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Travesía (San Miguel de Tucumán)

versión On-line ISSN 2314-2707

Travesía (San Miguel de Tucumán) vol.22 no.2 San Miguel de Tucumán dic. 2020

 

RESEÑAS

Marisa GALLEGO, Azúcar y política. Los Nadra: el cierre de los ingenios en Tucumán, Buenos Aires, Editorial Maipue, 2019, 95 páginas.

 

Se trata de un interesante texto que se ocupa de uno de los capítulos más dramáticos de la historia de la agroindustria tucumana del azúcar, pese a que la autora no es especialista en la materia ni está compenetrada con la historia de la provincia. Su importancia no radica, por lo tanto, que en las páginas que comentamos se presentan resultados de una larga y medulosa investigación, sino que en ellas se transcribe de manera muy clara y ordenada la expresión de agravios que Emile Nadra –principal accionista de la Compañía Azucarera Tucumana, la CAT– expuso frente a la expropiación/confiscación de los ingenios La Florida, La Trinidad y Santa Rosa que la dictadura del general Onganía dispuso en mayo de 1970.
El libro es el resultado de una serie de entrevistas con Nadra realizadas en el curso de 2019, muy pocos meses antes del fallecimiento del empresario, acaecido el 5 de octubre de ese año, a la edad de 98 años, en momentos en que la obra salía de imprenta. La especial circunstancia por la que a Nadra le interesaba exponer su demanda merece ser explicitada. Se trata de un capítulo no cerrado de la historia, en tanto la millonaria demanda indemnizatoria iniciada en el mismo 1970 no terminó todavía de resolverse pese a varias sentencias favorables de la Corte Suprema de Justicia, la primera de 1989. Es decir, hasta el presente el Estado, gracias a una serie de apelaciones, juicios subsidiarios, solicitud de peritajes, etc., no pagó un peso por esas tres fábricas, que ese mismo año pasaron a formar parte de la Compañía Nacional Azucarera (CONASA) junto con los ingenios San Juan, Bella Vista y el santafecino Arno.
No es el primer libro que expone la postura de Nadra y que realiza una defensa acrítica de sus intereses. Hace poco más de diez años lo hizo Roberto Pucci,1 aunque este trabajo fue presentado como producto de un interés estrictamente académico. La obra de Marisa Gallego no intenta semejante enmascaramiento, lo que le otorga cierto mérito. Ni está recargada de gruesas arbitrariedades, como las de Pucci, que se dan de narices con las evidencias fácticas, como – por ejemplo– el intento de endilgar a la dirigencia de la Federación Obrera Tucumana de la Industria Azucarera (FOTIA) complicidad con la dictadura de Onganía; y al gobernador justicialista Amado Juri (1973-1976) y a sus más cercanos colaboradores ser copartícipes en los crímenes cometidos por el Ejército y los grupos paramilitares y parapoliciales que asolaron la provincia en el marco del Operativo Independencia, pese a que el propio Juri, ministros, senadores y diputados peronistas fueron víctimas de la persecución implacable perpetrada en la provincia por las FF.AA., incluyendo el secuestro, desaparición y asesinato de Juan Tenreyro, Guillermo Vargas Aignasse, Dardo Molina, José Chebaia, Benito Romano, Bernardo Samuel Villalba, Damián Márquez y Raúl Lecchessi, entre muchos otros.
Por lo tanto, pese a que ambas obras son más alegatos en defensa de un grupo empresario que investigaciones guiadas por una auténtica vocación histórica, como dijimos líneas arriba no carece de interés aproximarnos de primera mano a la interpretación sobre el devenir de la actividad azucarera de alguien que fue uno de sus actores relevantes en la década de 1960, que –es menester reconocer– Gallego hace sin los prejuicios e inconsistencias de Pucci, de un modo más “limpio”, si se nos permite la expresión. Más allá de eso, no busque el lector una correcta interpretación de la crisis y de los crónicos problemas que venía arrastrando por décadas la agroindustria tucumana, ni referencias sobre el desmantelamiento de los mecanismos regulatorios que aplicó el primer peronismo, iniciada por la autodenominada Revolución Libertadora y que se aceleraron a partir de 1959 con Álvaro Alsogaray al frente del Ministerio de Economía, esenciales para comprender la asfixiante situación financiera en la que estaban los ingenios tucumanos hacia 1965.2
El punto central de la interpretación de Nadra es la connivencia de la dictadura de Onganía con el grupo Arrieta-Blaquier, propietario del ingenio Ledesma (provincia de Jujuy), que desde años atrás venía preparando el terreno para avanzar sobre sus competidores de Tucumán, que desde los orígenes de la actividad eran los principales abastecedores del mercado interno. En efecto, empresa muy concentrada que integraba –a diferencia de los ingenios tucumanos– la producción de la materia prima con su procesamiento industrial, había captado un importante elenco de economistas y sociólogos que argumentaban desde la prensa comercial y medios académicos que la mencionada circunstancia y las ventajas competitivas que las economías de escala otorgaban al Ledesma contrastaban con los altos costos de producción de los “ineficientes” y “obsoletos” ingenios tucumanos, los que en definitiva recaían sobre los consumidores y las rentas de la nación. La caracterización de la agroindustria tucumana como “especulativa”, “parasitaria”, “inviable”, “prebendaria” y hasta “feudal”, supuestos atributos instalados como parte del sentido común de un amplio sector de los políticos, académicos y empresarios, fue consecuencia directa de una pertinaz labor de difusión en todos los niveles, que se intensificó a medida que se agudizaba la insolvencia de las empresas tucumanas y el consecuente ascenso del descontento de trabajadores y cañeros, de la conflictividad social.3
Nadra no se equivoca al señalar que este fue uno de los elementos que explican el intempestivo cierre de 11 ingenios (de los 27 que estaban en actividad) entre el aciago agosto de 1966, cuando Onganía firmó el decreto-ley que intervenía y ordenaba el cierre y desmantelamiento de siete de ellos, entre los que estaban los cuatro de la CAT (Lastenia, La Florida, Nueva Baviera y La Trinidad),4 y octubre de 1968. Pero es necesario advertir que no es el único factor determinante de los problemas que enfrentaba la actividad desde décadas atrás y que fueron requiriendo una compleja ingeniería regulatoria, los más evidentes de todos las abruptas caídas de precios cuando la producción sobrepasaba con creces el consumo doméstico, una de las consecuencias de la extraordinaria zafra de 1965, que coincidió con una coyuntura de saturación del mercado mundial del dulce que obturaba toda posibilidad de exportación de los excedentes; y una estructura de la propiedad agrícola muy fragmentada, en la que miles de minifundios afectaban la productividad agrícola y los rendimientos fabriles, creaban serios problemas para un eficiente plan de cosecha y planteaba un siempre latente y nunca resuelto de manera satisfactoria para las partes una puja por la distribución del ingreso entre industriales y cañeros.
Pero, además de estas limitaciones hay algunas cuestiones tratadas en el libro que comentamos que merecen ciertas objeciones, originados en la intención de deslindar todo tipo de responsabilidades de Nadra en la debacle de la CAT y el cierre de los ingenios Lastenia y Nueva Baviera. Con relación a este último punto, deja mucho que desear la versión que se da del encuentro de mayo de 1967 entre los directores de la empresa con el mismo Onganía, que se presenta como una “entrevista personal”, en la cual se acordaron una serie de medidas para levantar la intervención de la CAT, entre las que se destacó la designación de Julio Cueto Rúa como presidente del Directorio; como asimismo la aceptación por parte de la compañía del cierre definitivo de los ingenios Lastenia y Nueva Baviera. Es decir, aunque es necesario reconocer que los accionistas de la CAT tuvieron que ceder ante las imposiciones de la dictadura militar para tener la oportunidad de rehacer una empresa casi herida de muerte por la intervención de agosto de 1966; y que la gran responsabilidad del cierre de los ingenios mencionados (y de los restantes que terminaron desmantelados en esos años) fue de la entente conformada por la cúpula militar y un complejo de intereses económicos en el cual destacaba el grupo Arrieta-Blaquier, el destino final del Nueva Baviera y del Lastenia se convalidó definitivamente con el convenio firmado con Onganía en mayo de 1967.
Un segundo tema que llama la atención es la ingenuidad con la que Nadra declara que ignoraba los vínculos del grupo Gelbard con el aparato financiero del Partido Comunista Argentino. Esa relación, sobre la que llamó oportunamente la atención María Seoane en El burgués maldito,5 fue presumiblemente una de las razones que explican el ensañamiento de la dictadura con la CAT, acusando a algunos de sus accionistas de “comunistas”, en el contexto de la Guerra Fría y de un disciplinado alineamiento del Ejército Argentino con los Estados Unidos frente al “peligro rojo”. Más allá de la ruindad de las medidas tomadas contra la empresa –que impactaron ante todo contra sus trabajadores y el entramado económico que involucraba a cañeros, comerciantes, transportistas, proveedores, etc.–, la sociedad que entabló Nadra con dicho grupo implicaba riesgos políticos que el empresario no debía desconocer, más aun teniendo en cuenta que la irrupción en el negocio azucarero de una sociedad conformada por argentinos de origen árabe y judío no fue recibida con buenos ojos por las familias que conformaban la tradicional “oligarquía azucarera”. El hecho de que Emile Nadra fuera hermano de Fernando Nadra, histórico dirigente del PCA que ocupaba en la época relevantes posiciones en la cúpula del partido, incluyendo la dirección de Nuestra Palabra, periódico oficial del comunismo argentino, hace menos verosímil su versión.6
Un tercer punto a destacar es la visión conspirativa de la historia con la que Nadra intenta explicar sus infortunios económicos y –con ellos– los de la agroindustria tucumana, perspectiva exagerada oportunamente por Pucci. No se trata de negar la connivencia de intereses del grupo Arrieta-Blaquier (y de otros grupos menores, incluyendo algunas familias azucareras tucumanas) con la dictadura de la Revolución Argentina, cuya intervención en la actividad les posibilitaba quedarse con una porción mayor del mercado; ni de minimizar la incidencia de los prejuicios antiazucareros de vieja data en la historia argentina, que se concentraron especialmente en la supuesta “artificialidad” e “ineficiencia” de los ingenios tucumanos. Esos elementos tuvieron gran incidencia, en especial en el diseño del liquidacionista “Plan Salimei” que comenzó a ejecutar en agosto de 1966, pero de ningún modo pueden explicar por sí mismos la gran tragedia social que se abatió sobre el pueblo tucumano en las ominosas décadas de 1960 y 1970.

Daniel Campi
Instituto Superior de Estudios Sociales (UNT-CONICET).

NOTAS

1 PUCCI, Roberto (2007): Historia de la destrucción de una provincia. Tucumán, 1966, Buenos Aires, Ediciones del Pago Chico.         [ Links ]

2 El mejor análisis hasta la fecha de la gestación de la crisis que casi aniquila a la agroindustria tucumana en la década de 1960 pertenece a María Celia BRAVO (2017): La agricultura: actores, expresiones corporativas y políticas, Buenos Aires, Imago Mundi.         [ Links ]

3 Sobre las raíces históricas de la caracterización de la actividad azucarera tucumana como una “industria artificial” y “prebendaria”, ver Daniel CAMPI y María Celia BRAVO (1999): “La agroindustria azucarera argentina. Resumen historiográfico y fuentes”, América Latina en la historia económica. Boletín de fuentes, México DF, 11, pp. 73-93.

4 Esos eran los cuatro ingenios de la CAT cuando Gelbard y sus socios adquirieron la empresa en 1962. Este grupo compró poco después el ingenio Santa Rosa, que fue incorporado formalmente a la CAT en 1967.

5 SEOANE, María (1998): El burgués maldito. La historia secreta de José Ber Gelbard, Buenos Aires, Planeta.         [ Links ]

6 Fernando Nadra formó parte de la máxima dirección del PCA hasta 1986, cuando fue desplazado del Comité Central. Pocos años después, en 1990, renunció al partido.

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