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Travesía (San Miguel de Tucumán)

versión On-line ISSN 2314-2707

Travesía (San Miguel de Tucumán) vol.20 no.2 San Miguel de Tucumán dic. 2018

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

Un pensamiento propio. Feminismo desde y para América Latina en la década de 1980

 

Ana Laura De Giorgi*

* Facultad de Ciencias Sociales. Universidad de la República (UdelaR). Montevideo, Uruguay. analaura.degiorgi@cienciassociales.edu.uy

RECIBIDO: 21/03/2018
APROBADO: 14/10/2018

 


RESUMEN

Aunque el ámbito internacional siempre fue un espacio de referencia para el feminismo, en la década del ochenta surgió una prédica anclada en el concepto de “feminismo latinoamericano” que apostó a diferenciarse del “feminismo del norte”. Este proceso permite revisar la idea de “segunda ola” como una importación acrítica de ideas y prácticas del feminismo de las metrópolis occidentales. El objetivo de este artículo es analizar la invocación latinoamericana del feminismo desplegado en los ochenta e identificar algunos discursos y prácticas orientados a una praxis feminista desde y para América Latina.

Palabras clave: Feminismo Latinoamericano; Pensamiento propio; Antiimperialismo.

ABSTRACT

The international arena was always a reference space for feminism, but in the eighties a new concept of “Latin American Feminism” emerged to distinguish itself from “northern feminism”. In view of this process the idea of “second wave” feminism “reaching” Latin America needs to be reviewed, or at least reconsidered as active reception. The aim of this article is to analyze this discourse of Latin American Feminism. and identify those ideas or concepts that allowed feminisms from the different countries in the región to unite, as well as to establish their difference from those of the western metropolis.

Keywords: Latin American Feminism; Own thinking; Anti-Imperialism.


 

¡Alerta, alerta, alerta que camina,
 la lucha feminista por América Latina!1

Introducción

Las distintas investigaciones desde los estudios de género y la historia de las mujeres realizadas en los últimos años sobre la emergencia de los feminismos de los setenta y ochenta, han procurado señalar las especificidades de los contextos socio históricos en los que estos surgieron.2 Esta es fundamentalmente una característica de los estudios realizados desde y sobre los feminismos del Cono Sur, que han señalado las particularidades de las iniciativas feministas, en general delimitadas por la cercanía o no con las organizaciones partidarias, y con los golpes de Estado que de una u otra forma obturaron a las organizaciones ya existentes o retrasaron su surgimiento (Andersen Sarti, 2004; Brazuna, 2010; Costa de Oliveira, 1988; Da Silva, 2013; Feliú, 2009; Grammático, 2005; Johnson, 2000; Pieper Mooney, 2010; Richard, 2001; Trebisacce, 2010; Vasallo, 2005; entre otras).
Los trabajos que se han focalizado en las posdictaduras señalaron cómo las trayectorias políticas militantes de muchas de quienes devinieron feministas permiten comprender ciertos recorridos en términos de ideas y de prácticas. También destacaron la centralidad del debate de la transición política, de los espacios de concertación que alojaron a un número mayor de mujeres y habilitaron cierto ingreso a lo político desde lugares no partidarios.  Estas investigaciones señalaron cómo las iniciativas feministas integraron un heterogéneo movimiento de mujeres que se movilizó el fin de las dictaduras, lo que interpeló agendas y lógicas de intervención (Feliú, 2009; Richard, 2001; Johnson, 2000; Sapriza, 2003). Por último, algunos trabajos permitieron comprender las particularidades que adquirió la politización del espacio doméstico luego de la experiencia del terrorismo de Estado y en el contexto de las transiciones (De Giorgi, 2018; Jelin, 2007; Mendoza, 2010; Sapriza, 2003).
No hay dudas entonces que la segunda ola, si existió, no fue un proceso de expansión lineal, sino que los contextos locales delimitaron en gran parte agendas, discursos y prácticas feministas, y que el Cono Sur presentó características específicas como han señalado aquellos estudios focalizados en la circulación de ideas y personas en esta región (Crescêncio, 2016; Pedro, 2010; Veiga, 2009). Sin embargo, los feminismos del sur estuvieron en estrecha relación con lo que sucedía en otros países de América Latina y fueron parte de un proceso de un feminismo que explícitamente buscó tener una marca propia.
Aunque el ámbito internacional siempre fue un espacio de referencia para el feminismo, la vocación internacionalista del feminismo fue interpelada por una preocupación por generar espacios de encuentro y desplegar una prédica anclada en la región. Las feministas latinoamericanas buscaron los modos de pensar y actuar de acuerdo a las condiciones específicas de la región, en una apuesta orientada a un “feminismo propio”. La idea del “feminismo latinoamericano” se fue forjando y tuvo como principal objetivo establecer la diferencia con el “feminismo del norte” –específicamente con el estadounidense– así como resistir algunas miradas universalizantes que no dieran cuenta de “la realidad” de la región.
La Conferencia Mundial de la Mujer de Naciones Unidas realizada en México en 1975 fue celebrada por organizaciones feministas de la región a la vez que resistida por su prédica sobre el desarrollo y su carácter imperialista. El Primer Encuentro Feminista Latinoamericano realizado en 1981 en Bogotá, permitió por primera vez la reunión específica de las latinoamericanas. Espacios como este último permitieron exponer distintas realidades y reflexionar en conjunto sobre las condiciones específicas de las mujeres de América Latina. Esta reflexión compartida se procesó además en otros espacios de encuentro como fueron las revistas feministas latinoamericanas que realizaron una apuesta por la elaboración y circulación de un discurso anclado en una imagen de mujer que comenzó a contestar la imagen de mujer blanca emancipada europea.
Las revistas y los Encuentros fueron así dos modalidades de intervención que permitieron la circulación de ideas y la reflexión en conjunto desde y para América Latina. El objetivo de este artículo es dar cuenta de cómo las revistas y los Encuentros feministas significaron una apuesta para construir un pensamiento propio. La idea de “la mujer en la lucha” que se puso en circulación a través de algunas revistas, y el encuentro entre mujeres latinoamericanas con distintas realidades, puso en cuestión un modelo de mujer universal y se constituyó en un antecedente de la crítica poscolonial de hoy en día.
En este texto se trabaja con algunas revistas feministas que se consideran centrales por su circulación y referencia como Fem y Fempress y con los informes oficiales de los Encuentros Feministas Latinoamericanos (EFLAC) realizados entre 1981 y 1989. El recorte temporal refiere a la década del ‘80, aunque sus límites no son estrictamente precisos al remitir a algunos procesos de mediados de los ‘70 y llegar hasta principios de los ‘90. Es en la década del ochenta en la que cristaliza esta apuesta que se autodenomina “latinoamericana” siendo su mayor expresión el Primer Encuentro Feminista Latinoamericano realizado en Bogotá (1981). El período de estudio se cierra hacia principios de los noventa, en el marco de la discusión y división del feminismo en torno al rol del Estado y los organismos internacionales, particularmente la discusión sobre el feminismo latinoamericano y su representación en la conferencia de Beijing. Las realidades y temporalidades de los feminismos de los distintos países son bastante disímiles, pero igualmente aquí se aborda un fenómeno como es el de la construcción de un discurso latinoamericano en el que se contribuyó desde distintas geografías.
El análisis del feminismo latinoamericano como apuesta específica pretende dar cuenta de un proceso de creación de espacios de encuentro y de ideas propias que permite revisar la idea de la ola como una expansión lineal o como la recepción acrítica de ideas y prácticas foráneas. Esto último es especialmente pertinente en el contexto del debate teórico actual liderado por la literatura del feminismo decolonial. Un debate con aportes teóricos extremadamente valiosos y que habilita una discusión teórica sobre los feminismos en la región sin precedentes, pero que también ha producido algunas interpretaciones homogeneizantes sobre un feminismo al que señala como blanco, heterosexual, con una agenda de clase media y tributario del feminismo del norte (Curiel, 2010; Espinosa Miñoso, 2010, 2014; Gargallo, 2009, 2014; Lugones, 2014; Mendoza, 2010; Oyarzún 2010). Una apuesta general de este artículo es también entonces revisar esta caracterización y señalar cómo en la apuesta del feminismo latinoamericano ciertas feministas sembraron algunas semillas que crecieron muchos años después.

Hacia un pensamiento propio

El feminismo latinoamericano fue el resultado de la circulación de ideas y personas por la región, específicamente a partir de los emprendimientos editoriales feministas y de los espacios de intercambio exclusivos de mujeres que potenciaron los contactos y el conocimiento de otras realidades. Los emprendimientos editoriales tuvieron por objetivo no sólo visibilizar el novel feminismo, sino poner en circulación las ideas feministas en clave regional.
Aquí se articuló, feminismo y latinoamericanismo, y se reeditó la experiencia de las revistas en los sesenta como dispositivo medular de la circulación regional de las ideas de quienes habitaban y producían sobre la región (Marchesi, 2006: 144). El feminismo también encontró en las revistas el medio alternativo a la prensa hegemónica para poner en circulación aquellas temáticas y noticias que allí no tenían cabida. Una cantidad importante de revistas feministas latinoamericanas conformó un conjunto de iniciativas con voluntad de crear una mirada que diera cuenta de las experiencias latinoamericanas, compartir y crear una red feminista, así como dar voz a las latinoamericanas.
Una de esas revistas fue la mexicana Fem, “la madre de todas las revistas feministas” como señala Grammático (2011), que comenzó a editarse apenas un año después de la Conferencia mundial de 1975. Un emprendimiento realizado por académicas con un compromiso político con los procesos revolucionarios o de resistencia en América Latina, con una clara vocación regional y que fue referente en la prédica del feminismo latinoamericano. Fem convocó a feministas de otros países, desde su fundadora la guatemalteca Alaíde Foppa a otras colaboradoras también exiliadas como Nilda “Tununa” Mercado de Argentina y Teresita de Barbieri de Uruguay, y despertó las primeras inquietudes feministas de algunas exiliadas en México.
Las revistas regionales Isis y Fempress también fueron consultadas y oficiaron como espacios de encuentro con corresponsales de otros países. Isis, una revista nacida en Europa, tuvo desde sus inicios una vocación latinoamericanista a partir del rol cumplido por dos exiliadas chilenas que trabajaban en la sede de Roma y fue la encargada de publicar los dos primeros informes de los Encuentros Feministas Latinoamericanos y del Caribe (EFLAC). La revista Fempress nació en México a partir de la iniciativa de dos chilenas, Adriana Santa Cruz y Viviana Erazo, quienes allí se habían acercado al feminismo (Pieper Mooney, 2010: 622), y luego se trasladó a Chile, con el objetivo principal de construir una red comunicacional para las mujeres latinoamericanas.
Fempress se transformó en una revista con amplia circulación que llegó a tener catorce corresponsales en la región, contó con un programa radial y realizó encuentros de comunicadoras que se transformaron en instancias de formación para las mujeres periodistas (Grammático, 2011). Esta revista fue un lugar de encuentro y aprendizaje especialmente para aquellas que provenían de países que, saliendo de las dictaduras, comenzaron un poco más tarde a incorporarse a los debates feministas. Así Fempress permitió a algunas sumarse a una agenda de discusión que ya tenía cierta trayectoria.
Una preocupación de las revistas feministas de la región fue distanciarse de otros feminismos, especialmente del norte. La mexicana Fem buscó marcar la diferencia de un norte muy cercano con el que se compartía la frontera, como era el estadounidense, aquel que había despertado “la chispa”3 del feminismo y que, por lo tanto, facilitaba la acusación de “imperialistas o pro-yanquis”, como señaló Marta Lamas (1981). Esta preocupación también estuvo presente en otras revistas del Cono Sur como Mulherío de Brasil y Brujas de Argentina, que señalaban la necesidad de construir una “conciencia latinoamericana” (Veiga, 2009: 145), estar en guardia frente al “imperialismo cultural” y establecer la diferencia entre ser feminista en el “primer o tercer mundo” (Veiga, 2009: 121).
Eso sucedió desde emprendimientos editoriales que fueron impulsados por mujeres blancas e ilustradas, académicas comprometidas políticamente, dobles militantes y feministas independientes. Quienes lideraban estos emprendimientos hicieron visible las experiencias concretas de opresión de las mujeres latinoamericanas, experiencias en su mayoría delineadas por la pobreza y el racismo. Las académicas feministas intervenían en las revistas, difundían sus resultados de investigación, señalaban las promesas incumplidas de las políticas de desarrollo en torno a la emancipación de la mujer así como los vacíos teóricos del marxismo que no permitían dar cuenta de la realidad de las mujeres en el continente.
Las dobles militantes o aquellas cercanas a distintos proyectos de las izquierdas latinoamericanas difundían una agenda política de las mujeres latinoamericanas atravesada por la resistencia y la violencia. Un fenómeno para nada lejano a quienes emprendían las revistas, desde las ex presas políticas, las exiliadas, hasta el caso más paradigmático de la propia editora de la revista Fem, Alaíde Foppa, desaparecida por el ejército guatemalteco en 1980 en pleno proceso de desarrollo de la revista.

La mujer en la lucha

Dos números de Fem, publicados en 1980, ambos titulados “América Latina: la mujer en la lucha”, ilustran la narración que se elaboró para el feminismo de la región a partir de una específica lectura de la experiencia latinoamericana de las mujeres. En este caso, las referentes no fueron tanto las sufragistas de principios de siglo o las feministas contemporáneas de otros países del norte, sino las que, perteneciendo a una generación reciente, contaban con una experiencia política y eran consideradas “luchadoras”: presas, exiliadas, guerrilleras, madres de desaparecidos, indígenas desplazadas y sindicalistas (Fem, Vol. III, N° 12, enero-febrero de 1980).
El primer número de “La mujer en la lucha” fue dedicado a Argentina, Brasil, Bolivia, Chile, Ecuador, Paraguay y Uruguay. El segundo, a México, Centroamérica, el Caribe y las Antillas. En el primero, al abordar la experiencia de las mujeres en el Cono Sur, se reivindicó la de aquellas de los últimos 20 años, es decir, a partir de la década del sesenta, quienes habían ocupado el espacio público desde su condición de militantes y habían transgredido los roles de género vigentes, siendo parte de la izquierda armada, resistiendo el encarcelamiento o protagonizando la denuncia de las dictaduras.
En este discurso la experiencia de las mujeres no estaba signada por la opresión y el agobio del espacio doméstico, como se analizó en el capítulo anterior, sino por la pobreza, la lucha contra ella y la violencia política. Domitila Chungara en Bolivia, Rigoberta Menchú y Alaíde Foppa en Guatemala, las madres de Plaza de Mayo en Argentina y otras madres de desaparecidos del Cono Sur fueron esas figuras que representaban una experiencia otra que, más allá de las diferencias de clase o raciales, estaba signada por una violencia que adquiría modalidades específicas al ejercerse sobre las mujeres.
En 1987 la revista Fempress dio cuenta de un cántico en el Encuentro Feminista en México, como resultado de “una reapropiación de una consigna venida muy del sur” (Fempress, 1987, N° 76, 1986: 1): “Y va a caer, y va a caer, el patriarcado va a caer”. Del sur de América Latina había viajado hacia el norte el “se va a acabar. Se va a acabar la dictadura militar” y había inspirado a las feministas reunidas en México. La resistencia de las mujeres en los terrorismos de Estado en el Cono Sur fue especialmente reivindicada en este discurso que daba cuenta de una experiencia compartida entre las mujeres latinoamericanas de lucha contra la violencia estatal.
En aquella interpretación, la mujer en la lucha era quien participaba y arriesgaba su vida dentro de proyectos orientados a revertir la desigualdad de clase, y quien más sufría tal desigualdad. La lucha de las mujeres en aquel tiempo encontraba inspiración, además, en otras luchas anteriores también de mujeres, quienes habían resistido la pobreza y la violencia en un largo recorrido que se remontaba hasta los tiempos de la colonia. La figura de la mujer moderna fue contestada también con aquella mujer latinoamericana y su historia de lucha. En ello el feminismo negro brasileño realizó un aporte sustancial visibilizando la experiencia de opresión sufrida por mujeres negras a manos de hombres y mujeres blancas, y reivindicando una historia de resistencia.
“Rebeldía” fue un término central para el feminismo latinoamericano, que otorgó a las mujeres la posibilidad de rebelarse y que buscó recuperar una historia de lucha ancestral. La chilena Julieta Kirkwood invocó en sucesivas oportunidades a la rebeldía de las mujeres. América Latina le ofrecía así al feminismo un espíritu de rebeldía, que otras regiones no tenían. El feminismo no sólo se nutría de obstinación (Ahmed, 2010), sino de lucha y tenacidad, algo que se había aprendido en un largo recorrido.
Aun blancas, de clase media urbana y heterosexuales, muchas feministas sí se identificaron con una cultura de la resistencia, a diferencia de lo que afirma Francesca Gargallo (2014: 240), e hicieron de ella una marca de un feminismo que buscaron nombrar como latinoamericano, porque sabían que la violencia y la pobreza eran puntos de partida muy distintos a aquellos otros feminismos del norte.
La resistencia a la pobreza y a la violencia política que venían realizando las mujeres desde los tiempos de la colonia no era una dificultad sino una oportunidad para potenciar la rebeldía hacia la emancipación. Desde de la vulnerabilidad extrema, como desde la cárcel, emergía la fuerza, una marca distintiva respecto de los feminismos del norte. Las críticas realizadas por quienes se autodenominaron “feministas autónomas” a las que denominaron “feministas institucionalizadas” argumentan justamente que estas últimas fueron las responsables de haber borrado la rebeldía del feminismo (Rivera López, 2009).
ILET, que había creado una Red de Comunicación Alternativa para América Latina y que de forma recurrente fue referenciado en el feminismo uruguayo, explicó la necesidad de una prensa alternativa y propuso otra imagen: “una mujer sujeto partícipe de nuevas formas democráticas; una mujer que desde su expresión particular concurre a las transformaciones solidarias; una mujer que al construir y rescatar su propia identidad otorga a la historia latinoamericana la mitad que le falta” (Folleto ILET, Prensa Alternativa, s/f).
En este sentido, la idea de “sororidad o hermandad” promovida por el feminismo radical estadounidense encontró sus resistencias por parte de quienes vieron en este tipo de apuestas la cancelación de la lucha por la emancipación, no sólo de las mujeres sino de todos.4 En uno de los números antes mencionados de la revista Fem esto quedó claramente enunciado:

Nuestra lucha es diferente a la de los ‘países desarrollados’. Es cierto que también aquí la mujer cumple un rol fundamental como reproductora de la fuerza de trabajo y de la ideología, pero su problemática se integra a toda la condición de explotación económica, política y cultural de nuestros pueblos. En este sentido la lucha no puede ser ni reivindicativa, ni individual, ni contra los hombres. Se trata de una lucha por la liberación de los pueblos, contra el imperialismo, las dictaduras, y la explotación de las burguesías nacionales, pero que además y al mismo tiempo, trabaje simultáneamente por la condición de la mujer, sobre su explotación y opresión dentro del sistema capitalista patriarcal. Se trata sobre todo de considerar que en esta lucha, no es lo mismo una mujer de la burguesía que una mujer obrera o campesina, la solidaridad no es por sexo sino por clase y que cada país tiene condiciones propias dentro de las cuales se debe elegir la mejor alternativa política. Las soluciones basadas en la hermandad sirven para ocultar la lucha de clases y el lugar de la mujer en ella (Fem, Vol. III, N° 12, enero-febrero de 1980: 11).

La preocupación por el espacio regional se encontraba tan presente que, aun en un ámbito amigable para la izquierda como el Congreso Mundial de Mujeres en Moscú organizado por la Federación Democrática Internacional de Mujeres (FDIM), se produjeron reacciones similares por parte de las latinoamericanas. La colombiana Socorro Ramírez, en la revista Fempress, destacó cómo en este espacio no había surgido la “especificidad de la problemática y conceptualización regional” [latinoamericana], cómo “no era suficiente hablar de la feminización de la pobreza” o cómo el “desarrollismo intentaba institucionalizar e instrumentalizar procesos renovadores de la concepción del poder, la paz, el desarrollo o la igualdad, hacia políticas de ajuste y a nombre de la necesidad de combatir la pobreza absoluta” (Fempress, N° 2, agosto de 1987: 2).
La violencia estatal y la pobreza daban cuenta de otras experiencias de las latinoamericanas que hacían a una configuración distinta de la opresión que sufrían las mujeres. Un concepto nuevo como el de “feminización de la pobreza” mostraba que las mujeres eran las más pobres y rezagadas de un proceso modernizador fallido. Entre estas últimas, las racializadas sufrían aún más la opresión patriarcal, eran las mayormente marginadas del mercado laboral formal, las menos reconocidas en las tareas reproductivas (de hijos propios y ajenos) y las destinatarias predilectas de las políticas de intervención más coloniales como fueron las del control natal.5
La experiencia en América Latina de las mujeres que protagonizaban esa lucha era distinta a la de las feministas del norte. América Latina podía y debía ofrecer otra imagen de mujer como referente para el movimiento, y en esta apuesta la prensa feminista regional se concibió como “alternativa” a la televisión –predominante en los ochenta– y a las revistas de entretenimiento de amplia circulación que desde los sesenta venían ocupando un lugar en el imaginario femenino, como era el caso de la revista argentina Claudia, mencionada de forma recurrente tanto por quienes la consultaban c como por quienes la consideraban un medio de la burguesía.6 Isabel Larguía ya se había pronunciado sobre el “bombardeo ideológico” de la publicidad dirigida a las mujeres en los grandes medios de comunicación, que emitían un mensaje con ““La obligación de trabajar [en el espacio doméstico] y a la vez de parecerse a Jacqueline Kennedy” (Larguía, 1976: 37).
Desde esta preocupación resultó imprescindible contestar un modelo de mujer que se denunciaba como “una de las manifestaciones del proyecto homogeneizador de la cultura trasnacional” (Cotidiano, Año II, N° 11, septiembre de 1986: 8). La imagen de mujer tenía que ser otra, no preocupada por el consumo sino por la subsistencia, no por el ocio sino por el trabajo, el sacrificio y la lucha. Cotidiano republicó una nota de la organización costarricense CEFEMINA en donde suscribía claramente esta idea:

El presente histórico del mundo occidental no está definido en función de la inmensa mayoría de mujeres que amasan el pan o la tortilla y que aún no resuelven sus problemas más elementales como lograr casa, alimentación y salud para ellas y sus hijos. Evidentemente en esa realidad hay una especie de insurgencia, y es difícil pensar a Domitila, la mujer de las minas bolivianas, versus Carolina de Mónaco o a una maestra, una campesina o una universitaria en el espacio tradicional de Farrah Fawcett (Cotidiano, Año II, N° 11, septiembre de 1986: 8).

Las imágenes de mujeres latinoamericanas que se tornaron protagonistas en estas revistas fueron las de mujeres otras, indígenas, negras, campesinas, mujeres de las favelas, trabajadoras rurales. No eran mujeres blancas de clase media agobiadas por el espacio doméstico, sino aquellas que además de la violencia política resistían en la pobreza. El sujeto mujer como un universal comenzó así a resquebrajarse tempranamente en la medida que se hicieron explícitas específicas opresiones atravesadas por la clase y la raza.
Este proceso permitió dar cuenta de distintas experiencias de las mujeres latinoamericanas, pero como señala Nelly Richard, el estatus de verdad que adquirió la experiencia para lo auténticamente latinoamericano trajo algunos problemas para la generación de conocimiento. Según Richard, en este esquema el feminismo ubicó a las mujeres latinoamericanas en lo inmediato, en el hacer, la acción, la experiencia; un otro radical de la academia norteamericana, con el riesgo que esto comporta: “conformar un estereotipo de una otredad romantizada –en tanto popular– por la intelectualidad metropolitana y dejar intacta la jerarquía representacional del centro que continuará hegemonizando las mediaciones conceptuales”, “América Latina continúa poniendo el cuerpo y el Norte piensa por ella” (Richard, 1996: 738).

Encontrarse entre latinoamericanas

Las imágenes de mujeres que impugnaban un universal blanco y de clase media llegaron a las revistas, especialmente porque se multiplicaron los espacios de encuentro e interacción en los que circularon mujeres de distintos territorios. Una parte importante de las feministas latinoamericanas circuló por una diversidad de espacios: seminarios, congresos, conferencias, escuelas de formación, entre otros. Desde fines de los setenta, aumentaron las instancias de encuentro, que comenzaron con las cuatro conferencias mundiales organizadas por Naciones Unidas –México 1975, Copenhague 1980, Nairobi 1985 y Beijing 1995–, y continuaron con las conferencias internacionales de otras organizaciones –especialmente las organizadas por la Federación de Mujeres Cubanas y el Congreso Mundial de Mujeres en Moscú–, las conferencias temáticas como el V Encuentro Internacional sobre Mujer y Salud en Costa Rica, la Conferencia de Población de la Cepal realizada en Montevideo, y los distintos seminarios que reunían de forma recurrente a las referentes latinoamericanas.
Si bien estos intercambios ocurrieron en múltiples espacios y convocatorias, una de las instancias privilegiadas fueron los Encuentros Feministas Latinoamericanos y del Caribe (EFLAC). La vocación internacionalista del feminismo, fue interpelada luego de que en la Conferencia de Naciones Unidas en Copenhague (1980) las latinoamericanas convocaron a conformar un espacio propio. A diferencia de lo sucedido a principios de siglo XX, en el que las feministas del sur habían tenido como principal apuesta la inserción en el movimiento feminista internacional y el internacionalismo se había tornado una marca identitaria (Cuadro, 2018: 222), los Encuentros se impulsaron como instancias para intercambiar y reflexionar desde América Latina. A partir de este momento, el feminismo comenzó a tener una dinámica regional inédita hasta entonces (Restrepo, 2016: 28).
Los Encuentros Feministas Latinoamericanos y del Caribe, como su denominación lo indicaba, pretendían ser espacios de encuentro entre mujeres, de conocimiento, de interacción, y constituirse como ámbitos diferentes a los de las grandes conferencias, congresos o seminarios. Eran instancias concebidas como distintas a los ámbitos “mixtos” (como se llamaba en la época a aquellos en los que participaban hombres), en los que se otorgaba importancia a construir un sentimiento compartido de hermandad, en el que lo afectivo ocupaba un aspecto central. Como señala Restrepo, citando a referentes feministas, los encuentros eran espacios ganados o creados por y para las mujeres, que permitían una reapropiación significativa, y que además habilitaban la síntesis de un proceso y, sobre todo, eran un momento para “la fiesta de las brujas” (Álvarez en Restrepo, 2016: 224).
En estos espacios las feministas se encontraron con mujeres de otros países de la región y reflexionaron en conjunto sobre la propia condición latinoamericana. Las centroamericanas realizaron múltiples talleres invocando tal condición y las chicanas reclamaron el reconocimiento de su pertenencia latinoamericana, aun siendo migrantes en Estados Unidos (EFLAC IV, 1987: 101). En los talleres sobre las experiencias de las latinoamericanas o en América Latina, la raza fue un elemento central de la discusión e interpeló a algunas uruguayas que no consideraban el poder simbólico de la racialización de toda América Latina, como puede apreciarse en el intercambio recogido en el Informe Final de Bertioga, entre una exiliada y otra compañera latinoamericana, en un taller sobre “Ser mujer en América Latina”:

Yo soy uruguaya exilada en Francia y no tengo problemas raciales, pero como mujer latinoamericana en Francia, dentro de un ambiente de izquierda pura y dura, ex-guerrillera y exilada, el hecho de ser feminista en Europa ha implicado que te digan ya estás europeizándote, cuando acá en América Latina hay movimientos de mujeres. Segunda cosa, como mujer latinoamericana que quiere serlo, pero vivir en Francia entonces es el símbolo sexual, no ya de la mujer negra, sino de la mujer latinoamericana en Europa. Entonces los europeos, hombres y mujeres no feministas, nos tienen marcadas como un símbolo sexual, y estamos en una situación de ambivalencia, porque por un lado reivindicamos los derechos de ser mujeres y latinoamericanas y por otro lado, con nuestros propios compañeros latinoamericanos, somos vistas como europeas porque somos feministas, y por los europeos como mujer caliente, porque se tiene una visión en donde se tiene una experiencia exótica… (Tercer Encontro, 1985: 50).

A esta intervención, otra integrante del taller respondió sobre la condición racializada que la compañera uruguaya decía no tener cuestionando aquella interpretación:

Yo quería aclarar que el ejemplo de la compañera latinoamericana que vive en Francia, decir que no ha sufrido racismo no es cierto, al contrario, ella ha sufrido racismo, un racismo muy sutil, nosotras somos un símbolo sexual, lo que hablaba la compañera, aquí no tenemos cabeza. La mujer latina que llega a Europa, es uno de los problemas que enfrenta, sexualmente somos las mujeres más activas para ellos, y nos buscan para eso y eso es un tipo de racismo (Tercer Encontro, 1985: 50).

Los Encuentros fueron instancias de intercambio y, sin dudas, de aprendizaje, sobre todo respecto a aquellas temáticas que no estaban tan presentes en el Uruguay y que feministas de otros países llevaban más años abordándolas: la opresión patriarcal articulada con la étnico-racial; la violencia estatal; el imperialismo de las políticas de control natal, y las prácticas sexuales, entre otras. En lo que refiere a la violencia contra las mujeres, los Encuentros permitieron pensar la dimensión institucional de ella. El 25 de Noviembre, fecha internacional contra la violencia hacia las mujeres, se definió en el primer Encuentro y fue una propuesta de las dominicanas a partir de la denuncia del asesinato de las hermanas Miraval a manos de la dictadura de Trujillo. Según Pieper Mooney (2010: 219), la consigna de las chilenas “democracia en la casa” fue una ocurrencia luego de que en Bogotá consideraron que la violencia en el hogar era la misma que la violencia institucional.
Estas instancias fueron además un espacio para la expresión de lo latinoamericano en  una diversidad de prendas de vestir, bailes, canciones y rituales, y que tempranamente dejaron en evidencia que resultaba muy complejo nominar al feminismo en singular. Para el encuentro de Bertioga ya se había comenzado a utilizar el término feminismos, en plural, más allá de la pretensión latinoamericana que permitía establecer una frontera simbólica con el norte.
En las memorias oficiales de los encuentros el relato de la experiencia del encuentro, de las emociones desplegadas, de las formas de hacer y ser feministas más allá de la cultura letrada fue una característica central. Este componente no es menor porque los encuentros se transformaban en espacios de intervención feminista desde otros lugares que contestaban las formas tradicionales de la enunciación política. Julieta Kirkwood luego del II Encuentro en Lima en 1983, relataba la potencialidad epistemológica de este proceso que implica una “suerte de irresponsabilidad para con el paradigma científico”, un “desparpajo en mezclarlo todo, como si se tuviera la certeza de que las tablas de la ley del conocer, por venir tan desde lo alto, se hubiesen hecho añicos” (Kirkwood, ISIS, N° 1, 1984).
Los encuentros y las intervenciones desde las experiencias concretas pusieron en evidencia tempranamente la dificultad de construir un sólo y homogéneo feminismo en la región. La participación de distintos colectivos de mujeres reflejaba la heterogeneidad con talleres integrados por mujeres que hacían visible la opresión de género, de raza y de clase. Esto sucedía con los talleres y espacios auto-organizados como los de las “mujeres negras de Brasil”, los de las “centroamericanas”, las “chicanas”. “campesinas”, las mujeres de las favelas entre otros agrupamientos que daban cuenta de una experiencia otra. Los Encuentros fueron especialmente importantes para realizar este tipo de impugnaciones que claramente provino de aquellas mujeres que se sentían marginadas.
El feminismo latinoamericano nació desde sus inicios con la preocupación por los modos de dar cuenta, de comprender y de intervenir en la experiencia de las mujeres del continente que se concebía como distinta a la de las mujeres del norte, pero también desde sus inicios encontró ciertas dificultades en realizar una reflexión teórica al respecto. Como señala Breny Mendoza, llama la atención el rezago de las feministas latinoamericanas en su contribución a una epistemología del sur, en relación al aporte realizado por la crítica poscolonial realizada por Spivak y Mohanty, o el de las chicanas como Norma Anzaldúa o Chela Sandoval que aun estando sus producciones más cercanas a América Latina, no logran dar cuenta de la experiencia vivida por parte de las latinoamericanas que no migran hacia el norte (Mendoza, 2010: 34). Dar cuenta de la experiencia teorizándola y conceptualizándola ha sido un desafío más que complejo, en la medida que muchas prácticas políticas como señala Ochy Curiel (2010: 74), son consideradas puro activismo, “sistematizaciones de prácticas no aptas para el consumo académico”.
Las dificultades para trascender el binarismo teoría/activismo, ideas/experiencia, que rige el pensamiento académico, también encuentran su apoyo en una reiificación de la propia experiencia que fue extremadamente útil – lo mismo que las identidades – para visibilizar y nombrar lo otro, pero que estableció una frontera con la reflexión teórica perjudicial para el pensamiento propio, señala Nelly Richards, cuando la experiencia adquirió un status de verdad para lo auténticamente latinoamericano. Según la autora, las mujeres latinoamericanas fueron ubicadas como lo otro radical de la academia norteamericana, con el riesgo que esto comporta: “conformar un estereotipo de una otredad romantizada – en tanto popular – por la intelectualidad metropolitana y dejar intacta la jerarquía representacional del centro que continuará hegemonizando las mediaciones conceptuales”, América Latina continúa poniendo el cuerpo y el Norte piensa por ella (Richards, 1996: 738).
Las que directamente “ponen el cuerpo”, son aquellas que como señala Marisa Ruiz Trejo (2016:4) se encuentran atravesadas por el racismo y han vivido entre conflictos armados, militarización y paramilitarización, hechos que sin dudas han condicionado la incorporación de las mujeres latinoamericanas a las universidades, a los centros de investigación y a los modos en que las temáticas sobre las mujeres se han seleccionado. Y a este fenómeno de exclusión permanente habría que sumarle los procesos políticos atravesados por las propias universidades latinoamericanas a fines de los ochenta. En este sentido fueron pocas aquellas que en tanto feministas lograron sobrevivir en una academia que en los noventa desplegaba un discurso que se decía y apostaba al desarrollo del conocimiento experto.

Apuntes finales de una revisita a los setenta y ochenta del feminismo latinoamericano
La profunda crítica que feministas latinoamericanas decoloniales han realizado sobre el feminismo en la región ha permitido desplegar un debate teórico de un nivel de profundidad que jamás se había dado en la región. Hoy resulta imposible en América Latina pensar la opresión de las mujeres sin inscribirla en otros esquemas definidos por la condición de clase y la condición racializada, sin duda eso se lo debemos al ejercicio del pensamiento crítico de las feministas decoloniales. Hoy también resulta muy difícil pensar a la región como “naturalmente” occidental y mucho menos no considerar la marca colonial de nuestro patriarcado. Por último, resulta también imposible leer, escribir y elaborar un pensamiento sin cuestionar los lugares desde donde realizamos tal ejercicio. El momento de discusión y reflexión teórico-política actual le debe muchísimo a esta crítica decolonial. Sin embargo, también resulta pertinente realizar la crítica de la crítica y cuestionar algunas miradas homogeneizantes que han invisibilizado o desconocido algunos procesos que también tienen que ver con el momento actual.
La crítica a lo que se ha llamado “institucionalización” –la incorporación de feministas a cargos en el Estado, en organizaciones financiadas por organismos internacionales o directamente cargos en dichos organismos– y la correspondiente agenda que ha licuado al feminismo de su potencial crítico-político es justa, pero es una crítica que corresponde fundamentalmente a los noventa, no a los setenta y ochenta. Si unificamos los distintos momentos en uno sólo desde los noventa, no es posible visibilizar por ejemplo el antiimperialismo que condensaba la preocupación no sólo por el financiamiento externo de las políticas, sino también por el imperialismo cultural que imponía una imagen y realidad de mujer que no correspondía con la latinoamericana.
Lo que se denominaba imperialismo cultural también hacía referencia a la preocupación por un pensamiento propio.7 Herederas del pensamiento desarrollista y del marxismo latinoamericano varias feministas eran conscientes de la necesidad de construir marcos propios para comprender la opresión de la mujer. Julieta Kirkwood es uno de los mejores ejemplos pero también acompañada de otras colegas feministas preocupadas por pensar desde otro lugar. El esfuerzo que realizaron académicas feministas en estudiar la realidad de las mujeres, en recolectar datos e información de las condiciones de las mujeres en la región refleja la preocupación por construir información desde América Latina, aunque aún pervivieran marcos interpretativos que pensaban a la región como el Tercer Mundo y el estudio fuera sobre “las otras”. En cualquier caso parece importante señalar que el imperialismo cultural, es de algún modo el antecedente conceptual del colonialismo interno, que la apropiación de la idea de “Tercer Mundo” puede haber sembrado la semilla para la idea del “sur global”.
Aunque quienes lideraron los EFLAC y los emprendimientos editoriales pertenecían a una clase media ilustrada, en su mayoría también se encontraban muy cerca del campo de las izquierdas latinoamericanas, reivindicaban el cambio estructural, reivindicaban el lugar de la lucha y la resistencia de las mujeres, específicamente de las mujeres provenientes de los sectores populares. No fue la figura de Simone de Beauvoir la que se desplegó para convocar a las feministas latinoamericanas sino las de la periferia político-cultural aunque no se supiera muy bien cómo o hacia dónde desplegar tal convocatoria. La apelación a la rebeldía y la lucha permitía visibilizar las resistencias de las más perjudicadas. A diferencia de lo que sostiene Gargallo (2014: 240), aun blancas, de clase media urbana y heterosexuales, muchas feministas se identificaron con una cultura de la resistencia.
Las mujeres indígenas y el feminismo negro, comenzaron a ser nominados paulatinamente como una marca del feminismo latinoamericano, aquel que apelaba a la rebeldía de las mujeres contenida en años de patriarcado y colonialismo. La colonia reapareció como el momento fundante de aquella resistencia que daba al continente una identidad específica. Mucho más latinomaericanistas que decoloniales claramente, pero sí visibilizando y buscando las formas de dar cuenta de realidades en plural que no podían ser fácilmente abordadas con los esquemas occidentales provenientes de Estados Unidos o Europa. Este no es un dato menor, fundamentalmente en un contexto en que las izquierdas volvían a mirar al otro lado del atlántico como sucedía en el Cono Sur y entonces el feminismo permitía latinoamericanizar a las izquierdas.
Entonces si la apuesta fue la de construir un pensamiento propio y un feminismo latinoamericano definido por ciertos discursos y prácticas que de algún modo buscaban diferenciarse del feminismo “del norte”, resulta complejo inscribir a las iniciativas feministas como una mera recepción acrítica del feminismo del norte, blanco, clasemediero y heterosexual, como se lo suele caracterizar por los estudios críticos hoy en día. Sin dudas no se puede desconocer el proceso de institucionalización y despolitización del feminismo a partir de la “política de la igualdad de género” de los noventa, pero por tanto no pueden desconocerse los noventa en su sentido más despolitizante. Si las dictaduras cancelaron – y derrotaron – trayectorias emancipatorias, los noventa y su democracia neoliberal cancelaron rebeldías feministas que habían emergido en los setenta y ochenta. Reconstruir la geneaología del feminismo latinoamericano y revindicar algunas semillas sembradas por mujeres en aquellos años tal vez sea una tarea pendiente.

NOTAS

1 Consigna cantada en las movilizaciones feministas de la actualidad y referenciada en la prensa feminista uruguaya al menos desde 1987.

2 El texto de Joana Pedro (2010) dedica especial atención a la narración de la genealogía feminista por parte de sus protagonistas desde un interés justamente por recuperar las voces propias y revisar esquemas foráneos de interpretación.

3 Marta Acevedo, entrevistada por Ana Lau Jaiven, señaló el impacto que había causado en ella la lectura de La mística de la femineidad de Betty Friedan y luego de Las mujeres de Margareth Randall, editado por Siglo XXI, que fueron el inicio de una preocupación que la llevó a viajar a San Francisco y participar de la conmemoración del 50º aniversario de la obtención del sufragio femenino (Jaiven, 1987: 77). México recibió, además, a feministas estadounidenses. En 1971, la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM contó con Susan Sontang en una conferencia sobre feminismo, y a la salida un grupo de mujeres asistentes se integraron a uno de los primeros grupos feministas, como fue el MAS (Jaiven, 1987: 84).

4 Textos como Sisterhood is powerful publicado en 1970 y Sisterhood is Global (1984),antologías compiladas por Robin Morgan partieron de esta idea. El primero contenía las intervenciones de feministas radicales como Kate Millet y rendía tributo a una frase enunciada por Kathie Sarachild, referente de la práctica de la autoconciencia. El segundo recogía intervenciones de feministas de otros países desde la misma idea de la hermandad de mujeres y los problemas compartidos más allá de distintas condiciones étnico-raciales, de clase y nacionalidad.

5 Las políticas denominadas de “planificación familiar” se realizaron con  el objetivo de reducir los niveles de natalidad bajo el supuesto de que así se aceleraría la modernización. Estas políticas se orientaron específicamente a las mujeres, desde el supuesto que con mayor información y educación optarían libremente por un número menor de hijos y contribuirían así al descenso poblacional (Dörnemann y Hulee, 2016: 145). La idea principal era que si se realizaba una planificación de la familia esta podía ser controlada, pequeña y próspera. Aquellas que no siguieran esta pauta, rápidamente serían caracterizadas como mujeres atrasadas o tomadoras de decisiones “irracionales”, como señala Felitti (2012: 36). Una importante cantidad de prácticas concretas afectaron directamente a las mujeres más pobres y racializadas, como sucedió con las esterilizaciones forzosas. En la década del ‘50, una de cada tres mujeres de Puerto Rico había sido esterilizada, en un contexto donde la familia portorriqueña –en la que la protagonista era la mujer pobre y afrodescendiente–, fue identificada como la responsable del atraso de la isla (Felitti, 2012: 94). En Colombia, Ecuador y México las esterilizaciones forzosas aumentaron exponencialmente en los sesenta y ochenta, mientras que en Perú y Brasil las campañas de esterilizaciones continuaron en los ochenta y hasta los noventa orientadas a mujeres indígenas y afrodescendientes.

6 Cosse (2011) trabaja específicamente este asunto analizando el rol de la revista Claudia en las representaciones de género de la clase media porteña. Felitti (2012: 193) también da cuenta de cómo Claudia abrió un espacio para visibilizar el fenómeno de la anticoncepción y la toma de la pastilla. Claudia también había llegado a Uruguay en los ‘60 y fue consultada por un amplio espectro de público, incluso por aquellas jóvenes militantes montevideanas.

7 La idea hoy en boga de un “pensamiento propio” está muy presente y es utilizada de forma recurrente por la literatura más crítica del feminismo latinoamericano. El primer apartado del texto, coordinado por Espinosa Miñoso (2010), se titula “Hacia un pensamiento propio”.

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