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Revista de la Escuela de Ciencias de la Educación

versão impressa ISSN 1851-6297versão On-line ISSN 2362-3349

Rev. Esc. Cienc. Educ. vol.1 no.15 Rosario jun. 2020

 

PRESENTACIÓN

PRESENTACIÓN

 

Myriam Southwell

CONICET - Universidad Nacional de La Plata, Buenos Aires
islaesmeralda@gmail.com

Bienvenidxs a una Revista que presenta un conjunto de experiencias y reflexiones que problematizan las características actuales de la educación escolar.
En nuestras formas más frecuentes de referirnos a la escuela surge, por un lado, la idea de que encontramos todo alterado, de que algunas prácticas que nos eran muy comunes están ahora bastante cambiadas y que, inclusive, surgen situaciones que hacen llenarnos de asombro y hacen que sintamos poco eficaces algunas herramientas conocidas. Por otro lado, y de modo contrastante con la perspectiva anterior, también solemos describir muchas características de la escuela como viejas, decimos de ella que es una institución difícil de mover y modificar, hablamos de que va demorada en relación con los cambios que se producen en la sociedad y nos acostumbramos a pensar que en ella es “natural” que algo no cambie. Estas dos perspectivas puestas juntas pueden dar la idea de contradicción; este número de la Revista permite analizar aquí que ambas formas de mirar esa clásica institución tienen asidero y que el hecho de que coexistan y se conjuguen paradojalmente, forma parte de la lógica propia de la escuela.
En los últimos años fuimos analizando, alertando, describiendo, cómo el cambio en diversas lógicas del funcionamiento social iría cambiando la vida dentro de las escuelas. Sin lugar a dudas, muchos de esos cambios se han ido poniendo de manifiesto, sobre todo aquellos que nos han interpelado como ciudadanas y ciudadanos y con esas nuevas tensiones, entramos, y asistimos a la escuela. Sin embargo, también se está problematizando aquí – a partir de mucho andar en las escuelas y mucho dialogar con distintos actores – cuando  esos cambios impactaron en la vieja forma escolar. Algunos aspectos sí, claramente se han visto modificados, por ejemplo las formas de construir autoridad, el reconocimiento de derechos, la relación entre las instituciones y con sus órganos de regulación y gobierno. Otros aspectos no cambiaron tanto; contrariamente parecen permanecer de modo análogo a como lo conocieron las generaciones anteriores. También – cabe aclarar – que el hecho de que haya aspectos que resultaron modificados o que existan permanencias en el funcionamiento, no quiere decir -por sí solos y en ninguno de los dos casos- que funcione bien.
Pero también se analiza en estas páginas la tensión entre la consolidación histórica y los desafíos actuales del dispositivo escuela. Cierta tendencia conservadora de la escuela ha sido analizada hace dos o tres décadas por algunos autores como Dominique Juliá, Antonio Viñao Frago, Larry Cuban y David Tyack desarrollaron los conceptos de “cultura escolar” y “gramática escolar” para mostrar la característica de permanencia y consolidación de prácticas consolidadas en el tiempo. A partir de esos conceptos, los autores advierten sobre "el carácter a-histórico" o la ausencia de una mirada retrospectiva que revise ese formato largamente consolidado, por parte de debates concernientes a las políticas educativas que intentaron plasmar dichas reformas. Esa ausencia de una mirada retrospectiva, dicen los autores, es el que explica uno de los rasgos de las distintas reformas analizadas: su superficialidad. Esa superficialidad hace que sólo rocen, que se queden en la epidermis del núcleo básico de la acción educativa y desconozcan lo que ellos llaman "la gramática de la escuela”. Sobre esta gramática este número de la Revista presenta muchos ejemplos. La gramática de la escuela refiere al conjunto de tradiciones y regularidades institucionales sedimentadas a lo largo del tiempo, transmitidas de generación en generación por maestros y profesores; de modos de hacer y de pensar aprendidos a través de la experiencia docente; de reglas del juego y supuestos compartidos que no se ponen en entredicho y que posibilitan llevar a cabo la enseñanza, adaptar la sucesión de reformas planteadas desde el poder político y administrativo a las exigencias que se derivan de dicha "gramática", y transformarlas. Las características de la gramática escolar incluyen el hecho de tener una gran permanencia y perdurabilidad.
Hablar de gramática en esta dirección puede producir un cierto escepticismo sobre las posibilidades de los cambios educativos y sobre el poder de maestras, maestros y profesores para modificar la práctica escolar. Sin embargo, la intención que conlleva este concepto no es esa sino la contraria. Con él se propone brindar un marco explicativo y de análisis para entender cómo se aplican y adaptan los cambios; cómo y por qué determinadas propuestas son introducidas más o menos rápidamente a la vida escolar; cómo otras son rechazadas, modificadas, reformuladas o distorsionadas a partir de esos modos de hacer y pensar sedimentados a lo largo del tiempo; cómo puede generarse el cambio escolar y cómo este último, en definitiva, es una combinación de continuidades y rupturas.
Estas características se ponen en juego en muchas de las preocupaciones cotidianas que hacen que se vislumbren como muy difícil, los intentos de cambio. Esto surge, tanto para los intentos estructurales de cambio –nuevas políticas, reorganización del curriculum, modificaciones en el ciclado, etc.-  como también en los cambios más en pequeña escala que se piensan dentro de cada escuela. Tal como se trata en numerosas partes de este trabajo, con frecuencia, la educación se ha visto obligada a lidiar con propósitos contradictorios como: socializar en la obediencia o en el pensamiento crítico, enseñar conocimiento académico o destrezas prácticas, cooperación o competitividad, destrezas básicas o creatividad y pensamiento de alto nivel, centrarse en la base académica o permitir elección de contenidos (Tyack y Cuban, 1995). Pero la lucha entre propósitos opuestos ha sido desigual. Casi siempre, ciertas opciones se han visto facilitadas por el contexto social e institucional de la tradición, y otras, por el contrario, han tenido que oponerse a un silenciamiento sistemático.
Seríamos injustos si no reconociéramos que la escuela ha cambiado, como lo señalan los análisis incluidos en esta Revista. Deberíamos reconocer muchos cambios que la escuela, los sistemas de gobierno escolar y las políticas públicas se animaron a llevar adelante. Si recordáramos que nuestros padres o abuelos fueron a una escuela donde el abanderado debía ser varón y las escoltas mujeres, si recordamos los relatos familiares de castigos corporales sufridos, si tenemos presente que durante mucho tiempo se enseñó una historia que no incluía a los pueblos originarios, que se desplegó una concepción del conocimiento que no reconocía lugar para la revisión crítica, etc. Pero, debido al reconocimiento de lo fructífero que han resultado esos y otros cambios operados en la escuela, este trabajo de los colegas nos invita a volver a poner la lente en sus rasgos centrales y que esa misma lente, grande y aguda, nos habilite las condiciones para mirarla en nuestro hoy en los cambios que ella requiere y que puede hacer (Rodríguez Romero, 2000).
 Uno que se ha hecho evidente en los últimos años y es la incorporación en la escuela, de nuevas figuras o el refuerzo de algunas existentes (asesores, gabinetes, tutores) y redes de apoyo externas -que incluyen juzgados, organizaciones de protección de niñas, niños y adolescentes o centros de salud- que complementan, contribuyen y a veces tensionan la acción de la escuela. En esa formación de sociabilidad están siempre prestas a resurgir las clásicas perspectivas normalizadoras y moralizadoras que forman parte de la escolaridad desde su mismo origen. Hay una segunda dimensión que parece estar aún mucho más en ciernes y se refiere a que en procura de construir diálogos fecundos con la cultura contemporánea, deberían también incorporarse las modificaciones en la sensibilidad o las nuevas formas de sociabilidad que ha producido también la experiencia contemporánea; esto remite, por ejemplo, a una relación de respeto a las identidades de género, a la diversidad de construcciones familiares y parentales, de las estéticas, en vínculos de mayor cuidado y reciprocidad, etc. 
Creo que en esto hay una clave. Mirar las posiciones que desplegamos los adultos, cómo nos paramos –aun tensionados en posiciones dilemáticas y provisorias –  y cómo estas habilitan determinadas posiciones de los y las estudiantes, permitirá seguir ahondando en la necesaria –aunque más no sea intermitente – democratización de la escuela.

Pedagogias y cuidado: reciprocidad y reconocimiento

La educación desde su origen mismo ha supuesto establecer ciertas condiciones previas de protección, algunas formas de amparo para albergar un proceso educativo y desde allí – desde el propio origen – el ejercicio de enseñanza fue fortaleciéndose con relación a una posición ética implícita en el acto de educar. Sin embargo, el vínculo de la educación con la protección y el cuidado no ha dejado de ser objetado en la medida en que se ha pensado que el avance hacia al cuidado puede generar un “ablandamiento” en el trabajo y la exigencia que supone formarse. Hay en estos artículos un razonamiento distinto, tendiente a resaltar que en las sociedades de nuestro tiempo, en las que hemos aprendido – de mano del abundante conocimiento social –  que vivir como un ser social pleno que se relaciona en comunidad  supone un camino de creciente reconocimiento de derechos. En ese marco, la escuela va desarrollando más saberes para formar con carácter más humano, más comprensivo y más implicado con las vivencias del otro.
Esa misma preocupación podría situarse en los modos de valorar maneras expresivas, aplicaciones de conocimientos y formas de posicionarse frente a la norma que despliegan nuestros alumnos. Frecuentemente miramos esos comportamientos comparándolos con el recuerdo que tenemos de nuestras propias vivencias infantiles y juveniles, lo que implícitamente nos posiciona en el lugar del ejemplo. Esa comparación y la descalificación que muchas veces lleva asociada, olvida que la diferenciación generacional –y también la filiación- implica un distanciamiento a través de la alteración de lo dado y la recreación del legado. Así ha sido en todo tiempo y lugar y a ello se debe que la cultura y las sociedades tengan una vida plena. Lo que puede haber sido considerado vanguardista en nuestra propia experiencia vital es subvalorado como facilista o superficial en manos de otros.
La irrupción o aparición extendida de cada nuevo dispositivo tecnológico trajo consigo una promesa implícita y –en simultáneo- diversos miedos (Gitelman, 2008). No puede dejar de decirse que durante mucho tiempo partimos de la noción de que la brecha digital era un fuertísimo impedimento para generar experiencias de aprendizaje e interacción cultural igualadoras. Ahora, la expansión de computadoras y dispositivos a través de políticas públicas o por la influencia industrial, genera mejores condiciones para aspirar a una educación más igualadora.  A su vez, y por esas dos potencialidades simultáneas, la relación frente a ello se “instrumentaliza”, se generan vínculos desde el afuera, se define para que pueden “servir” y se piensa en la escuela siempre como espacio privilegiado para “incorporarlos”.  Esto produjo que el vínculo entre la cultura escolar y las tecnologías del siglo XX se constituyera como “una relación de extrañeza y ajenidad” (Cuban, 2001).
En definitiva, se pone allí en juego una variante de la clásica disputa por aquellos saberes, innovaciones, prácticas y dispositivos que constituyen a la escuela. No será cuestión de que dramaticemos y supongamos que estamos dirimiendo el fin o el comienzo de una era, la pérdida o la fundación de algo inédito, sino entender que estamos inscriptos en una historia de muy largo plazo donde las distintas concepciones pedagógicas –desde Comenio, pasando por  Decroly hasta Paulo Freire- han producido, recreado y disputado su propio repertorio de saberes, validaciones, dispositivos y prácticas.
Nos interesa destacar por qué la implicación en la protección y el cuidado se vinculan con un posicionamiento ético, que, como veremos adquiere profundos sentidos pedagógicos. Como afirma Arendt,

Como el niño no está familiarizado aún con el mundo, hay que introducirlo gradualmente en él; (...) los educadores representan para el joven un mundo cuya responsabilidad asumen, aunque ellos no son los que lo hicieron y aunque, abierta o encubiertamente, preferirían que ese mundo fuera distinto. En la educación, esta responsabilidad con respecto al mundo adopta la forma de autoridad. (...) La calificación del profesor consiste en conocer el mundo y ser capaz de darlo a conocer a los demás, pero su autoridad descansa en el hecho de que asume la responsabilidad con respecto a ese mundo. Ante el niño, el maestro es una especie de representante de todos los adultos... (Arendt, 1996, p. 201).

Pero a la vez, como decía Maria Montessori, el hombre degeneraría sin este niño que lo ayuda a elevarse, el hombre ayuda al niño a elevarse porque el hombre educa y eleva al niño.  La existencia misma de chicas, chicos y jóvenes educándose nos impone imaginar un mundo para ellos e imaginar que ellos podrán imaginar el mundo. El cuidado puede ser una forma en que los adultos nos hacemos cargo de lo complejo, insuficiente e incompleto del mundo y que no es como lo quisiéramos, para generar un marco de amparo y así poder formarse. He ahí uno de los sentidos más profundos y único del trabajo pedagógico, donde nuestra mirada y presencia son irremplazables.
¿Cuáles son los lugares de cuidado del otro que nuestras formas pedagógicas suponen? Hay múltiples referencias entre estas páginas. ¿Qué efectos pedagógicos tiene poner en un lugar central una perspectiva del cuidado? Por supuesto estas preguntas abren múltiples caminos y los distintos artículos que aquí se presentan, nos hablan de esxperiencias y tensiones.
La consideración del cuidado está tensionado entre una perspectiva que se apoya en el derecho y las capacidades de los individuos o bien aquella que pone a los otros en una posición de desventaja fija, a quien no le asigna autonomía, capacidad de decisión y -muchas veces- tampoco dignidad. En ese sentido, puede haber formas de protección caritativa que disminuyen al otro respecto a la consideración de sus capacidades y su voluntad. Así como tampoco resulta formativa la intención de no transmitir algo traumático, lo no deseado, lo que duele decir. Hay que poder comunicar lo traumático de manera acorde y cuidadosa, porque de lo contrario, el pesar no transmitido obtura y nos deja más ligados a lo no “metabolizado” en lugar de poder avanzar hacia el futuro habiendo podido asimilar los hechos pasados.
Hay en este trabajo una afirmación fundamental, desplegada a lo largo de sus artículos. La escuela no puede soslayar que hay derechos, ni limitar su difusión sólo a un puñado de ellos, aún cuando no haya fórmulas conocidas para volverlos prácticas cotidianas. Nadie puede tener dentro de la escuela menos derechos de los que tiene afuera como ciudadano/a. A la vez, hay un trabajo cotidiano que la escuela está en inmejorables condiciones de hacer y se expresa mejor cuando no está en forma de un articulado, sino en diálogos en un pasillo, o de pupitre a pupitre, en la puerta de entrada y es tener en cuenta al otro, que el o la otro/a -ese semejante y distinto a la vez- no se vuelva invisible. Formarnos humanamente, para vivir en reciprocidad puede hacernos experimentar nuestra fragilidad e incompletud pero también nuestra fortaleza
Y el cuidado en nuestro trabajo toma forma de enseñanza. Que al final de un proceso, dos (simbólicamente dos aunque siempre son muchos más) sepan lo que en un principio sabía sólo uno. Y por eso en nuestra tarea nunca terminamos de crear situaciones y dispositivos para que un individuo pueda decidir aprender; no podemos afirmar que ellos no pueden, podemos seguir buscando maneras para confirmar una y otra vez que cualquier ser puede aprender y crecer.
Pero a la vez, la enseñanza tiene que enseñar a hacer algo propio con eso que se ha aprendido; tenemos la tarea de tender grandes, numerosos y significativos puentes con la cultura, pero además lo que aprenden y cómo lo aprenden tiene que llevar la posibilidad implícita de hacer con ello algo propio; un conocimiento que pueda permitirle a todas y todos interrogarse y emanciparse. En este sentido, trabajo escolar puede permitir al alumno implicarse y, al mismo tiempo, desprenderse, separarse, hacer algo nuevo. A ese encuentro, a esa mediación, vamos equipados con problemas clásicos y con otros nuevos, y con algunas herramientas útiles y otras que habrá que revisar. Se hará necesario recurrir a nuevas preguntas, revisar nuestros saberes, para incluir nuevas miradas que permitan hacerles lugar a la novedad de situaciones, la pluralidad de infancias, adolescencias y juventudes, y para acompañar situaciones inéditas. Esto, sin lugar a dudas, es una tarea compleja que requiere formación y reflexión sobre la experiencia, que demanda políticas educativas que fortalezcan las condiciones para ejercer el trabajo, y también la asunción de una posición que recupere la responsabilidad y la importancia que tenemos los educadores. A ello viene a contribuir este número de la Revista.

Referencias Bibliográficas

1. Arendt, H. (1996/1956). Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política. Barcelona: Península.         [ Links ]

2. Cuban, L. (2001). Oversold and underused. Computers in the classroom. Cambridge: Hardvard University pess.         [ Links ]

3. Giltelman, L. (2008) Always already new. Media, history and the data of culture. Cambridge: MIT Press.         [ Links ]

4. Rodríguez Romero, M. M. (2000). “Las representaciones del cambio educativo”. En: Revista Electrónica de Investigación Educativa, Volumen 2, Nº 2. Consultado el 27/4/2020 en: http://redie.uabc.mx/contenido/vol2no2/contenido-romero.pdf

5. Tyack, D. y Cuban, L. (1995). Tinkering toward utopia. Cambridge, Ma: Harvard University Press.         [ Links ]

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