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Boletín de Estética

versión On-line ISSN 2408-4417

Bol. estét.  no.54 Buenos Aires mar. 2021

http://dx.doi.org/10.36446/be.2021.54.240 

Artículos

Imagen del rostro desaparecido. Densidad histórica de un artefacto visual global

Image of the Disappeared Face. Historical Density of a Global Visual Artifact

Ana María Risco1 

Nicole Iroumé1 

Oriana Bernasconi1 

1 Universidad Alberto Hurtado, Santiago de Chile

Resumen

En el imaginario de los crímenes de las dictaduras sudamericanas la primera imagen es la de los desaparecidos. Desde esta experiencia represiva de los años setenta y ochenta, esta imagen ha circulado y devenido consigna global para la representación política de los crímenes de Estado. A partir del caso chileno, y tomando elementos del enfoque medial, los estudios de la visualidad y la teoría e historia del arte,este artículo aborda la condición específica de esta fotografía como un eslabón de la historia de la representación del rostro humano y como una imagen cuya eficacia retórica también descansa en procesos de editorialización, circulación, selección y enmarcamiento que no han sido tomados en cuenta en los estudios sobre memoria. El trabajo sugiere este contenido invisible que se actualiza cuando la imagen funciona como ícono trasnacional de violaciones a los derechos humanos.

Palabras clave: Fotografía; Archivo; Atrocidad; Medialidad; Teoría e historia del arte; Memoria

Abstract

In the imaginary of the crimes of South America dictatorships, the image is, in the first place, that of the disappeared. From this repressive experience of the seventies and eighties, this image has circulated, becoming a global icon for the political representation of state crimes. Taking the Chilean case, and drawing on elements of the medial approach, the studies of visuality and the theory and history of art, this article addresses the specific condition of this photograph as a link in the history of the representation of the human face and as an image whose rhetorical efficacy also rests on processes of editorialization, circulation, selection and framing that have remained disattended in the literature on memory. This paper suggests that this “invisible” content is updated when the image becomes a transnational icon of human rights violations.

Keywords: Photograph; Archive; Atrocity; Mediality; Arts theory and history; Memory

Entre las huellas, documentos e imágenes que dan testimonio histórico de las dictaduras que marcaron la vida política latinoamericana en la segunda mitad del siglo xx, pocas pueden hablar al presente con la fuerza con que lo hacen las representaciones fotográficas de rostros de víctimas de violaciones a los derechos humanos. Una imagen que se reedita para traer a la memoria no solo atributos singulares de un ser humano -una mujer, un hombre, un adolescente- que enfrentó lo peor de la violencia política, sino también rasgos de una época de dolor, miedo, ocultamiento de información y búsqueda desoída de justicia.

Considerada antes que nada un tesoro invaluable para un grupo familiar, que ha vivido largos y penosos procesos aferrándose a la fotografía de sus desaparecidos,1 la imagen que representa el rostro de las personas victimizadas ha transitado, con los años, por diversos escenarios; justicia, restitución de derechos, duelo, memoria. En Chile, su traspaso del campo de las luchas legales por los derechos humanos a los espacios más amplios de memoria social ha tenido varias vías. Quizás la más institucional de ellas sea el Memorial “Ausencia y Memoria” del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos (MMDDHH). Desde su apertura en 2010, fotografías de diversa factura y naturaleza con los rostros de las y los detenidos, desaparecidos, torturados y ejecutados por la dictadura chilena se han ido constelando junto a marcos vacíos en un gran muro que se alza en el centro de la edificación. Un piso intermedio favorece la observación panorámica, ofreciendo un lugar de conmemoración individual y colectiva. Otras iniciativas artísticas, históricas y de memoria dan periódicamente muestra de la pervivencia social de la representación del rostro de las víctimas, cuya particularidad es la de retener, en la fragilidad del instante fotográfico, las miradas y los gestos más íntimos de quienes sufrieron la violencia, a veces incluso por azar.

Más aún, en los últimos años, el propio fenómeno de la desaparición de personas se ha difundido por el mundo de la mano de la imagen del rostro de los desaparecidos y, con ello, se ha vuelto fuerte, emblemático y articulador de sentidos. Aparece aquí la capacidad epidémica de esta imagen en blanco y negro, el poder de síntesis, categorización y memorización (véase Matard-Bonucci 2001) de una fotografía que deviene ícono o proverbio (véase Sontag 2003) en contextos diversos, para hacer circular globalmente una imagen surgida y usada en Sudamérica para administrar la relación con el familiar ausente. Desde los estudios culturales y las ciencias sociales, Jaume Peris Blanes (2014) y Gabriel Gatti (2018), han remarcado que esa misma circulación trasnacional,que certifica su eficacia retórica al tiempo que necesariamente la simplifica, desancla imagen y figura de sus marcas de origen y de la historia particular sucedida a una persona concreta, anulando parte de su significación. Más aún, esta fórmula universalizantese estaría aplicando sin mayor análisis a dinámicas sociales complejas, distantes y potencialmente distintas a las de su emergencia, pudiendo obscurecer el conocimiento de otros modos de practicar el terror, expresar el dolor y resistir las violencias. A esta pérdida de complejidad de origen y de destino, otros añaden el problema de la capacidad heurística del propio artefacto globalizado. Feld (2012) traslada a la imagen del desaparecido la pregunta que Hirsch (2001) hace a las imágenes del Holocausto, planteando en qué medida la repetición “termina borrando o amortiguando su carácter perturbador, su posibilidad de seguir comunicando algo del orden de lo intolerable” (Feld 2012: 44).En un registro similar, Gatti refiere a una imagen que, devenida “ícono pop”, “anestesia” la mirada del espectador (2016: 3).

La constitución y efectos de la figura de la víctima de violaciones de derechos humanos y, en particular, del detenido desaparecido, está siendo trabajada desde una diversidad de disciplinas (sociología, psicología, ciencia política, comunicaciones, filosofía, geografía cultural, etc.). En ellas, el recurso a la fotografía suele fundarse en una lógica indicial (véase Barthes 1980), es decir, en su condición de “huella”.2 La mecanicidaddel medio fotográfico y el efecto de veracidad que se le asocia, han sido centrales en investigaciones que exploran la representación del rostro de la víctima como una marca sustitutiva (o desplazada) de la huella del crimen. Con el interés de ampliar esta perspectiva, en este artículo recurrimos a los estudios de la visualidad para observar, a partir del caso chileno, cómo fue posible tal sustitución. Más que preguntarnos por la eventual información que ofrece o deja de ofrecer sobre las violaciones a derechos humanos la imagen de rostro del detenido desaparecido, nos interesa qué revela acerca del modo en que se construyó socialmente la figura de la víctima y qué operaciones la sustentan; qué criterios determinaron su selección y reencuadre, qué elementos visuales se privilegiaron y cuáles quedaron fuera de cuadro, con qué fines fue utilizada y qué agentes la apropiaron buscando darle sentido político y visibilidad. Esta perspectiva nos permite observar que la imagen de la persona detenida desaparecida es una imagen de identidadque, salvo casos muy excepcionales, nunca fue configurada para servir a los fines a los cuales queda destinada históricamente.3 Dos suelen ser sus orígenes principales: la fotografía carné y la fotografía del álbum familiar, alternativas de un repertorio de imágenes al que pudo recurrir quien debió iniciar súbitamente el proceso de búsqueda. Se trata entonces de una imagendesviada de su función y significación originales; de un extraño tipo de imagen de identidad que se ha configurado a la fuerza, a través de procesos de transferencia medial y ajuste formal que aquí dilucidamos. El enfoque medial ofrece los lineamientos para considerar con atención el repertorio de proveniencia de esta imagen y las diversas materialidades en las que ha existido hasta hoy, sus relaciones con textos que la han connotado y sus formas de circulación en diversos soportes editoriales. Además, y en diálogo con la teoría del arte y la imagen, emprendemos una retrospectiva amplia de los hábitos de representación del rostro humano que pudieran permanecer en esta imagen como latencias significativas.Rastreamos en las prácticas del retrato manufacturado y pictórico, e incluso en el antiguo retrato mortuorio, formas y protocolos de composición que pudieran ser determinantes en los procesos de transposición y editorialización de esta imagen. En el cruce de estas perspectivas, proponemos que sobrevivirían en esta imagen hábitos culturales y viejas codificaciones que pudieron estar vigentes, de modo inconsciente, entre quienes se vieron obligados a participar de su constitución. Sostenemos que este contenido latente es también actualizado cuando la imagen pasa a funcionar como ícono trasnacional de violaciones a los derechos humanos. Al dar visibilidad a estos elementos residuales que la habitan y al dilucidar el conjunto de operaciones, decisiones y fenómenos de circulación que la hicieron posible, esperamos ampliar la comprensión acerca de dónde se juega su indiscutible eficacia como documento de memoria.

Antecedentes en la historia del rostro

Entendida como una inscripción cultural del horror, la representación fotográfica del rostro del detenido desaparecido desborda el marco de lo que pudiera considerarse históricamente memorable o siquiera interpretable. Es una figura “difícil de pensar y de vivir” (Gatti 2006: 28).

Sin embargo, esta representación no resulta ajena a la historia de la imagen. Desde su constitución como motivo, la historia del rostro está imbricada con la vida ritual y política de las sociedades y guarda sutiles relaciones con el ejercicio del poder, especialmente cuando se manifiesta como capacidad de decidir quiénes tienen derecho o están obligados a comparecer “dando la cara” en una representación.

Si bien la representación del rostro aparece en la mayoría de las inscripciones que han representado históricamente al cuerpo humano -relieve, volumen y superficie-, para los estudios del arte y disciplinas afines el género del retrato tiene una historia específica y es en él donde el rostro ofrece su mayor potencia simbólica. Según Galienne y Pierre Francastel, dos factores de larga data distinguen al género del retrato: i) la cualidad del objeto representado -un sujeto individualizado- y ii) las actitudes del productor y su modelo -la intención del artista de retratar y el consentimiento del modelo para ser retratado- (1978: 13).

Desde esta definición general, podemos identificar algunas manifestaciones originarias del retrato en la Antigüedad. En la cultura egipcia, primero, y romana, después, la representación del rostro apareció asociada a la voluntad de superación de la muerte o de dar perduración al muerto insertando su rostro en el mundo de los vivos, para aportarles la dignidad de sus antepasados.4 Las representaciones tempranas del rostro del faraón y su corte en cámaras funerarias pusieron en valor el poder universal del soberano más que su personalidad individual, pero la conmemoración del muerto como sujeto común e individualizado se encuentra igualmente presente en el remoto pasado egipcio bajo la forma de pinturas naturalistas inscritas en los sarcófagos encontrados en la zona de El Fayum.5

Una segunda función antigua del retrato fue la de dar representación visual al poder. El retrato del emperador esculpido o en relieve, se extendió en el mundo grecorromano y se proyectó hacia el medioevo cristiano en la imagen del Papa, igualmente capaz de representarlo en ceremonias en las que esta autoridad religiosa no participaba.6 Si bien la representación de personas individuales no necesariamente dotadas de un alto rango en la jerarquía civil o religiosa no está del todo ausente en las culturas antiguas, existe consenso de que el alza histórica y difusión social del género del retrato comienza a producirse entre la Alta Edad Media y los albores de la Modernidad. La individualización y caracterización de la figura de los “donantes” dentro de composiciones pictóricas de naturaleza religiosa abrió paso al interés de los productores de imágenes por especializarse en la representación de sujetos individualizados, que más tarde se convertirían en un motivo independiente dando lugar a la conformación del moderno género del retrato libre, que alcanza en la pintura de caballete su máxima expresión. Es entonces en la Modernidad donde el retrato se configura como un género dentro del orden jerárquico de las Bellas Artes o artes liberales. Si tempranamente fue considerado irrelevante o menor por los artistas o la academia, fue muy apreciado por la pujante burguesía, ansiosa de verse reflejada en él. Pasando del perfil, a la fórmula de los tres cuartos, hasta llegar a la frontalidad, el retrato encuentra en este contexto sus cualidades estéticas canónicas y prescriptivas y sus usos sociales y políticos más evidentes, imponiendo ciertas actitudes y disciplinamiento al cuerpo y rostro del modelo, como la norma de la pose para proyectar estatus y magnificencia social, económica y estética. Este es el momento en que, según Stoichita, se instala “el canon visual occidental” (2016: 20), fundado en el culto a las proporciones del cuerpo, la belleza y la armonía de los colores y la iluminación. Con él se señala también un rango de sujetos no susceptibles de retrato, que se reconocen como infames y/o carentes de valor social o bien como “otros” culturales a través de los cuales Europa afirma su superioridad y dominio.

Continuidades y transformaciones del retrato en el contexto fotográfico

El retrato ha sido el género más divulgado desde la invención de la fotografía. Ello incentivó la búsqueda de opciones técnicas que permitieron diversificar sus usos y disminuir sus costos. En gran medida, su amplia difusión se debió a su capacidad de adaptarse con rapidez y soltura a una multiplicidad de demandas. El abaratamiento de los costos permitió que el retrato honorífico heredero de la tradición pictórica se difundiera notoriamente, contribuyendo al incipiente desarrollo de la fotografía familiar, cuya temática principal serán los acontecimientos memorables de un grupo social restringido, generalmente asociado por lazos de familia7 (véase Freund 1993). Con el ingreso de las clases populares, primero, y de sujetos no-occidentales, delincuentes, enfermos y esclavos, más tarde, se vuelve evidente que ya no se alcanza la representación visual únicamente por la fortuna, relevancia política o clase social y se produce una relativa democratización del acceso al retrato. La inclusión de sujetos marginales es relevante para comprender el cambio cultural que vive la práctica retratística y la imagen-retrato en el contexto de la cultura industrial, donde una variante importante del retrato fotográfico queda vinculada a la producción de conocimiento (véase Giordano y Méndez 2001), aun cuando sigue compartiendo características con aquella de naturaleza eminentemente comercial, que apunta a exaltar el honor o la fama de un individuo. Para disciplinas científicas, antropológicas e instituciones modernas de tipo médico, legal o municipal, la fotografía de estas personas “otras” pasó a funcionar como herramienta de archivo y control, y como una fuente probatoria. Así “surgió una auténtica obsesión por reflejar el rostro humano por medio de la fotografía” (Guixà 2012: 57). La medicina decimonónica adoptó la cámara como una herramienta de investigación de rasgos y expresiones faciales “anormales” en pacientes psiquiátricos, sujetos con enfermedades mentales, homosexuales y delincuentes de crímenes violentos, con la finalidad de clasificar y describir características físicas a las que se asociaban determinadas resonancias morales. La antropología decimonónica buscó afirmar tempranamente su cientificidad en el análisis de la apariencia exterior de las personas, recopilando, catalogando y comparando imágenes fotográficas, tomadas por antropólogos, artistas, viajeros o fotógrafos comerciales, y presentándolas como “pruebas incontestables de una realidad sin distorsiones” (Guixà 2012: 67). La antropometría (que dio lugar a la conocida imagen de frente y perfil) y la fotografía de tipos, orientada a presentar visualmente un sujeto modélico y “representativo” de un determinado grupo étnico o cultural, ambas con fuerte énfasis en la imagen de rostro, vivieron su despliegue en este contexto. Estas mismas concepciones científicas de la fotografía y su consideración en tanto documento veraz, condujeron a que los medios policiales y judiciales la adoptaran para “la identificación y control de los individuos” (Guixà 2012: 61), un procedimiento que se extendió durante el siglo XIX hacia colegios, orfanatos, cárceles, manicomios y hospitales, y derivó en la producción de una imagen donde el rostro de la persona adquiría protagonismo gracias al uso de fondos neutros e iluminación uniforme y difusa. El descendiente directo de este procedimiento, la foto carné, sobrevive hasta la actualidad.8

En estos nuevos usos de la cultura industrial, el “retrato” fotográfico perdió su vínculo con el “consentimiento del modelo” al que aluden los Francastel como rasgo necesario en la constitución del género, e incluso dejó por momentos de ostentar su rasgo principal y definitorio -el derepresentar a un sujeto particularizado. Ahora la individualidad quedaba solapada bajo la norma homogeneizadora del archivo documental.

La pose frontal, heredada del retrato tradicional (artístico-honorífico) perduró, sin embargo, en todas las formas de retrato fotográfico. Desde 1880, esta pose se convirtió en el formato estándar para los documentos fotográficos de identidad. Junto a la pose frontal, la temprana incorporación del nombre del individuo retratado es otra característica que sobrevive en la fotografía identificatoria (y también en el retrato comercial) habiendo sido propia de los retratos pictóricos modernos.

Como plantea Tagg, al servicio de la ciencia y el Estado, la imagen fotográfica accedió a un nuevo nivel de autoridad y consolidó su estatus como documento social: “lo que proporcionó a la fotografía poder para evocar una verdad fue el privilegio atribuido a los medios mecánicos en las sociedades industriales”, y su movilización dentro de los aparatos “de una nueva y más penetrante forma del Estado” ([1988] 2005: 82). Múltiples archivos fotográficos añadidos al aparato estatal comenzaron a preservar este conocimiento visual, producido desde el poder. Los grandes acervos allí reunidos contienen la incesante repetición de un formato visual prácticamente invariable, constituido por una infinidad de “cabezas y hombros, como si esas partes de nuestros cuerpos fueran nuestra verdad” (Tagg [1988] 2005: 53).

Retrato sin precedentes

La imagen de rostro como objeto universal puede considerarse una clave articuladora dentro de la historia visual de occidente, debido a su referencia originaria a la muerte (y a los muertos, pensados como susceptibles de ser “animados” por su imagen) y al ejercicio del poder.

A lo largo de su historia, el rostro representado bajo el régimen del retrato ha cumplido funciones de exaltación individual o grupal, proyección de prestigio y dominio, construcción de identidad, control social y segregación. Las diversas modulaciones y mutaciones del género han influido sobre los modos de comprender y articular el rostro, generando hábitos altamente extendidos, vigentes incluso en los contextos de extrema conmoción en que fueron producidas las imágenes de personas afectadas por la desaparición forzada. Si bien no corresponde asumir que esta larga historia del rostro haya participado conscientemente como un antecedente en las decisiones tomadas en la construcción social de la imagen del detenido desaparecido, nos interesa establecer qué modalidades del retrato y de la representación histórica del rostro son activadas al generar esta representación extrema y carente de parámetros.

En Chile, el proceso de constitución de imágenes de detenidos desaparecidos está documentado como parte de la historia de organizaciones civiles de apoyo a víctimas y sus familiares, que se formaron después del golpe de estado con que se instauró la dictadura. En 1976, tras el cierre forzado de una primera iniciativa articulada por iglesias cristianas y la comunidad judía, fue conformada la Vicaría de la Solidaridad al alero la iglesia católica. Esta entidad desarrolló una labor en al menos tres niveles: el jurídico, mediante la defensa legal de las víctimas; el laboral, orientado a la reconstitución de las familias afectadas en el mundo del trabajo, y el nivel campesino y de zonas, encargado de promover acciones solidarias en sectores populares a lo largo del país. Tempranamente el departamento jurídico de la Vicaría generó condiciones de encuentro para que los familiares de las víctimas conformaran la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (AFDD). Con el tiempo y mediante un arduo trabajo de lucha por los derechos humanos, esta entidad otorgará a las imágenes peso simbólico y eficacia comunicativa. Su lucha “permitió conceptualizar la idea de ‘desaparecido’ como víctima de una violación específica de los derechos humanos” (Peris Blanes 2009: 90), en un contexto en que las imágenes que podían circular -aquellas oficiales y difundidas por la prensa oficialista-, se proponían ocultar o negar su existencia.

Ante su ausencia, la víctima es representada socialmente por otros, quienes luchan por inscribirla públicamente a través de dispositivos legales, comunicacionales y forenses (véase Bernasconi y Ruiz 2019). La fotografía que da visibilidad a su rostro constituye un tipo de retrato sin precedentes que no cuenta con el consentimiento del modelo, ni con el modelo mismo como agente que participa y se deja representar en ella por convicción o por fuerza. En la imagen del detenido desaparecido el modelo se hace presente en un destiempo y bajo la forma “espectral” de la sustracción (García 2013: 144).

La aparición de la imagen del desparecido

Decisiones adoptadas por familiares y organizaciones de derechos humanos en el proceso de visibilizar el drama de la desaparición reflejan una asimilación cultural de códigos históricamente configurados que operan como modelos para hacer frente al problema. Entre ellas el recurso al medio fotográfico que, como hemos señalado, desde sus usos documentales en el siglo xix, se consideraba alineado con los principios de objetividad que requería la tarea probatoria en procesos policiales, periciales y judiciales. Todavía para los años 70 del siglo xx, la existencia de una fotografía de rostro se consideraba prueba irrefutable de la existencia de una persona. Por eso, era habitual la inclusión de fotografías de las víctimas en los recursos de amparo presentados por familiares, acciones que lograban escasamente la liberación de los secuestrados, pero servían como apoyo para contrarrestar las respuestas oficiales y, en ocasiones, “para obtener el reconocimiento oficial de la detención” (Vicaría de la Solidaridad 1976: 36).

En momentos de desconfianza y sospecha, la objetividad atribuida a la imagen fotográfica la validó como una fuente sin controversias para informar los perfiles, características y rasgos físicos de los sujetos reclamados y, en ocasiones, identificar el vestuario y accesorios que portaban y asociarlos con restos textiles, segmentos de colgantes o de anteojos hallados en pesquisas forenses. Así, las funciones de identificación y reconocimiento que la fotografía tuvo como herramienta de control social desde el siglo xixfueron sostenidas y apropiadas por este régimen de operaciones humanitarias y contra-dictatoriales.

Como ha sido destacado,9 muchas de las imágenes de rostros de detenidos desaparecidos son propiamente fotografías de identidad, en las que subsiste la función estandarizadora del aparato estatal. Para cumplir con los nuevos fines, la foto carné debía ser ampliada, a través de un proceso donde, en el caso de Chile, la labor de la Vicaría fue fundamental. El uso de la fotografía de identidad para la búsqueda y denuncia de las personas desaparecidas integró a la imagen resultante un doble efecto de sentido: i) reforzó la condición ciudadana de la víctima al reinscribir y reclamar como sujetos de derecho a las personas que el “dispositivo desaparecedor” (Calveiro 2004: 42) de la dictadura expulsaba fuera de los marcos normativos; ii) ofreció una imagen incrementada de la violencia estatal. El uso de la foto carné, “resalta y denuncia” la responsabilidad del Estado “ante la desaparición de esa persona cuya existencia está probada, entre otras cosas, por ese registro fotográfico” (Cortés 2007: 11).

Como introdujéramos, muchas de las imágenes de detenidos desaparecidos en Chile no provienen de las fotos carné, sino de retratos sociales y familiares, es decir, de fotografía biográfica, un código visual que surge con la primera democratización de la fotografía en el sigloxix, consagrándose con la popularización de las cámaras domésticas e instantáneas hacia mediados del siglo xx. Según Pardo (2006), la función del álbum familiar es salvaguardar los lazos emocionales y las relaciones sociales, por lo que puede pensarse como un espacio de memoria, al proveer de marcos de contención y referencia para la rememoración (véase Larralde 2015). Generalmente el álbum familiar reúne retratos grupales, individuales, e imágenes de acontecimientos, ceremonias y celebraciones significativas para sus miembros. En él, la condición honorífica del retrato individual o grupal tiene un carácter privado, restringido a las memorias biográficas. Por lo tanto, para los fines de búsqueda y denuncia de un detenido desaparecido, esta imagen tuvo que ser separada de esa zona de privacidad mediante diversas operaciones entre las cuales el reenmarcamiento y recorte fueron principales. La fotografía estándar de identidad surge en este proceso como un modelo a “imitar” por la vía del recorte. Dicho recorte produce una imagen ambigua, cercana al formato carné, donde el rostro de la persona es circunscrito por el encuadre, pero esta aparece sonriendo, relajada, o mirando en una dirección que no corresponde al ojo de la cámara. Estas imágenes perturban la neutralidad requerida para la fotografía de identificación tradicional por cuanto contienen latencias del espacio íntimo y de ciertos contextos de la vida privada que se decidió resguardar.

En varias de estas imágenes se observa la intención de producir el efecto de frontalidad del rostro, que no se consigue a cabalidad. Juan Maino era egresado de ingeniería, fotógrafo y militante del Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU). Fue detenido el 26 de mayo de 1976 a los 29 años. Una de sus imágenes tempranas como detenido desaparecido (fig. 1) es un ejemplo elocuente de los primeros “recortes” (en este caso realizado de modo literal, por familiares, como lo deja ver el borde derecho). Este tipo de corte pudo tener también el propósito de ocultar la presencia de otras personas en la toma, que podían verse incriminadas por su proximidad con Maino.

Figura 1: Juan Marino 

Figura 2: Mónica Llanca Iturra 

El uso de la fotografía de álbum familiar permite, en algunos casos, destacar algún aspecto de la vida de la persona desaparecida que hace especialmente acuciante su ubicación, como ocurre con la imagen de Mónica Llanca Iturra (fig. 2), empleada pública y colaboradora del Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR), quien al momento de ser detenida el 6 de septiembre de 1974 tenía 23 años y un hijo de corta edad, como muchos de quienes sufrieron esta suerte.

En la Vicaría, Luis Navarro fue el fotógrafo encargado de realizar mayoritariamente los primeros ajustes de las imágenes, a través de un procedimiento profesional. Su trabajo consistía en crear una imagen apta para la búsqueda, a partir de una ajada fotografía identificatoria, de un retrato grupal o simplemente de una fotografía biográfica:

Tenía una cámara con un lente normal y untele[objetivo], ese era todo el equipo. Luego, un amigo que era de documentación llevó una ampliadora pequeña, de esas que usan los niños en Europa o Estados Unidos. No teníamos lentillas de acercamiento y muchas de las fotos que llegaban eran fotos carné. A mí se me ocurrió invertir el lente, poner la cámara en un trípode y en el trípode poner una cosa que sujetara el lente y ponerle scotch, y eso se transformó en una lupa con la que se podía tomar un pequeño cuadradito. (Muga 2005: 15-16)

Sin otros recursos técnicos, esta ampliación a un formato útil para la visualización del rostro finalizaba con una intervención manual: “con un lápiz Bic muy blando, y con un poco de tempera le daba los brillos” (Muga 2005: 16). La obtención de una imagen del rostro de la víctima fue un trabajo complejo, realizado a veces a contracorriente de la pretendida mecanicidad de la fotografía y en situaciones de gran urgencia, peligrosidad y presión, debido a que la vida de personas dependía de ello.

A partir de estas primeras operaciones tendientes a conseguir una fotografía adecuada de la persona desaparecidajunto a otros documentos que demostraran su existencia, los familiares iniciaban la búsqueda en morgues, comisarías u hospitales y denunciaban la detención ante iglesias, instituciones del Estado, organismos internacionales, embajadas y la prensa nacional y extranjera. A su vez el equipo jurídico del Comité Pro Paz y de la Vicaría, interponía recursos de amparo o habeas corpus ante los tribunales de justiciapor cada persona desaparecida. Ello les permitía llevar registro y producir datos sobre esta práctica represiva. Como recurso jurídico que refiere al derecho de cualquier ciudadano preso o detenido a comparecer ante un juez para determinar las causas de su arresto y su legalidad o ilegalidad, el habeas corpus servía a los familiares para saber si el detenido seguía, al menos, con vida. Sin embargo, tres de más de 8.900 recursos de amparo fueron aceptados (Del Villar et al. 2019: 100). En este contexto de impunidad, “poner rostro a los desaparecidos” permitía “desmentir la información oficial de que estas personas no existían o bien habían huido del país por razones personales” (Camacho y Ramírez 2018: 60).

La fotografía del rostro, entonces, devolvió la identidad a víctimas de la desaparición forzada que en virtud de la negación oficial estaban siendo torturadas, ejecutadas y excluidas de todo proceso judicial. Por medio de la referencia al retrato identitario -literal o figurado a través del recorte- el detenido desaparecido fue reinscrito como sujeto social y jurídico y como víctima de un delito específico. Será en el paso hacia el espacio público que estas fotografías alcanzarán su máximo potencial comunicativo y en gran medida la condición simbólica que sobrevive hasta la actualidad.

Aparición pública del rostro del desaparecido sobre el cuerpo de familiares

Tras el proceso de construcción de la imagen del detenido desaparecido, su primera aparición responde a la finalidad urgente de salir a las calles, como suele hacerse en el caso de personas extraviadas, y difundir la imagen de su rostro para dar con el paradero. Aquí sucede una modulación interesante de la función de la fotografía de identidad o familiar: la imagen que se construye en la búsqueda no aspira a probar ni evidenciar el crimen de la desaparición forzada, el momento de la detención, ni ser instrumento de denuncia sobre la ausencia de la persona fotografiada. Lo único que ella evidencia visualmente es la existencia previa del detenido desaparecido. Así, “las fotografías muestran justamente la imposibilidad de ‘ver’ la desaparición: no son las ‘pruebas’ del crimen ni las fotos de las víctimas en tanto tales, sino que representan a aquellas vidas que han sido sesgadas” (Feld 2010: 5).

Paulatinamente estas fotografías cobraron la forma de un discurso público de denuncia, apuntado a desnudar los crímenes de la dictadura. Exhibidas en conjunto, estas imágenes significaban una verdad garantizada más por la legitimidad de quienes se hicieron cargo de sacarlas a la luz a través de diversos dispositivos de enunciaciónque por la información que aportaban como objetos fotográficos.10 Esos dispositivos incluían testimonios verbales que lograban cargarlas “con la violencia que no retrataban directamente” (Camacho y Ramírez 2018, 59). Gracias a su reiterada relación con el discurso verbal de denuncia y dolor, las fotografías se hicieron portadoras de un nuevo mensaje, dejaron de ser la representación de rostros individuales para convertirse en íconos de una campaña por la justicia. Este registro permitió acudir a argumentos universales sobre los Derechos Humanos con amplia repercusión en diversos sectores políticos, dentro y fuera del país (véase Peris Blanes 2009).

Figura 3 

Figura 4 

Los lenguajes de manifestación y protesta -marchas, reuniones públicas, huelgas- fueron parte de arduas y emergentes estrategias de difusión emprendidas por los familiares, organizados desde 1975 en la AFDD. En estas acciones las fotografías encontraron una primera circulación social, prendidas con alfileres en el pecho de quienes buscaban a sus desaparecidos, generalmente mujeres, que se hacían así cuerpo vivo de uno o varios rostros fotografiados (fig. 3). El solo uso público de estas fotografías representaba una fractura al orden dictatorial, pues los familiares sabían que los exponía a la aplicación de la Ley de Seguridad Interior del Estado (véase Díaz Caro 1997).

Las primeras reproducciones de estas imágenes eran precarias. El recurso a solidarias imprentas rudimentarias, sumado a la calidad deficiente de algunos originales, generaba problemas de legibilidad visual, evitados mediante el alto contraste. Es muy probable que esta apelación al alto contraste haya estado en la base del deslizamiento de la imagen fotográfica a la fórmula gráfica del silueteado (fig. 4), que se convirtió en un temprano medio visual para hacer de rostros desaparecidos una metáfora del dolor y la denuncia, pasando a configurar un símbolo de la misma AFDD.

Incorporando esta fotografía en el espacio público y poniendo el propio cuerpo como su soporte, los familiares iniciaban un proceso de insubordinación contradictatorial que se anticiparía a todas las campañas posteriores. Con ello fijarían también su propia condición de sujetos políticos. A medida que pasaba el tiempo respecto de la desaparición de las víctimas, la fotografía de rostro comenzaba a convertirse en la imagen que conocería la posteridad como legado de la dictadura: el retrato de un muerto, conmemorado y reinscrito insistentemente en el espacio social, según el hábito antiguo, para hacerlo perdurar y gravitar en la actualidad de los vivos.

Distribución social del aparato fotográfico

La apelación a códigos culturales y tradiciones visuales del retrato y la representación del rostro en los dos momentos revisados hasta aquí suele depender de la naturaleza del material-fuente, es decir, la fotografía con que se inicia el proceso (el original), dependiente, a su vez, de la densidad del álbum de retratos personales y familiares del desaparecido.

En Chile, a inicios del siglo xx, la difusión del retrato fotográfico, como género, había superado el límite de las clases acomodadas alcanzando a las clases medias e incluso trabajadoras, influidas por las primeras publicaciones obreras que exaltaban la imagen del obrero como sujeto político universal y como sujeto individual (Cornejo 2012: 39).

Sin embargo, el boom de la fotografía doméstica se produce recién en los 80, cuando las cámaras fotográficas incrementan su presencia en el mercado liberalizado. Diversos testimonios revelan que, hacia inicios del 70, cuando se produjo el golpe militar, el retrato fotográfico seguía siendo excepcional en los sectores de ingresos económicos bajos. Para ellos el acceso se restringía todavía a la práctica ambulante del fotógrafo minutero (Abarca et al. 2019: 9). Resulta elocuente el testimonio de Ana González (1925-2018), activista por los derechos humanos y una de las fundadoras de la AFDD, quien, en el documental La ciudad de los fotógrafos de Sebastián Moreno (2006), relata la dificultad de encontrar fotografías para iniciar la búsqueda de sus cuatro desaparecidos (esposo, dos hijos y nuera embarazada):

A mí me costó mucho encontrar una fotografía para ponerme en el pecho […]. Nunca tuvimos una máquina fotográfica en la casa. De casualidad tengo una foto familiar, que pasó una vez un fotógrafo por la calle -“señora, ¿quiere sacarse una foto?”-. […] Yo creo que ese día no teníamos para comer… tuvimos la idea, el alumbramiento, no sé, la magia, de decirle “claro, pase”. Y es la única foto que existe. (27:00-27:50)

Según González “no tener la foto de la familia es como no formar parte de la historia de la humanidad” (Moreno 2006: 27’57’’-28’08’’), revelando el valor otorgado por la familia trabajadora al retrato grupal de parentesco, en el pasado señal inequívoca de pertenencia a una elite social. En casos como este, la imagen fotográfica del detenido desaparecido puede coincidir con la única imagen fotográfica con la que la persona entró a “la historia de la humanidad”. Esta situación es compartida por aquellos que fueron buscados con el apoyo de imágenes de calidad muy deficiente, al punto que es posible notar que la persona no se encontraba en primer plano en el momento de la toma, como en la imagen del estudiante y lustrabotas Claudio Escanilla Escobar (fig. 5), uno de los 307 jóvenes y niños asesinados por la dictadura chilena.

Figura 5 

Figura 6 

Figura 7 

Otros registros documentales de detenidos desaparecidos conservan buen número de retratos individuales y grupales, indicando la familiaridad de la persona con el aparato fotográfico como mecanismo de registro de la vida privada y social. Joel Huaiquiñir Benavides, detenido el 27 de julio de 1974, es uno de estos casos. Huaiquiñir era instructor de seguridad industrial en el Mineral de El Salvador y había sido miembro del Comité Central del Partido Socialista durante el gobierno de la Unidad Popular, pasando luego a la clandestinidad. En el archivo del Espacio de Memorias Londres 38, que refuncionaliza uno de los centros clandestinos por los que pasó tras su detención, figuran varias imágenes fotográficas de su vida familiar, laboral y partidista, que lo presentan como un sujeto habituado a la representación fotográfica desde su juventud. Puede suponerse entonces que para él existían diversas opciones entre las que elegir una imagen para buscarlo. Una de las imágenes que fue habitualmente usada como complemento a la foto carné, acota y reenmarca una fotografía grupal (figs. 6 y 7), donde Huaiquiñir aparece al centro del grupo y en la que su cara presenta con gran claridad las características de su rostro. Interrogarse por los motivos de esta selección supone ahondar en las cualidades específicas de la imagen de álbum familiar, donde el retrato convive con o participa de otras imágenes documentales de la vida de un sujeto. El álbum casero tiene la particularidad de reunir las marcas del cuerpo “vivo” de la persona y, por lo tanto, se encuentra en él un tipo de representación de rostro que acoge los gestos e incluso algunas señas del carácter y la personalidad. Además de pruebas y denuncias, y de su reclamación como sujetos de derecho, las imágenes de detenidos desaparecidos buscaban manifestar esos rasgos de la existencia afectiva de la persona, siendo no poco comunes los casos donde la imagen evocaba también el mundo cotidiano y los afectos. La imagen reenmarcada de Huaiquiñir muestra al joven dirigente en un espacio de sociabilidad, que decanta en la actitud vivaz de sus ojos y su boca, enmarcados por pobladas cejas y bigotes oscuros.

Muchas fotografías que cargaban un aspecto neutral fueron, con el tiempo, reemplazadas por otras que remarcaban rasgos del rostro y sugerían atributos de la persona en su existencia cotidiana. Es el caso de la imagen de Nalvia Mena, nuera de Ana González. Las principales imágenes de búsqueda del rostro de Mena (fig. 8), si bien son evidentemente recortes de fotografías más amplias (fig. 9), solo alcanzan a mostrar su cara en un ángulo de tres cuartos. La fotografía que portó González en diversas manifestaciones públicas posteriores, evidencia un carácter mucho más emotivo y, de hecho, abandona la centralidad del rostro de la víctima. La nueva imagen de Mena incorpora datos de contexto, reintegrando el mismo álbum familiar del que proviene. Esto permite visibilizar a un niño que Mena tenía en los brazos, quien probablemente sea su hijo Luis Emilio (fig. 10), sobreviviente. Dado que ella tenía tres meses de embarazo al momento de ser detenida, la nueva fotografía no solo evidencia el quiebre familiar generado por la desaparición forzada, sino también al hijo nonato de la víctima, relevando aspectos de la violencia solapados en la imagen de rostro.

El rostro como efecto editorial, comunicacional y poético

Hemos señalado que el detenido desaparecido es un actor social que emerge representado por otros y que las fotografías usadas por los familiares e instituciones de apoyo (con sus eventuales intervenciones) son dispositivos visuales y comunicacionales generados en medio de una urgente campaña política por la visibilidad.

Figura 8, 9 y10 

Por su propia precariedad inicial, o por los procesos de intervención, ampliación o recorte, estas imágenes por sí solas ofrecían poca información. De ahí que desde un primer momento fueran acompañadas por textos, denuncias, testimonios que les permitieron “alcanzar” el nivel de enunciación y grado de impacto necesarios para cumplir su cometido político y humanitario y reclamar un “efecto documental” (García 2013: 143).11 La editorialización de la imagen de rostro que se impuso en la segunda mitad de los años setenta como un fenómeno de mediación, demandó la concurrencia de nuevos actores: profesionales de la comunicación, el diseño gráfico y la imprenta hicieron nacer una serie de precarios aparatos de comunicación en la que tuvieron también injerencia las operaciones del arte.12 Los trabajos de arte fronterizos con la denuncia social, producidos en el Taller de Artes Visuales (particularmente las Huinchas de Luz Donoso, y las acciones performáticas de Hernán Parada, donde el artista cubría su propio rostro con la representación fotográfica de la cara de su hermano desaparecido), participan del ajuste visual que transforma las imágenes de rostro en signos excepcionales, dotados de intensidad estética, además de política.13

En términos comunicacionales e instrumentales, el proceso de editorialización de la imagen decanta a inicios de los ochenta, cuando la AFDD crea el icono de su causa y principal imagen con la que se identifica en Chile la situación de la desaparición forzada, consistente -como plantean Bernasconi y Ruiz (2018)- en la ampliación de la fotografía en blanco y negro del rostro de los detenidos para la creación de pancartas, carteles y lienzos, que además del nombre, incluían la pregunta “¿Dónde están?” (fig. 11). Con esta trasposición medial (del medio fotográfico al impreso o fotocopiado) y de formato (del tamaño reproducción fotográfica al tamaño variable de la pancarta o página de publicación), la fotografía del rostro consolida su nuevo carácter de instrumento de denuncia. Una transformación que, sin embargo, no anula el objetivo de poner a la vista los rasgos básicos de una persona.14

La configuración gráfico-fotográfica que nace con la consigna “¿Dónde están?”, cumplía la función de captar la atención e interpelar al transeúnte y al lector fugaz. Impresa en pancartas, volantes, boletines o en los libros ¿Dónde están?, editados por la Vicaría de la Solidaridad entre 1978 y 1979 (fig. 12), ella se transformó en un mensaje impetuoso, cargado de fuerza y dolor que, debido a su reiteración y persistencia en el espacio público y editorial, comenzó a connotar no solo la búsqueda de una persona concreta, sino la masividad del fenómeno de la violación de los derechos humanos en Chile. En su variante política, este mensaje se hacía visible en huelgas y manifestaciones y, lentamente, fue permeando contextos generales de protesta. Así, el efecto acumulativo y la yuxtaposición de imágenes de rostro diagramadas bajo este principio identitario, como es el caso de los montajes fotográficos reproducidos en los libros ¿Dónde están?, agregó nuevas aristas al mensaje: “el puzle con los rostros de los desaparecidos no solo servía para individualizar y dar una imagen a aquellos de quienes los militares negaban la existencia […] sino que metaforizaba el carácter masivo, organizado e interconectado de la represión” (Peris Blanes 2009: 91). Asimismo, la ampliación del formato de la imagen generaba un nuevo efecto en el espectador: “cuando las fotos pasan del 4x4 de la foto-carnet, o de la pequeña imagen llevada en el cuerpo de las madres, a ser ampliadas y portadas en una pancarta, pasamos, también, de la foto que miramos a la foto que nos mira” (García 2013: 134).

Figura 11 

Figura 12 y 13 

Efecto acumulativo: una imagen para la historia

La visualización de la imagen de la víctima bajo la tutela del “¿Dónde están?” y en el régimen del puzle o la retícula, terminó abriendo paso a un hábito visual que fue altamente influyente en el modo en que decantó la representación de las violaciones a los derechos humanos en el período de transición. Si ya la pregunta ¿Dónde están? alude no solo al paradero de personas, sino al fenómeno en sí mismo y al carácter plural de la desaparición en tanto atentado sistemático a los derechos humanos, la acumulación de las imágenes de rostro en montajes y diagramaciones que las presentan como una constelación de partículas dejadas en el aire por un violento estallido, enfatiza los efectos sociales, culturales y biográficos de la represión dictatorial, en clara alusión al genocidio.

En Chile, la transición abrió un capítulo no menos dramático para los sobrevivientes y familiares de víctimas de desaparición forzada. El fin de la dictadura en 1990, dio paso a una democracia tutelada, fundada en leyes de “amarre”, incluida la Constitución de 1980. Pinochet seguía presente en la escena nacional como jefe del Ejército y senador vitalicio. La Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (véase Rettig 1990), constituyó un primer paso en el reconocimiento oficial de las más graves violaciones a los derechos humanos. La suscripción de tratados internacionales amplió el alcance de la idea de reparación. Sin embargo, “la impunidad jurídica se preservó e incluso se endureció” (Collins 2013: 89), especialmente porque la mayoría de las causas radicaban en la justicia militar. Tras la detención de Pinochet en Londres en 1998, el muro de protección de los jueces hacia los criminales comenzó a debilitarse y las causas por crímenes de lesa humanidad comenzaron a ser investigadas.

A fines de los noventa, la sociedad civil y sobrevivientes comenzaron la recuperación de sitios de tortura y se abocaron a su refuncionalización como lugares de memoria, un fenómeno que fue replicado a nivel oficial con la inauguración del MMDDHH. Una nueva Comisión de Verdad (véase Valech 2011) calificó y reparó a víctimas sobrevivientes de prisión y tortura, pero trabó la posibilidad de avanzar en justicia, al embargar por 50 años la información reunida. Como señala Collins, los “avances graduales y aún parciales” en materia de justicia de transición, han sido el “resultado de presiones desde la sociedad civil e inesperadas ‘irrupciones de la memoria’, más que de una política oficial sistemática de repudio a la violencia política y atención al manejo de su legado” (2013: 79). Con Pinochet muerto sin castigo, casos sin cerrar y buena parte de los culpables en las calles, la situación de las violaciones a los derechos humanos es un tema complejo, que suscita tensiones entre quienes buscan justicia y aquellos que prefieren “dar vuelta de página” mediante perdón y olvido.

En los años de transición las imágenes que testimonian la dictadura como período de graves violaciones a los derechos humanos han tenido su mayor figuración dentro del país, a través de producciones textuales, editoriales, visuales y audiovisuales. En este período la imagen de la desaparición forzada es desplazada desde los espacios de registro, documentación, denuncia y conmemoración privados y humanitarios hacia los espacios públicos de inscripción de memoria. Entre las diversas miradas disciplinares y sensibilidades que trabajan la imagen del detenido desaparecido, al menos dos aportan nuevos acentos a la producción de significación de la imagen de rostro. La primera se presenta en proyectos artísticos o ejercicios subjetivos de memoria, revirtiendo el encuadre restrictivo que llevó a muchas fotografías biográficas a convertirse en imágenes de identidad. Fotógrafos y artistas excavan en archivos, álbumes familiares, buscando nuevas perspectivas de aquellos que habían sido por mucho tiempo reducidos a unos cuantos rasgos faciales, un nombre o una cédula de identidad. Se busca dar representación visual a la vida de la víctima, aproximarse a su mundo y su cotidianidad. En una serie de obras gráficas elaboradas con humo e integradas al proyecto Ñamen (2017), “perderse” o “desaparecer” en mapudungun (fig. 14), el artista Danilo Espinoza revisita los rastros de los detenidos desaparecidos del pueblo Mapuche. La imagen de Joel Huaiquiñir reaparece en la huella de humo, reintegrada al retrato grupal de donde salió y rodeada de otras imágenes que describen la novela familiar y comunitaria del ahora personaje de una historia social (véase también figs. 6 y 7).

El rostro de la víctima pierde protagonismo en esta forma de elaboración de la memoria, que implica diversos tipos de transferencia medial y la incorporación de la imagen al orden de los discursos subjetivos y autorales que se corresponden con la producción artística.

En su calidad de puro rostro, la imagen del detenido desaparecido, en cambio, ha sido central en montajes visuales donde las reproducciones fotográficas pasan a conformar una serie uniforme o de formato variado, como el Memorial “Ausencia y Memoria” ubicado al interior del MMDDHH al que referimos en la introducción del artículo (figs. 15 y 16).15

Figura 14: Danilo Espinoza. Humo sobre papel, 2017 

Haciéndose eco de estrategias seguidas en otros sitios de memoria como Tower of Faces (U.S. Holocaust Memorial Museum) y el muro de fotografías del Museo Estatal Auschwitz-Birkenau en Polonia, en este muro los rostros no se encuentran ordenados según una lógica uniforme ni simétrica, sino integrados a un conjunto orgánico

que parece recuperar la materialidad, el formato, y la ajada corporalidad de las fotografías originales, pertenecientes a una historia familiar. Aunque el espacio parece recrear el duelo social de la “velatón”16 más que el encuentro afectivo personal, la condición enmarcada y el variado tamaño de los retratos cita el acervo fotográfico privado e íntimo, donde la imagen de un rostro no constituye una seña de identidad o de cantidad, ni un homenaje público, ni la especificación de la forma de un mentón, sino una instancia de encuentro con personas singulares, únicas e inolvidables.

Figura 17 

La experiencia de la acumulación anticipa la fórmula de la silueta, recurrente en diversos trabajos de arte que abordan temas de denuncia, conmemoración o memoria, como la obra Geometría de la conciencia (2010) de Alfredo Jaar, instalada en el subterráneo de la explanada del Museo de la Memoria (fig. 17). Ella presenta un plano bidimensional de siluetas remarcadas por una luz que se proyecta desde el muro y donde las paredes laterales recubiertas con espejos extienden la cuadrícula de rostros hasta el infinito, poniendo en abismo el espacio que pisa el espectador. Aquí el rostro múltiple genera un efecto democratizante. Más allá de variables excluyentes como el género, la militancia política, o la clase social, el detenido desparecido como persona y víctima pertenece al conjunto. El efecto evocativo de esta obra remite, finalmente, al archivo que, desde fines del siglo XIX, se convirtió en la base institucional dominante de la fotografía (véase Sekula 2004). Si bien históricamente el archivo cumplió una función normalizadora y de control social, tal como ha destacado Bernasconi (2018: 22 ss.), su uso durante los procesos autoritarios en Latinoamérica se revierte para devenir “tecnología de resistencia y contra-información”. En el infinito de rostros, esos archivos contradictatoriales quedan referidos como gran telón de fondo.

Conclusiones

En el imaginario de los crímenes de las dictaduras del cono sur americano la imagen es, en primer lugar, la de los desaparecidos. A partir de esta experiencia represiva de los años setenta y ochenta, la fotografía del rostro de los que desaparecieron en cuerpo y vida ha circulado y ha sido apropiada alrededor del mundo, deviniendo consigna global para la representación política de los crímenes de estado. Tomando el caso chileno, este artículo aborda la condición específica de esta fotografía como un eslabón de la historia de la representación del rostro humano y como una imagen cuya eficacia retórica también descansa en procesos de editorialización, circulación, selección y enmarcamiento que han permanecido desatendidos en la literatura.

Partiendo del supuesto que la sola existencia de esta imagen poco indica de los procesos y situaciones históricas de la que se la suele hacer símbolo, propusimos que su potencial de significación se revela al considerar su producción a partir de un arduo trabajo político y afectivo que ha ayudado a construir la propia condición de víctima del detenido desaparecido. En el proceso, una fotografía de identidad o de familia fue modificada a través de sucesivas acciones que inscriben en esta imagen su propia historia al servicio de la búsqueda de un familiar y de la denuncia de su desaparición forzada. Décadas más tarde, la misma imagen pasó a tener un valor de memoria, condición que se hizo particularmente sensible cuando ella compareció como unidad mínima dentro monumentales montajes murales, metafóricamente referidos al genocidio.

Tras los montajes acumulativos que parecieran estar compuestos por fotografías del mismo tipo, la observación en detalle evidencia la multiplicidad y variedad de imágenes de las que han sido extraídos -y reenmarcados- los rostros que representan a la víctima. Así, tanto la musealización en montajes acumulativos como el enfoque medial que aquí hemos adoptado para interpretarlas, activan en las fotografías de rostros del detenido desaparecido memorias que rondan elípticamente el acto de violencia al que hacen referencia.

En estas otras rutas de la memoria se revela la importancia de que estas imágenes sean fotográficas, portadoras, por lo tanto, del peso de una tradición vinculada con el documento probatorio y el efecto de objetividad. Así también, se torna significativo el hecho que no hayan sido configuradas para los fines que finalmente adoptaron y sean fruto de una construcción social que las hizo fuertes y eficaces. Por último, de que sobrevivan en ellas, a modo de latencias culturales, hábitos visuales de larga inscripción cultural, como el retrato honorífico de carácter privado o familiar y la foto carné o fotografía de identidad. Al salir de su latencia a través de la recepción crítica, estas tradiciones visuales que apuntan a la exaltación individual o al control de las personas por parte del Estado, dan espesor histórico a esta imagen que solo parece resistir, dentro de su carga de espectralidad, aquella función del retrato vinculada históricamente con la representación y exaltación del poder. Por la condición de sus referentes y por la forma “desviada” en que las imágenes analizadas se han construido, se alejan notoriamente de esa función, mientras parecen acercarse a las fórmulas visuales asociadas al martirio. La fórmula martiriológica, como han planteado Burucúa y Kwiatkowski (2014), exalta la inocencia del mártir y vincula su muerte con un compromiso, una causa, como la que abrazaba la mayoría de los representados en las fotos de las que nos ocupamos. Muchos de estos rostros presentan, además, aquella expresión “serena y resignada” que según los autores suele encontrarse en la representación del mártir, cuyo uso y exhibición pública cumple la función de reforzar los lazos identitarios de la comunidad asociada a las víctimas. Como la de los antiguos mártires que dieron fortaleza a comunidades histórica que buscaban refugio ante amenazas violentas, la imagen de rostro de las víctimas de violaciones a los derechos humanos cohesiona a las comunidades que buscan justicia y claman por la no repetición de los abusos que rememoran en Latinoamérica, pero también más allá de estas fronteras.

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1 Cerca de un 10% de las personas detenidas desaparecidas en Chile fueron mujeres. Para simplificar la comunicación, usamos la fórmula detenidos desaparecidos para referir a la totalidad de las víctimas.

2Véanse Fortuny 2007; Feld 2010; Hauwere 2012; Vera 2017; Camacho y Padilla 2018.

3En el caso chileno no son comunes las fotografías de centros de reclusión y tortura en operación, a diferencia de, por ejemplo, el caso argentino (al respecto véanse Brodsky2005; Bell 2010; Feld 2014; García y Longoni2013).

4En este contexto no puede darse el “consentimiento del modelo” al que refieren los Francastel, pero la cualidad cultural del fenómeno, producto de un consenso social que desemboca en ritual, puede considerarse un sustituto de dicho requisito.

5Estos estremecedores retratos funerarios de quienes murieron en los primeros siglos de nuestra era presentan una temprana imagen naturalista, dotada de un aura singular y situada, que los alejada de la fórmula “de perfil” dominante en el retrato bidimensional egipcio y los acerca al modo en que su representación decantará en la época moderna.

6Medallas, monedas y otros objetos que inscribían el rostro de la autoridad política en la Antigüedad o la Edad Media, proyectaron espacialmente el poder ostentado por la persona retratada. Ello demuestra las dos funciones sociales del retrato relevadas: la de orden funerario o conmemorativo de los muertos, y la de representación del poder de los vivos en el espacio social.

7La corriente comercial se entregó sin recatos a las nuevas demandas de las clases ascendentes y su deseo por retratarse. Según Freund (1993), la pose frontal fue una de las características principales de esta corriente. Si bien en contraste con las estudiadas asimetrías y dramáticos escorzos de la postura aristocrática, “la rígida frontalidad significaba la brusquedad y la “naturalidad” de una clase culturalmente sencilla” (Tagg[1988] 2005: 53), este será el ángulo preponderante del retrato fotográfico con la masificación del medio, siendo comúnmente acompañado por la expresión rígida y la pose incómoda de quienes accedían por primera vez a este ejercicio de inscripción social, amparado por un adelanto técnico.

8Alphonse Bertillon (1853-1914), convencido de la superioridad documental del medio técnico, codificó la pose, iluminación, formato y escala de la fotografía de identidad para la construcción de un sistema científico de identificación de criminales.

9Véanse Peris Blanes 2009; Fortuny 2011; García y Longoni 2013; Feld 2010, 2014.

10Para el rol de las Madres de Plaza de Mayo en esta cuestión véase Feld 2010.

11Si bien García refiere a fotografías de detenidos sacadas en los lugares de detención, las fotografías que estamos analizando comparten con aquellas su condición de fotografías-documento.

12Véase Castillo 2004, 2006; Cristi y Manzi 2016.

13Véase Varas 2014, Muñoz y Montgomery 2017.

14Véase Da Silva Catela 2001, 2009.

15En Chile y la región, la mayoría de los procesos de reparación ha incluido el reconocimiento oficial y social de las víctimas y su visibilización en espacios mediáticos y/o de producción cultural con fines conmemorativos y de inscripción histórica, desafiando, como apunta Arias (2018: 10), los procesos de deshumanización y exclusión histórica de las víctimas.

16Velatones que continúan citándose en fechas conmemorativas, deviniendo una forma de actualización de ese dolor suspendido como escisión no solo de ciertas familias sino del cuerpo social.

Recibido: 08 de Febrero de 2021; Aprobado: 10 de Febrero de 2021

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