El libro de Saul Friedländer publicado en 1982, Reflejos del nazismo. Un ensayo sobre el kitsch y la muerte, fue la primera publicación académica que abordó en detalle la expansión de las imágenes del nazismo en la cultura masiva contemporánea. El fenómeno había ganado notoriedad pública durante la década previa, mediante la polémica generada por películas como Il portiere di notte (1974) de Liliana Cavani o Saló (1975) de Pier Paolo Pasolini, junto a la extensión del uso de la simbología nazi en el cine erótico de Clase B, otros sectores de la cultura underground (como la escena gay neoyorquina) y manifestaciones artísticas de mayor notoriedad (como el movimiento punk, la fotografía pop y las exposiciones de arte moderno).1
La recurrencia de la imaginería nazi en el arte de los años setenta había sido el puntapié de un breve ensayo de Susan Sontag en 1975, publicado en The New Yorker bajo el título Fascinating Fascism. La intelectual neoyorquina reflexionaba allí, en un primer apartado, sobre la aceptación creciente del arte nacionalsocialista de Leni Riefenstahl en los círculos intelectuales europeos y norteamericanos de mayor prestigio. En un segundo apartado se dedicaba a describir la creciente asociación entre ornamentación nazi y pornografía en la cultura popular:2
En la literatura, las películas y los juguetes sexuales por todo el mundo […] los SS se han convertido en referencia de aventura sexual. Muchas de las imágenes de los excesos del sexo se han colocado bajo el signo del nazismo. Botas, cuero, cadenas, cruces de hierro sobre torsos brillantes, esvásticas, junto con ganchos de carnicería y pesadas motocicletas, se han convertido en aparatos secretos y muy lucrativos del erotismo. […] ¿Por qué la Alemania nazi, que fue una sociedad represiva del sexo, se ha vuelto erótica? ¿Cómo pudo un régimen que persiguió a los homosexuales convertirse en estímulo sexual gay? (Sontag 2007: 112)
Este problema también atrajo la atención de Michel Foucault, quien, durante ese mismo año, se refirió brevemente al tema en dos entrevistas, replicandoen buena medida la preocupación de Sontag:
¿Cómo pudo el nazismo, que estaba representado por lamentables, raídos y puritanos jóvenes, una especie de solteronas victorianas, ser hoy en todas partes -en Francia, en Alemania, en Estados Unidos- en la literatura pornográfica del mundo entero, la absoluta referencia del erotismo? (Foucault 1974: 26)3
A su vez, Foucault desarrollaba sus propias inquietudes sobre la imaginación sexual y la cultura contemporánea:
El problema que se plantea es el de saber por qué hoy nos imaginamos tener acceso a ciertos fantasmas eróticos a través del nazismo. ¿Por qué esas botas, esos cascos, esas águilas con las que tan a menudo se entusiasman? […] ¿El único vocabulario que poseemos para retranscribir ese gran placer del cuerpo en explosión será esta fábula triste de un reciente Apocalipsis político? ¿No poder pensar la intensidad del presente sino como el fin del mundo en un campo de concentración? (Foucault 1975: 821)
A primera mirada, Reflejos del nazismo comparte con el ensayo de Sontag y las intervenciones de Foucault una concepción común respecto a la producción artística, que no construye distinciones morales explícitas entre high y low art. En consonancia con Sontag, que “descolocó a los sectores intelectualoides” con sus notas sobre lo camp y la imaginación pornográfica, con una defensa “que estaba más allá del gusto y el entendimiento de los estadounidenses de clase media más instruidos” (Hustvedt 2017: 99), Friedländer no condena el arte de masas in toto. Su análisis del fenómeno sugiere que la reunión de la sensibilidad kitsch, a la que toma con seriedad e intenta definir con precisión, junto a motivos recurrentes de muerte y destrucción -a primera vista contradictorios: el orden rígido y el desorden destructivo, la banalidad cotidiana y la trascendencia trágica, la angustia y la tranquilidad- son los que generan la sensación persistente de fascinación e incomodidad.
Existen, indudablemente, coincidencias entre las intervenciones. Evidentemente surgen de una preocupación común por la atracción que ejercen las imágenes del nazismo durante los años setenta. A ello se suma un interés por expresiones artísticas que se encontraban desalojadas del canon académico; en particular, la literatura bestseller y el cine de distribución masiva. Sin embargo, esta cercanía superficial puede opacar la novedad del trabajo de Friedländer, que instaura preguntas, preocupaciones e hipótesis nuevas sobre la relación entre estética y política, e intenta definir un nuevo objeto de estudio a través de un análisis transversal de expresiones culturales. A diferencia de Sontag y Foucault, Friedländer era un especialista en la historia del nacionalsocialismo y había desarrollado una obra que se concentraba en los procesos de construcción de memoria. Este libro, que se encuentra en una línea lógica con sus esfuerzos previos, buscaba fundar un nuevo campo de estudios sobre “cultura y nazismo”4 que estaba vacante. Su impronta se basaba en identificar la existencia de un “nuevo discurso sobre el nazismo” (Friedländer 1984: 13) que comienza en los años sesenta y se extiende durante la década siguiente.5 A su vez, no buscaba comprender sus características y su influencia para evaluar el estado de la imaginación o la cultura sexual contemporánea, como señalaba Foucault, sino para echar nueva luz sobre el período nazi. Su objetivo principal no era comprender las manifestaciones culturales del presente sino usarlas como trampolín hacia el pasado, para analizar las claves culturales que permitieron la fascinación original que ejerció el nazismo sobre la población alemana.
Lo sorprendente, en todo caso, es que el intento de Friedländer haya sido mayormente infructuoso; las manifestaciones que identificaba como “nuevo discurso” volvieron a las sombras de la clase-b o se incorporaron subrepticiamente al mainstream durante los ochentas, desapareciendo nuevamente del scope académico. No hubo continuadores ni deudores críticos de su trabajo. Recién los primeros años del nuevo siglo verán un interés creciente de la academia por las imágenes del nazismo en el arte contemporáneo, junto al éxito de los formatos digitales y la conveniente redistribución de obras pertenecientes a géneros o corrientes “menores”, como el nazisploitation6 y el sadiconazista,7 que habían quedado sepultadas en antiguas copias fílmicas para autocines o en cintas VHS para videoclubes “de culto”. La redistribución digital produjo una nueva generación de espectadores y un revival del “nazismo fascinante” en la literatura, la moda, el cine, los comics y las consolas de videojuegos del nuevo milenio (Frost 2002, Magilow, Vander Lugt y Bridges 2012), encabezado por la obra de realizadores influyentes y masivos como Quentin Tarantino y Rob Zombie.8 El campo académico respondió al fenómeno con algunos estudios inaugurales, dispersos en sus esfuerzos y objetivos (Stiglegger 2007, Pinchevsky y Brand 2007, Buttsworth y Abbenhuis, 2010, Pagés y Rubí 2012, Fernández Lerma 2015). Es impactante que un antecedente como Reflejos del nazismo esté ausente en todos ellos. Exceptuando dos breves menciones en la conclusión del libro de Frost (2002: 152 ss.), ni siquiera consta en las bibliografías generales.
¿Por qué el libro de Friedländer encontró tan poca repercusión en el ámbito académico? ¿Cuál fue la razón por la cual la expansión de imágenes “fascinantes” del nazismo durante la década de 1980 y 1990 -su movimiento silencioso hacia el mainstream- quedó fuera del análisis cultural? ¿A qué se debe el hecho de que los nuevos estudios sobre cine y literatura, enfocados en estas manifestaciones culturales, también dejaron de lado Reflejos del nazismo? El recorrido que se traza aquí intentará evaluar algunas de estas cuestiones. Aunque se mantiene una mirada mayormente crítica sobre el libro de Friedländer, se defenderá que la revisión de su trabajo, incluso con sus inconsistencias, permite evaluar problemas comunes a los estudios sobre las imágenes eróticas del nazismo. Incluso los trabajos incipientes del nuevo siglo, enmarcados en estudios fílmicos y literarios, mantienen sus investigaciones a un nivel exploratorio, en el que la descripción estética, el descubrimiento jubiloso de obras ocultas y el trazado de correlaciones formales entre ellas -todos procedimientos propios de la crítica- se imponen frente a preguntas políticas y sociológicas más relevantes.9 Los escasos estudios dedicados al tema se defienden arguyendo que se ha debido a la censura del ámbito académico y a la incorrección que supone trabajar con objetos artísticos tan masivos como desprestigiados. Se alinean, en tal sentido, con los productores de esos mismos objetos, que han invocado a la censura y el victorianismo como legitimación suficiente para la profusión de “sus porno-esvásticas” (Levi 1977: 38). Es probable que tengan algo de razón. Pero también es probable que sea necesario formular mejores preguntas.
1. Sobre las características del “nuevo discurso”
El libro de Friedländer comienza aseverando que “más de treinta y cinco años luego de haber desaparecido, el Tercer Reich sigue siendo el punto de referencia nodal de la historia contemporánea” (1984: 11). Es difícil discutir esa premisa. El nazismo significa una marca indeleble para las naciones europeas que sufrieron en su propio territorio el avance bélico y la aplicación del plan sistemático de exterminio de la población judía. Pero incluso desde antes de la Segunda Guerra Mundial, como muestra Frost (2002: 16 ss.), el nazismo asumió una centralidad impactante en el arte y la ciencia occidental. Una presencia que no dejaría de crecer desde la posguerra, dando lugar, efectivamente, a “miles de libros, docenas de películas, innumerables artículos” (Friedländer 1984: 11), volviéndose un tema determinante para el discurso y la organización política occidentales en su totalidad. Al volverse “tropo universal del trauma histórico”, como señala Huyssen (2000: 13 ss.), un símbolo de las tensiones propias de la modernidad (Bauman 2006: 26 ss.), el nacionalsocialismo -y especialmente la Shoah- ha funcionado como una contraposición simbólica que orienta la forma en que occidente se piensa a sí mismo. En ese sentido, los efectos simbólicos del genocidio nazi, siguiendo a Feierstein (2007: 237 ss.), han sido partícipes de una reorganización política a nivel global.
Friedländer no busca rastrear, sin embargo, este fenómeno general, sino destacar la existencia de un tipo de discurso que se ha escapado de la mirada académica; esto es, una utilización de la parafernalia nacionalsocialista que se basa en el poder de “las imágenes y las emociones”, que se caracteriza por establecer un “libre juego de fantasmas” y proponer una “reelaboración estética” del pasado que va “más allá de la ideología” (1984: 13 ss.). Estos discursos, mayoritariamente de la esfera artística, instalan la noción de que es necesario volver una y otra vez sobre el Tercer Reich para “exorcizar” los propios demonios. Según Friedländer, comparten la percepción de que sólo es posible liberarse de los fantasmas del nazismo si se supera la culpa y se penetra -más allá de los límites de la moralidad censuradora- en la profunda verdad de la enfermedad que aqueja.
Friedländer establece una ruptura explícita entre el objeto de análisis de su libro y los discursos previos sobre la Shoah, diferenciando lo que considera “retratos típicos” (da como ejemplo la novela The Tin Drum de Günter Grass) de toda una serie de objetos artísticos que agrupa bajo la categoría de “nuevo discurso sobre el nazismo” (1984: 15). Sugiere una extensa lista de obras que podrían ser consideradas parte del conjunto -todo el ciclo sadiconazista, Lili Marleen (1980) de Rainer Werner Fassbinder, y Hitler, a film from Germany (1977) de Hans-Jürgen Syberberg, que encontraron poco lugar en el análisis- pero se encarga de aclarar que, al ser un primer acercamiento, su trabajo no pretende ser exhaustivo sino “tomar algunos ejemplos para descubrir la estructura común del nuevo discurso” (1984: 17). En ese esfuerzo, define su objetivo principal como un “intento de asir estas manifestaciones y comprender la lógica de esta transformación, de esta reelaboración” mediante un rastreo de “asociaciones de imágenes”. La decisión más interesante, a nivel metodológico, es proponer un recorte basado en la naturaleza de los propios objetos culturales y no en base a criterios externos (fechas, zonas geográficas o pertenencia ideológica de sus autores). Friedländer está convencido de que estos trabajos “llevan dentro suyo un discurso latente, gobernado por una profunda lógica que necesita ser clarificada” (1984: 15). Sin embargo, a lo largo de la primera sección del libro, encuentra dificultades para con claridad esa cualidad transversal.
La principal idea que sobrevuela al libro es que estos objetos culturales exhiben, sin tapujos, diversas formas de fascinación por el nazismo: un tipo de atracción plástica -a veces claramente nostálgica- por sus símbolos y personajes, por la fuerza icónica de su diseño (vestimenta, arquitectura, desfiles y celebraciones) y por el impacto emocional, disruptivo e inmediato, que supone su puesta en imagen. Friedländer se encarga de remarcar que este tipo de fascinación estética no supone una reivindicación ideológica por parte de los autores, sino, comúnmente, lo contrario. Existe entonces una evidente “fricción” entre la elaboración temática, o la voluntad consciente de los autores, y “lo que dicen involuntariamente, a pesar de ellos mismos” (1984: 18). Pero esta correcta apreciación describe apenas lo más visible de estos objetos, incluso lo que los hizo surgir a la superficie en términos estrictamente mercantiles. Lo que se encuentra por debajo de esa “incomodidad”10 sería, a su vez, lo que podría explicarla.
A lo largo de los diversos “ensayos” que componen al libro, como les llama Friedländer, se describen básicamente tres aspectos que permiten dar cuenta de la fascinación que ejerce el nazismo en la cultura contemporánea.11 En primer lugar, una concepción particular del kitsch, que intenta superar las concepciones condenatorias del arte de masas, y el argumento de que la reunión entre kitsch y muerte (como marco que contiene todo tipo de oposiciones simbólicas) es la característica central de estas producciones. En segundo lugar, la defensa de que existe un acontecimiento “nuevo”, una “transformación”, “revisión” y “reelaboración” que gobierna estos discursos, basada en la atracción del nazismo como espectáculo, como efecto estético, como productor de imágenes de “angustia voluptuosa […] que quisiéramos seguir viendo por siempre” (1984: 21). En tercer y último lugar, la noción de que estos discursos, aunque “neutralizan los peores aspectos del nazismo” a través de “artificios del lenguaje, desplazamientos del sentido, estetización e inversión de símbolos” (1984: 22), habilitan una puerta de entrada a las dimensiones psicológicas del fenómeno nacionalsocialista, porque el “nuevo discurso” se sostiene en la recuperación de los “fundamentos que sostenían el amarre psicológico” originario del nazismo con la población alemana, “un tipo particular de esclavitud nutrida por deseos simultáneos de absoluta sumisión y total libertad”12 (1984: 19). Para Friedländer, estas imágenes podrían conducir, entonces, a una mejor comprensión de los elementos culturales que fueron parte de la fascinación que habilitó y sostuvo la dominación política del nazismo.
2. El kitsch y la muerte: sostén de las tensiones simbólicas
Uno de los aspectos más interesantes de Reflejos del nazismo es la centralidad del concepto de kitsch y su distancia respecto del uso que le otorgaban autores clásicos de la crítica cultural, como Robin George Collingwood (1938), Clement Greenberg (1939) o Dwight MacDonald (1957), cuyo principal interés era diferenciar el arte “genuino” o “de vanguardia” del que consideraban arte “falso” o “masivo”. Friedländer sigue definiendo al kitsch en contraposición a la haute culture, retomando la idea de Abraham Moles para quien el término implica que implica “un pináculo del buen gusto en la ausencia de gusto, del arte en la fealdad […] arte adaptado a la vida allí donde la función de adaptación excede a la de innovación” (1971: 19 ss.), pero no lo hace de forma condenatoria. La noción de kitschqueda delimitada, en sus palabras, como una “adaptación al gusto de las mayorías, una expresión fiel de una sensibilidad común, de la armonía tan cara a la pequeña burguesía, que ve en ella un respeto por la belleza y por el orden de las cosas” (Friedländer 1984: 25 ss.).
En A Theory of Mass Culture (1957), MacDonald defendía una concepción del kitsch que se sostenía en la impersonalidad -ausencia de la impronta autoral o mirada particular del creador- y en la producción de un tipo de arte industrializado, movido únicamente por intereses de rédito económico. Su visión se encontraba en línea con las ideas de Greenberg que, en su texto seminal Avant-Garde and Kitsch (1939), circunscribía la tendencia a la “pasividad” como característica central del nuevo arte de masas. En su concepción, el arte genuino o de vanguardia suponía un valor de la forma pura, una orientación hacia la abstracción que obliga al espectador a realizar operaciones intelectuales complejas de interpretación y elaboración propia para poder evaluar o disfrutar la obra. El kitsch, por el contrario, sería un arte “digerido” y temáticamente explícito que le otorga al público ideas y emociones ya definidas. Su recepción supone, por ende -según critica Nöel Carroll- la pasividad del público (2002: 44 ss.). La principal diferencia en la concepción de Friedländer es que el kitsch no se manifiesta como una totalidad sino como un registro, tono, modalidad o estilo, que puede imbuir a todo el arte contemporáneo, desde los objetos orientados al consumo masivo hasta el cine “de autor” o la literatura de vanguardia. En oposición a estos exponentes clásicos, el kitsch no define una “naturaleza” del arte de masas, es decir, pierde la cualidad “ontológica” del argumento, desbaratando el tipo de crítica que realizaba Carroll (2002) a estas empresas.13 Por esa razón, Friedländer puede observar cualidades del kitsch en obras tan disímiles -si se asumiera la concepción dual de alta/baja cultura- como las memorias de Albert Speer, la biografía de Hitler escrita por Joachim Fest, la literatura de Michel Tourneur, los ensayos audiovisuales de Syberberg, las películas de Brass, Visconti, Pasolini o Malle.
Sin embargo, la ausencia de una concepción totalizante del kitsch no sortea otro tipo de inconvenientes que devienen del argumento principal de Friedländer. Los objetos culturales que identifica logran construir una fascinación y una atmósfera embriagante mediante la “yuxtaposición de la estética kitsch y temas que rodean la muerte: eso crea la sorpresa, esa emoción tan particular que caracteriza al nuevo discurso, pero también, al parecer, al propio nazismo” (1984: 26). La tensión principal se da a través un cruce de motivos: la estética kitsch se orienta a complacer la mirada, a delimitar un sentido compensado, ordenado y armónico de la belleza, una sensación de “comunión emocional al nivel más simple e inmediato”, mientras la representación regular de muerte, tragedia y destrucción generan un “verdadero sentimiento de soledad y temor” (1984: 27). Al sostener que el kitsch es una modalidad artística que tiende a neutralizar situaciones extremas, a transformarlas en un “idilio sentimental”, la puesta en imagen de la muerte amalgama entonces dos elementos contradictorios para la experiencia individual del público, que se mantienen incompatibles. Esa tensión es la que sostiene “tanto a los fundamentos de la estética nazi como a las nuevas evocaciones del nazismo” (1984: 27).
Friedländer da dos ejemplos de esta coexistencia tensa de motivos. En un pasaje de las memorias de Albert Speer (1970: 162), la noche cae sobre una terraza en la que se encuentra junto a Hitler. El atardecer dibuja todos los colores del arcoíris paulatinamente mientras Hitler relata capítulos de su vida. La escena establece al propio “hábitat” como parábola de la carrera militar, generando un clima apaciguado y calmo, de calculada perfección. De pronto, el último rayo de sol tiñe de rojo los rostros. Hitler, girando abruptamente hacia uno de sus ayudantes, dice: “parece un gran baño de sangre, esta vez no nos iremos sin violencia”. Speer cierra la escena con un anuncio de la destrucción y la muerte por venir, que, al tratarse de hechos históricos familiares para el lector, dependen de su “imaginación retrospectiva” (1984: 29). Para Friedländer, este tipo de kitsch tiene una inspiración romántica “simplificada y degradada” (1984: 39), cuyo motivo más recurrente y explícito es la figura trágica del “héroe que va a morir”, cuya virtud está tan predestinada como su agonía. La principal asociación entre kitsch y romanticismo, según Friedländer, está dada por su cualidad nostálgica y anti-moderna, por el tema de la “pureza juvenil” del héroe -representado por la castidad, la fidelidad y el sacrificio- que se enfrenta a la “decadencia de la modernidad” (1984: 33).14 Este motivo es el que le permite establecer una correlación directa entre el “nuevo discurso” y la sensibilidad romántica propia del nazismo, al señalar que, a diferencia de otras corrientes ideológicas como el marxismo y el liberalismo, su modelo societal estaba definido de manera tensa y contradictoria: la sociedad del futuro estaría basada en reflejos del pasado, el ámbito de la vida suprema fundado en una fascinación por la destrucción. Muerte y nostalgia, orden y apocalipsis. Friedländer liga de manera directa este motivo de la muerte (“no la muerte real en su horror cotidiano y su trágica banalidad, sino una muerte ritualizada, estilizada y estetizada […] urgente y esencial, en algún sentido religiosa y mítica”) con la tradición del romanticismo alemán que da sostén a la “sensibilidad” nazi.15
Freidländer define esta correlación entre kitsch y muerte, entonces, como “el corazón mismo de la dimensión estética del nuevo discurso sobre el nazismo” (1984: 45) a la vez que como el vínculo fundamental entre esta nueva reelaboración y la fascinación originaria creada por el nazismo.16 En sus palabras, la “esencia de este frissonen una sobrecarga de símbolos; una locación barroca; una evocación de atmósferas misteriosas, del mito y la religiosidad envolviendo una visión de la muerte que se anuncia como revelación” (1984: 45). La reunión de los elementos es posible por una “pseudo-espiritualidad” propia del kitsch, que se acerca a los “climas evocativos de mitos y leyendas”, que explota “el esoterismo y el misterio”, que retoma formas de comunión con la muerte que eran parte de la cosmovisión del nazismo. Para Friedländer, el kitsch es una forma devaluada del mito que, como él, es capaz de revelar verdades y valores ocultos. En este caso, la religiosidad que rodea a la muerte de una aureola de encantamiento:
El tema de la muerte se repite desde todo ángulo posible, y en todos lados podemos encontrar un vínculo con imágenes de la noche, el fuego, la larga marcha sin fin […] La proliferación de estas imágenes pueden dar al público una sensación de fusión y de endulzada armonía, que refleja al kitsch en general y, en particular, de aquellos sentimientos de comunión y vaga religiosidad que caracterizaban al nazismo. (1984: 52)
El análisis de Friedländer es correcto en la evaluación de motivos y recursos que recorren a las obras que selecciona. Lo que no resulta del todo claro son las razones por las cuales supone que esas diversas características, que devienen de la tensión entre kitsch y muerte, son las que definen la particularidad de las imágenes fascinantes del nazismo. En primer lugar, porque la correlación entre la belleza armónica, apaciguante y compensada, con la que define al kitsch, y los motivos de la muerte, el apocalipsis y la destrucción, exceden por completo al llamado “nuevo discurso”. Él mismo es consciente de ese problema al comenzar señalando que hay un “kitsch de la muerte” en la transformación ficcional de la muerte en “dulce sueño” durante la última escena de Hamlet, en las convenciones norteamericanas de los funerales, en la muerte del patriarca en novelas “moralmente edificantes”, en el retrato ficcional de la muerte de los héroes, reproducida luego por los niños en sus juegos de inspiración literaria/cinematográfica (1984: 26). Aunque esa tensión entre la belleza calma y la angustia de la muerte es, sin duda, parte de los objetos culturales que analiza, es a su vez uno de los motivos más constantes de la cultura masiva contemporánea. El fallecimiento de los héroes se puede observar por ejemplo en dos de los largometrajes industriales más vistos durante los últimos años: en la primera batalla de Star Wars: Episodio VIII (2017) y en el desenlace de Avengers: Infinity War (2018). Ambos films muestran esa persistencia del arte masivo contemporáneo de dotar a la muerte de un aura de fascinación, de belleza pictórica y una poética del sacrificio cargadas de una religiosidad vaga e indefinida.17 Esa conjunción entre “pureza casta”, “destino trágico”, “acceso a la eternidad” y “orden natural de las cosas” era parte de la cultura alemana, como Kracauer señala acertadamente en De Caligari a Hitler (1985) respecto del “cine de montaña”, un género cinematográfico alemán popularizado durante los años treinta que presentaba ciertas cualidades “proto-nazis”. La perfección pictórica, las alusiones evidentes entre el hábitat de la montaña y el ascenso espiritual, la figura de la heroína que recuperaba su pureza mediante la conquista de una naturaleza indómita, comúnmente mediante un proceso de adquisición de valor y cercanía a la muerte, y una renuncia simultánea de otras preocupaciones mundanas y relacionales. En Das blue licht (1932), por ejemplo, “lo que a la postre causa la muerte de la muchacha no es la imposibilidad de alcanzar la meta simbolizada por la montaña, sino el espíritu materialista y prosaico de los envidiosos aldeanos y el ciego racionalismo de su amante” (Sontag 2007: 85). No sería difícil demostrar la persistencia de estos motivos en el cine y la literatura contemporánea: casi toda la producción de largometrajes “moralmente edificantes” de Hollywood repite el esquema del héroe/genio incomprendido que se debate entre la trascendencia espiritual y el mezquino materialismo del mundo; su habitual fallecimiento en el tercer acto supone, comúnmente, una forma de derrota de las fuerzas anti-espirituales y un acto de justicia simbólica.18
En tal sentido, es indudable que la reunión entre kitsch y muerte, en el sentido que le otorga Friedländer, es un elemento clave de la producción de imágenes fascinantes del nazismo y, a su vez, un elemento que muestra la persistencia entre concepciones, ideales, valores y símbolos de la cultura oficial del nazismo en la cultura masiva contemporánea.19 Como señalaba Sontag:
Generalmente se piensa que el nacionalsocialismo sólo representa brutalidad y terror. Pero esto no es verdad. […] también representa un ideal o, antes bien, unos ideales que persisten aún hoy bajo otras banderas: el ideal de la vida como arte, el culto a la belleza, el fetichismo del valor, la disolución de la enajenación y el sentimiento extático de la comunidad. (2007: 105)
La amplitud, justamente, de esa persistencia de elementos, motivos, valores y símbolos es lo que inhabilita el argumento central de Friedländer: ¿cómo puede una tensión y una serie de motivos que recorren a buena parte de la producción cultural contemporánea ser el centro, lo más específico, el “corazón mismo” del “nuevo discurso” sobre el nazismo? Este problema es el comienzo de una confusión que, de seguir ciegamente a Friedländer, podría inhabilitar un análisis provechoso de las imágenes fascinantes del fascismo. A través de la selección de corpus que realiza en Reflejos del nazismo, donde extrae sus principales reflexiones de las memorias y obras literarias de ex-nazis como Speer y de La Mazière, traza una dudosa asociación entre el ideario nazi y la producción cultural de la década de los setentas -al dejar fuera de su scope a toda la literatura y filmografía producida por opositores declarados- que reúne, sorprendentemente, al nazismo con el sadomasoquismo y al impulso de muerte con la perversión o desviación de los impulsos libidinales. Aunque también persisten en ellas, por supuesto, muchos de los elementos románticos que Friedländer identifica con precisión, así como la tensión entre muerte y kitsch, es difícil discutir que su particularidad en relación a la representación fascinante del nazismo sea otra que la “erotización”.
Friedländer asegura que luego de la Segunda Guerra Mundial todo lo relacionado con el nazismo fue condenado y puesto bajo el signo de la maldad absoluta: “una mancha oscura que marcaba el pasado alemán. […] Todos los rastros de apoyo y colaboración, incluso de convivencia con el nazismo, comúnmente desaparecieron” (1984: 12). Pero eso cambiaría en la década de 1960, a partir de la cual el nazismo tendría un regreso novedoso en la esfera del arte. Su presencia no sólo crece y se extiende a distintas manifestaciones artísticas (cine, novela, historieta, fotografía, pintura, instalaciones), sino que, siguiendo a Friedländer, “la imagen del nazismo comienza a cambiar […] aquí y allá, tanto en la izquierda como en la derecha” (1984: 12). La percepción de una “novedad” en esta concepción “renovada” del nazismo -que lo asocia a la belleza física, al atractivo erótico de los uniformes militares y a la perversión sexual de sus líderes- es otro de los problemas cruciales de su trabajo. Como demuestra Frost (2002: 16 ss.), ese tipo de correlaciones existen, al menos, desde la literatura modernista de la década de 1930, y son la reposición artística de una serie de expresiones nacionalistas europeas (científicas, literarias y propagandísticas) que se extendieron luego de la Primera Guerra Mundial y ligaban, sin miramientos, al prusianismo con las atrocidades sexuales. Sin ir tan lejos, las estrategias propagandísticas aliadas durante -y de manera inmediatamente posterior a- la contienda bélica contra el nazismo recuperaron estas estrategias discursivas; desde los cortometrajes animados de Disney hasta los panfletos propagandísticos, los noticieros, la publicación de análisis psicopatológicos de Hitler y los documentales de posguerra establecieron la contraposición entre naciones “civilizadas y racionales” en oposición a la brutalidad irracional y sexualmente desviada del nazismo (Pagés 2017).
La ausencia de este complejo hilo histórico en la obra de Friedländer puede generar profundos malentendidos. En una de las notas al pie (1984: 16), por ejemplo, Friedländer confunde los estudios existentes hasta entonces, es decir, los límites del scope académico, con la existencia o inexistencia de los objetos culturales en sí mismos. Al señalar que todos los estudios previos dedicados a los discursos literarios y artísticos sobre el nazismo se han ocupado del “viejo discurso”, asociado a la revisión histórica del genocidio y sus crímenes, remarca que su trabajo es el primero en analizar un “nuevo discurso”, es decir, un objeto que no ha sido aún analizado por el ámbito académico, lo cual es cierto. Sin embargo, Friedländer hace confluir la existencia privativa de estudios sobre otros tipos de discurso (“el viejo discurso”) con una supuesta inexistencia histórica previa del objeto que él analiza, lo cual es falso.
Friedländer comete un error histórico al asumir como quiebre lo que es, en verdad, un extenso hilo de discursos, zigzagueante y complejo, pero coherente y continuo. La representación erotizante del nazismo no es un hecho “novedoso” en la década de 1970, aunque haya logrado allí mayor impacto y notoriedad dentro de la cultura masiva. El principal riesgo de este tipo de confusión es que inhabilite el desarrollo de estudios que rastreen genealógicamente este tipo de discurso y sus manifestaciones particulares en diversos contextos socio-históricos. A su vez, también puede confundir la continuidad histórica de aspectos que recorren la cultura contemporánea (como la tensión entre kitsch y muerte) con una correlación directa entre la producción de imágenes fascinantes del nazismo y la cultura nacionalsocialista. En verdad, la concepción erotizante del nazismo que recorre las obras literarias y cinematográficas de la década de 1970 no deviene de la concepción de la sexualidad que tenía el nazismo -inundada por ideales de renunciamiento, abstención, castidad, pureza juvenil y desplazamiento del deseo sexual hacia el sacrificio por la comunidad20-, sino, por el contrario, del discurso de “respetabilidad” construido por las naciones europeas (véase Mosse 1985) que utilizaban a la “anormalidad sexual” como oposición simbólica de su propia identidad nacional (Frost 2002: 6). Esa carga es la que persiste, durante los años 70, en la asociación recurrente entre nazismo y sadismo, entre opresión política y desviación sexual.
El abstracto salto hacia el pasado que realiza Friedländer, bajo la correcta descripción de continuidades románticas en la asociación entre kitsch y muerte, invisibiliza la enorme distancia entre los valores propios del nazismo y la concepción que tienen de este las obras artísticas que lo “representan”. En su lógica analítica, que mira las formas culturales del presente para comprender el pasado, Friedländer une subrepticiamente dos formas discursivas profundamente dispares, suponiendo que la “fascinación” ocurrió siempre de la misma forma y por las mismas razones. Se anuda así un extraño hilo histórico a través de la figura del “reflejo”: la “nueva” fascinación recupera a la “vieja” mediante una reposición de elementos comunes. Lo que se imposibilita mediante esta operatoria es el análisis de formas discursivas propias de las naciones occidentales más “respetables”, que unen la producción de imágenes del nazismo con estructuras de sentido más profundas, asociadas a la “sexualización de la otredad” y la producción de “mitos y estereotipos sexuales” como mecanismos de dominación política (véase Hall 2010). La actualización de las formas de comprender, analizar, narrar y explicar el nazismo es un problema que no puede limitarse a una concepción historicista del nacionalsocialismo, pues se halla ligado de manera directa a la producción discursiva de un orden sociopolítico y de formas específicas de dominación simbólica que se extienden hacia el presente.
Una pregunta, al menos provisoria, podría ser cómo preservar la preocupación de Friedländer sobre el vínculo entre imágenes masivas del nazismo y la producción de memoria (que incluye la necesidad de instaurar un campo de estudio específico del “fascismo fascinante”) si se pretende dejar de lado, a su vez, su concepción de “nuevo discurso”. Como ya se ha señalado, las características centrales de la noción interrumpen la posibilidad de trazar vínculos históricos entre diversas producciones culturales e identificar un esquema específico de simbolización del genocidio que supera la década de los años setenta y, en especial, la relación directa con las estrategias discursivas y representacionales del propio nazismo. Parece posible retomar la noción original -aunque apenas esbozada- de “erotización”, característica que signaba a estos discursos en los comentarios inaugurales de Sontag y Foucault. Aunque se limita a la revisión de la literatura modernista de la década de 1930, el profundo libro de Susan Frost (2002) provee un esquema de trabajo promisorio. La proyección de ese tipo de investigación histórica, que rastree detalladamente el surgimiento y desarrollo de la “erotización”, podría ser un aporte relevante para comprender la presencia recurrente del “nazismo fascinante” en el arte contemporáneo, así como su relevancia en los procesos de construcción de memoria sobre la Shoah. En el mejor de los casos, esta reorientación de las preocupaciones de Friedländer habilitaría nuevas formas de comprender el rol de los discursos sobre la “desviación sexual del nazismo” -en el que conviven manifestaciones artísticas diversas, propaganda, teorías de la demonización y explicaciones psicopatológicas del genocidio- en la reorganización política de la posguerra.