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Delito y sociedad

versión impresa ISSN 0328-0101versión On-line ISSN 2468-9963

Delito soc. vol.25 no.41 Santa Fé jun. 2016

 

ARTÍCULOS

Castigo y Economía Política*

Punishment and Political Economy

 

Alessandro de Giorgi

Universidad San Jose, Estados Unidos alessandro.degiorgi@sjsu.edu

Recibido: 02/03/2016
Aceptado: 17/05/2016

 


Resumen

Este artículo propone una actualización de la perspectiva de la economía política del castigo. A partir de un amplio recorrido por distintos autores, tanto clásicos como contemporáneos, promueve algunos de los límites de esta perspectiva analítica, y, a la vez, diferentes aportes para superarlos. En este sentido, el artículo proporciona algunos lineamientos para la construcción de una economía política post-reduccionista del castigo, la cual pueda establecer relaciones entre la dimensión económica y simbólica del castigo, los efectos gubernamentales más amplios generados por las estrategias penales y los acuerdos político-institucionales específicos mediante los cuales las relaciones entre castigo y estructura social son mediados. Finalmente, enfatiza la posibilidad de que la criminología neo-marxista pueda abordar las políticas penales como un conjunto de prácticas materiales y simbólicas que contribuyen a la reproducción global de las formaciones sociales capitalistas y de sus específicos regímenes de acumulación.

Palabras clave: Economía política post-reduccionista del castigo; Menor elegibilidad; Régimen de acumulación; Dimensión simbólica del castigo.

Abstract

This article proposes a revision of the perspective of the political economy of punishment. From a detailed look at various authors, both classic and contemporary, it promotes some of the limits of this analytical perspective, and, at the same time, different contributions to overcome them. In this sense, the article provides some guidelines for the construction of a post-reductionist political economy of punishment, which can establish relationships between economic and symbolic dimension of punishment, the broader governmental effects generated by penal strategies and the specific politico-institutional arrangements through which the relations between punishment and social structure are mediated. Finally, emphasizes the possibility that the neo-Marxist criminology can approach the penal politics as a set of material and symbolic practices that contribute to the overall reproduction of capitalist social formations and of their specifical regimes of accumulation.

Key words: Post-reductionist political economy of punishment; Less eligibility; Regime of accumulation; Symbolic dimension of punishment.


 

Desde sus orígenes en las primeras décadas del siglo XIX, y en la mayor parte del siglo XX, la "criminología" ha consistido en el estudio del delito antes que el estudio del castigo: castigos, políticas criminales y estrategias de control social no fueron los objetos del análisis criminológico, sino más bien "herramientas" para gobernar la cuestión criminal. El objetivo principal de la criminología, particularmente en sus corrientes positivistas, fue la producción científica de estrategias efectivas para el gobierno de la desviación y la criminalidad (Pasquino, 1980).
Sin embargo, entre fines de 1960 y principios de 1970, estos límites epistemológicos fueron desafiados por la emergencia de perspectivas radicales acerca del castigo y el control social. El principal blanco de este nuevo enfoque crítico fue exactamente el paradigma positivista que había dominado el campo de investigación criminológica desde su muy temprano nacimiento. El rechazo de aquello que David Matza defnió célebremente como la "perspectiva correccional" (Matza, 1969: 15-40), concierne en primer lugar a los principios teóricos y metodológicos de la criminología positivista —su presumida neutralidad científica, el supuesto según el cual los problemas sociales tenían causas objetivas que los cientistas sociales podían descubrir a través de metodologías adecuadas y la ambición de revelar verdades objetivas sobre el comportamiento criminal. Más importante, la emergente "nueva criminología" (Taylor et al., 1973) cuestionará las implicancias políticas del enfoque positivista —en particular, suénfasis en la elaboración de estrategias que puedan dirigirse efectivamente a las causas de desviación, corregir criminales e idealmente erradicar al crimen en sí mismo.
El contexto político de la década de 1960, con su crítica radical de todas las instituciones "represivas" (familia, universidad, asilo, cárcel), y la irrupción del marxismo al interior del campo académico, prepararon un terreno fértil para la emergencia de perspectivas críticas acerca del control social y penal1. Las formas de castigo, antes que las causas del delito, se convirtieron en el foco de la nueva agenda criminológica. En particular la prisión, la peculiar tecnología de castigo de la modernidad, se convirtió en objeto de indagación crítica. Numerosos estudios comenzaron a investigar la trayectoria histórica a través de la cual el encarcelamiento reemplazó las formas anteriores de castigo y las razones de su persistencia en las sociedades contemporáneas.
Mirando más allá de la legitimación retórica de la prisión —la defensa de la sociedad del crimen en el nombre de la "seguridad pública"—, investigadores críticos empezaron a revelar sus funciones latentes.
Una primera dirección de análisis se centró en el rol de los sistemas penales en la historia de las sociedades capitalistas. Las nuevas historias "revisionistas" del castigo que aparecieron entre fines de los 60's y comienzos de los 80's deconstruyeron la principal corriente de historiografía penal, criticando en particular su tendencia teleológica —es decir, su tendencia a representar la historia del castigo como un continuo proceso de reforma y como una mejora lineal hacia sanciones más humanas. Contra esta "historiografía reformista" (Ignatieff, 1983: 76), caracterizada por una narrativa de progreso que oscurece el rol desplegado por las tecnologías penales en la consolidación del poder de clase, los historiadores revisionistas procuraron re-politizar la historia del castigo, reconstruyéndola desde el punto de vista de los blancos privilegiados del control social: las clases trabajadoras, los pobres, los desposeídos (Platt, 1969; Foucault, 1977; Ignatieff, 1978; Melossi y Pavarini, 1981).
Un segundo conjunto de investigaciones emergió hacia fines de 1970 y se enfocó en las transformaciones de la penalidad en las formaciones sociales tardo-capitalistas contemporáneas (Quinney, 1980). En este contexto, los cambios en las prácticas penales —y específicamente, las variaciones en la severidad del castigo, medida por las tasas de encarcelamiento— fueron analizados contra el trasfondo de la transformación de las relaciones de clases en las sociedades capitalistas avanzadas (Spitzer, 1975: Quinney, 1980; Adamson, 1984). Así, mientras los historiadores revisionistas del castigo dieron a conocer las conexiones históricas entre la invención de la cárcel y el nacimiento del sistema capitalista de producción basado en la explotación extensiva del trabajo asalariado; los críticos neo-marxistas de las políticas penales contemporáneas examinaron la persistencia de esa misma conexión en sociedades de capitalismo tardío, analizando la relación que se establece entre las formas penales actuales y los mercados de trabajo capitalistas (para una revisión de esta literatura, ver Chiricos y DeLone, 1992; Melossi, 1998; De Giorgi, 2006: 19-39).
Ambas perspectivas sostuvieron que las políticas penales juegan un rol muy diferente al de "defender a la sociedad" del delito: tanto la emergencia histórica de prácticas penales específicas y su persistencia en sociedades contemporáneas se encuentran estructuralmente vinculadas a las relaciones dominantes de producción y a las formas hegemónicas de la organización del trabajo. En una sociedad dividida en clases, el derecho penal no puede reflejar ningún "interés general":

Las teorías del derecho penal que deducen los principios de la política penal de los intereses de la sociedad en su conjunto son deformaciones conscientes o inconscientes de la realidad. La «sociedad en su conjunto» no existe sino en la imaginación de los juristas: no existen de hecho más que clases que tienen intereses contradictorios. Todo sistema histórico determinado de política penal lleva la marca de los intereses de la clase que lo ha realizado. (Pashukanis, 1976: 149)

Ya sea en el contexto de una crítica estructural de las ideologías legales burguesas (tal como es el caso del trabajo de Evgeny Pashukanis recién citado), como en el de un análisis cultural del rol de los pánicos morales en "politizar la crisis" de sociedades tardo-capitalistas (Hall et al., 1978), o en la deconstrucción de los discursos penales en tanto "aparatos ideológicos del Estado" (Althusser, 1971), el terreno está planteado para una crítica materialista del castigo como una herramienta del control de clase.

Los cimientos de la economía política del castigo

Los fundamentos sociológicos de aquello que más tarde sería la economía política del castigo fueron ya establecidos, hacia fines de 1930, por Georg Rusche y Otto Kirchheimer en las primeras páginas de su clásico Pena y estructura social:

Cada sistema de producción tiende al descubrimiento de métodos punitivos que corresponden a sus relaciones productivas. Resulta, por consiguiente, necesario investigar el origen y destino de los sistemas penales, el uso o la elusión de castigos específicos y la intensidad de las prácticas penales en su determinación por fuerzas sociales, sobre todo en lo que respecta a la influencia económica y fiscal (Rusche y Kirchheimer, 2004: 3)2

Rusche y Kirchheimer sostenían que una comprensión sociológica de las transformaciones históricas y contemporáneas del sistema penal debía estar orientada por un análisis estructural de las relaciones entre tecnologías penales y transformaciones de la economía —en particular, la transición de las sociedades modernas del pre-capitalismo al modo de producción capitalista.
El nacimiento de aquello que Michel Foucault definirá luego como prácticas "disciplinarias" e instituciones de encierro en lugar de los tortuosos "espectáculos de sufrimiento" escenificados en las principales plazas de las ciudades europeas hasta el siglo XVIII (ver Spierenburg, 1984), debería, por lo tanto, ser interpretado como parte constitutiva de un giro más amplio hacia un nuevo sistema de producción basado en "el proceso de escisión entre el obrero y la propiedad de sus condiciones de trabajo" (Marx, 2011: 893). Frente al trasfondo de una nueva estructura de clases emergente, moldeada por la relación entre capital y trabajo asalariado, la economía política de las sociedades proto-capitalistas comenzó a concebir al cuerpo humano como un recurso a ser explotado en el proceso de producción, antes que ser desperdiciado en los rituales simbólicos de castigo corporal:

De hecho, los dos procesos, acumulación de los hombres y acumulación del capital, no pueden separarse; no habría sido posible resolver el problema de la acumulación de los hombres sin el crecimiento de un aparato de producción capaz a la vez de mantenerlos y de utilizarlos; inversamente, las técnicas que hacen útil a la multiplicidad acumulativa de los hombres aceleran el movimiento de acumulación de capital. (Foucault, 2008: 254)

Las instituciones penales modernas jugaron un rol decisivo en la consolidación de un proceso de producción capitalista basado en la fábrica y fundamentado en la mercantilización del trabajo humano (Marx, 1867 [1976]: 896-926). En los albores de la revolución burguesa, el "gran encierro" de ladrones, criminales, prostitutas y "pobres ociosos" en casas de trabajo, casas de pobres y casas de corrección por toda Europa (Foucault, 1965: 38-64) contribuyó a transformar al "proletariado enteramente libre" (Marx, 2011: 918), creado por la crisis de la economía feudal, en una fuerza de trabajo dócil, obediente y disciplinada, lista para ser incorporada a los emergentes lugares de la producción capitalista. El nacimiento, consolidación y continua transformación de las prácticas penales modernas refejaría por lo tanto la necesidad del capital de diferenciar e identificar una fuerza de trabajo dócil y laboriosa por fuera de la revoltosas, indisciplinadas y algunas veces alborotadas "clases peligrosas", constantemente generadas por el capital mismo como un sub-producto de su movimiento de "acumulación por desposesión" (Harvey, 2003: 137-182).
De acuerdo a este marco materialista, las configuraciones específicas de la relación entre las tecnologías penales y las estructuras económicas estarían moldeadas por la lógica de menor elegibilidad. Este concepto, primeramente desarrollado en Inglaterra hacia principios del siglo XIX, suministró la principal justificación de las Leyes de Pobres Inglesas de 1834. En sus formulaciones más tempranas, el principio sostenía que:

La primera y más esencial de todas las condiciones, un principio que encontramos universalmente admitido, incluso por aquellos cuya práctica está en desacuerdo con ello, es que su situación [la del destinatario de la asistencia] en general no debe ser realmente o aparentemente tan elegible [es decir, deseable] como la situación del obrero independiente de la clase más baja. (Citado en Piven y Cloward, 1995: 35)

De acuerdo con esta lógica, la asistencia pública nunca debe elevar las condiciones de vida de los indigentes por encima de los estándares de vida disponibles para los más pobres entre los pobres que trabajan; de lo contrario, la ayuda pública se volvería "más elegible" (más deseable) que el trabajo asalariado. La intuición de Georg Rusche fue aplicar este principio de menor elegibilidad al análisis del cambio penal: desde que la meta de cualquier sistema penal es disuadir a las clases más marginalizadas de la sociedad de cometer "delitos de desesperación" (Rusche, 1978: 4) —violando así la advertencia capitalista de confiar únicamente en su trabajo para sobrevivir— se sigue que las condiciones generales de vida disponibles en las zonas más bajas de la estructura de clase determinarán los estándares de vida para aquellos que se encuentren atrapados en la red del sistema penal. En las palabras de Rusche:

Aunque la experiencia enseña que también los estratos superiores violan la ley en algunas oportunidades, resulta indiscutible que la abrumadora mayoría de la población carcelaria proviene de las capas más bajas del proletariado. Por ello, si la ejecución penal no desea contradecir su función deberá ser de una naturaleza tal, que incluso las capas más predispuestas a la comisión de hechos criminales prefieran una existencia miserable en libertad, a la vida bajo las presiones del sistema penal (Rusche, 1984: 266)

Desde el punto de vista de Rusche, sin embargo, la racionalidad de las prácticas penales no está limitada a la lógica negativa de la disuasión. De hecho, la función del mecanismo de menor elegibilidad no es únicamente disuadir a las clases más desfavorecidas de recurrir al delito (o a la asistencia pública) para sobrevivir, sino también —y aún más importante— forzar a los pobres a que prefieran cualquier condición de trabajo disponible antes que las sanciones vinculadas al comportamiento criminal y al rechazo a trabajar. A partir del establecimiento de los estándares de vida para aquellos que son castigados por debajo de la "situación de las capas más desfavorecidas, pero socialmente significativas, del proletariado" (Rusche, 1984: 267), el principio de menor elegibilidad asegura que las fracciones más marginalizadas de la clase trabajadora van a aceptar cualquier nivel de explotación en el mercado laboral capitalista, ya que será en la mayoría de los casos preferible a ser castigado por rehusarse a trabajar en esas condiciones. En una economía capitalista, esto equivale a decir que la situación de la clase proletaria marginalizada moldeará las políticas criminales, y por lo tanto, las condiciones de aquellos que son castigados:

Estas reflexiones podrían ser expuestas en forma general afirmando que todos los esfuerzos dedicados a la reforma del sistema punitivo encuentran su límite en la situación de las capas más bajas, pero socialmente significativas, del proletariado, a las que la sociedad pretende mantener alejadas del crimen. Por ello, toda reforma del sistema penal, por más humanitaria que pretenda ser, está condenada a permanecer en el nivel de mera fantasía. (Rusche, 1984: 267)

Lo que Rusche está criticando aquí es la representación de la historia del castigo como una secuencia de reformas humanitarias hacia la civilidad. Esta descripción de la transformación penal como progresiva es ilusoria, Rusche argumenta que el principio de menor elegibilidad —hacia el cual cualquier sistema penal debe en última instancia acomodarse— establece un límite estructural a cualquier esfuerzo de reforma o "proceso civilizatorio". El ritmo y la dirección del cambio penal están dictados por la situación global de la clase trabajadora, y en una economía capitalista esa situación está determinada en primer lugar por el mercado de trabajo. De este modo, las dinámicas del mercado establecerían el "precio justo" del trabajo, así como de cualquier otra mercancía: un aumento en la población obrera "excesiva para las necesidades medias de valorización del capital y por tanto superflua" (Marx, 2011: 784) disminuirá el valor del trabajo humano, empeorándose así las condiciones de la clase obrera. La consecuencia, siguiendo el principio de menor elegibilidad, es que cualquier incremento en el tamaño de la "población excedentaria" impulsará políticas penales más severas:

Las masas desempleadas, que tienden a cometer delitos de desesperación por padecer hambre y privación, únicamente pararán de hacerlo a través de sanciones crueles. La política penal más efectiva parecería ser el castigo corporal severo, si no la exterminación despiadada […] En una sociedad en la cual los trabajadores son escasos, las sanciones penales tienen una función completamente distinta. Ellas no tienen que parar a las personas hambrientas de satisfacer sus necesidades básicas. Si todos los que quieren trabajar pueden encontrar trabajo, si la clase social más baja consiste en trabajadores no cualificados y no en miserables trabajadores desempleados, entonces el castigo es requerido para hacer a los reacios trabajar, y para enseñar a otros delincuentes que se tienen que contentar con el ingreso de un trabajador honesto (Rusche, 1978: 4).

Por consiguiente, el nacimiento o la muerte de diferentes prácticas penales no puede ser atribuida a las ideas de los reformadores: el cambio penal está determinado en última instancia por las condiciones de trabajo, y más específicamente, del mercado de trabajo. Esto implica que ninguna reforma penal es irreversible, y que castigos humanitarios serán rápidamente reemplazados por sanciones más severas cuando emerjan condiciones socioeconómicas que impulsen este giro; en este contexto, las instituciones penales volverán a convertirse en "lugares de pura tortura, adecuados para disuadir incluso a los más miserables" (Rusche, 1978: 6).3
Siguiendo este principio básico, Rusche y Kirchheimer reinterpretaron toda la historia de las instituciones penales, desde finales de la Edad Media hasta la década de 1930. Así, cuando en el siglo XVI Europa fue afectada por una enorme crisis demográfica (en parte como consecuencia de la Guerra de los Treinta Años), la fuerza de trabajo se volvió escasa y los salarios comenzaron a crecer. Estas circunstancias impulsaron a que varios estados europeos revisen sus políticas hacia los pobres: aquellos que eran aptos debían ser puestos a trabajar. La imposición del trabajo trataría con dos cuestiones cruciales a la vez: por un lado, los problemas sociales creados por la presencia visible del vagabundeo, y por el otro, la disminución de las ganancias capitalistas causada por el aumento de los salarios. Inspiradas por esta nueva filosofía de la pobreza, las primeras instituciones para la reclusión de los pobres se expandieron
por toda Europa: el Bridewell en Inglaterra, el Hospital General en Francia, la Zuchtaus y la Spinnhaus en Holanda. El encierro emergió como una alternativa a los castigos corporales para el control de las clases marginales: su utilidad fue más allá de la segregación de poblaciones socialmente indeseables (pobres, mendigos, prostitutas o delincuentes) del resto de la sociedad, puesto a que incluía la posibilidad de transformar —a través de la disciplina— al criminal rebelde en un trabajador productivo.
Las transformaciones posteriores de la cárcel también estarían influenciadas por cambios en los mercados laborales. Siguiendo a Rusche y Kirchheimer, las dinámicas del mercado de trabajo permiten explicar la emergencia del modelo de Filadelfia (basado en el aislamiento celular), su posterior crisis y la prevalencia final del modelo de Auburn (fundado en el trabajo común durante el día y el aislamiento celular a la noche) en Estados Unidos —un país cuya economía capitalista estaba atravesando una aguda escasez de mano de obra en un período de rápido desarrollo industrial.
En Europa, por contraste, el significativo tamaño del "ejército industrial de reserva" en gran parte del siglo XIX llevó a un incremento en la severidad penal e impulsó la muerte de la idea de una prisión productiva en favor de un modelo punitivo puramente basado en el aislamiento celular (Rusche y Kirchheimer, 2004: 160-166). Hacía el final del siglo XIX, cuando la emergencia de una clase obrera organizada y los cambios en el mercado laboral condujeron a una mejora en las condiciones de vida de los pobres, las políticas penales cambiaron de nuevo: en ese contexto, las políticas sociales fueron implementadas para tratar con una tumultuosa clase obrera, y un nuevo clima de tolerancia penal se expandió por todas las cárceles europeas.
Hacía el final de su análisis histórico, Rusche y Kirchheimer hipotetizaron un giro posterior hacia el reemplazo del encarcelamiento por sanciones monetarias. Esta sección, menos convincente que la primer parte del libro, es el resultado del trabajo posterior de Kirchheimer en torno al manuscrito original de Rusche4.

Cárcel y fábrica: el castigo como control de clase

Después de su publicación en 1939, Pena y estructura social fue casi olvidado durante mucho tiempo, tanto por historiadores de la pena como por criminólogos. Su crítica económico-política del castigo desapareció prácticamente del ámbito de la teoría criminológica hasta la publicación de la segunda edición del libro, en 1969, la cual impulsó una renovación de la perspectiva estructural de Rusche y Kirchheimer al interior del emergente campo de la criminología crítica. Tanto el olvido inicial como el sucesivo interés en la economía política del castigo tiene una explicación histórica: la primera edición del libro fue publicada en un periodo caracterizado por una fuerte adversidad al Marxismo en los Estados Unidos y para las ciencias sociales en Europa. El advenimiento de los regímenes totalitarios, la Segunda Guerra Mundial, y más tarde, el enfoque tecnocrático de los problemas sociales (entre los cuales se incluye el delito) propio de la reconstrucción posbélica, conjuraron todos ellos contra el éxito de Pena y estructura social y su perspectiva materialista. Fue únicamente en la transformada atmosfera cultural de las décadas de 1960 y 1970, el contexto al interior del cual la crítica estructural elaborada por Rusche y Kirchheimer podía ser redescubierta. Aunque no siempre inspirados por el marco neo-marxista, las historias revisionistas del castigo que aparecieron entre fines de los 60's y principios de los 80's expresaron la amplia influencia (fuere reconocida o no) de Pena y estructura social (Platt, 1969; Foucault, 1977; Ignatieff, 1978; Melossi y Pavarini, 1981).5
En otro lugar analicé la relación entre la teoría Marxista y la emergencia de las historias radicales del castigo (De Giorgi, 2006: 9-19). Aquí me voy a concentrar específicamente en Cárcel y fábrica de Dario Melossi y Massimo Pavarini, ya que lo considero como el esfuerzo más sistemático de desarrollar una crítica político-económica de la historia de la cárcel. Este libro sitúa el nacimiento de la cárcel en aquella fase específica del desarrollo capitalista que Marx describió como la "acumulación originaria" (Marx, 2001: 891). En sus estadios iniciales, el capitalismo tenía que crear las condiciones para su propio desarrollo, lo que requería en primer lugar la creación de la fuerza de trabajo capitalista. Con miras a establecer un nuevo sistema de producción basado en el trabajo asalariado, el capital tuvo primero que separar a los productores de sus medios de producción, desentrañando la estructura económica de la sociedad feudal; a continuación, tuvo que transformar a las poblaciones desposeídas, generadas por esa disolución, en una disciplinada y unificada clase obrera.
De este modo, el capitalismo liberó a la mano de obra de la explotación feudal, pero únicamente para sujetarla a una forma puramente económica de subordinación. Por lo tanto, la "liberación" del trabajo adoptó la forma de una expropiación de los productores, reemplazando un tipo de esclavitud por otro:

Con ello, el movimiento histórico que transforma a los productores en asalariados aparece por una parte como la liberación de los mismos respecto de la servidumbre y de la coerción gremial, y es este el único aspecto que existe para nuestros historiadores burgueses. Pero por otra parte, esos recién liberados sólo se convierten en vendedores de sí mismos después de haber sido despojados de todos sus medios de producción, así como de todas las garantías que para su existencia les ofrecían las viejas instituciones feudales (Marx, 2011: 894).

La consolidación del sistema de la fábrica le dio nacimiento al proceso que Marx definió como "subsunción real del trabajo en el capital" (Marx, 2009: 59-60). En el esfuerzo del capitalismo por establecerse como el nuevo modo de producción, las varias tipologías de trabajo pre-capitalistas quedan subsumidas bajo la forma general del trabajo asalariado abstracto. De esta manera, los productores independientes son convertidos en fuerza de trabajo de carácter social, y el "trabajador colectivo" reemplaza al obrero individual:

Con el desarrollo de la subsunción real del trabajo en el capital o del modo de producción específicamente capitalista, no es el obrero individual sino cada vez más una capacidad de trabajo socialmente combinada lo que se convierte en el agente real del proceso laboral en su conjunto […] las diversas capacidades de trabajo que cooperan y forman la máquina productiva total participan de manera muy diferente en el proceso inmediato de la formación de las mercancías o mejor aquí de productos (Marx, 2009: 78-79).

Las instituciones penales jugaron un rol crucial en el proceso histórico de subsunción del trabajo por el capital. La cárcel nace y se consolida como una institución subordinada a la fábrica, como una tecnología penal cuyos efectos de poder eran consistentes con los requerimientos de un emergente sistema de producción industrial. El despliegue de un régimen penal disciplinario permite vincular las dinámicas internas de la cárcel (tanto en sus formas materiales como ideológicas) a las transformaciones que tienen lugar en la esfera de la producción. Esta lógica disciplinaria caracteriza a todas las instituciones de reclusión que emergieron desde fines del siglo XVII:

No se puede decir de manera más sintética la función de las instituciones segregantes […] unificadas más allá de las funciones específicas en un fin unitario y esencial: el control del proletariado naciente. Ellas se caracterizan por estar destinadas por el estado de la sociedad burguesa al manejo de los varios momentos de la formación, la producción y la reproducción del proletariado industrial; son uno de los instrumentos esenciales de la política social del estado, política que tiene como fin garantizar al capital una fuerza y trabajo que por sus actitudes morales, por su salud física, su capacidad intelectual, su conformidad para obedecer las reglas por estar acostumbrada a la disciplina y a la obediencia, etc., pueda fácilmente adaptarse al régimen de vida de la fábrica y producir el máximo de plusvalor posible en un momento determinado (Melossi y Pavarini, 2014: 66-67).

La institución penitenciaria moldea una nueva categoría de individuos. La misión de la cárcel es inculcar nuevos hábitos en las mentes y cuerpos de las masas expropiadas, convirtiendo a estos sujetos indisciplinados en una fuerza de trabajo disciplinada que, habiendo interiorizado un nuevo concepto del tiempo y del espacio, esté preparada para obedecer, ejecutar ordenes, y respetar los ritmos de producción dictados por la división capitalista del trabajo (Thompson, 1967). De este modo, las instituciones penales transforman al pobre en criminal, al criminal en recluso y, finalmente, el recluso se transforma en proletario.
Afuera de la cárcel, en la fábrica, el disciplinado cuerpo de un proletario individual se asociará con otros cuerpos, y la organización capitalista del trabajo convertirá a este "trabajador colectivo" en una fuente de plusvalor:

La disciplina que el capitalista impone sobre el obrero […] es la condición básica para la extracción de plusvalor, y la única lección real que la sociedad burguesa tiene para darle al proletariado. Si la ideología jurídica-legal rige fuera de la producción, dentro de ella reinan la servidumbre y la desigualdad. Así, la función institucional de las casas de trabajo, y luego de las prisiones, era enseñar al proletariado la disciplina de trabajo (Melossi, 2012a: 132).

A diferencia de Rusche y Kirchheimer, quienes se centraron exclusivamente en el rol instrumental de las instituciones penales en la reproducción material de la fuerza de trabajo capitalista, Melossi y Pavarini insisten en la decisiva contribución de las tecnologías penales disciplinarias en la reproducción ideológica de las relaciones de producción capitalistas. La cárcel es sin duda una institución represiva, puesto que les impone a los reclusos un régimen de privación y una subordinación completa a la autoridad. Pero también constituye una herramienta ideológica, en el sentido de que representa la aceptación incondicional a esa subordinación como único modo de salir —algún día— de esta situación. Así, la cárcel crea, por un lado, la condición de "recluso", e impone, por el otro, la sujeción del "recluso" a un régimen de trabajo, obediencia y disciplina (elementos que constituyen esa misma condición) como único camino a la libertad. En este sentido, el sufrimiento producido por la cárcel es representado ideológicamente como la consecuencia del rechazo del propio recluso de someterse a la disciplina del trabajo.
La normalización ideológica de la cárcel se encuentra reforzada asimismo por la lógica contractual del encarcelamiento como un castigo cuya severidad está medida en tiempo:

La privación de libertad por un tiempo determinado a consecuencia de la sentencia del tribunal es la forma específica en la cual el derecho penal moderno, es decir, burgués capitalista, realiza el principio de reparación equivalente. Esta forma está inconscientemente, pero a la vez, profundamente unida a la representación del hombre abstracto y del trabajo humano abstracto medible en tiempo (Pashukanis, 1976: 154).

El principio capitalista de intercambio de equivalentes provee de legitimación ideológica al encarcelamiento a través de la misma mistificación que hace del trabajo un contrato "justo"; en ambos casos, la explotación, violencia y subordinación desaparecen de la lógica de la razón contractual. La ficción legal del castigo como retribución encubre la dimensión disciplinaria de la cárcel, del mismo modo en que la ficción económica del contrato de trabajo como un intercambio de equivalentes oculta la dimensión de explotación del trabajo asalariado.

Los límites de la "vieja" economía política del castigo

En una reseña crítica de la edición de 1939 de Pena y estructura social, publicada en el número de marzo-abril de 1940 de la Journal Of Criminal Law and Criminology, el teórico legal americano Jerome Hall presentó las siguientes conclusiones acerca de la importancia del libro de Rusche y Kirchheimer:

A pesar de la importancia de sus tesis, abundantes datos descriptivos y muchas observaciones críticas, el análisis dista mucho de ser una contribución importante a nuestro presente conocimiento. Para ello se vuelve rápidamente bastante evidente que de la "situación social" y el "análisis histórico-sociológico de los métodos penales" los autores llegan a la influencia "económica" —y "económica" se convierte a veces en las condiciones del mercado de trabajo, ocasionalmente métodos de producción, con frecuencia la infuencia de las clases económicas dominantes, usualmente la burguesía. Como consecuencia, es imposible determinar en que consiste su tesis. La corriente más persistente de sus debates sugiere, pero nunca explícitamente, el determinismo Marxista (Hall, 1940: 971-972).

Jerome Hall no fue el único en acusar a Pena y estructura social de determinismo económico; de hecho, otros comentaristas anteriores estuvieron de acuerdo, aunque a veces con un tono menos agrio, de que esta era la principal falencia teórica del libro. A modo de ejemplo, en una reseña publicada en The Economic Journal, el reconocido sociólogo británico T.H. Marshall sostuvo que "los autores tratan de llevar su argumento muy lejos y hacer que todo encaje demasiado bien", agregando en particular que en la medida que sus análisis se centraron en el siglo XIX (y en la emergencia de las prisiones modernas), "la simple correlación entre métodos penales y sistemas económicos se deshace" (Marshall, 1940: 126-127). Unos meses después, David Riesman Jr sumó su voz al coro, expresando que el análisis de Rusche y Kirchheimer desatendió los roles de la política, la religión y la cultura en las transformaciones penales, concluyendo que "los cientistas sociales tienen derecho a demandar un análisis de la pluralidad de factores, y un esfuerzo por asignar un peso apropiado a cada uno de ellos" (Rusche y Kirchheimer, 1940: 1299). Por último, el sociólogo de Chicago Ernest W. Burgess reiteró en su propia reseña del libro que "los autores destacaron en exceso la relación del crimen con las condiciones económicas e ignoraron o minimizaron los factores culturales y psicogénicos" (Burgess, 1940: 986).
A pesar de haber atraído la temprana atención de semejantes académicos prestigiosos, Pena y estructura social desaparecería del campo criminológico durante casi treinta años. Una vez que el libro resurgió del olvido, la acusación de reduccionismo y/o determinismo económico atormentaría de nuevo el trabajo de Rusche y Kirchheimer, junto con la crítica materialista del castigo desarrollada en él. De este modo, en uno de los textos fundacionales del campo del castigo y la sociedad, David Garland concluye su capítulo acerca de la economía política del castigo sugiriendo que:

Punishment and social structure sobrestima el papel de las fuerzas económicas en la conformación del sistema penal. Subestima de manera drástica la importancia de las fuerzas ideológicas y políticas, y apenas habla de la dinámica interna de la administración penal y de su papel en la determinación de las políticas. Tampoco menciona los símbolos y mensajes sociales que transmiten las medidas penales al público que se apega a la ley y, por ende, no contempla las maneras en que estas preocupaciones simbólicas ayudan a moldear la trama de las instituciones penales (Garland, 2010: 134).

No resulta sorprendente que estas críticas se hayan vuelto particularmente fuertes durante las décadas de 1980 y 1990, cuando, como Dario Melossi refiere en su introducción a la tercera edición del libro de Rusche y Kirchheimer, "el marxismo fue simbólicamente quemado en la hoguera mientras se honraba la perspectiva cultural" (Melossi, 2012b: 261). Lo que es un poco más sorprendente, no obstante, es que el distanciamiento por parte de las sociologías críticas del castigo del enfoque estructural tuvo lugar en un contexto en el cual las sociedades capitalistas avanzadas estaban siendo testigos del proceso más significativo de transformación estructural desde la Revolución Industrial. De hecho, esas décadas presenciaron la crisis del paradigma fordista-industrial, la muerte del Estado de Bienestar Keynesiano, la globalización de la producción y del consumo, la consolidación de un modelo neoliberal de (des)regulación socioeconómica6 y, sobre todo en Estados Unidos, el despliegue de un giro punitivo que llevaría a una reconfiguración radical del escenario penal. Sin embargo, con la notable excepción del análisis de Stuart Hall (1978) acerca del rol de los discursos penales en la reproducción hegemónica de clase (y de raza) en el capitalismo tardío (ver también Laclau y Mouffe, 1985), el "giro cultural" en la sociología del castigo coincidió con (y en cierta medida lo ha animado) un rechazo de la economía política Marxista, en un momento en que constituía lo más requerido para elaborar una crítica fundamentada del cambio penal7.
Esto no es para sugerir que el tradicional análisis político-económico, con su enfoque reduccionista en las relaciones entre desempleo y encarcelamiento (Jankovic, 1977; Greenberg, 1980; Wallace, 1980; Galster y Scaturo, 1985; Inverarity y McCarthy, 1988), ha sido apto para elaborar una crítica estructural convincente del castigo contemporáneo; tampoco para argumentar que el énfasis exclusivo en el castigo como instrumento de control de clase podría proveer de una explicación exhaustiva de las políticas penales en las sociedades contemporáneas. De hecho, desde la perspectiva que definiría como una economía política "post-reduccionista" del castigo, el desafío es concebir una crítica no ortodoxa de las estrategias penales, que sea capaz de superar la falsa alternativa entre la "estructura" y la "cultura", y teniendo en cuenta al mismo tiempo importantes inquietudes teóricas planteadas por otras corrientes críticas al interior del campo del castigo y la sociedad.
En lo que hace a este aspecto, querría sugerir que al menos tres principales temáticas abordadas por narrativas recientes acerca del cambio penal (particularmente en el contexto norteamericano) merecen la consideración de los criminólogos neo-marxistas:
1. La ya mencionada cuestión de la dimensión simbólica del castigo, que apunta a la excesiva atención del marco materialista en el aspecto instrumental de las prácticas penales.
2. La cuestión de los efectos gubernamentales más amplios generados por las estrategias penales, la cual señala el foco limitado del paradigma neo-marxista en la marginalidad socioeconómica como blanco exclusivo de las tecnologías penales.
3. El tema de los contextos político-institucionales específicos que definen el telón de fondo al interior del cual las formas de penalidad se despliegan, que apunta a la tendencia de la economía política del castigo de favorecer explicaciones "globales" de la transformación penal antes que análisis comparativos.
En algunos casos, estas inquietudes teóricas emergieron de trabajos directa o indirectamente vinculados a la perspectiva neo-marxista (Cavadino y Dignan, 2006; Lacey, 2008; Wacquant, 2009), mientras que otras surgieron de análisis críticos de la penalidad, un trasfondo bastante distante con respecto al paradigma materialista (Simon, 2007; Barker, 2009). Sugiero que nos involucremos con cada una de estas temáticas, ya que ellas arrojan luz sobre dimensiones relevantes de la cuestión penal que han sido dejadas sin explorar por la "vieja" economía política del castigo.
La primera de estas temáticas apunta a una de las críticas más persistentes que se le han hecho a la criminología neo-marxista: su aparente falta de interés en las dimensiones culturales, expresivas y discursivas de la penalidad. Mientras esta critica está claramente bien fundamentada, vale la pena mencionar aquí que el énfasis en las dimensiones simbólicas del castigo se hizo a menudo a costa de desenfatizar (si no ignorando) las dimensiones estructurales históricamente determinadas de la penalidad, casi en un tipo de lógica de suma cero donde "más cultura" parecería implicar "menos estructura" (ver por ejemplo Garland, 1990; 2001). Recientemente, el tema de la escisión cultura/estructura resurgió en el análisis que Loïc Wacquant (2009) hace de la
penalidad neoliberal y de la emergencia del "Estado penal" norteamericano. Esta indagación se plantea explícitamente tender puentes entre las dimensiones instrumentales y simbólicas del castigo. En las primeras páginas de su libro Castigar a los pobres, de hecho, Wacquant afirma que su trabajo "no pertenece al género, que vuelve a ponerse de moda en estos días, de la «economía política de encarcelamiento», inaugurado por la obra clásica de Georg Rusche y Otto Kirchheimer, Punishment and social structure", dado que su ambición es:

Reunir las dimensiones material y simbólica de la reestructuración contemporánea de la economía del castigo que esta tradición de investigación ha sido, justamente, incapaz de abordar, debido a su incapacidad congénita para reconocer la eficacia y la materialidad especificas del poder simbólico (Wacquant, 2011: 20).

Wacquant sostiene que el desenvolvimiento del experimento penal norteamericano durante las últimas tres décadas no debiera ser interpretado – como el leitmotiv de la "vieja" economía política del castigo podría sugerir – como un simple reflejo de la transición de un modelo de producción fordista-industrial, basado en mercados de trabajo estables, redes extensivas de protección social y políticas de bienestar inclusivas, a un sistema económico post-fordista, fundado en mercados de trabajo desregulados, condiciones de trabajo flexibles y escasas protecciones sociales. De hecho, centrar la atención en la dimensión instrumental de la "nueva punitividad" impediría una comprensión más profunda de la importancia del Estado penal norteamericano como proyecto político más amplio.
Siguiendo a Wacquant, el emergente Estado penal perseguiría tres estrategias distintas, con consecuencias instrumentales y simbólicas. En el nivel instrumental, el experimento penal norteamericano implicaría un depósito masivo de las poblaciones excedentes generadas por la reestructuración de la economía fordista-industrial. A su vez, al incrementar el costo de cualquier intento de escapar de las regiones más bajas del mercado laboral (de acuerdo al bien conocido principio de menor elegibilidad), este nuevo "gran encierro" contribuiría a imponer una nueva disciplina de trabajo a los sectores marginales de la fuerza de trabajo post-industrial. Por último, en el nivel simbólico, el nuevo discurso penal apaciguaría las crecientes inseguridades experimentadas por la clase media escenificando una reafirmación ritual del poder del Estado para neutralizar las clases peligrosas e indignas.
En otras palabras, los tentáculos del Estado penal se extenderían profundamente al interior de la fábrica de la sociedad norteamericana, reconfigurando —tanto en el nivel instrumental como el simbólico— su esfera pública, sus instituciones políticas y sus orientaciones culturales. Distanciándose de la tendencia reduccionista de la economía política del castigo, Wacquant señala que el giro punitivo lleva no sólo a la consolidación de una máquina represiva cuyas operaciones son funcionales a la reproducción de las actuales relaciones capitalistas, sino también a la configuración de "nuevas ca
tegorías y discursos, nuevos cuerpos administrativos y políticas gubernamentales, tipos sociales renovados y formas asociadas de conocimientos" (Wacquant, 2011: 417).
El intento de Wacquant de asignar un peso apropiado a los efectos simbólicos y discursivos de las políticas penales proporciona aspectos importantes para una revisión post-reduccionista de la crítica materialista del castigo. Pero la imagen que emerge más reiteradamente de las páginas de Castigar a los pobres es la de un Estado penal envuelto en una pugna por regular (en términos represivos) los sectores más precarios de la fuerza de trabajo post-industrial, mientras que se le da menos énfasis a su extensión simbólica a través de otras regiones de la sociedad norteamericana. Así, a pesar de la insistencia de Wacquant en la necesidad de "dejar de lado una visión estrechamente materialista de la economía política del castigo" (Wacquant, 2011: 21), su enfoque corre el riesgo de reproducir la tan cuestionada división material/simbólica. No muy diferente de otras críticas materialistas de la penalidad, de hecho, el trabajo de Wacquant parece llegar a la conclusión de que el Estado penal neoliberal revela su lado instrumental contra los nuevos pobres, mientras proyecta puramente su dominio simbólico al resto de la sociedad —especialmente, sobre la clase media, donde lucha para tranquilizarla, dejándola ser testigo del exceso punitivo desatado contra las nuevas clases peligrosas. En otras palabras, Castigar a los pobres podría ser menos distante de la tradicional crítica de la economía política del castigo, más de lo que el autor reconoce, dado que una vez más las dimensiones simbólicas y discursivas de las políticas penales aparecen principalmente como "consecuencias" ideológicas de un Estado penal cuyo principal rol es regular punitivamente a los pobres con miras a empujarlos al mercado de trabajo post-fordista. Finalmente, nos quedamos con nuestro dilema sin resolver: ¿Cómo las dimensiones simbólicas e instrumentales del castigo pueden estar reconectadas en una crítica estructural integradora del cambio penal? ¿Cómo los discursos y prácticas penales se consolidan como poderosas tecnologías para gobernar no sólo la marginalidad social, sino las sociedades tardo-capitalistas/neoliberales en su conjunto?
Este interrogante nos conduce a la temática de los efectos gubernamentales más amplios generados por los discursos y prácticas penales en las sociedades contemporáneas. En su formulación más básica, este tema se basa en la mirada foucaultiana de que las prácticas penales, como tecnologías de poder históricamente determinadas, están siempre inscriptas al interior de racionalidades de gobierno más amplias. Así, de acuerdo a la genealogía de Foucault, la emergencia de la penalidad moderna (con la transición de un "espectáculo de sufrimiento" a la consolidación de tecnologías disciplinarias) reflejaría un giro más amplio de un poder soberano destructivo, que se esfuerza por neutralizar a sus enemigos, a una racionalidad gubernamental productiva, dedicada a la regulación eficiente de poblaciones enteras (Foucault, 2009: 117). Vale la pena enfatizar la conexión, frecuentemente pasada por alto, entre la teorización de Foucault del poder de castigar y los análisis neo-marxistas de la reproducción capitalista, particularmente a la luz del propio énfasis del filósofo francés en el rol desplegado por la emergencia de una "economía política" capitalista en el desenvolvimiento de las racionalidades gubernamentales modernas (Foucault, 2009: 106–107).
Sin embargo, lo que más importa aquí es la insistencia de Foucault en que las estrategias penales (y las tecnologías gubernamentales en general), no deben ser vistas simplemente como herramientas represivas para el control de los pobres, sino más bien como elementos de racionalidades más amplias para el gobierno de formaciones sociales enteras.
Siguiendo esta perspectiva, en un trabajo reciente Jonathan Simon (2007) sitúa su crítica del experimento penal norteamericano dentro de un marco teórico que es muy distante de aquel avanzado por Rusche y Kirchheimer. El nivel privilegiado por Simon es el de un análisis socio-legal y político de las racionalidades gubernamentales que emergieron como consecuencia de la creciente centralidad de la cuestión penal en Estados Unidos. En los últimos treinta años la continua proliferación de discursos, prácticas y conocimientos en torno al delito y al castigo habría resultado en una distintiva racionalidad gubernamental a la cual Simon llama "gobernar a través del delito":

Cuando gobernamos a través del delito, hacemos que el delito y los saberes que se han ido asociando al delito […] pasen a estar disponibles fuera de los límites de sus dominios temáticos originales y se conviertan en herramientas poderosas con las que cualquier forma de acción social se puede interpretar y presentar como un problema de gobernanza (Simon, 2011: 32).

Simon ofrece una genealogía rigurosa de esta nueva racionalidad gubernamental, cuyos origenes se pueden situar en la "crisis de legitimación" que afecta las formas de gobierno liberales-bienestaristas que habían sido hegemónicas en los Estados Unidos en gran parte del siglo XX. Simon reconstruye el encadenamiento de "eventos discursivos" que proporcionaron el trasfondo simbólico para el desenvolvimiento del giro punitivo norteamericano —desde la incendiaria campaña electoral de 1964 de Goldwater a la guerra contra el terrorismo declarada por George W. Bush después del 11/9, pasando por las guerras contra el crimen y las drogas emprendidas por Nixon, Reagan y Bush padre. Todas estas transformaciones convergieron hacia un nuevo paradigma de gobernanza social, basado en la prevención y neutralización de los riesgos criminales como un elemento constitutivo de la acción gubernamental en todos los niveles de la sociedad norteamericana.
Esta perspectiva foucaultiana renuncia a un concepto "descendente" del poder penal, que encontramos comúnmente en muchos criminólogos neo-marxistas, y describe el giro punitivo desde el punto de vista tanto de sus consecuencias político-institucionales como a partir de la difusión de estilos de vida, culturas de trabajo y patrones de consumo en torno al nexo delito-castigo. Simon deconstruye, por un lado, las peculiares tecnologías gubernamentales que emergieron alrededor de este giro punitivo, y por el otro, las cadenas discursivas que permitieron a estas racionalidades concordar con las declinaciones punitivas y neo-autoritarias de miedo e inseguridad en una sociedad neoliberal. Si se analiza con estos lentes particulares, el giro punitivo se presenta como una dinámica social amplia cuyos efectos de poder son constantemente reproducidos a
partir de la interacción diaria entre ciudadanos (no únicamente los pobres) y un poder de castigar que es parte de una estrategia más amplia para regular lo social.
Sin embargo, querría sugerir que esta reconfiguración de las tecnologías gubernamentales no está desconectada de las profundas desigualdades estructurales que afectan el escenario social y urbano de la sociedad norteamericana. La difusión molecular de los efectos de poder asociados a este nuevo modelo de "gobernar a través del delito" no implica que esos efectos se expandan uniformemente. Si bien podemos coincidir con Simon de que deberíamos concentrarnos en que "tanto la justicia penal, concentrada en lo que sucede en las comunidades pobres, como el sector privado, que se ocupa de los espacios protegidos de la clase media, son modos de gobernar a través del delito específicos de una clase social pero interactúan entre sí" (Simon, 2011: 18), asimismo necesitamos enfatizar que estas racionalidades de gobierno no generan efectos similares (o incluso comparables) en diferentes latitudes de la jerarquía socioeconómica norteamericana. El argumento neo-foucaultiano según el cual "el delito no gobierna sólo a lo que se encuentran en un extremo de las estructuras de inequidad" (Simon, 2011: 34), necesita estar adecuado a la perspectiva marxista de que las estrategias penales contribuyen a la reproducción global de esas varias estructuras de desigualdad socioeconómica, en direcciones que resuenan con las dinámicas actuales de la acumulación capitalista.
Más aún, la configuración actual de esta simbiótica relación entre las tecnologías penales y los procesos socioeconómicos no puede darse por sentada, ni puede presumirse que se desenvuelva a lo largo de las mismas coordenadas a través de todas las sociedades tardo-capitalistas. Esta cuestión arroja luz sobre la tercera temática que me gustaría discutir aquí: los acuerdos político-institucionales específicos mediante los cuales las relaciones entre castigo y estructura social son mediados. Semejante temática también apunta a lo que John Sutton recientemente identificó como una seria falencia teórica en la economía política del castigo: su tendencia a asumir "que todas las economías capitalistas son lo mismo y que los ciclos de negocios son totalmente exógenos a otros tipos de procesos sociales" (Sutton, 2004: 171).
La cuestión de la falta de análisis institucionales comparativos en los postulados neo-marxistas acerca del cambio penal fue recientemente planteada por perspectivas teóricas directamente vinculadas (si no internas) al marco político-económico (Sutton, 2004; Cavadino y Dignan, 2006; Lacey, 2008). En The Prisoners' Dilemma, a modo de ejemplo, Nicola Lacey ubica expresamente su análisis en el campo materialista, aceptando ampliamente el argumento según el cual las tendencias penales actuales tienen que estar enlazadas a las transformaciones socioeconómicas que afectan las sociedades de capitalismo tardío. Sin embargo, antes que asumir una extensión global de la ideología neoliberal sustentada por un giro uniforme hacia la severidad penal, Lacey proporciona un detallado análisis comparativo de las distintas "variedades de capitalismo" que existen en el mundo occidental (Hall y Soskice, 2001), y sugiere que hay que darles el peso apropiado a sus características especificas en el análisis del castigo y de la estructura social:

Mi análisis se construye en las teorías estructurales inspiradas por el marxismo, pero argumenta que las fuerzas político-económicas están mediadas, en el nivel macro, no sólo por filtros culturales, sino también por instituciones económicas, políticas y sociales […] Es esta estabilización institucional y la mediación de las fuerzas estructurales y culturales, y el impacto que esto tiene en los intereses percibidos por grupos relevantes de actores sociales, lo que produce la significante y persistente variación en todos los sistemas que están atravesando estadios similares de desarrollo capitalista (Lacey, 2008: 57).

Siguiendo a Lacey, el viraje norteamericano hacia una gobernanza punitiva de la marginalidad social no se extendió a todas las democracias capitalistas avanzadas, del mismo modo en que las configuraciones específicas del giro punitivo (donde de hecho tuvo lugar) no se pueden derivar automáticamente de la emergencia de una economía neoliberal post-industrial. En cambio, diferentes formaciones sociales capitalistas muestran tendencias divergentes. Si algunas economías de mercado neoliberales como Estados Unidos (y en mucha menor medida, el Reino Unido) presenciaron una transición significativa desde las formas sociales a las formas penales de gobernar la pobreza, este no fue el caso de las economías social-demócratas o corporativistas de la Europa continental, donde en las últimas décadas las protecciones asistencialistas no fueron drásticamente reducidas y los indicadores de severidad penal se mantuvieron relativamente estables. En este sentido, las economías social-demócratas y corporativistas parecerían estar mejor posicionadas que sus contrapartidas neoliberales para resistir al giro punitivo (a pesar de sus problemas de desempleo en aumento y de creciente desigualdad social), gracias a sus estructuras político-económicas e institucionales, basadas en mercados de trabajo estables, inversiones públicas a largo plazo en la fuerza de trabajo, políticas electorales orientadas a través de coaliciones, y un mayor aislamiento del Poder Judicial con respecto a los fujos y refujos de la opinión pública (ver también Cavadino y Dignan, 2006: 3-39). A la inversa, en formaciones económicas neoliberales —caracterizadas por mercados de trabajo flexibles, bajos niveles de inversión en los servicios públicos, sistema político bipartidista, una orientación monotemática en el debate político y un posicionamiento hegemónico que favorece la competitividad individual sobre la igualdad social—, las consecuencias más disruptivas de la crisis de la economía industrial (concretamente, la producción de un gran excedente de trabajo), se desplegarían en un contexto político-institucional que promueve el viraje hacia un modelo más punitivo de regulación social. Lacey sugiere que con miras a poder explicar tanto el giro punitivo de las sociedades neoliberales y la relativa moderación penal de otras formaciones sociales tardo-capitalistas, el enfoque materialista necesita estar fundamentado en un análisis comparativo de los acuerdos institucionales, políticos y culturales, los cuales, en cada variedad de capitalismo, median (y algunas veces, atenúan) los efectos de las fuerzas económicas en las políticas penales.
Tomándola juntas, las tres temáticas discutidas —la dimensión simbólica de la penalidad, los efectos gubernamentales de las políticas penales y los diferentes contextos
político-institucionales al interior de los cuales se despliegan las prácticas penales— pueden asistir a la criminología neo-marxista en su esfuerzo por superar alguno de los viejos dilemas de la criminología materialista. De hecho, hasta que ellas no sean vistas como alternativas a las explicaciones estructurales del cambio penal, estas temáticas no son incompatibles con una crítica político-económica de la penalidad. En su lugar, como voy argumentar más extendidamente en la sección final de este artículo, ellas pueden ayudarnos a concebir un itinerario conceptual para la construcción de una economía política post-reduccionista, culturalmente sensible, del castigo.

Nuevas direcciones en la economía política del castigo

En el artículo de 1933 en el cual esbozaba la tesis que luego sería desarrollada en Pena y estructura social, Georg Rusche ya había sido cauteloso al enfatizar la complejidad de la relación entre estructura económica y formas penales:

La dependencia del delito y del control del delito de las condiciones históricas y económicas no provee, sin embargo, una explicación total. Estas fuerzas no determinan por si solas el objeto de nuestra investigación y por sí mismas son limitadas e incompletas de varias maneras (Rusche, 1978: 3).

Esta temprana advertencia contra las interpretaciones demasiado simplificadas del vínculo economía / castigo no protegería a la economía política del castigo frente a los peligros del determinismo económico. Debe decirse que el giro reduccionista se va a hacer de hecho particularmente evidente en la literatura criminológica neo-arxista de las décadas de 1970 y 1980, cuyos intentos de aplicar el paradigma de Rusche y Kirchheimer a las sociedades tardo-capitalistas se enfocaron en estrechos análisis estadísticos de la relación entre cambios en el mercado laboral y variaciones en las tasas de encarcelamiento (para una revisión, ver Chiricos y DeLone, 1992; Melossi, 1998; De Giorgi, 2006: 19-39). Esta literatura fue en su mayor parte capaz de proveer sustento empírico a la hipótesis según la cual habría una correlación directa y positiva entre desempleo y encarcelamiento, y a mostrar cómo, de acuerdo con las reflexiones de Rusche y Kirchheimer, la severidad penal tiende a aumentar en tiempos de crisis económica y creciente desempleo. Sin embargo, el enfoque estrechamente cuantitativo del cambio socioeconómico privilegiado por la mayoría de estos análisis (quizás en un esfuerzo por darle "validación científica" al enfoque materialista a partir del uso de cada vez más complejos modelos estadísticos) impidió una comprensión más profunda de los factores extra-económicos y extra-penales que contribuyen a estructurar esta relación (para excepciones destacadas ver Box, 1987; Melossi, 1993, 2000).
La tendencia reduccionista de la economía política del castigo resultó en una innecesaria simplificación excesiva de la perspectiva de Rusche y Kirchheimer, la cual a su vez despojó al marco materialista de las herramientas teóricas necesarias para elaborar
una crítica integral de la restructuración capitalista que se ha ido desplegando en las sociedades occidentales desde comienzos de los 70s. Este amplio proceso de transformación socioeconómica involucró ciertamente (particularmente en los estadios tempranos de esta transición) una expulsión masiva de la fuerza de trabajo de los sectores industriales de la economía, como lo demuestra el crecimiento vertical de las tasas de desempleo entre fnes de la década del '70 y comienzo de los 80s. Sin embargo, más importante es que resultó en una reestructuración profunda del régimen especifico deacumulación capitalista que había sido hegemónico en Europa (y en grado menor) en los Estados Unidos entre las décadas de 1930 y 1960.
El concepto de "régimen de acumulación" fue elaborado por economistas políticos neo-marxistas que pertenecen a la denominada "escuela de la regulación" (ver Aglietta, 1979; Jessop, 1990). Esta perspectiva reconstruye la trayectoria del desarrollo capitalista a la luz de la tendencia contradictoria del capitalismo de generar, por un lado, crisis e inestabilidades, y por el otro, consolidar nuevas instituciones, nuevas normas y nuevas orientaciones culturales en respuestas a esas crisis8. De acuerdo a esta perspectiva, cada régimen diferente de acumulación capitalista puede ser descripto a partir de cuatro aspectos principales: (1) un distintivo tipo de proceso laboral, el cual identifica la forma dominante de producción y la correspondiente composición de la fuerza de trabajo (por ejemplo, producción masiva, la clase obrera industrial); (2) una estrategia especifica de crecimiento macroeconómico, que identifica a los sectores lideres de una formación económica (producción industrial, manufactura); (3) un sistema particular de regulación económica, el cual describe el marco regulatorio predominante (convenio colectivo, regulación de mercado, políticas monetarias); y (4) un modo coherente de societalización, que identifica las formas hegemónicas de organización cultural, institucional y social (culturas de bienestar, políticas fiscales, patrones de consumo, etc) (Jessop, 2002: 56-58).
Siguiendo a esta perspectiva, el régimen de acumulación capitalista fordista-keynesiano estaba basado en un sistema de producción masiva-industrial centrado en la cadena de montaje, mercados de trabajo estables regulados por amplias políticas industriales, altos niveles de sindicalización laboral favorecidos por un extendido sistema de convenio colectivo, intervenciones públicas significativas en las orientaciones económicas y culturales que favorecían el consumo masivo, y un pacto social tácito entre el trabajo y el capital (frecuentemente mediado por un Estado intervencionista), de acuerdo al cual los salarios altos y las generosas protecciones sociales recompensarían niveles altos de productividad laboral y disciplina de trabajo. Bob Jessop resume
del siguiente modo la consistencia interna entre las dimensiones económicas, institucionales y culturales de este régimen específico de acumulación:

Si el Estado-nación de bienestar keynesiano ayudó a asegurar las condiciones para la expansión económica fordista, la expansión económica fordista ayudó a asegurar las condiciones para el Estado-nación de bienestar keynesiano. Los derechos de bienestar social, basados en la ciudadanía nacional, ayudaron a generalizar normas de consumo masivo y de ese modo contribuyeron a niveles de demanda de pleno empleo; y ellos estaban sustentados a su vez por un compromiso institucionalizado que involucraba a sindicatos y empresas fordistas (Jessop, 2002: 79).

La desaparición gradual de este modelo de desarrollo capitalista en las economías occidentales durante la década de 1970 fue impulsada por varios aspectos generadores de crisis del paradigma fordista-keynesiano, tales como la caída constante de las ganancias capitalistas producida por la radicalización de los enfrentamientos de clase, la crisis fiscal del Estado de Bienestar, precipitada por las demandas crecientes de provisiones sociales (acompañada, particularmente en los Estados Unidos, con el aumento de los movimientos anti-impuestos), las tendencias inflacionarias generadas por altos salarios y altos gastos en asistencia social, la saturación de los mercados domésticos para los bienes duraderos, y la pérdida de la ventaja comparativa sufrida por las economías occidentales en el despertar de la globalización económica.
En sociedades liberales como Estados Unidos, cuya historia económica fue tradicionalmente inclinada hacia un modelo laissez-faire de desarrollo capitalista basado en mercados desregulados, mínimas intervenciones públicas en la economía y un sistema de protecciones sociales parecido a un Estado caritativo (Wacquant, 2011), el desmantelamiento del régimen fordista-keynesiano se desenvolvió en una variante neoliberal caracterizada por la extrema flexibilidad del mercado laboral, un descenso vertical de la sindicalización laboral, una reducción drástica de las provisiones del bienestar y niveles de desigualdad socioeconómica en auge (Sennett, 1998; Shipler, 2004; Katz y Stern, 2006). En este sentido, la crisis del paradigma fordista-keynesiano y el concurrente proceso de reestructuración capitalista implicaron mucho más que la expulsión de una fracción significativa de la fuerza de trabajo industrial del sistema de producción —el único aspecto plasmado por el estrecho enfoque de la "vieja" economía política del castigo acerca del desempleo y el encarcelamiento. Efectivamente, la transición a un régimen de acumulación post-fordista/post-keynesiano adoptó la forma de una amplia ofensiva capitalista contra la fuerza de trabajo, en un intento exitoso por romper el compromiso fordista-keynesiano y restablecer las condiciones adecuadas para una rentable acumulación capitalista en una economía globalizada: una disciplina de trabajo más estricta, mayores niveles de flexibilidad laboral, condiciones de trabajo más inseguras, menos protecciones sociales y una elevada competencia entre los pobres para trabajar. Este proceso de reestructuración capitalista logró producir un desplazamiento significativo en el balance de poder desde el trabajo hacia el capital.
Como lo afirma Melossi, "en algún momento, a mediados de los años setenta el 'sistema social' comenzó a exprimir a la clase obrera para el jugo de la producción, no sólo con una mano, sino con ambas al mismo tiempo" (Melossi, 2012b: 279-280).
En el contexto de este realineamiento general del poder social por toda la estructura de las sociedades tardo-capitalistas, es donde debe situar su crítica un análisis materialista del cambio penal contemporáneo. Y como tal, debe ser capaz de tomar en cuenta no únicamente las dinámicas cuantificables del mercado laboral, sino también las transformaciones políticas, institucionales y culturales que contribuyeron a redefinir las estructuras existentes de desigualdad socioeconómica en el despertar de un nuevo y emergente régimen de acumulación capitalista.
Con miras a ilustrar algunas de las implicancias teóricas de este "giro cualitativo", vuelvo una vez más a la formulación original de Rusche acerca del concepto de menor elegibilidad como la lógica que gobierna la relación entre castigo y estructura social:

Todos los esfuerzos dedicados a la reforma del sistema punitivo encuentran su límite en la situación de las capas más bajas, pero socialmente significativas, del proletariado, a las que la sociedad pretende mantener alejadas del crimen. Por ello, toda reforma del sistema penal, por más humanitaria que pretenda ser, está condenada a permanecer en el nivel de mera fantasía (Rusche, 1984: 267, énfasis agregado).

Lo que querría sugerir aquí es que el concepto de Rusche de la "situación de las capas más desfavorecidas, pero socialmente significativas, del proletariado" (Rusche, 1984: 267) se presta a una considerablemente más amplia conceptualización que el enfoque estrechamente economista privilegiado por la mayor parte de la literatura en desempleo y encarcelamiento: una que fomenta una integración productiva entre la tradicional critica materialista del castigo y algunas de las temáticas teóricas planteadas por las recientes sociologías del giro punitivo.
De hecho, si el poder relativo de la fuerza de trabajo en una economía capitalista está determinado en última instancia por el valor económico de su trabajo9, la situación general de esa fuerza de trabajo —su posición contingente al interior de las jerarquías existentes de mérito social, o su "valor social"— no es simplemente el producto de la estrecha dinámica económica. Más bien, resulta de la continua interacción entre los procesos estructurales de transformación económica (modos de producción, patrones de crecimiento económico, dinámica del mercado laboral), las tecnologías gubernamentales de regulación social (variedades de asistencia social o planes de trabajo, estrategias de intervención pública en la economía, acuerdos político-institucionales, modos
de regulación / desregulación económica, patrones de redistribución / concentración de la riqueza) y dinámicas discursivas y simbólicas de reproducción cultural (taxonomías de raza y de género acerca del valor social, narrativas predominantes sobre el mérito y el desmérito). En otras palabras, la "situación" general de las clases sociales marginadas está determinada tanto por su lugar en la estructura económica como por su posición en la "economía moral" de las formaciones sociales capitalistas (Sayer, 2001).
Debe señalarse aquí que este continuo proceso de redefinición del valor económico y social del trabajo representa una característica constante en la historia del capitalismo, y que la trayectoria de este "reposicionamiento" de la fuerza de trabajo en la estructura social tiende a seguir un patrón bien definido: la "situación" general de las clases marginadas tiende a mejorar cuando una dinámica estable de valorización capitalista garantiza periodos extendidos de crecimiento económico y estabilidad social, mientras que tiende a deteriorarse cuando la crisis de un modo especifico de desarrollo impulsa a las formaciones sociales capitalistas a revolucionar el sistema de producción y provocar un nuevo régimen de acumulación (Marx, 1867 (1976): 896-904).
Siguiendo esta perspectiva, una economía política post-reduccionista del giro punitivo en Estado Unidos debe analizar la cambiante "situación" de las clases marginales frente al contexto de los procesos económicos y extra-económicos que redefinieron la posición de los pobres al interior de la economía material y moral de la sociedad norteamericana.
A lo largo de las últimas tres décadas, los procesos estructurales de transformación capitalista (desindustrialización, reducción de personal, tercerización, etc), redujeron significativamente el valor económico del trabajo asalariado y consolidaron una tendencia hacia el aumento de la inseguridad laboral, salarios decrecientes, horas de trabajo extra, y un crecimiento general en los niveles socialmente aceptables de "explotabilidad" de la fuerza de trabajo norteamericana (Schor, 1992; Sennett, 1998; Ehrenreich, 2001). Al mismo tiempo, una amplia reconfiguración de las estrategias gubernamentales de regulación social —como la transición de la asistencia social a los planes de trabajo, el creciente énfasis político-institucional en la responsabilidad individual, y la emergencia de formas de gobierno neoliberales que alentaron la "secesión de los exitosos" en campos como los impuestos, la vivienda, la educación, etc. (Reich, 1991)— erosionó el acuerdo fordista-keynesiano, profundizando las fracturas sociales en base a las divisiones de raza y clase. Por último, en el campo de la significación cultural, la poderosa influencia neoconservadora en los debates públicos sobre la desigualdad socioeconómica —reforzada por la emergencia cíclica de pánicos morales racializados acerca de la clase marginada, la dependencia de la asistencia social, el delito callejero y las drogas, la inmigración ilegal, etc.— contribuyó a consolidar representaciones hegemónicas de los pobres como indignos y potencialmente peligrosos (Handler y Hasenfeld, 1991; Gans, 1995; Quadagno, 1995).
En el campo de las políticas penales, el amplio marco materialista esbozado anteriormente permitiría a la economía política del castigo superar su tradicional énfasis en el costado instrumental de la penalidad, y analizar la emergencia del "Estado penal" norteamericano desde el punto de vista de su impacto en cada uno de los diferentes ni
veles en los cuales esta reconfiguración amplia de la estructura social (y de la "situación" de las poblaciones marginadas) ha tenido lugar desde la década de 1970. En esta dirección, una crítica post-reduccionista del giro punitivo debe, por supuesto, enfatizar la dimensión estructural de las prácticas penales recientes, ilustrando su rol instrumental en "imponer la disciplina de la mano de obra desocializada entre las fracciones establecidas del proletariado […] aumentando el coste de estrategias de escape y resistencia que conducen a los jóvenes de la clase baja a los sectores ilegales de la economía de la calle" (Wacquant, 2011: 20). Pero también debería analizar los efectos gubernamentales extendidos de las tecnologías penales —particularmente, en conjunción con otras herramientas para la regulación socioeconómica, como las políticas sociales y fiscales— e ilustrar sus tendencias a reproducir y reforzar desigualdades existentes en la estructura socioeconómica. Más importante, no obstante, debe elaborar una crítica materialista, culturalmente sensible, de las consecuencias simbólicas de las formas penales contemporáneas, y analizar cómo las representaciones hegemónicas de meritorio y no meritorio resuenan con (y a su vez le da legitimidad cultural a) un emergente modelo post-fordista de producción capitalista, cuyo régimen de acumulación está fundamentado en la devaluación material y simbólica del pobre y de su trabajo.
Finalmente, el desplazamiento epistemológico aquí propuesto permitirá a la criminología neo-marxista abordar las políticas penales ya no como el resultado de las relaciones de producción capitalistas (una "superestructura" de la economía capitalista, en el lenguaje del marxismo ortodoxo), sino como un conjunto de prácticas materiales y simbólicas que contribuyen a la reproducción global de las formaciones sociales capitalistas y de sus específicos regímenes de acumulación.

Notas

* Traducción de José Ángel Brandariz García (Universidad de A Coruña, España). Una versión anterior de este texto se presentó, por vez primera, con el título "Rethinking neoliberalism, crime and criminal justice", en el Seminario Internacional sobre Neoliberalismo y Penalidad, organizado por la Universidad Nacional del Litoral en Santa Fe (Argentina) los días 13-14 de mayo de 2015. Agradezco a Máximo Sozzo y a otros participantes sus valiosos comentarios sobre el texto. Del mismo modo, extiendo el agredecimiento a Mariana Valverde y Gavin Smith.

1 Varias direcciones de investigación contribuyeron en este período a la consolidación de perspectivas criminológicas "críticas" o "radicales" (feminismo radical, teoría crítica racial, estudios postcoloniales, etc), las cuales no todas se adscriben al marxismo. El foco de este capítulo, no obstante, es la economía política del castigo, un enfoque que le debe mucho a la teoría marxista. Para una reconstrucción más amplia de las diferentes corrientes de pensamiento de la criminología critica, ver Van Swaaningen (1997), Lynch et al. (2006) y DeKeseredy (2010).

2 Cabe destacar aquí que algunos años antes de la publicación de Pena y estructura social, Georg Rusche ya había expuesto algunas de sus ideas en dos artículos. El primero de ellos, publicado originalmente en 1930 en el periódico alemán Frankfurter Zeitung, analizaba las condiciones carcelarias en los Estados Unidos en la época de la Depresión (Rusche, 1980). El segundo, concebido como un proyecto de investigación para el Instituto de Investigación Social en Frankfurt y publicado en 1933 en la revista Zeitschrift für Sozialforschung, delineaba los principales conceptos de la crítica materialista del castigo (Rusche, 1978).

3 Para un análisis del retorno de los castigos corporales en los Estados Unidos durante el último cuarto del siglo XX, ver Cusac (2009).

4 Para una reconstrucción amplia de la compleja historia de Pena y estructura social, detallando tanto las vicisitudes biográficas de Rusche y la problemática reelaboración del manuscrito original por parte de Otto Kirchheimer, ver Melossi (1978, 1980).

5 En las primeras páginas de Vigilar y castigar, Michel Foucault reconoce que "del gran libro de Rusche y Kirchheimer se puede sacar cierto número de puntos de referencia esenciales", agregando que "podemos, indudablemente, plantear la tesis general de que, en nuestras sociedades, hay que situar los sistemas punitivos en cierta 'economía política' del cuerpo" (Foucault, 2008: 33-34).

6 Siguiendo el trabajo reciente de David Harvey, aquí empleo el término neoliberalismo para identificar un proyecto político desarrollado por las elites de poder occidentales, particularmente en los Estados Unidos y el Reino Unido, entre fines de los 70s y comienzos del 2000, con miras a "reestablecer las condiciones para la acumulación del capital y restaurar el poder de las elites económicas" (Harvey, 2011: 24-6) después de la agitación social de los 60s y comienzos de los 70s. Como sistema político-económico, el neoliberalismo enfatiza la libertad individual sobre la responsabilidad social, la competición antes que la cooperación, fuerzas de mercado más que intervenciones estatales, la circulación del capital sobre la regulación financiera, e intereses corporativos más que los derechos de las agrupaciones de trabajadores.

7 Esta afirmación parecería pasar por alto las contribuciones de aquellos autores —particularmente David Garland (1985, 1990; pero también ver Howe, 1994)— quienes durante las décadas de 1980 y 1990 entablaron una conversación crítica con la economía política del castigo. Sin embargo, el señalamiento que querría hacer es que la mayoría de estos trabajos se centraron en estigmatizar la incapacidad de la perspectiva neo-marxista de comprender las dimensiones simbólicas y culturales del castigo, antes que fomentar un avance significativo en este enfoque.

8 Bob Jessop y Ngai-Ling Sum sintetizaron del siguiente modo el enfoque distintivo de la escuela de regulación: "El enfoque de la 'regulación' es una variante de una economía evolutiva e institucional que analiza la economía en su sentido más amplio, en tanto que incluye tanto factores económicos como extra-económicos. Interpreta la economía como un conjunto socialmente integrado, socialmente regularizado y estratégicamente selectivo de instituciones, organizaciones, fuerzas sociales y acciones organizadas alrededor de, o al menos envueltas en, la reproducción capitalista" (Jessop y Sum, 2009:91).

9 Lo que a su vez depende de la presión ejercida por la población desempleada en el mercado de trabajo, la cual llena las filas del ejército industrial de reserva marxista: "Durante los periodos de estancamiento y prosperidad media, el ejercito industrial de reserva o sobrepoblación relativa ejerce presión sobre el ejercito obrero activo, y pone coto a sus exigencias" (Marx, 2011: 795).

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