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Boletín de Estética

versión On-line ISSN 2408-4417

Bol. estét.  no.51 Buenos Aires jun. 2020  Epub 01-Jun-2020

 

ARTICULOS

En mis libros es todo artificial. Sobre el concepto de naturaleza en la obra de Thomas Bernhard

In my books, everything is artificial. On the concept of Nature in the work of Thomas Bernhard

Francisco Salaris Banegas1 

1Universidad Nacional de Córdoba

Resumen

La naturaleza es un concepto de gran recurrencia en toda la obra de Thomas Bernhard. Sin embargo, lejos de vehiculizar un espectro coherente y sólido, dicha recurrencia evidencia una variabilidad muchas veces sorprendente, que se da no solo de obra en obra sino en el interior del discurso de un mismo personaje. Este trabajo se propone estudiar algunos usos del concepto de naturaleza para reflexionar también sobre la propuesta estética bernhardiana. Para ello, será de enorme utilidad no solo la noción espacial que instaura la naturaleza sino, fundamentalmente, la construcción de relaciones que la vinculan con el arte y la praxis artística.

Palabras clave: Arte; Artificio; Nombre; Literatura

Abstract

Nature is a concept of great recurrence in the whole work of Thomas Bernhard. However, far from articulating a coherent and solid spectrum, this recurrence evidences an often surprising variability, which occurs not only from work to work but within the discourse of the same character. This article sets out to study some uses of the concept of Nature to also reflect on the Bernhardian aesthetic proposal. For this, not only the spatial notion that Nature establishes but, fundamentally, the construction of relationships that link Nature with art and artistic practice will be extremely useful.

Keywords: Art; Artifice; Noun; Literature

Muchos son los motivos que permiten leer las novelas de Thomas Bernhard como una gran obra de autor: las diferencias de estilo entre la producción temprana y la tardía pueden insertarse en un proceso evolutivo que llega a su consolidación, posiblemente, en los escritos de mediados de los años 70 -sobre todo Korrektur (1975). La recurrencia de determinados elementos construye el Leitmotiv que fomenta una lectura conjunta, de tal manera que las obras pueden dialogar entre ellas. Sin embargo, como han advertido ya muchos críticos, homogeneizar la producción bernhardiana significa también allanar, diferenciar y licuar la especificidad de las obras concretas en pos de un supuesto principio unificador. De hecho, las contradicciones internas que presentan las novelas (y que constituyen, tomadas en su conjunto, una característica que podría aglutinarlas) permiten también dividir un mismo texto en numerosos fragmentos, que de hecho resultarían coincidentes con fragmentos de otras obras. Y es que los personajes de Bernhard funcionan negando lo que acaban de afirmar -en una operación que Eva Marquardt llama Peripetie1-, y la contradicción es el principio estructurador de un lenguaje que busca permanentemente la aniquilación (véase Price 2003).

Los textos son también fragmentos aislados que recoge la memoria -como dice el narrador de Der Keller (Bernhard 2013: 136-137)- y el resultado de un discurso que se atomiza, que se retuerce intentando romper las dificultades de representación -de representación de la realidad y de la mente. Unicidad de la obra o fragmentación ad infinitum: esos dos polos contradictorios resultarían entonces posibles para leer a Bernhard.

La reflexión sobre la “naturaleza” es uno de los motivos recurrentes en Bernhard y suele funcionar como el extremo de un esquema opositivo que lo enfrenta a los conceptos de arte, ciudad o progreso, entre otros. Muchos personajes están obsesionados por delimitar el concepto de naturaleza, y para ello necesitan convertirlo en un eje de comparación. Como se intentará mostrar más adelante, el procedimiento consiste en solidificar un concepto -sin aclarar lo que contiene- y trasladarlo a diferentes contextos, de manera tal que se pierda su demarcación denotativa. Este trabajo se propone echar luz sobre esa demarcación y estudiar cómo varía la noción de naturaleza en diferentes momentos de la obra bernhardiana.

El objeto de estudio propuesto, entonces, debe entenderse en un constante movimiento que obstruye la postulación de la homogeneidad de la obra de Bernhard. El rescate de las modulaciones en torno al concepto de naturaleza -en muchos casos paradojales y contradictorias- debería verse como un intento de diferenciar las obras más que de unificarlas. La hipótesis que atraviesa el trabajo es la de que este concepto -como muchos otros en Bernhard- está dotado de un enorme dinamismo y se amolda a la misión bélica del lenguaje. Más allá de las valoraciones que se le atribuyen, la reflexión sobre la naturaleza demarca un espacio particular para la obra literaria y para el arte en general, vinculado con la anti-naturaleza o con lo absoluto-artificial. Este carácter dinámico del concepto de naturaleza puede apreciarse en las diferencias que se establecen entre la obra temprana de Bernhard -particularmente en la novela Frost- y su tipificación a partir de la percepción de los personajes y la novelística tardía donde aparece vinculado al arte.

1. La naturaleza percibida: la prosa temprana

La aparición de Frost en 1963 generó un fuerte impacto en la crítica, que saludó el realismo crudo del libro como una novedad en la literatura alemana de posguerra (véase Gößling 1987: 17). Estas primeras interpretaciones, que leían en su literalidad las descripciones del pueblo tórrido y sumido en una cruel helada, fueron dejando paso luego a lecturas menos directas, que problematizaban la relación entre el individuo y su entorno y postulaban la existencia de un espacio subjetivo, que se impregnaba del pesimismo de los personajes. Justamente esta relación es indagada en el famoso texto de Peter Handke “Cuando leí Trastorno, de Thomas Bernhard”. Allí, Handke sostiene que los nombres y conceptos que utiliza el príncipe Saurau actúan como una suerte de símbolo de su trastorno mental; de esta manera, Hochgobernitz no solo es la residencia familiar del príncipe, sino que engloba un conglomerado de cuestiones que hacen al tormento del personaje. La resistencia del príncipe -que es también su reacción involuntaria- consiste en despojar los nombres de su contexto original y hacerlos pasar por diferentes dimensiones lingüísticas -la filosófica, la política, etc.- hasta lograr su completa disolución (véase Handke 2012b). En realidad, el texto de Handke es uno de los primeros en entender la constitución de la atmósfera bernhardiana como proyección de sus protagonistas, aunque el procedimiento, tal como lo plantea, parezca demasiado unilineal.

Aunque la naturaleza en Frost ya es descripta como siniestra por el propio narrador, lo cierto es que el grado de hostilidad aumenta cuando el pintor Strauch toma la palabra:

No le puede pasar nada: todo está completamente muerto. No hay tesoros en el subsuelo, ni cereales, nada. Encontrará algunas huellas de esta época o de aquélla, piedras, pedazos de muro, signos, de qué no lo sabe nadie. Cierta relación secreta con el sol. Troncos de abedul. Una iglesia en ruinas. Esqueletos. Huellas de animales salvajes que han penetrado allí. Cuatro o cinco días de soledad, de silencio… (Bernhard 2014: 20)

Las descripciones del abandono y la desidia se multiplican y combinan en la mayoría de los casos elementos naturales con elementos culturales. Todas las escenas están bajo el influjo de la helada, por lo que la naturaleza permanece siempre estática: lo que se ve son las huellas de un pasado más dinámico. En las notas que recoge el practicante durante el quinto día de su estancia en Weng se repite numerosas veces una frase del pintor: “¡Mire, la Naturaleza2 calla!” (Bernhard 2014: 50): el silencio es una consecuencia directa de la helada, de la inmersión de todo lo viviente en las profundidades de la tierra. La voz de Strauch parece intentar restituir el sonido de la naturaleza, y de allí el carácter siempre ambiguo y lírico de su lenguaje. Los otros personajes de la novela -el ingeniero, la patrona- utilizan un lenguaje racional, comprensible y adecuado a la inserción en la vida cotidiana, un tipo de vida que los personajes protagónicos de Bernhard siempre desprecian. El oscurantismo de Strauch se vincula con una desconfianza cabal en el lenguaje representacional -es decir, el lenguaje que puede hacerse cargo de la realidad en una relativa completitud- y con lo que Franz Eyckeler llama “Voluntad de verdad” -Wille zur Wahrheit (1995: 10)-, una búsqueda que está en el seno de las preocupaciones de Bernhard. La búsqueda de verdad, que se declara inútil en las novelas más tardías, inspira al pintor Strauch a monologar sin pausa y con frases herméticas, que establecen un vínculo demasiado directo entre su espíritu y la configuración del lenguaje. Todo esto lo advierte el practicante cuando anota lo siguiente:

¿Qué clase de lenguaje es el lenguaje de Strauch? ¿Qué puedo hacer con sus jirones de pensamientos? Lo que al principio me parecía desgarrado, sin conexión, tiene su «conexión realmente inmensa»; el conjunto es una transfusión de palabras al mundo, a los hombres, absolutamente espantosa […]. Un lenguaje del músculo del corazón es el de Strauch, un lenguaje «que palpita contra las pulsaciones del cerebro», malvado. (Bernhard 2014: 172).

La “conexión realmente inmensa” tiene que ver con una suerte de unidad natural perdida, que está más cerca de la estética romántica que de las correspondencias simbolistas. Las frases de Strauch, así como la poesía para los románticos, hacen posible una restitución efímera de lo total perdido que resuena en su hermetismo y en su ambigüedad. La literatura secundaria ha hecho siempre hincapié en el problema que tienen los personajes de Bernhard para coordinar la realidad objetiva con su subjetividad: así, por ejemplo, Manfred Mixner (1983) lee Frost como un intento de crear una síntesis entre la imaginación (Bewußtseinswirklichkeit) y la realidad objetiva. La propuesta parece demasiado artificial y bienintencionada a la hora de interpretar el discurso de Strauch, que más bien subsume todo en un lirismo desmesurado, mucho más conectado con las ramificaciones primigenias de la tierra que con una realidad cotidiana que desprecia. Por supuesto que sus frases3 parten de la experiencia sensorial de lo real, pero violentan esa experiencia desde dentro, exacerbándola hasta hacerla explotar. La intensificación suele partir del efecto visual de su percepción, donde los colores juegan un papel determinante: “El mundo es una disminución progresiva de la luz” (Bernhard 2014: 379); “Todo está casi negro”; “La tierra, el mundo, está inyectado en sangre” (Bernhard 2014: 382). La fuerza visionaria de las frases citadas es casi shakespeariana, pero tiene su antecedente directo en las percepciones del “Lenz” de Georg Büchner, gran influencia en toda la obra temprana de Bernhard. En los sueños de Strauch el color tiñe también con gran intensidad imágenes más bien idealizadas de la naturaleza, y aquí sí parece vehiculizarse, como advirtió Bernhard Sorg en su clásico estudio (1992), la fusión entre fantasía y realidad. Pero pronto los sueños se contorsionan y la naturaleza amable se oscurece y se vuelve hostil, una progresión que también está acompañada por la transformación de los colores.

Tanto Frost como Verstörung (1967)presentan de trasfondo mundo sociales de bisagra, en donde la modernización postbélica empieza a activarse paulatinamente. La fábrica de celulosa en Frost y el progreso que percibe el príncipe Saurau en Verstörung no solo convierten en anacrónicas las grandes posesiones familiares (como Hochgobernitz), sino que desarticulan además métodos de vida tradicionales, en donde las relaciones con la naturaleza habrían sido más armónicas. Esta lectura se desprende en parte de la famosa teoría de la “proveniencia feudal” -feudale Provenienz- de Andreas Gößling (1987), según la cual un criterio valedero para dividir en etapas la obra de Bernhard consistiría en identificar en los primeros libros (Frost, Verstörung, Ungenach, Korrektur) resabios feudales que se ponen dolorosamente en jaque. La propuesta de Gößling no solo es pobre en términos operativos (porque deja afuera, por ejemplo, una obra de 1970 como Das Kalkwerk y obliga a considerar una tercera etapa en la producción bernhardiana que correspondería a la novela Auslöschung, de 1986), sino que además establece un parámetro político-social para un autor que diluye la política en una crítica sin blanco. El motivo de la “feudale Provenienz” ha disparado un cúmulo de interpretaciones que leen las invectivas de Bernhard como kulturkritisch, sin tener en cuenta la nula idealidad con la que se mira el pasado. De hecho, Frost, como observa Manfred Mittermayer, es la primera de muchas historias negativas de familia en la obra de Bernhard (1995: 31), es decir que desde un principio el problema de la Ursache (del origen) fue determinante para el pesimismo de los personajes. Todo esto puede llevar a considerar las obras de Bernhard como la contracara del idilio del Heimatsroman que caracterizó a una parte de la literatura realista austríaca del siglo xix (véase Schmidt-Dengler 1969: 585).

No hay dudas de que la guerra aparece en Frost como un elemento destructor que ha cambiado el panorama social, cultural y natural -Strauch la llama “una herencia imposible de erradicar […]. La guerra es el auténtico tercer sexo” (Bernhard 2014: 70)-; sin embargo, esto no instaura un antes y un después radical a los ojos del pintor. La visión de los personajes de Bernhard se extiende por sobre las contingencias históricas y apunta al hecho mismo de la existencia.4 Jean Améry (1976) lo intuyó cuando leyó Die Ursache (1975) y atribuyó el pesimismo del autor -pesimismo que a él, como sobreviviente de Auschwitz, lo dejó en un principio atónito- al morbus austriacus, una tendencia a la patologización propia de la tradición austríaca. Aunque estudiar las relaciones entre Bernhard y Austria supera las intenciones de este trabajo,5 lo cierto es que resulta difícil establecer una causa referencial para la intensidad de la crítica, y esto aleja a Bernhard de buena parte de la literatura de la posguerra.

La pérdida de foco que caracteriza a los ataques críticos de Bernhard ha sido estudiada por numerosos autores, y muchos de ellos la esquematizaron de acuerdo al grado de su alcance. Charles Martin (1995) considera tres grandes niveles, ordenados de forma creciente: Austria, la civilización occidental y la existencia humana. David Price (2003), por su parte, habla de tres modalidades de la aniquilación en Bernhard, hacia las que se orientan sus ataques: la naturaleza, la sociedad y las ideas de los propios protagonistas. Sin embargo, cualquiera de estas clasificaciones encorseta demasiado rígidamente el pensamiento de Bernhard, que está dirigido, como apuntan más lúcidamente otros críticos,6 al problema de la existencia humana.

La difuminación de referencialidad de la crítica dificulta señalar cierto grado de conservadurismo en los personajes de Bernhard -algo que emana implícitamente de la teoría de Gößling- o del nivel de moral que se encuentra en sus obras.7 Ni siquiera podría decirse que los personajes de las obras tempranas (el pintor Strauch, el príncipe Saurau) estén en contra del progreso, porque parecen entenderlo apenas como un eslabón más en la cadena de degradación y desintegración del ser humano. En este contexto, el concepto de naturaleza goza de una inmensa ambigüedad, porque ni siquiera sus elementos más “precivilizatorios” se encuentran exentos de la mirada implacable de los personajes. Y es que la atribución de sentido -y de valor- está determinada por el lenguaje, un lenguaje que, como dice Strauch muchas veces, se esfuerza por trasladar los pensamientos lo más fielmente posible. Si el lenguaje se transfiere de personaje a personaje (un contagio de voces que ha sido señalado numerosas veces y que sufren especialmente los narradores de las novelas), la visión de la naturaleza también se transfiere, con lo que su degradación nunca se acaba. En un mundo en el que todo se aniquila (la vida tradicional, las propiedades, las familias), el lenguaje -y con él las nociones de naturaleza, de arte, etc.- es lo único que puede heredarse y que no se desarticula con cada pasaje. Lo que sí ocurre es que cada uno de estos conceptos adopta un valor diferente de acuerdo al elemento al que se contrapone, justamente porque el aspecto combativo del lenguaje no puede parar. Por esto los primeros textos críticos sobre Bernhard, que le atribuían un realismo que la literatura de posguerra aún no había sabido captar, resultaron equivocados: ni la naturaleza, ni los pueblos helados, ni sus habitantes eran representaciones de alguna realidad más o menos contemporánea, sino que constituían dispositivos artificiales creados por el lenguaje implacable de los personajes. La subjetividad lo empapa todo en las obras de Bernhard, y de allí que los primeros críticos avezados hayan hablado de un malentendido entre el mundo y la palabra (véase Maierhöfer 1971). La naturaleza, entonces, no es real: siempre se construye como plataforma de observación y de interpelación, funciona como una suerte de axioma que permite al lenguaje desarrollar su crítica -que en muchos casos es incluso una crítica del lenguaje. En una entrevista de 1981 con Krista Fleischmann, Bernhard dice algo revelador: “Creo que nunca he descrito, en ningún libro, un paisaje. De eso no hay nada en absoluto. Escribo siempre únicamente sobre montañas o una ciudad o calles, pero tal como aparecen […]. Y nunca he descrito un paisaje” (Bernhard, Fleischmann 1998: 17). El rechazo a la descripción tiene que ver con el rechazo al realismo: se evita dar profundidad a un concepto para que el nombre prevalezca y su utilización sea más dinámica. Esta estética de la nominalización es fundamental en toda la obra de Bernhard e instaura una utilización bélica del lenguaje, destinada por momentos al ataque y por momentos a la defensa. Si en el realismo el lenguaje entablaba mediante la descripción una guerra contra la realidad social, en Bernhard el lenguaje se repliega sobre sí mismo y se convierte en un escudo contra el mero acto de la representación.8

Además de funcionar como un recurso retórico de gran combatividad, los nombres/conceptos remiten a la esencialidad más pura de las cosas, aquella que ha sido bastardeada por máscaras y representaciones. Nombrar a la naturaleza sin describirla ayuda a crear un simulacro de virtualidad originaria; remite a una primera aproximación a la realidad. Tras el pasaje de enorme intensidad expresiva en el que el pintor Strauch repudia a los artistas se halla una búsqueda del arte verdadero -casi podría aventurarse: del arte naif- que se ha perdido para siempre:

«Sabe usted», dijo el pintor, «el baboseo artístico, esas relaciones sexuales entre artistas, esa asquerosa excitación general por el arte y los artistas, sabe usted, me han repelido de siempre; esas nubes amenazadoras del más bajo instinto de conservación, y luego la envidia… la envidia mantiene unidos a los artistas, la envidia, nada más que la envidia, todo el mundo envidia todas y cada una de las cosas del mundo…Ya he hablado una vez de ello, y quisiera decir ahora: los artistas son hijos e hijas de la repugnancia y de la desvergüenza paradisíaca, son las archihijas y los archihijos de la indecencia, los artistas, los pintores, los escritores, los músicos, son los forzados del onanismo sobre la tierra, sus repugnantes centros de crispación, sus periferias ulcerosas, sus códigos de procesos purulentos… Quisiera decir: los artistas son los grandes vomitivos de nuestra época, siempre fueron los grandes, los más grandes vomitivos… Los artistas, ¿no son como un devastador ejército de lo ridículo, de la escoria? Lo infernal de la falta de conciencia lo descubro siempre en relación con el pensamiento de los artistas… Pero la realidad es que no quiero ya tener pensamientos de artista, no quiero tener ya esos pensamientos antinaturales, no quiero tener ya nada que ver con los artistas ni con el arte, sí, tampoco con el arte, ese gran niño nacido muerto, el más grande de los niños nacidos muertos…» (Bernhard 2014: 166).

Contrapuesta al arte, la naturaleza adquiere en este discurso mayor densidad significativa: es la cosa esencial, pura, previa a las vanidades de la representación y al show mediático que se monta para publicitarla. Es difícil suponer si hay algún tipo de arte que escape al rechazo del pintor -él mismo renunció hace años a la pintura-, pero su crítica parece destinada fundamentalmente a una práctica que se sabe artística y que adopta determinados vicios propios de su condición. Quizás el arte verdadero sea aquel que, vacío de agobiantes explicaciones lógicas, se ejerce sin conciencia y se resguarda en la naturalidad nominal de los conceptos. En los sueños del pintor, que abundan en Frost, la naturaleza está dotada de colores que varían y que rompen la racionalidad tradicional: “Nada tenía el color que, según los criterios humanos, le corresponde. El cielo, por ejemplo, era verde, la nube era negra, los árboles eran azules” (Bernhard 2014: 48). Sus características están además intensificadas, como si cada cosa demarcara con mucha precisión los límites de su nombre: “Y tan radical, en ese paisaje… los árboles altos, alzándose hacia el infinito, los prados tan duros, la hierba tan dura que, cuando el viento los rozaba, surgía una música fuerte” (Bernhard 2014: 49). La presentación tan visual y armónica se rompe cuando el sueño avanza; entonces, “ocurrió algo horrible: comenzó a hinchárseme la cabeza, y concretamente de forma que el paisaje se oscureció unos grados y las personas empezaron a dar gritos de dolor, tremendos gritos de dolor que jamás había oído” (Bernhard 2014: 49). La diferencia de escala entre la cabeza y lo exterior atormenta en muchos pasajes al pintor, y es una muestra de la inadecuación entre el mundo y el lenguaje. El sueño acaba por romperse cuando la cabeza comienza a funcionar y lo destruye todo:

Como mi cabeza, de pronto, se había vuelto muy grande y pesada, rodó desde la colina en que yo estaba […], aplastando muchos de los árboles azules y a muchas de las personas. Eso lo oí. De pronto me di cuenta de que, a mis espaldas, todo se había extinguido. Extinguido, muerto. (Bernhard 2014: 49)

A esta distancia entre naturaleza y arte parece referirse también el príncipe Saurau cuando dice: “[…] lo poético me resulta sospechoso, porque produce en el mundo la impresión de que lo poético fuera la poesía y, a la inversa, la poesía lo poético. La única poesía, dije, es la Naturaleza, y la única Naturaleza la poesía” (Bernhard 2012: 174). Poesía aparece aquí en un sentido casi romántico (como los Frühromantiker alemanes entendían el concepto “Poesie”),9 y lo poético es más el arte degradado al que se refería el pintor, las características que engendraría la praxis artística moderna. Se trata de una praxis contaminada por el juego social pero que se esfuerza por mantener el simulacro de la representación. Konrad, el maniático personaje de Das Kalkwerk (1970), lo plantea de esta forma: “La sociedad se hacía pasar por una, así llamada por él, Naturaleza sustitutiva” (Bernhard 2003: 165).

2. Campo/ciudad y naturaleza/artificio: la prosa tardía

Aunque la teoría de la “feudale Provenienz” de Gößling deja muchos cabos sueltos, sí permite establecer una cartografía espacial de las obras de Bernhard: a grandes rasgos, las primeras (de Frost a Korrektur) corresponderían a espacios relativamente rurales y las de madurez a espacios urbanos. Un papel gris y de mediación podría atribuírsele a sus relatos autobiográficos, que se ubican en Salzburg y sus entornos montañosos (Ein Kind, el quinto y último de los relatos, es lo más parecido a un idilio rural que puede encontrarse en la producción de Bernhard).10 Sus obras tardías se ambientan mayoritariamente en la ciudad de Viena (Die Billigesser, Wittgensteins Neffe, Holzfällen, Alte Meister), aunque suele haber movimientos hacia otras regiones, dentro y fuera de Austria.

La naturaleza aparece en todas estas obras de forma variable y contradictoria (véase Marquardt 1990: 11-12) y no suele constituir un objeto de reflexión en sí mismo, sino que más bien es una base que permite a los personajes hablar sobre sus opuestos: la ciudad, el arte, la sociedad, etc. Incluso dentro del discurso de un mismo narrador puede haber visiones contradictorias de la naturaleza, que van de considerarla el único refugio posible de lo auténtico -que el arte, por más que se esfuerce, no puede representar- a verla como fuente y origen de todas las desgracias. Por eso es que clasificarla radicalmente y de forma extensiva como una de las principales fuentes de aniquilación, como hace Price siguiendo a Gerald Fetz (2003: 190-191), resulta apresurado, a menos que se aclare -cosa que Price no hace- que hay pasajes en que la naturaleza es un resguardo para el personaje.

En las novelas urbanas, la naturaleza aparece por lo general vinculada al nombre “campo” y se inserta en el tópico típicamente bernhardiano de la discusión de los espacios propicios para el desarrollo mental y espiritual. En este sentido, su nocividad suele desprenderse de su despojo: tal como Henry James observaba del paisaje norteamericano de Hawthorne, el campo de Bernhard carece de cualquier elemento que sirva de estímulo a la creación intelectual -única ocupación de los personajes de Bernhard desde Das Kalkwerk y Korrektur. Esto, que resulta radicalmente distinto de la visión que podía primar en Frost o en Verstörung, también está sometido a oscilaciones y cambios de opinión, pero tiene uno de sus alegatos más firmes en Wittgensteins Neffe, donde el narrador dice:

Cuando estoy en el campo y no tengo ningún estímulo, se me atrofia el pensamiento, porque se me atrofia la cabeza entera, pero en la gran ciudad no tengo esa experiencia catastrófica. […]. Porque tan deprisa como se me empapa la cabeza en Viena, se vacía en el campo y en realidad se vacía en el campo más deprisa de lo que se empapa en Viena, porque el campo es siempre, en cualquier caso, más cruel con la cabeza y sus intereses de lo que puede serlo nunca la ciudad, lo que quiere decir, la gran ciudad. (Bernhard 2015a: 108-109)

El razonamiento se repite en otras obras y explicaría en parte la preferencia que muchos personajes (Roithamer en Korrektur, Reger en Alte Meister) e incluso el propio Bernhard -tal como lo confiesa en las conversaciones con Peter Hamm recogidas bajo el título ¿Le gusta ser malvado? (Bernhard, Hamm 2013: 22)-, sienten por Londres, la ciudad descomunal y vibrante. La práctica del arte parece necesitar aquí, al contrario de lo que reclamaba el pintor Strauch, de un mundo artístico constituido y en marcha, que no solo dé material social al literato sino que además establezca puentes entre el arte y el público. Esta posición, que podría deducirse de algunos pasajes de las novelas tardías, es sin embargo totalmente endeble, porque el universo artificial de Bernhard no deja nunca de pretender ser el punto cero del universo representacional. En realidad, el vaciamiento del cerebro que según el narrador de Wittgensteins Neffe se produce en el campo tiene más que ver con una disconformidad existencial que con una disposición estética. Por eso unas páginas más adelante confiesa que “Como el noventa por ciento de los hombres, en el fondo quiero estar siempre donde no estoy, allá de donde acabo de huir” (Bernhard 2014: 125). Ciudad y campo aparecen entonces solo como nombres que estructuran el pensamiento, pero por detrás de ellos se vislumbra una necesidad permanente de fuga que iguala todos los lugares y que solo percibe como tolerable el nexo que los une, el momento intermedio del viaje: “Y la verdad es que sólo sentado en el coche, entre el lugar que acabo de dejar y el otro al que me dirijo, soy feliz, solo en el auto y en el viaje soy feliz, soy el más infeliz de los recién llegados que puede imaginarse, llegue a donde llegue, en cuanto llego, soy infeliz” (Bernhard 2014: 126). La contradicción que (des)articula los nombres en Bernhard debería leerse como el nivel más superficial del lenguaje, como un andamio que se ocupa de sostener siempre su función combativa.11

Las ambivalencias sobre el concepto de naturaleza pueden notarse con intensidad aún mayor en una de las últimas y más interesantes novelas de Bernhard, Alte Meister (publicada en 1985). En ella, un narrador que adopta el nombre de Atzbacher llega temprano al Kunsthistorisches Museum de Viena para poder espiar a su amigo Reger, con quien tiene una cita y que tiene por costumbre sentarse a contemplar durante horas El hombre de la barba blanca de Tintoretto. En la novela, como en tantas obras de Bernhard, la voz de Reger empapa la del narrador, de manera tal que para el lector resulta difícil demarcar los límites del discurso. En un pasaje hacia el comienzo de la obra, el narrador recuerda su infancia y apunta:

De niño fui en el campo muy feliz, pero sin embargo, una y otra vez, he sido siempre más feliz en la ciudad, lo mismo que también después y ahora soy mucho más feliz en la ciudad que en el campo. Lo mismo que, al fin y al cabo, siempre he sido mucho más feliz en el arte que en la Naturaleza, la Naturaleza me ha resultado durante toda mi vida siniestra, en el arte me he sentido siempre seguro. (Bernhard 2015b: 36).

Tan solo unas páginas después escribe:

Si bajaba a la pequeña ciudad, iba a la infelicidad (¡del Estado!), si iba a la montaña con mis abuelos a casa, iba a la felicidad. Si iba con mis abuelos a la montaña, iba a la Naturaleza y a la felicidad, si bajaba a la pequeña ciudad y a la escuela, iba a la antinaturaleza y a la infelicidad. (Bernhard 2015b: 44)

Si la naturaleza invierte para el narrador sus valores negativos en algunos recuerdos de su infancia es porque varía el elemento que se le opone (en la segunda cita se trata de la ciudad bajo el dominio burocrático del Estado), y esto comprueba la predominancia del nombre por sobre el significado. Las contradicciones se repiten también por parte de Reger, crítico de música y colaborador recurrente de The Times. Alte Meister, que lleva el subtítulo de Komödie. Es una sátira sobre el papel del arte y de los grandes maestros en el mundo moderno, y la confrontación que permanentemente se establece con la naturaleza sirve para introducir reflexiones en torno a la representación y a la artificialidad de la creación artística.

A pesar de todo esto, solo muy forzadamente puede leerse Alte Meister como un manifiesto estético o como una suerte de tratado ideológico sobre el arte, como hicieron algunos críticos. En realidad, cualquier interpretación ideológico-política de Bernhard tiende a parecer insuficiente e inadecuada no solo porque las opiniones varían permanentemente a lo largo de su producción, sino sobre todo porque en la sátira antropofágica de Bernhard, como advierte W.G. Sebald (2012), la política es un objetivo demasiado concreto y coyuntural para convertirse en depositaria de la crítica. Posiciones como la de Russell Harrison (2009),12 entonces, que pretenden leer Alte Meister como un alegato socialista del arte y su consumo, resultan no necesariamente injustificadas pero sí desconcertantes en un contexto más amplio de conocimiento del autor.13

Escapa a las intenciones de este trabajo estudiar en profundidad los planteos estéticos de Alte Meister, pero sí nos detendremos en algunos puntos que sirven para echar luz sobre el concepto de naturaleza. A grandes rasgos, la tesis de Reger se basa en la imposibilidad de perfección del arte. Frente a la naturaleza, cualquier intento de representación es vano y esto le produce, paradójicamente, tanto alivio como horror. “El todo y lo perfecto nos resultan insoportables […]. Por eso, en el fondo todos estos cuadros de aquí del Kunsthistorisches Museum me resultan insoportables, si soy sincero, me resultan horribles” (Bernhard 2015b: 33), dice en un momento Reger, recuperado por el narrador. Sin embargo, la perfección de los grandes maestros es solo un trompe-l’œil, y por eso su estrategia para no sucumbir a la perfección es consumir el arte intensa e incesantemente, buscando defectos que consigan “hacer de cada una de esas, así llamadas, obras de arte acabadas, un fragmento” (Bernhard 2015b: 33). El procedimiento es interesante porque desarticula y desnaturaliza prácticas tradicionales de “buen consumo” de arte. Mediante la contemplación intensa, la totalidad de la obra, en vez de exaltarse, se convierte en un fragmento imperfecto, impuro. La salvación de Reger consiste en confirmar la artificialidad de la representación, en ensanchar la distancia entre la naturaleza y el arte. Harrison (2009: 389-390) sugiere que, mediante su recepción concentrada y solitaria (consiguiendo que la sala del museo se desocupe solo para él), Reger consigue percibir lo aurático del arte e ignorar su reproducción técnica. Esta observación surge de las condiciones en las que se “consume” el arte pero no tiene en cuenta la presencia de una predisposición del receptor frente a la obra: la voluntad de reducirla y convertirla en una reproducción quizás no mecanizada pero sí defectuosa del mundo natural.

Reger llega a extremar su crítica cuestionando la misma existencia del arte: “En realidad, ¿por qué pintan los pintores, cuando existe la Naturaleza?, se preguntaba Reger ayer otra vez. Hasta la obra de arte más extraordinaria no es más que un esfuerzo lastimoso, totalmente carente de sentido y de finalidad, de imitar a la Naturaleza, sí, de remedarla, dijo.” (Bernhard 2015b: 48). Esto redunda luego en observaciones impiadosas, como el reproche a El Greco por su incapacidad de pintar manos perfectas. La paradoja de Reger consiste en que, si la perfección resulta un tormento, la imperfección es también intolerable, y en esa tensa relación imposible se fundamenta el problema del arte y la naturaleza. La supremacía de la naturaleza está justificada porque se trata del axioma que abre el juego representacional. Aunque en el pasaje citado se utiliza el verbo “imitar”, el arte que pregona Reger no se limita a esquemas de mímesis demasiado rígidos -como lo demuestra, por ejemplo, su fascinación por Goya, uno de los pocos artistas cuya alabanza no suscita luego una crítica negativa-, sino a una incompletitud más amplia con respecto a la naturaleza.

Si una de las formas que tiene Reger de combatir la perfección consiste en buscar defectos, esto no necesariamente pretende desmitificar a los ojos de los lectores la superioridad de los maestros antiguos -una postura que difícilmente podría adscribirse a la obra de Bernhard, en donde se citan permanentemente los mismos grandes autores-, pero sí el uso institucional que de ellos se hace (véase Pizer 2013: 10). Esta podría ser la clave para leer la famosa diatriba contra Adalbert Stifter, inusitada por su encarnizamiento y por su extensión (en la edición española de Alte Meister que usada aquí, ocupa unas diez páginas).

La influencia de Stifter en la obra de Bernhard ha sido estudiada repetidas veces y se detecta sobre todo en sus obras más tempranas -las que aquí llamamos sus “novelas rurales”- (véase Malchow 2005). John Pizer (2013) estudia este fenómeno en el marco de la recuperación de determinados autores/faro durante la segunda posguerra, en algunos casos (como el de Goethe) de forma crítica y en otros (como el de Stifter) de manera mucho más benévola. Frost fue particularmente interpretada, como ya se dijo aquí antes, como el anti-idilio stifteriano. Las páginas destructoras que se le dirigen en Alte Meister, entonces, podrían leerse o bien como un distanciamiento de la figura de Stifter o como una sátira de ciertas lecturas que pretendían instaurarlo como el gran poeta nacional de la naturaleza austríaca. El subtítulo de la novela (Komödie) tiende a considerar con más seriedad lo segundo, y de esta manera se explica la exageración tan brutal del ataque.

Como ocurre con todas las críticas salvajes de Bernhard, la de Stifter carece, en términos generales, de fundamentos sólidos. De él dice Reger que, cuando llegó a leerlo con mucha atención luego de años de venerarlo, descubrió que posee un “estilo horrible” (Bernhard 2015b: 54), que es defectuoso, chapucero, charlatán, aburrido e hipócrita, que su prosa es confusa y está “arrebatada de imágenes torcidas y pensamientos equivocados” (Bernhard 2015b: 55) y que no es más que el representante de un detestable “sentimentalismo pequeñoburgués”. El núcleo de los reproches radica en la “cursificación” -tal como lo dice Reger: “Er Stifter hat sie [la naturaleza] nur verkitscht” (Bernhard 1985: 86, la cursiva es mía)- que hace Stifter de la naturaleza:

Nunca ha sido la Naturaleza tan mal dibujada como la describe Stifter, lo mismo que no es tan aburrida como nos hace creer en su paciente papel, dijo Reger. Stifter no es más que un granjero literario de circunstancias, cuya pluma sin arte paraliza hasta a la Naturaleza y, como es natural, también de esa forma al lector, cuando en realidad y en verdad la naturaleza está viva y llena de acontecimientos. Stifter ha echado sobre todas las cosas su velo pequeñoburgués, asfixiándolas casi, esa es la verdad. (Bernhard 2015b:60)

La declaración está, aparentemente, en las antípodas de lo que opina el narrador Atzbacher y de la naturaleza desolada que percibía el pintor Strauch. Pero lo que resulta tal vez más sorprendente es la distorsión de escala con la que Reger lee a Stifter: acusar a su naturaleza de aburrida y de paralizada deja completamente de lado los micromovimientos a los que la somete Stifter, y que constituyen solo una parte de su poética de lo pequeño y de lo insignificante, tan defendida en su famosa Vorrede a Bunte Steine. Lo que parece reclamar Reger -y aquí se asienta posiblemente uno de los ejes de la sátira de Bernhard- es una naturaleza que demuestre su existencia en el arte con grandes movimientos y sonoras apariciones, sin que esto conlleve de manera directa un sentimentalismo tardorromántico. La incompatibilidad de escalas se resuelve si el lector reemplaza la literatura real de Stifter por la figura nacional que tradicionalmente se ha pretendido construir, en donde las lecturas de su naturaleza tienden a crear un imaginario popular y profundo de la campiña austríaca. El rechazo, entonces, parece extenderse a una naturaleza idealizada (en el contexto, en este caso, de un proceso de construcción de la cultura nacional) y también a los mecanismos de canonización absoluta de artistas. La estrategia para escapar a la decepción consiste, dice Reger, en recorrer las manifestaciones artísticas de manera más o menos desinteresada, para no descubrir la mediocridad que esconden las grandes obras: “No mire un cuadro mucho tiempo, no lea un libro demasiado insistentemente, no escuche una pieza musical con la mayor intensidad, se los echará a perder todos y, con ello, lo más bello y lo más útil que hay en el mundo” (Bernhard 2015b:52). La contradicción con respecto a su propia sumersión en el arte para descubrir los defectos más profundos es patente. Como puede verse, todas las aseveraciones de Reger y del narrador tienen su opuesto algunas páginas después: la perfección es intolerable pero también lo es la imperfección; la naturaleza es horrenda pero también es el espacio de los recuerdos felices de infancia; el arte debe contemplarse de forma intensa pero también de forma superficial. El lenguaje se trasviste permanentemente para no perder su fuerza de choque, su enorme poder de devastación crítica.

Más allá de la inmensa ambigüedad bernhardiana, es claro que la naturaleza, en las novelas urbanas, está presente no en su existencia concreta sino solo como recuerdo de infancia o como referencia del arte; hay una clara conciencia de que el mundo moderno es un dispositivo de artificialidad pura. Si la fantasmagoría de la naturaleza da cuenta de su pérdida, la técnica de los personajes para revertir ese dolor consiste en refugiarse en el artificio, procurando además borronear lo más posible los eslabones en la cadena de la representación. El arte, máximo símbolo del artificio, “no es al fin y al cabo otra cosa que un arte de la supervivencia” (Bernhard 2015b: 212), repite Reger al final de Alte Meister.

3. Conclusiones

Este trabajo ha intentado dar cuenta de la multiplicidad de perspectivas contradictorias sobre el concepto de naturaleza en Thomas Bernhard, no solo de novela a novela sino también en el interior de un mismo texto. A grandes rasgos, sin embargo, pueden proponerse dos grandes momentos para pensar la función de la naturaleza: la producción temprana de Bernhard -sus novelas rurales- y la producción tardía -sus novelas urbanas. Esta separación no depende solo de los espacios, sino también de los personajes, más relacionados con un modo de vida tradicional y con determinados lazos familiares en la primera etapa.

En cualquier caso, la referencia constante a la naturaleza se efectúa desde un mundo que se sabe artificial, que ha perdido ya todos los vínculos con lo natural-primitivo. A esto se refiere Bernhard en un famoso pasaje del texto “Drei Tage”, incluido en Der Italiener:

En mis libros es todo artificial [In meinen Büchern ist alles künstlich], es decir, todas las figuras, acontecimientos y sucesos ocurren sobre un escenario, y la escena está totalmente oscura… En la oscuridad todo se vuelve claro… Se trata de un recurso artístico que utilicé desde un principio. (Bernhard 1973: 82)14

La artificialidad es importante porque es uno de los engranajes centrales en el proceso de representación artística y lingüística en general. Aunque su misma condición de artificio convierte al lenguaje en un instrumento limitado frente a la realidad, el horror aparece cuando la distancia con respecto a la naturaleza se agranda, cuando el arte se monta frente a un arte degradado y cuando las nuevas representaciones aparecen cada vez más atrofiadas. Una constante que bien podría servir para leer en conjunto la producción completa de Bernhard es lo que Eyckeler (1995) llama escepticismo del lenguaje: en determinado momento el narrador declara vano todo su esfuerzo de narrar, admitiendo la falsedad de lo escrito. Esto obstaculiza el trabajo intelectual -único motivo de existencia de los personajes-, que acaba inconcluso. La preocupación es común en las literaturas de la segunda mitad del siglo xx -que retoman, a su vez, la crisis de lenguaje que tiene su máxima expresión en el territorio centroeuropeo de principios de siglo-, pero en Bernhard la búsqueda de la verdad, aunque se sepa destinada al fracaso, no se detiene y continúa alimentando la ferocidad del lenguaje. El objetivo es construir un artificio tan puro que funcione como una nueva naturaleza; Markus Barth lo llama con mucho acierto “una nueva descripción [Neubeschreibung] del mundo” (1998: 146). Se trata de un dispositivo cerrado que se propone revisar la tradición mediante diferentes estrategias aniquiladoras -la nominalización, la desjerarquización, la exageración- que a la vez articulan una nueva maquinaria del decir. De esta forma, la rutina se reemplazaría, según Barth, por una Existenzkunst (Barth 1998: 147), aunque habría que especificar bien las exigencias que Bernhard estipula para el arte. El concepto de naturaleza es en este contexto un arma estratégica, que permite recurrir a determinados ejes culturales que resultan estructuradores para la sociedad moderna -la naturaleza como representación del pasado virgen, la naturaleza frente a la modernización, el hombre en tanto sujeto u objeto, la distribución espacial rural-urbana, el problema de la mímesis- para crear un producto nuevo: en él los nombres se vacían para darle predominancia a un lenguaje replegado sobre sí mismo.

Alcanzar una descripción coherente de la naturaleza en la prosa bernhardiana es imposible por esta manipulación violenta que se aplica sobre los conceptos tradicionales, pero convendría apuntar aquí que su recurrencia logra determinados efectos. En primer lugar, permite a la obra discutir nociones abstractas que estarían en el origen de la práctica artística, haciendo de Bernhard un escritor que reflexiona sobre la literatura mientras escribe. En segundo lugar, inserta a Bernhard -de manera problemática, claro- en cierta tradición austríaca donde la naturaleza juega un papel central -Stifter es el ejemplo paradigmático- y también otra fundamentalmente vienesa, caracterizada por la exaltación absoluta de la artificialidad. Esta relación entre la literatura austríaca y el juego de espacios que entablan las novelas de Bernhard no ha sido demasiado estudiada por la crítica -más preocupada, en general, por lidiar con el vertiginoso amor/odio que Bernhard sentía por su patria-, y resultaría un interesante tema de investigación. Y, por último, el concepto de naturaleza puede verse como un hilo conductor (la expresión alemana roter Faden parece más elocuente) para leer la producción completa de Bernhard, incluyendo sus contradicciones internas y la enorme ambigüedad que lo acompaña.

Referencias

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1 Marquardt la define como “súbita retractación de todo lo dicho hacia el final del texto” (1990: 16, la traducción nos pertenece).

2En sus traducciones de Bernhard, Miguel Sáenz emplea la mayúscula inicial al volcar al castellano el término alemán Natur.

3La utilización de la palabra “frase” se debe a la convicción de que el discurso de los primeros protagonistas de Bernhard debe ser entendido como un intento de consolidar frases que condensen una determinada sabiduría, un pensamiento complejo y profundo.

4Esto, sin embargo, podría leerse de forma muy distinta desde una rama de los estudios sobre el trauma, que analiza la potencialidad de determinados acontecimientos coyunturales (la Shoah por ejemplo) para instaurar traumas estructurales, que pierden su blanco e instauran una disposición melancólica hacia la existencia. Véase, por ejemplo, el libro Writing history, writing trauma, de Dominick LaCapra (2014).

5Sobe esta relación pueden verse, por ejemplo, los trabajos de A. P. Dierick (1979), de Fetz (1984) y de Joseph Donnenberg (1997).

6Véase Marquardt 1990, Sorg 1992 y Eyckeler 1995.

7Al respecto véase la reflexión que desarrolla Martin (1995: 26).

8Para reflexionar sobre el lenguaje de Bernhard, Burghard Damerau (1996) utiliza la imagen de la analogía, que explica así: “En Bernhard, las imágenes alegóricas ilustran tanto una experiencia intensa como también el concepto bajo el cual esa experiencia recae. Y así se vinculan los aspectos escépticos y críticos: en esas imágenes no se nombran las correspondientes experiencias […]; solo se las parafrasea. Al mismo tiempo, con estas imágenes el concepto correspondiente se registra grotescamente […]. Esta es la ‘consecuente disolución de los conceptos’” (Damerau 1996: 96, la traducción nos pertenece). Lo que le faltaría a esta brillante descripción de Damerau es reflexionar sobre la función retórica que poseen los conceptos luego de su disolución.

9Sobre la relación entre Bernhard y el romanticismo alemán temprano se ha escrito mucho. Véanse como ejemplos Dorowin 1983, Tunner 1991 y Eyckeler 1995.

10Quizás sea este “carácter gris” lo que llevó a buena parte de la literatura secundaria a discutir si los relatos autobiográficos podían servir como “clave” para entender toda la obra de Bernhard (Véanse Glaser 1987; Herzog 1989; Marquardt 1990; Mittermayer 1995).

11Una circunstancia parecida analiza Goethe en sus conversaciones con Eckermann, cuando habla de la contradicción que habría en la obra en torno a la maternidad de lady Macbeth. Las expresiones de Shakespeare, según Goethe, “no tienen sino un valor retórico, y solo prueban que el poeta hace decir a sus personajes aquello que en aquel momento es más adecuado, más indicado y más eficaz, sin preocuparse y calcular minuciosamente si están en aparente contradicción con otro pasaje” (Eckermann 1968: 497). Las motivaciones son obviamente distintas, pero muchas contradicciones poseen en Bernhard una función que se escapa a la lógica racional del lenguaje.

12Harrison resume su tesis así: “el proyecto de Alte Meister no solo implica el deseo de abolición de las barreras de clase […] en una sociedad estratificada por clases sociales; también trata a la clase en su nivel superestructural, desarrollando una teoría de la construcción social del arte que des-clasifica al gran arte occidental” (2009: 383, la traducción nos pertenece).

13Quizás el ensayo de Dagmar Lorenz “The established outsider: Thomas Bernhard” (2002) pueda servir para echar luz sobre la relación entre Bernhard y la política, no reduciendo la ambigüedad de los vínculos sino, por el contrario, acrecentándola. Luego de decir que las novelas de Bernhard serían un ataque al antiintelectualismo que dominó la Austria post-Shoah, Lorenz agrega: “En otras palabras, la obra de Bernhard puede ser leída como de izquierda. De hecho, los objetivos del desprecio y la burla incluyen precisamente los grupos sociales que la tradicional crítica antifascista había identificado como los bastiones del Nacionalsocialismo. Sin embargo, contrariamente a la teoría socialista, la clase trabajadora no tiene la simpatía de Bernhard. Los evidentes sentimientos anti-proletarios de sus obras no pueden ser ignorados. De hecho, todos los segmentos de la sociedad son culpados por las enfermedades de la sociedad moderna”(Lorenz 2002: 39, la traducción nos pertenece).

14La traducción de este fragmento, como el del siguiente de Barth, nos pertenece.

Recibido: 14 de Abril de 2020; Aprobado: 09 de Junio de 2020

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