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Travesía (San Miguel de Tucumán)

versão On-line ISSN 2314-2707

Travesía (San Miguel de Tucumán) vol.22 no.1 San Miguel de Tucumán jun. 2020

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

El arte de demandar. Versiones de vida, redes políticas y solicitudes públicas de viudas, ancianas y trabajadoras. Buenos Aires, 1852-1870

The art of petitioning. Life versions, political networks, and public requests from widows, elderly and working women. Buenos Aires, 1852-1870

 

Valeria S. Pita*

* Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Instituto Interdisciplinario de Estudios de Genero (IIEGE) - Facultad de Filosofía y Letras (FFyL), Universidad de Buenos Aires (UBA), Puan 480, 4º piso, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Dirección electrónica: [vspita@gmail.com].

RECIBIDO: 06/01/2020
APROBADO: 27/03/2020

 


RESUMEN

Este artículo se enfoca en un grupo de mujeres que reclamaron pensiones, mensualidades, socorros o limosnas en la ciudad de Buenos Aires entre los años 1852 y 1870. Argumenta que sus pedidos fueron políticos y que buscaron ampliar los marcos del derecho y de la asistencia social. Al inscribir sus peticiones en términos políticos, esta pesquisa busca reflexionar en torno a los márgenes de acción de esas mujeres. Trata de comprender cómo las exposiciones públicas sobre sus vidas, el rastreo de apoyos para sus solicitudes, y los vínculos de tono jerárquico, autoritario y desigual que establecieron con ex patrones, vecinos notables, filántropos, representantes de la iglesia o de otras instituciones de poder, formaron parte de gestiones que intentaron políticamente generar sentidos de responsabilidad, solidaridad y justicia que las favorecieran.

Palabras clave: Demandas; Derechos; Mujeres, Márgenes de acción.

ABSTRACT

This article focuses on women who claimed pensions, monthly payments, relief or alms in the city of Buenos Aires between 1852 and 1870. It argues that their requests were political and that they sought to expand the frameworks of law and social assistance. By registering their requests in political terms, this research contemplates the margins of action of these women. It seeks to understand how the public expositions of their lives, the tracking of support for their requests, and the hierarchical, authoritarian and unequal links they established with former employers, notable neighbours, philanthropists, representatives of the church or other institutions of power were part of moves that attempted politically to generate a sense of responsibility, solidarity and justice in their favour.

Keywords: Demands; Rights; Women; Margins of action.


 

INTRODUCCIÓN

Antes de cumplir 30 años de edad Mercedes Escobar había recurrido varias veces a benefactores y autoridades públicas para solicitar auxilios que le permitieran sobrevivir. Esta mujer, nacida en Pergamino,1 provincia de Buenos Aires, lo había hecho cuando había enviudado a los 24 años. Para entonces, hacía al menos 10 años que vivía con algunas intermitencias en la ciudad, primero con su abuela y hermanos y luego con su marido y sus hijos. Mercedes enviudó estando embarazada y con tres criaturas pequeñas. Su marido se llamaba Juan Meana, había sido oficial del ejército del Estado de Buenos Aires y –según su viuda– falleció en la batalla de Pavón en septiembre de 1861. Ni ella ni su esposo tenían bienes, propiedades o parientes acaudalados. La paga del ejército les habría permitido costear sus alimentos y los sitios de alquiler por donde fueron viviendo. Ningún dinero sobraba. Ni siquiera lo hubo, en 1859, para abonar el servicio bautismal de su hijo Martín Adolfo, registrado en el libro de la Parroquia del Socorro como “gratis”.2
Si para Mercedes la sobrevivencia no había sido fácil estando casada, empeoró al enviudar. Sin ingresos para abonar el cuarto de alquiler, ni familiares a quienes recurrir para que la sostengan a ella y a sus hijos, la viuda trabajó haciendo costuras, mientras gestionaba una pensión. Aunque esta le fue otorgada, en 1864 recurrió a la Cámara de Diputados en búsqueda de otra.3  No es posible saber si cobró alguna vez la primera o simplemente quiso obtener otro derecho. Sí se sabe que un año después, en 1865, volvió a exponer públicamente su situación de pobreza y desprotección. En esa ocasión, lo hizo ante la Sociedad de Beneficencia de Buenos Aires para recibir uno de los premios en dinero que el gobierno de la provincia entregaba cada año a través ésta en los festejos por la Revolución del 25 de Mayo (Vasallo, 2005; Pita, 2009).4 En el pedido, se describió cuán duros habían sido esos últimos años para Mercedes luego de enviudar con cuatro hijos menores y sin recursos. Uno de sus hijos había fallecido y ella, a los 28 años, estaba enferma, lo que le impedía seguir trabajando. La familia apenas sobrevivía gracias al auxilio en alimentos que acercaba una de las Conferencias de San Vicente de Paul.5
Trabajos manuales, mal pagos e irregulares, limosnas y otros auxilios hicieron posible que Mercedes y sus hijos pudieran subsistir. Su vida estuvo marcada por precariedades y contingencias y la necesidad de seguir rebuscándoselas para sobrevivir. Para esta mujer exponer públicamente aspectos de su vida o abogar por la justicia del pedido no siempre supuso recibir lo que buscaba. En agosto de 1864 su gestión para una pensión militar fue rechazada.6 Tampoco en 1865 obtuvo alguno de los premios monetarios de la beneficencia oficial.7 Unos años más tarde, para esta viuda salir adelante significó trasladarse sola, dejando a sus hijos, a Gualeguaychú, un pueblo de la provincia de Entre Ríos.8 Ahí volvió a trabajar como costurera. En 1870, a los 33 años, quedó embarazada de un comerciante inglés, casado y con dos hijos.9 El hecho no pasó desapercibido en un pueblo de dos mil habitantes. La esposa y los hijos del comerciante retornaron a Inglaterra. Mercedes y el inglés también decidieron partir. Un tiempo después, volvieron para bautizar a la criatura. En los años siguientes, pareciera que Mercedes perdió contacto con sus hijos mayores, y que siguió trabajando junto al padre de su último hijo en distintos pueblos de Entre Ríos. Las huellas de su vida invitan a reflexionar sobre cómo unas mujeres afrontaron –entre mudanzas, trabajos y gestiones de auxilio– su sobrevivencia en las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XIX. También sus rastros permiten pensar en los márgenes de acción de unas mujeres que habían enviudado o que no tenían presencias masculinas de peso en sus vidas, en un momento en el que políticos y juristas del liberalismo iban afirmando las bases legales de la inferioridad femenina.
Este artículo se centra en mujeres que, como la viuda Mercedes, demandaron públicamente reparaciones, socorros o limosnas. Busca exponer cómo ellas con sus pedidos y presiones fueron moldeando y redefiniendo unos contornos más amplios de asistencia pública e inclusivos en términos de derechos. Al argumentar que las peticiones que ellas escribieron o mandaron a redactar, que sus recorridas por despachos, casas y oficinas para recibir un aval, o que sus exposiciones públicas incidieron en la definición de dotaciones de pensiones, limosnas públicas o socorros, intento pensar históricamente cómo esas mujeres tentaron políticamente generar sentidos de responsabilidad, solidaridad y justicia que las favorecieran.
La Buenos Aires de las décadas de 1850 y 1860 fue el escenario central en el que las mujeres reunidas en este artículo gestionaron sus pedidos, demandaron auxilios, lloraron a sus difuntos maridos, padres o hijos, recorrieron despachos, oficinas, sacristías y casas de gente notable. Mientras estas mujeres demandaban, en las calles, restaurantes, plazas y casas colectivas se reunían personas de los más diversos orígenes nacionales y regionales, haciendo de Buenos Aires, la ciudad más densamente poblada del territorio, la más cosmopolita y la más variada en su composición genérica. En el inicio de la década de 1850, oficialmente estaba habitada casi por el mismo número de mujeres y de varones. El censo municipal de 1855 indicó que las mujeres que declararon vivir en la ciudad sumaban un total de 46.075 y el de los varones ascendía a 46.634. Casi dos décadas más tarde, el Primer Censo Nacional de Población llevado adelante en 1869 arrojó una mayor distancia numérica entre varones y mujeres al registrar que la población masculina sumaba un total de 103.464 y la femenina era de 83.662. Los cambios de la ciudad no solo se registraron en la diversidad de los orígenes nacionales y en el sexo de quienes la habitaban sino en las maneras en que sus residentes entendieron a la ciudad y sus espacios públicos, al trabajo, a las formas de actuar en política, en el fragor de las contiendas y las inseguridades gestadas por la experiencia liberal y los conflictos armados que las recorrieron.
La ciudad y sus moradores han sido objeto de investigaciones que renovaron la forma de comprender históricamente a esas primeras décadas de la segunda mitad del siglo XIX. Hoy se cuenta con sugerentes miradas sobre la vida política tras el derrocamiento del gobierno de Juan Manuel de Rosas, las redes de sociabilidad política que se fueron gestando desde ese momento y las formas que adquirió la participación popular en las movilizaciones y en las elecciones (Sábato, 1998; Lettieri, 1999; Gayol, 2000; Chamosa, 2003; Sábato y Lettieri [Comps.], 2003; González Bernardo de Quiroz, 2001, 2004; entre otros). Estas pesquisas permiten ampliar la mirada sobre la política, los significados que tenía entre residentes porteños y sus impactos en las negociaciones cotidianas. Ese universo de relaciones, conflictos y tensiones que involucró la vida política tras Caseros ubica a las mujeres en un escenario cambiante y ganando también en capacidades para la negociación, movilización, formulación de redes y clientelas políticas (Pita, 2012a). Este artículo trae la política a la vida de unas viudas empobrecidas, de unas trabajadoras manuales, de unas huérfanas, o enfermas y a sus peticiones. Intenta pensar históricamente a sus demandas cómo políticas. La historiografía de la beneficencia volvió político este campo de intervención para las mujeres de la élite, al identificar cómo un sector inserto en una agencia pública se fue transformando en un grupo de poderosas mujeres que actuaban en asuntos de importancia colectiva y pública como lo era la educación, la orfandad, la enfermedad, la formación para el trabajo (Bonaudo, 2006; Paz Trueba, 2010; Pita, 2012a). Las socias de la beneficencia pública de Buenos Aires tornaron sus proyectos de tutela, amparo y asistencia en eficaces armas políticas, que reforzaron entre sus contemporáneos la idea de que eran ellas las más idóneas para administrar el brazo asistencial público (Pita, 2012b).
Aquí intento pensar históricamente cómo las búsquedas, los reclamos y las peticiones de mujeres como Mercedes Escobar también fueron políticas, respondieron a lógicas de acción, a aprendizajes, a estrategias y experiencias colectivas que hicieron posible forjar relaciones y redes, entablar tratos con personas con status sociales diferenciales, jerárquicos o autoritarios, y versionar públicamente sus propias vidas para que estas sean sensibles para otros. Este escrito se nutre de las reflexiones sobre la formación histórica de las clases populares en la primera mitad del siglo XIX. Dicha historiografía provee una base para comprender el pasado cercano y las derivas políticas, sociales, laborales, culturales de quienes demandan pensiones, alimentos o una plaza en alguna institución pública. Asimismo, los estudios sociales, económicos y demográficos sobre la pobreza en el siglo XIX, arrojan luz sobre quiénes eran, dónde y cómo vivían los y las pobres, ofreciendo además un sustento cuantitativo (Parolo, 2005-2006; Cruz, 2007; Moreno, 2012; Rebagliati, 2013; Remedi, 2013). Estas lecturas registran la naturaleza histórica de la pobreza, la exclusión social y la desigualdad social y son el plafón de esta pesquisa que enlaza experiencias de vida, empobrecimiento y de trabajo, invitando a dialogar a la historiografía de la pobreza y a la historia del trabajo en perspectiva de género (Pita, 2018; Mitidieri y Pita, 2019).
En las siguientes páginas, el foco está colocado a la altura de quienes demandaron, peticionaron y reclamaron ante autoridades públicas, filántropos, curas o benefactores. En esos pedidos se fueron construyendo unos sentidos políticos específicos sobre lo que era un auxilio, un beneficio o un derecho, y que, a diferencia de otras demandas interpuestas ante autoridades o personas de poder, en estas se colocaban datos, descripciones y definiciones de la vida personal, familiar y laboral de las personas en cuestión. Esas mujeres directamente o asistidas por otras personas dieron a conocer unas versiones de sus vidas en papeles escritos. En un tiempo y lugar sin formularios prefijados que estipularan de antemano cual era la información que se requería para llevar adelante el trámite de una pensión, un socorro o una limosna pública, las mujeres de esta investigación emplearon las notas en primera persona como principal recurso, a las que en ocasiones les agregaron las palabras y miradas de otras personas que pensaban podían actuar como facilitadoras de sus pedidos. La nota de la viuda Mercedes a las ricas señoras de la beneficencia oficial la describía como una pobre mujer, enferma y desprovista de todo para la supervivencia. Una versión distinta surge de otros papeles, como los registros censales, los informes de quienes dieron cuenta de su laboriosidad y de las pistas que pueden leerse de su pedido ante el Congreso. Así como algunas dimensiones de la vida eran descriptas y ensalzadas, otras se callaban. Es difícil detectar como la raza operó en las negociaciones, habilitó o excluyó demandas. Es sabido que, en los registros oficiales de la segunda mitad del siglo, se dejó de registrar la raza. En los papeles producidos por disposición de pobres, viudas y trabajadoras también la dimensión racial fue en gran medida excluida.
Las diferencias en las versiones y lo que se versionaba en esos papeles que circulaban entre las manos de benefactoras, políticos y funcionarios arrojan alguna luz de diversa manera sobre las vidas de estas mujeres, dando más textura a sus experiencias sociales y a las circunstancias que rodearon sus existencias y las maneras que ellas y sus mediadores encontraron, en momentos específicos, para hacer traducible o comprensible sus pedidos para otros y otras con el suficiente poder para decidir o a influenciar sobre el destino de lo que estaba en juego.

AMPLIANDO LA LETRA DE LA LEY: DEMANDAS POR PENSIONES Y MENSUALIDADES

La ley que permitió a Mercedes Escobar gestionar una pensión fue fruto de las presiones que otras viudas, hijas, madres o hermanas llevaron adelante frente al fallecimiento o invalidez de sus principales sostenes afectivos, económicos o financieros. Es posible rastrear esas presiones desde las primeras décadas del siglo XIX, al calor de las movilizaciones armadas y las consecuencias de las guerras. En parte, los gobiernos de Buenos Aires buscaron dar respuesta a esas demandas. Crearon marcos legales de pensiones para unos casos y se acrecentaron los montepíos para quienes se habían enrolado en los ejércitos independentistas o en los de otras campañas militares y habían fallecido o perdido algún miembro o estaban “achacados” para trabajar. A mediados de siglo XIX, no obstante, la adquisición de una pensión dependía de distintas y cambiantes condiciones. Esta podía formar parte de una especie de premio por los servicios o como una ayuda para la supervivencia, podía ser aprobada por el Poder Ejecutivo o por las Cámaras, las que tenían comisiones constituidas de Peticiones, donde se discutían entre otros asuntos los pedidos de pensión.
Desde la caída de Rosas, algunos liberales propusieron sancionar una ley de pensiones militares. En 1855 llegaron a un consenso para su tratamiento en el seno del Estado de Buenos Aires. La discusión comenzó por los senadores y un año después el proyecto pasó a diputados. Durante un tiempo, los legisladores deliberaron sobre los pros y los contras del proyecto que normatizaba la entrega regular de dinero a inválidos, viudas e hijos de fallecidos militares. En presencia del ministro de la Guerra, los representantes debatieron sobre el espíritu de la ley, sus alcances y las dudas que ciertos artículos les generaban. Para esos hombres, la ley debía servir de reparación para las esposas legales e hijos de los caídos en combate y como retiro para los militares heridos e inutilizados. Entre sus impulsores se imaginó que este marco legal valdría como reivindicación de la carrera militar y como socorro para aquellos que luego de años de servicio se encontraban en la miseria. Mientras que otros legisladores creían que el proyecto era demasiado generoso y que estaban a punto de prometer algo que luego no podrían cumplir. Se debatió si la ley alcanzaría a los hijos naturales o solo a los de filiación legítima, qué pasaría si las viudas contraían matrimonio nuevamente, los montos debían abonarse, y cómo se financiarían estas pensiones, entre otros asuntos. Durante varios meses los senadores discutieron artículo por artículo, sumando o restando palabras, frases o expresiones hasta que llegaron a un consenso. El proyecto que pasó con media sanción a diputados dispuso el derecho a percibir una pensión para las mujeres viudas en unas circunstancias muy precisas. Podían acceder a este beneficio solo aquellas cuyos maridos habían servido en las fuerzas al menos durante 10 años o hubiesen fallecido en función de guerra. En el primer caso, la pensión sería de una cuarta parte del sueldo, ascendiendo a la mitad para quienes hubieran servido por veinte años consecutivos en las fuerzas. Luego de un año de idas y vueltas, la ley se sancionó. 
La legislación resultante definió unos criterios que establecieron quienes podían acceder y en qué condiciones podían alcanzar el beneficio de una pensión pública. Seguramente, entre los legisladores no había dudas, el primer criterio era que la ley abarcaba a quienes habían estado comprometidos en servicio de las armas durante un tiempo prolongado y en unas circunstancias peculiares, asociadas al territorio del por entonces Estado de Buenos Aires. La preocupación principal entre esos políticos se centraba en dar una respuesta a las mujeres y a sus familias de unos reclutados en la lucha contra las fuerzas de las provincias. Pero estos criterios que para esos hombres eran cristalinos y tajantes no lo eran para quienes demandaron desde su sanción una pensión. Viudas, hermanas e hijas de caídos contemplados o no en la letra de la ley tentaron ganar para sí el beneficio. Dos años después de sancionada la ley, sufrió su primera modificación y en 1863 la segunda. Mas en 1865 fue reemplazada por una nueva. Seguramente, los representantes del poder legislativo que trataron el tema de las pensiones no podían prever que sus acuerdos se verían una y otra vez excedidos, viéndose en la necesidad de llegar a nuevos acuerdos.
Desde la sanción del Montepío Militar, mujeres que habían enviudado, madres ancianas sin dinero ni propiedades y empobrecidas, hijas solteras, mujeres cuyos esposos habían sido militares o empleados públicos solicitaron a las Cámaras percibir una pensión, entendiendo que por distintos motivos les correspondía estar contempladas por la ley. En los escritos que presentaron para iniciar sus trámites en el Congreso trazaron unos recorridos de sus deudos, indicaron sus grados militares o lugares de trabajo en el servicio público, las batallas en las habían participado, las circunstancias de su muerte. En esos papeles ensalzaron las virtudes militares y republicanas de sus maridos, padres, hijos o hermanos. Justamente, eran esos escritos el primer material con el que contaban los legisladores para discutir el caso.10 
Los escenarios que alimentaron los pedidos de esas mujeres fueron las luchas armadas entre rosistas y urquicistas y liberales de las provincias y liberales porteños por la definición del rumbo político y la unificación territorial entre los años 1850 y comienzos de la década de 1860, y luego la guerra contra el Paraguay que comenzó en 1865 y cerró en 1870. Entre esas mujeres se encontró Mercedes Escobar, cuyo marido habría fallecido a consecuencia del enfrentamiento en Pavón entre las tropas porteñas al mando de Bartolomé Mitre y las de la Confederación comandadas por el General Justo José de Urquiza en 1861. Ella obtuvo una pensión, aunque no se sabe si la cobraba efectivamente, y rebuscaba su supervivencia entre trabajos de costura y el auxilio de la filantropía y de la beneficencia pública. En 1858, luego de que la ley inicial sufriera una modificación, solicitó una nueva pensión, buscando estirar los límites del derecho.
La viuda de Meana no fue la única que lo hizo, otras viudas o mujeres solteras mayores actuaron de modo semejante. Esas mujeres entendían que podían traer la ley de pensiones a su favor o que ésta las dotaba de un derecho, estuviese o no contemplado en la letra escrita. Un mes antes de que llegara la solicitud de Mercedes, dos hermanas mayores, hijas de un tal Robledo, presentaron la suya a la Cámara de Diputados de la Nación. Esas mujeres consideraban que la nueva ley significaba el derecho a una pensión. Su padre había entrado a servir en el año 1807, bajo el mando de Santiago de Liniers contra las tropas británicas y había estado en servicio hasta 1820. Los legisladores, por el contrario, opinaron que las hermanas “no tenía derecho alguno a la pensión”.11 Argumentaron que no había muerto en servicio y que además había pedido su baja del ejército, ante lo cual no cumplía con los requisitos contemplados para acceder al beneficio: “por no haber muerto este señor en servicio y haber pedido su baja”.12 Ese mismo año, la empobrecida viuda de un general federal con una larga carrera en las filas militares, las hijas adultas de un coronel y la viuda de otro oficial, entre otras, gestionaron pedidos en esos términos. En cada uno de esos casos, la resolución de los legisladores fue contraria a las peticiones, devolviendo los expedientes hasta tanto “el congreso dicte una resolución general que comprenda a todos los servidores de la Independencia”.13 La normativa era más excluyente que lo que suponían las mujeres que demandaban por acceder a una pensión. A pesar de esto, las peticionantes no se inhibían y seguían presentando sus peticiones, forzando a los legisladores a dar respuestas políticas a sus pedidos que también eran políticos.
En 1864, las hermanas de un fallecido coronel se presentaron para ser incorporadas en la nómina de las pensiones militares.14 El derecho no se legaba entre hermanos y así los legisladores lo expresaron. Sin embargo, algunos defendieron la solicitud de que se les otorgue una pensión de gracia, es decir una retribución por excepción y no por el derecho que se desprendía de las leyes de pensiones existentes. Es posible pensar que para cuando el pedido llegó al Poder Legislativo era fruto de unas redes que las ancianas habían ido tejiendo a lo largo de sus vidas, que reflejaban una pertenencia de clase, pues se trataba de un coronel. El alto rango del caído probablemente hizo tambalear la justicia del criterio de la legislación cuando algunos diputados se mostraron partidarios de otorgarle una pensión de gracia. No obstante, esto no alcanzó para favorecer a las hermanas, quienes no obtuvieron lo solicitado.
Ese mismo año, la suerte de Mercedes Gavilla Garmendia fue distinta. Su marido Cipriano Ballesteros no había servido en el ejército, sino que había sido un empleado público de la Aduana de Buenos Aires. Los senadores habían acordado una “pensión graciable de treinta pesos mensuales”. Una vez que el proyecto de ley a su nombre llegó a la Cámara baja, los diputados creyeron “deber llenar un deber de justicia, acordando esa pequeña posición a la viuda del Señor Ballesteros”. Se argumentó en esa sesión que era necesario ir estableciendo un sistema a partir del cual igualar a los militares con los empleados civiles, “porque no es justo que el militar deje asegurada su subsistencia a su viuda y familia, y el empleado civil no”.15 Se significaba así la inequidad legal que predominaba al carecer los empleados de las reparticiones públicas de su propio montepío.
Los legisladores reconocían que las solicitudes superaban los marcos de la ley. También registraban que, con el paso del tiempo, cada vez eran más los pedidos. Un senador por la provincia de Buenos Aires, a fines de los años 1860, reconoció abiertamente la situación ante la presentación de una de un empleado del puerto de la ciudad.

Si se hubiese dictado la ley de pensiones civiles, el empleado, al descender a la tumba, dejaría asegurada la subsistencia a su familia […] lamento que esta ley de tanta importancia para el empleado que ha desempeñado bien sus deberes, y cumplido con la ley, no sea una garantía de tranquilidad en medio de las afanosas tareas con que pasa su vida laboriosa.16

El senador intentó convencer a sus congéneres de apoyar con su voto el otorgamiento de una pensión graciable a la viuda de un empleado del puerto de Buenos Aires que había trabajado por más de cincuenta años en su puesto con honestidad y cumpliendo con los deberes de su cargo. Destacaba en su argumento la ausencia de un marco legal para las pensiones civiles, es decir, para aquellas que no ingresaban en el montepío militar y la injusticia de esta situación.
En mayo de 1865, un año después de que la viuda de Ballesteros obtuviera su pensión, Juana Guerra, una anciana de más de ochenta años de edad que sobrevivía pobremente gracias a los auxilios de la caridad, también solicitó una pensión mensual. Las Cámaras aprobaron su pedido. Los legisladores dejaron asentado la fuerte conmoción que había dejado en ellos el conocer su caso. La mujer apenas sobrevivía. Hacia unos años había perdido la casa de la calle Victoria donde habitó con su marido, luego de que este la hipotecara y fuera llevado a juicio por incumplimiento de sus obligaciones para con sus acreedores.17
La situación de Guerra hizo que los legisladores volvieran a hacer un mea culpa por no haber avanzado en la discusión de una ley general de pensiones que abarcara a los empleados civiles. Pero, además, explicitaron que su decisión de crear una nueva pensión graciable se basaba en los valores de laboriosidad y honestidad que Pedro Blanco y su viuda tenían. El senador Gabriel Fuentes, cura de la parroquia de San Miguel, fue el principal portavoz de dicha estrategia argumentativa:

El señor don Pedro Blanco, empleado desde el Gobierno colonial, ha asistido cincuenta y siete años, día a día á la oficina para prestar los servicios a que era llamado, y está sola consideración bastará para apreciar el mérito de la viuda que viene hoy a recordarnos a este hombre que en su honradez llenó los deberes del cargo tan perfectamente, que al morir no dejó la subsistencia necesaria para aquella, que había contribuido a formar capital, porque es necesario tener presente, Señor Presidente, que este empleado tan exacto, quizá no lo hubiese sido, si su esposa, con diligencia, no hubiese contribuido a llenar los deberes que sus obligaciones y el estado social, le imponían.18

En parte, este tipo de discursos que afirmaban positivamente el lugar de las mujeres en las familias no era una novedad en el Río de la Plata. Desde la década de 1820, las prédicas utilitaristas los habilitaban, al entender que las mujeres tenían en el seno de las familias un rol de peso en torno al cuidado del grupo. En boca del cura Fuentes, un hábil orador y un hombre conectado con diversos grupos filantrópicos y sectores políticos, la defensa de Juana Guerra daba cuenta de sus supuestas convicciones sobre los roles complementarios entre varones y mujeres en el matrimonio y la justicia que resultaba pensionar a la anciana sino también del sector hacia el cual el senador había asumido un compromiso. Así, al preguntar por quienes se movilizaron tras el pedido de Juana Guerra, la mirada retorna a la propia viuda. El cura Fuentes actuó seguramente como mediador, su lugar en la iglesia y en la política podría cifrarse en el armado de vínculos entre distintos sectores con fines diversos. Pero, la intermediación no resta peso a la propia Juana Guerra en la construcción de apoyos.19
En 1865, la viuda del empleado de Aduana estuvo respaldada por los hombres de las Conferencias de San Vicente de Paul. Los socios de esta asociación filantrópica buscaban conformar un lazo directo con los beneficiarios de sus programas. Sus socorridos eran visitados diariamente o semanalmente en sus domicilios. Conjuntamente la situación de cada familia era evaluada por una comisión que rectificaba o no el rumbo de la asistencia. Gracias a todo ello, los conferencistas tenían un importante conocimiento de las circunstancias de quienes estaban bajo su tutela (González Bernaldo de Quirós, 2001; Eraso [Comp.], 2009). Igualmente, hacia mediados de esa década, ese grupo de católicos de la elite tenía vínculos con políticos liberales y católicos que en distintos ámbitos podían funcionar como voceros. El senador y sacerdote Gabriel Fuentes fue uno de ellos. Preocupados por distinguir a quienes eran merecedores de asistencia y quienes no lo eran, los miembros de las Conferencias seleccionaban a sus tutelados. De un modo u otro, Juana Guerra supo construir un vínculo con socios o conocidos de las Conferencias, lo que finalmente le valió la defensa de su postulación en las cámaras.
La viuda de Blanco y otras que buscaron obtener una pensión, un auxilio filantrópico o un premio en dinero de la beneficencia oficial, seguramente reconocieron que obtenerlo involucraba más que redactar una nota o hacer que algún intermediario la haga y luego presentarla en las oficinas, las casas de los posibles benefactores o los despachos oficiales. Se trataba, también, de poder reunir personas e influencias tras las presentaciones. Y, simultáneamente, de emplear en favor propio ciertas maneras y procederes de aquellas personas con poder o autoridad para decidir sobre el destino de esas peticiones (Pita 2009, 2018). Esas mujeres, además, conocían los circuitos posibles y las formas en que sus demandas podían ser canalizadas. Alcanzar una pensión por montepío era algo muy distinto a gestionar una ayuda del llamado Fondo de Pobres de la Sociedad de Beneficencia o algunos de los Premios a la Virtud, cuya tradición se remontaba desde la década del 1820 y era publicitada desde los foros periodísticos, los atrios y los púlpitos parroquiales.
Las gestiones emprendidas por Justina Mieres viuda de Espíndola a fines de la década de 1850 para alcanzar un auxilio, ayudan a comprender algunas de las pericias puestas en acto a la hora de peticionar. En la nota entregada en el verano de 1858, expuso que su marido había fallecido diez años atrás. Desde aquel momento, ella había sostenido con trabajos de costura y algunas limosnas a su madre y a sus dos hijos pequeños. Sin embargo, un problema de salud había desencadenado en la amputación de una de sus piernas. Aunque dicha situación había motivado en distintos momentos el auxilio de la Sociedad de Beneficencia, las dificultades para poder seguir rasguñando la subsistencia diaria hicieron que se decidiera a recurrir nuevamente a la agencia provincial de beneficencia pública con un nuevo pedido. El escrito estaba repleto de frases laudatorias hacia la institución de beneficencia pública, la que era definida como una de “las instituciones que honran altamente la humanidad y de que puede lisonjearse un pueblo civilizado”, “apoyo y sostén de la virtud es el único amparo de la desgracia y de la indigencia” y “madre cariñosa [que] acoge en su seno y recompensa a los desvalidos”.20 Las definiciones de humanitaria, civilizatoria, virtuosa, sostén ante la desgracia, protectora, maternal, eran los que emanaban de la propia agencia de beneficencia en los actos públicos en los que participaba, en sus solicitadas, en las memorias institucionales y los folletos en los que participaba. En la carta de Justina tenían el sentido de introducir su petición de ser inscripta “en el número de las pensionistas”.
¿Qué significaba ser inscripta en el número de pensionistas? En palabras de Justina era “señalarme una mensualidad para poder vivir” o dicho en otras palabras era una retribución regular que se otorgaba, lo que podía llamarse también una pensión. La viuda Justina sabía que las socias de la beneficencia contaban con un pequeño fondo constituido por donaciones que empleaban para socorros regulares que ellas llamaban limosnas. Estas consistían en pequeñas sumas de dinero que eran entregadas mensualmente a quienes ellas consideraban merecedoras de tal auxilio.21 Los montos oscilaban entre 5 y 20 pesos y eran entendidos por la viuda como una merecida pensión ante las dificultades de la vida.
La viuda Mieres envió otra nota a una de las socias de la Sociedad que conocía desde hacía años, haciéndole varios pedidos. Le encargaba, por un lado, que intercediera por ella ante el Juez de Paz para que le otorgara un certificado de pobreza. Por otro, le pedía que mediara a su favor ante la Sociedad para que su solicitud prosperase. Intentó de este modo movilizar influencias en función de su petición, procurando además que sus razones (la enfermedad, la miseria, la viudez y la imposibilidad de procurar el sustento a su prole) generaran la empatía suficiente para que esas otras mujeres con poder torcieran su decisión en favor de ella.
La viudez podía representar para las mujeres caer en la pobreza o en la indigencia, en especial para aquellas que habían dependido totalmente de sus maridos para la subsistencia diaria. Pero esta caída no se encuadraba en una única experiencia. Para unas pudo significar pasar a depender del auxilio de hijos o parientes, mientras que para otras la viudez representó tener que salir a buscar la sobrevivencia diaria, en trabajos poco calificados, mal pagos y con una demanda fluctuante, o limonsear, estando a veces a un paso de tener que depender para un plato de comida y una cama de la asistencia de alguna institución de caridad pública, como el Hospital de Mujeres o el Asilo de Mendigos (Mitidieri y Pita, 2019).
Tomasa Morales temía finalizar sus días en alguna de estas instituciones. El mismo año en que Luisa Guerra obtuvo su pensión, solicitó la suya a la Sociedad de Beneficencia. Un tiempo antes se había presentado para obtener uno de los premios en dinero.22 En una de sus cartas declaró que su esposo Rufino Sánchez había fallecido “dejándome en la indigencia, después de haber regenteado por espacio de cuarenta años un establecimiento de educación pública”.23 Los primeros años de viudez habían sido difíciles, aunque había logrado sobrevivir gracias a la ayuda de la caridad y de su trabajo personal. Pero, ya no podía seguir manteniéndose de esa forma. Había cumplido ochenta años de edad y tenía problema de salud. “Necesito contar con algo seguro” declaró, entendiendo que tal como estaba en ese momento, estaba “expuesta a morir de hambre y de miseria”. Ante lo cual, se sentía con derecho a presentarse “a fin de que se sirva adjudicarme alguna mensualidad para los cortos días que me restan de vida o un auxilio o limosna”.24 
Esta mujer entendía que su marido había ejercido honradamente su oficio de maestro y que con su trabajo había educado a “los primeros hombres que hoy sirven con su inteligencia a la patria y que la impulsan en la senda del progreso”.25 Maestro de escuelas públicas por más de 40 años, al fallecer la había dejado en la pobreza. Durante todos esos largos años de servicio, ella había estado a su lado. Por lo tanto, en su presente de pobreza y necesitad, Tomasa creía que debía ser asistida, pues ella como su marido habían hecho su contribución a la nación, “sintiendo que era acreedora de cualquier socorro”.26
La viudez no supuso lo mismo para la costurera Carmen Canaverry, que para la anciana Tomasa Sanchez. Esta trabajadora vivía en un cuarto de alquiler de un caserío de la calle Corrientes junto a su madre anciana y dos hijas pequeñas. En 1866 se presentó ante la Sociedad de Beneficencia y declaró que era “viuda desde hace doce años y sin hermanos ni ningún pariente que me pueda asistir”. Ante la ausencia de varones que pudieran procurarle amparo y recursos, sostenía a su “aislada familia”, como la definía, trabajando “constantemente para con mis costuras poder llevar el pan de nuestro sustento”.27 Sus problemas de salud, la pobre paga por sus labores de costura y la merma en la demanda del mismo la compulsaban a solicitar un amparo. Aunque estos papeles pueden leerse en clave de rutina o de estribillo repetido, en los cuales la pobreza, las enfermedades, el trabajo manual y la ausencia de familia eran experiencias compartidas, en las rutinas, en las estrategias y en las redes de estas mujeres se gestaban diferencias.
Remedios Almirón, otra viuda porteña, al solicitar un auxilio oficial tuvo el apoyo de una mujer de orígenes patricios que se ocupó de hacer notar las diferencias que existían entre la situación de esta viuda y la de otras pertenecientes al mundo popular. Según expresaba en su misiva, Remedios había conocido la pobreza cuando perdió a “su esposo y con él a todos sus bienes”. Fue en ese momento que había comenzado a hacer trabajos con la aguja para mantener a sus hijos y a su madre, que estaba postrada “por una penosa enfermedad de largo tiempo”. La vida se había tornado aún más dura, pues al tiempo que falleció su madre “perdió a un hijo que era toda su esperanza y, en seguida, a la única criada que podía aliviar el trabajo de las hijas”. Sin el ingreso que su hijo procuraba y el trabajo no remunerado de la anciana sirvienta de la familia, la viuda y sus dos hijas se vieron obligadas a dejar la vivienda que alquilaban y a “habitar un triste rancho, cuyo techo echó abajo un temporal”.28 La caridad de algunos conocidos de antaño le había permitido alojarse en un cuarto de alquiler en una parroquia más céntrica. Sin embargo, tal como justificaba la redactora de la nota –con base en sus propias jerarquías y distinciones de clase– la viuda Almirón estaba en la indigencia y su situación era más sensible que la de otras viudas, “por haber disfrutado algunas comodidades”29 en tiempos pasados.
A pesar de la variedad de experiencias vividas entre estas mujeres, de los distintos avales que pudieron sumar tras sus demandas por el derecho a una pensión o a un auxilio, y las dispares estrategias de trabajo y sobrevivencia que establecieron, todas compartieron la expectativa de alcanzar algún tipo de ayuda o de seguridad. Tales esperanzas se plasmaron en solicitudes personales, aunque significadas en redes de interlocución específicas. Para la viuda de Blanco estas redes se dieron entre el atrio parroquial y los encuentros con los vicentinos, mientras que para Remedios Almirón tenía la suya en un grupo de mujeres piadosas que la “protegen en sus mayores necesidades”.30 Algunas, además, actuaron políticamente intentando que el derecho las tocara, tal como fue el caso de aquellas que articularon sus demandas por pensiones del estado. En ocasiones, no sólo buscaron quedar amparadas bajo la manta de la ley, sino que para alcanzar dicho cobijo pretendieron volverla elástica. Cuando el derecho no las asistía, podían apelar a la gracia, depositando ruegos y suplicas en quienes consideraron que podían torcer su mala situación. Con diferentes maneras y vocabularios, esas mujeres se movieron sobre la base de lo que consideraron que les correspondía por contar sólo con el producto de lo que sus labores manuales les daban, por ser pobres, por carecer de la protección de maridos, hermanos o familiares varones para mantener a la familia, por haber perdido a sus cónyuges en los campos de batalla. En suma, cada una con su historia a cuestas y barajando las incertidumbres del día a día, y en el cotidiano de las relaciones que pudieron producir, demandaron o rogaron por aquello que consideraron que les correspondía para poder sobrellevar sus vidas.

TEJIDOS POLÍTICOS EN LAS DEMANDAS POR SOCORROS

En junio de 1869, la costurera de origen español Adela Giménez buscó apoyos para que su hija mayor pudiera entrar al Colegio de Huérfanas, una institución pública que era administrada por la Sociedad de Beneficencia de Buenos Aires.31 En su andar, consiguió que el abogado Aurelio Prado escribiera una carta de recomendación. En esta, el letrado que residía y ejercía en la Parroquia de la Catedral al Sur,32 aclaraba:

No me liga amistad con dicha señora, las noticias que de ella tengo son de que es pobre, pero honrada y dedicada al cuidado y sostén de sus hijos con su trabajo personal, y con las privaciones que trae consigo el trabajo manual de las mujeres.33 

La fórmula elegida testimoniaba que solo podía dar una referencia indirecta y, a la par, ponderaba las cualidades que entendía de valor en la viuda Giménez: su honradez y sus capacidades laborales para llevar adelante a su familia sin el amparo de un hombre. La viuda Giménez en apariencia no tenía muchos conocidos en la ciudad. Vivía en una casa colectiva de alquiler, con otros españoles, franceses y locales.34 Sin embargo, de alguna manera consiguió una carta de recomendación de alguien que consideró de relevancia. En su derrotero también hizo llegar otra adhesión, como se dejó constancia: “es también recomendada de doña Teresa, la panadera frente al colegio de San Ignacio”.35 Esta indicación escrita en el mismo papel en que el abogado redactó su carta de presentación del caso Adela y de su hija permite pensar en torno a las diferentes estrategias que algunas mujeres pusieron en marcha hacia finales de la década de 1860, en una ciudad atravesada por densas relaciones de desigualdad, para mover influencias. Y cómo en ese juego intentaron acomodar los sentidos adjudicados a la distancia y a las jerarquías sociales, uniendo, aunque sea en el papel, a la panadera y al letrado.
Un año después una joven española, enlutada por la guerra del Paraguay y con cuatro pequeños a cuestas, buscó también hacer ingresar a una de sus hijas al Colegio de Huérfanas.36  De alguna manera, Juana de Olivieri sabía que eran importantes las cartas de presentación y por eso le insistió a Doña García de Zúñiga para que le redactase una. En ella, la octogenaria entrerriana, viuda también y que moraba desde hacía años con sus hijos en una casa de la calle Moreno al 100 en la parroquia de la Catedral al Sur,37 compuso la siguiente:

Muy apreciada Señora: aunque no tengo el gusto de conocer a Usted y solo por lo que me ha dicho un día Juanita de Olivieri, me he determinado a dirigirme por medio de esta carta a Usted para recomendar a la niña María Magdalena de Olivieri, la que por las Señoras socias entre al Colegio como agraciada, tal vez en consideración de haber fallecido Olivieri entre los desgraciados prisioneros en el Paraguay.38

La carta de Doña García de Zúniga dejaba en claro que la misma era una petición de la joven viuda que buscaba que su hija ingresara a una institución de caridad pública. Ella no tenía ningún vínculo con la presidenta de la Sociedad de Beneficencia ni con alguna de las socias. Tampoco sabía a ciencia cierta cuáles eran las condiciones que hacían al ingreso de las niñas. Insinuaba que la niña podía ser beneficiada con este por haber perdido a su padre en la última guerra. Este tipo de registro refuerza la idea de ciertas mujeres pobres, que buscaban un derecho a una pensión, un auxilio en dinero o una plaza en una institución de caridad, se movían para lograr avales a sus presentaciones, trayendo a escena relaciones de dependencia y sumisión. Pero, así como estas podían activar los resortes de ciertas relaciones de corte jerárquico, desigual, autoritario, tutor, también podían quedar expuestos sus límites.
A su vez, estas notas públicas informan sobre los términos en que se daban las relaciones entre vecinos propietarios, patronas, personajes de autoridad de la ciudad como curas, jueces de paz, funcionarios políticos y esas mujeres que dependían de su trabajo personal para obtener la sobrevivencia diaria. Es en este punto que los mundos del trabajo se hacían presentes, pues no era extraño que quienes apelaban a esos hombres y mujeres de las elites para que les redactasen una nota de presentación, un certificado o una recomendación hubiesen estado en algún momento vinculados laboralmente. En una de las cadenas de notas del año 1858, un antiguo residente de la ciudad hacía referencia a su conocimiento desde el año 1799 de la laboriosidad de los miembros de la familia de la que provenía la costurera solicitante.39 Ese mismo año, en otra carta, quien subscribía también certificaba los lazos laborales que había tenido con la presentante, documentando que “lava, cocina y hace todo el servicio de la casa”.40 En otra misiva, una mujer de la elite indicaba que “la he tenido en casa”.41
Cuando la morena Pía Belmudez pidió ser tenida en cuenta para uno de los premios en dinero de la Sociedad, se presentó en los siguientes términos:

Tengo hoy 52 años y hace treinta y cinco que murió mi Señor Padre. Desde aquella época hasta ahora no he cesado un solo día de trabajar […]. Hoy, ya cansada mi vista de tanto trabajar se niega a prestarme su auxilio y de día en día me es más imposible ganar lo necesario para nuestro alimento y para el pago mensual de nuestro pobre cuarto.42 

A lo largo de los años, había trabajado como planchadora, cigarrera y según afirmaba también hacía “toda labor con la aguja”, es decir, Pía había logrado sobrevivir a partir de realizar una variedad de trabajos, entrando y saliendo de una actividad y de otra. Para certificar sus dichos, la morena convocó al Juez de Paz de San Telmo, al cura de Nuestra Señora de la Concepción, el médico que asistía gratuitamente a su madre, a un par de vecinos propietarios y a una antigua patrona. Ellos escribieron en la hoja con membrete de 3 pesos que la morena les entregó que la conocían, que daban fe de su honestidad y de su laboriosidad o “su industria”, como lo expresó una de las mujeres para las que Belmudez había trabajado en el pasado.
Ese mismo año, la costurera Tránsito Gómez también invocó a distintas personas que podían informar sobre su condición de trabajadora. Los propietarios de la casa de inquilinato donde vivía con su madre certificaron que “vive únicamente del trabajo de costura”.43 Un empleado civil afirmó que desde hacía más de 14 años que la conocía, pudiendo también confirmar que se mantenía del “pequeño producto de las costuras con que las favorece un tendero hace tiempo”.44 Casi las mismas palabras empleó la esposa de un arriero español de la parroquia de San Miguel,45 donde antaño la costurera había vivido.46
En 1866, uno de los dueños de la Imprenta y Litografía Bernheim y Boneo aceptó escribir una nota dando cuenta de la laboriosidad de Rosa del Mazo, una mujer soltera que desde hacía un tiempo trabajaba bajo su dependencia, ejerciendo de pulidora y justificadora de tipos de imprenta. Según escribió, tanto ella como su hermana menor se desempeñaban en su empresa, habiendo sido recomendadas por dos personas respetables. Además de indicar una cadena que hizo posible que las contratara, el empleador afirmó valorar las aptitudes de Rosa para el oficio, indicando que conocía su estado de pobreza y su escasa salud, que la obligaba “con frecuencia a suspender sus tareas, con detrimento de sus necesidades que no alcanza siempre a satisfacer”.47 
La carta permite reconocer un aspecto de las condiciones de contratación que había establecido el imprentero con Rosa, pues ella percibía un salario basado en su capacidad de trabajar. Algo que también era frecuente entre las trabajadoras de la aguja e hilo, las cigarreras, las lavanderas y planchadoras, todos trabajos mayoritariamente llevados a cabo por mujeres.
Finalmente, estos papeles que informan sobre algunas relaciones laborales y de dependencia, también invitan a rumiar sobre cómo por esos años ciertas relaciones de subordinación se estaban transformando en relaciones de negociación, aunque entre partes muy desiguales. “No he trepidado en darle el presente certificado”,48 escribía el empleador de Rosa. En otra presentación, otro hombre de negocios presentaba su misiva de respaldo en los siguientes términos: “Me ha pedido la declaratoria que hallase conveniente, al fin que se propone y tengo el placer de hacerlo con la conciencia de llenar un deber de la más estricta justicia”.49 
Al revisar las solicitudes, salta a la vista cómo las trabajadoras no sólo no dudarían a la hora de demandar notas y certificados a sus empleadores, sino que eran capaces de insistir para obtenerlas. Estos escritos habrían ido fijando identidades en los documentos y papeles públicos, construyendo nexos entre el mundo del trabajo y la pobreza. Pero, igualmente, habrían ido enlazando aquellas dimensiones en el plano de lo que las peticionantes fueron demandando como justo, en tanto les correspondía. En palabras de la presentación de una costurera que pedía un premio en dinero, luego de años y años de trabajar, con problemas de salud y sin un techo donde ampararse: “es la causa que vengo a poner bajo el sello de la justicia”.50
           

A MODO DE CIERRE

En 1867, Andrea Arias, una joven porteña de 28 años de edad, que vivía con su madre en un cuarto de alquiler en la calle Chile, número 70, decidió presentarse al Premio al Amor Filiar en la convocatoria que año tras año lanzaban las socias de la beneficencia oficial con el gobierno de la provincia de Buenos Aires para los festejos de la Revolución del 25 de mayo. Andrea cuidaba de su madre, que estaba enferma, trabajando en costuras y recibiendo algunas limosnas de particulares. Tenía hermanos, pero éstos –según se declaró en una de las notas que había solicitado– eran tan pobres que no podían aportar en nada para su sustento. En algún momento su madre había gozado de alguna asignación o auxilio regular, pero este se perdió cuando se trasladaron a otro sitio en busca de trabajo. Un cura, un diputado clerical y un par de señoras católicas hicieron notas breves informando de su pobreza, su honradez y la justicia del pedido.51 No es posible saber cómo esa joven gestó la idea de presentarse. La nota que encabeza el pedido del premio con su firma no dice demasiado al respecto. No hubo argumentos morales ni virtuosos ni héroes o hazañas patrias. La versión que quedó registrada sobre las causas de su pedido se cifra en dos dimensiones, su condición de trabajadora pobre y su disposición a cuidar en la vejez a su madre. Leída al lado de las otras solicitudes contenidas en este artículo, la de Andrea pone de relieve la presencia de experiencias y versiones de vivencias personales compartidas con las otras mujeres contenidas en este trabajo. Esta joven no dependía ni era sostenida por varones, estaba cargo de su madre, alquilaba un cuarto, trabajaba con sus manos y recibía algún tipo de auxilio de algunas de las personas que redactaron notas para su presentación. Como otras, solteras, viudas, jóvenes o ancianas aquí reunidas, los rastros de sus demandas dejan ver sus intentos por tejer redes más o menos estables, más o menos condicionadas, más o menos jerárquicas, con el objetivo de sobrevivir, alcanzar una pensión, un auxilio, un premio en dinero.
De las versiones escritas de las mujeres de esta investigación es posible observar como sus vidas estuvieron marcadas por pérdidas, precariedades, caídas, momentos de pauperización, mudanzas, enfermedades y muertes. Pero a la par por la necesidad de rebuscar, entre trabajos y gestiones, su sobrevivencia y la de sus familias. Aunadas por sus necesidades y por caridades, beneficencias, trabajos manuales, visitas a despachos, atrios, casas parroquiales, residencias de antiguos patrones o de mujeres y varones notables, estas mujeres concibieron ideas acerca de cómo alcanzarían algún tipo de pensión, auxilio, limosna o plaza y las llevaron adelante. Con distinta suerte, Andrea Arias, Mercedes Escobar, Justina Mieres, entre otras probaron forjar sentidos políticos de compromiso, solidaridad y justicia que las asistieran ante la viudez, la pobreza, la enfermedad, la falta de trabajo y de sostenes familiares. De modos no unívocos y tampoco desde un mismo lugar social, quienes demandaron auxilios, pensiones o premios en dinero fueron pujando políticamente por definir formas más inclusivas de esas ayudas, ampliando los márgenes de la asistencia social y de las nociones sobre la justicia de sus pedidos.

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NOTAS

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2 “Argentina, Capital Federal, registros parroquiales, 1737-1977”. Database with images. FamilySearch [https://familysearch.org/ark:/61903/1:1:XNMW-BQ1], 17.08.2019, Martin Adolfo Meana, 16.12.1859, citing Nuestra Señora del Socorro, Ciudad de Buenos Aires, Capital Federal, Argentina, parroquias Católicas, Buenos Aires (Catholic Church parishes, Buenos Aires), FHL microfilm 674,166.

3 Diario de Sesiones Cámara de Diputados de la Nación, sesión ordinaria del 20.07.1864, Buenos Aires, Imprenta de la Tribuna, 1865, p. 69.

4 La Sociedad de Beneficencia fue fundada en 1823 por el gobierno de la provincia de Buenos Aires. Para el gobierno liberal que decretó su instalación, se trató de desvincular a la Iglesia del cuidado de los expósitos, huérfanas y niñas pobres, depositándolas en un grupo de mujeres de la elite. El mismo año que la gobernación creó la Sociedad de Beneficencia instituyó también los premios, cuyo nombre oficial fue Premios a la Virtud. Estos buscaron fomentar entre las mujeres argentinas un conjunto de virtudes republicanas. Hasta 1855 eran tres: a la industria, a la moral y al amor filiar. Luego, el gobierno creó un cuarto premio dedicado al amor fraternal.

5 Mercedes Escobar, Nota a la Señora Presidenta de la Sociedad de Beneficencia, 3.04.1865, Archivo General de la Nación (en adelante: AGN), Fondo Instituciones de la Sociedad de Beneficencia y Asistencia Social, 1823-1952 (en adelante: SB), Premios a la Virtud, Legajo 10, f. 368.

6 Diario de Sesiones Cámara de Diputados de la Nación, sesión ordinaria del 22.08.1864, Buenos Aires, Imprenta de la Tribuna, 1865, p. 403.

7 Acta de la Asamblea de la Sociedad de Beneficencia, 15.05.1865, AGN, SB, Administración Central, Tomo V, f. 219.

8 Aparentemente, Mercedes perdió muy pronto contacto con dos de sus tres hijos. No ha sido posible saber nada de su hija mayor. Otro de sus hijos queda internado en una institución escolar donde es censado en 1869, ver: “Argentina, censo nacional, 1869”. Database with images. FamilySearch [https://familysearch.org/ark:/61903/1:1:M4M1-5TV], 8.108.2017, Adolfo Meana, Distrito Federal, Buenos Aires, Argentina, Archivo General de la Nación, Buenos Aires (Census Commission Directive, General Archive of the Nation, Buenos Aires), FHL microfilm 677,092.

9 “Argentina, censo nacional, 1869”. Database with images. FamilySearch [https://familysearch.org/ark:/61903/1:1:MWQ3-17M], 8.08.2017, Enrique Ellerman, Gualeguaychú, Entre Ríos, Argentina, Archivo General de la Nación, Buenos Aires (Census Commission Directive, General Archive of the Nation, Buenos Aires), FHL microfilm 683,139.

10 Se carecen de investigaciones que hayan reconstruido la dinámica burocrática en torno a los pedidos de pensiones para la provincia de Buenos Aires para el siglo XIX. No obstante, de los diarios de sesiones y de los periódicos se desprende que la tramitación se iniciaba por nota por parte de la demandante y que en ocasiones esta era acompañada por otras notas subscriptas por personas influyentes que apoyaban el pedido de pensión. El Ministerio de Guerra pudo también haber actuado como participe iniciador de estas pensiones, elevando nominas o certificando servicios.

11 Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores de la Provincia de Buenos Aires, sesión del 3.06.1864, La Plata, Imprenta y Encuadernación El Día (reimpresión), 1905, p. 72.

12 Ibíd., p. 73.

13 Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados, Decreto recaído en la solicitud de las hijas del Coronel Pedro José Díaz, 13.06.1864, La Plata, Imprenta y Encuadernación El Día (reimpresión), 1905, p. 965.

14 Diario de Sesiones, 24.09.1864, p. 782.

15 Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados, sesión ordinaria del 20.07.1864, Buenos Aires, La Tribuna, 1865, Tomo V, p. 205.

16 Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores de la Provincia de Buenos Aires, sesión del 20.05.1865, Buenos Aires, Imprenta de la Tribuna, 1865, p. 55.

17 Fondo Tribunal Civil, AGN, Legajo O-29 (1859), Ordoñez Genaro contra Blanco Pedro sobre obligaciones hipotecarias.

18 Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores de la Provincia de Buenos Aires, sesión del 20.03.1865, Buenos Aires, Imprenta de la Tribuna, 1865, p. 55.

19 Para pensar el tema de los intermediarios se cuenta con una rica historiografía que ha estudiado los roles de distintos sujetos sociales, entre los que se destacan los sacerdotes, cf. Barral (2009).

20 Justina Mieres de Espíndola, Nota a la Señora Presidenta de la Sociedad de Beneficencia, 30.01.1858, AGN, SB, Premios a la Virtud, Legajo 10, f. 108.

21 En el Fondo Documental de la Sociedad de Beneficencia se conserva un reservorio denominado Fondo de Pobres que contiene una diversidad de evidencias cuantitativas y cualitativas sobre la distribución de dineros, mensualidades, ayudas extraordinarias y balances, entre otras.

22 Tomasa Morales, Nota a la Señora Presidenta, 5.05.1860, AGN, SB, Premios a la Virtud, Legajo 433, f. 289.

23 Tomasa Morales, Nota a la Señora Presidenta, 21.04.1865, AGN, SB, Premios a la Virtud, Legajo 10, f. 374.

24 Ibíd., f. 374 (reverso).

25 Ibíd., f. 374.

26 Ibíd., f. 374.

27 Carmen Canaverry, Nota a la Señora Presidenta, 2.04.1866, AGN, SB, Premios a la Virtud, Legajo 10, f. 472.

28 Josefa Rondeau, Nota a la Señora Presidenta de la Sociedad de Beneficencia, s/f, año, Premios, f. 501.

29 Ibíd., f. 501 (reverso).

30 Ibíd., f. 501 (reverso).

31 Hasta la década de 1870, el Colegio de Huérfanas recibió niñas que hubiesen perdido a su madre o a su padre. La característica principal de esta institución en esos años fue la de instruir no solo en las primeras letras sino también formar mujeres maestras.

32 Primer Censo de Población Nacional, 1869, AGN, cédula censal Aurelio Prado, Sección 04ª, Distrito Federal, Buenos Aires, FHL microfilm 677,100.

33 Aurelio Prado, Nota a Doña María Josefa del Pino, 11.06.1869, AGN, SB, Solicitudes sobre menores, Volumen I, f. 84.

34 Primer Censo de Población Nacional, 1869, AGN, cédula censal Adela Giménez, Sección 02ª, Distrito Federal, Buenos Aires, FHL microfilm 677,095.

35 Aurelio Prado, Nota a Doña María Josefa del Pino, 11.06.1869, AGN, SB, Solicitudes sobre menores, Volumen I, f. 84 (reverso).

36 Primer Censo de Población Nacional, 1869, AGN, cédula censal María Olivieri, Sección 14ª, Distrito Federal, Buenos Aires, FHL microfilm 677,643.

37 Primer Censo de Población Nacional, 1869, AGN, cédula censal María del Carmen García de Zúñiga, Sección 02ª, Distrito Federal, Buenos Aires, FHL microfilm 677,094.

38 María Gregoria García de Zúñiga, Nota a la Sra. Beláustegui de Cazón del Colegio de la Merced, 19.02.1870, AGN, SB, Defensoría de Menores (1824-1910), Legajo 57, f. 92.

39 Manuel Oliden, Nota a la Señora Presidenta de la Sociedad de Beneficencia, 12.04.1858, AGN, SB, Premios, f. 116.

40 Cipriano Quesada, Nota a la Señora Presidenta y honorables socias de la Sociedad de Beneficencia, 24.04.1858, AGN, SB, Premios, f. 130.

41 Pastora Botel de Senillosa, Nota a la Señora Presidenta, 28.04.1858, AGN, SB, Premios, f. 146.

42 Ibíd., f. 146 (reverso).

43 Eulogio Cuenca y Máximo Cuenca, Nota a la Sociedad de Beneficencia, 13.04.1865, AGN, SB, Premios, f. 404.

44 Félix J. González, Nota a la Sra. Presidenta, 10.04.1865, AGN, SB, Premios, Legajo 10, f. 406.

45 Concepción R. de Martínez, Certificado, 15.04.1865, AGN, SB, Premios, Legajo 10, f. 412.

46 Censo de Buenos Aires, 1855, AGN, Ficha Censal: Tránsito Gómez, San Miguel, FHL microfilm 1,154,368.

47 Bernheim, Nota a la Sra. Ignacia B. de Zeliz, 5.04.1866, AGN, SB, Premios, Legajo 10, f. 467.

48 Ibíd.

49 Félix J. González, Nota a la Sra. Presidenta, 10.04.1865, AGN, SB, Premios, Legajo 10, f. 406.

50 Tránsito Gómez, Nota a la Sra. Presidenta, 18.04.1865, AGN, SB, Premios, Legajo 10, f. 400.

51 Andrea Arias, Nota a la Señora Presidenta, S/F, AGN, SB, Premios, Legajo 10, fs. 510-517.

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