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Delito y sociedad

Print version ISSN 0328-0101On-line version ISSN 2468-9963

Delito soc. vol.25 no.41 Santa Fé June 2016

 

DOCUMENTOS

Disertación sobre la necesidad de que se reformen los procedimientos de la justicia criminal, que tiene por honor presentar el alumno en Jurisprudencia Don Carlos Villademoros a la Universidad de Buenos Aires, año de 1827

 

Señor Rector, Señores Catedráticos:

Al presentaros este pequeño trabajo, fruto de mis primeros estudios jurídicos, me anima la idea de que sabréis perdonar con vuestra reconocida indulgencia sus defectos, al menos sea por la importancia y la actualidad del tema.
Hoy la necesidad de una organización definitiva en nuestra legislación es un clamor general, como lo es la esperanza de una organización política definitiva del país.
Pero entre las reformas más necesarias figura en primera línea la de los procedimientos criminales los cuales por una contradicción inexplicable se encuentran en un estado casi tenebroso, inquisitorial y arbitrario como en los tiempos de la tiranía metropolitana.
En los países libres el alma de los juicios, y sobre todo de los juicios criminales es hacerlos públicos. Cada cual tiene interés y debe tener el derecho de inspeccionar los procedimientos de una autoridad en cuyas manos podemos caer a cada instante todos los miembros de la sociedad.
Si no existiese esa publicidad no habría facilidad de proteger a un infeliz que tiene suspendida sobre sí la espada de la justicia. Cuando un Tribunal ejerce sus funciones delante de un número de espectadores en que el acusado defendido por otro hombre que él ha elegido, en presencia de los testigos, en donde cada interrogatorio no es un lazo tendido contra la inexperiencia, sino una discusión luminosa, un diálogo sostenido, una disputa obstinada de la cual se han de deducir necesariamente los datos que conduzcan a la verdad, entonces es que hay confianza en las leyes y en la justicia de los hombres.
Según las leyes criminales españolas toda puerta se cerraba por analogía y entendían la causa como proporcionalidad. Lo que ellas disponían era totalmente desfavorable al reo y favorable a la acusación. El infeliz tiene que combatir a ciegas, con elementos que no conoce, y tiene que resultar víctima forzosamente.
No pasaría aquí lo desventajosa de esa legislación. Un hombre tiene que decidir de la muerte de un acusado, aquel hombre está atraído por muchos asuntos diferentes que le distraen su tiempo y su espíritu. Ese juez sabe muy bien que si procede contra la verdad el único castigo que le espera es que el Tribunal Superior anule su sentencia con una revocatoria, ¿y es posible, señores, que se deje por tiempo tan grande respon
sabilidades jurídicas y morales en poder de una persona que no puede responder de sus faltas siguiendo trámites rutinarios y oscuros?
En hechos que parecen enseguida muy sencillos y claros se presentan un cúmulo tal de circunstancias que lo oscurecen y dificultan, la sagacidad debe ser tan grande para reconocer en esos hechos las ramificaciones de las causas y los efectos, que el hombre honesto tiene necesariamente que temblar ante los peligros y las acechanzas que amenazan continua y constantemente su vida y su libertad.
Esta tarea, señores, esta reforma de los procedimientos criminales reclama elementos de intelectualidad superiores a mí, exige el concurso de nuestro Congreso, de los hombres eruditos, de inteligencia luminosa que representan a los diferentes pueblos en esa augusta asamblea.
Con la Guerra de nuestra Independencia, sacudimos el yugo que nos sujetaba a la España, pero esto no está aún concluido, quedan aún en pie sus instituciones, sus vicios; de poco nos serviría la libertad política si todos sus beneficios tienen que estrellarse contra la puerta de los Juzgados. ¿De qué nos servirá darnos el augusto nombre de ciudadanos, si este se ha de convertir en un siervo condenado a la degradación precisamente cuando aquel título necesita del más precioso de los dones: la libertad?
¿Qué inconvenientes puede acarrear la benéfica reforma de nuestros procedimientos en materia criminal? ¿Pueden originarse injusticias en ciertos casos? Pero señores, a la injusticia se hallan expuestos todos los hombres y entre ellos los letrados y los ignorantes; los hombres de ilustración y los comerciantes. Esto es tan cierto que bastaría para cerciorarse de ello examinar la historia de todos los Tribunales de la tierra.
Pero dado así que es fácil equivocarse en un asunto tan delicado como es la reforma propuesta, ¿cuál debe ser el deber de los legisladores? Desde luego se me ocurre que deben tender a facilitar el camino que conduce al esclarecimiento de la verdad, tratar de rodear de las mayores dificultades posibles la parcialidad, exigir las mayores garantías posibles al que deba pronunciar un fallo y finalmente que estas garantías sean efectivas porque una justicia administrada sin garantías es como la autoridad arbitraria de un monarca absoluto.
Actualmente, señores, las personas que tienen a su cargo la instrucción de un proceso están perfectamente expuestas al error involuntario y a la presunción. Los procedimientos se engolfan en un círculo tenebroso y por eso rechazan el examen libre disputado a un reo. ¿Qué garantía queda para el acusado?
Y los jueces, que al fin son hombres como muchos otros, ¿no están expuestos al error involuntario, a la corrupción? Y entonces señores, es muy grande el horizonte que se abre a la iniquidad del Juez inquisitorial propuesto por España.
Al estudiar un proceso para ser resuelto el Juzgado tiene que resolver antes que todo dos problemas: 1º la calificación del hecho, 2º su existencia.
El arte de resolver estos problemas no se encuentra en las Pandectas, ni en el Febrero. Se debe aprender eso en la experiencia, en la grande escuela del mundo, en la práctica de los hechos de la humanidad.
Puede llenar esa misión, aún cuando no sea letrado y puede determinar sobre todo la grave cuestión de la existencia de la cantidad de delitos y de las circunstancias que los rodearon: un hombre honorable, un padre de familia que ha desempeñado sus deberes de tal, que ha pasado por las sendas difíciles de la contrariedad que nos suele ofrecer la sociedad. Eso puede realizar un hombre maduro a quien sus negocios lo han obligado a vivir con otros hombres, estudiar su conducta, sus intereses y hasta el cambio de su fisonomía. El que ha visto y tratado hombres de toda clase social, de todas costumbres.
La ilustración se ha propagado en unos pueblos más que en otros, pero saltando las barreras que le oponían las categorías de clases y las exclusiones. En todas las sociedades humanas ha habido sacudimientos y todos los individuos han tomado parte en ellos. En todas partes se han formado juntas, comisarías, reuniones públicas y secretas que abriendo los ojos a la muchedumbre, le han hecho entender en los negocios públicos; los hombres de las clases más humildes han subido a los puestos más elevados y han manejado naciones con su autoridad y con su influjo.
Así vemos en la isla de Ibiza, la más pobre, la más pequeña por extensión y población de las Islas Baleares, que ha conservado desde tiempo inmemorial, para los procedimientos criminales el juicio por jurados. Cuando allí un jurado dicta una sentencia, rarísima vez es esta revocada por la Corte de Audiencia de Mallorca.
La Inglaterra en sus posesiones inglesas de la India ha introducido también el juicio por jurados y sus resultados han sido muy benéficos.
¿No se conseguirían idénticos resultados si esta reforma se introdujera en nuestro país? No bastaría para afirmarlo recorrer brevemente las pruebas de inteligencia, de sagacidad, de prudencia y de energía que han dado sus cabildos, sus juntas, sus congresos y sus hombres, que sin haberse empapado en muchos libros se han visto de pronto colocados a la cabeza de los negocios públicos.
En Inglaterra y en Francia se han juzgado parricidas, incendiarios, salteadores y a veces sin causa presentaban puntos oscuros y equívocos.
Pero no puede existir equivocación ni oscuridad ante la sabia estructura de la instrucción criminal en aquellos países, sobre todo en Inglaterra, donde el defensor del reo puede examinar con toda amplitud posible a los testigos y envolverlos en las redes de una dialéctica ingeniosa.
Y con esto señores no puede pensarse en que se llegue a pretender deprimir la Judicatura profesional, la más noble misión del letrado. No, el juicio por jurados la realza y la dignifica más. En Inglaterra no existen sino doce Jueces para todo el reino, y ellos desempeñan allí el papel más digno, más respetado. Esta dignificación emana más de las funciones que ellos desempeñan, más que de la esfera de su actividad y de la magnitud de sus sueldos. El Juez es la égida del reo, el punto de apoyo de los jurados, el supremo recurso de los defensores. La destreza del Juez consiste en dirigir el juicio con la más severa imparcialidad, en examinar escrupulosamente los puntos más difíciles y oscuros, en dar toda la latitud posible a la defensa, en proporcionar a los jurados todas las luces que sobre sí pueda arrojar el hecho.
Señores, es urgente el remedio para corregir los vicios de nuestra legislación en los procedimientos criminales, aunque se prescinda de los hechos particulares y se atienda tan solo al influjo que en la masa social ejerce un modo de enjuiciar propio de hombres libres.
La importancia y la dignidad propias de tales hombres no consisten en la facultad de hablar contra los que gobiernan. El complemento de la libertad es la aptitud que deben tener para tomar una parte directa en los medios de conservarla.
Tengamos presente que cuando a las preocupaciones adquiridas en la educación se añade el interés personal, no hay medio de convencer. No es difícil sin embargo decir algo más de la urgencia de la reforma. La sed de mejoras útiles es la necesidad más imperiosa que sufren las sociedades modernas. La generación presente conoce la deplorable historia de los errores que han cometido sus anteriores generaciones, y su más vivo deseo es borrarlos, colocando sobre ellos las reformas que aconseja la experiencia y la sana filosofía.
Si consideramos la escala de nuestras relaciones sociales y las juzgamos por la proximidad a nuestros intereses personales, después de los derechos domésticos vienen los derechos civiles y después de estos los políticos, y la necesidad de la reforma de que hablábamos es tanto más urgente cuanto más de cerca nos tocan las instituciones a que ella se refiere.
Y bien, los derechos civiles abrazan los derechos domésticos, puesto que determinan y aseguran las prerrogativas y los deberes del padre, del hijo, del tutor, como lo hacen respecto de cualquier otro contrato.
Es pues necesario que la reforma de la legislación siga el mismo orden que el de las urgencias en cada clase de derechos; y si es así ¿sería posible negar que la más urgente, la más necesaria de todas es la reforma de la administración de justicia?
Pasamos por un período de organización definitiva que ha de ser lento para que dé los resultados que nuestros estadistas se han propuesto. Pero la justicia, que es el fundamento en que descansan y se aseguran la vida, el honor, la propiedad y todos nuestros más estimables bienes, eso es lo más urgente.
En los años de vida ordinaria tal vez se echa poco de menos esa urgencia; pero ¡cuán distinto es cuando el hombre la llega a apreciar, al entrar en el laberinto de los procedimientos judiciales!
Entonces en cuando el hombre viéndose absolutamente entregado en manos de otro, se considera perdido por la falta de límites que tiene el poder del otro, sin derechos ni garantías para él.
No vivimos señores ya en las democracias antiguas en que los negocios más difíciles se decidían en la plaza pública por todos los ciudadanos. En las democracias modernas como la nuestra queda aún un vasto campo abierto al ejercicio de las funciones más importantes, como por ejemplo la institución del jurado, que tiene la virtud de desarrollar más los fines que persigue la democracia estrechando los vínculos de todas las clases sociales. La administración de justicia por jurados coloca a los hombres en la presencia del público y los somete a la censura del mismo. Ella predispone más a la
causa de la justicia, haciendo públicas sus deliberaciones, facilitando a la defensa de los reos todos los medios legales, para que nunca puedan alegar un abuso de autoridad, y consigue dejar plenamente convencidos a los demás de que el castigo fue justo o que la absolución era merecida.
Ojala señores que llegue muy pronto el día en que se hagan prácticas en mi patria las saludables reformas que dejo apuntadas en nuestras instituciones judiciales.
He dicho.-

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