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Delito y sociedad

versión impresa ISSN 0328-0101versión On-line ISSN 2468-9963

Delito soc. vol.30 no.51 Santa Fé jun. 2021

http://dx.doi.org/https://doi.org/10.14409/dys.2021.51.e0028 

Artículos

Sexo, violencia y desigualdad. Mujeres en la policía*

Sex, violence and inequality. Women in the police

1Conicet

2Universidad de Buenos Aires

Resumen

La amplia cantidad de casos de abuso y violencia a los que se ven sometidas las mujeres policías en Argentina habla de un escenario institucional y rutinario. Atender a esta problemática implica dos movimientos concatenados. En primer lugar, aquel que nos lleva a preguntarnos por las tramas con que se teje el ejercicio del poder policial. En segundo lugar, aquel que nos lleva a interesarnos por ciertos usos de la sexualidad que dotan de sentido a las interacciones laborales en el mundo policial. Sobre esto versa este trabajo: sobre el modo en que se relacionan, violencia sexual y sexualidad, con la administración —formal e informal— de derechos, garantías y tareas profesionales.

Palabras clave sexo; desigualdad; policía; violencia; mujeres

Abstract

The large number of cases of abuse and violence against Argentinean police women reveals an institutional and daily scenario. Paying attention to this matter implies two related movements. In the first place, one that makes us wonder about the practices that sustain the exercise of police power. In the second place, a movement that makes us take interest in the particular uses of sexuality that give sense to labor interactions in the police world. With these issues deals this paper: with the way in which sexual violence and sexuality relates to the formal and informal management of rights and professional tasks.

Keywords sex; inequality; police; violence; women

I.

El oficial la saca de la comisaría y la mete en el patrullero. Mientras la lleva, le va hablando de sus dos hijas chiquitas. Él sabe que ella está en pareja con una mujer. Le pregunta qué se siente eso de «estar con otra mina». Después vuelve a mencionar a sus hijitas. Le dice que le pregunta por curiosidad. Nomás «para estar preparado». En caso de que alguna de sus hijas… La frase no la termina, aunque no hace falta. Ella tiene veinte años. Sabe que le pregunta para calentarse y manosearla. El patrullero sigue avanzando. Están lejos de todo. En ese pueblo todos se conocen. Él viene de una familia complicada. Le pegó un tiro al padre y al final resultó diciendo que todo había sido un accidente, que el arma se había disparado mientras la limpiaba. El patrullero avanza. Al final de la noche, cuando todo termina, ella se convence de que, contra ese tipo y contra esa familia, conviene no hacer nada. Después de todo, él es un oficial de trayectoria y con una dependencia a cargo. Ella también es oficial, pero recién acaba de graduarse. Y esa es una de sus primeras rondas de rutina.

Escuché ese relato acodada en la mesada de la cocina, el teléfono pegado fuertemente a la oreja, temerosa de perderme alguna de las palabras que me llegaban, débiles, a través de esa llamada de larga distancia. Natalia1 hablaba mientras se iba moviendo por su casa. De pronto se oía el agua de la canilla corriendo. O los ladridos de los perros al fondo del patio. El murmullo de las tareas domésticas ponía un contrapunto extraño a lo que me iba contando. Yo escuchaba y anotaba, la letra inentendible de tan apurada, corriendo sobre el papel para que ni la más mínima frase se perdiera. «Mi papá era policía / no quería que yo entrase y yo entré / siempre me decía que las mujeres policías iban a ser las mujeres de los jefes». «Se empedaba y te soltaba el pelo / te lo acariciaba / era un baboso, ese jefe / se peleaba con la mujer y te lo contaba». «Es que para ellos / digo los jefes / las mujeres policías no son un efectivo más / son siempre un efectivo menos».

El 2019 vio irrumpir con fuerza, en la agenda pública argentina, un tema tal vez no nuevo pero hasta entonces no tan visible. De pronto, los portales de noticias se llenaron de notas sobre la violencia que sufrían, a manos de jefes y compañeros, las mujeres policías.2 Amenazas, golpes, abusos, violaciones, femicidios: el espectro de lo antes acallado se desplegó con fuerza mediática y política, de la mano de la difusión pública y del accionar de distintas redes de mujeres policías, congregadas por la defensa de sus derechos.

Los casos resonaron largamente en la sensibilidad social, acostumbrada a lidiar con el frondoso prontuario en ilegalismos, apremios y criminalidades varias que tienen las policías locales (Tiscornia, 1997a, 1997b, 2008; Frederic, 2008; Pita, 2010; Sain, 2008, 2010; Barreneche, 2010, 2011; Dewey, 2011; Pita y Pacceca, 2017), pero desacostumbrada quizás a contar entre sus víctimas al propio personal policial. La extrañeza ante la «novedad», por llamarla de algún modo, tiene sus razones. Mientras numerosos análisis e informes se han alzado para visibilizar la larga lista de abusos y violencias que tienen a la institución policial por protagonista, pocas son las cifras —por no decir que son nulas— que dan cuenta de esa violencia derramada contra su propio personal. Que esas estadísticas sean esquivas es comprensible. Lo que sucede hacia el «interior» no se visibiliza porque no se denuncia. Los trapos sucios se lavan en casa.

Una encuesta federal y anónima realizada de modo casero a principios del 2019 en el Facebook de una red de mujeres policías indica, justamente, que más del 60% ha sufrido algún tipo de violencia y/o abuso en el ámbito institucional y nunca ha realizado formalmente la denuncia.3 Cuando lo han hecho, la sanción al agresor ha alcanzado sólo al 4% de los casos.4 El resto —la aplastante mayoría— ha seguido sin enfrentar consecuencias. Los números son elocuentes y las conclusiones, fáciles: los hombres denunciados son encubiertos; las mujeres denunciantes, castigadas. Más alicientes para evitar la denuncia.5

Este trabajo busca situarse en un tipo particular de casos dentro del espectro de la violencia que sufren, institucionalmente, las mujeres policías: aquellos que encarnan en las diversas modalidades del acoso, el abuso y la violencia sexual.6 ¿Por qué atender, en este texto, especialmente a ellos? No, por supuesto, con ansias de encumbrarlos por sobre otros. Pero sí con el objetivo de tomarlos, analíticamente hablando, como casos testigo. No necesariamente por su recurrencia (aunque esto obviamente también es un dato: la encuesta mencionada indica que un 18,5% de las policías consultadas ha pasado por tales experiencias). Son estos casos, sobre todo, paradigmáticos en otro sentido, pues aúnan registros disímiles no por contraposición sino por una contigüidad siempre móvil: hablan por supuesto de lo coactivo, pero se emparentan también con eventos de otro orden. Se trata, en definitiva, de casos que ayudan tanto a complejizar como a dinamizar discusiones de importancia dentro del ámbito de lo policial.

Primeramente porque muestran, con su recurrencia, que asistimos a un escenario que no es sólo institucional sino rutinario. Porque no asistimos acá —como viene demostrando una y otra vez la literatura en la temática— a eventos excepcionales, comportamientos individuales o conductas desviadas, sino a prácticas naturalizadas, llevadas adelante por agentes sociales sostenidos por formas típicas de intervención policial tanto hacia «afuera» como hacia «adentro» de la institución.7

Pero también porque muestran, con su devenir fluyente, el lazo sutil pero firme que recorre, uniendo, registros disímiles. Tenemos, por un lado, los casos específicos que venimos mencionando. La violencia sexual que llega, por espectacular, a las portadas de los diarios. Aquello que, por delictivo y brutal, se recorta como extraordinario. Pero más allá de ese polo existen otros casos, otras realidades. Más allá de ese polo existe lo rutinario: la realidad que se mueve en la bruma cotidiana que invisibiliza lo común y repetido. Hablamos ya no del sexo coaccionado, sino de algo muy distinto y ya explorado para estos ámbitos: hablamos del sexo como instrumento de negociación (Calandrón 2014, 2016).

Se me dirá que uno y otro registro no deben verse como cara y contracara. Que no existen entre ellos relaciones de causa y efecto. Estamos, por supuesto, de acuerdo. Entonces, ¿por qué unir, en un mismo texto, acoso sexual y ejercicio voluntario de la sexualidad? O mejor dicho, ¿por qué incluir, en un texto que intenta dar cuenta de la violencia sexual contra mujeres policías, experiencias que nada tienen que ver con ella? ¿Qué es lo que une, finalmente, a la violencia sexual y a esta particular forma institucional de vinculaciones sexo-afectivas?

Lo que las une, contestaría rápidamente, es la desigualdad. Porque el sexo, como señala Lamas (2016), es índice de un «continuum» y no de un contraste: no de una oposición entre sexo forzado y sexo libre, sino de un flujo entre la relativa libertad y la relativa coerción. El sexo —en un espacio de vulneración como veremos que puede ser, para las mujeres, el policial— se vuelve entonces una herramienta, a manos de otros o a manos propias. Capaz de someter, pero capaz también de administrar derechos y garantías. El sexo, por mucho que se incline hacia un lado u otro de ese «continuum» (y por mucho que eso signifique la diferencia entre delito y no delito), nunca deja de estar ligado —como veremos— al ejercicio del poder y la desigualdad.

Es partiendo de esta premisa que el presente texto aborda conjuntamente ambos registros: el de la violencia sexual y el del sexo «transaccional» (Hunter, 2010). Lo hace por entender que enfrentar seria y profundamente ese primer registro implica una apuesta por visualizar el fenómeno de lo «sexual» más allá del blanco y negro, reconociendo sus matices y complejidades (Lamas 2016, 2020). Lo hace por entender que ninguna aproximación a lo sexual coactivo dentro de la agencia policial brindaría una mirada amplia y honesta si dejara de prestar atención a las formas —capilares y consentidas— con que lo sexual sigue «hablando», aunque por otros medios, la desigualdad institucional. Lo hace por entender, en suma, que caer en dicotomías totalizadoras —lo voluntario/lo forzado— sólo termina dando lugar a discursos rígidos y a políticas restrictivas (Cabezas, 2008).

La apuesta de este texto pasa entonces por acercarse a esta problemática evitando diseccionarla en polarizaciones: ni el sexo como mera violencia, ni el sexo como mero costumbrismo. Porque uno y otro registro descansan, finalmente —y por supuesto no sin matices—, en estructuras institucionales profundamente jerárquicas y dispares. Este texto aborda la violencia sexual que sufren las mujeres policías, pero no nace ni se agota en ella. Este texto la despliega y la analiza, pero buceando en cauces más profundos. Este texto habla de la inserción de las mujeres policías en la estructura institucional. Aborda la violencia sexual, sí, pero de lo que habla, en definitiva, es de cómo el sexo espeja, en la agencia policial, vulneraciones y desigualdades.

Decía que este texto aborda, conjuntamente, dos registros. Existe aun otra razón para tal procedimiento. Las mujeres policías vienen nucleándose en redes, ante éstos y otros hechos, con un objetivo en mente: el de construir reglamentación policial actualizada con perspectiva de género. La iniciativa es deudora de un escenario urgente: mientras algunas pocas fuerzas policiales del país han construido legislación con perspectiva de género para las mujeres que revisten en sus filas, la gran mayoría continúa encuadrando los derechos laborales de estas mujeres en normativas pensadas para hombres. El hecho no debiera sorprendernos si recordamos que la incorporación de mujeres a las fuerzas policiales locales es un proceso reciente y hasta tardío, medido en relación con la vasta historia de las policías del país (Calandrón y Galeano 2013; Calandrón 2014; Sirimarco, 2021).8 Tal hecho es sin dudas indicativo de una institución que se ha pensado, desde sus orígenes, como una profesión a ser ejercida por hombres.

El abordaje conjunto que aquí se propone intenta también intervenir en la discusión de esta problemática. O mejor dicho, intenta proponer carriles de discusión que no caigan en compartimentaciones ni maniqueísmos. Es cierto que la inexistencia y/o incumplimiento de reglamentaciones específicamente orientadas a cuestiones de género puede explicar en parte la recurrencia de estos casos (o explicar al menos la dificultad de la denuncia, ante la falta de normativas adecuadas que la sustenten y puedan hacerla prosperar). Pero la falta o incumplimiento de normativas con perspectiva de género es sólo una parte del problema, pues sabemos que leyes y reglamentaciones no son nunca explicaciones totales. O lo que es lo mismo, que leyes y reglamentaciones proveen marcos absolutamente necesarios para administrar conforme a derecho la viabilidad de las conductas, pero que la realidad social tiende a excederlas. La otra parte del problema, sabemos también, ancla en espacios más lábiles y difusos: en el conjunto de prácticas y códigos de conducta que han sido naturalizados en tanto accionares válidos a ser alentados desde la institución. En las intervenciones, rutinas y prácticas sistemáticas que forman parte del bagaje con que el personal policial es institucionalmente socializado. La problemática que anuda sexo, violencia y desigualdad no puede abordarse desde la sola norma ni desde la sola «praxis». Requiere de la consideración conjunta de ambos registros. De allí la aproximación dual de este texto.

La organización del mismo conlleva, por ende, dos movimientos concatenados. En primer lugar, aquel que nos hace preguntarnos por las tramas sociales con que se teje la violencia sexual contra mujeres policías (y su vinculación con el ejercicio del poder policial). En segundo lugar, aquel que nos hace interesarnos por ciertos usos de la sexualidad que dotan de sentido a las interacciones personales y laborales en el mundo policial. Sobre esto versan los siguientes apartados, aunados por una pregunta que ya adelantamos: ¿qué vinculaciones pueden establecerse entre estas prácticas y la matriz de organización institucional? ¿Cómo se relacionan, violencia sexual y sexualidad, con la administración —formal e informal— de derechos, garantías y tareas profesionales?

Quisiera cerrar esta presentación con algunas aclaraciones. Este texto es fruto del trabajo de campo comenzado a principios del 2019 en el contexto de una red federal de mujeres policías.9 Como todo texto antropológico, es fruto de un recorte. Esta explicitación, que por obvia muchas veces queda tácita, en este trabajo se vuelve imprescindible. ¿Qué quiero decir con esto? Algo sumamente sencillo: que el referente empírico ha ido delimitando las fronteras de lo abordable (argumentos, categorías, referencias, reflexiones). Esto es, que las personas, situaciones y problemáticas que conforman este campo son las que han dictado aquello que se cuenta. El recorte, por supuesto, deja afuera otras porciones de realidad, pero eso no significa que las niegue. Significa solamente que este referente no las ilumina.

La reflexión vale para dejar constancia de algunas aclaraciones, que estimo necesarias en un tema tan delicado. Los relatos tienen a las mujeres como protagonistas, porque la Red con la que he trabajado está formada por mujeres. Eso no significa que las mujeres sean las únicas capaces de ser vulneradas dentro del ámbito policial. Tampoco significa que todas las mujeres lo sean. Los relatos lidian asimismo con una amplitud enorme de escenarios geográficos y ocupacionales. Que determinadas prácticas no tengan lugar en algunas fuerzas o zonas o dependencias no significa que en otras no sucedan. Lo mismo puede decirse de esas prácticas: que sean institucionalmente posibles no significa que sean totalitaria ni uniformemente desarrolladas. Se trata de prácticas disponibles; nunca de prácticas obligatorias.

Muchos de los relatos que circulan en este texto aluden a casos de acoso, abuso y violencia sexual cometidos mayormente por superiores jerárquicos. Esto no quita la existencia de otras vulneraciones y otros agresores. Tampoco quita la existencia de superiores que nada tengan que ver con estos actos. Que estos casos hayan sido el eje del recorte ha obligado también a determinadas elecciones teóricas en el tratamiento de ciertos argumentos y categorías respecto por ejemplo a la masculinidad o al poder policial. No porque sean las únicas elaboraciones posibles, sino porque son las que mejor dialogan (considero) con parte de la empiria trabajada.

Una última (y doble) aclaración. Este trabajo hace pie en una red de mujeres policías, por lo que sus razonamientos y conclusiones se circunscriben, exclusivamente, al mundo policial. Esto no significa, sin embargo, que sus reflexiones no puedan servir para aludir a la realidad de las mujeres en otras fuerzas. Ni que no puedan servir, tampoco, para iluminar realidades que excedan al mundo de las fuerzas de seguridad. El recorte, se entiende, tiene que ver con la construcción epistemológica del objeto, pero nunca con su exotización. Los y las policías no son ndembus, ni sus prácticas son costumbrismos que en nada nos interpelan como sociedad. Lo que pasa en policía pasa en muchos lados (si no en todos), aunque a este texto sólo interesa, como es obvio, lo que pasa cuando pasa justamente ahí.

II.

La violencia policial contra las mujeres policías bien puede considerarse una deriva específica dentro de un modo particular de ejercicio de poder. Aun más: los casos de violencia sexual contra ellas no hacen sino descubrir un diálogo estrecho entre la violencia de género y la violencia policial. O mejor dicho: son éstos los casos que mejor descubren a la primera como una manifestación particular de la segunda. Mientras la vulneración laboral —y los insultos y las amenazas y hasta la muerte— no son ejercicios del poder policial que hagan solo blanco en las mujeres de la fuerza, los casos de abuso y violencia sexual toman, en ellas, una mayoría estadística. Toman también un ribete particular. No se trata, creo, de cualquier violencia de género, puesto que no hablamos de cualquier espacio laboral. Hablamos de instituciones atravesadas por una fuerte estructura jerárquica, verticalista y corporativa, con personal armado y habituado a manejarse -en muchos casos- con amplias dosis de disciplinamiento, violencia y discrecionalidad. ¿Qué formas y qué legitimaciones adquiere entonces la violencia contra las mujeres en esos ámbitos? Y aun más, ¿cómo se relaciona, esta violencia de género, con el modo en que el ejercicio del poder policial ha sido documentado hacia el «afuera»?

En las siguientes páginas trataré de clarificar este argumento, atendiendo a tres elementos que considero constitutivos de ese poder. Se trata de rasgos que sólo analíticamente resultan separables, pues conforman en realidad un tejido estrecho y muchas veces interdependiente:

Me acuerdo cuando cambió el jefe. Estaba acusado por abuso sexual en otro lado. Lo escondieron en nuestro destacamento. Dormía en la misma habitación que nosotras las mujeres. Tenía la mente retorcida. Siempre decía que quería llegar a la última jerarquía para tener a disposición a todas las mujeres. Que en estas épocas de crisis, por $500 se comía un puto.

Podemos decir que el poder policial es, en primer lugar, un poder territorial. La configuración de un territorio de control no se agota, es claro, en la circunscripción de un espacio físico llámese éste departamental, comisaría, o parada. Aquí lo físico resulta un mero soporte para lo relacional; esto es, para la red de vinculaciones que atan a los sujetos entre sí. Es que el control policial no es algo que tenga que ver con normas o jurisdicciones —con el mantenimiento de un espacio físico construido conforme a derecho—, sino con el respeto y, en definitiva, con el acatamiento de ese poder policial. Pueden ser manteros en la vereda, prostitutas en las calles o personal femenino en las comisarías: el control no se asienta en la configuración de un territorio físico uniforme, sino en la delimitación de un territorio vincular flexible (Daich, Pita y Sirimarco, 2007; Pita 2010, 2017; Daich y Sirimarco, 2014).

Para decirlo con otras palabras: lo que se controla —sobre lo que se ejerce el poder— no son los espacios per se, sino las relaciones y las personas que los transitan. No la calle, sino sus habitantes; no la comisaría, sino el personal. Un viejo suboficial solía explicarlo de modo contundente: «todos los que viven en mi cuadrícula son putas y les bajo la bombacha cuando quiero». Matices más, matices menos, es lo que dice también el jefe del relato anterior: que el que detenta alta jerarquía dispone de todas las mujeres (no muy lejos andaba, con sus creencias, el papá de Natalia):

Yo salía de la comisaría y me iba a la Universidad. Y estaba en la parada esperando el colectivo y pasaba el jefe. «Varela, voy para Lerma, ¿no querés que te deje en la Universidad?». Sabía que yo iba a la Universidad porque había pedido un permiso. «Dale, tomás un café antes y después te vas a la Universidad, que no comiste nada». «No, jefe, prefiero esperar el colectivo». Y así una y otra vez. Justo a esa hora, cuando yo me iba, él tenía que salir de la comisaría y venir para ese lado. «No, jefe, gracias, espero el colectivo. Ya debe estar por venir». Tenés que responder así. Porque si tratás mal al jefe, encima te puede sancionar. ¡Pero las ganas que tenés de decirle: «¿qué te pasa, te pensás que soy una puta, la concha de tu hermana?»! Y no podés. Porque es un jefe. «Si yo nada más te quise alcanzar», te puede decir después. Eso sí, si te subís al auto, perdiste: «si vos sabías que era para esto».

Desde ya, vale aclarar que no hay que esperar a llegar a la jerarquía más alta para presumir de harem. En una institución signada por múltiples niveles jerárquicos (de cuadro, de grado, de escalafón, de cargo, entre otros), siempre hay posibilidad de ejercer dominio sobre alguien: el jefe de calle sobre la suboficial, el comisario sobre la oficial novata, la subcomisario sobre el sargento, el suboficial de ronda sobre las prostitutas de su cuadrícula. Los pronombres posesivos se vuelven moneda corriente para hablar del otro. Los ejemplos abundan: «si una mina es “mía” —me contaba una vez un cabo—, los compañeros saben que no “me” la puede tocar». El argumento me fue confirmado hace poco por una ayudante. Me contaba de un compañero que la había manoseado en un pasillo. Se había puesto a llorar de la impotencia, encerrada en su oficina, luego del incidente. De pronto el jefe de calle había entrado, para traerle un documento, y la había visto así. «Y entonces el tipo se indignó», me dice, y largó la risotada:

¡El tipo se indignó porque tenía onda conmigo! ¿Entendés? ¡Por nada más! «Pero, ¡¿cómo te va manosear?!», me decía. «¡Es como si me vieran cara de boludo a mí! ¡¿Qué soy, yo?! ¡¿Me tratan de cornudo?!». Algo así. ¡El chabón se creía que yo era de él! [Risas] ¡Dijo eso! «¡Ahora va a ver, qué se cree!». Nunca había pasado nada entre nosotros. Pero, o sea, yo igual era de su propiedad…

El relato es claro al respecto. El poder policial construye, en su ejercicio, un territorio que es tanto de control como de pertenencia. «Mi cuadrícula, mis putas, mis mujeres» (y nótese que las categorías parecen ser sinónimas). Para que esto sea posible es necesario un detalle que el campo pone en evidencia una y otra vez: la jerarquía. O para decirlo más precisamente: la existencia de una relación de poder (que puede o no corresponderse con un grado jerárquico). Es decir, la existencia de una persona cuyo cargo o posicionamiento institucional le vale autoridad de dominio. De hecho, no es casual que la encuesta realizada en 2019 señale que el 67% de los agresores reportados fueran los propios jefes:

Ana: Ya a las dos semanas de haber llegado a esa comisaría el jefe de calle me había encerrado en su oficina, me quería dar un beso.

Mariana: ¿Vos estabas sola con él, en la comisaría?

A: Siempre hay un oficial de servicio. Bah, tiene que haber. Pero capaz que le había dicho: «haceme de campana», o «no me molestes». O sea, se hacen la pata.

M: ¿Y qué pasó?

A: «No —le digo—. Se equivocó». «¡Pero dale!». Hubo un pequeño forcejeo. «A las mujeres les gusta decir que “no” pero en realidad quieren decir que “sí”», algo así, me dijo. Y ahí yo salí como pude.

La experiencia relatada por Ana —en absoluto minoritaria dentro de la fuerza policial— nos pone a disposición otro elemento de reflexión. En ese territorio de pertenencia que son «los otros (bajo control)», el policía se arroga la facultad de imponer su voluntad. Se arroga también el modo de imponerla. Porque el poder policial es, en segundo lugar, uno cuya modalidad de control no está exenta del uso discrecional de la violencia.

El poder policial pone entonces en circulación sentidos de lo territorial, lo violento, lo corporal. Un poder policial que se entiende como detentador de un espacio y su gente; un poder policial habilitado para ser avasallante. Y es justamente en este rasgo de lo activo y lo dominante donde se juega un tercer factor característico del ejercicio de ese poder, que reúne todos estos acentos que venimos mencionando. Me refiero al poder policial entendido como la instauración de un determinado ejercicio de masculinidad. Aquella que aparece fuertemente asociada al comercio del mando, la autoridad, la prepotencia y hasta la humillación del cuerpo de los otros. Es decir, aquella que comprende lo masculino como el registro de la violencia y el poder.

Quisiera ser muy clara al respecto: no estoy hablando acá de «la masculinidad» en un sentido general y totalizador, sino de uno de sus registros posibles. Es decir, de un entendimiento particular y acotado de lo masculino, que la literatura en el tema ha ligado al sistema de dominación patriarcal.10 Una ha sido la condición básica con que se ha construido en este modelo la masculinidad: su ruptura con lo femenino. En este registro, entonces, ser hombre implica —sine qua non— el rechazo o el alejamiento de lo femenino, entendido éste como el ámbito de lo susceptible de ser conquistado, de ser dominado, de ser sojuzgado; de ser, en suma, lo inferior (Badinter, 1993; Bonaparte, 1997; Bourdieu, 2000; Burin y Meler, 2000; Gutmann, 2003; Segato, 2003; Sirimarco, 2009; Daich y Sirimarco, 2014). Partiendo de este entendimiento, la masculinidad patriarcal se ha arrogado la capacidad de dominio; es decir, la capacidad de ejercer el poder y el control sobre otros:

Me llamó al despacho, porque siempre te llaman al despacho para algo, para lo que sea. «Vamos a salir», empieza. «No, no, estoy casada». «No, pero dale, una vez». El chabón re-contra borracho, como siempre. «Dale, dale, una vez». Y entonces hace como que le molesta el arma en la cintura, viste, y se la saca y la deja arriba de la mesa. Todo el mundo sabe que si te molesta el arma, agarrás y la pones abajo, en un lugarcito cualquiera. Pero abajo de la mesa, no arriba. Y el chabón la puso arriba de la mesa, hacia mi lado. «Dale, dale». El chabón quería garchar, me había encerrado. Y yo entonces tuve que practicarle sexo oral, porque algo había que hacer. Estaba con el arma ahí. ¿Me puso la pistola en la cabeza? No, no me puso. Pero no hizo falta.

El mandato de violación —señala Segato (2003)— es una de las estructuras elementales sobre la que se afirma la producción de la masculinidad patriarcal. Ya implique una ejecución real o solamente discursiva, de lo que se trata es de instaurar un escenario de profanación; esto es, de resaltar, en la disposición de los cuerpos, el abuso de unos sobre otros. O lo que es lo mismo: de avanzar sobre cuerpos que ya desde el inicio son considerados como propios (Sirimarco, 2009; Daich y Sirimarco, 2014).

Masculinidad y poder se vuelven así términos intercambiables, en tanto ésta deviene un lenguaje de conquista y preservación activa de un valor. El ejercicio del poder es entonces un rasgo esencial de la identidad masculina: este poder consiste, justamente, en ser activo, en ser dominante, en ser violento. Virilidad y dominio —coinciden los especialistas— son las dos caras con que se construye este registro de masculinidad.

Volvemos así a aquello que planteaba al inicio de este apartado: que la violencia de género —la violencia policial contra mujeres policías— es parte constitutiva del ejercicio del poder policial. O para decirlo ahora en términos un poco más categóricos: que toda violencia policial remite, en última instancia, a una violencia generizada, si acordamos en que la fuerza, la imposición, el dominio de los otros resultan imperativos tanto del «sujeto masculino» como del «sujeto policial».11 Porque ambas estructuras de poder —la policial, la masculina patriarcal— se sostienen en lo mismo: en el ejercicio de pertenencia del otro-bajo-mando:

Carolina: Es que la relación de poder con las jefas también es tremenda.

M: ¿Por ejemplo?

C: Coquetean con los muchachos.

M: ¿O sea que el acoso también se da a la inversa?

C: Se da a la inversa. No es siempre, pero se da a la inversa igual. Por más que sea una señora grande. Porque son así. Lo vivieron siempre. Imaginate estar 25, 30 años de servicio, en un ambiente tan machista. Aprendieron así, ¿viste? Aprendieron eso. Porque antes fueron víctimas. Entonces ahora saben que pueden. Y aparte son tremendas. ¡Mucho peores que los tipos! Por ejemplo, si una subcomisario, a la que le gusta mucho un sargento, me ve hablando con él, porque es mi compañero, ¡ah, no sabés la que se me arma! Me hace la vida imposible.

Lo sabemos bien, pero no está de más recalcarlo: hablar de masculinidad no es hablar necesariamente de hombres. Creer que la masculinidad y el ser varón son términos intercambiables sólo opaca la comprensión de las modalidades de actuación de lo genérico, al equipararlo (y confundirlo) con lo anatómico. Identificar la masculinidad con el comportamiento de los hombres implica soslayar el hecho de que ésta se produce por y a través de cuerpos —en su acepción física— tanto de hombres como de mujeres (Halberstam, 2002).

Porque el género no es una entidad empíricamente observable, sino un registro a partir del cual insertarse en una trama de relaciones, donde «masculino y femenino» son posiciones relativas (Butler, 1999; Stolcke, 2004). Así, también las mujeres policías -en tanto sujetos institucionalmente socializados- pueden elegir posicionarse en el entramado jerárquico a partir de un discurso y una actitud que incorpora el imperativo de la masculinidad, en tanto éste encarna el accionar propio del ejercicio del poder policial.

De esto hemos estado hablando finalmente en este apartado: de la instauración de relaciones de control. Del ejercicio del acoso, el abuso y la imposición sexual como modos esenciales de significar poder (Scott, 1996, 2008). O mejor dicho: de cómo la violencia sexual contra las mujeres policías se enmarca dentro del horizonte semántico del ejercicio del poder policial. Un poder que se asienta en sentidos de lo territorial, lo violento, lo masculino avasallante. Un poder tal que hace posible ese maltrato o ese abuso. Que hace posible su persistencia en el tiempo. Que hace posible también el silencio que se teje en torno a él. Que hace posible, en definitiva, que acosos y abusos sean prácticas frecuentes, extendidas, y tan poco denunciadas como sancionadas.

III.

Decíamos que más del 60% de las mujeres víctimas de algún tipo de abuso nunca realizó la denuncia formalmente (y un dato más: el 14% nunca se lo contó a nadie). Cuando lo hicieron —cuando denunciaron—, la sanción al agresor alcanzó sólo al 4% de los casos. El resto siguió sin enfrentar consecuencias. Los números no aluden directamente a los casos de violencia sexual, pero esconden de todos modos una misma dinámica. ¿Por qué cuesta tanto la denuncia? ¿Por qué cuesta aún más la sanción? Las respuestas, como se sospechará, guardan vasos comunicantes.

Desplegarlas sobre la mesa requiere prestarle atención a otras cifras. O mejor dicho: requiere atender a una pregunta fundamental, que las condensa. Sabemos que el 96% de los casos denunciados no obtuvo sanción. Pero, ¿qué les ocurrió en cambio a las mujeres denunciantes? Los datos son esclarecedores: un 21% debió buscar un nuevo destino. Un 17% fue trasladada a otros sectores dentro de la misma repartición. A un 15% le abrieron carpeta psiquiátrica. A un 8%, sumario administrativo. Y más del 5% fueron dadas de baja. La denuncia —cuando sucede— no hace así más que ampliar la vulneración de derechos de las mujeres.

Me interesa, aunque sea brevemente, despejar las consecuencias de esas denuncias. Digamos, antes que nada, que abarcan un escenario variopinto, con elementos que se repiten, se solapan y se combinan para crear escenarios donde el resultado es más o menos constante: la pérdida de la mujer. Resaltan en este entramado los hostigamientos, las persecuciones, las amenazas:

Yo fui víctima de acoso sexual con amenazas agravadas, por un subdirector que después fue director. Hice la denuncia y pedí el traslado porque tuve miedo de ser violada o molida a palos. Me rechazaron el traslado y me obligaron a volver al mismo lugar. El tipo no paraba de amenazarme. Me decía que me iba a dejar paralítica de dos tiros en las piernas. Mi hija menor terminó con bulimia, estuvo tres veces internada, por toda esta situación. Yo también terminé internada, por el stress. Tengo un legajo impecable, sin arrestos, nunca falté ni llegué tarde. Nunca. Y ahora este señor vive como director y yo de carpeta psiquiátrica.

Resaltan también las causas y allanamientos armados, así como la invención de cualquier otro hecho ilegal y/o delictivo que desemboque, para la mujer policía, en sumarios, sanciones o arrestos (que impactan a su vez en la percepción del salario y la posibilidad de adicionales y ascensos):

Yo ingresé a la policía por necesidad. Tuve que denunciar a mi pareja, que también era policía, por violencia. Ahí empezó el calvario. “Vergüenza como policía, te tiene que dar, por andar con custodia”, me dijo el comisario. Hizo lo imposible por sacarme de la fuerza. Me rompieron el auto, llegaron a requisar a mis hijas cuando salieron a sacar la basura. Me inventaron un Facebook trucho, decían que yo era una ladrona, me inventaron robos y daños.

Resaltan también los traslados a localidades lejanas al lugar de residencia, que fuerzan a la reestructuración familiar y obligan a elegir —y el uso del verbo es irónico— entre la justicia y el sustento:

M: ¿Y vos por qué no querés denunciar lo tuyo?

Irene: Y, son muchas cosas. La angustia… Quedar como la «carpetera», la loca, la que trae conflictos. O peor, que te trasladen. Que me manden, no sé, a Crespo. ¿Qué hago? O más lejos. Yo tengo mis hijos en la escuela. ¿Desarmo todo? Y si tengo que irme con ellos, ¿quién los cuida mientras yo estoy todo el día trabajando? Yo tengo mi familia acá.

Resalta la posibilidad lisa y llana de la baja, como consecuencia y acumulación de todo lo anterior, que deja sin trabajo a quienes entraron a la policía —muchas veces— justamente para conseguirlo. Y resalta, finalmente, otra forma de castigo. Una que, como veremos, parece estar hecha a medida de las mujeres. Una que ha venido colándose en los relatos, y que repercute —como muchas otras— sobre ingresos y trayectorias profesionales. Hablo de la carpeta psiquiátrica:

Yo estoy en tratamiento psicológico desde hace un año, a raíz de todo lo que viví. Imaginate que durante mucho tiempo lo único que yo podía hacer era llorar. En todos lados: el médico, el psicólogo, el abogado. No hablaba. Lloraba. Yo tuve que ir a la Junta Médica de Policía, que es un desastre. Me trataban re-mal. Es el mismo método que en policía, el mismo mecanismo: de miedo, de autoritarismo. Me presionaban para que volviera, para que me reincorporara: «vos tenés que pensar, Marta, te vas a quedar sin trabajo». Los psicólogos de ahí son soldaditos, son uno más de nosotros. Siempre metiéndote miedo. Miedo a perder el trabajo. Miedo a todo… ¡Me hicieron un informe que decía que lo que me pasaba no estaba relacionado al servicio! «Trastorno depresivo», me pusieron en el informe. ¡Nada que ver! Todo lo que yo entregaba, documentos, informes de mi psicóloga, lo cajoneaban. «¿Qué es lo que te pasa? —me decían— Todas sufrimos abusos en algún momento de nuestras carreras. No es para tanto».

Los caminos para llegar a la carpeta psiquiátrica son variados. Digamos sin embargo que, en la mayoría de los casos analizados, la mujer llega a esta carpeta cuando la licencia se transforma en una opción mucho más viable que la denuncia (y los párrafos anteriores permiten entender por qué). Así, se haya o no denunciado, la carpeta se transforma, de todos modos, en una suerte de castigo. Las razones ya han quedado esbozadas: en una institución que falla en observar una estructura igualitaria para hombres y mujeres, y que sobrevalora al mismo tiempo la «entrega» al servicio, la carpeta constituye un recurso esquizofrénico: tanto un medio de licencia legítima (uno de los pocos medios, dicho sea de paso) como una causa enorme de estigma. Hemos visto esa mancha aparecer en estas páginas, sobre todo al tratarse de mujeres: la «carpetera», la conflictiva, la loca, cuando no la «triple Luz» (en la codificación que se usa para modular por radio, donde a cada letra le corresponde un nombre propio, Luz es la forma de decir L. O sea: ele, ele, ele. Loca, loca, loca).

La asociación resulta tan antigua como vigente: la de la mujer insumisa como «loca». Y es justamente esto lo que la vuelve tan fructífera en el espacio policial. Si la carpeta psiquiátrica se vuelve uno de los recursos por excelencia del castigo a la mujer policía, es porque permite condensar sentidos que descalifican prácticas y personas sin rozar en nada la matriz laboral. Esto es, porque permite evadir problemáticas institucionales mediante la enunciación de problemas privados. El discurso no podría estar más a la mano (y ser a la vez más efectivo): la mujer policía está de carpeta porque tiene problemas psicológicos (y no como consecuencia de la violencia que vivió); la mujer policía está de carpeta porque no quiere trabajar (y no porque sea obligada a permanecer en el ámbito donde fue acosada); la mujer policía está de carpeta porque sufre un trastorno depresivo (y no porque esté transitando las secuelas psíquicas y emocionales de un abuso sexual).

La mujer policía, en definitiva, encuentra en la carpeta psiquiátrica un modo —un nuevo modo— de silenciamiento. Un modo de ser puesta al margen, cuando no puede ser sacada afuera:

Yo estuve de licencia mucho tiempo, por un problema que tuve. Saqué carpeta porque fue lo primero que se me ocurrió. En todo ese tiempo me hicieron una sola Junta. No me dieron ningún diagnóstico médico, nada, sólo me declararon una incapacidad del 3% O sea, lo mínimo que me podían poner, pero me incapacitaron definitivamente. Bajo el argumento de que yo antes había sacado carpeta psicológica, ¿no? Porque yo para ellos ya tengo un trastorno psicológico. Y a mí con esa incapacidad ya me sacaron de carrera, porque yo por esa incapacidad no puedo tener portación de arma, ni gente a cargo, ni ninguna oficina a cargo. Y al no tener portación de arma, no puedo rendir más los ascensos.

Los ejemplos hablan por sí solos. Y remiten, una vez más, a la misma problemática que venimos abordando. Pues si en la violencia sexual vemos al poder policial en ejercicio, también lo vemos aquí, en la falta de su denuncia. Aun más: lo vemos sobre todo en la falta de su sanción. Es decir, en las dinámicas y tramas institucionales —formales e informales— que producen y alientan la dificultad (o la inconveniencia) de enfrentar legalmente estos eventos y que no hacen sino continuar, entonces, y por otros medios, la violencia policial contra mujeres policías.

Hablamos, por supuesto, de vulnerabilidades. Pero no sólo de su instauración: también de su aprovechamiento. Después de todo, conviene reiterar que, para una gran franja del personal policial, mantenerse dentro de la institución implica una estabilidad laboral que no pueden darse el lujo de perder. En mujeres que son sostén de hogar, el lujo se vuelve urgencia.

Pero hablamos sobre todo —seguimos hablando— del poder policial. Uno que se asienta en características ligadas a lo territorial y a lo masculino avasallante, como veíamos en el apartado anterior. Uno que se asienta asimismo en desigualdades estructurales, pero que presenta además un componente añadido, que no hace sino agravarlas. Uno que hemos venido observando y que ha llegado la hora de recalcar. Hablo de la capacidad de la institución policial para infligir un peligro tan lesivo como real. No sólo por la obvia portación del arma (cuyo uso o amenaza de uso ya vimos en los relatos anteriores),12 sino por la capacidad de poner en marcha recursos estatales legitimados para el hostigamiento, la persecución y el castigo:

Yo ando siempre con miedo a que me armen una causa. A eso es a lo que realmente le temo. Que me inventen algo. Porque dejaste el libro de guardia, fuiste al baño, volviste, no está más. O te arrancaron dos hojas. O te falta una moto. Yo ya no dejo nunca la mochila sola. ¡Mirá si vuelvo y me plantaron dos ladrillos!

Porque el poder policial —demuestran éste y los restantes relatos— se teje a partir de prácticas y sentidos que no sólo habilitan abusos. Habilitan también silenciamientos, negaciones y, en los casos que escalan más alto, represalias tan peligrosas como concretas. De todo esto nos hablan los modos de sociabilidad por los que nos preguntábamos al comienzo de este texto.

Pero la comprensión de este escenario requiere aun del despliegue de algunas otras piezas. Porque después de todo, como sostiene Lamas (2019), abuso y acoso no hacen sino desplazar, al ámbito de la sexualidad, problemas que son del campo social, estructurando relaciones entre hombres y mujeres que remiten de hecho a otros conflictos. A otras desigualdades, precisaría yo. De eso trata el siguiente apartado: de revisitar esas desigualdades normativas y de complejizar la relación sexualidad/poder con la presentación de (otros) casos que, si bien no alejan del primer plano los usos del sexo, lo hacen revirtiendo sentidos y posicionamientos.

IV.

Déjenme comenzar este apartado yendo un poco hacia atrás. Hacia el episodio en que una mujer policía —llamémosla Paula— fue encerrada en la oficina de su jefe y amenazada con un arma que descansaba sobre la mesa:

Yo estuve un tiempo separada, cinco meses. Salí con uno, salí con otro. Y me pasó que uno de los policías, el que me apuntó con el arma, era con un chico con el que yo había estado. Yo estuve, pero porque estaba re-borracha. Ni me gustaba, el chabón. Entonces, claro, el chabón me insistía: «dale, dale». «No me jodas, no». Pero el chabón quería garchar, me había encerrado. «No, flaco, te estoy diciendo que no». «Dale, Paula, dale. Si ya pasó antes, si antes querías». Y estaba con el arma ahí. Sí, bueno, pasó en su momento, que garchamos, pero yo ahí ya no quería. Y lo que yo pensaba en ese momento es que era mi culpa. En ese momento pensás eso: «es mi culpa». Yo, por ser irresponsable, por meterme con ese estúpido, ahora estaba en esta situación. «Es mi culpa. Yo me lo busqué». Entonces, ¿cómo voy a denunciar eso? ¿Cómo lo denuncio, yo? Si yo voy y lo denuncio, tengo que decir todo. Y el chabón va a ir y va a decir: «sí, pero Gómez y yo garchamos». Y tiene razón… Aparte, es mi palabra contra la suya. Y la suya vale más…

No fue fácil, para Paula, animarse a contar todos los detalles de la historia. Aquellos que ella sentía que la invalidaban para la denuncia de esa violencia. Como si la experiencia vivida en el encierro, arma sobre la mesa mediante, fuera el desenlace directo de haber «garchado» alguna vez. Como si haberse involucrado con alguien en algún momento fuese un pasaporte para la recurrencia.

¿Por qué traigo a colación —ahora, acá— esta suerte de adenda en la historia de Paula? Lo hago a sabiendas de sus riesgos: de las lecturas simplistas que pueden trazar allí causalidades (como la que traza, de hecho, el policía involucrado «si ya pasó, si antes querías»). Lo hago a sabiendas de esto, porque considero que esta adenda añade muchísimo al argumento. Porque la vacilación de Paula, su sentido de culpa, su no-denuncia, están justamente significando algo. Su historia no es, sencillamente, la historia de una agresión. Es la historia de «cómo» una agresión sufrida puede semantizarse, en determinados ámbitos, para determinados actores, como un episodio sexual buscado (o como una experiencia sexual más en el contexto de una relación legítima):

Mi amiga salió a los 19 años con este tipo. Estuvieron 4, 5 meses juntos. Después no se hablaron ni se vieron más. Ahora, a los 27 años de ella, el tipo aparece en la comisaría. ¿Qué quiere, el tipo? Lo mismo. Pero ahora ya tiene otra jerarquía. No es un principal, como antes. Ya es un comisario. Y dice: «si antes me dabas pelota cuando era principal, ahora que soy comisario…». Y la mina no quiere saber nada. Y el tipo insiste, insiste. Eso pasa. Pasa muchísimo. A mi amiga no le quedó más remedio que buscar ayuda, con la segunda jefa de la comisaría: «jefa, mire, me está acosando, me insiste, ya no sé qué hacer». La mina fue a hablar con el titular: «jefe, qué pasa, fíjese». Y él: «No, a ésta me la garchaba». Ah, bueno, listo. Eso inmediatamente es un problema de pareja. Esa es la lógica. Ella al final tuvo que pedir el traslado e irse de la comisaría. Y en la comisaría, lo que quedó fue: «sí, porque ella le coqueteaba. Lo buscó, lo buscó, lo buscó; cuando lo encontró, se hizo la ofendida y se fue». Esa es la versión oficial.

El relato es un compendio de lugares machistas tan comunes que banaliza cualquier análisis: la confinación del hostigamiento al ámbito de lo privado, la conversión de la víctima en provocadora. Pero no lo traigo a escena para detenerme en estos detalles. Lo traigo porque este relato, sumado al de Paula, funciona como punto de confluencia. A nadie escapa que estos relatos ponen en primer plano cuestiones de acoso y violencia. Pero también dejan ver, en un trasfondo no tan borroso, el funcionamiento policial y rutinario de sexo y sexualidad. Vemos, en ellos, lo que fue eje del apartado anterior: las insistencias y hostigamientos que padecen, de modo recurrente, las mujeres policías. Pero vemos también en ellos las relaciones sexo-afectivas que regulan, asimismo frecuentes, las interacciones habituales entre los y las policías. Avanzan así, estos relatos, entre dos registros. O mejor dicho: avanzan a lo largo del «continuum» que mencionábamos al comenzar este trabajo. Aquel que permite que se deslicen, sobre un mismo eje, agresión sexual y sexo consentido.

Prueba de lo que implica este «continuum» son las palabras de bienvenida con que la mujer más antigua de una comisaría recibía en ella a las Aspirantes: «acá no hay que acomodarse, no hay que ganarse el puesto con “esto”», decía, y rubricaba el «esto» agarrándose los genitales con la mano. La recomendación funcionaba más como estado de situación que como advertencia de práctica indebida. Más que señalar una zona prohibida, la legitimaba: no había que hacer lo que de hecho se hacía. No había que acomodarse laboralmente a través del ejercicio de la sexualidad. O sea, leído en espejo: el escenario laboral es para las mujeres tan hostil, que a veces es necesario acomodarse sexualmente.

¿A qué me refiero con esta hostilidad? Ya lo he adelantado: a una estructura organizativa que está pensada, todavía hoy, por y para los hombres. A una estructura organizativa que vulnerabiliza los derechos laborales de las policías. En principio, negándoles el acceso a ciertos espacios y tareas, por ejemplo, por su simple condición de mujeres: desde no dejarlas manejar móviles a no poder formar parte de cuerpos de élite («vos sos mujer, ándate», objetaron a la policía que había aprobado todas las instancias para realizar el curso de un grupo especial de operaciones). Pero que vulnerabiliza también sus derechos obstaculizando sus jornadas de trabajo y sus trayectorias profesionales por su condición de madres: desde tener que pedir favores para poder amamantar a perder posibilidades de ascender en la jerarquía:

Mirá lo que le pasó a esta comisaria, que tiene un hijo de un año y medio. Perdió ya dos posibilidades de hacer el curso para el ascenso. Porque los cursos son durante dos meses, en otro lado. Tenés que viajar, dejar a tu hijo. Así las pibas pierden un llamado, otro llamado. Porque primero están embarazadas, y si estás embarazada no podés hacer el curso. Te hacen un test antes, para chequear. Después el chico nace y no podés viajar. Y después está chiquito y tampoco podés viajar. Con eso te van filtrando.

Las mujeres policías ocupan, en la institución, una posición ganada a pulso. Y a veces ni tan ganada. Siguen siendo, para muchos, «un veneno» (la categoría es literal) que no debe permitirse en ciertos espacios o funciones. O, como escuchamos al inicio de este trabajo, «un efectivo menos» (porque «se embarazan», porque amamantan, porque faltan para cuidar a sus hijos). Personajes, en uno y otro caso, en los que por ende no puede confiarse para el desarrollo del trabajo.

Parecerá que nos estamos desviando, con este «racconto» de las desigualdades. Pero no es así. Lo que estamos haciendo, antes bien, es incluirlas en el escenario de lo «sexual policial». No para llamar a la asunción de victimismos ciegos, ni para potenciar un discurso ramplón que anude la mujer a la sumisión y la sexualidad a la opresión. Sino para desplegar otra cara posible en la interconexión, en el espacio policial, de sexo y desigualdad. Esto es, para pasar revista de aquellos espacios de vulneración donde el sexo es capaz de volverse una herramienta. De aquellas instancias del desempeño profesional —ya sea en el día a día o en la proyección a futuro— donde el intercambio sexual es capaz de administrar derechos y garantías. No estamos hablando aquí de la totalidad de las relaciones sentimentales y sexuales que se dan entre los y las policías. Hablamos en cambio de una porción de este universo: aquella que resalta, aún en un vínculo que no niega lo afectivo, el quid pro quo. Habla de los variados modos en que el sexo se vuelve una estrategia:

Acá ninguna es santa, eh. ¡Y me incluyo! [risas]. Vos elegís, como mujer: «me acuesto con éste, me acuesto con aquel». La gran mayoría hace eso, para estar tranquila. Vos sabés que la que lo hace está cuidándose. Tiene pibes, tiene todo. Y si a vos te están recargando [de horas] constantemente, y tenés que buscar niñera, ¿cómo hacés? Y bueno, me acuesto con el chabón y voy a volver a mi casa a horario. Yo puedo decir tranquilamente que el 75% dice que sí. Es un 20% el que dice que no. Y el 5% el que lucha, como mucho.

No estamos descubriendo acá nada que no sepamos: ya ha sido suficientemente señalado que la sexualidad en el espacio policial se vuelve un insumo estratégico para la regulación de las relaciones profesionales. Así, desarrollar estas relaciones dentro de las dependencias policiales no sólo es bien visto: es hasta una habilidad necesaria que hombres y mujeres despliegan para manejarse en el trabajo, pues el ejercicio de la sexualidad, así practicado, se transforma en una herramienta apta para la negociación y la construcción de relaciones de poder desde donde obtener prebendas (Calandrón 2014, 2016; Sirimarco, 2017, 2021):

Las vigilantas13 son putas con chapa. La vigilanta no se va a acostar conmigo, se va a acostar con un jefe, se va a acostar con el comisario para estar bien, para que le ponga las horas extras, para ganarse un franco, para no venir un domingo a laburar, para irse a la hora que se quiera ir. No todas, pero un 99%.

Las palabras pertenecen a un suboficial de larga trayectoria. El mensaje es contundente: el sexo es estrategia. Es cálculo: un modo de postular un lugar de poder propio, desde el cual producir y articular relaciones de fuerza (de Certeau 1990). ¿Qué relaciones de fuerza? En principio, y como vimos, aquellas que permitan una ventaja (o una mayor holgura) en las formas y tiempos del trabajo. Desde ganarse un franco hasta lograr salir a horario. Pero también aquellas que permitan una comodidad a futuro, o un modo de guardar un as bajo la manga:

Capaz que el jefe quiere cortar con la mina, o se va a otra comisaría. Y la mina: «bueno, llévame». «No, cómo te voy a llevar, yo me tengo que ir con mi gente». «Llevame porque se pudre». Porque muchas veces son infidelidades, estas relaciones. «Llevame porque se pudre. Porque se va a enterar tu familia, se van a enterar todos. Vas a tener problemas con tu mujer, vas a tener problemas con tus hijos». Pasa mucho. Lo sexual es terrible.

«Lo sexual es terrible», dice esta mujer policía. Y lo que está diciendo es algo aun más fundamental: el sexo es poder. O lo que es lo mismo: es un espacio de agencia donde negociar y hacer uso activo del orden existente. Las policías que pueblan este apartado no son «putas con chapa», como decía el suboficial. Tampoco «santas», como avisaba una voz en el campo, queriendo decir tal vez que no son ni «mojigatas» ni «estúpidas». No se subordinan pasivamente a las prácticas sexuales masculinas, sino que se insertan activamente en la estructura del sexo. Lo hacen para negociar posiciones laborales: para no sufrir horas de recargo, para tener un franco, para tener un mejor horario, para no trabajar los fines de semana, para trabajar menos. El capital sexual se vuelve así una «manera de hacer» que les permite, a estas mujeres, manipular el espacio de la desigualdad. Que les permite introducir, en esa estructura de poder, una estrategia capaz de desviar o subvertir su funcionamiento (de Certeau, 1990). Así, a través del sexo, las mujeres policías logran transgredir las restricciones de la estructura admnistrativa y distribuir más equitativamente los derechos de la profesión: logran transformar sistemas excluyentes en espacios de participación que de otra manera se les niegan (Cabezas, 2008).

Quiero que quede claro: el intercambio sexual no es opresión. No es una experiencia vivida de modo triste, sórdido o claustrofóbico, aun cuando lidie —en muchos casos— con la negociación de desigualdades. En primer lugar, porque el sexo negociado no es signo de alienación, ni de ningún sometimiento encubierto, sino índice de tácticas racionales y sopesadas (Daich 2018, 2019). Pero en segundo lugar, porque lo sexual no sólo constituye un repertorio con el cual negociar relaciones laborales desventajosas, sino que cumple un rol determinante en la manufactura de la sociabilidad policial toda (Calandrón 2014, 2016).

Cualquiera que haga trabajo de campo en la policía lo sabe, pues el lenguaje y los usos de la sexualidad impregnan muchos de los discursos (y las rutinas) que atraviesan la cotidianeidad de las dependencias. El tipo que tiene «en su cuero»14 a una sargento, pero le hace insinuaciones sexuales a otra compañera, delante de ella, a modo de juego. La jefa que recibe a sus subordinadas al grito de «¿qué te pasa, que tenés ojeras? ¡Seguro tuviste una orgía, anoche!». El que le toca el culo a una colega, ante las risas de la jefa de ambos, porque «¡ese culo me tienta, me tienta!». O la suboficial que saluda, delante de todo el mundo: «che, ¿estás renga? ¿No será que anoche te descaderaron?». Estos modos de relacionamiento son tan habituales que se desenvuelven ya —remarca Calandrón (2014, 2016)— en el orden de lo público y lo ostensivo.

El sexo configura, en estos espacios, una matriz disponible de aquello a intercambiar chanzas, cercanías, contactos, poder. Pero conviene prestar atención a un detalle. No sólo se trata, como venimos viendo, del sexo que se tiene. También se trata del sexo que se deja de tener, o del sexo que tienen los otros:

Tenés que tener cuidado con cómo le decís que «no» al jefe. Te conviene darle siempre un hilito de esperanza. Manejarlo un poco. Sonreírle un poquito, un escote, lo que sea. ¡Porque si vos lo cortás en seco…! ¡Agarrate! Un día tenés que entrar a las 8h, llegaste 8.05h, listo, te empieza a joder. «Llegaste tarde, García, llegaste tarde». O empieza a darte un montón de trabajo. Apenas te sentás a trabajar: «García, tenés que ir a una autopsia». «¡Pero jefe, tengo trabajo!». «Todos tenemos trabajo, andá». Y vos sabés que todo eso es porque le dijiste que no, o porque no te subiste a su auto. O te da un trabajo para hacer y en el medio te dice que agarres la guardia. «¡Pero me acaba de dar un trabajo!». Y después, a la semana, te sanciona por el trabajo que no hiciste. Y si vos tenés compañeras, y ellas sí se acostaron con tu jefe —porque les gusta, o porque les conviene—, su trabajo lo ligás vos.

En una institución donde la sexualidad cumple un rol determinante en la administración de las relaciones laborales, no sólo importa, entonces, lo que se gana con el sexo. Importa también lo que se pierde. Porque si las ventajas de ser parte del sistema son evidentes, también lo son —como deja en claro el relato anterior— los inconvenientes de permanecer por fuera.

La salvedad nos lleva a una consideración de importancia, que ha venido sugiriéndose en muchos de los relatos presentados, pero que toca ahora explicitar. La encontramos condensada en la categoría de «putas con chapa», bajo la idea de que las mujeres policías buscan, a través del sexo, la obtención de beneficios. Es decir: la obtención de eximiciones en el desempeño de su función. El franco cuando no corresponde, el fin de semana libre cuando nadie lo tiene, la baja carga de trabajo de la que nadie disfruta. Buscan, en una palabra, no hacer aquello que debieran. Buscan una ventaja.

Claro que pueden existir estos casos. Y claro que existen también otros, que es menester considerar. De hecho, podemos discutir hasta qué punto puede tildarse de «ventaja» la re-consideración —mediante el sexo— de ciertos eventos dictados por una estructura organizativa sin perspectiva de género (¿es una «ventaja» pretender salir a horario cuando se tienen hijos a cargo?), pero lo que quiero señalar ahora no es esto. Lo que quiero señalar es que no es, el policial, un sistema que presente sólo desigualdades formales (normativas, reglamentaciones, leyes orgánicas). Es, aun más, un sistema que administra discrecionalmente esas desigualdades. De allí que el sexo no aparezca solamente intentando subsanar las desigualdades administrativas que resultan de una organización pensada para hombres, sino que el sexo aparece -también- como modo de garantizar que la siempre posible arbitrariedad de los superiores no ponga en suspenso hasta los derechos más básicos:

Me habían trasladado a esa nueva oficina, por mi problema de salud. Y al poco tiempo el jefe me cita en la oficina: «vos estás re-bien acá, la pasás re-bien con el horario, no tenés casi nada de trabajo». «Sí, la verdad que lo agradezco», le digo yo, re-ingenua. Y ahí el chabón, a los minutos: «decime qué color de corpiño tenés». O sea… Primero me echó en cara que yo estaba bien ahí, y después intentó sacar ventaja.

El relato es claro al respecto. El sexo no sólo opera sobre la dispensa, sino también sobre el territorio de lo ganado justamente. O mejor dicho: opera sobre el «intento» de convertir lo correcto en favor (que debe pagarse). O también: sobre el «intento» de convertir lo ya adquirido en realidad que puede perderse.

Parecerá que hemos perdido el eje, con este giro abrupto hacia lo «extorsivo», viniendo, como venimos, de tantos argumentos en relación al sexo-como-negociación. Pero no lo hemos hecho: este último relato, lejos de ser disruptivo, refuerza el argumento que sostenemos: el del sexo como «continuum». No otra cosa pone este caso de manifiesto, iluminando una miríada compleja de grises, según se deslice más acá o más allá del vector de la coacción y el consentimiento. Finalmente, lo que demuestra este caso es que —ya sea que hablemos de violencia o de voluntad— nunca dejamos de hablar de desigualdades.

Lo que nos devuelve al inicio de este trabajo. Al ejercicio del poder policial, y a los modos siempre complejos y siempre fluidos en que se imbrica en una estructura administrativa atravesada por esa desigualdad que denunciamos. Y a los usos del sexo y la sexualidad que se tejen en torno a las variadas articulaciones entre lo desigual, lo arbitrario y lo violento; usos del sexo y la sexualidad que tanto padecen estas articulaciones como les hacen frente.

Porque se ha dicho largamente, pero conviene repetirlo: la sexualidad puede ser un campo de peligro, pero también puede ser un campo de agencia. Y en aras de capturar el escenario mayor, ninguna de ambas instancias puede ser soslayada: ni la estructura patriarcal en que vivimos, ni la experiencia de ser artífices de nuestra sexualidad; ni el sexo como espacio de dominación, ni el sexo como espacio de resistencia; ni el sexo como práctica que refuerza la lógica patriarcal, ni el sexo como práctica que la desestabiliza (Vance,1989; Echols 1989; Piscitelli 2005; Hunter 2010; Daich 2018, 2019).

De eso ha tratado este trabajo. Del abordaje de los casos de violencia sexual contra las mujeres policías, por supuesto, pero también de algo más: de su comprensión dentro de un horizonte de sentidos que no escinda práctica de normativa. Porque después de todo, el interrogante que nos planteáramos al comienzo de este texto resulta indisociable de una necesidad que palpita, cada vez con más fuerza —en estos tiempos de luchas de las mujeres—, en los colectivos de mujeres policías y en amplios sectores del espectro político: la búsqueda de frenos y de soluciones.

Tal vez este trabajo pueda contribuir no sólo a visibilizar una problemática que —sin ser nueva— irrumpe ahora con fuerza en la agenda pública, sino también a argumentar que, en lo que toca al despliegue y al ejercicio del poder policial, poco puede avanzarse sin atender al modo en que praxis y reglamentación policial se interconectan y se potencian. Porque poco es lo que podría lograrse focalizando únicamente en la actualización o construcción de legislación con perspectiva de género. Pero poco es también lo que podría adelantarse sin la existencia urgente de este «corpus» normativo. En la interconexión estrecha que existe entre sexo y desigualdad, «praxis» y reglamentaciones no debieran ser abordajes excluyentes.

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Notas

1 Nombres, lugares geográficos y otros detalles han sido modificados para resguardar identidades.

2 Por ejemplo: https://fmradiospeed.com/grave-denuncia-de-abuso-a-mujeres-policias/; https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/193238-mujeres-policias-piden-una-ley-que-las-proteja-de-los-abusos-denuncian-hostigamiento-y-arbitrariedades-politica.html; https://laopinionaustral.com.ar/cabo-fue-detenido-por-abusar-de-una-superior-en-un-patrullero/; https://www.agencianova.com/nota.asp?n=2019_8_26&id=77148&id_tiponota=24; https://www.infobae.com/sociedad/policiales/2019/08/25/un-oficial-de-la-bonaerense-mato-a-su-novia-policia-e-intento-suicidarse/

3 La encuesta fue una de las primeras acciones realizadas por la Red Nacional de Mujeres Policías con Perspectiva de Género, conformada en marzo de 2019 y actualmente ramificada en varias redes -nacionales y provinciales. Fue realizada a través de un formulario web y contestada por 250 mujeres policías. Los resultados fueron levantados por distintos diarios nacionales. Pueden consultarse para un panorama más amplio de los casos denunciados.

4 Debido a las condiciones de realización de la encuesta, no es posible contar con datos específicos acerca del proceso de construcción de sus números (grado de representatividad, grado de error, universo encuestado, etc.). Los mismos deben ser tomados, por ende, de modo orientativo. En ausencia de estadísticas formales sobre el tema, su capacidad de «dar cuenta» (en su doble sentido de hacer inteligible y de volver «contable» un problema social) los vuelve de todos modos una herramienta valiosa (Trebisacce y Varela, 2020).

5 Que las denuncias de las conductas irregulares y/o delictivas muchas veces deban hacerse ante la propia institución también forma parte del problema. Con vistas a revertir esta situación, las distintas redes que nuclean a mujeres policías han presentado proyectos de ley destinados a reemplazar a la normativa vigente. Puede citarse, por ejemplo, el proyecto creado por la Dra. Mariana Herrero y presentado por el senador Pino Solanas ante el Senado de la Nación Argentina, que se encuentra actualmente en espera de tratamiento (2588/19, Proyecto de Ley del Personal Policial y de Seguridad con Perspectiva de Género). O el proyecto de ley para la creación del Centro Integral con Perspectiva de Género, presentado ante el Senado de la provincia de Santa Fe.

6 En vista de los objetivos de este trabajo, tales categorías -acoso, abuso- serán mencionadas sin atender necesariamente a sus distinciones y diferencias, las cuales por supuesto reconocemos.

7 Adentro y afuera son, como la cursiva lo indica, categorías que retoman el sentido común para versionarlo críticamente: no existe una línea de separación entre sociedad e institución policial, por mucho que el discurso de diferentes actores así intente presentarlo.

8 La Policía Federal Argentina, por ejemplo, recién incorpora mujeres a sus filas a partir de la década de 1960, aunque sólo en el cuadro de suboficiales. El cuadro de oficiales se abre para ellas unos 18 más tarde. La Policía de la Provincia de Buenos Aires presenta una experiencia pionera: las mujeres se suman a la fuerza bonaerense en 1947, dando lugar al primer cuerpo de policías mujeres de América del Sur, aunque dicha experiencia se interrumpe en 1955 y se restablece recién en 1977. Vale destacar que ambas fuerzas hunden sus raíces históricas en los comienzos del 1800. La policía cordobesa, para señalar un ejemplo del interior del país, repite números similares: formalizada su creación a finales del 1800, la incorporación de mujeres a sus filas ronda la década del 1960.

9 El mismo comenzó acompañando, con un Informe Técnico, la presentación a la Cámara de Diputados de la Nación del Proyecto de Ley 0446-D-2019 («Creación de la Policía Democrática Nacional de la República Argentina, para reemplazar en sus funciones a la Policía Federal Argentina - Derogación del Decreto Ley 333-58»), y se continuó en extensas charlas y entrevistas a mujeres policías de esas y otras redes, así como en otras colaboraciones. La declaración del Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio en Marzo de 2020 forzó la continuación del proceso de entrevistas por medios telefónicos y virtuales.

10 A partir de ahora, al hablar de masculinidad estaré siempre haciendo referencia a este registro puntual.

11 El «sujeto policial» no debe entenderse como un cuerpo individual y real, sino como una ficción institucional. Esto es, como el registro idealizado de actuación que se propone desde lo institucional.

12 Un dato en esta línea: según un informe de la CORREPI para el año 2018, 1 de cada 5 femicidios fueron llevados a cabo por integrantes de las fuerzas de seguridad y con armas reglamentarias.

13 En este caso puntual, se refiere a las mujeres del cuadro de suboficiales. El que habla es también suboficial.

14 De amante.

* Este trabajo significa un giro reciente y particular en mi trayectoria de investigación sobre género, masculinidad y poder policial. Agradezco a la Red de Mujeres Policías por convocarme a reflexionar sobre estos casos. Y a todas las mujeres que la componen, por la confianza que significa haber compartido conmigo sus experiencias.

Recibido: 21 de Agosto de 2020; Aprobado: 24 de Septiembre de 2020