperado de https://www.surdoc.cl

Figura 3 El médico Emilio Puga en el Ejército como cirujano del Regimiento Tucapel de Temuco el año 1915 

En síntesis, durante el siglo XIX, para algunos médicos resultó atractiva la posibilidad de “disfrutar de un cargo en el Ejército o la Marina”, o ser “médico de ciudad” (Vargas, 2016, p. 54). Probablemente esto concitó un cierto apoyo al proyecto de unificación del estado-nación y, por lo tanto, su adhesión a los objetivos civilizadores declarados para justificar la ocupación de La Araucanía.

Cabe mencionar que, aparte de las fuerzas armadas que fueron desplegadas en La Araucanía, las particularidades del territorio obligaron a disponer de fuerzas policiales que apoyaran la implementación del marco jurídico recién instalado. A nivel nacional existía una Policía Urbana y otra Rural que no dependían directamente del Estado, no tenían un mando central y estaban adscritas a las Municipalidades. En 1896, y revelando con ello el afán centralizador del estado, una reforma las colocó bajo dependencia directa del Gobierno -Ministerio del Interior- transformándolas en policías fiscales. Tenían una Sección de Orden y otra de Seguridad, esta última encargada de auxiliar a los tribunales de justicia (Recopilación de leyes, decretos y demás disposiciones de interés general del Ministerio del Interior, 1903, p. 553). Para el periodo en estudio, el trabajo de investigación de la Sección de Seguridad era posible en Santiago y Valparaíso, pero no sabemos si en el departamento de Temuco contaba con el personal y los medios suficientes para este fin.

Además de la existencia de estas dos Secciones, para La Araucanía se dispuso, en 1884, la creación de los Gendarmes de la Frontera que, en 1896, pasaron a ser los Gendarmes de las Colonias. Tenían jurisdicción en las provincias de Arauco, Malleco, Cautín, Valdivia y Llanquihue, y su finalidad era proteger a chilenos y extranjeros en el territorio de colonización (Miranda, 1997).

En 1902 se creó el Regimiento de Gendarmes del Ejército, destinado a la vigilancia de los sectores rurales y los campos. Reorganizado en 1906, se convirtió en el Regimiento de Carabineros del Ejército, los cuales, en 1907, absorbieron a los Gendarmes de las Colonias (Hernández y Salazar, 1994, pp. 110-111). Todos los cuerpos policiales aquí nombrados -a excepción de los Gendarmes del Ejército- aparecen suscribiendo partes y prestando colaboración en los sumarios de Temuco.

Cumplir con una formalidad: breves informes médico-legales

En el marco de la exploración de cuerpos muertos, en la llamada “técnica del cadáver” (Foucault, 2018, p. 191), podemos señalar que, en una primera aproximación a los informes médico-legales de población indígena, la mayoría de ellos se caracterizó por su extrema brevedad, por la simpleza en el lenguaje, extremadamente escueto y lacónico, con un tono de marcada parquedad no superando las dos o tres líneas de extensión. En ocasiones, solo alcanza a una. Principalmente, se remiten a un examen externo del fallecido. Nunca se practicó una autopsia, es decir, apertura del cuerpo. En general, sobreabunda el silencio.

A modo de contraste con lo anterior, hemos incorporado el informe practicado a un ciudadano chileno, el cual posee una estructura narrativa ordenada, minuciosa, con exposición de detalles, con nombres científicos de los órganos dañados, utilizando una etimología científica apegada al principio de causalidad. Todo esto implicó el examen externo e interno del cuerpo: una autopsia.

Si bien es cierto que es posible pensar en un trato subalternizador por parte del médico hacia el indígena, otro elemento muy importante a considerar es la alta carga de trabajo que le imposibilitó una mayor dedicación a los exámenes.

Desde 1883 se le anexó el cargo de Médico de Vacuna (VRG, p. 80) y desde 1892 debió integrar los Consejos Departamentales de Higiene (Puga Borne, 1904, pp. 33-34). Y, en particular, con la promulgación del “Reglamento del hospital de Temuco”, el 5 de junio de 1889, podemos verificar que este facultativo era el único presente en el establecimiento. Debía visitar diariamente a los enfermos, de 8 a 9 de la mañana en verano y de 9 a 10 en invierno. En situaciones especiales, también debía concurrir a cualquier hora del día o de la noche si fuera requerido” (Boletín de Leyes y Decretos de Gobierno, 1889, p. 480).

Por último, comparativamente para la época, el salario que percibía era menos de la mitad del que le correspondía al juez, siendo ambos profesionales universitarios de nivel equivalente. En el departamento de Temuco el de este último ascendía a 4000 pesos anuales, mientras que el del médico solo llegaba a 1500 (Recopilación de todas las leyes, decretos y demás disposiciones de interés general del Ministerio del Interior, 1897, pp. 534-770).

Como señala Arlette Farge (2008), los ojos en el acto de ver parecen también tocar, pero “las palabras que describen aquello que es visto corresponden a fronteras de lo perceptible que varían de una época a otra” (pp. 204-205). Es cierto que esto podría haber limitado la capacidad de observación y análisis de los médicos en La Araucanía, pero esta limitación o brevedad en los informes -entendida como silencios- la advertimos solo con población indígena.

El 31 de enero de 1898, en una reducción indígena en las cercanías de la ciudad de Temuco, se realizó una fiesta “a la usanza Araucana”. En medio de la celebración se produjo un altercado que terminó con la muerte del “indígena” -identificado así por la policía- Juan Guesahuen. Albino Manqueo, perteneciente a la reducción, se dirigió entonces donde el Señor Comandante de la Policía para notificarlo del suceso. Entre otras cosas, indicó: “esta degollado acuchillo (sic)”. De inmediato, la Policía Urbana comunicó al juez, Juan de Dios Ibar, lo sucedido, indicándole que había muerto “al parecer a cuchillo”4. Durante la tarde, un grupo de hombres llevó el cuerpo del “occiso” al cuartel. Hasta aquí, dos testimonios que podríamos llamar, legos, notifican de un degollamiento y una herida a cuchillo.

Al día siguiente, 1 de febrero, el juez de Temuco ofició al médico para que informara “acerca de la naturaleza de las lesiones y la causa precisa i necesaria de la muerte (sic)”. Le correspondió el procedimiento a Moisés Alliende. Al iniciar su informe en el cuartel de policía, resaltó que venía a “reconocer profesionalmente el cadáver”. Alliende se presenta como el experto destinado a completar una tarea. Esta consistió en expresar lo siguiente: “La causa precisa i necesaria de la muerte es la degollacion completa de que fue victima el occiso (sic)”5. En estricto rigor, menos de dos líneas profesionales. Tal vez no había tiempo para detenerse en indagar, como lo había dicho el juez, en la “naturaleza” de las lesiones.

No sabemos si el escueto resultado del examen fue proporcional a la importancia que le asignó a la condición de indígena de Guesahuen. O de que la muerte a cuchillo hubiese ocurrido en el marco de una fiesta tradicional mapuche, donde se comía, bailaba y bebía.

En otro caso, también en el contexto de una reunión de un grupo de indígenas, dos de ellos concurrieron, el 15 de septiembre de 1909, a la Prefectura de Policía de Temuco, con el cadáver de José Calfileo. La policía puso a disposición del juez, Evaristo Soto, a José Quilaman. Según los testimonios, junto a su hijo, Painen, le habían dado de puñaladas. El mismo 15 de septiembre, testificó en el tribunal el hermano de Calfileo. Dijo que alcanzó a preguntarle lo que le había sucedido, a lo que este le contestó que le habían dado “dos puñaladas en el abdomen en el lado derecho”6.

En este caso, como en el de Guesahuen, llama la atención el proceder de los indígenas. Al institucionalizar el suceso mediante la denuncia a la policía, judicializan los hechos y legitiman a la autoridad chilena. Siguen un conducto que rebasa el territorio de su respectiva reducción, lo traspasan, saltan sobre él, cruzan una frontera territorial-cultural y buscan alguna forma de ayuda en la autoridad huinca.

Es cierto que los acontecimientos ocurrieron en las cercanías de Temuco, lo que podría explicar cierta chilenización o un mayor control del estado sobre los espacios de frontera. Lo decimos teniendo presente que solo conocemos los homicidios que llegaron al tribunal mediante denuncia. Probablemente, la mayoría nunca llegó. Sin embargo, no es menor constatar en los sumarios un patrón que se repite. Los propios indígenas que concurren a la policía transportan el cadáver de la víctima:

Se presentó a este cuartel el indíjena Juan Cayunao manifestando de que en la noche del sábado 17 del presente, fué muerto Juan Meliqueo por José Calamil y Juan Manqui (...) El cadaver de Meliqueo fué conducido a esta i se encuentra en este cuartel para los fines que Ud. se sirva estimar convenientes (sic)7.

Sobre el accionar del médico, Juan Bautista Faundes, en el caso de José Calfileo, no se observan mayores diferencias con el proceder de Alliende, realizado 11 años antes, en el caso Guesahuen. Por el contrario, lo que se vislumbra es que ambos realizaron informes periciales similares, con una narrativa algo insulsa e imprecisa en cuanto a descripciones.

Ambos casos responden a una naturaleza similar: indígenas muertos. Y muertos por otros indígenas. A cuchilladas. “El cadáver que se me mandó reconocer es de José Calfileo quien falleció por una herida penetrante del abdomen siendo esta la causa precisa de la muerte”8, señaló el médico Faundes. Herida “penetrante del abdomen”. Nada que no se haya dicho. Nuevamente una línea de escritura en el certificado, cumpliendo una formalidad. No hay descripción de heridas, desarrollo de conjeturas, órganos afectados. Nada de eso. Pareciera que la violencia del crimen en el vis a vis de víctima y victimario resolviera la cuestión de fondo, no habiendo nada más que agregar. La condición de indígenas parecía explicarlo todo.

Tal vez, no vemos con los ojos del presente la importancia forense en aquellos años de “reconocer” un cadáver, saber su identidad. Así nos lo muestra el fiscal que investigaba el homicidio de Tránsito Alarcón, 11 de abril de 1909, cuando pretendía obtener la edad de los reos, Juan Raminao y Juan Ramulef, para su condena. Advirtió su imposibilidad “por tratarse de indíjenas cuyos nacimientos no se inscriben en las oficinas del Rejistro Civil” (sic)9. Entonces, determinar la identidad tenía una dificultad no menor, porque el médico no lo hacía mediante un registro. No tenía a su alcance un gabinete de identificación. Este se creó el año 1924, bajo dependencia de la Dirección General de Policías (Palacios, 2014). Esto explica que en otro sumario, el mismo Faundes iniciara su informe indicando que procedía “sobre el cadáver de José Segundo Quintraqueo (...) o José Segundo Huentimil”. Para el tribunal era Quintraqueo, no Huentimil. El último apellido es el que apareció finalmente en el certificado del Registro Civil10.

Sobre la credibilidad dada por el juez al trabajo médico, por sencillo o escueto que fuera, en todos los casos revisados no hay signos de conflicto. Tampoco por parte de familiares o querellantes en las causas. Por ejemplo, Atilio Riquelme, en representación de la “indíjena Pegueillan Caniuqueo”, querellante en el homicidio de Calfileo, le indicó al juez que el delito estaba suficientemente comprobado, aparte de las declaraciones de testigos, por “el informe médico” (sic)11.

Lo que sí hemos observado son algunas discrepancias entre la causa de muerte determinada por el médico y la registrada en el certificado de defunción. El 31 de enero de 1896, el médico Moisés Pedraza examinó el cadáver del indígena Duñigüal, quien presentaba “una herida a bala en la parte superior del tórax, comprometiendo el pulmon correspondiente i los grandes vasos arteriales de esta región, produciendo una emorrajia interna mortal (sic)”12. En el Registro Civil eso fue traducido como “balazo en el corazón”.

Entendemos que no podía colocarse por completo lo registrado por el médico. En el homicidio de la indígena María Naipán (8 de marzo de 1907), el médico Eduardo Arrau estableció como causa de muerte “la sección a cuchillo de todos los órganos i tejidos del cuello hasta producir la degollación completa”. La respectiva inscripción de la defunción en el Registro aparece simplificada con el término “Degollada”13.

En el sumario por el homicidio de Juan Millaqueo, el médico Faundes determinó como causa de muerte, “una Contusión Cerebral ocasionándole una fractura de la base del cráneo”14. En el certificado de defunción se señala que, Millaqueo, de nacionalidad “chilena (indígena)”, había fallecido a consecuencia de “Fractura de las mandíbulas, de las piernas i de las costillas con instrumento contundente (sic)”15. Por ninguna parte aparecía la contusión cerebral. Es evidente la inexactitud, pero no alcanza para contradicción.

Por otro lado, en los sumarios revisados, al identificar la nacionalidad en el documento de defunción, generalmente se anotaba “chileno indígena”, proceso de “estandarización simbólica” que se imponía mediante la “unificación del mercado lingüístico” de manera “monopolística”, indicio del crecimiento estatal (Bourdieu, 2014, 170). Porque la inscripción realizada en el Registro Civil, respondía a la necropolítica que administraba la muerte y la institucionalizaba. En esta determinación se jugaba un rol de gobierno sobre los indígenas. De todas maneras, a nivel de razonamiento, se siguió una orientación lateral, confusa, consistente en que, en territorio chileno, vivían extranjeros desde antes que los propios chilenos. Pero, extranjeros sometidos. Ser indígena y chileno, hasta adentrado el siglo XX, representó una ambigüedad instalada por el mismo estado.

De acuerdo con la Constitución Política de 1833, en el artículo 5º, inciso 1º, se declara chilenos a los nacidos en el territorio. Por lo tanto, creada en 1852 la Provincia de Arauco, los descendientes de los habitantes ancestrales, por ius soli, pasarían a ser chilenos. Sin embargo, existía una ambigüedad jurídica que en paralelo a este reconocimiento los colocó bajo la tutela del Protector de Indios por ser considerados incapaces. Así, la condición desmedrada del mapuche nació junto con el estado chileno. El decreto del Senado del 1 de julio de 1813 señalaba lo siguiente:

Deseando el Gobierno hacer efectivos los ardientes conatos con que proclama la fraternidad, igualdad y prosperidad de los indios y teniendo una constante experiencia de la extrema miseria, inercia, incivilidad, falta de moral y educación en que viven abandonados en los campos con el supuesto nombre de pueblos, y que a pesar de las providencias que hasta ahora han tomado (y tal vez por ellas mismas) se aumenta la degradación y vicios a que también quedaría condenada su posteridad que debe ser el ornamento de la patria, decreta (...), 1º Todos los indios verdaderamente tales y que hoy residen en los que se nombran Pueblos de Indios pasarán a residir en villas formales que se erigirán en dos, tres o más de los mismos pueblos designados por una Comisión, gozando de los mismos derechos sociales de ciudadano que corresponden al resto de los chilenos” (Citado de Greene, 1895, pp. 641-642).

Aunque se les reconoció derecho de ciudadanía, esta surge del principio de asimilación a la cultura dominante. Este decreto, más el bando del 4 de marzo de 1819, promulgado por Bernardo O’Higgins, son las dos únicas disposiciones que confieren “directamente a los araucanos el carácter de ciudadanos chilenos” (Greene, 1895, p. 642).

La primacía de esta visión que los desvaloraba fue compartida por intelectuales y científicos extranjeros contratados por el Gobierno chileno. Conocidas son las alusiones vertidas hacia los indígenas por integrantes de expediciones que se adentraron en La Araucanía antes de la ocupación militar. El naturalista francés, Claudio Gay (2018), en su segundo viaje al territorio, en 1862, realizó una descripción del carácter de los que él llamó “araucanos”. Según decía, los del sur del río Imperial eran muy sensibles a las afrentas y reproches, “sensibilidad que los lleva a ahorcarse”. Luego agregaba lo que un sacerdote franciscano le había relatado:

El padre Palavicino me contaba que en los alrededores de la misión de Quidico [en la costa, actual Provincia de Arauco] esta funesta extravagancia había alcanzado tal gravedad, que en un año hubo siete de estos suicidios, y no cesaron hasta que el misionero mandó a quemar uno de los cuerpos en presencia de la multitud, para impresionar su pueril susceptibilidad (p. 50).

La fortaleza y el espíritu guerrero del indígena se entremezclaban con afirmaciones relativas a una cierta conducta extravagante, que combinaba cobardía y fragilidad de carácter. Incluso, algunos utilizaron la teoría del médico y criminólogo Lombroso para resaltar su atavismo, característica que los definía como salvajes y viciosos. “En Chile, los araucanos robaban para subsistir y la maestría en sustraer lo ajeno entraba en la buena enseñanza de los hijos” (Escobar, 1900, p. 721). Aunque esta era una postura extrema, encajaba con la imagen social que lo veía ajeno al ideal republicano de modernidad y progreso. Holgazanes, “ladrones”, mentirosos, “poco ocurrentes”, “carentes de iniciativa propia”, con un escaso desarrollo para pensar, eran las formas de adjetivar su conducta16. Someterlos y civilizarlos era, según la mentalidad colonial republicana, una obligación moral.

Cuando se planteaba que los médicos eran parte del ejército blando de funcionarios, pensamos que, en cierto grado, la mirada que tuvieron sobre el cuerpo del indígena, por las razones ya descritas, los llevó a resaltar una diferencia física que podría haberlos llevado a subvalorarlos.

El 19 de enero de 1911, el médico Faundes informaba al juez sobre la muerte del “indíjena Pablo Navarro”, el que ya había sido identificado como tal por la policía, pues su segundo apellido era Curamil. Faundes indicó como causa de muerte “una herida de bala en la parte interior del muslo que comprometió la arteria femoral, arteria que riega todo el miembro inferior”. El oficial del Registro Civil lo identificó como “chileno indíjena (sic)”17. Discursivamente, el policía, el médico y el administrativo plasmaban una diferencia.

Un informe donde se concretó la autopsia

Si los médicos Arrau, Alliende y Puga estuvieron ligados a las fuerzas armadas, y pocos son los años que separan sus informes con la “matanza de indios” de la llamada “pacificación”, en 1883, ¿habrán visto a los mapuches como los conquistados que había que castigar? ¿O como los primitivos que formaban parte de una cultura extravagante? Esto, porque podríamos inferir que su paso por las instituciones armadas y su incorporación a la medicina pública, por lo tanto, a la naciente estructura estatal, los podría identificar con el grupo o clase dominante -predominante en el estado (Lefort, 1970, p. 227)- partidaria de la asimilación forzada.

Cuando en abril de 1909, en las cercanías de Boroa y Fin-Fin, entre los ríos Cautín y Vilcún, se investigaba el homicidio de Tránsito Alarcón, el parte de policía informaba que el hecho había ocurrido cuando se “celebraba una gran fiesta con motivo de la muerte de un indíjena”, con presencia de “diez o mas carretas con espendio de licores”. Los concurrentes habían sido dispersados una vez “efectuado el entierro”. Se señalaba que en principio se había denunciado el “asesinato” de un “indíjena”, constatando después que se trataba de Tránsito Alarcón “(...) y no un indio”18.

¿Qué significaba indio? ¿Discriminaban, entonces, negativamente también los médicos y jueces a los mapuches? Trataremos de responder parcialmente a esta pregunta por medio de un doble ejercicio comparativo.

Primero, podemos establecer sin dificultad que el estado moderno, como máquina y dispositivo, y la sociedad, como organismo vivo, identificaron a las personas otorgándoles un cierto rango. Las diferencias o delimitaciones principalmente utilizaban criterios de clase, en donde el oficio era bastante clarificador:

Doi cuenta a Ud. que ayer a las 7 A.M. dio cuenta a esta Comandancia un sirviente de don Daniel Canales, que en casa de un inquilino de este caballero, se había suicidado Antonio Gómez disparándose un tiro con una escopeta (sic)19.

En la descripción del hecho se identifica a un hombre como “sirviente” y a otro como “inquilino”. En ambos casos la situación de dependencia económica y social es respecto a un “caballero”, al que le antecede un “don”. Hay diferencias funcionales que, aunque fundamentales dentro de la estructuración socio-política, no son esenciales, pues pertenecen a una misma cultura.

Segundo. Sin tener que realizar ningún esfuerzo de búsqueda, encontramos durante los años en estudio la autopsia de un chileno. No es de las más prolijas y extensas, aunque también las hay más sencillas. Sin embargo, nos sirve como indicio para ejemplificar el valor de un cuerpo y una muerte, en contraposición a las de indígenas. No planteamos conclusiones, solo preguntas.

El 8 de diciembre de 1903, la Policía de Seguridad de Temuco, puso a disposición del juez, C. Astaburuaga, a Antonio Gatica, aprehendido por “haberle dado de puñaladas a José Salazar, infiriéndole dos graves heridas, una en la frente i la otra al lado izquierdo del abdomen (sic)”, falleciendo el mismo día en el hospital de la ciudad. También se le entregó el arma con la que habría perpetrado el crimen: “El cuchillo que se acompaña al parte fué (sic) encontrado en poder del reo al ser aprehendido”20.

Correspondió al médico Emilio Puga hacerse cargo de la orden judicial y examinar el cadáver de Salazar. La concretó el 12 de diciembre, a cuatro días de producida la muerte. A diferencia de los demás informes analizados, en este, el médico precisa que es una autopsia, siguiendo la estereotipada “ortografía normalizada” (Bourdieu, 2014, p. 170): “(...) he practicado la autopsia del cadáver de José Salazar”. Luego desarrolla su exposición:

El cadáver presentaba una herida de cuatro centímetros de lonjitud (sic), en el abdomen, al nivel del ombligo i a ocho centímetros a la izquierda de este punto, hecha con instrumento punzante i cortante, por la cual habían salido varias asas intestinales como de cuarenta centímetros de lonjitud (sic).

El arma perforó la piel, los músculos, el peritoneo parietal, el epiplón, el peritoneo visceral i los intestinos [sic]. Al perforar el epiplón, seccionó algunos vasos arteriales lo cual dió orijen (sic) a una hemorrajia interna abundante i a la formación de grandes coágulos de sangre en la cavidad peritoneal [sic]. La perforación intestinal ocasionó la salida de materias fecales que, en parte, se depositaron en la parte inferior del peritoneo i, en parte, se escaparon al esterior (sic).

La muerte de Salazar tuvo lugar unas diecinueve o veinte horas después de recibir la herida i se debió precisa i necesariamente a ésta, por la hemorrajia abundante i la peritonítis generalizada que produjo (sic). Aunque parezca superfluo, debo agregar que cualquiera de las dos causas enunciadas, obrando aisladamente, habría bastado para ocasionar la muerte de José Salazar21.

Toda la operación fue ejecutada en el cuartel de la policía. El médico realizó, primero, un visaje u observación externa del cuerpo, describiendo las heridas que halló, su longitud y ubicación. Seguido de ello, realizó una incisión en el abdomen, exponiendo a su vista los órganos afectados por el instrumento “punzante i cortante”. La articulación de su narrativa incluyó conceptos y definiciones anatómicas, propias de la profesión: asas intestinales, peritoneo parietal, peritoneo visceral, vasos arteriales, cavidad peritoneal, peritonitis. También informó la data aproximada de la muerte de Salazar, “diecinueve o veinte horas después de recibir la herida”. Este dato ubica al informe entrelazando los eventuales hechos -como la hora del suceso- con el daño orgánico, relación y consideración propia de la ciencia criminalística.

En una mención explícita a la fuerza y magnitud de la agresión sufrida por Salazar, que le perforó los intestinos, el médico describe la dispersión de materia fecal en el peritoneo, agregando que también salieron o se “escaparon al exterior”. Mención bastante ilustrativa de los hechos. Es de fácil comprensión; permite dimensionar lo ocurrido, imaginarlo; en lenguaje judicial, medir la intensidad o violencia del ataque y conocer la magnitud del daño.

Puga cierra su exposición con una consideración importante. Se sitúa en el lugar del juez. Le avisa que la causa de muerte de Salazar era inevitable e inminente, después del ataque. La frase “Aunque parezca superfluo”, revela la disposición del médico a mostrarse entendible. Por eso le señala al juez que no estaba demás advertirlo de que la hemorragia abundante, por un lado, y la peritonitis, por otro, aunque hayan “obrado aisladamente”, indefectiblemente concluirían en la muerte. Finalmente, el imputado, Antonio Gatica, recibió la pena de cinco años y un día por el homicidio22.

Respecto al juez, ¿cuál fue el criterio que utilizó para solicitar una autopsia? Desconocemos la razón. Sabemos que para ese periodo (1903) no existía un protocolo ni un código procesal. Recién se estableció en 1906, con la dictación del Código de Procedimiento Penal.

Por otra parte, es necesario detenerse en la reglamentación médico forense a fines del siglo XIX. Existía un gran vacío al respecto. El médico Federico Puga Borne advertía que en Chile no había “nada determinado sobre estos [procedimientos]” (1896, p. 264). Al no saber qué hacer o cómo hacer una autopsia forense, Puga Borne agregaba otra interrogante más, ¿cuándo hacerla?

En un libro con material compendiado sobre medicina legal, Puga Borne entregaba algunas orientaciones al respecto. Primero, ante la ausencia de protocolo, sugería orientarse por las reglas jurídicas del doctor Devergie, según él, considerado uno de los fundadores de la medicina forense francesa. Así las resumía Puga Borne:

1° No proceder jamás a una autopsia médico-legal si no ha recibido misión del majistrado (sic); 2º No practicarlas sino en presencia de un majistrado o un delegado suyo; 3º Prestar juramento, ántes que todo, de proceder a sus investigaciones i de hacer sus informes en honor i conciencia (sic) (p. 264).

Solo el punto número uno es el que se cumple a cabalidad en los casos que hemos tenido a la vista. Sobre el 2º, la información con la que contamos muestra que, excepcionalmente, médico y juez se juntaban en el sitio del suceso, pero carecemos de más información. Con respecto al 3º, ignoramos si el médico al hacerse cargo de su función prestó o no juramento delante del juez. Y, sobre la segunda parte del 3º -realizar los informes en honor y conciencia- más difícil es saberlo.

Resuelto el asunto sobre cuándo practicar una autopsia, según Puga Borne, era el médico quien debía proveerse de los instrumentos necesarios y elegir “un lugar conveniente” para llevar adelante la operación (p. 264). Es decir, los instrumentos necesarios -pensemos en el cuchillo de cirujano o escalpelo, tijeras, regla o compas para medir, pinzas, etc.- eran de su cargo y responsabilidad. Como también lo era la elección del lugar “conveniente”. La excepción era la Morgue de Santiago, en la ciudad capital de la república. Desde la década de 1880 había médicos asignados para cumplir turnos en el lugar (Guerrero, 2007).

En el procedimiento por la muerte de José Salazar, de acuerdo al sumario, una vez herido fue conducido al hospital, lugar donde murió. Pero, inmediatamente fue sacado y trasladado al cuartel policial, a donde se dirigió el médico. De acuerdo con Puga Borne (1896), estos portaban un maletín con instrumentos, por lo que presumimos que desempeñaban un servicio volante. Esto nos recuerda a las instituciones de salud portátiles que Di Liscia (2010) describe para Argentina, entre 1880 y 1910.

En los expedientes judiciales consultados, los procedimientos médicos sobre cadáveres fueron realizados, en orden de prelación en: recintos policiales, cementerio de Temuco, domicilio de la víctima, domicilio del médico y sitio del suceso.

En el caso de Temuco, la primera morgue que existió se habilitó al costado del cementerio. Comenzó a funcionar el año 1924 y fue terminada el año 1927 (Pino y Solano, 1931). Con anterioridad, el año 1900, según un parte policial, en el cementerio existía un lugar para realizar trámites periciales: “el cadáver del estinto ha sido enviado al depósito del cementerio publico para los efectos del reconocimiento médico legal (sic)”23. Por lo visto, para el siglo XIX y comienzos del XX, la institucionalidad médico-forense, tanto como estructura y como praxis, descansó en el médico.

La profesionalización de esta medicina recibió un fuerte aliciente con la entrada en vigencia del Código de Procedimiento Penal de la República de Chile (CPPRC, 1906). De acuerdo a este, el juez estaba obligado a solicitar la autopsia en toda muerte violenta o donde se sospechara la comisión de algún delito. El artículo 146, aparte de otras consideraciones, definía en qué consistía una autopsia:

Aun cuando por la inspeccion esterna del cadaver pueda colejirse cuál haya sido la de la muerte, el juez mandará que se proceda por facultativos a la autopsia judicial. Esta autopsia consiste en la apertura del cadáver en las rejiones en que sea necesario para el efecto de descubrir la verdadera causa de la muerte (sic) (CPPRC, 1906, p. 52).

El artículo 147, por su lado, establecía cómo debía proceder el médico en la autopsia misma y cómo redactar su informe para que lo pudiera comprender el juez. Tenía que incorporar la descripción de lesiones -número, longitud y profundidad-, su ubicación, los órganos dañados y el instrumento con el que fueron hechas (CPPRC,1906, pp. 52-53).

Dinámica procesal: relación juez-médico y sesgo profesional

En la base de nuestra pregunta acerca de los informes médico-legales de indígenas está la idea sobre el valor de la vida. La sociedad occidental sin duda que la ha jerarquizado. Para representar este tipo de mentalidad, Arlette Farge (2008) se pregunta, “¿Un (o una) criminal posee acaso un cuerpo que habría que respetar?” (p. 155). La vida del transgresor de la ley, del criminal, en general ha sido despreciada. En el pasado, cadáveres de los ajusticiados por el estado iban a parar a las escuelas de medicina; a la mesa de autopsia de criminólogos como Lombroso (Sociedad Española de Criminología y Ciencias Forenses, 2006), o eran objeto de estudio en sus signos de decadencia, como tatuajes y laceraciones (Lomeña, 2012). Los más afortunados tenían la posibilidad del indulto, siempre y cuando se sometieran a ciertos procedimientos, como el ser inoculados para probar una vacuna.

En el caso de Chile, Domingo Faustino Sarmiento (2013) nos ilustra en parte acerca de este mal trato. Durante su paso por el país, en 1841, fue testigo en Valparaíso de una escena horrenda: una carreta con más de treinta presidiarios desnudos, “en cueros vivos”, tratados como animales (p. 55).

De acuerdo con lo anterior, el criminal ha sido concebido como un otro distinto al cual no sólo había que castigar, sino que también marginar de la sociedad. Aunque no es equivalente con la discriminación y marginación que históricamente ha sufrido la población indígena, es posible que algunos puntos se topen, principalmente en cuanto a la intención de separación y distancia. Si en parte se les definió como extraños a la sociedad chilena, es posible que sus vidas y sus cuerpos hayan caído dentro de la categoría de lo inferior. No obstante, resulta paradójico el interés científico por examinarlos. Así lo demuestra la expedición del médico alemán Max Westenhoffer (1910) quien, los años 1910 y 1911, viajó a La Araucanía a realizarles autopsias. Su objetivo era antropológico, no judicial. Explícitamente, partía del paradigma de la diferencia racial.

Así como el estado reconoció la importancia del trabajo del doctor Westenhöffer, también observamos que en el periodo estudiado el médico en La Araucanía fue ganando poder y se le reconoció un rol protagónico en la dinámica judicial. Poseía un estanco epistemológico al que sumaba el estatus de funcionario de Gobierno. En esta función, desde la década de 1880, “sobre todo en provincia, era una suerte de gran autoridad, cuya palabra tenía un peso casi incontrarrestable en el mundo donde trabajaba” (Vargas, 2002, p. 21). Por cierto, esto no significó que dentro de la lógica racionalizadora e instrumental que mandataba su trabajo tuviera una “adherencia estricta al procedimiento” (Du Gay, 2012, pp. 113-117), debido a las dificultades de una identidad burocrática en formación y a la dialéctica de interacciones concretas en su ámbito de acción.

Este poder nació y se fue acrecentando desde que los jueces tuvieron la obligación de fundar sus fallos, aspecto que veremos brevemente más adelante. Sobre el trato deferente que el médico recibió por parte de la autoridad judicial, es posible observarlo como parte de un continuo. Es decir, el sistema de justicia fue ganando en formalidad y el médico en legitimidad. El tribunal pasó de transmitirle órdenes breves para que concretara la operación forense, a normas de estilo bastante respetuosas. Por ejemplo, el juzgado de Temuco solicitó al médico Pedraza sus servicios de la siguiente manera:

Juzgado de Letras de Temuco, Cautín

Temuco, 3 de enero de 1896. -

Por decreto [con] fecha de hoi se ha ordenado oficiar a Ud. para que se sirva trasladar al cuartel de Policía, reconozca profesionalmente el cadaver del indíjena Doñihual e informe a este Juzgado sobre la causa precisa de su muerte i el instrumento o arma con que fué ocasionada la muerte. Lo que comunico a Ud. a fin de que se sirva darle cumplimiento.

Dios gde. a Ud (sic)24.

Este grado de formalidad respondía a los cambios procesales. Corría el año 1896, casi sesenta años desde la dictación del decreto ley que ordenaba a los jueces fundar sus sentencias para, en teoría, garantizar la rectitud de los juicios. Al conocimiento de la ley y el criterio propio, el juez debía incorporar la asistencia del perito. El testimonio y la confesión -primer momento-, como herramientas procesales, se complementaba con el veredicto científico -segundo momento-.

El proceso entre el primer y segundo momento fue bastante claro. El año 1824 se dictó el Reglamento de Administración de Justicia, ordenamiento que, junto a la Constitución, buscó independizarse del derecho colonial. En el Título III de este Reglamento, relativo a los Juicios de primera instancia, se estableció que en los juicios criminales los procesos debían darse por concluidos una vez “recibida la confesión al tratado como reo (...)” (Citado de Anguita, 1912, Tomo I, p. 154). De acuerdo con esto, el valor de prueba radicaba más en el decir que en el probar.

El cambio cualitativo se produjo con el decreto ley del año 1837, el que obligaba a fundamentar los fallos. Influida por la escuela penal clásica, la sentencia debía realizarse “breve y sencillamente”, apegada a derecho y a las leyes que fueran aplicables, “sin comentarios, ni otras explicaciones” (Citado de Anguita, 1912, Tomo I, p. 275). Este desarrollo, continuó. La creación de nuevos juzgados dentro del territorio nacional permitió acortar la distancia con la justicia lega y profesionalizar la letrada. El año 1842 se dictó la ley de visitas judiciales, donde el letrado, entre otras cosas, vigilaba la prohibición de la participación en “negocios contenciosos, judicial o extrajudicialmente”, de aquellos que carecían de título de abogado (Citado de Anguita, 1912, Tomo I, pp. 399-400).

La segunda parte del siglo XIX, se dictó la ley del 3 de agosto de 1876. Esta ley entregaba amplias atribuciones a los jueces para que, de acuerdo a su criterio, apreciaran la prueba “con entera libertad” y “según creyeren en su conciencia”, condenar o absolver al procesado. La ley estaba reservada para materias criminales precisas: incendios y accidentes de ferrocarriles, robo, hurto y homicidio (Citado de Anguita, 1912, Tomo II, p. 407). De hecho, en el caso de la muerte de Doñihual, el juez sobreseyó la causa invocando esta ley.

¿Podría entenderse esta ley como un retroceso, por ejemplo, en cuanto al valor del examen médico-legal? Sí. Era indudable que la soberanía judicial incrementaba su poder. La “entera libertad” que la ley prescribía para que el juez absolviera o condenara, superponía una función sobre la otra. La decisión política que creó esta ley invocaba el combate al bandolerismo con manu militari por sobre cualquier otra consideración. Lo cierto es que en varios de los sumarios aquí revisados esta ley fue invocada sin que el juez prescindiera de la intervención forense.

El desequilibrio que instaló la ley de 1876, entre el juez y el médico, fue compensado con la dictación del CPPRC, que estableció la obligatoriedad de la participación médico-legal, otorgando fuerza probatoria al peritaje en calidad de presunción, graduada en mayor o menor grado. Se sumaba a esto la atenuación del valor del testimonio y la confesión: “La declaración del inculpado no podrá recibirse bajo juramento. El juez se limitará a exhortarlo que diga la verdad, (...)”. Este principio difería del espíritu del Reglamento de Administración de Justicia (1824), sobre todo cuando en el CPPRC se indicaba que el sumario debía concluirse “Vencido el término probatorio, (...)”, y no con la confesión (CPPRC, 1906, pp. 124, 178, 187).

Si la potestad del juez estuvo en el manejo de la ley, la del médico se centró en la “soberanía de la mirada” y “la cualidad de ver y decir” (Foucault, 2018, pp. 23-24). Este ejercicio constituyó la base del saber clínico y anatómico que le permitió construir la narrativa considerada idónea y calificada. La repetitiva expresión “causa precisa y necesaria” en los sumarios posibilitó el espacio forense para poder mostrar la “Causa que se Ve” (p. 26).

Sin embargo, este proceso no comenzaba con el examen del cuerpo. Le antecedía una visión cultural de los sujetos que determinaba la forma de mirarlos. La mirada ya estaba condicionada a una estructura de pensamiento. Es lo que se plantea, hacia el mismo periodo, en el caso de los indígenas mexicanos. Se sugiere que las representaciones científicas del cuerpo, al nacer del canon de simetría, proporcionalidad y color del modelo de la época clásica, empatizaban con el sujeto blanco, distanciándose del indígena, desarrollando cierta indiferencia e insensibilidad. Para el experto o el científico, las formas externas del cuerpo revelaban aspectos como la moral y la inteligencia, quedando los indígenas en una posición desfavorecida (Dorotinsky, 2009).

Cuando el médico Pedraza examinó el cadáver de José Nahuelvil, señaló que presentaba diversas heridas en el cuello, y que una de estas había seccionado la arteria carótida produciendo una herida mortal. Todo ese relato había comenzado previamente con una clasificación, una identificación, una determinación del cuerpo observado que, si bien podía no influir en la descripción anatómica, envolvía el relato dentro de un contexto que separaba a iguales y desiguales. La frase “(...) he reconocido profesionalmente el cadáver del indíjena José Nahuelvil”25, invocaba toda una representación que no se decía, pero estaba. No era necesario proseguirla textualmente. Todo se resumía y sintetizaba en la palabra “indígena” (Figura 4). Apenas era reconocido como chileno. Habitaba un territorio, mezclándose y confundiéndose con él. Y era inferior, porque había sido sometido, vencido, conquistado.

Fuente: ARAJLT, Sumario sobre la muerte de José Nahuelvil, 23 enero 1896, UC Nº 6, f. 1.

Figura 4 Certificado de defunción de José Nahuelvil donde la nacionalidad correspondiente era la de chileno, indígena 

José Nahuelvil no tuvo el mismo trato que el dado por el médico a Emilio Beyerle. A este último se le identificó de la siguiente manera: se practicará la autopsia “del preceptor alemán don Emilio Beyerle”26. Suena muy distinto a indígena. Primero, porque se define su oficio de preceptor. Segundo, porque es alemán. Tercero, por el “don” que antecede al nombre, revelando un trato respetuoso.

Tampoco en este caso estos antecedentes podían influir en la descripción anatómica. El cuerpo de Beyerle era igual al de Nahuelvil. No obstante, aunque los órganos de uno y otro eran los mismos, representaban culturas y jerarquías diferentes ¿Cómo podemos afirmar esto? Con lo siguiente. El preceptor Beyerle fue objeto de un primer examen realizado por Alliende, quien detalló las heridas encontradas. El mismo Alliende recomendó al juez realizar un segundo examen, pero con la colaboración de otro médico. Así, entre él y Puga realizaron una extensa y exhaustiva autopsia de 14 páginas. Aparentemente Beyerle merecía algo más que Nahuelvil.

Insistimos en que no podemos concluir que la discriminación entre indígenas y chilenos, o europeos, fuera tan evidente en el ejercicio médico. Sin embargo, el caso anterior no es el único.

El 10 de septiembre de 1909, se denunció el homicidio de Tránsito Pérez. El hecho habría ocurrido al norte del Lago Villarica, en las tierras de la Compañía Ganadera y Comercial del Lanin, siendo uno de los propietarios el alemán Constantino Enchelmayer. El crimen fue denunciado por dos trabajadores alemanes, Enrique Felix y Alberto Bhreman, que inculparon a Bernardo Täger, Carlos Schröeder, Carlos Kobs y Leopoldo Krausse, también alemanes. El proceso judicial fue bastante engorroso, resultando imposible la ubicación del cadáver.

La intervención médica ordenada por el tribunal de Temuco consistió en constatar en la cárcel el estado de salud de uno de los detenidos, Bernardo Täger. El médico Faundes diagnosticó que sufría de una “neuritis del nervio ciático”, enfermedad que, según él, no podía ser tratada en la cárcel, por lo que consideraba “indispensable” que fuera trasladado al hospital27. Al menos parece una consideración importante el constatar el estado de salud del detenido. Como también el hecho de que haya considerado “indispensable” su traslado al hospital.

Täger, al igual que uno de los propietarios alemanes de la Compañía Ganadera, formaba parte de ese séquito de hombres trabajadores y productivos que habían venido a hacer florecer la economía. Al menos esa había sido la señal del Gobierno de Chile, en 1904, al concederle 243.000 ha a la Compañía para que colonizara en el valle de Trancura y el norte del lago Villarica (Blanco, 2012).

Respecto al crimen cometido, inicialmente la investigación fue conducida por el juez del distrito de Villarrica, un vecino de apellido Becker. Por instrucciones del juzgado de Valdivia, Becker nombró como actuario de la causa a Roberto Hinojosa. Pero como era necesario contar con un intérprete alemán, dicha función recayó en el vecino e Inspector del distrito, Otto Gudenschnager.

Por lo visto, no eran solo alemanes los dueños de la Compañía Ganadera. También lo eran, o tenían ascendencia alemana, los vecinos que detentaban el poder local -Juez de subdelegación e Inspector de distrito- en Villarrica. La estructura jerárquica societal claramente favorecía al colono extranjero. Esto podría explicar la participación forense del médico Faundes en favor de la libertad del “enfermo” Täger. No tenemos conocimiento de una situación tal acontecida con indígenas.

Cuando los médicos Alliende y Puga examinaron el cuerpo del preceptor alemán Beyerle, deslizaron algunos comentarios particulares. Reconstruyeron una conducta de vida, una biografía personal. Dijeron que era un hombre instruido, que tuvo la “serenidad y presencia de ánimo” para levantarse la camisa y herirse “sobreseguro”. Que las heridas autoinferidas en la muñeca evidenciaban sus conocimientos “anatómicos y fisiológicos” y sus “dotes de disector experimentado” (Figura 5). En fin, que la “maestría de golpes” habían hecho posible que lograra su objetivo, suicidarse28.

Fuente: ARAJLT, Sumario sobre la muerte de Don Emilio Beyerle, 28 abril de1897, UC Nº 7, año 1897, f. 18.

Figura 5 Extracto del informe de autopsia de Emilio Beyerle. En él se lee que el fallecido, según los médicos, poseía conocimientos anatómicos y de fisiología que no era frecuente encontrar en “asesinos vulgares”  

Los sucesos violentos en que a los médicos les correspondió participar fueron dibujando los juicios que, en algún grado, incidieron en sus procedimientos profesionales. Los hechos que resultaron más impactantes para la sociedad, también lo fueron para el médico. El suicidio de un profesor, dentro del colegio alemán de Temuco, tuvo una connotación pública ostensiblemente mayor que la muerte a balazos de Segundo Huentumil, que reclamaba por el robo de sus animales29. Es verdad que se investigaron los homicidios de indígenas, pero el tono de las autoridades involucradas daba cuenta de una disposición, de un ánimo, de una energía que tenía marcados matices de discriminación. Que un policía le señalara al juez que había sido “comisionado para pesquisar el homicidio del indio Juan Marileo Painemil”30, encerraba un significado importante. Era un “indio” el muerto. Uno más.

Conclusiones

De acuerdo con las fuentes consultadas y los casos presentados resultaría aventurado y riesgoso afirmar que los médicos de ciudad destacados en La Araucanía, discriminaron aplicando criterios raciales al momento de practicar exámenes forenses a población indígena. Esbozamos este supuesto al considerarlos parte integrante del objetivo colonizador acometido por el estado sobre población no chilena. A lo que también se podría añadir el hecho de que tres de los cinco médicos que identificamos pertenecieron en algún momento de sus vidas al Ejército y la Armada. Sólo al comparar el tratamiento de los cuerpos de indígenas con un ciudadano chileno y uno alemán, por efecto de contraste, pudimos encontrar disparidad en cuanto a la exhaustividad de los peritajes y cierta deferencia en cuanto al trato.

En primer lugar, en el caso de los indígenas, los informes forenses siempre fueron muy breves y nunca se les practicó una autopsia. En cambio, sí se practicó en el caso del ciudadano chileno y el alemán. En segundo lugar, la forma en que los médicos definieron y signaron a los indígenas, pensamos, derivó en la realización de exámenes y reconocimientos sin mayor exhaustividad. En tercer lugar, la autopsia practicada al ciudadano alemán fue la más meticulosa y completa. Aunque no la revisamos en detalle, mostramos que los dos médicos que la practicaron procedieron metódicamente, conducta profesional no observada en otros casos. En cuarto lugar, y tal vez lo más significativo, estos dos médicos incorporaron en su informe opiniones sobre la personalidad del alemán. Se había suicidado, pero según su opinión, de una manera casi magistral.

Es dable reconocer que la cantidad de expedientes judiciales consultados es escasa, por lo que es necesario continuar en la búsqueda de sumarios criminales para, eventualmente, encontrar conductas racistas. Esto debiera ser complementado con la revisión de otro tipo de fuentes -por ejemplo, Intendencia- para explorar desde una perspectiva política y administrativa la situación de los indígenas en la época estudiada.

Por último, con el estudio de la incorporación del ejercicio médico en La Araucanía, desde una perspectiva historiográfica menos clásica y explorada, también nos interesaba mostrar, por un lado, el predominio de una mentalidad de época fascinada con la idea del progreso que convocó, entre otros, a naturalistas, militares, ingenieros. Y, por otro lado, esbozar parte del conflicto del estado chileno con comunidades indígenas, el cual permanece abierto hasta el día de hoy. En palabras de Ranciere (2013): “Un presente no deja de dividirse en varios tiempos, ni de abrirse a nuevos vínculos con un pasado, que tampoco cesa de dividirse” (p. 14).

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1 Este trabajo recibe el apoyo de la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo ANID y el Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico FONDECY, a través del proyecto Fondecyt de iniciación Nº 11190653 del que este autor es Investigador Responsable.

2En España, durante el siglo XVIII, destacados anatomistas como Pedro Virgili (1699-1776) y Juan Lacomba, habían pasado por instituciones armadas. El primero, “había estudiado en Montpellier y París y al regresar a España trabajó como cirujano del ejército”, lugar donde conoció a Lacomba, quien servía como cirujano mayor de la Armada (Nogales Espert, 2004, p. 32). El propio Foucault (2018) da cuenta que en Francia, durante el proceso revolucionario de 1789, “muchos médicos partieron para el ejército” (p. 96).

3“Diplomas y medallas de honor”. El Mercurio, Valparaíso, 12-10-1888, [hoja dañada], Nº 18.540.

4Archivo Regional de la Araucanía (ARA), Fondo Juzgado de Letras de Temuco (JLT), Sumario por muerte del indígena Juan Guesahuen, 31 de enero de 1898, Unidad de Conservación (UC) Nº 8, sin fecha, fojas (fs.) 2-8.

5ARAJLT, Sumario por muerte del indígena Juan Guesahuen, 31 de enero de 1898, UC Nº 8, sin fecha, fs. 2-7-7v.

6ARAJLT, Causa criminal por homicidio, 15 de septiembre de 1909, UC sin número ni fecha, fs. 1-2-2v.

7ARAJLT, Causa criminal por homicidio, 21 de diciembre de 1910, UC sin número ni fecha, f. 1.

8ARAJLT, Causa criminal por homicidio, 15 de septiembre de 1909, UC sin número ni fecha, f. 6.

9ARAJT, Causa criminal por Homicidio, 12 de abril de 1909, UC sin número ni fecha, f. 22.

10ARAJLT, Causa criminal por homicidio, 7 de noviembre de 1910, UC Nº 40, sept-nov, 1910, fs. 3-5.

11ARAJLT, Causa criminal por homicidio, 15 de septiembre de 1909, UC sin número ni fecha, f. 27.

12ARAJLT, Sumario sobre muerte del indíjena Duñigual i otro, 31 de enero de 1896, UC Nº7, 1897, f. 9v.

13ARAJLT, Causa criminal por homicidio de la indíjena María Naipan, 8 de marzo de 1907, UC Nº 15, sin fecha, fs.6-7.

14ARAJLT, Causa criminal por homicidio, 21 de diciembre de 1910, UC sin número ni fecha, f. 4. Las mayúsculas y el subrayado son del original.

15ARAJLT, Causa criminal por homicidio, 21 de diciembre de 1910, UC sin fecha número ni fecha, f. 6.

16Overland. El despojo a los indios en la Provincia de Valdivia. El Mercurio, Valparaíso, 16-2-1907, p. 3.

17ARAJLT, Sumario por la muerte de Pablo Navarro, 19 de enero de 1911, UC sin número ni fecha, fs. 1v-2-3.

18ARAJT, Causa criminal por Homicidio, 12 de abril de 1909, UC sin número ni fecha, f. 1.

19Archivo Nacional de la Administración (ARNAD), 2º Juzgado del Crimen de Curicó, Sumario por suicidio de Antonio Gómez, 22 de febrero de 1924, UC sin número, 1924, f. 1.

20ARAJLT, Causa criminal por homicidio, 9 de diciembre de 1903, UC Nº 15, sin fecha, f. 1.

21ARAJLT, Causa criminal por homicidio, 9 de diciembre de 1903, UC Nº 15, fs. 6-6v.

22ARAJLT, Causa criminal por homicidio, 9 de diciembre de 1903, UC Nº 15, sin fecha, f. 24.

23ARAJLT, Causa criminal contra Juan de D. Quidel, Homicidio, 2 de enero de 1900, UC Nº 12, sin fecha, f. 1v.

24ARAJLT, Sumario sobre muerte del indíjena Duñigual i otro, 31 de enero de 1896, UC sin número ni fecha, f. 9.

25ARAJLT, Sumario sobre la muerte de José Nahuelvil, 23 de enero de 1896, UC Nº 6, sin fecha, fs. 4-4v.

26ARAJLT, Sumario sobre la muerte de Don Emilio Beyerle, 28 abril de 1897, UC Nº 7, año 1897, f. 15.

27ARAJLT, Causa criminal por homicidio, reos Kobs Carlos, Krausse Leopoldo, Schröeder Carlos i Täger Bernardo, 27 de octubre de 1909, UC sin número ni fecha, f. 44. El subrayado es del original.

28ARAJLT, Sumario sobre la muerte de Don Emilio Beyerle, 28 abril de1897, UC Nº 7, año 1897, fs. 16v-18-19v.

29ARAJLT, Causa criminal por homicidio, 7 de noviembre de 1910, UC Nº 40, sept-nov, 1910, f. 9.

30ARAJLT, Contra Juan de D. Quidel, Homicidio, 2 de enero, 1900, UC Nº 12, sin fecha, f. 2.

Received: August 15, 2021; Accepted: April 19, 2022

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