SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.12 número15Benito Pérez Galdós en el cine argentino: El abuelo salteñoLa fuerza del testimonio o el testimonio forzado: Construcción de la memoria de la Guerra Civil española en Muerte en El Valle, de Christina Hardt índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

  • No hay articulos citadosCitado por SciELO

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Olivar

versión On-line ISSN 1852-4478

Olivar vol.12 no.15 La Plata ene./jun. 2011

 

ARTÍCULOS

¿Podía hacer saber Unamuno a Augusto Pérez que es un personaje ficticio? Una contribución a la epistemología del pensamiento dialógico1

 

José María Ariso

Universität Kassel

 


Resumen
Este trabajo describe una serie de limitaciones epistemológicas inherentes a la relación entre el novelista y sus personajes ficticios. Con el fin de ilustrar con la mayor claridad posible dichas limitaciones, se analiza el diálogo que mantienen Unamuno y su personaje ficticio, Augusto Pérez, en Niebla.

Palabras clave: Dialogía interna; Conocimiento; Certeza; Razón; Persuasión.

Abstract
This work describes a series of epistemological limitations intrinsic to the relationship between the novelist and his/her fictitious characters. In order to illustrate these limitations as clearly as possible, the dialogue held by Unamuno and his fictitious character Augusto Pérez in Niebla is analyzed.

Keywords: Internal dialogy; Knowledge; Certainty; Reason; Persuasión.


 

La epistemología de la dialogía interna

Hace casi dos décadas, Iris M. Zavala proponía el término bajtiniano "dialogía" como herramienta para la comprensión de la producción discursiva unamuniana; concretamente, Zavala describía la dialogía como "una interrelación simultánea de posibilidades específicas", de modo que una de las consecuencias epistemológicas del pensamiento circular dialógico era la "aceptación de la pluralidad interna, del lenguaje poblado por lo otro, el otro, vaciado por la ausencia" (1991:35). De hecho, Zavala añade que en la arquitectura de Niebla, la gran novela de Miguel de Unamuno aparecida en 1914, cada palabra revela dos instancias que esta autora denomina respectivamente "dialogía interna" -en referencia al diálogo que mantiene el autor con sus personajes introduciéndose como una máscara más en el escenario- y "dialogía interior" -correspondiente a los estados internos de los actores- (1991:81). En este trabajo quiero dejar a un lado la dialogía interior para centrarme en las "posibilidades específicas" de carácter epistemológico que se reflejan en la dialogía interna establecida entre Unamuno y su personaje Augusto Pérez en el capítulo XXXI de Niebla. Con ese fin describiré brevemente la concepción que los filósofos George E. Moore y Ludwig Wittgenstein tienen tanto del "saber" como de la "certeza", lo cual nos ayudará a arrojar luz sobre las paradójicas consecuencias epistemológicas de la citada dialogía interna entre Unamuno y su personaje -consecuencias que, dicho sea de paso, son extrapolables al vínculo epistemológico existente entre cualquier novelista y sus personajes ficticios. Naturalmente, no quiero decir con ello que la relación entre Unamuno y Augusto deba contemplarse necesariamente desde un punto de vista epistemológico: lejos de tal cosa, mi intención es aportar una nueva perspectiva que enriquezca el abanico de enfoques desde los cuales podemos acercarnos al complejo juego de espejos entre realidad y ficción, entre el ser y el no ser, que Unamuno deja entrever en su Niebla.

Dos usos del verbo "saber": Moore y Wittgenstein

En 1925 el filósofo británico George E. Moore mostró que el mejor modo de hacer frente al escepticismo respecto a la existencia de los objetos físicos no consistía en construir un argumento contundente. Lejos de tal cosa, Moore se limitó a señalar que sabía con certeza -entre otras muchas cosas- que en aquel momento existía un cuerpo humano que era el suyo; que la Tierra existía antes de que su cuerpo naciese; que durante bastantes años han vivido sobre ella de forma continua gran cantidad de cuerpos humanos, etc. (1983:49-50). Si tenemos en cuenta que Moore pretendía atar de pies y manos al escéptico que cuestiona la existencia de los objetos físicos, llama la atención que aquél no ofreciera razón alguna que avalara su conocimiento de que, por ejemplo, existen cuerpos humanos. Desde un punto de vista filosófico, semejante actitud por parte de Moore podría parecer dogmática: de hecho, se podría decir que hasta cierto punto estaba provocando al filósofo escéptico para que éste exija una justificación de eso que Moore dice saber con certeza. Pero esta maniobra, aparentemente inofensiva, constituía una encerrona para el escéptico: pues si éste hubiera reprochado a Moore que no sabía lo que decía saber, el escéptico debería aclarar cómo sabía que Moore estaba equivocado. Así que el escéptico tendría que decidir entre aclarar cómo sabía que Moore estaba equivocado, o bien renunciar a la exigencia de que Moore justifique su afirmación. Dicho de otro modo, Moore obligaba al escéptico a abandonar su madriguera filosófica, pues le forzaba a sustituir su tradicional actitud pasiva consistente en cuestionar indefinidamente nuestros conocimientos -en este caso, nuestro conocimiento de que existen objetos físicos- por una actitud activa que le exponía a un serio riesgo de refutación, ya que debía fundamentar su constante demanda de justificaciones.
Años después, el pensador vienés Ludwig Wittgenstein encontrará fascinante la estrategia de Moore ante el filósofo escéptico, si bien discrepará sobre el uso que el británico había hecho del verbo "saber". Mientras que Moore fue fiel a la tradición epistemológica que contemplaba la distinción entre "saber" -o "conocimiento"- y "certeza" como una cuestión de grado, Wittgenstein establece una diferencia categorial entre certeza y conocimiento (1997:308). Moore consideraba que tanto la certeza como el conocimiento eran estados mentales, pero Wittgenstein mantiene que para demostrar que sé algo no me puedo basar en una experiencia interior (569), sino que he de basarme en un criterio objetivo. Wittgenstein halla dicho criterio objetivo en la concepción tradicional del conocimiento como "creencia verdadera justificada", lo cual le lleva a afirmar que quien dice saber algo debe demostrar que se encuentra en una situación óptima para saberlo.2 En palabras de Wittgenstein: "Cuando alguien cree algo, no siempre es indispensable que pueda contestarse a la pregunta '¿Por qué lo cree?'; pero si sabe algo, se ha de poder contestar a la pregunta '¿Cómo lo sabe?'" (550).
El conocimiento debe apoyarse siempre en una o varias razones que disipen determinada duda, en tanto que la certeza objetiva3 no se puede apoyar en razón alguna porque ninguna razón podría ser más segura que la propia certeza (307). Como la duda va siempre ligada a una razón que debe sustentarla, en el ámbito de la certeza no hay margen alguno para la posibilidad de duda o error.4 Por tanto, en circunstancias normales no sólo está de más decir "Tengo un cuerpo", ya que se trata de una certeza compartida por casi todos lo seres humanos: además, estaría fuera de lugar afirmar que "Sé que tengo un cuerpo" añade algo a "Tengo un cuerpo".5 Es evidente que si alguien tratara de ofrecer razones que avalaran la expresión "Sé que tengo un cuerpo" palpándose, mirándose a un espejo, pesándose, viendo la sombra que proyecta, preguntando a terceros, etc., habría hallado múltiples razones; pero ninguna de ellas sería más segura que la certeza "Tengo un cuerpo", por lo que no fundamentarían dicha certeza.
Es importante señalar que las certezas se articulan formando sistemas de referencia. Cuando las diferencias entre dos sistemas de referencia son mínimas y muy superficiales, es posible que en cierta ocasión dos personas o dos colectivos partícipes de dichos sistemas puedan ofrecerse razones para tratar de convencerse mutuamente de determinado aspecto. Sin embargo, cuando las personas implicadas tienen sistemas de referencia muy diferentes, no pueden ofrecerse mutuamente razones para convencerse6, sino que deben recurrir a la persuasión: o lo que es lo mismo, en dichos casos no se ofrece una razón, sino todo un sistema de referencia para que sea aceptado. Eso ocurrió, según Wittgenstein, en el caso de la conversión de los indígenas por parte de los misioneros (612), y eso mismo ocurriría si intentáramos que un hombre se despojara de la idea de que la Tierra existe hace sólo cincuenta años cuando ha sido educado en esa certeza (262). Esto no quiere decir que Wittgenstein acepte la existencia de un sistema de referencia correcto que sirve de medida frente a los demás. Según el pensador vienés, las certezas reflejan nuestra actitud hacia el mundo (404): pero al no ser las certezas un reflejo de dicho mundo, no son verdaderas ni falsas, sino el trasfondo sobre el cual distinguimos entre lo verdadero y lo falso (94). Así pues, no hay nada inherente a nuestras certezas que les confiera dicho estatus, sino que simplemente tenemos las certezas que tenemos porque tratamos determinadas creencias como presupuestos incuestionables en nuestra forma habitual de hablar y actuar. Por tanto, sólo podremos entender a un colectivo si nos familiarizamos con su sistema de referencia.

Breve crónica de la escisión entre Unamuno y Augusto

Hasta el capítulo XXX de Niebla, Augusto no era más que una creación de Unamuno. No obstante, en el capítulo XXXI se va a ir gestando progresivamente una escisión entre ambos desde el mismo momento en que Unamuno aparece como una máscara más en el escenario de la trama. Dicha escisión tiene un carácter marcadamente epistemológico, tal y como se aprecia en el primer movimiento de este proceso. De hecho, Unamuno escribe: "de las vicisitudes de su vida sabía yo tanto como él, y se lo mostré citándole los más íntimos pormenores y los que él creía más secretos" (1995:259). Esta aparente muestra de autoridad trae consigo una cierta equiparación a nivel epistemológico en tanto que Unamuno usa aquí el verbo "saber" para referirse al conocimiento que poseen tanto él como su personaje; además, matiza que sabía tanto como Augusto, dando a entender que es una especie de mérito por su parte -pese a su condición de autor- saber tanto como su personaje. El propio Augusto enfatiza aún más si cabe el aparente "mérito" de Unamuno al decirle: "puesto que usted parece saber sobre mí tanto como sé yo mismo, acaso adivine mi propósito". (260). Unamuno no duda al aceptar este desafío y vuelve a hacer muestra de su autoridad: "Sí -le dije-, tú -y recalqué este con un tono autoritario-, tú, abrumado por tus desgracias, has concebido la diabólica idea de suicidarte" (260). Unamuno pretende distanciarse y diferenciarse de Augusto reconociéndole enfáticamente como un "tú", como un otro ajeno a y distinto de sí mismo; pero por ese mismo motivo lo que hace en realidad es acercarse a él, no alejarse o diferenciarse. Pues Augusto ya no es sólo un mero ente de ficción sujeto a la voluntad de su creador: ahora es también un "tú", un otro, un sujeto, un usuario del lenguaje que, como tal, tendrá el mismo derecho que el propio Unamuno a solicitar razones que avalen por qué se afirma saber algo. Así, cuando Unamuno anuncia a Augusto "Ya sabes, pues, tu secreto" (261) después de comunicarle que no existe más que como un ente de ficción o como un producto de la fantasía de su autor, Augusto replica: "-Mire usted bien, don Miguel... no sea que esté usted equivocado y que ocurra precisamente todo lo contrario de lo que usted se cree y me dice" (261).
Si Unamuno dice saber algo sin dar razones de ello, su declaración no revelará conocimiento alguno, por lo que se podrá tomar como una simple conjetura. De ahí el temor de Unamuno: "-Y ¿qué es lo contrario? -le pregunté alarmado de verle recobrar vida propia" (261). Unamuno se alarma porque toma conciencia de la posibilidad de lo contrario: la posibilidad de que, como dice Augusto, tal vez sea el propio Unamuno el ente de ficción que no tiene más objetivo que ser un pretexto para que la historia de Augusto llegue al mundo. Por tanto, Augusto ha entrado ya en el juego de Unamuno: así como éste no fundamenta sus aseveraciones con razones, Augusto hace uso de su facultad reconocida de "tú" u otro para aseverar también libremente sin necesidad de ampararse en razones. De ahí que cuando Unamuno manifieste su certeza absoluta de que Augusto no existe fuera de su producción novelesca, éste replique: "-Bueno, pues no se incomode tanto si yo a mi vez dudo de la existencia de usted y no de la mía propia" (261).
Además, Augusto advierte a Unamuno que, al admitir la discusión con él, ya está reconociendo su existencia independiente (262). Pero si bien esta observación parece ser de carácter exclusivamente ontológico, afecta también, como señalé anteriormente, al plano epistemológico. Prueba de ello es que cuando Unamuno niega que Augusto tiene una "lógica interior" o su propio modo de ser, éste rechaza frontalmente todo dogmatismo y exige una razón que le demuestre que estaba equivocado: "-A ver, ¿por qué me equivoco? ¿en qué me equivoco? Muéstreme usted en qué está mi equivocación" (263).
La firmeza mostrada por Augusto le va permitiendo adquirir una autonomía cada vez mayor. Este efecto de creciente autonomía se ve favorecido también por el hecho de que Unamuno ha ido dejando poco a poco de tratar a Augusto como un ente ficticio para verle, en su lugar, como un hombre de carne y hueso: sólo así puede sorprenderle sobremanera que Augusto manifieste su intención de matarle si tuviera el valor suficiente para ello. En último término, Unamuno apela a su autoridad de narrador para matar a Augusto (264-266). Pero lo hace porque la escisión ha llegado ya a tal punto que se siente en peligro.

Lo que Unamuno y Augusto no pueden saber

Rigurosamente hablando, nadie puede decir que sabe qué tiene en mente, pues sería ridículo decir "Sé que estoy pensando en mi próximo libro", "Sé que estoy recordando lo que me dijiste ayer", etc. En este caso no existe la distancia epistémica necesaria para usar el verbo "saber", por lo que ni tan siquiera Augusto, la creación de Unamuno, puede saber qué tiene en mente en un momento dado. En principio cabría pensar que Augusto podría saber lo que tiene en mente si Unamuno se lo dijera, mas ni siquiera el testimonio de Unamuno constituiría una razón válida que fundamentara dicho conocimiento. A modo de ejemplo, Unamuno podría decir que en cierta ocasión Augusto estaba pensando en su amada Rosario. Si tal cosa fuera verdad, el testimonio de Unamuno no aportaría nada a la certeza que tenía Augusto de estar pensando en Rosario.7 Y si Augusto negara que estaba pensando en Rosario, concluiríamos que sólo uno de ellos podría tener razón: o Augusto miente o Unamuno -en su faceta de personaje- se equivoca.8 ¿Pero acaso no sabría Unamuno qué pasa por la mente de Augusto? ¿Acaso no es Unamuno el creador de Augusto? En este caso debemos contestar que si Unamuno hubiera sido un historiador o biógrafo que narraba los avatares y vicisitudes de un personaje real basándose en pruebas documentales -como diarios, cartas, testimonios orales, etc.-, dichas pruebas harían las veces de razones que permitirían afirmar que Unamuno sabía qué tenía en mente en determinada ocasión el personaje sobre el cual escribía. Mas en el caso que nos ocupa, está fuera de lugar decir que Unamuno sabe qué tiene en mente Augusto: precisamente porque es el propio Unamuno quien dicta los contenidos mentales de Augusto, no puede abrir un hueco epistémico entre él y su personaje.9
El capítulo XXXI de Niebla se va convirtiendo progresivamente en una lucha desesperada entre Unamuno y Augusto: mientras que el primero pretende conservar a toda costa el poder ilimitado que le confiere su estatus de autor, el segundo defiende astutamente su autonomía. El abismo que se abre entre ambos se revela con especial claridad si se presta atención al uso que cada uno de ellos hace del verbo "saber": mientras que Unamuno insiste en el uso mooreano, Augusto se aferra al uso wittgensteiniano hasta que consigue sembrar la duda en el novelista vasco. Efectivamente, Augusto pide a Unamuno que le demuestre -con razones convincentes- que el ente de ficción es él y no el propio Unamuno. Es evidente que éste no puede ofrecer las razones que le piden, por lo que se limita a repetir que Augusto sólo existe en su fantasía: así pues, Augusto sólo podrá hacer lo que a Unamuno le dé la gana. Teniendo en cuenta que según Wittgenstein todo convencimiento debe estar respaldado por razones, ¿cómo podría convencer Unamuno a Augusto de que es un personaje de ficción? ¿Podría darle razones más seguras que la certeza que tiene Augusto de ser un hombre de carne y hueso? Evidentemente, no. Si a cualquiera de nosotros nos contara un novelista hasta nuestros más íntimos secretos -como hace Unamuno con Augusto al comienzo del capítulo XXXI de Niebla- podríamos decir que había adivinado o que de algún modo había descubierto dichas intimidades. Pero si alguien se basara en dicho testimonio para concluir que es un ente de ficción, no se podría decir que había sido convencido de ello: simplemente habría sido persuadido.10 O lo que es lo mismo, habría aceptado un sistema de referencia distinto del suyo, pero no porque las razones ofrecidas al persuadir sean más seguras que la certeza que pretenden respaldar: que se es un ente de ficción.11 El capítulo XXXI de Niebla discurre en esta tensión creciente entre el intento de persuasión y la exigencia de razones, entre la apelación a la propia autoridad y la demanda de pruebas que avalen la idea que se quiere imponer. Esta tensión sólo se resolverá si uno de los dos contendientes da su brazo a torcer: o bien Augusto se deja persuadir y admite que, a su pesar, es un personaje de ficción, o bien Unamuno reconoce que no puede dar las razones que se le piden y, por tanto, deja de mantener que Augusto es un ente de ficción. A su vuelta a casa, y bajo el peso de la sentencia de muerte impuesta por su creador, Augusto se persuade de que efectivamente es un ente de ficción; no obstante, Augusto también intentó persuadir a Unamuno de que éste es un ente de ficción, con lo que genera una nueva tensión o incertidumbre que queda en el aire, sin resolver. Pero no es esta tensión lo único que conmueve a Unamuno. En el capítulo XXXIII Augusto volverá a hurgar en la herida que había abierto en el narcisismo de Unamuno al sugerirle que tal vez fuera él el ente de ficción: ahora se le aparece en sueños para advertirle de forma explícita que ningún autor posee el poder de resucitar a sus personajes, con lo cual se ve mermada su presunta omnipotencia como autor.
Pero yo quiero llamar la atención sobre otra posibilidad, o mejor dicho imposibilidad, que caracteriza y condiciona la dialogía interna: me refiero a la imposibilidad de que el autor demuestre a su personaje que éste es un ente de ficción. Ciertamente, el autor puede introducirse como una máscara en el escenario de la trama para advertir a su personaje no sólo que dirige su vida a su antojo, sino además, y lo que es peor, con la intención de hacerle saber que es un ente de ficción. Mas a pesar de su empeño y su ira, el autor no podrá hacer más que intentar persuadirle -y naturalmente, dependerá de la propia voluntad del autor que su personaje acabe persuadiéndose- de que es un ente de ficción. Es evidente que el novelista tiene la posibilidad de escribir que su personaje "por fin sabe" -eso sí, al modo mooreano- que es un ente de ficción; no obstante, lo más que habría podido conseguir es relatar que su personaje se persuadió de ello. A lo sumo podría narrar con mayor o menor destreza cómo su personaje había desechado un sistema de referencia, y con él una determinada imagen del mundo, para abrazar en su lugar un sistema distinto. De este modo podría ilustrar que lo que en determinado sistema de referencia resulta absurdo, en otro sistema puede constituir la más sólida certeza. Por tanto, el novelista no es omnipotente en el ámbito su novela. Paradójicamente, no sabe cosas tan elementales como qué tienen en mente sus personajes de ficción. Y si bien puede persuadirles de que son entes ficticios, ni siquiera puede hacerles saber que lo son. Así, Unamuno tenía el poder de hacer que Augusto vagara hasta la eternidad repitiendo sin cesar que su creador le había hecho saber que es un personaje ficticio. Pero no tenía el poder de hacer que lo supiera.

Notas

1 Trabajo realizado gracias a una beca de la fundación Alexander von Humboldt y dentro del marco del proyecto de investigación "Metaescepticismo y el presente de la epistemología: postwittgensteinianos y neopopperianos" (DGICYT HUM2007-60464).

2 A modo de ejemplo, Wittgenstein advierte que si un testigo afirmara ante un tribunal "Sé que". sin ofrecer razones que demostraran que estaba en condiciones de saber tal cosa, no convencería a nadie (438,441).

3 En lo sucesivo, cuando utilice el término "certeza" me estaré refiriendo a esta "certeza objetiva", de modo que sólo haré mención a la "certeza subjetiva" cuando lo señale de forma explícita.

4 Wittgenstein bloquea la duda radical escéptica al señalar que quien quisiera dudar de todo ni siquiera estaría dudando (1997:625), pues toda duda debe partir de unos presupuestos o certezas que le confieran sentido (115): sin ir más lejos, una duda carecería de sentido si se cuestionara el significado mismo de las palabras con que se plantea dicha duda (114). Además, la duda debe tener lugar en determinadas circunstancias y ampararse en "razones bien precisas" (458) para no ser tomada como una mera "forma de comportarse similar a la duda" (255).

5 Alguien podría alegar que la expresión "Sé que". aporta un cierto énfasis o sentimiento de seguridad, pero desde el punto de vista de Wittgenstein dicho sentimiento es una mera certeza subjetiva que, por sí misma, no basta para excluir la posibilidad de error (194).

6 Pues habría grandes diferencias respecto a lo que cada uno de ellos consideraría como una "duda", así como también serían distintas las pruebas o "razones" que cada uno de ellos estaría dispuesto a aceptar.

7 Sería absurdo que Augusto afirmara saber que estaba pensando en Rosario porque se lo había dicho Unamuno: si fuera cierto que estaba pensando en ella, simplemente sería consciente de dicho pensamiento. Los contenidos mentales no se descubren como si fueran objetos ocultos, sino que son inmediatos a quien los tiene.

8 Desde el mismo momento en que Unamuno aparece en escena como una máscara adquiere el estatus epistemológico de un personaje que afirma saber qué tiene Augusto en mente. De este modo, Unamuno -en su faceta de personaje- queda totalmente expuesto a la posibilidad de error, ya que es posible que Augusto -aunque se trate de una decisión del Unamuno autor- no sólo exija razones que ni siquiera el autor de la trama puede ofrecer, sino que además manifieste que lo que Unamuno dice saber no es verdad.

9 Dicho hueco epistémico sólo existiría si fuera posible que Unamuno desconociera qué tenía Augusto en mente, de modo que pudiera "descubrirlo" a través de alguna prueba fehaciente.

10 En este punto cabría objetar que Unamuno se halla en una situación óptima para revelar a Augusto con todo lujo de detalles que es un personaje ficticio cuya vida ya ha escrito. Sin embargo, es fundamental tener en cuenta que esta revelación no sería una razón en el sistema de referencia de Augusto, sino un argumento que en dicho sistema no tendría cabida alguna. Pues tal y como señala Wittgenstein, cada sistema sólo deja margen para determinadas dudas (1997:247). Naturalmente, Augusto podría aceptar -y de hecho acaba aceptando- el nuevo sistema que le ofrece Unamuno; pero dentro de ese nuevo sistema su estatus de personaje ficticio será una certeza o presupuesto elemental e incuestionable, no algo que sepa. Pues el estatus ontológico del posesor de determinado sistema de referencia es algo demasiado fundamental como para ser meramente sabido en base a razones.

11 Que alguien señale que una serie de razones le han convencido de que es un ente de ficción no confiere ninguna validez a dichas razones, pues desde un punto de vista lógico, éstas sólo serán válidas si son más seguras que aquello que fundamentan.

Bibliografía

1. MOORE, GEORGE E., 1983 [1925]. "Defensa del sentido común", en Defensa del sentido común y otros ensayos, George E. Moore, Barcelona: Orbis, 49-74.         [ Links ]

2. UNAMUNO, MIGUEL DE, 1995 [1914]. Niebla, Madrid: Clásicos Castalia.         [ Links ]

3. WITTGENSTEIN, LUDWIG, 1997 [1969]. Sobre la certeza, Barcelona: Gedisa.         [ Links ]

4. ZAVALA, IRIS M., 1991. Unamuno y el pensamiento dialógico.M. de Unamuno y M. Bajtin, Barcelona: Anthropos.         [ Links ]

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons