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Delito y sociedad

versión impresa ISSN 0328-0101versión On-line ISSN 2468-9963

Delito soc. vol.26 no.44 Santa Fé nov. 2017

 

DOSSIER

Políticas de policía y gobiernos de izquierda. El caso de Uruguay

Police policies and left governments. The case of Uruguay

 

Rafael Paternain

Universidad de la República / rafaelpaternain@gmail.com

Recibido: 20/03/2017
Aceptado: 01/05/2017


Resumen

Durante los últimos lustros, nuestra región ha tenido ejemplos sobrados de reformas policiales. El atraso institucional, la corrupción, la connivencia con la criminalidad organizada y las modalidades de gestión basadas en la violencia y el abuso, han estado en la base de los impulsos de transformación. En el Uruguay, la policía no ha sido una preocupación prioritaria en materia de gestión pública. Al contrario, desde siempre se ha asumido que la misma es el actor principal de la seguridad y en ella se han delgado las funciones esenciales para la prevención y el control del delito.

El presente artículo sintetiza una investiga ción que se realizó en el marco del proyecto Clacso “Giro a la izquierda y política policial en América del sur (Un abordaje comparativo)”. A lo largo de las páginas que siguen, se buscará describir los principales hitos en materia de política de policía durante los dos primeros gobiernos del Frente Amplio, comparando los distintos momentos y situando el sentido general que los cambios han adquirido.

Palabras clave: Policía, gestión púbica, reforma, delito.

Abstract

During the last few decades, our region has had examples of police reforms. Institutional backwardness, corruption, collusion with organized crime and management modalities based on violence and abuse have been at the base of transformation impulses. In Uruguay, the police have not been a priority con cern in the area of public management. On the contrary, it has always been assumed that it is the main player of security and that the essential functions for the prevention and control of crime have been slim.

This article summarizes an investigation carried out in the framework of the project “Turn left and police policy in South America (a comparable approach)”. Throughout the following pages, it will be sought to describe the main milestones in police policy during the first two governments of the Frente Amplio, compared to the different moments and placing the general sense that the changes have acquired.

Keywords: Police, pubic management, reform, crime.


 

1. Inseguridad, izquierda y policía

El país más seguro de América Latina enfrenta los retos de la violencia y la criminalidad. La sociedad con tradicionales niveles de integración tiene el enorme desafío de administrar la desigualdad y amplias zonas de vulnerabilidad. Uno de los sistemas institucionales más sólidos de la región ostenta dispositivos de seguridad añejos, disfuncionales e inequitativos.

Al día de hoy, Uruguay ocupa en la región un lugar positivo en materia de indicadores de delitos. Sin embargo, la comparación con su propio proceso nos revela la profundidad del deterioro. Durante los últimos lustros, los delitos contra la propiedad han registrado un fuerte crecimiento en nuestro país. No todos lo han hecho en un mismo momento ni en un idéntico territorio. Con cada crisis socioeconómica, los hurtos y los daños se han multiplicado. Por su parte, las rapiñas comenzaron a aumentar en 1995 y desde ese entonces no se ha detenido su proceso ascendente. Las tasas más altas de estos delitos se han ubicado en Montevideo, aunque los cambios más significativos han ocurrido en el interior del país, en especial por las transformaciones demográficas y criminológicas sufridas en Canelones y Maldonado (gráfico 1).


Grafico 1. Homicidios, hurtos y rapiñas

En este sentido, las encuestas que miden la cantidad de personas que han sido víctimas de un delito contra la propiedad durante un tiempo determinado, nos muestra un porcentaje que oscila entre el 20 y el 30% de los encuestados y sus familias. Si bien ese número no ha tenido grandes cambios en los distintos estudios recientes, la comparación regional revela en el Uruguay un alto porcentaje de victimización contra la propiedad.

Por su parte, con el paso del tiempo, las tasas de homicidios han comenzado a ser más altas en Montevideo que en el interior del país. Del mismo modo, ha aumentado su peso en las zonas más deterioradas socioeconómicamente. Las armas de fuego participan en casi el 70% de los casos, y los jóvenes y adolescentes varones son las víctimas mayoritarias.

Cuando en el 2005 el Frente Amplio accedió al gobierno nacional, se conjugaron al mismo tiempo tres procesos que fueron claves para comprender las alternativas posteriores:

  1. las denuncias de delitos –sobre todo los más violentos– venían en franco crecimiento, lo mismo que las percepciones de inseguridad;
  2. la estructura policial mostraba desorganización, falta de inversión en equipamiento e infraestructura, niveles de corrupción, deterioro salarial, formación militarizada e inexistencia de expectativas reales de carrera;
  3. el Frente Amplio llegaba a la conducción de la seguridad sin diagnósticos claros y sin hojas de ruta precisas para enfrentar los retos de un ámbito desconocido, riesgoso y resistente a cualquier impulso transformador.

Mientras al inicio hubo que lidiar con la construcción de lógicas de confianza dentro de la interna policial, con la racionalización básica de los procesos de gestión, con la recomposición de una línea de trabajo policial más acorde con los principios profesionales, con la situación de emergencia del sistema carcelario y con las crecientes demandas de seguridad de grupos y organizaciones de la sociedad, la dinámica política se transformó en el Uruguay al ritmo de una ruidosa oposición partidaria, de un reposicionamiento de los medios de comunicación como reproductores y amplificadores de la inseguridad y de una sensibilidad colectiva cada día más afín a las seducciones punitivas. Han transcurrido más de diez años y las políticas de seguridad de la izquierda reciben evaluaciones muy negativas por parte de la ciudadanía. ¿Qué ha ocurrido durante estos dos periodos de gobierno? ¿Cuáles han sido los alcances de las medidas? ¿Qué profundidad ha tenido el impulso para la reforma de las instituciones, en especial de la policía? ¿Qué cambios sociales y culturales hay que registrar para comprender la profundidad de estos procesos?

1.1 La izquierda uruguaya y los desplazamientos ideológicos

Antes de narrar esta historia, es necesario hacer escala en algunos puntos cruciales. El primero de ellos, tiene que ver con los alcances político-ideológicos del Frente Amplio como coalición de grupos y partidos de centro-izquierda. Según muchos observadores, la izquierda uruguaya sufrió relevantes transformaciones durante los noventa y principios de los dos mil, que le permitieron acceder por primera vez al gobierno nacional con una agenda ambiciosa y cuidadosamente trabajada. Elección tras elección, el Frente Amplio fue ganando adhesiones ciudadanas, hasta llegar a ser mayoría en 1999. Derrotado en esas elecciones en segunda vuelta, hubo que esperar cinco años más para el triunfo de Tabaré Vázquez con mayoría absoluta. Para la opinión generalizada, ese camino se recorrió bajo la consigna de la moderación política y de un programa de gobierno que buscó el “centro” (Garcé y Yaffé, 2005).

Durante los primeros años de la década pasada, la izquierda uruguaya asumió que la crisis socioeconómica era el indicador más evidente del fracaso de las políticas neoliberales. Lo mismo ocurrió en muchos de los países de la región, y el llamado giro a la izquierda fue una realidad.

En el Uruguay este proceso tuvo sus particularidades. Un fenómeno curioso, que al día de hoy se mantiene a pesar del desgaste del ejercicio del gobierno, consiste en girar hacia el centro sin perder electores de la izquierda. La tradicionalización e institucionalización del Frente Amplio dentro del sistema de partidos han sido completas, y en este punto es posible hallar claves para desentrañar las relaciones del progresismo con la estructura policial (Moreira, 2009).

El segundo aspecto destacable se relaciona con la sustitución de los cuadros políticos tradicionales por nuevos elencos para la conducción de la seguridad. Por primera vez en la historia del país, los partidos tradicionales son desplazados del gobierno nacional, aunque manteniéndose sin cambios la estructura de élites de las instituciones policiales, penitenciarias y judiciales.

En este punto, la gestión del Frente Amplio ratificó el peso determinante de las élites partidarias para orientar las políticas de seguridad con marcada prescindencia de alianzas estratégicas con sectores y movimientos de la sociedad que le aportara otra perspectiva de construcción política. En consonancia con esta línea, desde la recuperación democrática hasta el presente, las recurrentes ofensivas del populismo punitivo (apenas puestas en suspenso entre 2005 y 2009) se plasmaron siempre “desde arriba”. En tercer y último lugar, hay que analizar los cambios en la cultura política, en los valores y en las representaciones de la sociedad con relación a la inseguridad. Durante esta última década de crecimiento económico y mejora de los indicadores sociales, hubo cambios silenciosos de notable magnitud. En este nuevo contexto, el Frente Amplio ha seguido creciendo con dificultades (sobre todo hacia abajo y en Montevideo), pero ha ido perdiendo peso entre los sectores medios-altos y altos. Es posible comprobar algunos desprendimientos de adhesiones a la izquierda entre los sectores más educados. Cuanto más ascenso social y seguridad económica, más reactivos se vuelven estos sectores hacia las acciones redistributivas (Moreira, 2009).

Pero también hay que reconocer las limitaciones para el crecimiento electoral hacia abajo, sobre todo en aquellos núcleos con baja educación y bajo nivel socioeconómico, que manifiestan signos fuertes de apatía y retracción política.

Todas estas transformaciones sociales que impactan sobre la distribución de las adhesiones político-ideológicas, también lo hacen sobre las representaciones de inseguridad. En tal sentido, las diferencias de clase y los atributos de los espacios habitados por ellas son claves para entender el alcance de los relatos sobre la seguridad. En espacios de proximidad propios de los barrios populares, en donde la inseguridad se configura de “abajo hacia arriba”, el peligro es “cercanía física y social con la amenaza”. Al contrario, en sectores medios y altos “los relatos marcan una mayor distanciamiento social y espacial, una referencia más genérica al problema, como la inseguridad jurídica, el cuestionamiento de la inseguridad y también la complicidad delito-subversión” (Kessler, 2009, 134).1

En la actualidad, los discursos sobre la inseguridad no reflejan una polarización sino un conjunto de desplazamientos dentro de una zona intermedia de alta preocupación por la problemática. A pesar del ascenso de la izquierda al gobierno nacional, el relato de las “causas sociales” de la violencia y el delito –cuya presencia podía advertirse con claridad en las encuestas de opinión durante los años de la crisis socioeconómica– es el que ha sufrido más impactos en estos tiempos de hegemonía conservadora.

Desde abajo hacia arriba, o a la inversa, todos los discursos sobre la inseguridad en el Uruguay se dirigen hacia la peligrosidad de los jóvenes de las clases populares. La droga ha jugado –y juega– un rol explicativo relevante (ya como sujeción a fuerzas incontrolables, ya como resultado de la acción organizada del narcotráfico), sólo eclipsada en el último tiempo por los argumentos vaporosos del “consumismo”. En este contexto, a diferencia de lo que sostienen ciertos operadores policiales y judiciales – con el aval de algunos académicos con pretensiones cientificistas–, casi ningún relato dibuja al delincuente como un “actor racional”, aunque cada vez son más extendidas las referencias al mal y a la noción de “irrecuperabilidad”.

Se está llegando a un momento en que amplios sectores de la sociedad todavía se afilian a las razones sociales que mueven al delito, pero también van cediendo sin conciencia a las necesidades de control, castigo y neutralización. El nuevo sentido común de la izquierda ve en esto una “síntesis”, una forma de asumir con madurez los desafíos de la seguridad. Sin embargo, esa operación está cargada de consecuencias, ya que se niegan las contradicciones, se ocultan los fracasos de las respuestas y se renuncia a una pedagogía política. Con esto, en definitiva, la hegemonía conservadora gana otra batalla.2

1.2. La Policía en el callejón

Según Alejandro Vila, la policía uruguaya ha atravesado por tres fases fundamentales (Vila, 2012). La primera de ella se remonta a sus orígenes y se caracterizó por una fuerte impronta clientelar. Los puestos de dirección fueron ocupados por figuras partidarias y la estructura organizativa sólo reconocía la feudalización, las asimetrías internas y la predominancia centralista de Montevideo sobre el resto de la institución. La segunda fase combinó los impulsos de profesionalización con el ascenso y consolidación del autoritarismo en el país. El mejor ejemplo de esta tendencia puede observarse con la Ley Orgánica Policial de 1971, vigente hasta febrero de 2015: esta ley articula la división según la descentralización territorial (a través de las Jefaturas de Policía) y la especialización funcional (a través de las direcciones nacionales). Durante este tiempo –que incluyó los años de la dictadura– la policía logró establecer un sistema de carrera y un reglamento de disciplina. La organización de corte burocrático-autoritario y la intervención sufrida por parte de las Fuerzas Armadas, permitieron la consolidación de una matriz que terminó devorando los reflejos civilistas del Ministerio del Interior, absorbió bajo mando policial la administración del sistema penitenciario, mantuvo su política de reclutamiento de personal no calificado y ejerció una serie de prácticas institucionales que la divorciaron de la sociedad. Salvo pequeñas modificaciones, las jurisdicciones policiales y la organización funcional perduran hasta hoy (Vila, 2012).

La tercera fase abarca todo el periodo que se abrió con la recuperación de la democracia. Entre incertidumbres y nuevas demandas, la policía uruguaya navegó durante estos años bajo la bandera de la resistencia corporativa. En ese trayecto, vio cómo se transferían responsabilidades de seguridad y vigilancia al sector privado, se dificultaba la renovación generacional, se empobrecían los salarios y retrocedía en los niveles de formación. También hay que reconocer los esfuerzos y las reacciones para revertir estas tendencias. Hubo iniciativas para compensar los déficits en el modelo de gestión, para actualizar el marco normativo y para procesar distintas reestructuras que mejoraran los resultados organizativos. La policía tuvo una apertura razonable a orientaciones de corte comunitario y una conciencia sobre la necesidad de profundos ajustes en su propuesta educativa. Por su parte, con los presupuestos de 2005 y 2010, y con las sucesivas rendiciones de cuentas, la crónica desinversión en seguridad comenzó a tener un giro radical: salarios, equipamiento, recursos de funcionamiento e infraestructura experimentan mejoras que habilitan nuevos márgenes de acción.

El núcleo central de la organización policial ha tenido escasas modificaciones durante los últimos cuarenta años. La persistencia de una identidad corporativa con fuerte inclinación a la “autonomía” y el arraigo de un modelo de gestión o “estilo de trabajo”, se muestran como los principales desafíos para una conducción política que pretenda imponer un nuevo paradigma en materia de seguridad ciudadana.

Como ya fue mencionado, la organización policial se divide en Jefaturas, que coinciden con los límites geográficos de los departamentos, y en direcciones nacionales con competencia en todo el territorio según su especialidad: identificación civil, migraciones, policía científica, caminera, inteligencia, bomberos, cárceles, drogas. También hay que mencionar a las direcciones nacionales orientadas a la propia institución: sanidad, formación, servicios previsionales o de promoción.

Al día de hoy, el país cuenta como más de 30.000 funcionarios policiales, lo que supone 1 efectivo cada 114 habitantes. Durante muchos años, la demanda social y política se volcó a la necesidad de “más funcionarios”, sin advertir que nuestro país poseía una de las tasas más altas de policías por habitantes. Es verdad que no todos los funcionarios cumplen con tareas propiamente policiales (prevención, control, investigación): sin contar a la policía aeroportuaria y a la prefectura nacional naval (policías que dependen del Ministerio de Defensa), el Uruguay cuenta con cerca de 22.000 funcionarios en labores estrictamente policiales: la relación ahora es de 1 efectivo cada 155 habitantes, más alta incluso que el promedio europeo y latinoamericano.3

El reclamo de más efectivos fue durante décadas el mecanismo privilegiado para eludir los agudos problemas de organización y gestión. En los últimos años, y en especial con el presupuesto nacional 2010-2014, las exigencias de más recursos para la obtención de resultados se han ido acallando.

La expansión ilimitada de la maquinaria policial obliga a un abordaje más calificado de sus problemáticas internas. Cuando la mirada sobrevuela la estructura y los recursos, de inmediato se advierten inequidades, atrasos, estancamientos, formas perimidas y zonas de amplia vulnerabilidad. Las motivaciones profesionales son muy bajas y las vocaciones para el ingreso muy débiles en comparación con las necesidades económicas. En general, el reclutamiento de los policías ha operado por redes familiares o clientelares, sobre todo entre las clases medias bajas y bajas. Una vez adentro, la estructura ejerce una fuerte estratificación por jerarquías y grados lo que produce un efecto de “diferenciación” que se traslada negativamente en las relaciones hacia “afuera”. Pero el rasgo más visible es la precariedad de los policías subalternos: bajos salarios, alto endeudamiento, sobrecarga laboral, sometimiento a regímenes horarios diversos, patologías de salud, etc. La lista podría ampliarse y revela formas de dominación y explotación dentro del campo burocrático que están muy lejos de ser inocentes.

La construcción de poder interno y los discursos corporativos marcaron las líneas de tensión entre la policía y el poder político.

Desde hace casi medio siglo, la policía uruguaya se ha aferrado a un modelo tradicional de gestión. Ese modelo se caracteriza por una serie de valores muy visibles: policialismo, belicismo, guerra entre ladrones y policías, estigmatización de los jóvenes pobres, etc. Pero también se destaca por sus rasgos organizacionales: concentración decisional (jerarquización y lógica del Estado Mayor), fragmentación funcional y nula coordinación entre la inteligencia, las operaciones y el desarrollo logístico, y construcción de carrera profesional asentada en valores castrenses y en el predominio de la antigüedad sobre el mérito y el desempeño.

El modelo tradicional ofrece otras singularidades: ausencia de controles internos eficientes y de mecanismos de rendición de cuentas a la ciudadanía, distribución deficiente de los recursos humanos (las funciones de apoyo terminan obstaculizando las funciones operativas), expansión de una suerte de derecho policial subterráneo4 y de formas variadas de abuso policial, investigación criminal excesivamente policializada (lo que impide un control especializado por parte de los fiscales o los jueces), etc.

En esta línea, el trabajo en las unidades seccionales, que constituye la esencia de la vinculación con la ciudadanía, es poco anhelado y de alto riesgo para construir carrera. Hace unos pocos años atrás, un estudio verificó que las comisarías de Montevideo tenían déficit de mandos medios y vacíos organizacionales muy importantes. Las prácticas extendidas de premiación y castigo en la asignación de recursos humanos dan como resultado que los territorios más favorecidos socioeconómicamente cuentan con mejores servicios, mientras que los más sumergidos ostentan los peores. La consecuencia más general de una organización sin planificación es la existencia de una alta tasa global de policías por habitantes y una notoria escasez de personal para muchas de las tareas cruciales en el territorio (Ministerio del Interior, 2009).

La matriz tradicional de gestión muestra una compleja estratificación de grados que no se corresponde con la escala salarial, lo que promueve incentivos espurios que alteran las necesidades del trabajo policial. También se observa una elevada rotación de mandos de conducción y escasa permanencia de este personal en las dependencias. Por su parte, a la ausencia de prácticas de planificación en los distintos niveles de la gestión, se le agregan las debilidades formativas en materia de investigación criminal. Pero hay más: este paradigma de la profesionalidad policial descansa en valores tradicionales masculinos, tales como la fuerza, el arrojo y la destreza física, por encima de la educación, la capacitación, el dominio de la tecnología y la disposición para el trabajo. A la hora de asignar tareas propiamente ejecutivas el peso de los estereotipos de género es determinante: en los últimos años, los ingresos de mujeres a la Policía se han incrementado, lo que implica un auténtico desafío para la cultura organizacional.

Una estratificación propiamente castrense –que separa a los “Señores Oficiales” del personal subalterno– ha tenido muchas dificultades para insertar con éxito la nueva lógica de la policía “comunitaria”, y para desprenderse del número de personas “procesadas” como el indicador de éxito de una gestión.

El modelo de organización de nuestra Policía está perimido. Un proyecto ambicioso de reforma debería comenzar primero por delinear las bases conceptuales del nuevo modelo, más tarde por analizar las necesidades en tecnología, recursos humanos y plataformas territoriales, y finalmente por trazar un plan de carrera asentado en la formación y el desempeño.

Sin embargo, sería peligroso no reconocer la acumulación de voluntad gubernamental para comprender e incidir sobre esas realidades. La izquierda en el gobierno ha sido particularmente consciente de estas demandas, y ha transitado por caminos variados, aunque en cualquier caso lejos de ese proyecto ambicioso de reformas que altere las claves estructurales de la reproducción de todo el sistema de seguridad. Las páginas que siguen estarán destinadas a describir estos vaivenes.

 

2. El gobierno de Tabaré Vázquez (2005-2009): entre la reorganización y el impulso

2.1. Los inicios

Con el arribo del Frente Amplio al gobierno en marzo de 2005, aparece un conjunto de desafíos para una gestión de naturaleza progresista. Las demandas sociales, la administración de los conflictos y la generación de espacios para transformaciones de mediano y largo plazo sobre una plataforma de base integral, exigen del nuevo gobierno equilibrios no siempre fáciles de alcanzar.

Se ha señalado con insistencia que el Encuentro Progresista-Frente Amplio no priorizó a la seguridad ciudadana dentro de sus lineamientos programáticos para las elecciones de 2004. Más allá del espacio que este tema tuvo dentro del programa de gobierno, es interesante analizar los capítulos dedicados a esta problemática: “Seguridad Ciudadana como derecho humano”, “Ministerio del Interior”, “Policía Nacional” y “Sistema Penitenciario”.

En esta división se revelaba una concepción política, que luego tendría consecuencias a la hora de evaluar los rendimientos del primer gobierno de izquierda. En este contexto, la seguridad se entendía como un derecho ciudadano y no meramente como un ejercicio estatal de una función esencial y sustantiva. Del mismo modo, se establecía con claridad la diferencia entre los roles de una secretaría de estado rectora de las políticas de seguridad y los de una institución policial responsable de la ejecución de las mismas. También se jerarquizaba la problemática carcelaria como una dimensión crítica a ser abordada bajo el imperativo de la “emergencia”.

El programa de gobierno del Frente Amplio en materia de seguridad tuvo algunas líneas de continuidad con el gobierno del Partido Colorado, pero sobre todo mostró fuertes rupturas. Fue un gobierno progresista el que delimitó las políticas del Ministerio del Interior y excluyó de sus competencias los factores de “prevención social”. En los años previos, el Programa de Seguridad Ciudadana –implementado con fondos provenientes del BID–, había trazado líneas de trabajo que hacían hincapié en la prevención, desarrollando tareas a través de la Dirección Nacional de Prevención Social del Delito y transfiriendo recursos a ONGs para sectores sociales en situación de vulnerabilidad y riesgo. Con la creación del Ministerio de Desarrollo Social estas actividades dejarían de cumplirse por Interior, y sobre todo pasarían a tener otro enfoque y saldrían de la lógica asistencialista bajo “tutela policial”.

Otra ruptura que se constató fue la diferenciación entre Ministerio y Policía. Esta yuxtaposición de roles se había visto agravada con el pasaje de una estructura civil del propio Ministerio a una de carácter policial durante la dictadura militar en los años setenta. Médicos, abogados, escribanos, contadores y personal administrativo, contaban con un “estado policial” que les confería ciertas características peculiares. Al ser todo “policía”, era muy difícil separar roles, responsabilidades y funciones. En su programa de gobierno, el Frente Amplio buscó restituir un modelo organizacional similar al que imperaba en la mayoría de los países, con una Secretaría civil y con estructuras subordinadas que no necesariamente fueran policiales.

La última ruptura importante desde el punto de vista programático se hallaba vinculada con el sistema penitenciario. La intención de pasar de un modelo represivo con endurecimiento de penas5 a otro que expone los derechos humanos violentados sistemáticamente en las condiciones de reclusión (hacinamiento, mala alimentación, insalubridad, alto índice de reclusión sin condena, entre otras) fue un claro giro en materia de seguridad.6

Por su parte, las “continuidades” programáticas pueden ubicarse en el plano de los propósitos por profesionalizar a la policía. Ello se vio plasmado con la mejora o ac tualización de los planes de estudio en todos los niveles de enseñanza, la creación de un centro de estudios metropolitano para el personal subalterno y la elevación de las exigencias de ingreso para los aspirantes a la función policial.

El programa del Frente Amplio también fue ambicioso en otras líneas de trabajo, tales como el fortalecimiento de la Dirección de la Policía (con la creación de una Dirección General de la Policía Nacional con nuevos cometidos), la reorganización territorial de la policía en un nuevo despliegue sobre diferentes criterios, la actualización de la Ley Orgánica Policial (vigente desde 1971 con escasas modificaciones), la aprobación de un código de ética policial e incorporación de tribunales de ética.

En definitiva, ya desde sus bases fundacionales en 1971, el Frente Amplio abogó por la desmilitarización de la Policía y su reintegro a las funciones civiles. Su programa de gobierno para el 2004 y sus primeros pasos en la gestión de la seguridad estuvieron marcados por la centralidad discursiva y práctica de los “derechos humanos” y por una propuesta programática claramente orientada a los problemas de la institucionalidad policial y penitenciaria.

Además de los ajustes de la estructura orgánica del Ministerio del Interior y de la Policía Nacional, el programa hizo énfasis en los asuntos propios de la carrera policial (ingreso, régimen de ascensos, formación, etc.).

También se asumió el grave problema del “servicio 222”, que habilita la contratación de efectivos de la Policía Nacional por parte de particulares para realizar tareas de protección y vigilancia fuera de sus horarios normales de servicio. Por último, no faltaron menciones a un conjunto de “problemas a mediano plazo”, entre los que figuraron la inteligencia policial, el relacionamiento internacional e Interpol, la calidad de la investigación criminal, el control de adquisición y tenencia de armas de fuego, entre otros.

 

2.2. La primera etapa

Más allá de los balances y de las dificultades programáticas iniciales, la llegada del Frente Amplio al gobierno nacional marcó cambios sustantivos en las políticas de seguridad. El eje de los derechos humanos condicionó la inspiración de todas las apuestas. Los planes contra el delito organizado tuvieron a partir de 2005 una clara expansión. La impunidad de los grandes y poderosos (militares, policías y civiles responsables de violaciones a los derechos humanos durante la dictadura, por ejemplo) sufrió, por primera vez en el ciclo democrático, rupturas insospechadas.

La gestión del Ministerio del Interior se destacó en estos rubros: eliminación de ingresos por redes clientelares y promoción de los mecanismos del concurso; designación de puestos de mando en función de perfiles profesionales; incrementos de las remuneraciones reales; redistribución de cargos para corregir desbalances y abrir posibilidades de ascensos; revisión y modificación de los planes de formación, con énfasis en la capacitación del personal subalterno; eliminación de normas de procedimiento policial en flagrante contradicción con las garantías de una democracia; priorización de las necesidades de equipamiento e infraestructura (sobre todo, en infraestructura penitenciaria).

La gestión del Ministerio del Interior durante el primer gobierno de izquierda estuvo pauta por la alternancia de ministros: José Díaz (01/03/05-08/03/07), Daisy Tourné (08/03/07-05/06/09) y Jorge Bruni (15/06/09-02/03/10). Todos ellos debieron enfrentar los desafíos de construir líneas de lealtad hacia el interior de la estructura policial y administrar las ofensivas mediáticas y políticas que se instalaron con fuerza en el escenario apenas asumido el gobierno de Vázquez.

El Ministro Díaz tuvo como primera tarea el armado del equipo de trabajo que estaría al frente de las jefaturas de policía departamentales y las direcciones nacionales de la policía uruguaya. En tal sentido, la disyuntiva se presentaba entre designar políticos de confianza (especialmente en las jefaturas, tal como lo prevé la Constitución de la República en su artículo 173) u oficiales de carrera, de acuerdo a la tendencia de los dos anteriores gobiernos. Esta última opción encerraba el riesgo de que muchos oficiales superiores no compartieran la línea política del nuevo gobierno. El reto no era menor, y se decidió por designar a oficiales ejecutivos –con la salvedad del departamento de Maldonado que se designó a una oficial administrativa de profesión abogada– al frente de las jefaturas. Cabe acotar que, ante el cambio de gobierno en 2005, muchos de los altos mandos policiales optaron por el retiro, lo que provocó un vaciamiento de las estructuras y una disminución del menú de opciones para seleccionar responsables de distintas dependencias.

El hecho se agravó por la escasa disponibilidad de oficiales en condiciones de ascenso con sus respectivos cursos aprobados, factor que llevó a aplicar medidas de excepción para la asignación de los destinos. En cuanto a los elencos asesores, se redujeron a un puñado de civiles, y en materia policial se dio fuerte respaldo a oficiales de carrera de reconocida trayectoria. Esta política fue bien recibida por la corporación policial, aunque ciertas modificaciones, introducidas posteriormente en los criterios de ascenso para los oficiales superiores7, generaron polémicas y malestar.

En sintonía con los postulados programáticos, en los primeros días de gobierno se derogaron dos decretos de la dictadura que ponían en contradicción derechos ciudadanos fundamentales: el decreto 690/980 que facultaba a la policía a conducir hasta sus dependencias a testigos o posibles implicados en hechos delictivos en “averiguaciones”, y el decreto 512/66 (modificado por el decreto 286/00) que permitían el ingreso de la policía con el consentimiento de sus propietarios a locales comerciales ocupados o instituciones de diverso tenor.

Ambas derogaciones produjeron resistencias internas y externas. La policía trasmitió falta de respaldo y de instrumentos legales para la actuación, y los partidos de la oposición alegaron debilidad del gobierno para combatir el delito. Estos primeros pasos y pulseadas fueron luego relevantes en la construcción de la imagen de la gestión de gobierno durante la presidencia de Vázquez.

Pero hubo otras iniciativas: desde el inicio, el Ministerio del Interior apeló nuevamente a la cooperación internacional. Luego de la experiencia del Programa de Seguridad Ciudadana (1998-2004), financiado por el Banco Interamericano de Desarrollo, se elaboró un proyecto de “Fortalecimiento Institucional” que contó con el apoyo de la Agencia Española de Cooperación Internacional y se proyectó una política territorial a través de las “Mesas Locales de Convivencia” (en este caso, bajo el auspicio del Programa de Nacional Unidas para el Desarrollo).

En su formulación inicial, el proyecto de “Fortalecimiento Institucional” apostó por una “reingeniería” de la Policía Nacional. Sus iniciativas más destacadas fueron sus recomendaciones para un nuevo sistema de enseñanza policial, la construcción de un centro para la formación unificada del personal subalterno, la incorporación de una estrategia participativa para la elaboración de una nueva ley orgánica policial y la introducción de un marco alternativo para la mejora de las relaciones laborales en el Ministerio del Interior y la Policía Nacional. Sin dejar de cumplir con sus objetivos originales, el proyecto de Fortalecimiento terminó sintonizando con las propuestas de transformación de la estructura técnico-política del propio Ministerio y con la estrategia volcada hacia la participación ciudadana.

En la misma dirección, el Ministerio del Interior suscribió en 2005 un convenio de cooperación internacional con el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, para crear las denominadas “Mesas Locales de Participación ciudadana”, pensadas como ámbitos abiertos e interinstitucionales de discusión, crítica y aporte sobre los principales problemas de la seguridad local. Nacía de esta manera un proyecto destinado a ensayar sobre la marcha una política de participación que se separara de la improvisación de las experiencias anteriores y que lograra estándares de calidad e impacto en un terreno cada vez más cercado por los discursos conservadores.

Las Mesas Locales fueron pensadas para el despliegue de una política en el territorio, el acercamiento de la gente, la priorización colectiva de problemas comunes, el estímulo de un modelo de policía comunitaria, el ejercicio estatal de la “rendición de cuentas” y la coordinación con otras instituciones públicas que también tienen responsabilidad en materia de políticas de seguridad. Los modelos de articulación local, que favorecen la asociación comunitaria, hacen de la prevención el eje decisivo, lo que supone estar a tiempo y disponibles, tener presencia constante, hacer pactos, alianzas, detectar liderazgos, para luego pensar en “fondos concursables” o “transferencias estatales” que favorezcan las iniciativas descentralizadas. Desde el principio se asumió que sin un go bierno integral del territorio no habría políticas eficaces de seguridad ciudadana.

Las Mesas Locales para la Convivencia y la Seguridad Ciudadana (así llamadas desde mayo de 2006), tuvieron entre sus objetivos principales los siguientes: apoyo, control y seguimiento para el mejoramiento en la eficiencia, eficacia e impacto de los servicios policiales brindados desde las unidades territoriales seccionales; promoción de mecanismos de articulación entre organismos públicos para la implementación de estrategias focalizadas en “prevención social” de la violencia y la criminalidad; coordinación de estrategias para la ejecución de acciones en materia de “prevención situacional” a partir de las cuales recuperar espacios públicos y alentar buenas prácticas de convivencia ciudadana.

En otros planos, durante los primeros dos años de gestión del Frente Amplio hubo que asumir los desafíos de la movilización ciudadana. En tal sentido, diversos sectores sociales realizaron piquetes o cortes de calle (el más recordado es el de los deudores agrícolas y la movilización de sectores de menores ingresos para la celeridad en el Plan de Emergencia), reivindicando la aplicación de medidas que atendieran sus necesidades. Del mismo modo, hubo manifestaciones en Ciudad Vieja y Centro, con rotura de locales, pintadas en bancos, quema de cubiertas, etc., en repudio a la visita del presidente norteamericano George W. Bush a la Argentina (noviembre de 2005) y Uruguay (marzo de 2007). Frente a ello, desde el Poder Ejecutivo se dieron señales claras, reprimiendo las conductas que alcanzaran situaciones de violencia o que impidieran la libre circulación de los ciudadanos.8

Por otra parte, como ya fuera mencionado, la situación del sistema carcelario ameritaba intervenciones de emergencia. En este marco, surge la ley de “humanización y modernización del sistema carcelario” del 2005. Discutida con aspereza y cuestionada con violencia por la opinión conservadora, esta ley es recordada por la liberación anticipada de una cantidad importante de reclusos con el objetivo de aliviar el peso del hacinamiento. Pero fue más que eso: permitió la redención de pena por trabajo y estudio, formó una bolsa de trabajo en la órbita del Patronato Nacional de Encarcelados y Liberados, instituyó sendas comisiones para la reforma de los códigos penal y procesal y creó un centro de atención a las víctimas del delito.

A pesar de la modestia de su pretensión –iniciar un proceso de descongestión del sistema– la ley generó una resistencia inusitada por parte de los sectores conservadores, quienes nunca repararon que, en los dos años posteriores a la promulgación de la ley, muchos delitos descendieron y la tasa global de victimización se mantuvo sin cambios. La ley de “humanización” tuvo profundos efectos discursivos, simbólicos y políticos que derivaron en la estigmatización de toda una gestión. El impulso contrafáctico y la fundamentación en clave progresista desataron involuntariamente una reacción conservadora que marcó los límites de lo pensable y lo decible en el debate público sobre la seguridad.

2.3. El impulso y su freno

El último día de febrero de 2007, el ministro Díaz abandonó su cargo. El 8 de marzo, Daisy Tourné asumió como la primera ministra del Interior en la historia del país. Su mandato tuvo rasgos singulares, en especial por sus cualidades carismáticas. La gestualidad frente a los íconos institucionales, la comunicación con la ciudadanía a través de Facebook o el carácter mediático de su gestión, dieron una impronta particular a la ministra. No obstante, en cuestiones programáticas su administración estuvo marcada por elementos materiales e ideológicos concretos de significativa importancia.

Desde el punto de vista institucional, se mantuvo la línea iniciada por el Dr. Díaz en materia de mejora salarial para los funcionarios policiales: en términos reales, en los escalones más bajos de la policía el aumento significó aproximadamente un 40% durante todo el periodo. También se llevó adelante una reforma de la seguridad social para el personal policial, atendiendo una postergada transformación de la Caja Policial9 –desde tiempo atrás en situación deficitaria– y del régimen de retiros y pensiones policiales. El servicio por concepto de “222”, una suerte de privatización de la seguridad pública, estableció mecanismos para el pago de aportes, lo que impactaría en el funcionario policial a la hora de su retiro. Además, se estableció una alianza con el Banco de la República Oriental del Uruguay para generar un préstamo “limpiasueldos” como paliativo del escaso poder adquisitivo de los policías por retenciones o deudas con empresas crediticias.

En lo organizacional, el mandato de Tourné también tuvo hitos sustantivos. En primer lugar, se creó la Dirección de Asuntos Internos como sólida estructura para la investigación de las irregularidades y corrupción policial, expandiendo a su vez el campo de trabajo hacia la demanda de aquellas quejas ciudadanas de malos tratos o deficitaria atención por parte de los funcionarios. En segundo lugar, se realizó una serie de transformaciones escalafonarias, atendiendo las inequidades de la carrera administrativa de los policías, principalmente del personal subalterno.

En tercer lugar, se inició un conjunto de reformas institucionales que se ajustaron al programa de gobierno. En procura de separar el rol del Ministerio del Interior de las funciones de la Policía Nacional, se originó una reforma organizativa con nuevas estructuras técnico-políticas para la “despolicialización” de la agenda de la seguridad ciudadana y se rediseñó la Dirección General de Secretaría atendiendo la profesionalización de los cargos de dirección y simplificación de los procedimientos burocráticos. También se incorporó la planificación estratégica para el armado presupuestal, se diseñaron sistemas de información de alcance nacional con indicadores de gestión y desempeño, y se promovió una política de accountability hacia la ciudadanía.

En el Uruguay, el Ministerio del Interior concentra diversas funciones: la prevención, el control y la investigación de delitos e incendios, la vigilancia de las rutas nacionales y la custodia y el tratamiento de los adultos privados de libertad. De forma residual, en el último tiempo ha asumido funciones de participación comunitaria para la convivencia y la seguridad locales. Además de su concentración funcional, su estructura orgánica se caracteriza por ser la de un ministerio “policial”. Con la excepción de los tres puestos de conducción política, el resto de la organización de la propia Secretaría ha tenido desde la época de la dictadura una impronta policial.

En un lapso de cuatro años, el Ministerio del Interior se incorporó al proceso de “transformación democrática del Estado” bajo un conjunto de principios estratégicos destinados a profundizarse en el futuro inmediato. Se rompió la equivalencia funcional entre el Ministerio del Interior y la Policía Nacional, abriendo espacios para elencos técnicos civiles con responsabilidades de gestión. Se promovió el desarrollo de sistemas de información sobre contextos y procesos para el planeamiento, el monitoreo y la evaluación de las políticas sectoriales.

Sin objetivos instrumentales no hay lugar para objetivos sustantivos. O dicho de otro modo, para obtener resultados tangibles y positivos en materia de seguridad deben desarrollarse un cuadro real sobre las situaciones de la violencia, la criminalidad y la inseguridad, un diagnóstico apropiado acerca de la matriz institucional del sistema de seguridad ciudadana, y un diseño transversal e inclusivo que habilite la formulación de estrategias generales y focalizadas para la prevención, conjuración y neutralización de la violencia y la criminalidad.

La ley de rendición de cuentas del 2007, aprobada en octubre de 2008, materializó estos objetivos. Entre las medidas trascendentes para el “trabajo policial”, cabe mencionar tres.10 En primer lugar, se destinaron fondos presupuestales para un incremento salarial que topeara la cantidad de horas de servicio 222 realizadas por los policías. Segundo, también hubo fondos para fortalecer el Sistema Integral de Tecnología Aplicada a la Seguridad Pública, proyecto iniciado un año atrás y orientado a la reforma de la red de comunicaciones policiales y a la instalación de sistemas de video vigilancia. Y en tercer término, como ya se mencionó, se creó la Dirección de Asuntos Internos en la órbita del Ministerio del Interior con el propósito de prevenir la corrupción interna, investigar hechos de apariencia delictiva y controlar la calidad de los servicios policiales. Pero el impulso programático se manifestó con más énfasis en otras  decisiones.

Consciente de la debilidad institucional de programas y acciones no policiales en seguridad, y con la presencia testigo de la experiencia de las Mesas Locales para la Convivencia, se definió el cargo de director de Convivencia y Seguridad Ciudadana. Del mismo modo, se incorporaron los recursos para la realización anual de encuestas de victimización, percepción y evaluación de la gestión. El monitoreo del delito ha sido tema de duras disputas. Los registros administrativos y estadísticos que surgen de las “denuncias” policiales” son aproximaciones problemáticas a la realidad de la criminalidad, y necesitan metodologías complementarias tales como las encuestas de victimización.11

A través del Sistema Integrado de Retribuciones y Ocupaciones (SIRO), el escalafón civil regresa al Ministerio del Interior luego que la dictadura absorbiera las funciones técnicas, administrativas y especializadas bajo el “estado policial”. En primera instancia, se trataron de unos pocos cargos gerenciales y técnicos para el diseño y ejecución de las nuevas áreas de gestión. La dispersión burocrática de departamentos y oficinas se reorganizó en zonas estratégicas de trabajo: gestión humana, logística, infraestructura, contralor de la seguridad privada, servicios administrativos, gestión jurídica y notarial y tecnologías de información y la comunicación.

El área de Política Institucional y Planificación Estratégica concentró funciones de asesoramiento técnico bajo el criterio del desarrollo de sistemas de información, producción de indicadores de gestión y elaboración de análisis y recomendaciones. La columna vertebral del proyecto se conformó con cuatro divisiones relevantes: sistemas de información, estadísticas y análisis estratégico, desarrollo institucional y políticas de género.

El trabajo en el rubro de los sistemas de información consistió en la coordinación del diseño, la implementación y el mantenimiento de los sistemas informáticos de registro y consolidación de la información considerados estratégicos para el proceso de planificación, evaluación y monitoreo ministerial. Luego de un proceso de amplia consulta, emergieron tres proyectos principales: el Sistema de Gestión Policial –hoy rebautizado como Sistema de Gestión para la Seguridad Pública–, que recolecta las denuncias y los hechos policiales que ocurren en todo el país; el Sistema de Gestión Humana, que aporta información sobre la organización y sobre cada uno de los funcionarios del Ministerio; y el Sistema de Gestión Carcelaria, que registra datos de los internos, del personal y de la administración de todo el sistema penitenciario.

Las plataformas informáticas alimentan el más ambicioso proyecto de producción y análisis de información en materia de seguridad. Además de los usos específicos para los distintos niveles de gestión (lo cual supone un cambio cultural en la organización), también se creó una división de Estadísticas y Análisis Estratégico con el objetivo de producir y analizar datos que permitan monitorear la evolución de los problemas de seguridad ciudadana, así como evaluar el impacto de las políticas de prevención y control de la criminalidad.

La experiencia del Observatorio Nacional sobre Violencia y Criminalidad, creado en agosto de 2005 en la órbita del Ministerio del Interior, y que entre otras cosas aportó a la opinión pública información regular sobre los principales indicadores de violencia y criminalidad en el país, pudo iniciarse gracias a la acumulación de esfuerzos institucionales ocurridos entre el 2002 y el 2005. Pero las demandas que impuso la política pública desbordaron las capacidades de producción y sistematización de información. Para el año 2009, la División de Estadísticas y Análisis Estratégicos contaba con un elenco técnico fortalecido y con la maduración de los sistemas de información mencionados –en especial, el sistema de denuncias policiales– para asumir mayores responsabilidades en un nuevo contexto.

Además de la información sobre la evolución del delito –consolidada desde hacía tiempo en el Ministerio–, era imprescindible la elaboración de evidencias sobre los recursos humanos, los procesos y la estructura organizativa de la cartera. Con la intención de montar un observatorio institucional –“mirar hacia adentro”– nació la división de Desarrollo Institucional. En una arena política sin cultura de evaluación, este recurso permite medir el éxito y la calidad de las intervenciones en materia de prevención, control e investigación de la violencia y la criminalidad, así como sopesar las capacidades institucionales de cada una de las unidades ejecutoras. La aproximación cualitativa a las áreas de seguridad de las jefaturas de policía departamentales, el desarrollo de indicadores de gestión policial, el estudio y la implementación de los modelos de gestión por resultados y competencias y las propuestas para la reestructura orgánica del Ministerio y la reorganización escalafonaria de la Policía Nacional, fueron algunas de las tareas iniciales de esta división.

Por último, fruto de los acuerdos para la transversalización de las políticas de género en el Estado, el Ministerio del Interior le otorgó un rango destacado dentro de su línea jerárquica a la división de Políticas de Género, encargada de la dirección y supervisión técnica de las actividades de promoción de la institucionalidad de género en las estructuras, procedimientos y prácticas del inciso. El arco de sus actividades ejemplifica la relevancia estratégica de esta división dentro del órgano rector de las políticas de seguridad: participación en el Consejo Nacional Coordinador de Políticas Públicas de Igualdad de Género y en el Espacio Referencial de Género del Ministerio del Interior; coordinación y articulación con las Unidades Ejecutoras; realización de cursos de Planificación Estratégica y Género y de un Diagnóstico Institucional de Género (análisis situacional); elaboración de Indicadores de Género y de propuestas programáticas para un presupuesto público con perspectiva de género; redacción de informes sobre políticas institucionales contra la Violencia Doméstica y de Género; intervenciones en el rediseño funcional y orgánico de las Unidades Especializadas en Violencia Doméstica del Ministerio del Interior.

Durante la gestión de Daisy Tourné hubo otros hechos que merecen resaltarse. En primer lugar, la policía obtuvo puestos de conducción política como nunca antes en la historia democrática del país. Además de la totalidad de las jefaturas policiales cubiertas por funcionarios ejecutivos de carrera, se dio un paso más con el nombramiento del Inspector Principal (r) Ricardo Bernal (hasta entonces Jefe de Policía de Montevideo) como Subsecretario del Ministerio del Interior. A ello se le sumó la designación de la Inspectora Principal (PT) (r) Dra. Blanca Arizeta como Directora General de Secretaría.

En segundo lugar, se reelaboraron los borradores presentados durante el ministerio de Díaz en materia de procedimientos policiales y nueva ley orgánica. Ambos cuerpos normativos fueron remitidos al parlamento: mientras que el borrador de la ley orgánica policial no contó con los tiempos políticos para su aprobación, la ley de procedimientos policiales fue aprobada por el Poder Legislativo en 2008, a pesar de contar con una franca resistencia de organizaciones sociales y sectores académicos que vieron en ella un retroceso para las garantías ciudadanas y un avance de la arbitrariedad policial.

Como contrapartida, el Ministerio del Interior mantuvo una postura de apertura frente a los emergentes sindicatos policiales, creó el cargo de Director de la Escuela Nacional de Policía como de particular confianza (que permitía la designación de una persona que no necesariamente revistiera la calidad de policía) y estimuló políticas internas de igualdad de género. Todo ello motivó voces de resistencia dentro de la corporación policial.

Por último, durante el 2008 se formalizó el Esquema Integral de Seguridad Ciudadana, con la participación de cuatro ministerios y dos oficinas de la Presidencia encargadas de la coordinación de acciones. Frente al crecimiento del delito y las demandas de la ciudadanía, el gobierno reaccionó con una batería de medidas pensadas desde una lógica integral y desde la perspectiva de un gabinete de “seguridad”. Los compromisos políticos no lograron trascender la coyuntura inmediata, y el gobierno perdió la oportunidad de institucionalizar algunos mecanismos de respuesta para sostener una política en el largo plazo.

El ciclo de Daisy Tourné se cerró en junio de 2009, pocos meses antes de las elecciones nacionales. El deterioro en el relacionamiento con la oposición y con algunos sectores del propio Frente Amplio, desembocaron en unas resonantes declaraciones públicas que la dejaron sin margen de maniobra. Su sucesor, Jorge Bruni, asumió la tarea con bajo perfil en un contexto marcado por la polarización política de la campaña electoral. No obstante, en su breve periodo debió enfrentar unas cuantas dificultades y dos sendas interpelaciones en un breve lapso.

En términos generales, el primer período de gobierno bajo signo progresista estuvo pautado por la confrontación permanente entre oficialismo y oposición. La seguridad ciudadana, hasta ese momento marginal dentro de los principales temas de agenda política, pasó a ser un elemento central, incluso como eje de las campañas electorales.

El programa de gobierno avanzó en algunos de sus postulados pero también encontró frenos importantes. Entre las principales razones para comprender esto hay que mencionar las siguientes: el Frente Amplio era una fuerza política sin anclaje dentro de las estructuras policiales, con desconocimiento de la organización y sus integrantes, y que debió transitar por un proceso de maduración ante los desafíos de la seguridad, confrontar con los partidos de la oposición, gestionar una demanda social creciente, asumir las limitaciones presupuestales y lidiar con estructuras institucionales marcadas por los atrasos y la crónica desinversión.

3. El gobierno de José Mujica (2010-2014): reorganización, hegemonía conservadora y populismo penal

3.1. Programa, giros y continuidades

 La campaña para las elecciones nacionales de 2009 colocó, por primera vez desde la recuperación democrática, a la seguridad ciudadana en el centro de la puja político-partidaria. Las propuestas giraron predominantemente hacia una oferta concentrada en el control y la represión del delito, ubicando en un segundo plano a las medidas de carácter preventivo. La inseguridad se asumió como sinónimo de delitos contra la propiedad cometidos por adolescentes y jóvenes.

Luego de cinco años de gestión con fuego cruzado desde adentro y desde afuera, el Frente Amplio se vio obligado de realizar nuevos esfuerzos programáticos. No exento de tensiones e inconsistencias, esta nueva propuesta en materia de políticas de seguridad amplió su base con relación a la presentada en 2004. Asumiéndose como una fuerza política preocupada por la integración social (pero también por la “seguridad física y de las cosas de cada uno”), el Frente Amplio propuso la siguiente definición:

La seguridad ciudadana es un derecho de las personas que se realiza mediante la acción del Estado para evitar que se vulneren los derechos y libertades de los y las habitantes. Es una necesidad social, indispensable para la convivencia democrática. Este derecho de la gente es una responsabilidad indeclinable del Estado, en cumplimiento de lo dispuesto por la Constitución de la República.

Bajo la premisa de defender a los sectores más vulnerables “con la utilización del poder del Estado para atender las demandas inmediatas de seguridad”, el programa de gobierno postuló una concepción integral, compuesta en primer lugar por el eje “prevención, disuasión, represión y sanción”, en segundo lugar por la profundización de las políticas sociales, y finalmente por la confrontación a las diferentes formas de violencia social y cultural “que favorecen relaciones interpersonales basadas en la fuerza”. Entre las medidas más importantes de este programa, hay que destacar la duplicación de recursos presupuestales para el Ministerio del Interior, el fortalecimiento de “Instituto Policial” (en especial mediante la reforma de la Ley Orgánica), la asignación de carácter nacional al Regimiento Guardia Republicana (Guardia Metropolitana y Guardia de Coraceros dependientes de la Jefatura de Policía de Montevideo) y la profundización en el modelo de policía comunitaria. Una buena parte de este impulso programático se asentó en las continuidades con las acciones desplegadas por el gobierno de Tabaré Vázquez: “continuar el proceso de reforma del modelo de gestión de las seccionales policiales”, “continuar la profesionalización del policía desarrollando sus funciones de planificación, evaluación e investigación”, “mantener y profundizar la lucha contra el narcotráfico, lavado de dinero y otros grupos de crimen organizado”, “continuar con el desarrollo de la Dirección de Asuntos Internos para mejorar la calidad y la transparencia del servicio policial”.

El nuevo gobierno del Frente Amplio, presidido por José Mujica, depositó el liderazgo del Ministerio del Interior en Eduardo Bonomi (hombre de confianza del presidente) y en Jorge Vázquez (hermano del ex presidente Tabaré Vázquez), figuras que se mantuvieron durante todo el periodo de gestión. Sin embargo, la propuesta programática no logró transformarse en un plan quinquenal de gobierno. De hecho, la planificación presupuestaria priorizó a la policía, a las cárceles y al sistema de responsabilidad adolescente.12 La concreción de las medidas no pudo transcender los ejes clásicos para el gobierno de la seguridad.

A pesar de ello, se deben reconocer algunos hitos importantes. La nueva administración del Frente Amplio, iniciada en marzo de 2010, dispuso la creación de un grupo de trabajo (integrado por técnicos y políticos de todos los partidos con representación parlamentaria) para obtener una plataforma de consenso sobre la “seguridad pública”. El resultado de todo ello fue el llamado “documento de consenso”, el cual constituye, según muchos observadores, el primer antecedente para consolidar una auténtica política pública en la materia.

El documento define a la “seguridad pública” como “un derecho humano que comprende a todos los instrumentos con que cuenta el Estado para evitar que se vulneren los derechos de las personas” y como una política que debe incluir cuatro elementos claves: la participación de todos los actores políticos relevantes, la participación de todo el Estado, la adopción de medidas que trasciendan a las administraciones de gobierno, y la participación de la sociedad civil (aunque ésta aparece mencionada sólo como una “posibilidad”) (Documento de Consenso, 2010).

El documento concentra sus acuerdos en medidas relacionadas con el control, la represión y la neutralización del delito. Si bien en esta oportunidad no se verifica una ampliación del poder penal del estado (creación de nuevos delitos, agravamiento de las penas), tampoco se registran avances claros en materia de las múltiples estrategias de prevención, reproduciendo incluso las clásicas confusiones conceptuales entre las políticas sociales y las intervenciones preventivas.

El capítulo sobre los adolescentes en conflicto con la ley penal ocupa un lugar central dentro del documento y marca puntos de discrepancias entre los partidos políticos, en especial sobre la imputabilidad, la responsabilización y el lugar de cumplimiento de la privación o la limitación de la libertad (Documento de Consenso, 2010).

La situación del sistema carcelario en el Uruguay es crítica desde hace décadas y no ha dejado de agravarse conforme ha ido aumentando año a año la población privada de libertad. El documento de consenso enuncia el compromiso de “reestructurar el sistema de privación de libertad tanto para adultos como para adolescentes”. En esta línea, se menciona la creación de un Instituto Nacional de Rehabilitación “como servicio descentralizado”, que tendrá la responsabilidad “de la gestión de las medidas de privación de libertad en todo el país, y estará integrado por personal especializado sometido al Estatuto específico requerido para el cumplimiento de la función”. A título expreso se establece que el Instituto “tendrá dos ramas, una especializada en Adultos y otra en Adolescentes” (Documento de Consenso, 2010).

El documento también se refiere a la “descentralización territorial de los Centros de Privación de Libertad”, a la “construcción de nuevos establecimientos carcelarios distribuidos territorialmente en el país según la densidad poblacional y las facilidades de comunicación y transporte”, y a la “creación de una Cárcel de Alta Seguridad para personas vinculadas a organizaciones delictivas de gran poder, o que requieran la aplicación de medidas de seguridad especiales”.

En definitiva, los acuerdos partidarios sobre seguridad ciudadana le otorgaron al gobierno un importante margen de maniobra para el despliegue de la gestión. Del mismo modo, las estrategias se concentraron en aquellos objetivos y en los medios necesarios para mitigar los elevados niveles de inseguridad. El modelo de gestión policial de corte reactivo ocupó el centro de la escena, bajo la idea de reducir los delitos violentos contra la propiedad en Montevideo y su zona metropolitana. En ese empeño, los adolescentes y los jóvenes más postergados socio económicamente constituyeron el blanco recurrente de la acción policial.

La novedad tal vez la constituya la elaboración de ideas y nociones por parte de las autoridades políticas del Ministerio del Interior sobre los sujetos peligrosos de “ahora”. Las modalidades delictivas se inscriben dentro de un problema mayor y los cambios en los “móviles” sociales y culturales del delito se expresan con total claridad, según el parecer del propio Ministro del Interior: “Son cada vez menos los que roban por hambre. Son cada vez más los que roban en ese marco consumista”.

Las constantes reflexiones sobre esa transición de la “necesidad” a la “compulsión consumista” no impiden que se justifiquen las líneas de acción:

Si aumentan los delitos, no podemos dar la explicación social que tiene el delito; tenemos que tratar de que no se afecte más la seguridad. ¿Cómo evitamos eso? ¿Diciendo a los delincuentes que sean buenitos? No es ese el papel del Ministerio del Interior. Los que tienen mano dura en este momento son los que están rapiñando, hurtando, copando lugares. No respetan pobreza. Ahora se roba cada vez más al que tiene menos. (Ministro del Interior, Diario El Observador, 2011).

Nace así el concepto de “lumpen-consumidor” enunciado por el propio Ministro del Interior:

Cuando en el 2001 o 2002 había un 20% de desempleo y la gente robaba para comer,ahí encontrás una explicación (...) Hoy existe un desempleo bajísimo, pero cuando hablás con los jóvenes que roban, te dicen que con un salario de 8.000 pesos no les da ni para comprar los championes. No tienen escrúpulos en robar a los que no rechazan esos trabajos y aceptan 8.000 pesos de salarios (…) No estamos hablando de la linda pobreza, ni esas personas forman parte de la base social para los cambios, son oposición a los cambios porque están con unos valores totalmente ajenos a los cambios. El cambio se basa en el trabajo, esto es todo lo contrario (…) La visión del que te dice que esas personas son producto de la sociedad y que, por lo tanto, los cambios tienen que ser sociales, es cierta. Pero el lumpen consumidor te genera un problema ahora y eso es algo que tiene que resolver el Ministerio del Interior ahora, ese es su papel. (Semanario Búsqueda, 2011).

El crecimiento del delito tiene su nueva geografía fenomenológica. Pero además se explica por el aporte especifico de un grupo de edad: los “menores infractores”. El Ministro del Interior lo asegura de esta manera:

El aumento de los delitos de un año al otro no se hubiera dado sin el aumento de la participación de menores en delitos. Es más, la rapiña hubiera bajado. Uno tiene que atenderlo. Cada vez más menores roban y empiezan con menos edad. (Diario El Observador, 2011).

El consenso conservador en el Uruguay se asienta en la representación de centralidad de los adolescentes como protagonistas de la violencia y la criminalidad en el país. Aunque esta representación no tenga sustento en los pocos y precarios datos secundarios que se disponen, la referencia discursiva ha adquirido autonomía propia y configura de por sí una poderosa realidad. Sobre ese soporte no puede extrañar, por ejemplo, que algunos operadores judiciales entiendan que los “menores” delinquen como “forma de vida”: como tienen la impunidad garantizada logran los estímulos necesarios para cometer delitos una y otra vez, al punto que la gran mayoría de ellos lo hace para “financiar el consumo de drogas” (Portal Montevideo.com.uy, 2011).

A partir de abril de 2011, el Ministerio inició un conjunto de acciones policiales sobre ciertas zonas de la capital y su periferia, a partir del despliegue de una fuerza policial militarizada que acciona en la búsqueda de delincuentes requeridos por la justicia. Los operativos policiales de saturación (“megaoperativos”, según se ha impuesto en el debate) constituyen una respuesta habitual para “gobernar a través del delito”. Si bien existen formas muy distintas de implementar estrategias de intervención en territorios que se presumen abandonados a su suerte, en todos los casos se sustenta una misma concepción y se enfrentan a los desafíos de los conflictos sociales marcados por la exclusión y la segregación cultural y espacial.

Una política de seguridad ciudadana reducida al vector policial tiene más posibilidades de utilizar al delito y al delincuente como categorías exclusivas del pensamiento. El mundo pasa a ser visto con ojos hobbesianos y las personas son pensadas como poseedores de deseos y pasiones egoístas que sólo pueden ser reguladas por un poder soberano fuerte. Mientras las policías ganan autonomía de acción y pensamiento, se expande una mentalidad de castigo en sociedades que se fracturan entre los sectores que pueden blindarse a partir de la contratación de servicios privados de seguridad y vastos territorios marginados que son gobernados por la fuerza pública.

Pero el mayor desafío transita por los efectos simbólicos y morales que proyectan estos dispositivos de gestión. Un conjunto de visiones con amplia circulación entre los países aporta una suerte de “sociología espontánea” que sirve de justificación para la imposición de un autoritarismo moral. El razonamiento sintéticamente es el siguiente: los enfoques sociales (en especial, los que hablan de la pobreza y la exclusión) lo único que logran es una parálisis de las respuestas policiales ante delincuentes hedonistas capaces de elegir de forma racional y de aprovechar las oportunidades que se les presentan para satisfacer sus deseos egoístas (la expresión “lúmpenes-consumidores” se inscribe en esta idea). Para esta línea, la tolerancia cero es un añadido necesario para hacer acatar coercitivamente las reglas y combatir el desorden y las incivilidades. El uso de una policía militarizada y ostensiva y el trabajo de inteligencia se combinan para restaurar la autoridad del Estado en espacios de impunidad y de vulnerabilidad de riesgos mayores. Una guerra preventiva de baja intensidad parece ser el expediente aprobado para que los jóvenes pobres desistan de identificarse con las referencias modélicas de los narcotraficantes y para iniciar la labor de restauración de los valores más puros de la familia tradicional.

La intensificación del uso de la violencia legítima del Estado genera círculos perversos de mayor violencia (como lo demuestran los hechos recientes en contextos de robos, defensas legítimas y víctimas de fuego policial) y ahondan las brechas de confianza por parte de la ciudadanía. El amplio apoyo de la opinión pública a los operativos de saturación no puede interpretarse como un proceso consistente de acumulación de capital de confianza. Y por si fuera poco, legitima políticamente una suerte de violencia simbólica para gobernar los territorios de la segregación y la exclusión sociales. Al amparo de un conjunto de decisiones tácticas e ideológicas, el segundo gobier-

no del Frente Amplio (2010-2014) ha puesto proa hacia un lugar diferente. En efecto, la conducción política del Ministerio del Interior (órgano del cual dependen la Policía Nacional, el sistema carcelario para adultos y los proyectos de participación comunitaria) ha introducido prácticas y discursos que van en la dirección de las demandas más convencionales de una ciudadanía cercada por la “inseguridad”. El combate material al delito (en especial, los robos con violencia que ocurren en Montevideo y en el área metropolitana) y la reubicación de la policía como actor estratégico y excluyente de la prevención, el control y la represión de la criminalidad, son algunos de los caminos elegidos para la ejecución de las políticas.

3.2. Reorganización policial y convivencia

Junto con el cambio de autoridades policiales, sobre fines del 2011 el Ministerio del Interior anunció una reestructura de la Jefatura de Policía de Montevideo. Para obtener resultados diferentes hay que hacer cosas diferentes, se alegó. La incorporación de más efectivos, la utilización de nuevo equipamiento en materia de comunicaciones, información y logística, y los ajustes de la división del trabajo con un énfasis en lo territorial, fueron algunos de los elementos destacados dentro de un abigarrado dibujo de gestión policial que parece dar cabida a distintos modelos: policía que repara “ventanas rotas”, policía comunitaria, policía orientada a la resolución de problemas, policía de inteligencia, etc.

A poco de andar, el proceso se enfrentó a un súbito aumento de los homicidios. Esta modalidad extrema de violencia tuvo un punto de inflexión. Luego de 20 años con tasas promedio muy estables (6 homicidios cada 100.000 habitantes), se asistió a un incremento del 35%. Las razones todavía no están claras y los datos disponibles no dicen lo que deberían decir. Es preocupante que la información oficial no hayan logrado identificar los puntos concretos (lugares, modalidades, perfiles, etc.) de este incremento anual, y que se haya asumido desde el inicio una lectura casi fatalista: la “intolerancia social” y la “subcultura delictiva”.

En este ambiente, la reacción política conservadora reafirmó su ofensiva y los medios de comunicación renovaron su aporte negativo en la construcción de miedos e inseguridades. Los graves incidentes ocurridos en las cárceles y un asesinato filmado que causó hondo impacto en la ciudadanía, obligaron al gobierno a revisar el rumbo y a moderar –aunque sólo transitoriamente– una conceptualización del delito y la violencia afín a las representaciones propias de una subcultura policial.

Para salir del brete, sobre mediados del 2012, el presidente lanzó su mensaje y el gobierno presentó el documento “Estrategias para la vida y la convivencia”. Lo que se obtuvo no fue menor: se recuperó la iniciativa política y programática en seguridad ciudadana, se profundizó el trabajo intersectorial a través del “gabinete de seguridad” y se buscó imprimir un giro conceptual a una agenda gobernada por la retórica de la disuasión, la represión y el encierro. Más que como una pieza articulada de medidas gubernamentales, el documento debe ser leído y decodificado en su naturaleza eminentemente ideológica.

En este sentido, la iniciativa ofrece una buena cantidad de rasgos positivos. En primer lugar, resultó mejor de lo que se esperaba. Las especulaciones en torno a medidas de control estatal de cuño autoritario, generaron un clima de ansiedad que los anuncios transformaron en alivio parcial. En segundo término, hay un planteo claro que vincula la violencia y el delito con los procesos socioeconómicos de los últimos lustros. Si bien en este terreno las ciencias sociales uruguayas han desarrollado abundante masa crítica y líneas de investigación, el discurso gubernamental ensanchó la base de lo pensable, limitada hasta el momento a las referencias del control policial en los espacios urbanos “feudalizados”.

Del mismo modo, el documento reconoce ejes fundamentales, como por ejemplo la reparación, la mediación comunitaria, la atención integral a consumidores problemáticos, la corrupción policial, la responsabilidad directa de los medios de comunicación, la incidencia de la violencia de género, etc. Al mismo tiempo, muchas de las propuestas irrumpen sin previo aviso –como la legalización de la marihuana– mientras que otros enfoques con largo tránsito en nuestro país –como la perspectiva de la convivencia– son “restablecidos” luego de unos cuantos meses de cautiverio en manos del realismo policial.

Sin embargo, uno de los mayores problemas del documento “Estrategias para la vida y la convivencia” es su mirada lineal y algo catastrofista sobre la violencia en el Uruguay del presente. De pronto, aquel país idílico –que cobijó “formas tradicionales de convivencia pacífica”– es arrasado por la intolerancia, la crispación, la falta de respeto por la vida y la transgresión.

La explicación de este proceso deriva de la fractura social, el quiebre cultural, el consumismo y los efectos de la crisis de los dos mil. Estos argumentos tendrían más peso si fueran acompañados por las distintas acepciones de la desigualdad (la socioeconómica, la generacional, la de género, la racial, la territorial) y si se prescindiera de la moral conservadora para comprender el mundo de la exclusión.

El relato en términos de pérdida de normas y valores se saltea, entre otros aspectos, la gravitación de la violencia institucional. De este modo, a pesar del esfuerzo retórico y la reflexión generalista, el sujeto problemático de referencia se vislumbra entre los escombros: los adolescentes pobres que sucumben a las garras de las subculturas y del consumismo adictivo. El documento regresa al lugar del que quería escapar.

Este encuadre es reafirmado por el núcleo duro de las medidas, el cual enfila en línea recta hacia la inflación penal. Recurso largamente usado en la historia del país, desde el 2005 es la primera vez que se recurre al agravamiento de las penas y la intensificación de la coerción estatal para solventar los problemas de seguridad. Mientras se hace sentir con fuerza el mensaje de autoridad (Estado de Derecho), reciprocidad (derechos y obligaciones) y convivencia (valores y actitudes predominantes), una larga lista de asuntos medulares queda sin abordaje: las estrategias de prevención, la focalización en los factores de riesgo (las armas de fuego, por ejemplo), la reforma policial, el acceso a la justicia, la disminución de la reincidencia, la promoción de formas alternativas de control social y ciudadano, entre otros.

Terminados los anuncios públicos, el Poder Ejecutivo comenzó a remitir al parlamento sus prioridades: proyectos sobre reparación a las víctimas del delito, internación compulsiva, ajuste de penas para los adolescentes, aumento del castigo para la corrupción policial y el tráfico de pasta base, penalización para el porte y la tenencia ilegales de armas de fuego, legalización de la marihuana y código de faltas. Mientras algunas iniciativas cumplen un ciclo de interesante discusión política y académica (como el proyecto sobre la marihuana), el resto se procesan con importantes diferencias ideológicas dentro de la propia izquierda, y no todas fueron aprobadas.

El proyecto de “internación compulsiva” (que no logró convertirse en ley), cuya razón de interés general consiste en “salvaguardar la seguridad y el orden público de la población”, recibió severos cuestionamientos desde los campos político, jurídico, académico y social. La expansión de los resortes coercitivos del Estado, con el propósito de “limpiar el espacio público”, se hace sobre la base de la arbitrariedad, el prejuicio y la discriminación:

El procedimiento que propone el presente proyecto de ley consiste en localizar las personas que, en la vía pública o en espacios públicos o privados no habilitados, se encuentren consumiendo estupefacientes, o se presuma que acaban de hacerlo, o portando los mismos y que tal situación signifique un riesgo para sí o para terceros.

Por su parte, el proyecto de ley de “faltas y de cuidado, conservación y preservación de los espacios públicos” (que sí obtuvo aprobación parlamentaria), constituye el mejor ejemplo de condensación de la teoría de las ventanas rotas, la cual sugiere la intervención penal y policial sobre faltas y delitos leves como muro de contención para la criminalidad mayor. Desórdenes, vandalismo, falta de respecto a la autoridad, desobediencia pasiva, omisión de asistencia a la autoridad, abuso de alcohol y estupefacientes, mendicidad abusiva, obtención fraudulenta de una prestación, etc., tipifican un sentido común de indignación y proyectan la ideología del orden perfecto, preservada por un derecho penal y un aparato administrativo.

Todas estas iniciativas deben evaluarse en el plano simbólico y contextualizarse en el marco de un proceso sociopolítico más general. Si pasáramos raya al ciclo corto de las políticas de seguridad de este segundo gobierno de izquierda, obtendríamos la consolidación de las recetas de siempre: aumento de penas, crecimiento de la cantidad de personas detenidas y procesadas, ampliación de los márgenes de acción de la policía y de la justicia penal. Las respuestas punitivas y coercitivas se legitiman como posibles, necesarias y urgentes. Lo imaginable, pensable y practicable sólo se busca en un sistema de control y sanción que ha sido definido –desde siempre y en todas partes– como “realidad irracional”, puesto que sus acciones son lo contrario de lo que dicen, y lo que dicen son lo contrario a lo que son de verdad. Cuanto más dura sea la batalla contra el delito y la incivilidad, más intactas quedarán las violencias y las desigualdades que los subyacen.

Durante los últimos meses, hemos asistido a hechos muy claros de violencia institucional, criminalización de la protesta y expansión de las acciones de vigilancia. Ninguno de estos hechos puede interpretarse por fuera de lógicas y tendencias inerciales que vienen de lejos. Tampoco hay que soslayar que la policía uruguaya adolece de indefiniciones sobre los rasgos predominantes de su modelo de policiamiento y gestión. El resultado de todo esto es una ambigüedad calculada, con oscilaciones permanentes según los intereses tácticos de los actores en disputa. Pero hay resultados silenciosos que deberían movilizar a las conciencias: cuando hay desbordes, se los asumen como “casos puntuales” o prácticas de “una minoría”; cuando la violencia se ejerce en las cárceles sólo se obtiene un “silencio moral” apenas interpelado por juicios que hablan de “masacres” o “ejecuciones extrajudiciales”. La banalidad de mal se transforma en el criterio ético de la gestión.

En paralelo, la estructura policial se fortalece y se refuerza la lógica de “gobierno a través del delito”, cuyo resultado más evidente es la consolidación de una nueva desigualdad entre los integrados que se protegen con los bienes y servicios que ofrece el mercado y los excluidos que padecen el asedio policial y la arbitrariedad del sistema penal.

La realidad de la policía uruguaya y sus procesos actuales de reforma deben ser conocidos, estudiados y evaluados desde una perspectiva de control social, político y académico. Mientras eso no ocurra, la ineficiencia y las prácticas abusivas seguirán su marcha en medio de la indiferencia generalizada y los pactos de poder entre fracciones corporativas.

3.3. Los ejes principales de la gestión

Desde el 2010 a la fecha, la seguridad continuó siendo una referencia recurrente por parte de la oposición. Si bien el gobierno de Mujica obtuvo algunos meses de tregua en el contexto de los acuerdos “multipartidarios”, las ofensivas mediáticas y políticas se procesaron con la misma intensidad que en el periodo anterior. Un rasgo sobresaliente de esta gestión es la continuidad de los elencos políticos de conducción del Ministerio del Interior.

A pesar del desgaste, de la evaluación negativa por parte de la ciudadanía y de los riesgos de una política con fuerte impronta mediática, el ministro Bonomi se mantuvo al frente de Interior durante cinco años, lo que constituye una auténtica excepción. No puede decirse lo mismo de algunas unidades policiales estratégicas, tales como la Guardia Republicana, el Instituto Nacional de Rehabilitación y la Jefatura de Policía de Montevideo. Esta última vio pasar durante estos años a tres jefes de policía con improntas muy distintas.

Además de las “novedades discursivas” que se introdujeron en estos años (y que fueron reseñadas arriba), es posible vislumbrar algunas líneas básicas que han conformado el perfil de la gestión en seguridad del gobierno de Mujica. La primera línea tiene que ver con las reformas en el sistema carcelario, asumiendo que las mismas en Uruguay han implicado –e implican– un capítulo de las reformas policiales.

En efecto, el 10 de agosto de 2011 el Poder Ejecutivo remitió al Parlamento una iniciativa de ley para la regulación del funcionamiento del Instituto Nacional de Rehabilitación, creado por ley en diciembre de 2010. Para esa administración, el sistema penitenciario del país ha sido una prioridad de la gestión. El retiro de las cárceles de la órbita de la administración policial, la creación de un nuevo escalafón especializado, las medidas para reducir las alarmantes tasas de hacinamiento (entre las que hay que incluir la construcción de un complejo penitenciario de 2.000 plazas bajo el sistema de asociación público-privado amparado por ley), la creación de una oficina de supervisión de “libertad asistida”, la promoción del trabajo como eje de tratamiento y “rehabilitación”, los avances en materia de cobertura de salud en las cárceles y la clasificación de todas las personas privadas de libertad (para garantizar los tratamientos integrales), son algunas de las líneas de trabajo que otorgan continuidad y acumulación en la gestión de un subsistema sometido a crisis estructurales (gráfico 2).


Grafico 2. Pobación Privada de Libertad. 1988-2014.

La población carcelaria en el Uruguay está cerca de los 10.000 reclusos, ubicándose entre las tasas de prisionización más altas de la región. El 35% tiene entre 18 y 25 años, al tiempo que casi el 70 % abarca el tramo entre los 18 y los 35 años. El 20% de los reclusos declara vivir en “asentamientos irregulares” y el 40% tiene como nivel educativo superior “primaria”. El funcionamiento del sistema carcelario atrapa a los jóvenes más vulnerables de la sociedad uruguaya, y lo hace de una forma que sólo agudiza el círculo vicioso ya instalado. Los esfuerzos de la política pública van en una línea promisoria, y en cierta medida ineludible.

Sin embargo, los dispositivos en marcha en materia de control y represión del delito y la confianza ideológica en la “rehabilitación carcelaria” como horizonte factible, terminan por cargar todo el peso de la gestión pública sobre el final de la cadena de funciones de un sistema de seguridad ciudadana. En esa apuesta, la multiplicidad de estrategias de prevención queda sin anclajes institucionales para la acción, y las soluciones programadas –cada vez más costosas desde el punto de vista fiscal– caerán inexorablemente en la impotencia.

La segunda línea se vincula con la reestructuración organizativa en la Jefatura de Policía de Montevideo. Si bien la creación y fortalecimiento de la Guardia Republicana (policía militarizada) implicó cambios y redistribución de poder en la jefatura capitalina, los problemas operativos obligaron a un proyecto más ambicioso de cambios que surgió de las propias cúpulas policiales. La idea básica fue una profunda descentralización territorial, creando 5 zonas en el departamento de Montevideo y ajustando a labores de cercanía y servicio a las unidades seccionales básicas. Mientras que las zonas, con un jefe operativo y tres áreas de competencia (seguridad, investigaciones y unidades de respuesta inmediata), se articulan como los nuevos centros estratégicos de la gestión policial, las seccionales mantienen su perfil de atención al público, y las viejas unidades centrales (investigación, seguridad, etc.) son lentamente desmontadas. Hay en este intento una fuerte pulseada para neutralizar importantes bolsones de ineficiencia, desidia, corrupción y prácticas abusivas. También hay un avance de los mecanismos de control interno que permiten una evaluación y monitoreo del trabajo policial. De hecho, las resistencias se han hecho sentir, lo que obligó a cambios importantes en toda la línea de conducción de la jefatura y exigió un especial pedido de atención por parte del propio ministro Bonomi.

Este proceso lejos está de haberse cerrado. Si bien no se conocen evaluaciones públicas que arrojen algo de luz, muchos informantes calificados señalan una mejora en la respuesta y un aumento en el control del delito circunscripto territorialmente. Sin embargo, el crecimiento de las tasas de homicidios en Montevideo desde el 2012 y el aumento de las denuncias de rapiñas marcan claros signos de interrogación sobre el impacto social de esta reorganización.

Por último, la tercera línea está estrechamente vinculada con la anterior. Dentro de la lógica de la respuesta rápida y el control del delito sobre nuevas bases de organización, se expande la oferta de televigilancia por distintas zonas estratégicas de la ciudad. Las cámaras de seguridad aparecen como el recurso privilegiado de la prevención situacional, y con esa convicción se trabaja en la opinión pública. Han abundado imágenes en los medios de comunicación que muestran cómo adolescentes y jóvenes son descubiertos infraganti intentando robar un vehículo, hurtar una moto o vender droga en espacios públicos emblemáticos del centro de la ciudad. También se ha insistido que las denuncias de delitos en ciertas zonas han disminuido gracias a la presencia de esta tecnología, aunque los datos agregados no habilitan tales conclusiones.

En definitiva, cárceles, gestión policial y tecnología son las piezas decisivas de una gestión progresista que en los últimos años ha quedado anclada en los relatos parciales de la tolerancia cero, la prevención situacional y la “síntesis” con políticas sociales que promuevan la convivencia. Más allá de estas búsquedas retóricas y prácticas, las políticas de seguridad y las reformas policiales no han podido desprenderse del número de “detenidos” y “procesados” como el indicador de éxito de una gestión.

4. Procesos estructurales, políticas de policía y gobierno de izquierda

 4.1. Cambio social y nuevas formas de gobierno del delito

El Uruguay hace una década que pretende resurgir de sus cenizas. Una larga crisis socioeconómica es remontada trabajosamente a través de un inédito crecimiento económico, una eficaz inserción en el capitalismo global y un empuje de autoestima motivado por la curiosidad internacional. Quienes reivindican esta década ganada tienen argumentos de sobra: disminución de la pobreza, la indigencia y el desempleo, mejora en la distribución de la renta, fortalecimiento del rol del Estado como regulador y promotor de reformas estratégicas, incremento del nivel de vida y bienestar, promoción y concreción de una nueva agenda de derechos.

Esta lista podría ampliarse –en idéntica proporción– a otra que registrara los problemas pendientes, las unilateralidades del modelo de desarrollo, la ausencia de impulsos para la transformación estructural, la persistencia de nuevas y viejas desigualdades, entre otros asuntos.

La geografía sociocultural de nuestro país ha cambiado, y muchas de esas novedades todavía no han sido suficientemente aquilatadas. Hacia arriba y hacia abajo, las clases medias se han transformado, lo que impacta de lleno en la cultura política, en las pautas individuales y en las estructuras normativas de la sociedad. No se trata tan sólo de “nuevos valores”, sino de una auténtica resignificación cultural.

El llamado problema de la “seguridad” ha jugado –y juega– un papel decisivo. La violencia y la criminalidad han crecido en las últimas décadas y la inseguridad se ha consolidado como una fuerza socio-política que condiciona las representaciones, los sentimientos y las rutinas de hombres y mujeres.

Diez años atrás, los uruguayos le imputaban a las razones “sociales” la principal responsabilidad del crecimiento del delito. En cambio, nuestras opiniones actuales se ordenan mayoritariamente en torno al discurso de la degradación “moral”: crisis de valores, ausencia de límites, falta de respeto, debilidad consumista, rechazo del principio de autoridad, etc. Sin abandonar del todo una sensibilidad social para encuadrar el fenómeno, con el tiempo hemos priorizado la necesidad del control, la represión, la punición y el encierro. Una racionalidad política casi básica razona de la siguiente manera: en una sociedad más próxima al pleno empleo, nadie debería optar por el delito. Por lo tanto, la ilusión represiva –con sus distintos niveles– deviene en una necesidad.

Pero hay más: si bien muchos niegan o reprimen la profundidad de la desigualdad o la exclusión para comprender conductas violentas o prácticas ilegales, amplios sectores sociales demandan castigo, punición y venganza precisamente contra los sujetos más vulnerables e incapaces de hacer ejercicio de sus derechos más elementales. Sobre esta base de resentimiento (casi siempre nacidas de situaciones de proximidad social) prosperan infinidad de prácticas microfascistas.

En este escenario ha tenido que moverse la izquierda uruguaya en los últimos diez años. Y a primera vista, en el plano de la seguridad los resultados no han sido buenos. Las tasas de homicidios han crecido después de años de relativa estabilidad. Los robos con violencia continúan en niveles altos a pesar de ser el centro de las estrategias policiales. La opinión pública –siempre construida– también emite mensajes negativos: hay una preocupación extendida –que no debe confundirse con las percepciones de inseguridad– y la evaluación de la gestión no da para hacer alardes. Frente al peso de la demanda ciudadana, nuestra sociedad no ha podido alcanzar nuevos umbrales de consenso sobre los riesgos. Pese a los esfuerzos políticos y presupuestales de los últimos años, nada indica que estemos sustancialmente mejor que en el 2009.

La violencia y la criminalidad contemporáneas tienen características singulares, que deben ser analizadas con independencia de los resultados de cualquier gestión ministerial. Si queremos comprender por qué el delito se expande en una fase de crecimiento económico y mejora de muchos indicadores sociales, tenemos que seguir insistiendo en la incidencia de las desigualdades sociales (en especial las desigualdades relativas que se agudizan en contexto de multiplicación de expectativas). El grueso del delito ocurre en espacios sociales inestables que tienen su origen en la precariedad del trabajo y la fragilidad de las inscripciones sociales. Es obvio que muchos individuos se desocializan y construyen sociabilidades diferentes (que lejos están de ser “subculturas”), pero siempre asociadas a la vulnerabilidad, la cultura de lo aleatorio y las fronteras difusas entre la legalidad y la ilegalidad. La cuestión social siempre está por encima de la cuestión territorial. Sin embargo, desde muchos círculos oficiales, estos procesos se han leído desde una visión propiamente policial (mezcla de sociología espontánea con criminología conservadora) y desde una idea de convivencia urbana accionada por las pretensiones de control social. Luego de dos años de políticas ancladas en el realismo de los megaoperativos (2010-2011), las acciones buscaron puerto en las reestructuraciones, el espacio urbano y la “síntesis” entre las políticas sociales y las de seguridad (2012-2014).

Hasta ahora todo parece marcado por una estratégica ambigüedad: la noción de convivencia encubre el avance punitivo; el lenguaje preventivo disimula la criminalización de la protesta; el proyecto de recuperación del espacio público abre posibilidades a las “ventanas rotas” y la “tolerancia cero”; el combate al miedo se libra con el lenguaje de la peligrosidad; y los derechos humanos se defienden con las justificaciones de la discrecionalidad.

Que la izquierda asuma posturas conservadoras en el campo de la seguridad no es una excentricidad del caso uruguayo. Existe una amplia literatura que detalla experiencias europeas y latinoamericanas. Tampoco es un problema trivial, sencillo de revertir a golpes de voluntad. Quiero plantear dos hipótesis complementarias para echar algo de luz sobre esto.

La primera se vincula con las demandas de seguridad. Las políticas tienen que adaptarse a las sensibilidades mayoritarias, a riesgo de perder legitimidad y, sobre todo, votos. En el Uruguay, la inseguridad no genera polarizaciones. Si bien son identificables las voces alterofóbicas y autoritarias, en realidad predomina un discurso que muestra una alta preocupación por la problemática del delito y que en el último tiempo –seguramente al ritmo de la recuperación socioeconómica– se ha desplazado desde los “relatos sociales” a los relatos de la “degradación moral” (crisis de valores, anhelo de autoridad, pobres honrados y pobres delincuentes, necesidad de disciplinamiento, internación compulsiva y erradicación de indeseables en plazas y calles). Por cálculo o por convicción, es altamente probable que la política actual de seguridad responda a estos desplazamientos simbólicos de la sociedad.

La segunda hipótesis es más compleja. La expansión de la inseguridad alimenta la construcción de un gobierno a través del delito. Las tecnologías, los discursos y  las metáforas del delito y la justicia penal ganan densidad hegemónica. Los medios de comunicación enuncian a diario el problema y santifican las verdades de las víctimas; los emprendedores morales –entre ellos, muchos fiscales– exigen encarcelamiento y protección; las zonas integradas de la ciudad se llenan de cámaras de vigilancia, y a la familia, a la escuela y a la comunidad se les pide que funcionen como prolongaciones de las fuerzas de seguridad; por fin, a las zonas de exclusión les espera la violencia física estatal y las promesas de control. Ya no estamos hablando aquí sólo de relatos o posicionamientos estratégicos, sino de la construcción de dispositivos políticos y materiales por donde se distribuyen importantes cuotas de poder.

4.2. Políticas de policía y desafíos reformistas

Más allá de estas reflexiones socioculturales, ineludibles para situar las pretensiones de una política pública, hay que identificar además los núcleos estratégicos para un proceso de reforma policial. En definitiva, la complejidad de los problemas y el alcance de las soluciones nos remiten a consideraciones más estructurales. Las estrategias de prevención y control del delito que pueda desarrollar la policía uruguaya estarán condicionadas por tres asuntos prioritarios.

1) La Policía Nacional adolece de indefiniciones sobre los rasgos predominantes de su modelo de policiamiento y gestión. Sobre mediados de la década del noventa, la matriz tradicional se abrió a los desafíos que impuso el modelo de policía comunitaria, el cual sin embargo no logró permear la estructura y se mantuvo como un conjunto de prácticas residuales con escasa incidencia transformadora. En rigor, el verdadero cambio vino de afuera e hizo estragos: la privatización de los servicios policiales. Esta no sólo socavó la estructura de base, ampliando año a año la cantidad de policías subalternos afectados al “222”, sino que además alteró la lógica de los propios mandos, que vieron en la expansión privada oportunidades inmediatas y líneas de relacionamiento para una inserción segura luego del retiro.

También durante los noventa hubo zonas del trabajo policial que comenzaron a orientarse bajo formas de gestión con aplicación de inteligencia. Las investigaciones en torno al narcotráfico y otras modalidades conexas se desarrollaron incluso con apoyo técnico y material de otros países (en especial, de Estados Unidos). En paralelo, hubo esfuerzos por imponer dentro de la estructura policial el paradigma de la “prevención social del delito”, aunque el mismo quedó destinado a la marginalidad al ser asumido como algo estrictamente “no policial”.

En los últimos años ha quedado de manifiesto una oscilación de modelos que conviven superpuestos. Cada tanto, se reflotan las reestructuras y se introducen mecanismos para la mejora de la gestión. En el presente, las políticas de policía comunitaria se centralizan al mismo tiempo que las fuerzas más militarizadas salen de la órbita de la Jefatura de Policía de Montevideo y se transforman en una unidad nacional bajo dependencia ministerial. La investigación de delitos complejos se expande y unifica bajo una dirección de crimen organizado. Al clásico talante de autonomía y ausencia de compromiso institucional le sobreviene la iniciativa orientada al control (sobre todo del presentismo) y al estímulo a través de los “compromisos de gestión”. Las lógicas más gerencialistas pasan a tener un lugar dentro de una estructura todavía dominada por el modelo burocrático tradicional.

2) Mediante el artículo 222 de la ley 13.318 de 1964, y los decretos 268/966 y 177/969 que reglamentaron dicho artículo, los funcionarios policiales pueden ser contratados para cumplir servicios de vigilancia y seguridad en espacios públicos o privados. El proceso de privatización de la fuerza pública comenzó a ser incontenible durante los años noventa al ritmo del deterioro salarial, el endeudamiento crónico, el abandono institucional y la expansión de la demanda. La crisis de los dos mil no hizo más que agudizar el problema: mientras el delito crecía y se necesitaban nuevos tipos de respuesta y abordaje, el núcleo central de la policía estaba afectado a otros intereses. Para el año 2009, se calcula que de los 22.000 funcionarios policiales ejecutivos cerca de 14.000 cumplían horas en el servicio 222. En promedio, cada policía realizaba unas 104 mensuales, es decir, unas tres horas y media adicionales por jornada de trabajo. Más allá de los promedios, casi 3.600 policías realizaban entre 150 y 200 horas mensuales.

Primero a través de partidas para el pago de los aportes jubilatorios, luego con un fondo para establecer un primer tope de horas por policía (que nunca llegó a ejecutarse), hasta que finalmente el presupuesto quinquenal 2010-2015 emitió una señal muy clara: habrá un proceso gradual de reducción de horas por servicio de 222. Esta decisión posee un impacto inconmensurable, y su forma de conceptualizarla y gestionarla será decisiva para el entramado preventivo del país. Por una parte, el repliegue de los policías sobre su servicio ordinario supone un alivio sin pérdida salarial, pero al mismo tiempo implica una resocialización y nuevos compromisos laborales dentro de una matriz de gestión obligada a profundas transformaciones.

Por otro lado, los espacios que la policía deja vacíos serán llenados por las empresas privadas. El proceso de recuperación de la capacidad policial entrañará un crecimiento de la actividad privada en el campo de la seguridad. Si bien las autoridades visualizan a la seguridad privada “como un complemento, y no como una competencia”, el efecto mayor será el de un empoderamiento de un actor que hace mucho tiempo ha dejado de ser secundario.

3) El crecimiento del mercado de la seguridad es un fenómeno global. En nuestro país el mismo no es nuevo, y una buena parte de los debates sobre la inseguridad a principios de los noventa reveló cómo los intereses del mercado sacaban ventaja a través de seguros, rejas y alarmas. Las dinámicas posteriores, y las actuales que combinan inseguridad con expansión económica, no le han ido en zaga.

Para el 2008 se estimaban unos 14.000 empleados en 290 empresas, y unas 3.200 armas registradas para tales fines. El grueso de la actividad se concentra primero en servicios de vigilancia y seguridad, luego en alarmas (con y sin conexión), y por último en transporte de valores y cercas eléctricas. Cuatro años después, las estimaciones son otras: 21.000 empleados habilitados en 456 empresas, 13.000 de ellos armados. Este incremento va acompañado de bajos salarios, alta informalidad, rotación de personal y precariedad en las condiciones laborales. Es muy posible que al día de hoy la cantidad de guardias de seguridad supere los 40.000 empelados, muchos de ellos sin capacitación y sin los implementos necesarios para su seguridad.

Esta nueva realidad obliga al Estado a multiplicar sus acciones de control y regulación sobre un sector que gana participación dentro de un área estratégica. Pero al mismo tiempo, las presiones corporativas se trasladan a la dimensión normativa. Las empresas comienzan a pujar para obtener más facultades a través de una legislación que los habilite a tareas propiamente “policiales” que en la actualidad no pueden realizar.

La matriz de seguridad en el Uruguay enfrenta retos mayores. La estructura organizativa y funcional de la policía reconoce un modelo perimido que ya lleva casi medio siglo, sobre el cual se han montado formas alternativas y contradictorias de gestión. La policía uruguaya es una red poderosa y multiforme que se reproduce bajo la lógica del campo burocrático y una legitimidad relativa otorgada por la sociedad. Una agenda amplia y sostenida de reformas parece ser el destino ineludible de una conducción política con pretensiones transformadoras. Sin embargo, las políticas de seguridad tienen que asumir el peso real de los actores privados y desarrollar nuevas estrategias de enrolamiento y regulación. Una mirada progresista no puede sucumbir a las presiones de la desigualdad estructural, que en el campo de la seguridad suponen dispositivos estatales de control y represión para los sectores excluidos y posibilidades de mercado para los que pueden acceder a la “autoprotección”.

4.3. Balances de la izquierda uruguaya en el campo de la seguridad

Los gobiernos del Frente Amplio han sido plenamente conscientes de la profundidad de estas realidades, y cada uno a su modo ha realizado esfuerzos importantes en materia de políticas de seguridad.13 Sin embargo, esos impulsos reformistas no han logrado coherencia, articulación, cobertura y sostenibilidad. Debería quedar claro que una policía empoderada no es una policía reformada. Un presupuesto voluminoso no significa una nueva racionalidad estratégica. Una mayor inversión en cárceles no supone una políti-ca criminal alternativa. Por fin, una política de seguridad no puede prescindir de elencos técnicos y liderazgos políticos que representen un modelo de gestión consistente.

El primer gobierno de Tabaré Vázquez asumió en un contexto de fuerte crisis y desorganización del aparato estatal, y marcó una impronta de diferenciación con los gobiernos anteriores. En particular, las políticas de policía hicieron de los Derechos Humanos una herramienta de contrapeso para limitar y neutralizar las clásicas prácticas de violencia institucional. Además, la dignificación, la reorganización y racionalización del trabajo policial estuvieron desde el inicio como objetivos identificables. El proceso de reforma del sistema carcelario, la focalización en el “delito organizado”, el fortalecimiento de los mecanismos internos de control (dirección de asuntos internos), y la reestructuración técnico-administrativa del Ministerio del Interior, fueron iniciativas con fuerte presencia en la agenda.

Por su parte, el gobierno de José Mujica tuvo que incorporar el peso de las nuevas demandas en materia de seguridad y construir un relato de gestión “fuerte” en contraposición al supuesto talante “débil” del periodo anterior. Los liderazgos ministeriales, los aumentos presupuestales, los acuerdos multipartidarios y los giros discursivos en clave “realista”, aportaron en esa dirección. Por su parte, las concreciones se plasmaron en “megaoperativos”, reorganizaciones policiales, fortalecimiento de los cuerpos militarizados, profundización de la reforma penitenciaria y expansión de las tecnologías de video vigilancia.


Grafico 3a. Presupuesto Ministerio del Interior. 1985 2014. Miles de pesos correintes.


Grafico 3b. Presupuesto Ministerio del Interior. 1985 2014. Porcentajes.

Luego de una década de gobierno del Frente Amplio, es necesario evaluar algunas tendencias que se han consolidado. En primer lugar, como ya se ha mencionado en distintas partes de este artículo, la expansión de las tecnologías del control aparece como un fenómeno universal, y la realidad uruguaya no le ha ido en zaga. Las consecuencias de estos dispositivos de gobierno son múltiples e impactan directamente sobre las estructuras y las representaciones del trabajo policial, reforzando los modelos de vigilancia y reacción.

En segundo lugar, las viejas tendencias propias de un “populismo penal desde arriba” se reeditan con fuerza en el contexto actual y se dirimen preponderantemente en el campo de los adolescentes en conflicto con la ley. Políticos, policías, operadores judiciales, emprendedores morales y otros actores del espacio burocrático apelan a la necesidad del endurecimiento penal como mecanismo privilegiado para contener una violencia creciente.

En tercer término, la policía uruguaya procesa cambios importantes y silenciosos. Mientras toda una generación de oficiales formados durante la dictadura militar ocupa cargos de conducción, nuevas promociones de policías se expanden por los sectores medios y bajos de la estructura, en una dinámica generacional que no ha sido evaluada pero que puede tener consecuencias interesantes para el mediano plazo. En ese contexto, la corporación policial se debate entre modelos discursivos diversos: el comunitario, el represivo, el orientado a la resolución de problemas, el gerencial (compromisos por resultados de gestión), etc.

Por último, se han consolidado nuevas alianzas de poder en el campo de la seguridad que exigen estudios minuciosos. Es común confundir el resultado de esas alianzas con auténticas políticas públicas en seguridad. A pesar de una evaluación ciudadana cerradamente negativa, esta ecuación se nutre de apoyos sectoriales dentro de la fuerza de gobierno, de ámbitos corporativos, de intereses empresariales, de espacios sindicales y de avales diplomáticos. Si algo diferenció al gobierno de Vázquez con el de Mujica en materia de seguridad fue que el primero no supo ni pudo construir alianzas estratégicas para la sostenibilidad de un proyecto, mientras que el segundo sí lo hizo. Al tiempo que esta ecuación de poder se alimenta de su propia dinámica, los problemas estructurales e institucionales se acumulan, y la izquierda uruguaya tiene ante sí el enorme reto de trascender sus limitaciones y diseñar un ambicioso proyecto de reformas en el ámbito de las políticas de policía.

 

Notas

1 “De este modo, a la oposición inicial entre distanciamiento y proximidad se suma, en los barrios populares, una serie de diferenciaciones en el interior de cada uno. No obstante, no se observa que se haya esfumado toda diferencia; antes bien, hay gradaciones, y el mayor peligro sigue ubicado fuera del barrio, pero ya no puede situarse exclusivamente en algún lugar en tanto oposición organizadora y, por ende, fuente de cierta tranquilidad mediante una operación binaria que expulse el peligro más allá de una frontera específica” (Kessler, 2009, 147).

2 El concepto de “hegemonía conservadora” para el campo de la seguridad, se desarrolla con detalle en Paternain, 2012 a y b.

3 Según un informe de la Comisión Andina de Fomento, América Latina tiene en promedio 368 policías cada 100.000 habitantes (CAF, 2014).

4 Máximo Sozzo ha observado que “las técnicas policiales actuales expresan una forma de pensar la prevención del delito…en torno de la idea de ‘prevención ante-delictum’: la táctica de la sospecha. Prevenir el delito implica actuar sobre un sujeto o un grupo de sujetos definidos de acuerdo a determinados criterios de valoración –en base a rasgos de sus identidades personales y sociales– como peligrosos o sospechosos, en función de estar por realizar un hecho calificado por la ley penal como delito” (citado en Sain, 2008, 152-153).

5 Leyes de Seguridad Ciudadana nº 16.707 del 12/07/995 y 16.928 del 03/04/998.

6 La Ley nº 17.897 del 14/09/005 conocida como de “Humanización del Sistema Carcelario” deshizo parte del camino trazado por las leyes anteriores y –entre otras– permitió un régimen excepcional de libertad provisional y anticipada.

7 Se introdujeron modificaciones en los cupos y modalidades para acceder a los cargos inmediatos superiores bajo el formato de tercios: antigüedad, concurso y designación directa del ministro.

8 El presidente Vázquez, en una entrevista con los medios de prensa publicada en página web de la Pre sidencia (11/07/05), expresó la metodología del Ministerio del Interior frente a los cortes o piquetes: “todo corte de circulación pública que impida el libre movimiento de los ciudadanos va a ser tratado, primero, por la vía de la persuasión, del diálogo; si esto no camina, el Ministerio del Interior, por vías pacíficas, va a desalojar las vías de circulación para que se respete lo que está consagrado en la Constitución de la República”.

9 Ley nº 18.405 de 24 de octubre de 2008.

10 A nivel penitenciario, esta rendición de cuentas otorgó rubros especiales para la construcción de una cárcel de máxima seguridad.

11 A pesar de las advertencias, durante la última década no se logró consolidar una línea de acumulación en materia de encuestas de victimización.

12 Las prioridades se volcaron a la reorganización del sistema penitenciario a través del Instituto Nacional de Rehabilitación, y al cumplimiento de otros tres objetivos vinculados con el diseño organizacional y funcional: la creación de la Dirección General Contra el Crimen Organizado e Interpol, la Guardia Republicana y la Unidad de Auditoría Interna.

13 El tercer gobierno del Frente Amplio, presidido nuevamente por Tabaré Vázquez (2015-2020), ha decidido mantener para la conducción del Ministerio del Interior al mismo equipo que asumiera en marzo de 2010. Con esta evidencia, sólo cabe suponer una línea de política marcada por las inercias.

 

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