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Anales del Instituto de Arte Americano e Investigaciones Estéticas. Mario J. Buschiazzo

On-line version ISSN 2362-2024

An. Inst. Arte Am. Investig. Estét. Mario J. Buschiazzo vol.47 no.2 Buenos Aires Dec. 2017

 

ARTÍCULO

Los bordes de Buenos Aires durante el primer Proyecto de Capitalización de 1826

The edges of Buenos Aires during the first Capitalization Project of 1826

Fernando Aliata * y Horacio Caride Bartrons **

* Arquitecto por la Universidad Nacional de la Plata (UNLP). Doctor en Historia por la Universidad de Buenos Aires (UBA).  Investigador independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Subdirector del Instituto de Investigación Historia y Teoría y Praxis de la Arquitectura y la Ciudad de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Nacional de La Plata (HiTePAC-FAU-UBA). Presidente de la Asociación Argentina de Investigadores en Historia (ASAIH). Director de la revista Estudios del Hábitat.  Profesor titular regular de Historia de la Arquitectura en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Nacional de la Plata (FAU-UNLP).

Facultad de Arquitectura y Urbanismo, Universidad Nacional de la Plata. Calle 47 N° 162 y 117. (1900) La Plata, Argentina. Email: f_aliata@yahoo.com

** Arquitecto y Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Director de Estudios Históricos e Investigador principal del Instituto de Arte Americano e Investigaciones Estéticas “Mario J. Buschiazzo” de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires (IAA-FADU-UBA) e investigador en el Instituto de Investigación Historia y Teoría y Praxis de la Arquitectura y la Ciudad de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Nacional de La Plata (HiTePAC-FAU-UNLP). Profesor titular regular de Historia de la Arquitectura y el Urbanismo en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Nacional de La Plata (FAU-UNLP), profesor titular de Historia del Diseño Industrial y profesor adjunto regular de Historia de la Arquitectura en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires (FADU-UBA).

Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo, Universidad de Buenos Aires. Intendente Güiraldes 2160, Ciudad Universitaria, Pabellón III. (1428) Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Email: horaciocaride@gmail.com

Este ensayo es un desprendimiento de algunas problemáticas esbozadas por los autores en trabajos anteriores, especialmente en la tesis doctoral de Fernando Aliata sobre la época rivadaviana y en las investigaciones de Horacio Caride Bartrons sobre las divisiones administrativas de los alrededores de Buenos Aires durante el siglo XIX.

RECIBIDO: 18 de mayo de 2017
ACEPTADO: 22 de junio de 2017.


RESUMEN

El objeto de estudio de este trabajo es el territorio conformado por ciudad y campaña en el proyecto de capitalización de Buenos Aires del año 1826, durante la presidencia de Bernardino Rivadavia. Pretendemos revisar este antecedente fundamental y demostrar su importancia, en la medida en que se trató de la verdadera ruptura con el sistema colonial, para dar ingreso a las formas jurisdiccionales y administrativas del “nuevo régimen”. Entre sus variadas consecuencias, este proyecto definió un nuevo modelo de territorialización para la comarca de la futura capital nacional. Pese a constituir un intento fallido, su formulación marcó un punto de inflexión para un ciclo que se reinició un siglo después y delimitó los bordes de un espacio marcado por las tensiones entre la Nación y la Provincia.

Palabras clave: Buenos Aires; Rivadavia; límites urbanos.

ABSTRACT

The object of study of this work is the territory formed by city and countryside in the capitalization project of Buenos Aires in 1826, during the presidency of Bernardino Rivadavia. We intend to review this main antecedent and demonstrate its importance, insofar as it was the true rupture with the colonial system, starting the jurisdictional and administrative forms of “new regime”. Among its varied consequences, this project defined a new model of territorial basis for the hinterland of the future National Capital. Despite being a failed attempt, its formulation marked a turning point for a cycle that would restart a century later, delimiting the edges of a space dominated by conflicting tensions between the spaces of the Nation and the Province.

Keywords: Buenos Aires; Rivadavia; Urban boundaries.


INTRODUCCIÓN: LOS BORDES Y EL CENTRO

Con la definitiva capitalización de Buenos Aires en 1880, culminaba un largo y turbulento ciclo de conflictivas relaciones entre la ciudad y el resto del país. Por sus antecedentes, Buenos Aires parecía la elección obvia para convertirse en el centro de las decisiones políticas, aunque no puede decirse que fuera la única opción posible: era, desde 1620, sede de un Obispado; desde 1661, Real Audiencia y capital del último Virreinato de la Corona de España en América en 1776. Ya en pleno período republicano, la ciudad fue proclamada por primera vez capital oficial de la nación, el 4 de marzo de 1826, durante la presidencia de Bernardino Rivadavia. El análisis de los procesos que llevaron a la capitalización de 1826, así como los alcances o influencias que proyectó después, han sido objeto de numerosos estudios –algunos de vieja data y otros mucho más recientes–, ya sea como antecedentes de la federalización de 1880 o por su propio peso historiográfico (Ruíz Moreno, 1980; Tanzi  y Ubeira, 1982; Aliata, 1996, 2006).
La intención de este trabajo es revisar este antecedente fundamental –que no tiene demasiados estudios en el ámbito académico–, en cuanto se trató de la verdadera ruptura con el sistema colonial para dar ingreso a las formas jurisdiccionales y administrativas de “nuevo régimen” que, entre sus variadas consecuencias, devendrá en territorialidad para el Área Metropolitana de Buenos Aires en particular y para la República Argentina en general.

(...) en la América del siglo XVI, fundar una ciudad era el primer acto que afirmaba soberanía, asentaba vecinos, distribuía tierras e imponía demandas económicas a las comunidades amerindias. Estas funciones municipales, surgidas a menudo fuera del alcance del control directo del Consejo de Indias, incubaron un armazón de intereses locales que resistieron al intrusismo estatal. La ciudad hispanoamericana está más propiamente concebida como una polis agrourbana y semiautónoma que como una avanzada del Imperio (Morse, 1983, pp. 20-21).

La afirmación de Richard Morse puede operar como síntesis de una problemática en que se inscriben los vínculos entre Buenos Aires y su campaña durante el período colonial. Dentro de la estrategia imperial española, la ciudad actuaba como elemento primordial de una estructura creada para conquistar y controlar inmensas extensiones territoriales. Además, aparecen los rasgos particulares que esta estrategia iba adoptando en las diferentes regiones entendidas como parte del conflicto interno, entre la ciudad (cabildo) y la comarca (curatos, comandancias de fronteras), y externo, entre las autoridades de Buenos Aires y la estructura gubernativa del Imperio.
En este sentido, la relación ciudad-comarca se presentó como una unidad con alto grado de homogeneidad. Algunos estudios sobre economía colonial iberoamericana realizados en las últimas tres décadas del siglo XX dan cuenta de esta vinculación esencial, que permitió renovar los enfoques de la historia urbana (Sempat Assadourian, 1972, 1973, 1989; Moutoukias, 1988; Garavaglia, 1989Moreno, 1993; Tandeter, 1992; Garner, 1993). Contrario a otras visiones que desarrollaban análisis de la estructura urbana como células aisladas, lo que Morse llama “polis agrourbana”, constituyeron unidades regionales tan interdependientes que difícilmente se explicarían aislando las nociones de “lo urbano” y “lo rural”. Algunos centros mineros coloniales pueden ilustrar, por ejemplo, los mecanismos de integración y desarrollo de determinada sociedad en una configuración espacial dada. Si se considera que durante el período colonial se puede hablar de un alto grado de unidad espacial entre el centro urbano y su área rural circundante, resultaría pertinente “(...) la noción de que los nucleamientos son continuidades y no entes que separan los dos polos de una dualidad, que puede ser aldea versus pueblo/ciudad o campo/rural (como las aldeas), versus pueblo/ciudad” (Leeds, 1975, p. 332).
Con base en estas consideraciones, sostenemos como hipótesis que la ruptura de la homogeneidad entre los ámbitos rural y urbano de Buenos Aires –establecida y referida para el período colonial, con una fuerte inercia institucional y territorial–, podría explicar la conformación de los alrededores de Buenos Aires en ciclos territoriales posteriores, a partir del proyecto de 1826 y definiéndose como un molde para su territorialización, hasta la forma que adoptó durante las primeras décadas del siglo XX.1 No obstante, tal afirmación reclamaría una mayor definición del término “homogeneidad”. Cuando nos referimos al vínculo homogéneo colonial, hablamos en primer lugar de una organización espacial establecida entre una ciudad cabecera y su comarca, representada en los sistemas de producción-comercialización y consolidada por las estructuras centralizadas de gobierno. Esto no implica desconocer y acordar con el panorama “heterogéneo” de una campaña colonial, con una importante diversificación productiva y con complejas relaciones sociales. Con esta aclaración, podemos participar de la idea que postula “la incorporación política de la campaña a través del voto [como] un elemento que permitió afianzar la aún muy débil presencia del estado provincial en el interior del territorio bonaerense, el que comenzó a expandir su frontera económica, ganándole tierras al indio a partir de 1820” (Ternavasio, 1995, p. 81). Campaña que, sin embargo, vuelve a parecer homogénea con la ciudad en lo que respecta a los términos de su definición en estructuras administrativas y de gobierno. Se trata, en definitiva, de la visión de un contexto signado por la tensión ciudad-campaña, es decir, el movimiento pendular entre una necesidad de adecuarse a un modelo traído de Europa, intentando aplicar sus líneas de cambio; y las transformaciones de su propia estructura interna, que modificaban el funcionamiento interno de la propia ciudad, y entre esta y su región.

TERRITORIOS COLONIALES

Tal como se ha formulado para la historia general del país, pasaron varios años hasta que los cambios que trajo la Revolución del 25 de Mayo de 1810 se vieron reflejados en acciones concretas de ruptura en la vida política e institucional (Halperín, 1979, p. 381 y 1985, pp. 10-11; Romero, 1976, pp. 178-179; Hammett, 1995, p. 57). Entendemos que estos cambios tardaron aún más en manifestarse como verdaderas modificaciones respecto de la estructura administrativa y territorial en el ámbito de la Provincia de Buenos Aires.
La potente inercia de la burocracia y la tradición política colonial, con dos siglos de instalación y desarrollo, habían cobrado otra dimensión en las últimas dos décadas de colonia con la creación del Virreinato del Río de la Plata. Por esos años, Buenos Aires ya era una ciudad española secundaria, burocrática y comercial, que contaba con actividades extractivas y artesanales complementarias, y cuya zona de influencia o hinterland económico se extendía a casi todas las zonas del futuro Virreinato desde la década de 1760 (Caride Bartrons, 1994, pp. 9-10). Al compás de las reformas borbónicas, el status quo que se había consolidado en doscientos años se estaba derrumbando en menos de una década y en dos frentes. Por un lado, la corona española, cautiva de una potencia extranjera (Francia) y con el avance de la revolución liberal en su propio seno. Por el otro, Gran Bretaña, buscando penetrar los territorios ultramarinos de España, ante la modificación y quiebre de su propio orden colonial. Con todo, en el territorio rioplatense, las colonias de la monarquía hispánica lograron sobrevivir nominalmente una década (o más, claro está, en otros territorios del Imperio), a partir del cambio de centuria. Siguió vigente enmascarada en diferentes ideas y prácticas.
Hasta bien entrado el siglo XIX, la estructura jurídica y administrativa basada en el concepto de ciudad-provincia, institucionalizada especialmente desde la Ley de Intendencias de 1782, permaneció como gran referente de división territorial, en pleno proceso revolucionario y aun después. Ante este panorama, que conjugó una poderosa inercia política y económica que tuvo su correlato en lo territorial, fue común que ciertos autores definiesen “un largo siglo XVIII” que, al menos en cuanto a la reforma de las viejas maneras de administración y control del espacio, llegaría hasta entrada la década de 1820.
Revisando la gran escala territorial, resulta un hecho tan elemental como conocido que las divisiones más importantes del Imperio español en América –virreinatos y capitanías generales, con los desmembramientos o agregaciones posteriores– fueron la base de futuras naciones. Sin embargo, durante los años posteriores a la Independencia, la base del poder político no estuvo identificada con estas grandes unidades administrativas. Más bien fueron las ciudades y su espacio de influencia circundante, expresados políticamente en los ayuntamientos, donde residió la autoridad legítima y reconocida.  En las ciudades, organizadas y entendidas como verdaderos Estados, se concentraba el poder que se proyectaba y administraba para toda la provincia de la que era cabecera. Las políticas y las decisiones urbanas eran, más que frecuentemente, las políticas y decisiones del resto del territorio.
En la América de principios del siglo XIX, esta ciudad de características seculares determinó, con las formas políticas y territoriales que le fueron propias, el universo posible de la apropiación y conformación espacial de los nuevos países. En la transición de la década de 1810, el aumento de propietarios se vinculó mayormente con las posibilidades de acceso legal a la tierra, lo que facilitaría un registro más pormenorizado y, obviamente, a partir de los procesos independentistas. Muchos extranjeros que hasta ese entonces estaban inhabilitados para adquirir tierras por las disposiciones reales, pudieron hacerlo en el marco de los cambios revolucionarios. Llegaron a constituir importantes agrupaciones comerciales que desplazaron en parte a la burguesía mercantil criolla. Un caso paradigmático fue la comunidad británica, que en el temprano 1811 había creado la Cámara Inglesa de Comercio y dos años más tarde desarrollaba libremente sus actividades comerciales.
La condición de propietario –que en términos urbanos constituía un requisito indispensable para pertenecer a la categoría de “vecino”– y con ella, entre otras prerrogativas, poder “elegir” autoridades, no fue tan clara en los medios rurales, donde tal posibilidad no existía. Con la Revolución, algunos advirtieron que los beneficios económicos e institucionales que presentaba la relación ciudad-campaña en cuanto a la homogeneidad de sus estructuras administrativas durante el orden colonial debía ser recuperada, hecho que podría materializarse desde el punto de vista de la representación política.
Las relaciones jurídicas y económicas entre los pobladores de uno y otro ámbito tendrían que desarrollarse manteniendo la representación proporcional de ambos sectores dentro de los espacios de decisión. Uno de los más fervientes defensores de esta línea fue el abogado y militar Bernardo de Monteagudo, director de la Gazeta de Buenos Aires. En un artículo publicado en aquel periódico el 28 de febrero de 1812, reclamó el derecho a la ciudadanía para los habitantes de la campaña: “con costumbres menos corrompidas que las nuestras, y su razón quizá más libre de la influencia del interés aseguren un éxito feliz en las deliberaciones” (citado en Chiaramonte, 1997, p. 359).
No obstante, hubo que esperar bastante para que el Estatuto Provisional para la Dirección y Administración del Estado, producido por la Junta de Observación y promulgado en 1815, incorporase el voto para la campaña y al mismo tiempo definiera la ciudadanía. De cualquier modo, restricciones parciales se sucedieron en los años siguientes. Mientras se ensayaban nuevas relaciones organizativas con los alrededores, la ciudad presentaba signos de expansión en dirección hacia ellos. Dentro del casco urbano, la creación de nuevas parroquias y la ubicación de sus plazas indicarían la presencia de un mayor crecimiento hacia el sur que hacia el norte de la ciudad. El plano de Buenos Aires de 1807, basado en el que trazó el ingeniero Giannini en 1805, muestra la forma de la ciudad, de unas cien manzanas edificadas (Figura 1).

Figura 1: Plano de la ciudad de Buenos Aires en 1807, construido sobre el trazo del ingeniero Giannini. Fuente: Difrieri, H. (1981, p.209).

Allí se identifican varios espacios y sectores con funciones diferenciadas que, aunque dan cuenta de aquellas relacionadas con la actividad militar (fue utilizado por Paul Groussac para señalar el dispositivo de ataque de las fuerzas en la invasión británica de 1805), denotan la complejidad que el aparato urbano comenzaba a cobrar por aquellos años.  Al sur de la plaza central de la ciudad, a unos tres kilómetros en una zona rural, se ubicaban los barrios de Barracas al Norte y Barracas al Sur (el actual partido de Avellaneda), en el estratégico cruce del camino que llevaba al sur con el Riachuelo. Allí se desarrolló una importante actividad económica que, a partir de la creación de los primeros saladeros de carne vacuna, en 1815 y 1816, generó un notable movimiento de mercancías desde y hacia el puerto de La Ensenada que se acentuó en las décadas posteriores. Los barrios comprendidos entre el puerto del Riachuelo y la ciudad crecieron a través de este eje de gran tránsito comercial, materializado en su estructura física.

TERRITORIOS REPUBLICANOS

En 1821, apareció el primer cambio en la estructura jurídica de Buenos Aires y su área de influencia. La supresión de los dos cabildos que funcionaban en la Provincia de Buenos Aires tuvo como antecedente inmediato la exclusión de su poder de control sobre las milicias y las demás “fuerzas cívicas”, que pasaron a la órbita del Gobierno Provincial (decreto del 20 de octubre de 1820). En la primavera de 1821, un pedido firmado por ciento sesenta vecinos de la ciudad de Luján  consideró a la secular institución del cabildo gravosa para el pueblo e ineficaz para la administración. Prosperó ante los entonces ministros Martín Rodríguez, Manuel José García  y el recién entrado en funciones Bernardino Rivadavia, en la cartera de Gobierno. Rivadavia decidió extender la supresión al otro cabildo con que contaba la provincia, el de Buenos Aires. La presentación de los lujanenses había otorgado legitimidad a su plan político. En un mensaje a la Honorable Junta de Representantes de la Provincia de Buenos Aires, fechado el 24 de noviembre, Rivadavia justificaba la acción que requeriría una medida efectiva del cuerpo colegiado.

(…) logré hallar una organización de la magistratura, exenta de la mayor parte de los defectos de que resiente la actual, y capaz de reparar algún tanto la falta de códigos que forman un sistema de legislación, empecé a considerar a los Cabildos sin un servicio en la sociedad (...) La formación del plan de Policía de la campaña como de la Capital ha llevado las consideraciones de este Gobierno hasta el convencimiento de que para organizar una Policía cual lo reclama la situación del país es indispensable dejar a los Cabildos sin atribución alguna (Mouchet, 1963, p. 37).

Parecería que en estas afirmaciones se reconocía la integración política y territorial de la ciudad y la campaña con un gobierno centralizado en la primera. Pero la integración de las jurisdicciones policiales y de justicia no venía de la igualación de ámbitos, sino de la clara proyección del poder de uno (el urbano) sobre el otro. Encontramos también ciertas dudas de los verdaderos alcances de esta medida, en cuanto a su peso real como modificadora de las viejas formas coloniales de administración territorial, relativizando inclusive la decisión de sostener, a través de ella, la réplica de innovaciones institucionales. En esta línea, Tulio Halperín Donghi reconoció con cierta ironía que la supresión del cabildo, institución esencialmente urbana, y la consiguiente ampliación de atribuciones de un gobernador, con apoyo de la campaña, no tuvo como objetivo “adecuar la organización de la provincia a un prestigioso modelo ultramarino.” (1979, p. 381).
El hecho es que el 24 de diciembre de 1821 una ley suprimió definitivamente los dos cabildos de la provincia e inició la ruptura política y administrativa de la colonia. Sin embargo, Buenos Aires no fue la primera provincia que los suprimió. Tampoco el proceso se generalizó de inmediato. Para 1821, los cabildos habían dejado de existir en Entre Ríos. En Santa Fe, no funcionaron a partir de 1833. El de Jujuy será el último en desaparecer, en 1837. Con los Cabildos desaparecieron también las Alcaldías de Hermandad, que fueron reemplazadas por Juzgados de Paz nombrados, como lo habían sido aquellas, directamente por Buenos Aires. Pero la aplicación de la ley tropezaba con factibilidades técnicas. Reconocía que hasta contar con el padrón y el plano topográfico que permiten la subdivisión, se designarían jueces de Campaña para cada juridicción, jueces de paz para cada parroquia y “en las Parroquias de la Campaña el Gobierno establecerá los que considere necesarios según su extensión”. (Prado y Rojas, 1878, p. 225). Pero ¿por qué “parroquias” y no “partidos”? La delimitación exacta de estos solo estaba asegurada por la confección del “padrón” y del “plano” anunciados, que no llegarán en forma efectiva hasta después de la batalla de Caseros, que pone fin al período rosista. La parroquia en cuanto a territorio, conectada con el curato colonial, continuaba siendo la delimitación disponible más confiable (Díaz, 1959, pp. 75-76). Sin embargo, la imprecisión no impidió el establecimiento de las jurisdicciones territoriales. La Ley Orgánica definió tres departamentos a cargo de respectivos jueces de primera instancia: los juzgados continuaban bajo otras formas “más modernas”, con el concepto y las atribuciones jurídicas básicas que habían tenido los alcaldes de campaña. Dos de los juzgados comprendían partidos actuales del Área Metropolitana de Buenos Aires. Según hemos esquematizado en la  Figura 2, el primero, que se extendía al sur y sureste de la ciudad, a partir del Riachuelo-Matanza, estaba integrado por Quilmes, San Vicente y Cañuelas, además de Ensenada, Monte, Ranchos y Chascomús. El segundo, al oeste y noroeste, comprendido entre los ríos Matanza y Areco, reunía a los partidos de Morón y además a los de Lobos, Pilar, Villa de Luján, Navarro, Guardia de Luján, Capilla del Señor, San Antonio de Areco “y el Fortín de este nombre”. El tercer departamento comprendió a San Pedro, Baradero, Arrecifes, Salto, Pergamino, Rojas y San Nicolás, desde el río San Antonio hasta el arroyo del medio, límite con la provincia de Santa Fe (Prado y Rojas, 1878, pp. 226-228).  Aunque el texto no lo menciona, parece verosímil suponer que la frontera histórica de la comarca bonaerense, el río Salado, continuaba operando como bordes al sur y al sudeste de estas jurisdicciones.

Figura 2: Departamentos Judiciales de la Provincia de Buenos Aires en 1822. Fuente: Elaboración propia sobre la base de la Carta Geográfica de la Provincia de Buenos Aires (1824). Archivo Histórico de La Provincia de Buenos Aires.

La ley estableció como “agregados a la ciudad, a [los partidos de] Flores, San Isidro, San Fernando y Conchas. Finalmente (el 7 de febrero), Quilmes también quedó integrado a la jurisdicción de la Capital. Un día antes, por otra ley (6 de febrero de 1822), se dio por desaparecido al partido de La Matanza, cuyo territorio se dividió, y debió integrarse a los Juzgados de Paz más próximos. Sin embargo, los antiguos límites de esta jurisdicción se restablecieron a fines de abril de 1825.
También en 1821, y dentro del marco legal de la instauración de los juzgados, se crearon los partidos de San Fernando al norte y de San José de Flores al oeste, este último sobre la base jurisdiccional del curato del mismo nombre, existente desde 1806. Por una ley de 1822, se agregó a la provincia el partido de Cañuelas.  Esta división en Juzgados de Paz introdujo otra etapa en la secuencia de las “modificaciones” en la geografía política de los alrededores de Buenos Aires, cuya inserción en la continuidad resulta evidente: “Cuando la administración hispana a fines del siglo XVIII fue delimitando los partidos, lo hizo siguiendo aproximadamente los lineamientos trazados por el establecimiento de curatos y vicecuratos, emplazados en los pagos, que eran ámbitos territoriales de mayor extensión. A partir de 1821 la creación de un partido estaba unida a la designación de un Juez de Paz” (Díaz, 1959, p. 75). Pero los Juzgados tuvieron un rol más importante que el de meros eslabones en la cadena. Regresando a la ley por la cual se crearon, quedaban suprimidos los Cabildos “(...) hasta que la representación crea oportuno establecer la Ley General de Municipalidades”. Mientras tanto, “Las atribuciones de los Jueces de Paz (...) en la Campaña reunirán las de los Alcaldes de Hermandad que quedan suprimidos” (artículo 9º) (Prado y Rojas, 1878, p. 224).
Es decir que por mediación de los Juzgados de Paz, la estructura de las Alcaldías y, con ellas, una parte significativa del orden administrativo colonial fueron transportadas hasta después de la sanción de la Constitución Nacional. De hecho, tras el período rosista, los representantes no encontraron ese “momento oportuno”. El “ínterín” duró más de tres décadas y la Ley General de Municipalidades llegó a la campaña de Buenos Aires en forma definitiva el 22 de noviembre de 1855. Es posible suponer que las divisiones departamentales de los Juzgados de Paz, impulsadas desde el Ministerio de Gobierno, contendrían el germen de otra división de mayor transcendencia institucional para todo el país, que llegará solo un lustro después, inmediatamente cuando el mismo Rivadavia accede a la presidencia.

LA LUCHA POR BUENOS AIRES

El texto de la ley de capitalización de 1826 señalaba escuetamente en su artículo 1 º: “La ciudad de Buenos Aires es la Capital del Estado (...) bajo la inmediata y exclusiva dirección de la Legislatura Nacional y del Presidente de la República”. La parte de la polémica que se desató en lo inmediato estaba condensada en el controvertido artículo 3 º: “Todos los establecimientos de la Capital son nacionales”; y especialmente el 4 º: “Lo son igualmente todos los deberes y empeños contraídos por la Provincia de Buenos Aires” (Ruíz Moreno, 1980, p. 67). Desde el punto de vista jurisdiccional, la flamante Capital de la Nación comprendía, además del antiguo municipio de Buenos Aires, un amplio territorio que se extendía desde el río Reconquista, al norte, hasta el río Santiago, al sur. El límite oeste estaba conformado por una línea paralela al Río de la Plata trazada a partir del Puente de Márquez, cercano al pueblo de Merlo (Figura 3). El resto de la provincia de Buenos Aires quedaba dividida en otras dos: la de “Paraná”, al norte, con capital en San Nicolás, y la del “Salado”, al sur, con capital en Chascomús.

Figura 3: Plano comparativo de los diferentes límites de la Ciudad de Buenos Aires de conformidad con las disposiciones de las leyes de los años 1826, 1853 y 1887. Fuente: Mouchet, C. (1963).

Sobre esta demarcación, podemos referir tres cuestiones de distinta significación desde el punto de vista histórico y geográfico, y en cuanto a su relación con sus antecedentes y consecuencias en etapas de desarrollo posterior. En primer lugar, podemos establecer una continuidad con las divisiones territoriales que Rivadavia impulsó como ministro. El nuevo territorio de la capital prácticamente retomaba la jurisdicción del Departamento Judicial de la Capital que había sido establecida en 1821, a la que se agregaba la franja costera sur, que iba desde Quilmes hasta unos kilómetros pasando la Ensenada, territorio que pertenecía al Departamento Judicial Primero. También se agregó la zona de Morón que le correspondía al Departamento Judicial Segundo. En segundo lugar, el territorio de la nueva provincia del Salado tenía una importante correspondencia con el Departamento Judicial Primero, y el de la provincia de Paraná con los Departamentos Segundo y Tercero integrados. Además, las nuevas “capitales provinciales” fueron también las sedes de los jueces de primera instancia: Chascomús para el Primero y San Nicolás para el Tercero. Finalmente, resulta sugestivo que el nuevo ejido propuesto para la Capital abarcase buena parte del territorio que más de un siglo después se constituyó en el Conurbano Bonaerense, incluido lo que es el Gran La Plata. Este lejano vínculo encuentra su explicación en la operación misma que se estaba gestando. Los nuevos límites habían encerrado buena parte de los núcleos poblados de los alrededores de Buenos Aires que tenían alguna relevancia económica y poblacional y, por lo tanto, política e institucional.
En la relación entre la capitalización de 1826 y el futuro territorio del Área Metropolitana de Buenos Aires resulta obvio que los crecimientos paulatinos de estos pueblos históricos en la periferia de la ciudad, activados en distintos tiempos y por circunstancias de índole variada, fueron cubriendo lentamente los “blancos urbanos” que separaban los núcleos originales, llegaron a unirse entre sí y con la Capital, y determinaron la conurbación. La transcripción a partidos actuales del Área Metropolitana de los territorios que hubiese comprendido la capital de Rivadavia quizás ofrezca una mejor dimensión espacial a la que se hacía referencia. Además de los actuales límites de la Capital Federal, incluía a todos los partidos adyacentes: Vicente López, San Martín, 3 de Febrero, Morón, Hurlingham, Ituzaingó, una parte de La Matanza, Lanús, Lomas de Zamora y Avellaneda, más otros dos ubicados al norte, San Isidro y San Fernando, y uno al sur, Quilmes; es decir, la primera corona completa. También se extendía en territorios que hoy pertenecen a partidos de la segunda corona, como Almirante Brown, Florencio Varela y Berazategui, y parte de lo que hoy ocupa Esteban Echeverría y Merlo, a lo que se sumaban las actuales jurisdicciones de La Plata, Berisso y Ensenada.
En cuanto a la relevancia económica de estos pueblos, no se trataba por cierto de una riqueza basada en la ganadería, ubicada, en todo caso, en zonas distantes de la provincia. Más bien se vinculaba con una “maniobra del Gobierno de Buenos Aires”, según las palabras que utilizó el gobernador de Córdoba Juan Bautista Bustos, para calificar la operación (Ubeira, 1982, pp. 307-313) Córdoba fue la única provincia que defendió “los derechos de la ciudad-puerto”, su histórica competencia en la hegemonía sobre el interior y particularmente en la influencia sobre el litoral. El gobierno nacional se reservaba un territorio que incluía los tres puertos de la Provincia –San Fernando, La Ensenada y Buenos Aires–, con ellos el control de la aduana, una importante cantidad de establecimientos públicos, y una de las zonas más ricas y pobladas del país. Uno de los diputados que con mayor virulencia se oponían al proyecto, Juan José Paso, argumentó en el debate suscitado en el Congreso (duró doce sesiones) que, con la división la Provincia de Buenos Aires, los territorios no federalizados resultantes perderían las dos terceras partes de los ingresos de la aduana y la mitad de la población (Ravignani, 1937, p. 778). De hecho, el censo levantado por Ventura Arzac en 1822 indicó que la población total de la Provincia de Buenos Aires estaba cercana a las 143.000 personas, de las cuales unas 62.000 correspondían a la ciudad y 81.000 a la campaña. De estas últimas, y si nos guiamos por los valores desagregados que arrojó el censo de 1836, posiblemente un cuarto o más de la población rural de la provincia había quedado circunscripta dentro del área de capitalización de 1826 (Maeder, 1969, pp. 33-35).
El proyecto tuvo la duración del gobierno de Rivadavia, es decir, poco más de un año. El presidente había supeditado la prosecución en sus funciones a la sanción y aplicación del plan para capitalizar Buenos Aires. Así lo dejó anotado en el oficio con el que el poder ejecutivo introdujo la presentación al Congreso del 9 de febrero de 1826:

Luego que los señores representantes consagren a este importante asunto la meditación que él demanda, se convencerán que sólo por este medio puede establecerse un Gobierno regular, que empiece a obrar activamente en la organización del Estado. El Presidente juzga de su deber declarar al Congreso General que entretanto no le será posible desempeñar como desea los altos deberes que se le han encomendado (citado en Ruíz Moreno, 1980, p. 67).

La nacionalización de la ciudad implicaba, entre otras cosas, también la nacionalización (es decir, la repartición) de las deudas contraídas por la Provincia de Buenos Aires, lo que no le resultaba atrayente al resto de los gobernadores. También implicaba la disolución del Gobierno Provincial (Legislativo y Ejecutivo). Según los debates, hasta unitarios y federales cerraron filas en defensa de la integridad territorial. Finalmente, los más poderosos terratenientes consideraron que la nueva delimitación constituía un ataque a sus intereses, ya que se les quitaba la zona más productiva de la provincia, con los ingresos provenientes del puerto, que representaban nada más ni nada menos que cerca del 75 por ciento de la renta del Gobierno Provincial (Tanzi y Ubeira, 1982, pp. 299-300). A la presión ejercida desde varios frentes, se sumó especialmente esta última, encabezada, entre otros, por Nicolás de Anchorena y su primo Juan Manuel de Rosas. Como Rivadavia lo había anunciado, la inviabilidad de la capitalización determinó la renuncia del primer Presidente argentino en junio de 1827.

EL CENTRO Y SUS BORDES

Sobre la base de estos argumentos, es posible entrever que en el arduo proceso de la construcción de Buenos Aires como centro político se condensaron y expusieron con particular intensidad los conflictos básicos de la organización nacional postindependiente. Las dialécticas ciudad-campaña e interior-capital continuaron en otros pares polares, como “desierto-urbe”, de  Esteban Echeverría (El Matadero, 1840), o “civilización-barbarie”, de Domingo Faustino Sarmiento (Facundo, 1845). La preeminencia de una ciudad capital centralizada y poderosa que debía irradiar la civilización hacia las provincias se impuso al modelo de la oposición federal que proponía una capital itinerante o una ciudad aldea que solo fuese albergue de las instituciones, pero que no construyera a su alrededor una “esfera pública” activa y vigorosa. La ruptura con las estructuras territoriales coloniales que intentó la capitalización de 1826 no fue más que un efímero pero fundamental proyecto, cuya materialización se vio recién varias décadas después, a partir de la sanción de la Constitución Nacional de 1853, y hasta la federalización de la ciudad de Buenos Aires en 1880. Más allá de su fracaso, el proyecto rivadaviano mostró, en verdadera magnitud, la imagen integral de la problemática urbana y territorial que desataba la necesidad de una capital para el país. Las guerras que se sucedieron hasta que la ciudad se convirtió en capital definitiva en 1880 fueron la confirmación posterior de una centralidad cuestionada, inequitativa, pero inevitable para la organización de la Nación. Esta relación, con una ciudad escindida de sus territorios conurbados, y entre toda la metrópoli y la Argentina,  aún no ha sido resuelta.

NOTAS

1. El presupuesto es tributario de la intuición de Charles “Chuck” Sargent (1936-2015), con quien discutimos a comienzos de los años noventa la existencia de “un molde” para el Conurbano Bonaerense, creado durante los últimos años del régimen colonial y los primeros años republicanos. Sea este texto también un homenaje a su memoria.

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