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Delito y sociedad

versão impressa ISSN 0328-0101versão On-line ISSN 2468-9963

Delito soc. vol.28 no.47 Santa Fé maio 2019

 

ENSAYOS BIBLIOGRÁFICOS

Orden y castigo. Didier Fassin y su estudio sobre policías y castigos

Order and punishment. Didier Fassin and her study about police and punishment

 

Mariana Galvani* y Karina Mouzo**

* Universidad de Buenos Aires, Argentina marianacgalvani@gmail.com
** CONICET/Universidad de Buenos Aires, Argentina karinagamouzo@gmail.com

 

Recibido: 19/12/2018
Aceptado: 12/03/2019


Resumen

En el presente texto realizamos un recorrido posible por dos libros de la obra de Didier Fassin. Nos referimos a Las fuerzas del orden Una etnografía del accionar policial en las periferias urbanas y a Castigar. Una pasión contemporánea. Más allá de los distintos enfoques asumidos en cada uno de ellos nos propusimos abordarlos en conjunto para de ese modo ver algunos elementos que nos parecen interesantes para enriquecer la mirada de aquellos que, desde las ciencias sociales, nos proponemos estudiar el castigo y el accionar de las fuerzas de seguridad.

Palabras clave: orden, castigo, policía.

Abstract

In this text we make a possible tour of two books of the work of Didier Fassin. We refer to The forces of order An ethnography of police action in the urban peripheries and Punish. A contemporary passion. Beyond the different approaches assumed in each one of them, we set out to address them together in order to see some elements that we find interesting to enrich the view of those who, from the social sciences, propose to study the punishment and actions of the security forces.

Keywords: order, punishment, police.


 

Introducción

Exponente de una trayectoria singular que va desde la medicina a la sociología y la antropología, Didier Fassin explora en sus libros los mundos morales, el castigo, las emociones, las violencias, las desigualdades, en definitiva el orden social. Cuatro son los libros que publicó en nuestro país Las fuerzas del orden. Una etnografíadel accionar policial en las periferias urbanas (Fassin, 2016b) Castigar. Una pasióncontemporánea (Fassin, 2018a), Por una repolitización del mundo. Las vidas des-cartables como desafío del siglo XXI (Fassin, 2018b), y La razón humanitaria. Unahistoria moral del tiempo presente (Fassin, 2016a). Nos centraremos en comentar los dos primeros que abordan de manera crítica algunos aspectos del funcionamiento del sistema penal.

Tanto Las fuerzas del orden como Castigar disertan sobre temas que se articulan en una trama común, en el primero los policías son los actores centrales y sus prácticas son analizadas como operaciones punitivas, y en el segundo el castigo es analizado de manera teórica. Las temáticas son afines pero el modo de abordaje es completamente diferente. Las fuerzas del orden es el producto de 15 meses de trabajo de campo entre 2005 y 2006, mientras que Castigar es el resultado de una conferencia realizada en la Universidad de California en Berkeley, que luego tomó la forma de libro1. Los temas migran de un texto a otro pero, como trataremos de mostrar, mientras los conceptos en Las fuerzas del orden son puestos a jugar en diálogo permanente con los resultados del trabajo de campo, y ese gesto hace que su uso se presente como aclarador, explicativo, necesario, o bien obligue a alguna reformulación, en Castigar, ciertos abordajes conceptuales aparecen huérfanos de ese soporte y ello redunda en una serie de razonamientos especulativos por momentos débilmente fundamentados.

En este sentido sostenemos que Las fuerzas del orden es un texto más acabado, sistemático y fiel a un tipo de etnografía que retoma las discusiones clásicas respecto de la proximidad y el distanciamiento, lo particular y su posible generalización en relación con el caso que se estudia. Una etnografía ambiciosa y potente en la comprensión de los otros como excusa para conocerse uno mismo.

Elegimos 5 tópicos para analizar los dos textos que mencionamos, que desde ya adelantamos no agotan ni la riqueza ni las distintas posibilidades de análisis ni de crítica que los textos de por sí habilitan. Es más bien una selección a nuestro piaccere, y también acorde, pensamos, al paladar de aquellos que venimos de una tradición sociológica vinculada a los estudios del sistema penal.

Por último tal y como lo hace el autor en Las fuerzas del orden compartimos que escribir es traicionar, pero no hacerlo también lo es. En este recorrido sabemos que traicionamos la obra de Fassin, que seguramente no le haremos justicia, pero también sabemos que hacerlo supone acercar a otros lectores a sus trabajos y de ese modo someterla a una crítica que sólo concebimos como constructiva.

De las Brigadas Anticriminalidad al «populismo punitivo»

Fassin en Las Fuerzas del orden realizó observaciones en una fuerza especial de la policía francesa, las llamadas BAC (Brigadas Anticriminalidad). Toma como punto de registro la mirada de los policías que tienen como misión patrullar zonas urbanas sensibles (ZUS) mayoritariamente pobladas por minorías étnicas (inmigración africana, magrebí, subsahariana).

El dilema ético es planteado por el autor en el arranque de la investigación: ¿qué puede significar asumir el punto de vista de los policías? Fassin nos transmite la necesidad de un punto de equilibrio entre el exotismo y la cercanía, entre la empatía y el desagrado frente al modo en que los policías conciben sus trabajos y actúan en consecuencia (o no). Necesita distanciarse pero a la vez asumir la mirada de los policías, plantea que este dilema es superado por aquellos que estudian grupos claramente dominados u oprimidos donde elegir un lado parece una operación fácil, pero se vuelve difícil cuando los grupos estudiados aparecen vinculados a los sectores dominantes, para nuestro antropólogo «...los policías disponen de un poder del que pueden hacer uso y abuso, pero ni su estrato socioeconómico ni las condiciones en la que ejercen su profesión los convierten en personas privilegiadas»(Fassin, 2016b: 60). Por ello en términos metodológicos, para abordar las tensiones y las contradicciones que conlleva la labor policial desde una visión crítica y ética, elige como herramienta la observación no participante. El sociólogo y antropólogo optó por una «estricta abstención», consciente de que cualquier participación suya a favor de los ciudadanos en las intervenciones de los policías podían tener consecuencias que no controlaba, por un lado, y por el otro, que su participación podía ser leída como un acto de connivencia con la policía. Hace ya un tiempo largo que en nuestro país las prácticas de los policías son analizadas y es la antropología uno de los lugares desde donde se nos invitó a conocer un mundo que era, pensamos, estigmatizado y subestimado porque, o bien se suponía que ya se lo conocía y entonces la «cultura policial» verticalista, homogénea, asfixiante lo explicaba todo, o bien porque no merecía la pena ser conocido. De cualquier modo esas no son opciones a la hora de dar cuenta de prácticas llevadas adelante por agentes estatales que deciden en el límite sobre la vida de las personas. Fassin realiza un trabajo etnográfico de un año y medio sobre los quehaceres de un grupo de funcionarios que se supone deben dedicarse a la seguridad pública aunque en realidad se trata de eso y mucho más. Por qué actúan como actúan, por qué hostigan a ciertas personas, cómo justifican sus prácticas, son algunas de las dimensiones que el antropólogo indaga y que no pueden soslayarse a la hora de comprender la multiplicidad de prácticas divisorias que atraviesan la gestión del espacio público (y también privado) y el control y regulación de espacios, individuos y poblaciones.

En efecto, la experiencia de participar de las actividades de patrullaje le permitió a este autor condensar en imágenes muy potentes algunas cuestiones que hacen a la rutina del trabajo policial, de allí que afirme que lo que predomina es el tedio, el aburrimiento, la sensación de futilidad, más que la acción y el peligro como se nos invitan a ver en las series televisivas. De todos modos, la tensión está presente en la medida en que todo habitante de estos barrios es visto como culpable de algo y por ende como potencial merecedor de un castigo.

Dos afirmaciones fuertes le permiten al autor tender un puente entre el caso de estudio específico y un contexto más amplio o, como él señala, pasar de la etnografía a la antropología. Una es el ascenso y expansión del populismo punitivo a nivel mundial, y la otra el aumento de la intolerancia hacia ciertas incivilidades.

Comencemos por el último punto, el aumento de la intolerancia hacia ciertas conductas supone que prácticas otrora toleradas ahora sean reprochadas o directamente castigadas. No se trata de cualquier práctica sino de aquellas llevadas a cabo por quienes se encuentran económica, racial y espacialmente segregados. Existe un cierto relativismo moral que hace que las prácticas de esos sectores sean las intolerables. Dicho de otro modo, no importa lo que se hace sino quién lo hace. El ejemplo claro es el del consumo de drogas por parte de los jóvenes, que es tratado con condescendencia en los adolescentes parisinos pero perseguido y penado en los jóvenes de las periferias. La diferenciación entre quienes cuidar y a quienes hostigar aparece claramente en una escena donde el antropólogo francés acompaña a una patrulla que observa cómo unos jóvenes universitarios se divierten, están alcoholizados, van por las calles, y el problema que comentan los policías es que pueden ser «atacados» por otros. En ningún momento los detienen o irrumpen en su fiesta (como sí lo hacen con jóvenes de otros sectores sociales) y los comentarios que escucha el antropólogo son de admiración en relación con el alto nivel de ingreso de las familias de los jóvenes que participan de la diversión.

La intolerancia se traduce también en prácticas de hostigamiento sistemáticas como el pedido de documentos sobre todo a jóvenes provenientes de minorías étnicas que transitan por las calles. En cierta forma lo que no se tolera pareciera ser la propia existencia de estas poblaciones acosadas y acusadas de desacato y de desobediencia a la autoridad.

El aumento de la intolerancia tiene uno de sus puntos de anclaje en la política de «hacer números», es decir, engrosar las estadísticas delictivas como forma de dar cuenta de las buenas prácticas policiales en su combate contra el delito. Vale mencionar acá que la policía francesa es una policía de Estado, centralizada, y que por ende las cuentas se rinden al Estado Nacional y que en opinión del autor esto lleva a politizar las cifras. Fassin pareciera suponer que una policía descentralizada puesta bajo controles locales podría ser una policía menos violenta, más supervisada. Es un punto a explorar la incidencia de los modelos centralizados y descentralizados en relación con el uso de la violencia.

Asimismo, para Fassin el aumento de las tasas de encarcelamiento a nivel mundial (con algunas pocas excepciones) y las políticas de mano dura se generalizan por doquier. Caracterizado de este modo, el ascenso del «populismo punitivo» le permite al autor conectar el caso específico con un telón de fondo más amplio. En efecto, percibe el trabajo de la BAC como un granito de arena en una extensa playa que abarca al menos el mundo occidental. Del caso puntual a la posibilidad de ver en ello un fenómeno global hay sin dudas un salto que, por un lado celebramos, porque renueva una vocación explicativa que pensamos es hacia donde las ciencias sociales deben tender, pero también sentimos la obligación de cuestionar, o bien problematizar el salto generalizador. En primer lugar, las particularidades del contexto francés no son de fácil generalización, como el autor bien lo denota, el pasado colonial, la vinculación entre inseguridad e inmigración, la llegada tardía de atentados denominados terroristas dentro de Francia, las políticas urbanas, sociales y penales llevadas adelante tanto por gobiernos socialistas como conservadores hacen de esto un caso específico.

En este sentido, las distancias con otros contextos pueden ser múltiples y problemáticas y necesitan mayores mediaciones entre el caso en cuestión y el «momento punitivo». Decimos esto porque de otro modo pareciera que el ascenso del punitivismo funciona como un concepto que puede básicamente explicarlo todo.

Tomar al «populismo punitivo como la clave explicativa de los fenómenos penales de nuestro tiempo apareja múltiples controversias, algunas de ellas se exploran en un libro compilado por Mariano Gutiérrez que llama la atención sobre la generalización del uso de esta denominación y sus consecuencias (Gutiérrez, n.d.). La construcción de esta variable relacionada solamente con el aumento del encarcelamiento sesga la multiplicidad de factores que inciden en el aumento de los niveles de punitividad de cada sociedad y desatiende los niveles de dolor y sufrimiento que las diversas prácticas de castigo supone (Sozzo, 2016). Y que es aquello que, justamente, Fassin se propone analizar.

Desde nuestro punto de vista lo más valioso de su trabajo es sin lugar a dudas ahondar en la cotidianeidad, en los detalles del quehacer policial de una manera impresionista, meticulosa entrelazando el día a día en las calles con decisiones políticas como la de «hacer números», «defender territorios», etc. Algo de este tenor sobrevuela también en Castigar con afirmaciones un tanto problemáticas y que pensamos requieren ser fundadas más sólidamente. A saber, que Francia vive su momento punitivo más importante desde el fin de la segunda guerra es una afirmación fuerte, arriesgada. El dato sobre el que se apoya, como ya mencionamos, es la cantidad de personas presas y su escasa correlación, en ciertos casos, con la cantidad delitos cometidos. Esto sería coherente (más no suficiente) si para el autor castigar fuera solo la aplicación de un castigo legal cuyo efecto es la privación de la libertad, sin embargo, gran parte del libro avanza sobre modos de castigo in situ que van más allá de lo legalmente estipulado: reprimendas, humillaciones, vejaciones físicas y verbales. Violencias que las fuerzas del orden disponen y que no necesariamente se traducen en encarcelamientos. Si castigar supone esas acciones, es decir prácticas ilegales que muchas veces no quedan documentadas, ¿cómo medir el momento punitivo? ¿Cómo establecer comparaciones entre distintos momentos históricos o entre distintos contextos nacionales?

Es tentador dejarse llevar por una categoría como la de «populismo punitivo» que nos permite hablar de políticas conservadoras y reaccionarias respecto de la política penal y que nos amplían el escenario de análisis, sin embargo el momento punitivo requiere ser explicado en sí mismo para luego ser aquello que permite comprender contextos distantes y dispares en más de un sentido.

Vale aclarar aquí que mientras la noción de populismo punitivo es tributaria del uso que de ella hacen Bottom, Garland, Wacquant y otros, el momento punitivo es la expresión que el autor utiliza en Castigar y que más que ahondar en dicho momento lo utiliza como excusa para comprender qué es el castigo. De cualquier modo, siendo el momento punitivo su punto de partida pensamos que debería ser profundizado, sobre todo si está dispuesto a considerarlo un acontecimiento de una magnitud como las que en las dos obras que comentamos le otorga.

De la ley al orden: intolerancia selectiva

Otro aporte del autor francés sobre la labor policial de la BAC es captar a través de su trabajo etnográfico el desplazamiento que se da desde la aplicación de la ley hacia la imposición de un orden. Muestra a partir del análisis de su material empírico el modo en que se pasa de una lógica de la prohibición, en relación a la aplicación de la ley, de lo que se puede o no hacer, a la filigrana de cómo y quiénes pueden circular, vivir, estar en el espacio público. El autor muestra esto con alguna pretensión de novedad, desatendiendo que la sociología del sistema penal hace ya mucho tiempo que llamó la atención sobre este particular.

Distinto es lo que ocurre en Castigar, donde esta tradición es recuperada de la mano de Malinowski. Allí reproduce el caso de Kima’i, el joven que se suicida cuando es denunciado públicamente por un delito grave. Aquí el límite de lo tolerable y lo intolerable no es la ley sino la denuncia pública, la exposición del caso ante la comunidad.

Desde otro ángulo, cuando a comienzos de los años ‘80 fue publicado Broken Win-dows, el famoso texto de Wilson y Kelling (Wilson & Kelling, 2001), quedan objetivadas dos cuestiones, el desplazamiento que lleva del desorden al delito por un lado, y la bifurcación del delito en delito objetivo y subjetivo, por otro. En dicho texto se esboza que uno de los modos de operar sobre la percepción del delito -ese mundo de sensacioneses generar espacios «seguros», «defendibles», ordenados a partir de la diferenciación que la policía, en alianza con la comunidad, realiza entre habitantes regulares y extraños, actuando incluso de forma más intensa sobre las pequeñas incivilidades o desórdenes que sobre los delitos propiamente dichos. Tejiendo un entramado secuencial entre los desórdenes y los delitos que hace emerger como necesario el ordenamiento inmediato de los primeros como medio de evitar los segundos.

Ahora bien, mientras que en Broken Windows la alianza con la comunidad se debe articular en el territorio y a partir de allí se gestiona el desplazamiento de los extraños, en el caso de la BAC en Francia, se trabaja sobre territorios ya configurados como el lugar de los extraños, sin ningún tipo de alianza con la comunidad de los que allí habitan, sino fortaleciendo las fronteras entre esos territorios y el de los «verdaderos ciudadanos».

Dos décadas antes de Fassin las reflexiones sobre este desplazamiento fueron tematizadas tanto de manera crítica como en un ejercicio de naturalización y reificación como en el citado texto de Wilson y Kelling. Así las cosas, no por ello deja de ser interesante y una novedad en sus propios términos la densidad comprensiva de un trabajo etnográfico que nos vuelve a recordar y nos vuelve a enfrentar a esta modalidad de gobierno de las poblaciones —para decirlo en este caso con un guiño foucaultiano—. Asimismo, en Castigar, aparece la cuestión de los desórdenes, pero en este caso, a diferencia de lo que presenta en Las Fuerzas del orden la pregunta sobre las incivilidades toma la forma de una pregunta por las sensibilidades y las emociones. El antropólogo afirma en la introducción de Castigar que los individuos se muestran cada vez menos tolerantes a todo aquello que perturba su existencia. Y que a ello se suma una modulación de las sanciones y un endurecimiento de las relaciones sociales y un fuerte relativismo de los juicios morales. Por esta vía avanza para comprender el castigo, su fundamento, su naturaleza específica, e indica que el castigo devino el problema a analizar. Para dar cuenta de este análisis elije lo que denomina un método híbrido, un cruce entre la etnografía y la genealogía, una antropología crítica. Su propósito es recorrer un camino distinto del transitado por juristas y filósofos, no partir a priori de una definición del castigo sino, por el contrario, llegar a dicha definición sin encorsetarse con un objeto pre-dado. La propuesta es ambiciosa y rompe en cierto modo con las reglas del campo al no quedar ubicado en ninguna tradición conocida, sin embargo los resultados a los que llega nos suenan conocidos. A saber, que no hay relación entre delito y castigo, que no hay proporcionalidad entre delito cometido y castigo impartido, que es difícil discernir entre castigo y venganzas son cuestiones ya dichas y analizadas. Los trabajos de Durkheim, Rusche y Kirchheimer, Nietzsche, entre otros clásicos, detectaron hace ya mucho tiempo estos puntos críticos de la relación entre delito y castigo.

Por eso pretender que una novedosa perspectiva de abordaje por sí sola lleva a descubrir algo nuevo es al menos improbable en la medida en que la novedad no viene de la mano solamente de un cruce metodológico o de perspectiva sino de un profundo conocimiento del estado del arte. No obstante, la originalidad del trabajo de Fassin no viene tanto de sus reflexiones teóricas como de su trabajo de campo que le da carnadura a la afirmación respecto de que la intervención policial de las BAC es una operación punitiva. Volveremos sobre este punto.

Cuestión social como cuestión marcial

Otro de los aspectos que el sociólogo tematiza es el tratamiento de la cuestión social como cuestión marcial. En la línea de Robert Castel (2004) sostiene que el abandono del estado social —la pérdida de derechos asociados a la condición de trabajador por gran parte de la población—, supuso que los habitantes que más inseguros se sienten, que más manifiestan temores y miedos que se traducen en «inseguridad», sean los habitantes de las zonas urbanas sensibles (ZUS). Para estos sectores la cara visible del Estado es la policía con sus prácticas de persecución, hostigamiento y humillación, prácticas que profundizan la inequidad y las diferencias sociales, de allí su desconfianza a todas las instituciones públicas que se traducen por ejemplo en su elevada abstención a la hora de votar gobernantes.

Para Fassin se construye un discurso de guerra contra las drogas con el supuesto objetivo de repeler el narcotráfico pero lo que realmente pasa es que progresivamente se penaliza el consumo y a los pequeños vendedores, lo que tiene como consecuencia el incremento exponencial de la población privada de su libertad. Esta manera de tramitar la cuestión social como cuestión marcial radica en los modos que, según el autor, se construye la inseguridad como problema.

Otro ejemplo en relación con el tratamiento de la cuestión social como cuestión marcial es la declaración por parte del gobierno francés del estado de emergencia en materia de seguridad en 2005. Esto ocurrió luego de la revuelta de jóvenes2 que conmocionó a Francia, cabe recordar que estos hechos se produjeron como respuesta a la muerte de dos jóvenes que por temor huyeron de la policía y se electrocutaron al refugiarse cerca de un cable de alta tensión. En la declaración del estado de emergencia en materia de seguridad queda objetivada una situación supuestamente urgente, de vida o muerte, que hace necesario que se libren infinitas batallas (en las que importan más los fines que los medios) hasta que se salde definitivamente esta suerte de conflicto interno. Flagelo, cuna de todos los males, semilla del terrorismo, la delincuencia de poca monta es el lugar predilecto donde colocar todas las alarmas e inseguridades sociales. La diferenciación de los ilegalismos tiene aquí como efecto su coto de caza predilecto, su zona social, racial y geográficamente delimitada que permite dejar en las sombras otro tipo de ilegalismos de raramente son perseguidos.

El autor muestra una aparente contradicción entre, datos estadísticos que revelan tasas de delito relativamente estables, encuestas que dan cuenta de una clase media despreocupada por el delito y, el accionar fuertemente represivo de la BAC sobre los habitantes de las periferias. En este punto los medios masivos de comunicación, fundamentalmente la televisión, juegan un rol relevante, dado que a criterio del autor, el modo en que se muestran las intervenciones de las fuerzas del orden sobre las personas y los territorios reviste tal espectacularidad que de manera circular quedan construidos en el mismo gesto los sujetos como ultra peligrosos y por ende la justificación de la acción violenta de los policías. De este modo dichas prácticas son toleradas y no generan ningún tipo de resistencia o cuestionamiento social.

De modo tautológico se arma una suerte de explicación de sentido común en el que la violencia y la espectacularidad de las intervenciones se justifican por la supuesta peligrosidad de los sujetos involucrados. Vale decir que el modo en que se construye el peligro en el caso francés supone la yuxtaposición de los siguientes términos o, dicho de otra forma el armado de la siguiente serie: jóvenes-inmigrantes-violentos-terroristas. De este modo, la peligrosidad de estos sujetos implica el despliegue de prácticas violentas, prácticas propias de un escenario bélico. El retorno de las «clases peligrosas» viene de la mano de la sociedad del espectáculo que se monta en nombre del peligro y del exotismo que se le atribuye a estas poblaciones. Del mismo modo en Castigar el autor afirma que:

(…) se castiga cada vez más independientemente de la evolución de la criminalidad, que se penalizan las infracciones menos en función de su gravedad que en función de quienes la cometen, que para sancionarlos y a menudo encerrarlos se selecciona a las categorías más frágiles en el plano socioeconómico y a las más marginalizadas por razones etnoraciales y que, en fin, todo ese proceso hace a la sociedad a mediano plazo más insegura y a largo plazo más dividida (…) (Fassin, 2018ª: 187).

A su vez, las intervenciones militarizadas, el espectáculo y la construcción mediática de estos sujetos y poblaciones peligrosas, tiene su punto de apoyo en una legislación que habilita formas de la excepcionalidad para los policías de la BAC, las figuras del desacato o de la de resistencia a la autoridad, son las más comunes en las que la imputación surge de lo que el policía define y dice en torno a una situación de supuesto conflicto.

Un punto interesante a tener en cuenta en las discusiones que se dan en nuestro contexto es que Fassin lejos de considerar que las BAC son una expresión de la militarización de la seguridad interna, considera más bien que son la expresión de intervenciones paramilitares que operan más allá de la ley y que tejen vínculos con sectores políticos de extrema derecha. Las BAC no se mueven en el terreno de lo legal sino de la excepción permanente. Vestidos de civil, con armas letales y subletales a disposición, subidos a sus patrulleros atraviesan durante el día y la noche las ZUS en busca de alguna presa fácil que les permita engrosar sus estadísticas.

La violencia desplegada cotidianamente sobre los habitantes de los suburbios encuentra su condición de posibilidad en los estereotipos construidos alrededor de ellos y en los modos de habilitar dicha violencia en nombre de la guerra contra la delincuencia. Ahora bien, si como mencionamos la segregación social y espacial se superpone con la racial, siendo este un componente central para la estigmatización de los pobladores de las ZUS, el autor agrega que ningún policía se reconoce racista y en muy pocos casos dudan de lo que hacen. Esto es así porque el racismo de los policías es el de la sociedad francesa, hay continuidad y afinidad allí, esto les permite encontrar mecanismos de neutralización y de justificación de sus prácticas en discursos sociales ampliamente compartidos, que naturalizan la humillación y el maltrato de los habitantes de las periferias.

La cuestión social entonces, tramitada como cuestión marcial nos alerta respecto del tono y el espesor de las medidas de intervención que se despliegan. El antropólogo señala con ejemplos varios la similitud entre la forma en que las BAC actúan sobre los territorios y las tácticas bélicas que operan como formas extrajudiciales de Castigar (como los castigos aleatorios, y/o colectivos y/o castigos ejemplares).Y una vez más no se trataría de la militarización de la seguridad sino la paramilitarización consensuada.

Castigar a través de las BAC

Desde nuestro punto de vista, el aporte más interesante que hace el autor es leer las intervenciones policiales de la BAC como operaciones punitivas, como la impartición de castigos legitimados de forma directa sin mediaciones legales. Castigos que producen sufrimiento (de hecho esta es la única característica del acto de castigar que, según Fassin, lo define como tal) y que son percibidos de ese modo tanto por el observador como por los propios sujetos involucrados. Varios elementos se conjugan para sostener esta afirmación. Uno de los más gravitantes lo señalamos en el punto anterior y es el modo en que se construye desde una multiplicidad de discursos (políticos, mediáticos, sociales) y prácticas la imagen de una otredad peligrosa. Los «guachos» como les dicen a los jóvenes de las ZUS son la imagen biologizada e infraciudadana de una amenaza que está al acecho de manera permanente. Además el castigo sobreviene sobre poblaciones enteras de manera aleatoria, desdibujando la responsabilidad individual, piedra de toque de la penalidad moderna. Cualquier puede ser castigado, todos puede ser castigados por el mero hecho de ser un habitante inmigrante de la periferia. A esto se suma que los policías afirman que los «guachos» los odian y están dispuestos a causarles daño, esto refuerza la otredad como una amenaza de la que deben defenderse y la idea de estar librando una suerte de guerra, con bandos, con enemigos, con trincheras. Por otra parte, no confían en los jueces, los ven como ineficaces en la realización de su trabajo. No castigan como se supone deberían, la falta de  pruebas y los vericuetos burocráticos obstaculizan la ejecución de los castigos. Dicho de otro modo, a los policías les molesta el debido proceso. Y esto es así debido a que sienten que corre por cuenta de ellos castigar y defenderse, se sienten interpelados a hacerlo. Los discursos políticos que hablan de una guerra contra el delito y construyen al delincuente como un enemigo de la sociedad los habilita a realizar prácticas que de otro modo necesariamente llevarían a un conflicto moral. Señala Fassin que se le han incrementado las prerrogativas para actuar y se ha munido a las policías de armas subletales3 (y por supuesto letales) para el ejercicio de sus funciones. De este modo se sienten como dice el autor con derecho a hacer «justicia», una justicia que está socialmente determinada y, agregaremos, habilitada. De allí que sean poco los conflictos internos, es decir, subjetivos que estas prácticas producen. En efecto, el antropólogo describe a los policías como parte de una comunidad moral integrada que no entra en fricción con percepciones morales más amplias. Ello se conjuga con una profunda lealtad a la institución que hace difícil o imposible su crítica.

Así las cosas, golpes, vejaciones, humillaciones son parte del catálogo de violencias banalizadas y normalizadas que los habitantes de las ZUS padecen por parte de los policías de la BAC. Vale retomar acá algo sobre los que el antropólogo repara y que citamos al comienzo del artículo y es que a pesar del poder que despliegan los policías son actores con poco capital económico, social y simbólico. Retomamos una frase del autor: «…los policías son los inmigrantes del interior contra los inmigrantes del exterior» (Fassin, 2016b, p. 73). En efecto, cuatro de cada cinco policías son campesinos blancos que encuentran en el trabajo policial una fuente laboral estable. Los inmigrantes internos y los externos son grupos sociales con poca conexión que provienen de tradiciones culturales muy diferentes, se manejan en torno a estereotipos, no fueron socializados en espacios cercanos, ni compartieron territorios. Como en un degradé de exclusiones los campesinos blancos que componen esta fuerza especial humillan a los inmigrantes externos provenientes en su gran mayoría de las ex colonias francesas. Las huellas del pasado colonial perviven así en las prácticas policiales actuales.

Las actuaciones de los policías son prácticas de castigo, de un castigo que implica un sufrimiento que se aplica al margen de la legalidad o en la excepción que la propia ley habilita. Además, puede castigarse a cualquiera por el simple hecho de habitar determinado territorio y asimismo las formas del castigo revisten las más diversas formas de la violencia. Estos elementos llevan a Fassin a un territorio que compartimos, el de pensar más allá de la policía y poner el foco en los discursos sociales que sostienen, habilitan e interpelan estas prácticas. De allí la importancia que el autor le da al campo político, al mediático, al judicial por citar algunos de aquellos en intersección permanente con el campo policial.

Efectos se subjetivación

En este último apartado nos interesa reponer lo que el sociólogo indica respecto de los efectos de subjetivación que las interacciones de las BAC con los habitantes de las periferias producen. Mencionamos que la moral integrada de la cual los policías forman parte hace posible llevar adelante prácticas ilegales que de otro modo generarían algún tipo de incomodidad por parte de quienes las ejecutan. Es decir, los policías se subjetivan de un modo en el que sus prácticas son coherentes y tienen sentido en torno a su misión de imponer un orden social determinado.

Ahora bien, en un desplazamiento del foco inicial de su investigación en Las Fuerzas del orden el antropólogo se aventura en el terreno de los efectos de subjetivación que las prácticas policiales tienen sobre los pobladores de las ZUS. Ya no se trata del punto de vista de los policías sino de su «clientela». Allí la noción de violencia se complejiza, no basta con definir que la particularidad de la función policial es el uso de la fuerza física como lo hace Egon Bittner en sus estudios clásicos (Bittner, 2003), sino que se debe prestar atención a otros modos del ejercicio de la violencia que producen el «habitus del humillado». Es decir produce un cuerpo, un modo de mirar el mundo, y de autopercibirse.

La sistematicidad y certeza de prácticas que sin comportar violencia física, sin embargo, despliegan otros modos de la violencia como la continua provocación, humillación, denigración, sometimiento, convence a los ejecutores del ejercicio de la violencia y a quienes la reciben de ser merecedores de dicho trato. La violencia cotidiana es un modo férreo de objetivación/subjetivación en la que quien padece los golpes y las humillaciones se asume como merecedor de las mismas. Como indica el autor se los trata como culpables de una falta que no cometieron y a la vez se sienten avergonzados por la violencia de la que son depositarios. De este modo, la desigualdad deviene en un modo de la dominación, via el poder policial, y la injusticia provoca sometimiento en la medida en que todo tipo de resistencia a este tipo de poder parece fútil, puesto que la policía cuenta con protección política y judicial en caso de infracción o incidentes.

Reflexiones finales

Cuando escribimos sobre los textos de Fassin un recuerdo nos vino a la cabeza, en una charla dada por un importante catedrático francés en Argentina le preguntamos respecto de los niveles de violencia policial en su país. La respuesta fue taxativa, no existe la violencia policial en Francia, allí no pasa nada parecido a lo que acontece en Argentina. Quedamos un tanto desconcertadas, corría el año 2008 y los disturbios de los jóvenes de las periferias nos habían dejado imágenes de una policía bastante cercana a la que conocemos. Por otro lado, nuestro interlocutor, en sus estudios definía la violencia como aquello que los actores definen como tal, una mirada propia de estudios de caso, situados, desde una perspectiva interaccionista donde la definición corre por cuenta de los actores involucrados.

Los libros de Fassin que comentamos en este artículo son evidencias de que algo de lo que intuíamos pasaba en Francia, y no se trataba de lo oculto sino de lo que está ahí y de lo que no se habla excepto en la clave de la otrificación que habilita su exclusión. Y allí la violencia aparece en los relatos y denuncias de los que la padecen y no son escuchados y en los discursos de quienes la ejecutan esgrimiendo un amplio catálogo de justificaciones que no emergen de su razonamiento personal o corporativo, sino que forma parte del catálogo de justificaciones sociales a este tipo de prácticas.

Los policías no se perciben como violentos, no perciben que violan la ley y no se perciben racistas. Pero no se trata solo de los policías, se trata de sectores con poder económico, cultural y social de la sociedad francesa que legitiman esa violencia. Pero la lista no termina acá, los propios sectores vulnerados, naturalizan prácticas violentas y opresivas.

Los policías no son unos «locos» que andan por ahí haciendo de las suyas, son la expresión de racismos y prejuicios muy arraigados socialmente y sobre los cuales se sedimenta un determinado orden social que al menos en este aspecto, en el contexto francés, no diferencia entre derechas e izquierdas.

A su vez, los textos nos abren todo un escenario de discusión posible, si los actores no definen como violentas sus prácticas o sus experiencias (ya sea que se trate de los policías que así lo ven o de los habitantes de las periferias que como efecto de la naturalización de los maltratos y humillaciones ya nos los registran como tales) ¿eso quiere decir que no son violentas? Nos interesa plantear esta discusión no para saldarla sino porque es un problema que nos atraviesa como analistas de las fuerzas de seguridad. Fassin lo resuelve despegándose de la definición de los actores y usando violencia como categoría analítica diferenciada de los sujetos que investiga. Y construye una definición moral de la violencia.

Analizar las prácticas de las BAC lo llevó a repensar ¿qué es el castigo?, ¿por qué se castiga? y ¿a quién se castiga? Los modos punitivos actuales a su criterio se desvinculan de los sujetos individuales y de los actos considerados delitos. Es decir, cuando las BAC castigan lo hacen sobre todos los habitantes de la periferia, sobre cualquiera, independiente del acto cometido o la responsabilidad supuesta. La aleatoriedad de la acción tiene un inmediato efecto disciplinante, el miedo a la humillación y a los golpes genera sujetos dóciles.

Resaltamos por último tres elementos que nos sirven para seguir reflexionando sobre nuestro contexto, en primer lugar, la idea de una paramilitarización consensuada que articula con los sectores políticos de extrema derecha. En segundo lugar, los modelos de policía centralizada/descentralizada. Y en tercer lugar, el castigo como práctica policial.

Podríamos decir que el trabajo de Fassin se trata de un aguafuerte, no en vano Roberto Arlt titula sus notas diarias de ese modo ya que «el aguafuerte (acquaforte) se basa en la revelación de una superficie cubierta, por medio de un punzón y el trabajo del ácido» (Blaisten, 2007). Análogamente el francés utiliza la antropología como punzón, incisión sobre la realidad que deja la superficie al desnudo y la expone a la acción del ácido.

 

Notas

1 Se trata de las Tanner Lecture on Human Values que se brindan cada año y que son en general dictadas por filósofos, Fassin fue el primer antropólogo en dar una conferencia en dicho espacio.

2 Los disturbios iniciados en los suburbios de París en 2005 (luego se extendieron a distintos lugares de Francia) se iniciaron el jueves 27 de octubre de 2005, se caracterizaron por el incendio de coches y por violentos enfrentamientos entre cientos de jóvenes y la policía francesa. Los incidentes comenzaron tras la muerte de dos jóvenes musulmanes de origen africano mientras escapaban de la policía en Clichy-sous-Bois, una comuna pobre del este de París, y fueron exacerbados por las declaraciones del ministro de Interior Nicolás Sarkozy. En clave de guerra estatal se pronunció en aquel momento el primer ministro Dominique de Villepin, aseguró hoy que «el Estado no cederá» y añadió que «el orden y la justicia en nuestro país tendrán la última palabra»; «Rechazo que bandas organizadas hagan la ley en ciertos barrios, que redes del crimen y del tráfico drogas se aprovechen de los desórdenes para prosperar», dijo Villepin. (https://www.levanteemv.com/internacional/2963/villepinceder/148120.html

3 Solo indicar que la denominación de armas subletales debe ser puesta en discusión, el propio Fassin cita el caso de una persona muerta por el uso de una pistola TASER.

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