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Delito y sociedad

versión impresa ISSN 0328-0101versión On-line ISSN 2468-9963

Delito soc. vol.26 no.44 Santa Fé nov. 2017

 

ARTÍCULOS

Recorridos en la formación de un saber penitenciario argentino. Entre derecho, cultura científica y pragmatismo (1850-1946)

The formation of an Argentinian penitentiary knowledge. Between law, scientific culture and pragmatism (1850-1946)

 

Luis González Alvo

INIHLEP-CONICET  / gonzalezalvo@gmail.com

Recibido: 05/04/2017
Aceptado: 14/05/2017


Resumen

El objeto de este escrito es trazar una mirada panorámica de la formación de un saber penitenciario argentino desde sus orígenes hasta mediados del siglo XX. La década de 1850 se impone como primer hito divisor ya que, con la sanción de la Constitución Nacional y la inauguración de la Cátedra de Derecho Penal de la Universidad de Buenos Aires, se dio inicio al proceso de normalización legal de un saber penal liberal. A partir de entonces, comenzaron a articularse los discursos que fundamentarían teórica mente los ensayos reformistas de las décadas de 1860 y 1870. Se concluye el análisis en 1946 dado que, luego de la llegada del peronismo al poder, se impulsó desde la Dirección General de Institutos Penales una serie de transformaciones sustanciales que produjeron una inflexión en los discursos y en las prácticas penitenciarias.

Palabras clave: saber penitenciario, penitenciarismo, derecho penitenciario, cultura científica, pragmatismo.

Abstract

The purpose of this paper is to provide a panoramic view of the formation of an Argentinian penitentiary knowledge from its origins until the middle of the 20th century. The 1850s are taken as a first divisory point since, with the sanction of the National Constitution and the inauguration of the Chair of Criminal Law at the University of Buenos Aires, began a process of legal normalization of a liberal criminal knowledge. The analysis concludes in 1946, given that, after the arrival of Peronism in power, the “Dirección General de Institutos Penales” promoted a series of substantial transformations that produced an inflection in penitentiary speeches and practices.

Keywords: penitentiary knowledge, penitentiarism, penitentiary law, scientific culture, pragmatism


 

Introducción

La ciencia penitenciaria –se ha dicho– no es una ciencia teórica, es una ciencia experimental. No se adquiere en las librerías, sino en las cárceles. No consiste en digresiones intuitivas y metafísicas sino en el conocimiento directo de los hombres delincuentes, en el propio medio en que la pena actúa.
En consecuencia, ni el “hobby” exagerado de un modernismo galopante, ni el pudor sensible de un misoneísmo enfermizo, pueden condicionar nuestro derecho a plantear el problema sino dentro de los límites
de las soluciones razonables que posibilitan la experiencia adquirida
(Casiello, 1949: 14).

El campo que en este artículo se designa como saber penitenciario o penitenciarismo ha variado sensiblemente con el paso del tiempo. La palabra cobró importancia en italiano a comienzos del siglo XIX –penitenziarismo– y luego se difundió en el mundo hispanoparlante. Hacia fines de ese siglo, bajo influencia francesa, el estudio del régimen o sistema penitenciario, comenzó a denominarse ciencia penitenciaria. En un artículo de 1955, Juan Carlos García Basalo diferenció los términos sistema, régimen y tratamiento penitenciario, por entonces empleados indiscriminadamente aún entre quienes cultivaban la ciencia penitenciaria (García Basalo, J.C., 1955: 28).1 Con el paso del tiempo, el término penitenciarismo fue vinculándose particularmente a lo jurídico, al punto de haber adquirido hasta cierta sinonimia con derecho penitenciario, la “más reciente de las disciplinas penales” (Pradel, 2005: 11).2 No obstante, un estudio retrospectivo de los discursos que podrían denominarse penitenciaristas demuestra que, a lo largo de la historia, este campo del saber estuvo asociado a diferentes áreas del conocimiento. De hecho, durante todo el siglo XIX, se produjeron estudios sobre temas que podrían denominarse penitenciarios sin mayor atención a la esfera normativa de la ejecución de la pena. Bajo títulos como ciencia, régimen o sistema penitenciario o carcelario se abordaron temas amplios, como la manera de organizar la ejecución penal, o más específicos, como el régimen alimenticio o la disciplina, sin demasiada sistematicidad jurídica (Téllez Aguilera, 2011: 11). Esos textos formaron parte importante del corpus documental de la historiografía de las prisiones latinoamericanas, aunque no se tomó específicamente al saber penitenciario y sus transformaciones como objeto de estudio.

En un artículo reciente, Ricardo Salvatore y Carlos Aguirre retomaron algunas “lagunas temáticas” de The Birth of The Penitentiary, libro que marcó el comienzo de la renovación de la historia de las cárceles en América Latina (Salvatore y Aguirre, 1996). Entre ellas mencionaron el encarcelamiento femenino, la prisión política, los reformatorios de menores y el “ocaso de las penitenciarías”, es decir, la demolición o abandono de los edificios radiales construidos a fines del siglo XIX. También se preguntaron por el desarrollo de temas incluidos en su compilación y repasaron los avances de la historia de la criminología y el impacto en la administración de las cárceles de las “coaliciones populistas” de Brasil y Argentina. En lo que refiere a los discursos penitenciaristas, la historiografía latinoamericana otorgó especial relevancia al positivismo criminológico, indagando sobre su auge y ocaso, sus tecnologías de identificación, su relación con reformas en la legislación penal y con la administración penitenciaria. Sobre este último punto señalaron que todavía carece de investigación significativa y que no se ha alcanzado consenso en la historiografía acerca del grado de permeabilidad de las instituciones penitenciarias y de la legislación a los discursos y técnicas del positivismo criminológico (Salvatore y Aguirre, 2017: 7-10).

Resulta difícil negar que la criminología positivista dejó marcas en muchos ámbitos institucionales. Sin embargo, para un análisis de conjunto de la constitución y desarrollo de un saber penitenciario, es preciso identificar cuáles características de esos discursos preceden al positivismo y cuáles le suceden. Ese es uno de los aportes que se pretenden lograr al proveer una mirada de largo alcance a nivel nacional. Los trabajos de Aguirre (2000), de Marcos León (2003a, 2003b), de Salvatore (2001 y 2006) y Caimari (2004), entre otros, tienden a señalar que la criminología positivista se volvió el paradigma dominante en Latinoamérica entre fines del siglo XIX y comienzos del XX y que lograron influir en las políticas estatales. Jean Pierre Matus Acuña (2007), Daniel Cesano (2011) y Jeremías Silva (2012, 2013) han señalado que el positivismo siguió influyendo en las políticas penales de Chile y Argentina después de 1930. Cabe preguntarse qué otros discursos contribuyeron a moldear un saber penitenciario a lo largo del tiempo, antes y después del auge del positivismo.

En la Argentina, los discursos que podríamos agrupar bajo la denominación de penitenciaristas recorrieron diversos trayectos, desde sus orígenes filantrópico-ilustrados hasta aquel empirismo que Luis Casiello –entre otros– denominó ciencia experimental, pasando por las diversas variantes del positivismo criminológico y de sus críticos.3  El epígrafe que encabeza esta introducción es ilustrativo de la tensión que se manifestó desde comienzos del siglo XX entre las vetas científica y práctica, a la hora de administrar las instituciones de reclusión.4 Casiello, designado director de la Penitenciaría de Rosario en 1943, fue definido como un “ciudadano sin títulos universitarios, pero hombre estudioso, comprensivo, laborioso y profundamente cristiano” (Casiello, 1949: 9). Encarnaba la figura del penitenciarista autodidacta –y creyente–, opuesto al penitenciarista “de librería” alejado de la cotidianeidad de las prisiones.5 La tensión generada por la distancia entre teoría y práctica, como resulta evidente, no se circunscribía de manera específica a la Argentina ni era una postura exclusiva de los directores prácticos, es decir, sin formación académica. En 1939, el director general de prisiones de Colombia, el doctor Francisco Bruno, sostuvo que el penitenciarismo ya se había constituido universalmente en una ciencia eminentemente experimental:

Las inducciones del estudio antropológico y sociológico de los delincuentes se han erigido, coordinadas en una lógica y amplia sistematización de principios, en una nueva ciencia, de reciente formación, ya universalmente denominada “ciencia penitenciaria”, y de origen esencialmente experimental y pragmático.

[…] Se deduce que la Ciencia Penitenciaria no podría adquirir categoría de ciencia en la etapa llamada “clásica” , de las ciencias penales, en la que el factor “hombre” era sustituido por el factor delito y la investigación se subordinaba al fenómeno jurídico –violación de la norma– independientemente de la personalidad antropológica y social del autor de la violación (Bruno, 1939: 778).

El objeto de este escrito –que forma parte de una investigación más amplia en curso– es analizar los trayectos de los saberes penitenciarios argentinos desde los primeros discursos clásicos hasta la llegada del peronismo al poder. Se propone una mirada sobre un arco temporal amplio con la intención de ponderar el peso específico del positivismo en la constitución del saber penitenciario local. Los sujetos que van formando ese saber son variados; en algunos casos se trata de “expertos” y en otros de funcionarios, aunque los une su relación con las esferas del poder político o la administración del castigo. El corpus documental con el que se trabaja incluye normativa aplicada o proyectada durante el período analizado, textos producidos por los actores mencionados y, en menor medida, la prensa. Una de las principales hipótesis de este trabajo es que el saber penitenciario argentino no se formó exclusivamente bajo el auge positivista de fines del siglo XIX y comienzos del XX, sino que se basó en los discursos “clásicos” y se forjó particularmente sobre modelos “pragmatistas” que, paradójicamente, se consolidaron durante el auge del positivismo. Se toma como primer punto divisor a la década de 1850, ya que, con la sanción de la Constitución Nacional (1853) y la inauguración de la Cátedra de Derecho Penal y Mercantil en la Universidad de Buenos Aires (1856), se asiste al proceso de normalización legal de un saber penal liberal (Sozzo, 2015). A partir de entonces, comenzaron a articularse discursos que fundamentaron teóricamente los primeros ensayos reformistas de las décadas de 1860 y 1870. Se concluye el análisis en 1946 ya que, luego de la llegada del peronismo al poder, se impulsó desde la Dirección General de Institutos Penales una serie de transformaciones sustanciales que produjeron una inflexión en los discursos y en las prácticas penitenciarias (Caimari, 2004; Cesano, 2011a y Silva, 2012a y 2012b).

La “tenaz persistencia” de la tradición

Los movimientos independentistas latinoamericanos fueron seguidos de largos y conflictivos procesos de formación de estados nacionales, marcados por el contrapunto entre discursos y proyectos de inspiración liberal y estructuras político-sociales tradicionales (Aguirre, 2009: 211). En medio de la vorágine de las luchas internas surgieron los primeros discursos penitenciaristas locales, voces disonantes que clamaban por la mejora de las condiciones de detención de los procesados y por la reforma de las prisiones para que pudieran cumplir fines tanto de “regeneración” como utilitarios.6 En un análisis del largo período 1800-1940, Salvatore y Aguirre han señalado que las reformas de las estructuras del castigo y laborales fueron dos campos de batalla fundamentales en los procesos de transformación política, económica y cultural que las élites latinoamericanas intentaron llevar adelante (Salvatore y Aguirre, 2015). En medio de esos conflictivos procesos de constitución de los estados-nación latinoamericanos, los discursos clásicos encontraron en algunos actores políticos adecuados pero solitarios portavoces. Algunas de las causas de su escasa aplicación residieron en que sus principios de reforma a través del confinamiento solitario y del trabajo resultaron abismalmente distantes de los usos del castigo local, fundados en la inveterada tradición jurídica hispánica, que mantuvo sus prácticas punitivas durante buena parte del siglo XIX (Levaggi, 2002; Agüero, 2011; Salvatore y Aguirre, 2015). De esa manera, y por décadas, el penitenciarismo no encontró cabida ni en la práctica ni en los nuevos reglamentos de justicia, más allá de la abolición teórica de los tormentos o la permanente referencia al principio romano-medieval “carcere ad continendos homines non ad puniendos haberi debet” que, por otra parte, se ajustaba más a las intenciones de mejorar las cárceles de la tradición local que a la emergencia de discursos penitenciaristas que buscasen imponer la privación de la libertad por sobre las demás formas de castigo tradicionales. Es decir, que la cárcel sirviese para castigar, pero “civilizadamente” (Salvatore y Aguirre, 1996; Caimari, 2002). En 1816, La Prensa Argentina soñó una cárcel de Buenos Aires dividida en departamentos, en los cuales habría diferentes talleres:

Así, el sastre que entraba, iba a trabajar constantemente a la sastrería, el carpintero a la carpintería etc. y los hombres sin oficio se ocupaban en el servicio general y particular de la casa, o en preparar materias primas. De suerte que, ganando cada preso un jornal, pagaba sus costos de cárcel, y le quedaba un remanente para socorrer su familia, o para cuando se hallase en libertad.

En la década de 1820, el ministro de gobierno de Buenos Aires, Bernardino Rivadavia, impulsó un concurso público para edificar un panóptico en la entonces capital provincial.7 Sin embargo, aunque las propuestas presentadas estuvieron a la altura de las más avanzadas de su tiempo, el proyecto quedó trunco (García Basalo, A., 2013). Son conocidas también las intenciones reformistas de José de San Martín, las lecciones de derecho civil de Pedro Alcántara de Somellera y el proyecto de Guret Bellemare para la organización judicial de la provincia de Buenos Aires (Levaggi, 1978: 147-148; Corva, 2014).8 En las décadas siguientes insistieron en la importancia  de la reforma penitenciaria Alberdi, en su Fragmento preliminar al estudio del derecho(1837) y Sarmiento, en notas periodísticas aparecidas en el periódico chileno El mercurio, bajo el título de “Sistema penitenciario” (1841). Los principios del penitenciarismo, sin embargo, no consiguieron traspasar los umbrales de las declamaciones aisladas de algunos pensadores alejados de la ejecución de las penas. Quizás, a los ojos de sus contemporáneos, aquellas argumentaciones dejaran la sensación de discusiones bizantinas en un contexto cultural punitivo que continuaba manejándose con lenguajes y prácticas del antiguo régimen. La tradición sólo comenzaría a desarticularse lentamente durante las décadas que transcurrieron entre la sanción de la constitución nacional y del código penal y la consolidación de un mercado laboral libre.

Constitución, tradición y primeras publicaciones penitenciaristas

A partir de 1853, luego de la sanción de la Constitución nacional, las provincias se vieron obligadas a ajustar sus constituciones y reglamentos de justicia al nuevo marco jurídico que estableció la carta magna. No obstante, tanto en los textos constitucionales como en las nuevas reglamentaciones perduraron elementos de la tradición hispánica (Agüero, 2011). El primer reglamento carcelario de la Confederación Argentina, sancionado en febrero de 1855, estaba alejando de los parámetros penitenciarios de su época: si bien prácticamente abolía el carcelaje (art.16) no contemplaba el trabajo o la educación de los recluidos e incluía castigos como “la barra” por 24 horas y la utilización de “prisiones”, es decir, grilletes (arts. 21° y 33°).9

En materia penal, hasta la sanción del código en 1886, continuaron aplicándose normativas medievales o coloniales, como las Siete Partidas o la Recopilación de Leyes de Indias en tanto que no contradijeran la Constitución nacional. La codificación procesal continuó en manos de las provincias porque así lo establecía el artículo 64° de la constitución. Como señala Levaggi, aquella cláusula simplemente revalidaba una realidad, es decir, hacía ley la tradición local; de allí el fracaso de intentos como el del ministro Eduardo Costa, dirigidos a unificar la codificación procesal. En 1866, El Nacional, diario porteño, sostenía que uniformar el procedimiento no sólo sería “contra el espíritu de la Constitución, que ha garantido a este respecto la autonomía de cada Provincia, sino también contra la naturaleza de las cosas”.10 En la argumentación no se veía con claridad aquella divisoria de aguas conceptual que habría de separar la tradición jurídica de la “modernidad”, es decir, cuando el orden dejó de ser concebido como una realidad atemporal y “natural” y devino una “invención, un artificio, un constructo” (Costa, 2004: 27).

Los reglamentos de justicia de los años posteriores a la sanción de la Constitución mostraron un panorama punitivo ajeno al horizonte conceptual penitenciarista. El reglamento catamarqueño de 1859, por ejemplo, no mencionaba la privación de la libertad como una pena en sí misma. Se refería, en cambio, a trabajos forzados o trabajos públicos, a la pena capital y a penas pecuniarias, corporales, aflictivas y arbitrarias. Las penas corporales más comunes eran el cepo, los grillos y los azotes.11 En ese horizonte punitivo, los significantes cárcel o prisión no referían al significado que esas palabras cobraron luego del ascenso del penitenciarismo.12 El vocablo cárcel no sólo hacía referencia al edificio público destinado a tal fin sino que cualquier sitio podía cumplir esa función. Se mantenía la concepción descripta por un letrado de fines del siglo XVIII, era cárcel “cualquier lugar, que se destine por el Juez a los que se consideran en clase de reos, sea aquel lugar oscuro, y tenebroso, que regularmente se gradúa con este nombre, sea la casa de uno, sea la ciudad, o ésta con sus arrabales”.13 Durante el gobierno de Rosas, hubo unitarios a los que, por “vía de indulto”, se les dio la ciudad de Buenos Aires por cárcel, prohibiéndoles alejarse más de un determinado número de leguas de la plaza de la Victoria (Levaggi, 2002: 34). Incluso pasado el umbral de la codificación penal “la tenaz persistencia de la antigua articulación entre autoridades públicas y domésticas seguía proporcionando la base normativa del control sobre la población marginada de los sistemas productivos” (Agüero, 2011: 40).

Sin embargo, aquellas voces aisladas de la primera mitad del siglo XIX, fortalecidas por la sanción de la constitución en 1853, encontraron un nicho donde crecer a partir de 1856, con la creación de la cátedra de derecho penal de la Universidad de Buenos Aires. Desde allí comenzarían a producirse las primeras publicaciones del saber penitenciario vernáculo. La inauguración de aquella cátedra fue un incentivo para que se publicaran las primeras teorizaciones locales sobre el saber criminal, de las que derivaron los posteriores proyectos de codificación penal. Las lecciones del primer docente de la cátedra, Carlos Tejedor, fueron la base del proyecto de código penal que se terminó aprobando a nivel nacional en 1886.14 A fines de la década de 1860, los estudiantes de derecho comenzaron a presentar tesis doctorales sobre el régimen penitenciario.15 La primera tesis sobre el tema fue presentada en 1869 por el estudiante sanjuanino Nicanor Larrain, cuando la cátedra estaba a cargo de Miguel Esteves Saguí.16 Aquella tesis, titulada Sistema penitenciario en la República Argentina, basada principalmente en el manual de Joseph Ortolan, Éléments du droit pénal (1856), se inscribe en una primera etapa de disertaciones sobre el tema, previa a la inauguración de la Penitenciaría de Buenos Aires, en la que podrían incluirse también los trabajos de Juan Manuel Terán, Fermín Alsina y Aniceto Latorre (González Alvo y Riva, 2015).17 Eran trabajos relativamente breves, que abogaban por la aplicación de la reforma penitenciaria y se encuadraban dentro de la escuela “clásica”, dominante por entonces en los claustros porteños.18 Sostenían que, de realizarse la reforma, se haría justicia a los preceptos constitucionales incumplidos y se concluiría con las tres principales penas “bárbaras” aún aplicadas en el país: la pena de muerte, el servicio a las armas y la permanencia en cárceles insalubres y corruptoras.19 Para Larraín, los elementos del penitenciarismo eran la enmienda del culpable mediante la religión, el trabajo y la educación y el castigo “conforme a la equidad y a la justicia”; en suma, el “gran principio de castigar reformando al condenado” (Larraín, 1869: 42-45). Terán propuso, como luego hicieron otros tesistas y legisladores, la construcción de penitenciarías regionales en tres zonas: Litoral, Cuyo y Centro. De esa manera se podría aplicar finalmente la pena específica, cuyo fin era “corregir las costumbres depravadas y criminales por medio del trabajo, de la moralidad y de la instrucción”.

Una segunda etapa en la elaboración de tesis comenzó luego de la inauguración de la Penitenciaría de Buenos Aires y se extendió hasta fines de la década de 1880, cuando la cátedra de derecho penal experimentó un giro discursivo hacia el positivismo. De esa manera, hasta fines de los ’80, continuó la preeminencia de la escuela clásica y la impronta cristiana de la reforma.20 Uno de los tesistas, Ramón Burgos, sostuvo que “la tendencia religiosa de nuestros legisladores buscó una solución a la pena de muerte, que consideró siempre inmoral” (Burgos, 1879: 3). Santamarina afirmó que no era la fatalidad la que presidía los actos de los hombres sino la libertad, el “atributo más noble que el Hacedor les dotara”. Todos los mortales estaban, sostuvo, en condiciones de elegir entre el bien y el mal, “orientarse entre los arreboles de la gloria o los funestos resplandores del crimen” (Santamarina, 1883: 11). Esta segunda etapa se caracterizó por visiones optimistas de la reforma, probablemente alimentadas por las expectativas acerca de la recientemente inaugurada Penitenciaría de Buenos Aires, y una concepción humanitaria del castigo, con marcadas características tradicionales. En este sentido, las referencias religiosas de los textos convivían con citas científicas, con el fin de ofrecer propuestas con intenciones prácticas. Las nociones sobre la función de las penitenciarías que los tesistas de esta etapa manejaban se encontraban ampliamente difundidas, fundamentalmente en versiones simplificadas en la prensa. Una nota del diario Intereses Argentinos da un ejemplo de una generalizada noción de cárcel para esa época:

Por penitenciaria se entiende (…) una prisión pública donde los criminales, según su mayor o menor criminalidad son obligados por más o menos años al trabajo, al silencio, a ad quirir la instrucción de que carezcan, a moralizarse por medio de la religión y del ejemplo, a convertirse, por decirlo así, en hombres nuevos para ser en lo futuro útiles a sí mismos y a la sociedad a quien ofendieron con su desordenada vida: la penitenciaria es una institu ción santa y verdaderamente inspirada en la doctrina del Salvador que dijo: ‘Yo no quiero muerte del pecador sino que se convierta y viva’. (…) Es una pena y de ahí el silencio y la incomunicación, el trabajo forzado y las cadenas si ellas fuesen necesarias.21

Aquella noción del castigo tuvo vigencia hasta fines del siglo XIX, cuando comenzaron a predominar puntos de vista influidos por el positivismo criminológico en el contexto que Salvatore denominó estado médico legal (Salvatore, 2001). No obstante, como ha señalado Aguirre para Perú, México y Brasil, aún durante la segunda mitad del siglo XIX el encarcelamiento continuó siendo “un componente relativamente poco importante dentro de las estructuras de poder de la mayoría de países latinoamericanos” (Aguirre, 2009: 221).

El penitenciarismo del estado médico-legal

El relativo aplazamiento del triunfo del penitenciarismo en la Argentina –en relación a otros países latinoamericanos– fue atribuido, entre otros factores, a que su emergencia no sólo estaba ideológicamente condicionada por la emergencia de un estado nacional sino también de un modo material. La historia del cruce de los discursos penitenciaristas con su aplicación práctica está directamente ligada a la de la consolidación del estado del que debía formar parte indisoluble (Caimari, 2002: 142). Esto explica también, podríamos agregar, los diferentes ritmos provinciales, en la medida en que esos estados fueron consolidándose y que se fueron forjando las condiciones materiales y culturales para llevar adelante sus respectivas reformas penitenciarias. No debe olvidarse tampoco la importancia de la formación de un mercado libre de trabajo, inexistente no sólo en parte de Argentina sino de América Latina en general (Salvatore y Aguirre, 2015: 273). No obstante, hacia fines del siglo XIX la expansión del estado, el incipiente ingreso al mercado internacional y la inmigración masiva cambiaron radicalmente el panorama social, político y económico, al tiempo que introdujeron nuevos problemas y conflictos en gran parte del país.22 El concepto de modernización comenzó a signar todo el lenguaje político de la época (Terán, 2008: 109). A medida que los estados nacionales y provinciales fueron robusteciéndose, los discursos cientificistas cobraron mayor importancia entre las élites dirigentes dando lugar al surgimiento de un estado médico-legal, basado en una concepción médica de los problemas sociales que habría empleado al sistema penal para experimentar sus hipótesis (Salvatore, 2006: 254).23

Así las cosas, los discursos cientificistas habrían contribuido a redefinir los instrumentos de poder estatales, proveyendo a las élites gobernantes de tecnologías de poder y de la retórica necesaria para ejercitarlo con eficacia. Según Salvatore, categorías fundamentales del positivismo, como peligrosidad, defensa social o semialienación y sus herramientas penales como sentencias indeterminadas, tratamiento individualizado, clasificación de las desviaciones, habrían ayudado a remodelar las instituciones, prácticas y mentalidades que alteraron significativamente la naturaleza del estado.24 Una de las hipótesis sostenidas por Salvatore es que la emergencia y difusión de la criminología positivista tuvo una profunda y duradera influencia en la “red disciplinaria” y señala que las instituciones disciplinarias adoptaron ideas, conceptos y políticas para el control, rehabilitación y resocialización de los “desviados” sugeridos por los criminólogos positivistas (Salvatore, 2006: 255). Teniendo en cuenta esas consideraciones, la historiografía posterior puso de relieve la importancia de la criminología, cuya influencia en las principales instituciones de reclusión es notoria. No obstante, a partir del cambio de siglo, la experiencia de las autoridades penitenciarias cristalizará en nuevos discursos que pondrán en cuestión algunos supuestos del positivismo criminológico, que en muchos casos se revelaba inaplicable en la práctica.

Dicha experiencia provendrá de un pequeño “auge constructivo” de edificios penitenciarios –algunos más logrados que otros– experimentando luego de la primera codificación penal. Al analizar los discursos de los directores de las primeras penitenciarías, de los jueces y juristas que las visitaron y de la opinión de la prensa, pueden advertirse los alcances y límites de los discursos positivistas, tanto en las prisiones “modelo” como en otras menos favorecidas por los erarios públicos. Para el caso de la Penitenciaría de Buenos Aires, Caimari afirma que, en la base de las reservas sobre la posible contribución de la ciencia a los regímenes penitenciarios, residía una permanente tensión entre la tradición penitenciaria y la criminología positivista (Caimari, 2004: 104-105).25 Como se ha mencionado, la construcción de las dos primeras penitenciarías del país respondió a una primera etapa de la reforma de cuño clásico, inserta en un contexto de “tenaz persistencia” de una cultura punitiva del antiguo régimen y de inexistencia de un marco normativo penitenciario.26 Tal situación se fue modificando a partir de las décadas de 1880 y 1890, cuando las provincias encararon sus respectivos procesos de reforma penitenciaria, algunos ya influidos por el pensamiento positivista, pero limitados por fuertes resistencias de orden material y cultural.27 Hacia 1906, la arquitectura penitenciaria se había difundido en la Capital Federal, siete provincias y un territorio nacional.28 Sobre 65 cárceles, nueve fueron construidas siguiendo principios penitenciarios de aislamiento y rehabilitación mediante el trabajo, aunque la mayor parte fue severamente criticada.29 En esas nueve cárceles se concentraba el 38% del total de encarcelados del país, unas 3.111 personas. El orden cronológico en que fueron construyéndose nuevas penitenciarías en las provincias y territorios nacionales presenta un panorama de la difusión de las ideas penitenciarias así como también de la disposición a invertir en esa materia de los diferentes estados, provinciales o nacional. Asimismo, cabe mencionar que, en las nueve penitenciarías edificadas, participaron nueve arquitectos e ingenieros europeos y dos argentinos (cuadro 1).

Cuadro 1. Habilitación de construcciones de planta penitenciaria, nacionalidad de los autores de los planos y población al año del Primer Censo Carcelario Nacional

*Al realizarse el censo, Mendoza se encontraba construyendo una nueva penitenciaria. **La Penitenciaría de Buenos Aires fue federalizada en 1880. Fuentes: Alejo García Basalo (2017); Censo Carcelario (1906)

Los resultados del censo carcelario de 1906 arrojaron alrededor de un 60% de encausados y un 40% de condenados sobre 8.011 personas encarceladas. En esa época la Argentina tenía una población de 5.674.031 habitantes, por lo que la tasa de encarcelamiento era de 141 presos por cada 100.000 habitantes.30 El siguiente censo de alcance nacional fue llevado a cabo en 1932 y registró un notable descenso de la tasa a 98,9 cada 100.000 habitantes (Olaeta, 2017: 7). La relación entre encausados y condenados se mantuvo casi invariable. Aquella caída de la tasa se sostuvo por dos décadas más al continuar creciendo la población general y mantenerse es tancado el número de personas detenidas entre 1932 y 1951.31 Sólo después de 2010 –más de un siglo luego del primer censo– con una población cercana a las 60.000 personas privadas de libertad (condenados y procesados, sin incluir detenidos en comisarías), la tasa de encarcelamiento volvió a superar a la de 1906, al alcanzar los 146 cada 100.000 habitantes, con similar relación entre procesados y condenados.32

En los ámbitos académicos y jurídicos –y también en la prensa–, impulsado por la vehemencia de la difusión de la criminología positivista, el penitenciarismo cientificista no tuvo rivales teóricos. Sin embargo, hacia el cambio de siglo las prácticas penitenciaristas comenzaron a cristalizar en algunos discursos divergentes, tanto en las cárceles modelo como en zonas periféricas de difícil aplicación de aquellos principios. En algunos territorios nacionales, como Neuquén o Santa Cruz, donde las cárceles no siguieron los principios arquitectónicos del penitenciarismo, los administradores elaboraron programas más pragmáticos y ajustados a las posibilidades materiales de sus prisiones.33 El desfasaje entre las pretensiones del discurso criminológico y la realidad institucional fue denominado por Bohoslavsky y Casullo como la etapa de la cárcel-miseria. Durante ese período:

El marco material de desenvolvimiento de la vida penitenciaria se distinguió por la precariedad, producto de un marcado abandono o, al menos, desatención del estado nacional: escenas de hambre, falta de provisiones, hacinamiento y pésimas condiciones de salud fueron las postales de la prisión. También fueron notorias las deficiencias en la profesionalidad del personal, en parte debido a su alta rotación y la inexistencia de una carrera penitenciaria. (Bohoslavsky y Casullo, 2003: 57).

En una segunda etapa, los autores subrayan que la cárcel se “industrializó”, acercándose a los parámetros del penitenciarismo: se instalaron talleres de carpintería, de sastrería y una fábrica de mosaicos, entre otros oficios. De esa manera, se registró una conversión de presos-encerrados a presos-trabajadores, a la vez que crecía la proporción de argentinos sobre extranjeros. Paralelamente, el personal penitenciario fue profesionalizándose, lo que contribuyó a disminuir las formas más primitivas de tratamiento de los internos (Bohoslavsky y Casullo, 2003). En el caso de Río Gallegos, Pablo Navas sostuvo que se experimentó un desencanto entre los sectores dirigentes provocado por el funcionamiento de la cárcel, tan apartado de las expectativas que se habían depositado en esa institución como la propia manifestación de la modernidad (Navas, 2012). Frente a los discursos predominantes del cientificismo, o por debajo de ellos, se gestaba otro modelo de cárcel en el que primarían los principios de un “penitenciarismo práctico”.

La nueva codificación, la ley de “Organización carcelaria” y el afianzamiento del penitenciarismo práctico

 Entre 1920 y 1946 la influencia cultural del positivismo criminológico siguió siendo importante, aunque su presencia en las penitenciarías fue disminuyendo. En aquellos años existieron tentativas para reformar y centralizar el sistema carcelario, tales como los proyectos de Leopoldo Bard (diputado por Capital Federal, UCR) para la edificación de cárceles regionales (1924) y para la construcción de una penitenciaría modelo en la isla Martín García (1925), la creación de la Comisión de Superintendencia de Cárceles y Establecimientos de Corrección Nacionales, por decreto del Poder Ejecutivo (1926) y la constitución de la Dirección e Inspección de Cárceles de los Territorios Nacionales dependiente del Ministerio de Justicia, creada por el Acuerdo General de Ministros en 1931 (Silva, 2012).34

La promulgación en 1922 del nuevo código penal significó un importante cambio en los discursos penitenciarios.35 Según Levaggi marcó el punto culminante del proceso de integración de las normas penales en un solo cuerpo orgánico. Asimismo redujo las penas privativas de la libertad, que en el código de 1886 eran cuatro tipos, a sólo dos: reclusión y prisión.36 De esta manera, el penitenciarismo de esa etapa siguió los lineamientos establecidos por los congresos internacionales de fines del siglo XIX, tendientes a la simplificación de las penas privativas de la libertad. El nuevo código también impulsó la construcción de las dos penitenciarías provinciales más importantes de los años 1920 y 1930: las “cárceles modelo” de Tucumán en Villa Urquiza y de Santa Fe en Coronda, inauguradas en 1927 y 1933 respectivamente. Aquellos establecimientos, que se erigieron efectivamente en modelos institucionales por algún tiempo, tuvieron direcciones preeminentemente de “hombres prácticos”. Como evaluación general del código, Zaffaroni sostiene que, además de abolir la pena de muerte y de introducir la condenación y la libertad condicionales, “escapó a la influencia positivista del ambiente, siendo escueto y racional”. Tuvo además el mérito de unificar la legislación penal, antes escindida entre la ley 49, el código de 1886 y las sucesivas reformas posteriores.37 En suma, facilitó el desarrollo de la dogmática jurídica, aunque fue atacado por juristas positivistas inmediatamente después de su sanción, quienes, en diversas ocasiones, intentaron modificarlo a través de leyes complementarias impulsadas por la policía de la Capital. Entre 1924 y 1928, durante la presidencia de Alvear, se enviaron al Congreso tres proyectos de estado peligroso y ninguno fue aprobado (Zaffaroni, Alagia y Slokar, 2005: 253).38

Uno de los mayores hitos en la historia del penitenciarismo argentino fue, sin dudas, la aprobación de la ley n°11.833 de “Organización carcelaria y régimen de la pena” y la creación de la Dirección General de Institutos Penales (DGIP), mediante la cual comenzarían sendos procesos de profesionalización y centralización de los sistemas penitenciarios federal y provinciales, aunque con muy diferentes tiempos.39 Córdoba ya contaba con una Dirección General de Cárceles de la Provincia (DGCP) desde 1929,40 mientras que en Buenos Aires se creó la Dirección General de Establecimientos Penales (DGEP) en 1937.41 En Santa Fe se concretó en 1948 y en Tucumán en 1950.42 El proceso de centralización y profesionalización fortaleció tanto a los penitenciaristas provenientes de una formación jurídica como a los prácticos formados en el ejercicio de la profesión. Los primeros directores de la administración penitenciaria federal fueron Juan José O’Connor (1933-1937), José María Paz Anchorena (19371941) y Eduardo Ortiz (1941-1946), todos ellos juristas y con largas carreras en la administración de la justicia. Esto señaló los comienzos de una paulatina profesionalización que conduciría a la formación del personal y una normativa de ejecución penal de alcance nacional. En sus respectivos mandatos los directores de la DGIP profundizaron las tareas conducentes a cumplir con los objetivos que debían guiar al penitenciarismo: educación moral e instrucción práctica, aprendizaje de un oficio y el sometimiento a un régimen disciplinario que inculcara los hábitos necesarios para la reinserción social del penado. Como sostiene Silva, el discurso penitenciario mantuvo a la educación, el trabajo y la disciplina como “los pilares que garantizarían el éxito de las instituciones carcelarias argentinas”, aunque no habría que olvidar el peso de la religión.43

Con la creación de la DGIP, el Instituto de Criminología fundado por José Ingenieros fue sustituido por un Instituto de Clasificación pensado para aplicar correctamente la individualización de la pena mediante el estudio de la personalidad de cada penado y su “grado de readaptación”. Un anexo psiquiátrico estaría encargado de formular aquellos diagnósticos.44 Otros notables cambios en el saber penitenciario comenzarían a operarse tras la aprobación del régimen progresivo de la pena, el comienzo de una incipiente profesionalización de los penitenciarios y la creación de organizaciones centralizadas a nivel nacional y provincial. La ley n°11.833 estableció cinco grados para condenados a más de tres años. Por lo demás, en lo que respecta al pensamiento criminológico, el positivismo continuó por las sendas marcadas desde comienzos del siglo XX: dominio en lo discursivo y en parte de la academia pero menor repercusión en las cárceles, en los órganos representativos y en la codificación penal.45 La mayor expresión del dominio discursivo –que fue continental– fue el Primer Congreso Latinoamericano de Criminología, celebrado en Buenos Aires en 1938. Mientras tanto, en las cárceles, el dominio de los juristas y de los prácticos parecía irreversible. Los siguientes cambios discursivos, que quedan fuera del presente análisis, se produjeron a partir de la militarización de la estructura penitenciaria impulsada por el “Estatuto del personal penitenciario” (1946) y la administración de Roberto Pettinato al frente de la DGIP (1947-1955).46 La militarización se materializó en la imposición de uniforme y grados militares al personal penitenciario y la denominación de “cuerpos” y “unidades” –términos castrenses– a los empleados y a las cárceles. Los gobiernos dictatoriales de las décadas de 1960, 1970 y comienzos de los años ’80 profundizaron aquel proceso de abandono definitivo del carácter civil que originalmente había tenido el personal penitenciario.47

Breves reflexiones a modo de cierre

En este fugaz repaso se ha pretendido reflexionar sobre la constitución de un campo de saber específico, con la intención de abarcar más allá del lapso central de influencia del positivismo (1890-1920), período en el que, además, se ha concentrado buena parte de la historiografía específica reciente. Este tipo de aproximación abarcativa ha permitido mostrar que, en la configuración de un saber penitenciario argentino, hubo elementos centrales que precedieron al positivismo y otros que lo sucedieron. En el largo lapso transcurrido entre el dominio clásico del saber penitenciario hasta el advenimiento del peronismo, los discursos analizados mostraron cuatro momentos diferenciados. El primero transcurrió desde los albores revolucionarios hasta la sanción de la Constitución nacional y se caracterizó por ser netamente declamativo, de cuño clásico con impronta de antiguo régimen. Sus protagonistas constituyeron aisladas voces y no consiguieron concretar ningún proyecto de renovación. Transformar el inveterado sentido tradicional de cárcel no sería una tarea simple.

En aquel sentido, los primeros pasos fueron dados en la década de 1850, luego de las sanciones de las constituciones de la Nación y de las provincias y la creación de la cátedra de Derecho Penal de la Universidad de Buenos Aires. Si bien los nuevos reglamentos de justicia y de cárceles de la confederación siguieron apegados al sentido punitivo tradicional, en la cátedra de Derecho Penal y parte de los sectores dirigentes, comenzó a cobrar fuerza un incipiente saber penitenciario. El sentido clásico dominó los discursos y orientó la construcción de los primeros ensayos de “cárceles penitenciarías”. No obstante, continuó una fuerte persistencia de la tradición punitiva que llegó a influir en la codificación penal, convivió con ella y llegó incluso al interior de los nuevos edificios penitenciarios. Junto a los intentos de extender la pena privativa de la libertad como pena principal pervivieron –aunque en retroceso– cepos, grillos, azotes, servicio de armas, trabajos públicos y pena de muerte.

En un tercer momento de conformación del saber penitenciario, que comenzó en la década de 1890 y se extendió hasta 1920, irrumpió con vehemencia el positivismo criminológico. En las tesis de jurisprudencia doctorales sobre temas penitenciarios comenzó a sustituir a la escuela clásica, aunque no completamente ya que los principios centrales del penitenciarismo siguieron siendo los “clásicos”: disciplina, trabajo, educación y religión, elementos indiscutibles al interior de los establecimientos penales. En 1924, el director interino de la Penitenciaría de Córdoba, Gabino Caballero, un caso singular por su larga experiencia en materia penitenciaria, afirmó que:

Se ha hecho en beneficio de los reclusos todo lo que es posible dentro de la sanción legal de la pena y de las disposiciones del reglamento vigente, tratándose de encaminarlos hacia el bien mediante el ejemplo, la persuasión y el trabajo, para convertirlos en hombres útiles a la sociedad.

Creo firmemente Señor Ministro, que en esto estriba la síntesis de la ciencia carcelaria, de esa ciencia más humanitaria que positivista, que desde su precursor John Howard, en el siglo XVIII, hasta nuestros días, ha conseguido transformar en un proceso lento pero seguro, los cepos infamantes en instrumentos de labor y de esperanza y el odiado delincuente, no ya torturado ni envilecido, en hombre susceptible de reintegrarse a la vida libre redimido de sus culpas y de sus errores.48

Caballero era una voz autorizada en el tema ya que no sólo tenía veinticinco años de experiencia laboral penitenciaria, sino que además había trabajado en las instituciones más emblemáticas del país bajo las órdenes de prestigiosos directores: en el presidio de Ushuaia de Catello Muratgia, en la Penitenciaría Nacional de Armando Claros, en la Colonia de Menores de Marcos Paz y en la Penitenciaría de Rosario.49

Luego de la promulgación del código penal de 1922 y la sanción de la ley 11.833 se agregaron otros elementos esenciales del penitenciarismo: el gradualismo y la condena y libertad condicional, aportes normativos en los que contribuyó el positivismo mientras que sus prácticas criminológicas iban diluyéndose en el marasmo de la cotidianeidad penitenciaria. En estas décadas el penitenciarismo comenzó a ser entendido como parte accesoria de una cultura penal netamente codificada. A partir de entonces comenzó un posicionamiento privilegiado del saber “experimental” sobre las prisiones y un ascenso de los prácticos mientras continuaba decayendo la influencia positivista. El nuevo código unificó la ley penal, simplificó la escala de penas en general y de privación de la libertad en particular y posteriormente dio lugar a la ley 11.833.

Dicha ley, importante hito de la historia penitenciaria, dio inicio al proceso de afianzamiento del penitenciarismo con la creación de organismos centralizados a nivel nacional y provincial, la reglamentación de la ejecución de las penas, la instalación del gradualismo y de instituciones post-penitenciarias.

 

Notas

1 Para J.C. García Basalo, el “régimen penitenciario moderno” debe reunir cuatro condiciones fundamentales: arquitectura adecuada; personal idóneo; clasificación criminológica de los internos y un nivel de vida “humanamente aceptable en relación con el de la comunidad nacional” (García Basalo, J. C., 1955). Aquellas condiciones se montan sobre un discurso –que denominamos penitenciarista– que concibe a la privación de la libertad como pena central con finalidad resocializadora y educadora. Preguntarse por los orígenes del saber penitenciario implica indagar sobre quiénes y cómo fueron mon tando dichos elementos en aquella estructura discursiva y jurídicamente. Luego, por supuesto, restaría ver hasta qué punto pueden ser realizables dichos principios. Agradecemos los comentarios de Alejo García Basalo y la cortesía de habernos facilitado dicho artículo, entre otros.

2 Citado en Téllez Aguilera, 2011. Téllez agrega que el término derecho penitenciario “no ha gozado, ni goza, de unánime aceptación” (Téllez Aguilera, 2011: 9).

3 Sobre el desarrollo y los límites del positivismo criminológico en la Argentina, puede verse Núñez (2009).

4 José Ingenieros afirmó en 1911 que pocos temas eran “más tentadores para los incompetentes” que el del régimen carcelario y que era “difícil encontrar personas de alguna cultura que reconozcan su incompetencia en materia de organización carcelaria” (Bruno, 1939: 780). Recordemos también la famosa anécdota en torno a la “gran fuga” de 1923 de la Penitenciaría Nacional, jocosamente narrada por Arturo Jauretche: “En una ocasión, el doctor Juan P. Ramos, penalista famoso y que era director de la Penitenciaría Nacional –de la que acababan de escaparse catorce penados–, visitó la cárcel de Sierra Chica, acompañado de un grupo de penalistas extranjeros. A medida que recorrían el estableci miento, el doctor Ramos contestaba a las preguntas técnicas de los visitantes con reflexiones despectivas sobre el manejo del mismo. El director de la cárcel, que era un modesto paisano de Olavarría, iba juntando rabia y así fue que ante uno de los juicios de Ramos, explotó diciendo: —¡Vea, señor; aquí no sabremos mucho de esa ciencia que usted sabe, pero los presos no se me escapan de a catorce como le ha pasado a usted!” (González Alvo y Núñez, 2016).

5 Jorge Núñez señaló una crítica similar en el caso español tomando como ejemplo los veinticinco años de labor de Fernando Cadalso como inspector general de prisiones (Núñez, 2014). En 1975, García Ramírez sostenía que “ciertamente no es el penitenciarismo, ni quiere serlo, quehacer de gabinete o de salones (...)[Es] un oscuro desempeño, tan oscuro como la materia misma sobre la que se vuelca: porque se trabaja en el mismo almacén de la patología, el abandono y la tristeza, y a veces su ejercicio se paga con la vida: así ocurrió en el principio de estas cosas, en aquella olvidada prisión de Crimea [se refiere a la muerte de John Howard en 1790]” (García Ramírez, 1975: 22)

6 Para un análisis de los discursos y prácticas penales de la primera mitad del siglo XIX puede verse Ba rreneche (2001).

7 Sobre el empleo del término panóptico aplicado a las construcciones penitenciarias, puede verse García Basalo, A. (2013).

8 Sobre San Martín y las cárceles puede verse García Basalo, J.C. (1954). Cabe aclarar, no obstante, que San Martín era un hombre de la cultura jurídica tradicional. Sobre las lecciones de Alcántara de Somellera, cabe aclarar que la Universidad de Buenos Aires no tuvo cátedra de derecho penal hasta 1856, de allí que se dedicase parte de las lecciones de derecho civil al penal.

9 El “Reglamento para las cárceles de las ciudades y villas del territorio federalizado, acordado por el Superior Tribunal de Justicia” tenía 47 artículos y se dividía en 6 partes: régimen interior, comunicación exterior, de las penas, del alcaide, del alguacil mayor y de la guardia. Registro Oficial de la República Argentina que comprende los documentos espedidos desde 1810 hasta 1873. Tomo Tercero. 1852 a 1856, Buenos Aires, Imprenta La República, 1882, pp.193-195.

10 El Nacional, Buenos Aires, 25-08-1866, citado en Levaggi (1995: 14)

11 Los elementos inmovilizantes fueron abolidos en las provincias en las décadas de 1880-1890 e incluso a comienzos del siglo XX. La abolición del cepo en Tucumán se realizó junto la quema de los aparatos en las plazas públicas (González Alvo, 2013: 27). Según denunció el diputado jujeño Benjamín Villafañe, el cepo continuaba siendo usado en Jujuy en 1917. Caras y Caretas, 28-7-1917, n. 982, p. 53.

12 En el Reglamento de Justicia de Catamarca (1856), el artículo 132 indica que, ante la negativa de un testigo a comparecer, sería “apremiado a ello con prisiones en estado de incomunicación hasta que de la declaración que se le pide, amonestándole antes en nombre de la justicia”. Este mismo reglamento hace referencia a su alcance a toda persona “cualquiera sea su clase o rango” pero no a eclesiásticos y militares, sujetos a sus respectivas justicias.

13 Letrado patrocinante: José Pacheco Gómez. “Expte. Obrado a instancia de vários indivíduos de La zumaca portuguesa Ntra. Sra. De los Dolores”. Citado en Levaggi (2002: 33)

14 El Curso de Derecho Criminal de Tejedor (1860) fue la base del primer proyecto de código penal para la provincia de Buenos Aires (1866-1867) y del código penal que entró en vigor a nivel nacional en 1887. Junto al Curso de derecho penal de Manuel Obarrio, publicado en 1884, fueron los principales textos expertos hasta fines del siglo XIX. Sobre la conformación de un saber penal puede verse Sozzo (2009).

15 Durante el siglo XIX, entre el 80 y el 90% de las tesis doctorales en jurisprudencia versaron sobre derecho civil. El porcentaje restante incluyó temas de derecho penal, fundamentalmente el debate en torno a la abolición de la pena de muerte (Zimmermann, 1999). Cabe destacar que algunos tesistas que escribían sobre la pena de muerte mencionaban la reforma penitenciaria como el camino hacia la abolición. Ejemplo de ello, entre muchos otros, son la tesis de Marco Avellaneda (1834) y Antonio Cruz Obligado (1850). Similares argumentaciones se producen en Uruguay (Fessler, 2012), Chile (León León, 2003a) y Brasil (Neder, 2017), por citar algunos ejemplos.

16 Entre 1858 y 1887 cinco profesores ocuparon la cátedra de Derecho Penal y Mercantil. Carlos Tejedor (1856-1858 y 1861-1864), Ángel Navarro (1858-1861), Miguel Esteves Saguí (1864-1872), Gregorio Pérez Gomar (1872) y Manuel Obarrio (1872-1887). En 1887 se separa la cátedra de Derecho Comercial (queda a cargo de Obarrio) y la Cátedra de Derecho Penal es delegada a Norberto Piñero. Su discurso inaugural para el curso de 1887 marcó el inicio del predominio positivista en materia penal (Levaggi, 1978).

17 El listado de tesis de la etapa es el siguiente: Larrain, Nicanor (1869), Sistema penitenciario en la República Argentina; Terán, Juan Manuel (1874), Sistema penitenciario; Alsina, Fermín (1877), Sistema penitenciario; Latorre, Aniceto (1877), Pena de penitenciaría. Otra tesis que tocó tangencialmente el tema fue la de Del Piro, Antonio (1878), Estudio sobre los delitos y las penas. Durante este período se presentó la primera tesis que toca el tema en la Facultad de Medicina: Maldonado, Tomás (1874), Higiene de cárceles y presidios.

18 Cabe aclarar que algunos tesistas, como Fermín Alsina, si bien creían en el libre albedrío, también consideraron a la delincuencia como un estado patológico. Alsina sostuvo que “el hombre es libre y puede por lo tanto obrar bien o mal (...) La criminalidad tiene pues por causas, entre otras, la ignorancia y la ociosidad”, sin embargo luego agregó que “la edad y el temperamento, contribuyen en mucho al desarrollo de la criminalidad. Con la edad y el clima las fuerzas físicas y las pasiones toman cuerpo, notándose que el mayor número de delincuentes varía desde los 16 a 35 años. La criminalidad es por lo tanto un estado patológico de las sociedades y ella, como las enfermedades de los individuos, varían de acuerdo con sus diversas organizaciones”. (Alsina, 1877: 9-10). Alsina estuvo influido principal mente por autores francófonos de la décadas de 1830 a 1850. En su tesis citó a Louis Marquet-Vasselot, Guillaume Ferrus, Léon Faucher, Charles Lucas y Camille Breton.

19 En el mismo momento que Larraín escribía su tesis, la Argentina arrasaba, junto a Brasil y Uruguay, al vecino Paraguay en la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870). Es célebre la imagen de los “voluntarios” enviados encadenados a luchar en la guerra. Quedó inmortalizada en un recibo de un herrero catamarqueño que decía: “Recibí del gobierno de la provincia de Catamarca, la suma de 40 pesos bolivianos por la construcción de 200 grillos para los voluntarios catamarqueños que marchan a la guerra contra el Paraguay” (Pomer, 1971).

20 Burgos, Ramón (1879), Estudio comparativo del sistema penitenciario argentino. Santamarina, Ra món (1883), Sistema penitenciario en la República Argentina. Tahier, Amador (1883), Estudio sobre los sistemas penitenciarios y sus reformas. Entre 1883 y 1889 se presentan otras siete tesis que tocan tangencialmente el problema del sistema penitenciario. Van Gelderen, Manuel (1883), Estudio sobre las penas; Castro, Rafael (1880), Estudio sobre la penalidad; Masón, Enrique (1880), De las penas; Seguí Juan Francisco (1884), Sistemas penales. Investigación sobre el origen y fundamento del derecho de castigar; Quevedo, Argentino (1886), Ligeras reflexiones sobre las penas; Carreras, Felipe (1887), De la pena en general; Ceballos, José (1888), De las penas. Asimismo se presenta la primera tesis que toca el tema en la Facultad de Ingeniería: Sarhy, José (1886), Cárcel correccional para 300 detenidos.

21 Intereses Argentinos, 05-08-1868. Citado en Levaggi (2002: 61-62).

22 La mayor parte de las trasformaciones mencionadas se concentran en la Capital Federal, las provincias de la pampa húmeda y el litoral, que concentraban las tres cuartas partes de la población del país hacia 1895 y, hacia 1906, el 81% de la población encarcelada. Paralelamente, el impulso de de las agroindustrias del azúcar y del vino acercó a las provincias del noroeste y del cuyo a los beneficios del modelo agroexportador y permitió un considerable crecimiento fiscal, base de la ampliación estatal. Cabe mencionar, no obstante, que Mendoza inicio su reforma penitenciaria décadas antes de su salto económico de fines de siglo. Puede verse García Basalo (2006 y 2017).

23 Siguiendo a Salvatore y Cesano, entre otros, podría afirmarse que la influencia del positivismo criminológico permaneció hasta mediados del siglo XX. Si bien “a partir de la década del treinta, esta concepción comenzó a perder fuerza; sobre todo con la crítica realizada por Sebastián Soler. Sin embargo, la persistencia de algunas de sus ideas –como sucedió con la ideología subyacente a la cuestión carcelaria o en la materia que aquí se aborda [la cuestión indígena]– parece innegable” (Cesano, 2011: 19).

24 Oscar Terán, en sus últimos trabajos, reemplazó la categoría de análisis positivismo por cultura científica. Sobre esta elección, Paula Bruno sostiene que no descartó la noción de positivismo sino que “fueron un cambio interpretativos los que habilitaron la convivencia de términos para describir la escena cultural de la época” (Bruno, 2015: 193). La cultura científica estaría “encarnada en una serie de intervenciones que se amparan en el prestigio de la ciencia para dotar de legitimidad a sus argumentos”. Esa categoría le habría resultado preferible a positivismo por ser más abarcativa, “lo que se debería no solamente a las distancias existentes entre Comte, Spencer y sus lectores argentinos, sino también a que se considera al ‘movimiento positivista’ como un espacio en el que convivieron distintas tendencias” (Bruno, 2015: 198-199).

25 Algunas de esas tensiones en otras penitenciarías argentinas construidas a fines del siglo XIX y comienzos del XX pueden verse en García Basalo, J.C. (1988), Cecarelli (2009), González Alvo (2013), Luciano (2014). Para Buenos Aires y Mendoza, los ya citados García Basalo, J.C. (1977), Caimari (2004) y García Basalo, A. (2006, 2017).

26 Durante la década de 1860 y hasta la sanción del primer código penal nacional en 1886 casi todas las provincias adoptaron provisoriamente el proyecto de Tejedor. Sin embargo, aquel texto no constituía una única fuente de derecho sino que era una más junto a otras como, por ejemplo, las Siete Partidas (siglo XIII).

27 Para el caso cordobés puede verse Luciano (2014).

28 Al respecto puede verse el notable esfuerzo abarcativo presentado en García Basalo (2017).

29 Podría considerarse la posibilidad de que, en las provincias que aún no podían costear la construcción de nuevos edificios, los principios del penitenciarismo hubieran comenzado a aplicarse en locales no construidos bajo la arquitectura penitenciaria aunque resultaría difícil de demostrar.

30 Para un análisis histórico de la estadística penitenciaria puede verse Olaeta (2017).

31 El censo carcelario de 1951 dio un total más bajo que el de 1932: 11.413 (Olaeta, 2017: 10).

32 Después del censo de 1906, durante casi todo el siglo XX la tasa de encarcelamiento se mantuvo debajo de las 100 personas encarceladas cada 100.000 habitantes. Desde comienzos del siglo XXI, Olaeta señala que “la población total fue creciendo sostenidamente hasta el año 2005, momento en el que se estabiliza hasta el 2008 y, a partir, de allí, vuelve a crecer periódicamente hasta alcanzar los 72.693 detenidos registrados en 2015, lo que significa una tasa de 169 cada 100.000 personas, pico máximo en toda la serie estadística (Olaeta, 2017: 15). A fines de 2016 había 76.261 personas privadas de la libertad (175 cada 100.000). Informe Ejecutivo del Sistema Nacional de Estadística sobre Ejecución de la Pena (SNEEP), Buenos Aires, 2016, p. 4. Es de suponer que la población encarcelada superará las cinco cifras dentro de muy poco tiempo.

33 Siguiendo a Cesano y Caimari podemos afirmar que los ensayos más notables de aplicación de las ideas del positivismo criminológico estuvieron concentradas en puntos específicos tales como la Peni tenciaría Nacional o el Reformatorio de Marcos Paz (Caimari, 2004; Cesano, 2009).

34 Los gobernadores de los territorios nacionales tuvieron funciones de superintendencia de las cárceles federales hasta la creación de la Comisión de Superintendencia de Cárceles en 1926 (Navas, 2009: 3). Tal atribución provenía de las Comisiones de Vigilancia y Construcción de las Cárcel de los Territorios Nacionales, integrada por gobernadores, directores de cárceles y fiscales, creadas en 1902.

35 Levaggi advierte, sin embargo, que “pocos años después, y cada vez más a medida que transcurría el tiempo, no sólo sufrió modificaciones, sino que aparecieron a su vera numerosas leyes que han pues to al derecho penal en un estado de disgregación normativa, reñida con el concepto de codificación” (Levaggi, 1978: 204).

36 El código de 1886 contenía cuatro penas privativas de la libertad: presidio, penitenciaría, prisión y arresto. Constituía, a su vez, una simplificación del modelo bávaro, ya que, como ha señalado Zaffaroni, suprimió la pena de cadenas bávara, combinándola con la de presidio. La pena de fortaleza también fue suprimida, la pena de casa de trabajo equivalía a la pena de penitenciaría y la pena de prisión era equivalente en ambos textos. Cabe aclarar que, en el caso argentino, había muy poca diferencia entre la ejecución de las cuatro penas ya que todas se ejecutaban en los mismos espacios. Algo simi lar ocurrió después de 1922 por la falta de establecimientos: “en la realidad penitenciaria la ejecución penal [de la reclusión] fue siempre exactamente la misma que para la prisión” (Zaffaroni, Alagia y Slokar, 2005: 938).

37 La ley 49 era “el listado de tipos de delitos federales sin parte general. La parte general y los delitos de competencia ordinaria quedaban sometidos a una especie de common law regido por las viejas leyes españolas coloniales, en todo lo que no fuera incompatible con la Constitución Nacional, según juris prudencia de la primera Corte Suprema de Justicia de la Nación” (Zaffaroni, Alagia y Slokar, 2005: 248-249).

38 El concepto de peligrosidad, enunciado en 1877 por el criminólogo italiano Raffaele Garofalo bajo el término temibilitá, fue definido como “la relevante capacidad de un sujeto de ser, con probabilidad, autor de un delito”. Las mayores polémicas jurídicas se desataron en torno a los proyectos de legislación contra la peligrosidad-pre delictual. La cita corresponde a otro criminólogo italiano, Filippo Grispigni, y fue tomada de Luis Carlos Pérez (1946: 237-238). Sobre Grispigni y su relación con el derecho penal fascista puede verse Muñoz Conde (2014).

39 La ley n° 11.833 ley fue reglamentada en 1947 mediante el decreto-ley 412/58, “Ley Penitenciaria Nacional”, complementaria del código penal (Marcó del Pont, 1975: 29). Aquel decreto, según Silva, sentó las bases del proyecto penitenciario peronista. Si bien la administración penitenciaria justicialis ta continuó con los principales lineamientos vigentes hasta entonces, “le imprimió a la legislación sus propias concepciones de la pena: garantizó el bienestar de las familias de los penados, creó nuevas divisiones en la estructura administrativa, implantó un régimen especial para presos próximos a recuperar la libertad y creó la Escuela Penitenciaria de la Nación” (Silva, 2012b: 62).

40 La DGCP estaba a cargo del director de la Penitenciaría, con superintendencia sobre esa institución y todos los establecimientos penales de Córdoba: las cárceles de encausados de Rio Cuarto, Villa María y San Francisco y los asilos de menores y mujeres de la capital y de Rio Cuarto. Su reglamento, diseñado por el primer director, el doctor Andrés Rampoldi, fue aprobado al año siguiente mediante decreto n° 4.437. Archivo de Gobierno de la Provincia de Córdoba (AGPC), Gobierno, 1930, t. 1, pp. 800-801.

41 Decreto del gobernador Fresco, complementario de la Ley 4555 “Autorizando al Poder Ejecutivo a invertir una suma de dinero para el cumplimiento del plan de racionalización de cárceles”, 1937).

42 Las provincias de Jujuy y Entre Ríos sancionaron sus leyes de centralización en 1952. Agradecemos la información a Alejo García Basalo.

43 Para un estudio reciente de la importancia de la religión en la gobernabilidad de las cárceles puede verse Mauricio Manchado (2015b).

44 Para los individuos con condenas menores de tres años, la DGIP “determinaba el establecimiento donde debía cumplirse la condena. El cumplimiento de esta premisa dependía de la construcción de nuevas cárceles y también de la diferenciación de funciones. En lo inmediato no se pudo poner en práctica este objetivo de la ley por la carencia que sufría el sistema penal en materia edilicia” (Silva, 2013: 99-100).

45 En 1937 Eusebio Gómez y Jorge Eduardo Coll elevaron al congreso, a pedido del ejecutivo, un proyec to de código que, según Zaffaroni, poseía una clara tendencia peligrosista pero no llegó a ser conside rado por las cámaras.

46 Decreto 12.351 “Estatuto del personal penitenciario” (10 de octubre de 1946). El primer conside rando especifica que “el personal afectado al servicio de los Institutos Penales de la Nación ha sido excluido del Estatuto del Servicio Civil”. Boletín Oficial de la República Argentina, 21 de noviembre de 1946. Agradecemos a Alejo García Basalo la remisión del decreto.

47 Otro hito de la historia penitenciaria argentina fue la sanción de la “Ley Penitenciaria Nacional” en 1958, la cual, por cuestiones cronológicas, ha quedado fuera de este análisis. Poco tiempo antes, a nivel internacional se habían dictado –con participación de Juan Carlos García Basalo y Roberto Pettinato– las Reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos, durante el Primer Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente, celebrado en Ginebra, Suiza, en 1955.

48 Gabino Caballero fue jefe de guardiacárceles y director interino de la penitenciaría cordobesa en dos ocasiones, en 1922 y en 1924-1925. AGPC, Gobierno, 1925, t. 36, f. 374-375.

49 AGPC, Gobierno, 1925, t. 36, f. 374-375. Agradecemos los comentarios de Juan Gabriel González.

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