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Revista SAAP

versión On-line ISSN 1853-1970

Revista SAAP vol.5 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jul./dic. 2011

 

NOTAS

Orden político y democratización*

 

Gianfranco Pasquino

Universidad de Bolonia, Italia
gianfranco.pasquino@fastwebnet.it

 

"The wealthy bribe; students riot; workers strike; mobs demonstrate; and the military coup".
Samuel Huntington (1968: 196)

"Bellum omnium contra omnes".
Thomas Hobbes

Los estudios sobre la democratización parecen compartir muchos de los defectos de los estudios sobre el desarrollo político de los años sesenta del siglo pasado. Tienen tres elementos comunes: son unilineales, optimistas e idiosincráticos. La mayoría de los autores (Tilly, 2007 constituye una significativa excepción) no saben evitar la tentación de analizar la democratización como un proceso el cual, una vez iniciado, conduce, aun con algunos pocos inconvenientes y problemas, a la democracia (esta es la perspectiva de la mayoría de los ensayos en Berg-Schlosser, 2007). Lo que se manifiesta después son diferencias entre las democracias realmente existentes (¿solamente electorales o liberal-constitucionales?) y los tipos de análisis de la calidad de las democracias (preponderantemente con referencia a la categoría liberal-constitucional). De esa forma, demasiadas veces no solamente se pierde todo el drama de la lucha por la democracia (que nunca es ni un pic nic ni un paseo), sino que tampoco se producen explicaciones convincentes y comparadas que puedan servir como enseñanzas para el futuro. En verdad, los casos de democratización fallida, es decir, transiciones de regímenes tradicionales o autoritarios que no han producido regímenes democráticos, son rápidamente olvidados y los analistas pasan a otros casos sin tomar en cuenta los factores negativos, sus impactos y sus permanencias. De esta forma, los casos de desdemocratización desaparecen y ni los científicos políticos ni los actores políticos aprenden nada. Eso es exactamente lo que ocurrió en muchos análisis del desarrollo político, incluso cuando Huntington (1968) señaló que la modernización socioeconómica no seguida por la institucionalización política termina en una situación de decadencia política. No podemos afirmar que necesariamente los regímenes semiautoritarios (Ottaway, 2003) y los regímenes híbridos sean el producto de procesos de desdemocratización. Más bien parecen ser la respuesta de algunos tipos de regímenes autoritarios a las presiones de la comunidad internacional hacia una abertura limitada y controlada del régimen en cuestión, más que un verdadero comienzo de un proceso de democratización. La mínima, pero nunca total y real, abertura sirve al régimen para obligar a los opositores a manifestarse y, en consecuencia, puedan ser identificados e incluso encarcelados.
Mi reflexión preliminar es que sería un grave error estudiar las evoluciones dinámicas de la democratización como si existiesen condiciones estructurales que puedan ser consideradas casi determinantes en todos los procesos. Valerie Bunce (2000) afirma que tenemos cinco generalizaciones bastante solidas. Primero, podemos decir que la democratización requiere algunas condiciones socioeconómicas para aparecer y desarrollarse. Sabemos que hay un debate serio e importante sobre esa relación. Yo comparto la posición de Huntington (1991: 316): "Economic development makes democracy possible; political leadership makes it real". Creo que es absolutamente necesario subrayar que si hay una crisis y las condiciones socioeconómicas son, en consecuencia, negativamente afectadas, la democratización puede sufrir un serio backlash (un contragolpe), bloquearse e incluso ser regresiva. A la postre, el proceso no puede continuar sin una reflexión profunda y una reorganización de los principales actores y de sus estrategias. La segunda generalización de Bunce es que deben concurrir elites "democratizadoras" que guíen el proceso. Pero si, como es probable y muy frecuente, existen también elites que se oponen a la democratización y hay elites que apoyan la democratización solamente de una perspectiva táctica y oportunista, debemos estudiar el conflicto entre las elites y evaluar su fuerza respectiva, incluyendo los apoyos que ofrecen los actores extranjeros a los democratizadores y a los opositores.
Valerie Bunce ha formulado otras tres generalizaciones que no me parecen adecuadas para interpretar y explicar los procesos de democratización. El diseño institucional puede ser una etapa dentro la democratización, pero puede representar también el resultado de la conclusión del proceso. Si la mayoría de los actores o todos los actores relevantes han contribuido al diseño institucional, es probable que las instituciones y la misma Constitución gocen de una cierta legitimidad que se transfiera positivamente sobre la democracia. La cuarta generalización se refiere a los límites del sistema político, los cuales deben ser claros, no cuestionados y aceptados -en lo general- por los miembros del sistema político mientras éstos compartan cierto grado de homogeneidad entre ellos. Esa generalización me parece problemática y discutible porque casi toda la literatura sobre la democracia afirma que la competencia entre grupos, asociaciones y actores diferentes es el fermento de la democracia. Además, la existencia de muchos actores políticos significa la oportunidad de una verdadera e intensa competencia política. La aceptación de las diferencias entre actores y grupos produce el "compromiso democrático" que valora lo mejor de la democracia. La última generalización de Bunce se refiere al consenso popular. Los que han leído a David Easton (1965) saben que hay dos tipos de consenso o apoyo (support): el "especifico", para cada política pública, y el "difuso", para el régimen en general, sus reglas, sus instituciones y sus autoridades.
La ciencia política estadounidense confía su pensamiento a una buena fórmula que yo recapitulo así: "uncertain results, certain procedures". Mi interpretación es que las reglas de la competencia, incluso el sistema electoral, deben crear incertidumbre en los actores políticos, pero la incertidumbre de los ciudadanos tiene otra naturaleza. Los actores políticos no deben tener ninguna certidumbre sobre los resultados de las actividades políticas y, en particular, de los procesos electorales. Pero los ciudadanos sí deben tener total confianza en los procesos políticos y certidumbre sobre las reglas. En otras palabras: uncertainty no es insecurity. Precisando, incertidumbre significa que nadie puede conocer los resultados, no solamente de las elecciones libres y competitivas, sino más en general, de la competencia democrática. La incertidumbre sobre los resultados es perfectamente compatible con el orden político. Incluso y más importante, nadie debería tener preocupación o miedo sobre cualquier resultado final.
Podemos hablar de "orden político" cuando existen dos condiciones básicas: aceptación de las normas fundamentales y rechazo de la violencia. Ambas son apreciadas y positivamente valoradas por los electores así como por la mayoría de los actores políticos relevantes. Cuando existe un régimen autoritario, en la fase inicial de incertidumbre sobre los que gobiernan y si saben aún mandar, comienzan las revueltas y las elites reaccionan. Por cierto, no podemos afirmar que entramos en el proceso de democratización. Estamos en transición y no es una paradoja si constatamos que los comportamientos (y los errores) de las elites autoritarias pueden abrir las puertas a la democratización. En general, hablamos de democratización cuando dentro de un régimen autoritario aparecen elementos que debilitan a los que gobiernan y entonces aparece también la posibilidad de cambio razonable. Es una definición imperfecta porque en realidad podemos ver el debilitamiento del autoritarismo, pero no podemos saber si los cambios, todos, automáticamente se orientan hacia la democracia. Es decir, la imposibilidad de prever los cambios me parece un problema general compartido por la mayoría de los autores y nunca resuelto, con la excepción de los análisis retrospectivos. Sin embargo, es posible definir las condiciones generales mínimas de cambio democrático y proceder a la formulación de una teoría probabilística que mezcla orden político y elementos democráticos básicos.
Para comprender de manera sistemática y comparada los procesos de democratización debemos retornar a análisis claros, detallados y profundos sobre el colapso del régimen precedente. Curiosamente, no existen análisis comparados de las causas y de las consecuencias de los colapsos de regímenes tradicionales, autoritarios y totalitarios, ni tampoco de los regímenes que Juan Linz ha llamado "sultanistas". Entonces mi punto de partida es esta hipótesis: "la consecuencia inmediata e inevitable del colapso de un régimen es una situación de desorden político". Es muy fácil constatar que cuando un régimen es desafiado por sectores importantes de la población las elites pierden todo control sobre los comportamientos colectivos y se abre una fase de desorden político. Las condiciones que producen una ruptura del autoritarismo no son siempre las mismas condiciones que conducen a un resultado democrático, y el éxito democrático no está involucrado en el cuerpo o en la estructura del régimen autoritario. Mi hipótesis inicial -propedéutica y heurística- es que el desorden político, tal como fue descrito por Huntington, es al mismo tiempo una causa de la disolución del régimen existente, sea autoritario o democrático, y una consecuencia, con diferentes características -por supuesto-, de la disolución de ambos. Los que saben cómo reconstituir un poco de orden político podrán también impulsar la democratización, una consecuencia posible, pero ni automática ni siempre inevitable.
Si el desorden depende de la disolución de un régimen autoritario, la famosa definición de este tipo de régimen, formulada por Linz sugiere que es útil referirse a dos elementos analíticos: el tipo de pluralismo y la naturaleza del liderazgo. Sabemos que el pluralismo que existe en los regímenes autoritarios es "limitado, no competitivo y no responsable". Y sabemos también que en todos los casos el líder autoritario, algunas veces carismático, es el fundador del régimen y no tiene sucesores, ni quiere tenerlos o nombrarlos. Podrían debilitarlo. Sabemos que no obstante hay dos posibles crisis de sucesión: intrageneracional, es decir, dentro de la misma generación del líder, y/o intergeneracional, es decir, de una generación a otra. En los regímenes autoritarios y sultanistas la crisis de sucesión más frecuente y más difícil de resolver es la intergeneracional. El líder autoritario y el sultán representan el punto de equilibrio (y de mediación/negociación) entre los grupos que forman parte del pluralismo limitado. Cuando el líder desaparece todos los grupos pueden entrar en un conflicto potencialmente peligroso para el régimen. La teoría llega hasta aquí. Después los analistas tienen mucha suerte porque la historia del mundo contemporáneo siempre ofrece material interesante y nuevo. De hecho, podemos añadir que es probable que la crisis de sucesión sea resuelta fácilmente dentro de las organizaciones militares que tienen una jerarquía clara y ampliamente aceptada. Fue el caso de Brasil desde 1964 a 1982 y parece ser el caso de los militares en Birmania desde 1962. Y también dentro de los partidos hegemónicos pragmáticos (como fue México hasta el año 2000).
Es demasiado fácil subrayar que todas las revueltas populares son indicadores claros de que el orden garantizado dentro de un sistema político no es ya satisfactorio para algunos o muchos grupos. Podemos interrogarnos o preguntar a los especialistas por qué no previeron las revueltas en Túnez, Egipto, Libia, Yemen, Siria y los otros países que seguirán. Podemos también aventurar una interpretación y una explicación con las herramientas de la ciencia política. En las mencionadas revueltas podemos ver muchos elementos comunes. Los dos más importantes son: primero, el hecho que todos los regímenes eran autoritarios y, segundo, que el componente personalista o sultanista era muy visible y muy significativo. Esos regímenes no se configuraban como autoritarismos clásicos. No tenían pluralismo limitado, no competitivo, no responsable. Eran sultanismos fundados sobre familias y clanes pero con importantes, sustanciales y decisivas aportaciones de la Fuerzas Armadas. Podemos añadir que todos los regímenes autoritarios contemporáneos no durarían un minuto más si las Fuerzas Armadas los llegaran a abandonar. Sabemos que las revueltas a las que referimos tuvieron un detonador simple y puramente contingente: la protesta y posterior suicidio de un vendedor ambulante en Túnez, y gracias a las comunicaciones globalizadas (y a un idioma compartido), pudo transmitirse en toda África del Norte y en el Medio Oriente. Si es posible desafiar a Ben Alí, entonces es posible también desafiar a Mubarak. Si Ben Alí y Mubarak han sido derrotados y reemplazados, también es posible derrotar y remplazar a Ghaddafi, a Saleh y a Assad. Empero, es gradualmente más difícil hacerlo porque hay un efecto de aprendizaje de los defensores del régimen. Los tres sultanatos decidieron resistir y prácticamente inauguraron una guerra civil. Sin embargo, el efecto de contagio o imitación, similar a lo que ocurrió en los regímenes comunistas de los países de la Europa del Este, se difundió muy rápidamente.
Es importante subrayar que hay una diferencia estructural entre los regímenes comunistas y los regímenes autoritarios a los que nos hemos referido. Estos regímenes autoritarios intentaron construir un orden político, bastante represivo, y producir un desarrollo económico controlado, de carácter lento y limitado. Los comunistas, por su parte, prometieron un gran avance económico, tecnológico y social, es decir, la formación de "un hombre nuevo". El fracaso de dichas promesas fue el mayor responsable del colapso de tales regímenes. Como escribió con mucha inteligencia Alexis de Tocqueville, el tiempo más peligroso de los regímenes autoritarios (antiguos regímenes: anciens régimes) comienza cuando intentan reformarse, porque crean expectativas positivas de cambios que no pueden satisfacer rápidamente. Muchos actores políticos, sociales y económicos, tienen grandes expectativas optimistas, esperan más reformas, más oportunidades y más bienestar, y de hecho actúan para lograrlo. Sin embargo, las reformas producen también expectativas negativas, es decir, preocupaciones y temores. Muchos de quienes apoyan al régimen tienen miedo de perder no solamente el poder político, y más aún, los privilegios sociales, la riqueza económica e incluso la vida. Un poco del viejo consenso desaparece, pero, si cabe decirlo, no aparece bastante consenso nuevo. Se manifiesta un profundo gap entre las expectativas y la performance. Por supuesto, el viejo régimen muere lentamente y no puede mantener el orden político. El nuevo régimen nace muy lentamente y no tiene suficiente fuerza para producir orden político. Gramsci añadía que en el interregnum se multiplican las "bacterias" de la degeneración (política, social, cultural) del sistema. Y es por ello la fase más peligrosa.
Huntington sugiere que si hay efervescencia y turbulencia excesivas que produzcan una situación de serio desorden político, los militares pueden llegar a pensar -o lo piensan de hecho- que su misión politica nacional es intervenir con un golpe de Estado. Un gobierno militar no configura en sí mismo una situación de orden político: es decir, de ley y orden. Puede ser "orden sin ley". Entonces, si me permiten jugar con las palabras, no sería rule of law: sino solamente rule con ausencia de ley, es decir, sólo un mando desde lo alto sin control legal. En el mejor de los casos un gobierno militar podría configurarse como una etapa necesaria en una situación compleja. Huntington señala dos alternativas institucionales que pueden establecer orden político: gobierno militar y partido único. Si leemos otra vez la frase central que define una situación de desorden político, podemos comprender que hay una teoría detrás. Es decir que Huntington, como en muchos otros ensayos, utiliza como variable principal e independiente la participación política desde dos puntos de vista: el nivel mismo de participación, pero también las variaciones en la intensidad y el ritmo de la participación. Cuando la participación política es baja y queda limitada, existen condiciones controlables para los que detentan el poder y al mismo tiempo para las instituciones que pueden responder de manera satisfactoria a las demandas políticas. Si la participación aumenta lentamente, las instituciones pueden absorberla y adaptarse a través de la institucionalización. Pero si hay una explosión de participación política, es decir cuando el número de los participantes crece repentinamente, las instituciones -el Congreso, los gobiernos nacionales y locales-, y los partidos corren el riesgo de ser atropellados.
En general, las Fuerzas Armadas no tienen la capacidad para resolver el problema de la participación política, es decir, construir canales e instituciones. Entonces, la solución que prefieren es la desmovilización de las masas, de los movimientos y de los grupos. Ya en 1968 Samuel Huntington (en el famoso libro Political Order in Changing Societies) explicó con una mezcla de escepticismo y esperanza (o wishful thinking) cómo los militares pueden ser institution builders, constructores de instituciones. Un balance de los eventuales éxitos de los gobiernos militares en América Latina, en Asia (Indonesia, Birmania, Tailandia), en África (Egipto, Nigeria), me parece muy problemático. Mi opinión es que los gobiernos militares tradicionales han sido bastante negativos, y exitosos en poquísimas excepciones. Casi siempre y en casi todos los sistemas políticos, especialmente en América Latina, los militares fueron más parte del problema que de la solución. En algunos y rarísimos casos, como en Brasil en los años setenta, los militares en el gobierno han intentado construir un sistema de partidos apoyándose sobre un partido construido para representar y proteger sus intereses y preferencias. Yo diría que el éxito fue "mixto": bastante malo para los militares, cuyo partido perdió dos o tres elecciones, especialmente la de 1982; pero, bastante bueno para la democracia brasileña, porque la existencia de un partido apoyado por los militares redujo la incertidumbre de muchos sectores políticos, económicos y sociales conservadores y facilitó la transición (o el regreso) a la democracia de una forma muy diferente al pasado.
El partido único es un vehículo mucho más flexible y en las sociedades en transición puede parecer y actuar como una organización más moderna y especializada en el tratamiento de la participación política. El partido único puede impedir la decadencia política y controlar, reduciéndolo, el desorden político (Huntington y Moore, 1970). El costo del gobierno de partido único consiste en un "poco" de opresión de los actores ya movilizados y un poco de represión de las demandas de cambio. ¿Es una situación preferible al desorden político? Si el partido único no es monolítico sino hegemónico y pragmático, como fue el Partido Revolucionario Institucional (PRI) de México, y permite la existencia de otros partidos, la transformación hacia un arreglo competitivo y al mismo tiempo casi democrático puede ser posible, y en algunos casos llega ser casi probable. En México sucedió así en los años noventa hasta llegar a la alternancia en el año 2000. Puede ser que el orden político mismo, cuando es autoritario, constituya una fase necesaria, que no significa deseable, para inaugurar el proceso de democratización.
La trayectoria de los partidos únicos ha sido de dos tipos. Los partidos únicos de África, por ejemplo, degeneraron en estructuras de poder al servicio de dictaduras personalistas y finalmente desaparecieron (Zolberg, 1966) dejando detrás mucho desorden político. Los partidos únicos comunistas fueron derrotados por sus propias sociedades y la opinión pública nacional y mundial, y fueron obligados a transformarse con diferentes destinos en partidos socialistas. Nunca las nuevas instituciones (y constituciones) de Europa del Este han sido un producto exclusivo de las actividades y preferencias de los comunistas. Más aún, muchas constituciones fueron redactadas contra los partidos comunistas.
Afortunadamente hoy tenemos otras oportunidades analíticas y políticas. Las revueltas en el mundo árabe, de Túnez, Egipto, Libia, Yemen y Siria ofrecen mucho material sobre el cual es necesario reflexionar si queremos comprender lo que es el orden político y cómo es posible iniciar un proceso de democratización. En todos estos casos, los partidos han sido actores débiles, han actuado como vehículo de los líderes (top down) y no se han configurado como organizaciones de los ciudadanos (bottom up). También las Fuerzas Armadas han sido un componente esencial y central de todos los regímenes represivos.
Recientemente todos los elementos que caracterizan una situación pretoriana, de desorden político, como hicieron las guardias de los jefes militares de algunas provincias del Impero Romano que deseaban que su comandante llegara a ser emperador, han hecho su aparición en cinco regímenes caracterizados por diversos grados, casi similares, de autoritarismo. Sabemos que los actores colectivos más importantes, porque también son los más poderosos, es decir los militares, en todos estos regímenes formaron parte de la coalición autoritaria. En Túnez los militares no han defendido al gobierno de Ben Alí, ni tampoco intentaron lo mismo en Egipto. En Yemen, en Libia y en Siria, las Fuerzas Armadas parecen bastante divididas. Ahora son los militares egipcios los que aparecen comprometidos con la construcción del orden político. Los actores movilizados, especialmente los estudiantes, algunos sectores de la clase media, y algunas organizaciones no gubernamentales, aceptaron una tregua mínima porque los militares han declarado solemnemente que en septiembre de 2011 se llevarían a cabo elecciones libres y competitivas. En los otros casos, a excepción de Túnez donde también habrá elecciones, el desorden político continúa y la intensidad de los conflictos no permite prever cualquier inicio de democratización. Por el contrario, el futuro más probable, parece, será un largo, complicado y desordenado proceso de transición.
¿Saben los militares construir un "orden político"? ¿Sabemos nosotros, los científicos políticos, definir exactamente lo que es "orden político"? ¿Podríamos afirmar, parafraseando una memorable cita de Hobbes, que "orden político" es cuando hay "paz de todos junto con todos"? ¿Y podríamos también convertir a positivo la frase de la cita inicial de Huntington: "Los ricos respetan las leyes; los estudiantes frecuentan las escuelas y las universidades; las masas se organizan; y los militares se mantienen lejos de la política"? ¿Existen otros actores cuyos comportamientos puedan configurar un orden o desorden político? ¿Podríamos definir el orden político refiriéndonos no solo a los comportamientos sino también a las reglas?
Existe orden político cuando existen reglas, procedimientos, instituciones y una Constitución aceptada por la mayoría de los actores políticos y de los ciudadanos, mientras que el desorden político se ubica, primero, dentro del régimen que ha perdido legitimidad, y segundo, en el intervalo entre un régimen que ha colapsado y un régimen que no logra nacer. Es útil que yo repita aquí lo que escribió Antonio Gramsci, "en el interregnum proliferan los gérmenes de la degeneración". Por muchas buenas y malas razones, los militares no pueden tolerar los gérmenes de una degeneración que podría afectar la organización misma de las Fuerzas Armadas, su disciplina, su cohesión y su posibilidad de jugar un papel político, especialmente dentro de un contexto democrático.
Sabemos que incluso algunas "elecciones autoritarias" (Schedler, 2006) contienen gérmenes tanto de transformación positiva como de manipulación negativa. Pero todas las elecciones, aun sean manipuladas, tienen la posibilidad de constituir el inicio de la democratización de cualquier régimen autoritario o sultanista. Aquí se entrecruzan dos diferentes tipos de reflexiones. De un lado, es absolutamente necesaria una reflexión metodológica. Hemos aprendido que no hay una sola vía dentro de los procesos de democratización. La teoría de la "path dependency", que en sí misma es muy compleja, promete iluminar mucho más que cualquier otra teoría, porque explica que existen decisiones irrevocables que abren algunas puertas y cierran definitivamente otras. Lo que significa que una teoría "exclusiva" sobre (o de) la democratización no es ni aconsejable ni valiosa. Por otro lado tenemos que analizar todo lo que se mueve cuando hay elecciones. La vida política se organiza, los partidos políticos aparecen, la ciudadanía es el objeto de la propaganda política y electoral y el sujeto del voto; las organizaciones reclutan adherentes, las asociaciones evalúan las ofertas de políticas públicas, los medios de comunicación transmiten lo que ocurre: son actores y espejos. Todos los procedimientos electorales y los protagonistas que participan, no solamente los políticos, merecerían una o más narrativas de sus acciones, de sus objetivos, de sus comportamientos, de sus transformaciones.
Lástima que no esté disponible ningún análisis detallado y profundo en perspectiva comparada del desarrollo de las primeras elecciones libres en los países que abandonaron su naturaleza autoritaria. Diferentes experiencias de desorden político- electoral pueden contener las condiciones y los límites de la transformación del régimen y, entonces, aunque no automáticamente, también los elementos iniciales de la democratización. El tipo de orden político que ha sido establecido, es decir las reglas del juego político, electoral, institucional y constitucional, permite evaluar quién ha ganado y quién ha perdido a través el desarrollo del proceso democratizador. Nada más y nada menos. Pero la democratización podría continuar de manera ambigua, con excesos y problemas, hasta llegar a una forma (un modelo, un pattern) de consolidación de la democracia.
En general, una democracia está consolidada cuando la mayoría de los actores políticamente relevantes e influyentes aceptan, comparten y utilizan las reglas existentes del juego, cuando la democracia establecida es considerada "the only ball game in town". De cierta manera, esta expresión describe una situación de orden político. Es decir, cuando los desafíos a las reglas, las instituciones y la Constitución son producto de grupos y partidos muy minoritarios que merecen ser definidos como "antisistema". La existencia de esos pequeños grupos y partidos requiere cierta atención porque los actores antisistema pueden representar una señal de que hay algo que no funciona en el sistema político y en la cultura política. Incluso la presencia de actores antisistema no es suficiente para afirmar que la democracia no está consolidada si diferentes generaciones de líderes y de ciudadanos ya la consideran legítima y han manifestado su apoyo político. Aquí creo que es indispensable subrayar algunas consideraciones problemáticas.
Primero, todas las democracias pueden "desconsolidarse" cuando aparecen actores antisistema que desafían las reglas, las instituciones y la Constitución. Es la historia de Europa del periodo entreguerras (1919-1939). ¿Cómo se defienden las democracias de los antidemócratas (Capoccia, 2007)? Intentando su defensa con herramientas criticables, ¿corren las democracias el riesgo de desconsolidarse? Hay algo que sabemos por supuesto: ninguna democracia puede tolerar un alto nivel de desorden político durante mucho tiempo. Entonces, la defensa de las democracias comienza con la (re)construcción de las condiciones básicas del orden político.
Segundo, el medio ambiente mundial es hoy considerablemente mucho más favorable a las democracias. Hay muchas democracias que están dispuestas a proteger a otras democracias y a luchar en favor de los derechos humanos. Es posible e incluso deseable hacer intervenciones militares humanitarias. Los crímenes de los dictadores se ven en la televisión y a través de Internet gracias a YouTube, generando una gran movilización en su contra. Desde este punto de vista, la globalización es positivamente responsable de la expansión del número de las democracias actuales y de la movilización de los ciudadanos en las democracias potenciales. De allí que el discurso que se refiere a la calidad de la(s) democracia(s) tiene que ser más profundo.
Tercero, prácticamente no tenemos ningún análisis de los procesos contemporáneos de desdemocratización. La obra fundamental del pasado ha sido compilada por Linz y Stepan, The Breakdown of Democratic Regimes (1978). Sería muy interesante saber si la desdemocratización es producto de la falta de capacidad de los actores o protagonistas en construir mecanismos, estructuras y partidos, o si depende de factores culturales y del comportamiento de las elites (que es la tesis de Linz que yo comparto) incluso de los partidos y de las asociaciones de ciudadanos.
En la actualidad demasiadas condiciones han cambiado, en particular la comunicación política, el cuadro económico-financiero, la capacidad de movilización autónoma de muchos sectores de la sociedad civil incluso después de décadas de represión autoritaria, la posibilidad de intervenciones humanitarias, el papel de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), etcétera. No obstante, todavía un elemento continúa siendo absolutamente central y decisivo: el comportamiento de las elites nacionales, en el gobierno y en la oposición. Podemos analizar dicho comportamiento, evaluar sus consecuencias, y al mismo tiempo preverlo utilizando una versión soft de la teoría del rational choice (como hizo Przeworski, 1991). Son los mismos actores políticos que a través de la evaluación de las alternativas crean coaliciones (temporales, instables y cambiantes) y ajustan varias veces sus comportamientos.
Mi conclusión no puede más que ser provisional. Quiero sugerir que existen delicados problemas metodológicos y teóricos que deben ser enfrentados y, quizás, traducidos en investigaciones empíricas. El problema metodológico principal que debe ser resuelto con mucha claridad, es que si utilizamos con precisión las palabras y los conceptos, podemos interpretar la democratización como un proceso continuo, substancialmente político, raramente social. Existe una muy rica literatura "teórica" sobre la democratización de las Fuerzas Armadas, de la burocracia, de la escuela, de la universidad, de los partidos, de la familia, de la Iglesia incluso, etcétera. Por otra parte, sería necesario confrontarnos con los procesos y los fenómenos de desdemocratización. El análisis comparado de las democratizaciones y de las desdemocratizaciones constituye la mejor manera para formular y revisar hipótesis y explicaciones, y para construir teorías probabilísticas que contribuyan a favorecer otras democratizaciones, otros democratizadores.
También las cuestiones teóricas merecen mayor atención y deben ser formuladas con referencia a lo que sabemos y a las teorías actualmente existentes. Primero, es imperativo distinguir claramente entre liberalización y democratización. Desafortunadamente, muchos autores parecen pensar que la liberalización, incluyendo también la de todas las fuerzas que actúan en el mercado capitalista, conduce casi inevitablemente y amablemente a la democratización. Pero no es así. En muchos casos, el mercado sin reglas parece funcionar como un enemigo de la democratización porque premia a los poderosos y perpetúa las posiciones dominantes.
Segundo, es necesario explorar si la expansión de los derechos logra también una "traducción" más o menos completa y rápida en la reorganización de la burocracia y del sistema judicial, que han sido por lo general poderosos aliados de los regímenes autoritarios y sultanistas. Democratización significa también cambios profundos en la relación entre el Estado y los ciudadanos.
Tercero, he señalado que es preferible utilizar una explicación del tipo path dependency. Algunas decisiones pueden bloquear algunos caminos, otras pueden abrir ventanas de oportunidades. La pregunta es: ¿cuánto los actores políticos conocen de las alternativas y de sus consecuencias? ¿Quieren y saben prever y programar lo que intentan hacer? ¿Cómo podemos estudiar los intentos, las motivaciones y los comportamientos mientras se desarrollan? ¿De qué manera es posible sugerir estrategias viables y afectar las decisiones más importantes?
Cuarto, no existe ninguna certidumbre de que la liberalización conduzca a la democratización, ni que la democratización produzca un régimen democrático en todos los sentidos, ni tampoco un régimen democrático consolidado. Muchos resultados observables pueden ser frágiles y precarios. Todas las transiciones son desordenadas y todos los protagonistas del desorden político mantienen un poco de poder destructivo.
Sólo cuando con absoluta confianza teórica y analítica podamos definir democrático al régimen (mejor, "los regímenes") que estamos analizando, es útil preguntarse sobre la calidad de la democracia. Es de hecho un tema vasto que intentaré tratar, como merece, de manera específica y profunda, en otro artículo. Aquí subrayo que podemos identificar cinco dimensiones esenciales (y no es útil multiplicarlas) de la calidad de la democracia. Tres procedimentales: 1) rule of law, 2) accountability y 3) responsiveness, es decir, capacidad de satisfacer las demandas; y dos substantivas: i) respeto de los derechos e ii) implementación de igualdad política, social y económica (Morlino, 2003). Sin embargo, si no existen algunas condiciones estructurales fundamentales tales como a) estabilidad política, b) eficiencia de los gobiernos y c) alternancia en el poder, nunca será posible satisfacer las demandas de los ciudadanos, así como proteger y promover sus derechos. La calidad de una democracia ineficiente y desordenada siempre será insatisfactoria y llena solamente de peligros políticos, sociales y económicos, pues el desorden político siempre afecta más negativamente a los que no poseen ningún tipo de poder. La rule of law es la fórmula más apreciable de cualquier orden político democrático. Orden político y democracia siempre viajan juntos. Se fortalecen recíprocamente. Entonces es siempre necesario construir y guardar el orden político.

Notas

* Conferencia dictada en el X Congreso Nacional de Ciencia Política, SAAP, Córdoba, 28 de julio de 2011.

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