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Anales del Instituto de Arte Americano e Investigaciones Estéticas. Mario J. Buschiazzo

On-line version ISSN 2362-2024

An. Inst. Arte Am. Investig. Estét. Mario J. Buschiazzo vol.46 no.1 Buenos Aires June 2016

 

ARTICULO

El viaje. O la inmersión en lo fantástico

The journey. Or the immersion into the fantastic

Luis Andrés del Valle *

* Arquitecto por la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires (FADU-UBA). Especialista en Historia y Crítica del Urbanismo (Carrera de Especialización en Historia y Crítica de la Arquitectura y el Urbanismo, CEHCAU-FADU-UBA). Doctorando (FADU-UBA). Profesor Adjunto de Teoría de la Arquitectura, de Historia de la Arquitectura y de Arquitectura (FADU-UBA). Profesor Adjunto de Teoría y Crítica en la Universidad de Belgrano. Profesor en la Maestría sobre Patrimonio Artístico en Suramérica de la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL-UBA). Autor de capítulos de libros y de numerosos artículos en la especialidad. Integrante del Centro Grupo de Estudios Amancio Williams e investigador en proyectos UBACyT. Secretario de la Subcomisión de Patrimonio de la Sociedad Central de Arquitectos.

Centro Grupo de Estudios Amancio Williams. Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo. Universidad de Buenos Aires (FADU-UBA). Intendente Güiraldes 2160. Ciudad Universitaria, Pabellón III, 4º piso. Ciudad Autónoma de Buenos Aires. República Argentina. Email: luisdelvalle03@hotmail.com

El presente trabajo ha sido realizado como parte de las investigaciones correspondientes a la tesis doctoral del autor y también en el marco del proyecto de investigación “Los imaginarios urbanos y arquitectónicos en la literatura y el cine - Buenos Aires, 1923-1973”, radicado en la Universidad Abierta Interamericana (UAI). Secretaría de Investigaciones. PS1. Proyectos de Investigación Subsidiados. Año 2016.

RECIBIDO: 23 de agosto de 2016
ACEPTADO: 25 de octubre de 2016.


RESUMEN

Todo viaje importa, de alguna manera, la conformación de un relato; viaje y narración se confunden, se entrelazan. Trayecto, experiencia, anticipación, sorpresa, iniciación, lugar y tiempo resultan comunes a ambos términos. El viaje no solo implica un desplazamiento en el espacio, la experiencia en y de un recorrido, sino también una iniciación, y como tal, la posibilidad de atravesar las fronteras de un mundo a otro, de una dimensión a otra. El viaje es así una puerta y un cambio de estado. En “El atajo”, de Adolfo Bioy Casares, se abre una instancia respecto de tales posibilidades.

Palabras clave:arquetipo; disrupción; fantástico; siniestro.

ABSTRACT

Every journey involves, in some way or another, the formation of a tale; journey and narration get tangled, they interlace with each other. Trajectory, experience, anticipation, surprise, initiation, place, and time turn out common to both terms. The journey not only implies a movement in space, the experience in and of a travel, but also an initiation, and as such, the possibility of crossing the limits of one world to another, from one dimension to another. The journey, then, is a door and a change of state. In “El atajo”, by Adolfo Bioy Casares, an instance for those possibilities opens.

Keywords:archetype; disruption; fantastic; sinister.


DE LO ARQUETÍPICO A LO SINIESTRO

Desde la tradición homérica, todo viaje importa un relato. Y el relato, fatalmente, dibuja las huellas, los contornos indóciles entre lo real y lo imaginario; dibuja a la vez que difumina. ¿Hacia dónde se dirige quien viaja, en función de un destino que no deja de ser fatal, allí donde uno se encara con su propio sino? ¿Cuánto de imaginario, de inesperado, de inverosímil, encierra el derrotero, o la constelación, que guarda todo viaje? Hay viajes connotados por un componente épico, por una epopeya. En otros, se trata de una deriva, una deambulación sin destino previo, en la cual se podría parafrasear a Walter Benjamin al decir que la mejor manera de conocer en un viaje es perderse. Algunos de ellos se desplazan en el espacio, otros en el tiempo. En todos existe una dimensión iniciática, el conocimiento a través de una experiencia que articula lo conocido y lo desconocido, lo dado y lo imaginado, y la conversión de aquello que constituye lo inesperado.
En un atajo, el protagonista del cuento de Adolfo Bioy Casares se pierde, allí donde lo real se confunde con lo fantástico, con lo inverosímil, tal vez con una venganza asaz escondida. O en donde el autor del relato nos enfrenta, en la trayectoria del viaje, con un paisaje, una naturaleza o con una cotidianeidad costumbrista transfigurada, convertido eso que resulta cotidiano en siniestro.
El cuento “El atajo”1 (1972) describe las vicisitudes de Guzmán, un viajante de comercio de edad madura quien, acompañado de un vecino del barrio, Battilana, efectúa uno de sus usuales viajes de cobranza por la provincia de Buenos Aires, manejando su viejo automóvil Hudson. Ya desde el comienzo de la narración se anticipa una sensación de opresión ante el inicio del viaje, una sensación que, a la postre, será una premonición:

Aquel mediodía de junio, al cruzar la puerta cancel, Guzmán claramente notó la angustia: una opresión leve y pasajera que de un año a esta parte lo acometía cuando estaba por salir de viaje […]. Ya que disponía de su Carlota, que ahora lo estrechaba como si la inminente separación fuera definitiva, remitió a otra oportunidad el dilema. (p. 299)

El viaje se postula como un trayecto conocido por la provincia de Buenos Aires, recorriendo pueblos y una geografía reconocida como propia, ya incorporada en una tradición y en un inconsciente social y cultural. Comienza con la consabida despedida de Guzmán de Carlota, su esposa, tanto más joven que él, una rubia robusta, fresca en su juventud, pero más aún en su piel, en su pelo desafiantemente despeinado y en su corpiño excedido y respecto de la cual se anidan las oscuras sospechas de la infidelidad.
Habiendo partido Guzmán de su casa, el texto menciona una geografía urbana que no le hace falta describir, estableciendo allí una complicidad con el lector que reconoce la ciudad: San Telmo, la calle Chacabuco, Constitución, la avenida General Hornos, el derrotero casi obligado de quien salía de la ciudad hacia el sur en una época sin autopistas. Y por supuesto, la parada en el boliche de Constitución a almorzar con la barra de amigos previa salida a la ruta.
En ese conocimiento se verifica entonces una identificación entre el viajero-personaje y el lector. Se determina en esa instancia y en esa parada inicial del viaje una imagen de la ciudad caracterizada por el pintoresquismo y el costumbrismo. No hay allí nada irreal ni desestabilizante, nada que fracture lo conocido. La mirada sobre la ciudad está atravesada de aquello dado por las permanencias, por la continuidad, por los protocolos de una tradición de lo porteño. La avenida San Juan, el café, el boliche, el tango o el almuerzo con ravioles no constituyen, en ese inicio, los pormenores de un movimiento sino que se presentan como imágenes fijas, la conversión de la identidad en una cristalización.
En ese comienzo del viaje, Buenos Aires y las cuestiones de la identidad aparecen como figuras arquetípicas y paradigmáticas. La identidad no se presenta como una construcción sino como una fijación, como una permanencia denotada por lo natural conocido. Hablamos de una identidad de lo arquetípico, ya que recurre a figuras de un origen,2 de una cualidad inicial y perpetuada, una identidad que remite a un inicio postulado y no ajeno a las fundaciones míticas. Pero también nos referimos a una identidad que es paradigmática porque se revela como un orden superior, como un cosmos, no solo de la realidad física o material de la ciudad, sino también, y principalmente, de la existencia.
Salir de la ciudad hacia la ruta 2 o la ruta 3 implicaba en la época el reconocimiento de una serie de hitos que marcaban un señalamiento del abandono de la ciudad: la calle General Iriarte, el Puente Pueyrredón, el frigorífico La Negra. Con el andar, la ciudad se va transformando en suburbio y luego el suburbio va raleando a los costados, hasta llegar finalmente al campo. Es un paisaje rural consignado por el relato y en el que la ruta 3 va enhebrando la sucesión de pueblos o ciudades: Monte, Las Flores, Cacharí, Rauch, Ayacucho, Tres Arroyos. Aun sin mencionarlas, Bioy Casares deja flotando las características del paisaje pampeano, las largas distancias, el vértigo horizontal, la gran dimensión americana, la ausencia de accidentes. Las tranqueras, los postes y los pequeños letreros que nombran las estancias son las marcas mínimas que signan el territorio y el paisaje.3
Una naturaleza que se convierte en ese paisaje por la caracterización sobreentendida de Bioy Casares y por la mirada del propio Guzmán. Y si la ciudad aparecía a través de sus arquetipos, lo mismo sucede con el paisaje pampeano: la inmensidad horizontal, unas vías muertas que hace mucho tiempo que olvidaron el paso de un tren, los puestos de remate de hacienda, un puente de hierro, una huella de tierra o un almacén haciendo esquina. La mirada de Bioy Casares sobre el territorio y el paisaje es arquetípica, signada por figuras tradicionales asentadas en el espesor de una cultura acumulada en el tiempo; un territorio y un paisaje que parecen suspendidos en el momento detenido que caracteriza al arquetipo. Son todas ellas marcas mínimas en lo mínimo del paisaje de la pampa, en lo suyo despojado, en su ensordecedor silencio expresivo, en su esencialidad física y existencial. En esa poiesis del laconismo, Bioy Casares se inscribe así en una tradición que ha buscado definir una identidad de lo pampeano, de Jorge Luis Borges a Ezequiel Martínez Estrada, de Amancio Williams a Florencio Escardó. Y es también, en Bioy Casares, una mirada de clase.
Inevitablemente, algunas de esas interpretaciones del paisaje pampeano remiten o se han visto influidas por las ideas europeas de lo sublime. Aquello sobrecogedor de la inmensidad, la potencia de lo natural, la densidad y el peso de una geografía se remontan a la filosofía de lo sublime de Edmund Burke ([1756] 1992) como alternativa a la naturaleza armónica clásica. Al atardecer, y en un clima que para Guzmán y su acompañante se torna enrarecido, la inmensidad y lo lacónico del paisaje pampeano comienzan a asociarse a la soledad, a un sentimiento inquietante y de sobrecogimiento propio de lo sublime; la inmensidad como desolación, como inquietud.
Lentamente, al caer la tarde, el viaje de Guzmán y Battilana sufre una mutación que empieza a diluir los límites entre lo real y lo irreal. Como en otras obras de Bioy Casares –La invención de Morel, Plan de evasión, Dormir al sol o El sueño de los héroes–, la fusión de realidad y ficción confunden al entendimiento; se introduce un componente fantástico, desconcertante, inverosímil; lo natural se torna insólito, lo cotidiano, siniestro.
Guzmán piensa: “A los trescientos metros cruzaré las vías del tren general”. Los trescientos metros inexplicablemente se estiran. Según sus cálculos, ya habían pasado más de mil… Al cruzar las tan esperadas vías, formula un aserto insostenible: “Hoy encuentro todo, pero algo hicieron con las distancias. No las dejaron como estaban. Las acortaron o las alargaron” (1972, p. 308). Una lluvia pertinaz, sin esperanza de finalizar, se suspende en el aire, como si no cayera, y borra la visión; el cielo se oscurece, hay un cambio extraño en la luz y, en una duda interna, Guzmán no sabe si seguir adelante o pegar la vuelta. Con el propósito de encontrar una salida, toma por una senda pensando en un atajo. De pronto, hay un nuevo cambio en la luz y todo se ilumina de una manera enrarecida: “Es la última luz de la tarde. Y uno no sabe de dónde sale. Parece venir de la tierra […]. ¿Vio cómo la luz cambia todo? Ahora el campo no es el de hace un rato” (p. 309).
A partir de internarse en ese atajo, el viaje parece haber cruzado una frontera, sufrido una distorsión. Un camión con soldados con una patente extraña, desconocida, obliga a efectuar una maniobra imprevista. Los cambios en la luz, la lluvia, la oscuridad y una creciente deformación en la percepción crean un clima no solo dramático o incómodo, sino que principalmente oscila entre lo misterioso y lo fantástico. Lo amenazante no surge entonces de una acechanza real, sino de un trasfondo ominoso, irreal.
Aquello que en un comienzo importaba la definición de un paisaje rural conocido, cotidiano y dado por medio de una serie de arquetipos, es trastocado y distorsionado por el viaje, que lo convierte en un paisaje signado por lo siniestro. Siguiendo a Sigmund Freud (1974), hay en esa conversión en una condición amenazadora de lo cotidiano, de lo familiar conocido, del recorrido periódico de Guzmán por esos caminos tantas veces transitados, una presencia ineluctable de lo siniestro; ineluctable en tanto se torna una premonición, una anticipación respecto de un destino fatal del viaje. Como en el teatro, y en la literatura, el viaje siempre oscila entre la anticipación y la sorpresa, en ese juego de lo que se sugiere o se intuye por venir, por un lado, y la precipitación del acontecimiento, de lo inesperado, de lo intempestivo, por el otro. En su ensayo de 1919, “Das Unheimliche”, Freud aludió a los significados ambiguos pero complementarios de dos términos de similar raíz, heimlich, como “lo secreto”, “lo oculto”, “lo inquietante”, y heimisch, como “lo familiar”, “la casa”, “lo doméstico cotidiano”. En el viaje de Guzmán y de Battilana, tal como decimos, lo familiar, lo conocido de ese paisaje y de ese territorio tantas veces recorrido por el viajante, se identifica con el lugar de la casa, de lo doméstico freudiano; y como en el doctor vienés, en el viaje de los personajes de Bioy Casares lo perturbador es precisamente la transfiguración, lo amenazante, de ese paisaje instituido como familiar.

AMBIVALENCIA Y AMBIGÜEDAD. DE LO SINIESTRO A LO IMPERSONAL 

Ante un inconveniente con el automóvil, que se encaja en la banquina, ambos viajeros salen a buscar ayuda en una pequeña casa aislada que divisan a la distancia. Ocupados en caminar a través del campo, entre los pastos y charcos, cuando vuelven a levantar la mirada, lo que tienen por delante es una gran construcción, blanca, cuadrada, con una torre muy alta y una plataforma con reflectores y centinelas. Battilana jura que eso no es la casa que han visto previamente.
Inmediatamente, se desencadena lo que será la conversión del viaje en una pesadilla. Ambos son obligados a entrar al edificio, se les piden salvoconductos y todo se vuelve aún más perturbador. Personal militar, celadoras, ficheros, órdenes, los modos y el lenguaje –“Cabo, apersone estos dos elementos al coronel” (Bioy Casares, 1972, p. 312)–, empujones, calabozos. Lo que a simple vista parece, pero no es, muestra su cara siniestra y repulsiva cuando una de las empleadas se vuelve hacia ellos. “El cabo los metió en un cuartito donde una muchacha, de espaldas, ordenaba un fichero […]. Cuando él también miró, la muchacha, que se había vuelto, resultó una de esas viejas abominables que vistas de atrás parecen jóvenes” (p. 312).
Lo siniestro en el viaje encierra un salto espacial y temporal. No solo se ha subvertido lo que podría denominarse “una realidad espacial” sino que también se altera la noción temporal. La idea de “lugar” entendida como el espacio apropiado, compartido, aprehendido, integrado, se ha sustituido por la del “espacio” en abstracto. Vencido, Battilana solloza:

¿Dónde nos metimos, don Guzmán? Yo quiero volver a casa, a Elvira y las nenas […]. Extraño mi ciudad, mi Buenos Aires, como si ya quedara muy lejos. Muy lejos y en otra época. Algo espantoso, como si nos dijeran: No volverán. Usted sabe, las nenas tienen siete y ocho años, las ayudo con los deberes, juego con ellas y todas las noches voy a besarlas a la cama cuando están dormidas. (p. 313)

La ciudad como lugar de la armonía, del bienestar, de las experiencias afectivas, del encuentro y de los rituales cotidianos –la ciudad como realización de la existencia en una de las vertientes de lo moderno– ha quedado atrás en el espacio y en el tiempo. Es la ciudad como cobijo de Cacciari ([2004] 2011) a la que ya no se puede volver, encerrados en un espacio homotópico e inmersos en la sublime vastedad y sobrecogimiento del campo.
Tanto desde el exterior como en su interior, las características del edificio remiten a las del espacio homotópico. Formal y expresivamente dominan la regularidad, la abstracción, la indiferenciación, la monocromía, los largos pasillos, la neutralidad, la uniformidad, la homogeneidad; todas ellas entendidas como monotonía. La ausencia de toda cualidad distintiva o particular y, reiteradamente también, la ausencia de lugar como espacio cualificado, subjetivado. Se verifica en ese interior amedrentador y siniestro una coincidencia entre espacio y sujetos. A lo impersonal y la falta de cualidad particular del interior le corresponde lo impersonal y la falta de cualidad en los rostros de los ocupantes, su mirada fría, sus movimientos mecánicos y despersonalizados. A lo represivo del espacio le corresponde lo represivo del comportamiento. Sujetos que en su conducta no responden a la idea de habitar –precisamente ante la falta de lugar– sino que parecieran tan solo ocupar el espacio en virtud de una condición funcional, mecánica y operativamente precisa.
Y es lo impersonal o la falta total de cualidad subjetiva lo que resulta perturbador. Ahora se constata otra mutación; lo siniestro se ha convertido en impersonal. Si lo conocido, lo cotidiano y lo arquetípico del paisaje pampeano, si lo familiar de los pueblos a través de la ruta 3 era lo que constituía lo siniestro, al convertirse eso familiar en amenazante y perturbador, lo perturbador es ahora lo impersonal y lo anónimo de la dimensión en la que están atrapados los protagonistas del viaje.
Ambos viajeros, convertidos ya en prisioneros, son encerrados en un calabozo y luego conducidos a un interrogatorio. En medio de su sensación de angustia, que mezcla perplejidad, confusión y temor, Guzmán asocia el interior en el que están confinados con sus recuerdos de un aula, de los exámenes, o de un tribunal. La escuela, la cárcel, el tribunal, que aluden a los espacios de represión dentro de las heterotopías foucaultianas en tanto espacios de regulación y de uniformidad del comportamiento. Es entonces que el propio concepto de lugar, de sitio o de espacio es puesto en debate en el texto de Bioy Casares y en la experiencia de sus personajes. De manera ambivalente, y también ambigua,4 el allí en el que han caído Guzmán y Battilana en su viaje se puede comportar ora como una homotopía, ora como una heterotopía.
Durante el interrogatorio continúan las distorsiones y la disolución de los bordes entre lo real y lo imaginario, entre lo que podría resultar real y lo inverosímil. En el trayecto desde el lacónico banquito en que Guzmán se encuentra sentado hasta el escritorio donde se verifica el interrogatorio, se produce una alteración del espacio real, el cual se subjetiviza distorsionadamente en la mirada de Guzmán: “Tal vez porque los del tribunal estaban mirándolo, la distancia resultaba interminable” (Bioy Casares, 1972, p. 315).
Las frases y preguntas que se suceden en el interrogatorio resultan desconcertantes, lacónicas y amenazadoras; algunas de ellas hasta ciertamente inconexas, tanto que lo inverosímil de los requerimientos desorientan a Guzmán. Todo entonces resulta en una nueva unidad de lo perturbador, en una lógica de lo inverosímil y lo despersonalizado: el espacio, los personajes, los diálogos. Esa ruptura de la unidad de sentido, su sustitución por una lógica de lo anómalo, es lo que sumerge al viaje en la dimensión de lo fantástico,5 tal como hubo de definirla Tzvetan Todorov en sus ensayos sobre literatura ([1970] 1980).
Pasado el interrogatorio y en medio de su incertidumbre, de un temor creciente y de la angustia que los acosa, Battilana, llevado a sus límites, le confiesa a Guzmán que es el amante de Carlota, su esposa. Allí es que Guzmán cae como en un sueño:

Recordó una alta columna blanca o, más precisamente, vio una calle oscura que se bifurcaba en arcos, en cuyo centro se elevaba esa columna, terminada en estatua. De algún modo misterioso y entrañable participó en la visión, pues quedó acongojado. Identificó la columna: el monumento a Lavalle. Se preguntó cuándo había estado en la plaza Lavalle y qué recuerdos le traía. Por toda respuesta se dijo “Hace tiempo, ninguno”. Comprendió que esa imagen tan vívida no le había llegado en un recuerdo sino en un sueño. Recapacitó: “No me permitiré debilidades. Un instante malgastado”. No concluyó la frase, porque vio dos eucaliptos altos, flacos, descoloridos, contra una vaga hilera de casas viejas. “Y esto, ¿dónde queda?”, se preguntó, como si la vida le fuera en ello. Al rato identificó el paraje: “La plaza de la Concepción, vista desde la calle Bernardo de Irigoyen”. Comprendió que otro sueño, por un lapso brevísimo, lo había devuelto a Buenos Aires y a la libertad. Al despertar sentía el desgarrón. Ahora abrió los ojos a un cinto de suela, a un uniforme verdoso. Miró hacia arriba. El coronel sonreía y miraba hacia abajo. (Bioy Casares, 1972, p. 317)

Los recuerdos de lo real, de los lugares conocidos, se deforman y se alteran, se desdibujan los límites entre la realidad concreta y lo recordado o lo visto. La exactitud de la memoria se confunde con lo borroso del recuerdo. Muy posiblemente Bioy Casares haya aludido en esto a las pinturas metafísicas de Giorgio de Chirico: El enigma de un día, El enigma de la hora, La nostalgia del infinito, Misterio y melancolía de una calle. Las formas –la columna, la arcada– exponen el peso de la omnipresencia de lo arquetípico, la densidad de esa tensión entre la exactitud del logos y la fuerza turbadora del delirio. Esas mismas palabras remiten a la experiencia de Guzmán: “enigma”, “nostalgia”, “misterio”, “melancolía”. Enigma y misterio por lo desconcertante y amenazador de aquello que se está viviendo; nostalgia y melancolía por la ciudad o la familia, a las cuales parece imposible volver en un viaje que no tiene retorno. Se configura así otro viaje, interior, dentro del viaje. La turbación, el temor y los recuerdos imprecisos ponen en marcha el mecanismo de lo onírico como una forma de extracción de la realidad. Tal vez un intento, el del sueño, como un viaje que permita el escape. En “El atajo”, el viaje y la inmersión en lo fantástico actúan también como un juego de muñecas rusas: el viaje dentro del viaje, lo onírico dentro de lo inverosímil, lo siniestro en lo arquetípico.
Todorov definió en los años setenta del siglo pasado algunas de las características de “lo fantástico”, como ese acontecimiento que se introduce en lo cotidiano pero que no podemos explicar con las leyes de ese mundo que nos es familiar. Se diferencia y actúa en los límites de entre lo maravilloso –aquello que se corresponde con un fenómeno que es desconocido y que además deslumbra los sentidos– y lo extraño –que es lo que está por fuera, lo que no es familiar y concita la curiosidad o la perturbación–. Otros autores se aproximaron también a las nociones de lo fantástico, como Vladímir Soloviëv, Montague James o Roger Caillois. Para Soloviëv ([1890] 1982), lo fantástico no debe presentarse nunca como algo abierto, sino más bien apuntar a aludir, sugerir. En ello existe la posibilidad, en un a priori, de una explicación simple, posible, fundada en las relaciones normales y habituales entre las cosas. Para James (1924), lo fantástico ocurre al introducirse repentinamente, sin anticipaciones, la cosa amenazadora, lo ominoso [the ominous thing], en el tranquilo ambiente de lo familiar. En Caillois (1951), se acentúa la idea de ruptura de lo racional, con lo cual se presenta lo fantástico como una experiencia de lo inadmisible. Se pone de manifiesto una vulneración, una irrupción insólita en la realidad entendida como racionalidad; la ruptura del orden conocido pero no como una sustitución total de lo real, a diferencia de lo prodigioso. Es por todo esto que en lo fantástico debe existir o conservarse una presencia de lo real como marco o escenario de lo insólito, lo perturbador o lo inquietante. De esta manera, lo fantástico se vincula a la definición de lo siniestro hecha por Freud respecto de la presencia de lo inquietante o amenazador dentro de la cotidianeidad, o como experiencia del retorno, en la edad adulta, de un trauma o de una angustia reprimida.

FINAL DE VIAJE

De pronto, el coronel encara a Guzmán y le propone que se fugue. Le transmite que a Battilana se lo ha llevado la celadora y que, luego de seducirlo y hacerle el amor, lo va a fusilar.

Guzmán se dejó llevar por la impaciencia y preguntó:
– ¿Me voy ahora?
– Yo esperaría la descarga. Entonces tiene la seguridad de que la monitora no aparece. No se pierde una ejecución.
– ¿A quién fusilan?
– Cuando oiga la descarga, usted dispone de tres o cuatro minutos.
– ¿Para huir? ¿A quién fusilan? –insistió, aunque sabía la increíble respuesta–. ¿Fusilan a Battilana?
– La perra primero se lo come y después lo elimina con la mayor tranquilidad. A ese infeliz nadie lo salva. (Bioy Casares, 1972, p. 318)

Vacilando, sin saber si el coronel lo está ayudando verdaderamente o si se trata de una trampa cruel, Guzmán encara para la salida con el manojo de llaves que la celadora se ha dejado olvidado. Miedo. Incertidumbre. Finalmente, luego de probar doce llaves trémulamente, consigue salir al exterior y, esquivando la luz de los reflectores, los charcos y las malezas, alcanzar el Hudson y huir. Al mirar hacia atrás, se habían apagado todas las luces; en la oscuridad, no quedaba vestigio de la casa.
Al encender la radio del auto, la normalidad de lo real vuelve a establecerse, reinstalándose los rasgos de la realidad.

Oyó un boletín informativo. El primer mandatario, esa tarde, asistiría a un acto en la escuela-taller de Remedios de Escalada. El persistente mal gusto de las aguas corrientes del Gran Buenos Aires era pasajero e inofensivo para la salud. En el tiroteo entre los asaltantes del sindicato y la policía, el anciano muerto resultó completamente ajeno al suceso. (p. 320)

Se devuelve así al mundo conocido, sin interferencias perturbadoras o amenazadoras. Dejar el atajo, volver a la ruta, a Las Flores, a los clientes, a su jefe, a su casa y a Carlota. ¿Pero realmente sin interferencias perturbadoras, sin inquietudes?
En esa identificación entre realidad y normalidad, los objetos pueden convertirse en condensadores, en elementos catalizadores que condensan y disparan flujos de interconexión, alusiones, revelaciones o confirmaciones, aun los objetos más banales. El objeto de uso cotidiano, perdida su función utilitaria o su propósito de uso, se vuelve a presentar como un objeto extrañado, inquietante. Al ver la boina de Battilana, que había quedado olvidada en el asiento del auto:

Parece increíble. Vio, ahora en la imaginación, en colores naturales, vívidamente, sin omitir detalles a Carlota (el lunar, la cicatriz en el vientre) y a Battilana, desnudos, risueños, palpando las mutuas desnudeces. […] ¿Cómo volver a su casa? Y si no iba a su casa, ¿a dónde iría? Sobre el incumplimiento de su misión en Ayacucho, ¿qué explicación daría al gerente? Se había enfermado en Las Flores. Entraría en Las Flores, vería a los clientes, comentaría que la salud –cruz diablo– fallaba. […] Una excusa pésima, que el gerente aguantaría, porque lo que es él, volver a Ayacucho, por nada del mundo… ¿Podría volver a su casa, volver a la vida con Carlota? Estaba seguro de que fue ella la cargosa que había retenido a Battilana en el teléfono (al comienzo del viaje y del relato). […] Arrojó la boina detrás de unos cardos, trató de ocultarla. Siempre resultaba visible. “Todavía van a encontrarla”, pensó. No sabía dónde esconderla… “Todavía van a registrarme. Todavía van a acusarme de la muerte de Battilana.” Si lo interrogaban, diría la verdad. ¿Quién creería la verdad? ¿Quién creería la historia de esa noche? La desaparición de Battilana era indudable, pero su explicación de los hechos… Más creíble sería una buena mentira: “Viajé solo”. Después del almuerzo con los muchachos perdió a Battilana. Ante Carlota se mostraría como si nada supiera del engaño. Entonces, ¿quién podría imputarle un motivo…? Carlota y la señora de Battilana se dirían que este alegó el viaje para encerrarse con alguna mujer. Guzmán se preguntaría hasta qué punto reprimiría y ocultaría el resentimiento. A modo de respuesta, pensó que más de una desventura es un detalle de la felicidad. De la noche de Ayacucho no obtuvo otra enseñanza. En cuanto al pobre Battilana, había muerto de un modo tan inverosímil que no sabía si lamentarlo. (p. 320)

¿Sabía en realidad Guzmán que su esposa lo engañaba con Battilana? ¿Era la boina dejada en el auto la confirmación de que este no solamente había muerto sino de que realmente había estado allí? ¿Cuál era en verdad el significado profundo de ese viaje, la coincidencia en un trayecto a través de la ruta, o el designio escondido de una venganza? ¿Existía ya en esa opresión o en esa angustia experimentada al despedirse de Carlota la anticipación de lo que sería un crimen? En la mencionada vinculación entre lo fantástico y lo siniestro freudiano como retorno del trauma o de la angustia reprimida, ¿cabía ya la elucubración de una historia entendida como la re-presentación del trauma por el engaño conyugal? Un viaje, un relato, en el cual vuelven a desdibujarse las diferencias entre lo real y lo posible o entre la verdad y lo verosímil. Al interrogarse Guzmán acerca de quién le creerá su historia es que se abren las puertas para la disolución de los límites claros entre tales cuestionamientos.
Bioy Casares nos hubo de proponer en ese viaje, en ese atajo tomado, en la disrupción respecto de la normalidad o de la continuidad de lo real –como si el atajo hubiera sido la puerta de entrada a otra dimensión– una inmersión en lo fantástico. Pero los acontecimientos, las revelaciones o confesiones realizadas en un momento cúlmine, la pérdida de los límites entre lo real y lo imaginario o entre lo verdadero, lo verosímil y lo inverosímil, nos hacen poder suponer otra cosa. ¿Se trató efectivamente de una inmersión en una dimensión desconocida, en un mundo paralelo con otras leyes? “¿Hay varios mundos posibles?”, había preguntado Guzmán. “Varios mundos, varias Argentinas, varios futuros que nos esperan: en uno u otro desembocaremos de pronto” (p. 307), había contestado Battilana. ¿O todo se trató en realidad de una invención del propio Guzmán ante el crimen cometido, de su forma alienada de soportar y de explicarse a sí mismo aquello que le resultaba insoportable, indecible: la traición de su esposa, más joven y siempre ofrecida, y el asesinato premeditado, puntualmente diseñado, de su amante?

NOTAS

1. Incluido en Historias Fantásticas, de 1972. Del mismo se hizo una versión televisiva en 1981 en “Los especiales de ATC (Argentina Televisora Color)”, una excelente adaptación del relato original interpretada, entre otros, por Osvaldo Terranova, Aldo Braga, Gloria Ugarte, Ana María Casó y Hugo Soto.

2. Nos referimos aquí a la acepción de arquetipo en tanto arque –principio–, principio entendido tanto como regla o norma como así también origen, inicio.

3. Se trata de un paisaje que Bioy Casares conocía muy bien, dado que su familia se dedicaba a la producción rural y era dueña de una estancia en la localidad de Pardo, partido de Las Flores, provincia de Buenos Aires.

4. Tomamos los términos “ambivalencia” y “ambigüedad” en el sentido en el que la ambivalencia resulta en una cierta conciliación entre dos opuestos, es lo uno y su contrario, integra, trabajando por medio del “y”, mientras que la ambigüedad rechaza la conciliación al trabajar con la alternancia, es lo uno o su contrario, en este caso operando mediante el “o”.

5. “Lo fantástico” no constituye meramente un género literario, mucho menos un estilo, sino, dentro de un cierto sentido crítico, un modo de la experiencia humana atravesada por lo moderno.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

1. Bioy Casares, A. (1972). El atajo. En Historias Fantásticas. Buenos Aires, Argentina: Emecé         [ Links ].

2. Burke, E. ([1756] 1992). Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello. Madrid, España: La Balsa de la Medusa.         [ Links ]

3. Cacciari, M. ([2004] 2011). La Ciudad. Barcelona, España: Gustavo Gili.         [ Links ]

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