SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.15 número2La otra revoluciónTulio Halperin Donghi y la revolución como exploración índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

  • No hay articulos citadosCitado por SciELO

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.15 no.2 Bernal jul./dic. 2011

 

DOSSIER: El siglo XIX de Tulio Halperin Donghi

Legados

 

Marcela Ternavasio

Universidad Nacional de Rosario / CONICET

 

La reflexión que sigue se estructura a partir de la noción de "legado" en una doble dirección: el legado -histórico- de la revolución y la guerra y el legado -historiográfico- de Revolución y guerra. El íntimo entrelazamiento que ambos exhiben en la historiografía argentina de los últimos años (en la medida en que resulta difícil si no imposible discurrir sobre el primero sin desprenderse del segundo) es una muestra elocuente del papel central que la obra aquí considerada ha tenido -y sigue teniendo- en las exploraciones sobre el temprano siglo XIX.
Tulio Halperin Donghi cierra su clásico libro con un juicio inquietante: la Argentina rosista fue la hija legítima de la revolución de 1810. Se trata de un juicio final y a la vez abierto que recupera el fascinante relato que lo precede a partir de la clave de lectura que domina su conclusión: los legados de la revolución y de la guerra. Tales legados, que el autor no hace derivar de sempiternas herencias coloniales (una matriz interpretativa que adoptó muy diversas variantes durante los siglos XIX y XX) sino del proceso abierto en mayo de 1810, revelan la dificultad para crear una "autoridad nacional" que pueda "ser efectivamente obedecida" (p. 404 de edición Siglo XXI, 2002) en los territorios que conformaron el novel virreinato del Río de la Plata.
En el gran arco trazado entre las propuestas del prólogo y las reflexiones de la conclusión se advierte un desplazamiento que en gran parte explica esta dificultad. El uso inicial del singular para definir su objeto de estudio -"seguir las vicisitudes de una elite política creada, destruida y vuelta a crear por la guerra y la revolución" (p. 10, la cursiva es nuestra)- muta hacia el uso de un plural (las elites) que, aunque latente desde el primer capítulo, alcanza en el final una estilización abarcadora de los problemas desarrollados a lo largo del libro. Este desplazamiento es indicativo de la interpretación que Halperin ofrece del proceso de inestabilidad política posterior al derrumbamiento del poder central en 1820: los cambiantes equilibrios entre los dueños del poder real y los administradores del poder político en cada región y, en consecuencia, la falta de cohesión de las elites hicieron imposible la restitución de una unidad política allí donde imperaba la fragmentación.
Esos cambiantes equilibrios fueron producto, a su vez, de los legados que dejó una década de revolución y guerra; legados que son presentados en la conclusión a partir de tres conceptos fundamentales: barbarización, militarización y ruralización. Mientras el primero de estos conceptos sirve para regresar sobre uno de los temas estructurantes de la obra -el nacimiento de una nueva actividad, la política, con sus específicos instrumentos y estilos de ejercer la autoridad- y el segundo para dar cuenta de la incidencia de un proceso-el de la guerra- y de un actor -el estamento militar- en la escena política, el tercero recoge las tensiones -sociales, económicas y políticas- inherentes al objeto de estudio de este libro liminar para la historiografía argentina.
Lo que subtiende a estos legados fue la coexistencia de una legalidad que hundía sus raíces en el orden colonial y en la nueva legalidad revolucionaria. Halperin caracteriza esta coexistencia ajustándose a una evaluación que, además de cuestionar la idea de que se trató de un enfrentamiento entre "arcaísmo cultural" y "modernismo liberal", mira más atentamente el nuevo contexto en el que se desenvolvieron las instituciones. Ese nuevo contexto, por otro lado, sólo puede ser comprendido si se toma distancia de las interpretaciones canónicas vigentes en el siglo XIX y en gran parte del XX. La evocación de los padres fundadores de la historiografía argentina citados en el prólogo está destinada a marcar esa toma de distancia al recordarnos que aquéllos presentaron el nacimiento de la nueva nación como "un destino misteriosamente inscrito desde el origen de los tiempos" y no como el desenlace de "una de las salidas alternativas al proceso abierto en 1810, alcanzada como resultado de ningún modo inevitable de una marcha histórica rica en altibajos" (p. 10).
Halperin se encarga, pues, de explorar cada una de esas alternativas y altibajos una vez producida la revolución y deja para las conclusiones la reflexión final sobre tales alternativas. En ese final, las opciones abiertas en 1820 fueron desembocando gradualmente en la creación de una "solidaridad propiamente política" con fuerza suficiente para afirmar su superioridad- primero en la provincia hegemónica y luego en el país- sobre las solidaridades preexistentes. Por eso la Argentina rosista es hija legítima de la revolución y de sus legados y por eso la frase final es inquietante. Y lo es, en realidad, porque el largo período en el que Juan Manuel de Rosas dominó la Confederación no es objeto de este libro y porque al cerrarlo con su inminente ascenso al poder invierte la clásica mirada que por mucho tiempo observó el proceso desatado con la revolución. De los canónicos intentos por explicar lo que fue un punto de llegada -el Estado-nación- Halperin desplaza el análisis hacia el punto de partida. Interrogándose por sus más intrincados laberintos, sin por ello perder de vista el desenlace que condujo a la creación de la República Argentina, la revolución deja de estar naturalizada para exhibir sus múltiples rumbos y dilemas.
Sin duda que los legados históricos de la revolución y la guerra, tal como los presenta Halperin, son los legados historiográficos más omnipresentes de Revolución y guerra. Como sabemos, los grandes temas esbozados en su conclusión han sido -y siguen siendo- motivos de exploración y de debate historiográfico. Pero en esta segunda parte de mi reflexión quiero retomar algunas otras cuestiones -de las muchas sobre las que se podría discurrir- que han impactado sustancialmente -tanto como las recién mencionadas- en nuestro quehacer historiográfico.
La primera de ellas apunta a destacar el novedoso contexto en el que Halperin ubica la acción política. El actor principal del drama-la/s elite/s- es observado en sus variadas relaciones con otros actores y en un registro de análisis inscripto en el campo de la historia política. Al afirmar en la frase inicial que "éste es ante todo un libro de historia política" (p. 9), el autor inaugura un camino radicalmente nuevo respecto del pasado, tanto por la forma de dialogar con otros campos como por la modalidad de abordar la política. Al definirla como una "nueva actividad", la política se despliega como un conjunto de nuevos instrumentos destinados a ganar y construir poder y como un escenario conflictivo (inescindible en ese momento de la guerra) en el que los actores juegan "un complicado juego político en demasiados tableros a la vez" (p. 404). En ese juego, los cursos que asumen las acciones (proyectadas, ejecutadas, redefinidas, fracasadas o triunfantes) de actores colectivos e individuales absolutamente variados -que muchas veces Halperin deja hablar a través de sus propias voces- dependerán tanto de condiciones estructurales como de variables que revelan diferentes dosis de indeterminación y contingencia. Presentadas a través de una exquisita estrategia narrativa que permite exhibir en un mismo trazo las diferentes opciones y alternativas, dichas acciones van descubriendo las complicadas tramas de alianzas, disputas y conflictos desplegados en distintos escenarios.
La segunda cuestión se vincula con la periodización propuesta para analizar el proceso revolucionario rioplatense. Evitando siempre el juicio tajante y excluyente, Halperin nos llamó la atención sobre la necesidad de inscribir los sucesos de 1810 en una triple escala, a la vez espacial y temporal. La primera, ubicada en el contexto internacional de guerras generalizadas de fines del siglo XVIII, apunta a subrayar el creciente debilitamiento del vínculo colonial; la segunda, de carácter local pero derivada de la disputa interimperial que esas guerras acrecentaron, busca mostrar la incidencia de las invasiones inglesas en el Río de la Plata; la tercera, que involucra a la monarquía hispánica, destaca el impacto vertical que produjo -tanto en España como en América- la crisis de esa monarquía luego de la ocupación napoleónica y de las sucesivas acefalías de la Corona. Esta triple dimensión se sintetiza muy gráficamente en el siguiente párrafo:

En 1806, entonces, el orden español presenta, tras de una fachada todavía imponente, grietas cuya profundidad no es fácil de medir. Ese paulatino debilitamiento no justifica su brusco fin; puede decirse de él como de la unidad imperial romana que no murió de su propia muerte, que fue asesinado (pp. 135-136).

Esta periodización fue sin duda una voz disonante en aquellos años dominados por una matriz interpretativa de carácter endógeno, ya sea en las versiones clásicas de historia política como en las procedentes del campo de la historia social y económica. Una voz disonante ya expresada en 1961 cuando se publicó Tradición política española e ideología revolucionaria de Mayo. En esta obra Halperin postuló claramente que la historia de la revolución de mayo nacida en Buenos Aires no podía sino entenderse como un episodio más dentro del derrotero de "crisis de la unidad monárquica en España" (p. 12), presupuesto éste que, como sabemos, se desplegó en todas sus dimensiones y consecuencias en Revolución y guerra (1972), primero, y en Reforma y disolución de los imperios ibéricos (1985), después.
No obstante, el giro interpretativo que implicó sustraer el proceso revolucionario local de aquellas visiones endógenas vigentes en las décadas de 1960 y 1970 tardó muchos años en ser retomado por la historiografía. Un silencio en gran parte explicable en el contexto académico argentino, sometido a las turbulencias políticas que desde mediados de los años de 1960 sumieron a las universidades y a los espacios de investigación en el más profundo oscurantismo, pero menos comprensible en el más amplio universo académico internacional dedicado a estudiar los procesos de independencia hispanoamericanos. El debate actual en torno a cuán importante fue la naturaleza de la monarquía hispánica y su crisis de 1808 para explicar el derrumbe imperial, más allá de recuperar -no siempre de manera explícita- las seminales hipótesis de Halperin, presenta a veces derivaciones que extreman los argumentos. Extremos que el autor de Revolución y guerra se cuida muy bien de postular al inscribir el concepto mismo de revolución en su doble valencia: como heredera del poder caído y a la vez como nuevo origen y nuevo principio de legitimación. En este sentido, la clásica e inevitable pregunta acerca de las continuidades y las rupturas es siempre respondida por Halperin de manera matizada. Si en Tradición política española dicha pregunta apunta a reconstruir el difícil puente entre el pasado de la revolución y la revolución misma en el plano de las ideas, a través de la cita de Tocqueville formulada en su prólogo preanuncia el plano en el que esa misma pregunta se desplegará más tarde en Revolución y guerra:

En primer término, buscar la continuidad entre la revolución y el pasado prerrevolucionario suele significar dejar a un lado por un instante el problema de la ideología revolucionaria, estudiar el papel que en la concreta historia de la comunidad que la elabora cumple el movimiento revolucionario mismo, buscar si de la política que la revolución hace suya no hay antecedentes -justificados quizá por ideologías distintas y aun opuestas- en el pasado. Así comenzó a verse de modo nuevo la Revolución Francesa cuando Tocqueville descubrió en ella no la destrucción sino el coronamiento de la obra emprendida por la monarquía centralizadora y niveladora. De las concretas conclusiones de Tocqueville puede quedar muy poco en pie; queda de su obra la enseñanza de un modo nuevo de estudiar la revolución, hecho posible porque Tocqueville quiso pasar del estudio del discurso, proclamas y constituciones a la densa realidad francesa de 1789. Solo que en cuanto a la Revolución de Mayo esta reorientación del interés de los investigadores es apenas posible: para llevarla a cabo deberíamos conocer mucho mejor de lo que efectivamente la conocemos la realidad en la que la revolución va a incidir (pp.11-12).

Esa reorientación es la que finalmente encara el mismo Halperin en la obra que es objeto de esta reflexión. Y he aquí la tercera y última cuestión con la que quiero cerrar estas líneas. Al concluir el prólogo de Revolución y guerra Halperin realiza una advertencia respecto de los alcances y los límites de esa reorientación. Allí señala que el "haz de problemas" que el libro busca examinar "supone avanzar sobre territorios muy desigualmente explorados por la investigación histórica previa". Esa circunstancia, confiesa, "no deja de pesar en el presente trabajo" al reconocer que "en algunos casos no pareció posible consagrar a aspectos no siempre menores del tema una investigación lo suficientemente detallada como para suplir de modo totalmente satisfactorio esa larga negligencia" (p. 11). Tal avance, sin embargo, "sobre problemas cuya importancia no podría discutirse", fue lo que marcó en los últimos veinticinco años la agenda de investigación sobre el período tratado.
La deuda que, en este sentido, tenemos con Revolución y guerra y con la obra completa de Tulio Halperin, especialmente aquellos que pertenecemos a la generación que tuvo la fortuna de comenzar su carrera profesional con el regreso de la democracia en nuestro país, es infinita. De cada página de la obra aquí considerada salieron tesis de grado y posgrado, artículos, libros, ensayos. De la fascinante lectura de este relato, hecha una y otra vez por cada uno de nosotros, surgieron y -siguen surgiendo- nuevas pistas de exploración y claves analíticas. De la revisión de cómo se estructura la obra, la narración, el uso de las fuentes, la elaboración de hipótesis y tantas otras cosas, se desprenden siempre ricas enseñanzas de cómo ejercer el oficio de historiador.
El reconocimiento unánime de esta deuda, además de ser el justo tributo hacia un maestro, es lo que convierte a Revolución y guerra en un libro clásico. Y aunque resulte un lugar común terminar con esta frase me es grato hacerme eco de lo dicho tantas veces en las aulas de nuestras universidades, en congresos y coloquios, y en mesas de café: se trata de un libro que nunca termina de decir lo que tiene para decir.

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons