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Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani

versión impresa ISSN 0524-9767

Bol. Inst. Hist. Argent. Am. Dr. Emilio Ravignani  no.33 Buenos Aires ene./dic. 2011

 

ARTÍCULOS

Los actores de la revolución y el orden social

 

Raúl O. Fradkin

Universidad de Buenos Aires - Universidad Nacional de Luján

 

Se me ha propuesto abordar un tema cuyo enunciado advierte su desmesura. Permítaseme, entonces, comenzar disculpándome por el carácter esquemático de las líneas que siguen, sacrificio necesario en pos de la brevedad.

I

Quizá convenga recordar que esta cuestión estuvo de alguna manera en debate en los comienzos de nuestra historiografía. Hacia la década de 1860, Mitre identificaba la existencia de "dos escuelas históricas": una que atribuía "todo el mérito á la minoría inteligente que la inició y que sucesivamente la dirigió hasta su complemento, exagerando sus ideas trascendentales, magnificando las proporciones de sus héroes, y negando la influencia de la opinión pública en la marcha y desarrollo de los sucesos"; y otra que, en cambio, "ha pretendido dar toda la gloria al pueblo como entidad colectiva, á la multitud, á la mayoría, bajando á los héroes de su pedestal, eliminando su influencia en los acontecimientos históricos, y negando a los pensadores iniciativa y alcance en las ideas." Con estos argumentos encuadraba su discusión con Vélez Sarsfield acerca del papel jugado por Buenos Aires y los pueblos del Interior en el proceso revolucionario pero, al mismo tiempo, tomaba distancia de la visión de Sarmiento, quien -según Mitre- "piensa que la revolución Argentina fue una revolución sin pueblo, sin opinión eficaz en el sentido de la iniciativa y de la acción, y que los directores de ella fueron las poderosas palancas que movieron esas masas casi inertes, cuando no reaccionarias, que se llamaron pueblos, ejércitos, masas, mayorías."1 Ciento cincuenta años después, podemos reconocer que esas ideas y discusiones no dejaron de repiquetear en la historiografía argentina posterior.

II

En la más reciente historiografía americanista puede advertirse que dos campos contienen buena parte de las innovaciones: para ser sintético, los llamaré historia política e historia popular. No se trata de dos escuelas ni de dos territorios historiográficos homogéneos y claramente diferenciados, pero sí de campos distintos informados por tradiciones interpretativas y analíticas distinguibles. Sin embargo, aun cuando convergen en analizar temas, problemas, coyunturas y procesos, no han entablado un diálogo abierto.2 Sobre todo, convergen en el tema que nos ocupa. Pero este registro no puede eludir una constatación: el interés por indagar sobre los actores de la revolución es mucho mayor que el que existe por las relaciones entre revolución y orden social en cierta medida "confinada" al campo de la historia económica.

No era así hasta hace poco.3 Hacia la década de 1970, tendía a predominar en la historiografía de las independencias la convicción de que la revolución no había sido tal, había quedado incompleta, o -a lo sumo- se había tratado de una revolución política, un modo de decir que no había alterado de un modo sustancial las relaciones y las estructuras sociales. Amasada con lentitud, esta convicción perdió predicamento dos décadas después cuando comenzó a primar una visión directamente inversa: las independencias pasaron a ser vistas como auténticas revoluciones pero lo eran por sus dimensiones políticas y culturales. Resulta imposible no advertir que ese cambio de paradigma interpretativo coincidió con el desplazamiento de la historia económica y social como territorio por excelencia de la innovación historiográfica. También resulta imposible eludir las vinculaciones entre esas cambiantes imágenes del pasado con los presentes en que se forjaron: si hace cincuenta años la revolución y la dependencia eran los temas centrales de las ciencias sociales latinoamericanas, a fines del siglo XX la ciudadanía y la gobernabilidad habían pasado a ocupar el lugar estelar. De algún modo, entonces, fijar hoy en día una posición sobre esta cuestión supone hacerlo también frente a las tendencias historiográficas y frente al clima de ideas de nuestro presente.

Lo cierto es que en las perspectivas más influyentes de la actualidad, la indagación de las relaciones entre revolución y orden social ha perdido centralidad por completo. Sin embargo, en este sentido en particular, las "nuevas" visiones innovan menos de lo que suelen admitir. Por un lado, porque en algunas formulaciones tienden a derivar en recusaciones del carácter colonial de las relaciones entabladas bajo el imperio de la monarquía hispana, y por tanto, no pueden sino negar -o al menos diluir- el carácter anticolonial de los movimientos de independencia; pero recordemos que se trata de una perspectiva que retoma tópicos y argumentos esbozados varias décadas antes.4 Por otro, porque no supuso una recusación decidida del argumento central que había sustentado la visión que venía a desplazar, la continuidad de las estructuras y relaciones sociales coloniales; más aun, convirtió tal continuidad -y los desfasajes entre la esfera política y la social- en la clave interpretativa de los desafíos posrevolucionarios. De este modo, había una cierta convergencia entre dos visiones aparentemente opuestas: ambas enfatizaron las continuidades sociales y compartieron la convicción de que podía disociarse su análisis de la política. Puede decirse que el resultado ha sido que la nueva visión dominante tendió a producir una desocialización del análisis de lo político y, sobre todo, de su problema cardinal para hacer comprensible el comportamiento de los actores: las relaciones mutuas entre luchas políticas y conflictos sociales.

III

En la historiografía argentina, mientras tanto, se ofrecieron dos fuertes visiones interpretativas acerca de las relaciones entre revolución y orden social. Halperin Donghi propuso que la revolución había significado el fin del pacto colonial (y a más largo plazo la instauración de uno nuevo) y que tras cuarenta años se había pasado "de la hegemonía mercantil a la terrateniente".5 Años después, Chiaramonte postulaba que las formas estatales posrevolucionarias eran un producto acorde con los rasgos de las estructuras de producción y de circulación que habían logrado sobrevivir.6 Dicho de otro modo, Chiaramonte postulaba continuidad donde Halperin enfatizaba los cambios, y mientras el primero resaltaba la perduración del predominio del capital mercantil el segundo postulaba la liberación de los productores del predominio de los comercializadores. El conocimiento sobre estos problemas se ha refinado en los años posteriores, pero debemos reconocer que no ha habido una discusión abierta sobre estas hipótesis y es probable que ello explique -al menos en parte- los desarrollos posteriores.

Lo que esos desarrollos han aportado es mucho y variado, pero me interesa rescatar aquí una cuestión: dado que ofrecieron una imagen más pluralista de la sociedad rural, el haz de cuestiones vinculadas a la construcción de la hegemonía adquiere nueva relevancia. Y es justamente en esta cuestión donde el análisis de las transformaciones producidas en las relaciones políticas no puede ser escindido de los cambios operados en las relaciones sociales. Desde nuestro punto de vista, la capacidad de los sectores subalternos rurales para incidir en sus relaciones sociales provenía -por cierto- de algunas condiciones estructurales, como la escasez relativa de población frente a una demanda creciente de fuerza de trabajo o las posibilidades de transformarse en productores más o menos autónomos; pero también de las limitaciones que tenían los sectores propietarios y las formaciones estatales para disciplinarlos y controlarlos. No obstante, a estas condiciones deberíamos agregar también sus posibilidades para aprovechar las oportunidades políticas, puesto que si algún cambio había traído la revolución fue la multiplicación de esas oportunidades por su masiva movilización política.

Sin embargo, no es seguro que esta hipótesis pueda generalizarse sin más: la experiencia porteña fue extremadamente singular. Las modalidades regionales de la revolución, por tanto, no pueden seguir siendo relatadas como variaciones más o menos intensas de una experiencia "ejemplar" y se impone indagarlas en sus propios términos. Sólo de este modo parece factible anclarlas con firmeza en las sociedades que las produjeron recuperando la trama de sus tensiones sociales y étnicas y las trayectorias de sus actores. Ante todo, porque las situaciones regionales prerrevolucionarias eran muy variadas y las transformaciones en el orden social que produjo la revolución fueron muy diferentes en profundidad y aun en su dirección en los distintos espacios.7 La respuesta a la cuestión, por tanto, no puede ser uniforme.

IV

Pasemos a considerar la otra dimensión de la cuestión que aquí nos ocupa: los actores de la revolución. El panorama historiográfico disponible ofrece un abanico de posibilidades de abordaje, pero conviene subrayar que los enfoques que asignaban un lugar privilegiado al análisis de la situación de los sectores sociales en la estructura social y su incidencia en sus alineamientos políticos han perdido el predicamento que tenían hasta los años ochenta y no sólo en las historiografías de izquierdas.8 A costa de simplificar en demasía un panorama bien diverso, considero que en las últimas décadas han imperado dos perspectivas que pueden ser contrapuestas: una que calificaré "desde arriba y desde el centro" (centrada en las instituciones, las prácticas y las formas de sociabilidad política, y por lo tanto, en las ciudades, las elites y los Estados) y otra que puede denominarse "desde abajo y desde las periferias" (que intenta dar cuenta de las historias de las resistencias, de las culturas políticas populares y sus formas de acción colectiva, y por tanto, más atenta a los universos campesinos e indígenas y a las realidades sociales locales). La cuestión es discutir si sería factible y enriquecedor intentar, si no una convergencia, al menos un diálogo abierto entre ambas perspectivas y los modos de emprenderlo. Es claro que ello supone -como se ha señalado- la necesidad de "ampliar" y de "descentrar" la sede de lo político.9

François-Xavier Guerra ejemplifica bien la primera de estas opciones dado que puso notable énfasis en formular una suerte de modelo interpretativo para analizar a los actores. Desde su perspectiva, las "revoluciones hispánicas" eran entendidas como una "mutación cultural" producida desde fuera del mundo social americano, y propagada -de un modo limitado, por cierto- desde arriba. Por lo tanto, esas revoluciones habrían tenido un atributo distintivo: "La ausencia de una movilización popular moderna y de fenómenos de tipo jacobino".10 Sin embargo, Guerra advertía "excepciones" -como las conjuraciones y levantamientos de negros y pardos- pero ese registro no alteró el eje central del argumento. No podía ser de otro modo, dado que su énfasis estaba puesto en contraponer los modos de acción "tradicionales" y "modernos".11 Guerra contribuyó decididamente a identificar la emergencia y difusión de nuevas prácticas y formas de sociabilidad y a poner bajo observación una variedad de actores, pero su enfoque presenta serias dificultades para el análisis de los actores populares, y cuando lo intentó, no pudo sino subrayar su supuesta naturaleza "tradicional". Un ejemplo me permitirá ser más preciso: en la experiencia bonaerense de movilización política, el tumulto callejero -la forma por excelencia para Guerra de acción colectiva "tradicional"- hizo aparición como práctica efectiva simultánea y contemporáneamente a las formas "modernas" de sociabilidad y acción política, y estuvo ligado con ellas de un modo indisoluble; de este modo, una forma en apariencia tradicional era, en rigor, un canal de expresión de la supuesta "modernidad".12

La segunda de las opciones puede ejemplificarse con la monumental reconstrucción de la insurgencia novohispana de Eric Van Young. Aquí también los actores ocupan un lugar privilegiado pero son bien distintos: los pueblos campesinos y, en especial, los de indios.13 Se trata de una perspectiva rica para identificar actores que de otro modo se harían invisibles como tales, así como para rastrear sus motivaciones, la configuración de sus culturas políticas y las lógicas de sus alineamientos políticos. Sin embargo, Van Young llegó a una conclusión problemática: su postulación del "localocentrismo" y del "campanillismo" que habría caracterizado el horizonte político y social de esos pobladores se compadece mal con otras experiencias históricas para las cuales se ha suministrado probada evidencia de que ese supuesto localocentrismo podía muy bien combinarse con complejas y dinámicas culturas políticas populares de horizontes sustancialmente más amplios.14

No puede dejar de señalarse que la primera de estas perspectivas ha influido mucho más en la historiografía argentina que la segunda, aunque es posible que ello esté comenzando a cambiar. Como sea, me parece importante subrayar que esta segunda opción podría contribuir a que se incluya en nuestros relatos de la revolución, de manera mucho más decidida, un conjunto de experiencias y de actores que formaron parte inseparable de la revolución rioplatense, aunque la impronta de convenciones nacionalistas suela dejarlo fuera de consideración. Si ya no estamos de acuerdo con Mitre en que aquella revolución fuera "argentina", la cuestión de incluir esos otros actores se nos impone. El territorio "nacional" se convirtió para la historiografía argentina en un auténtico obstáculo epistemológico, nada casual en una sociedad que forjó tradiciones culturales nacionalistas que pese a toda su diversidad hicieron de la territorialidad su nudo articulador. Desde esta perspectiva, si algo tiene de sugestivo un enfoque como el de Van Young, es que vino a poner en el centro de la discusión las diferencias y también las oposiciones entre los programas políticos de los actores dirigentes de la revolución y de los actores que les suministraron bases sociales de sustentación. Con ello, se abre una brecha en el sentido común amasado por la tradición patriótica para poder pensar en otras revoluciones posibles o, al menos, en aspiraciones revolucionarias de contenido anticolonial que no fueron orientadas por aspiraciones de "independencia nacional" en el sentido asignado por aquella tradición. Por este camino, se abre la posibilidad de dejar de considerar a "La" revolución como un fenómeno unitario orientado teleológicamente por una misión providencial, y en cambio reflexionar sobre otras revoluciones, paralelas, truncas, derrotadas, o al menos concepciones populares distintas de la revolución.

V

Me parece oportuno señalar que una perspectiva de este tipo puede tener otras implicancias. Por un lado, no puede sino tomar distancia de visiones de muy corto plazo de la crisis imperial (como si hubiera comenzado en 1808), así como de aquellas que ofrecen una explicación unidireccional de las novedades diluyendo las experiencias históricas de los actores. No se trata de volver a la antigua discusión de las causas "externas" o "internas", sino de reponer una cuestión crucial: el colapso de la monarquía fue vivido y afrontado por las sociedades de distinto modo y a partir de la configuración de sus propios conflictos sociales y étnicos. Por otro, invita a considerar un inventario más amplio de los actores sociales.

Hay algo de aquellas añejas discusiones entre Mitre, Vélez y Sarmiento que puede ayudarnos. Allí aparecía esbozado un inventario preliminar de actores como la "minoría inteligente", la "opinión pública", el "pueblo", los "pueblos", la "multitud", las "mayorías" y las "masas", los "ejércitos". Un inventario incompleto, se dirá, aunque ineludible... Pero reconozcamos que el conocimiento preciso sobre estos actores es en extremo desigual y no es improbable que sesgue nuestra visión de conjunto.

Algo está suficientemente claro: los actores decisivos fueron actores armados, y en este sentido, resulta preciso reponer la centralidad de las guerras de la revolución que constituyeron experiencias sociales de masas de máxima intensidad que signaron las historias decimonónicas a uno y otro lado del Atlántico.15 Sabemos que esa "minoría inteligente" se transformó en una elite militar y que el ejército terminó convertido en su efímera base de sustentación. Pero los ejércitos fueron diversos e inestables, y ofrecieron un espacio propicio para producir un variado entramado de relaciones y nuevos actores. Pocas veces expresaron una voluntad política unificada, pues en su mayor parte no eran sino aglomerados de base territorial tanto en su estructuración interna, la selección de sus oficiales, como en su reclutamiento y organización. Es probable, en consecuencia, que el uso de dos nociones debiera ser repensado: profesionalización y militarización. La primera porque parece haber sido más una aspiración que una realidad. La segunda noción porque su uso indiscriminado puede ocultar fenómenos diversos y complejos.

Se ha insistido con razón en las sustanciales diferencias entre ejércitos y milicias.16 Pero se ha subrayado menos que la revolución no sólo tendió a convertir milicias en unidades regulares, sino que además tuvo que apelar a su multiplicación. Esas milicias fueron extremadamente variadas e incluían, por un lado, la distinción de tradición borbónica entre "disciplinadas" (denominadas "provinciales" en 1815 o "nacionales" en 1817) y "urbanas" (llamadas en ocasiones "brigadas cívicas" o "guardias nacionales"), y por el otro, además, un conjunto de formaciones de naturaleza híbrida como las "milicias patrióticas", las partidas de "voluntarios", los cuerpos de "emigrados", los batallones de libertos e incluso de esclavos y las indígenas. El registro de esta diversidad es sustancial, pues expresa los límites de la militarización y la emergencia de actores dotados de una arraigada tradición que demostró ser reticente y resistente a la subordinación al ejército de línea y al gobierno superior.

Pero estas dinámicas sólo pueden analizarse atendiendo a la variedad de situaciones regionales. De un modo esquemático, convendría distinguir al menos entre frentes de guerra y retaguardias. A partir de los estudios disponibles se advierte que en las primeras ese tipo de formaciones armadas sirvieron de canal para la constitución de actores y liderazgos locales, que expresaban tanto la extendida vigencia de algunos principios como el resquebrajamiento del orden social local. Creo que convendría prestar más atención a esta cuestión, pues permite advertir que a los enfrentamientos entre bloques políticos que disputaban la primacía se sumaba la resistencia local a subordinarse a gobiernos superiores y a los ejércitos. No extraña, por tanto, que esa resistencia adoptara la forma de oposición de los milicianos a transformarse en veteranos y del abigarrado espectro de formas milicianas a convertirse en "disciplinadas". En términos discursivos, esta disputa adoptó una enunciación precisa: era el enfrentamiento entre el "anarquismo" y el "despotismo militar". Ese "anarquismo" era, así, una múltiple oposición a un gobierno y a unos ejércitos por los "pueblos" que invocaban su derecho a elegir sus comandantes, y que encontraron en las tradiciones milicianas coloniales más antiguas y arraigadas una orientación para legitimar sus aspiraciones en una guerra que no dejó de adoptar la forma de guerra de autodefensa local, dado que las guerras de la revolución habían desestabilizado a sus núcleos sociales dominantes y amenazaban las bases materiales del orden social local, justo cuando el orden político se estaba desmoronando. En tales condiciones, se potenciaba el papel de los actores locales que tenían a formaciones milicianas como sustento material y forma de estructuración política.17 Pero, además, fue en las regiones convertidas en frentes de guerra donde se produjo la intervención de actores que por momentos amenazaron con poner en cuestión el orden social regional. Como se ha estudiado bien, en Jujuy y Salta la guerra dio lugar a una notable movilización campesina que quebró -al menos coyunturalmente- la solidez de las jerarquías sociales preexistentes; sin embargo, y a diferencia de las situaciones creadas en los distritos altoperuanos más cercanos, aquí la insurgencia campesina no parece haber concitado un activo y decidido protagonismo indígena.18 Distintas fueron las circunstancias en el litoral, donde a la intensa movilización de la población rural mestizo-criolla debe sumarse la decisiva intervención de los grupos indígenas: de este modo, dentro y en torno a esa heterogénea e inestable coalición que constituyó el artiguismo, esos grupos indígenas fueron un factor decisivo en la construcción de su primacía regional, pero a la vez constituyeron la amenaza más cierta al orden social preexistente. Las evidencias sugieren que su antagonismo se fue desplegando contra los "europeos" (españoles y portugueses), luego contra los "patricios", y no faltan las que señalan que se dirigieron también contra todos los "blancos" y que forjaron la aspiración de construir un sistema de autogobierno de todos los pueblos misioneros sin jesuitas ni administradores, y sin subordinación a España, Portugal, Asunción ni Buenos Aires. Esas intervenciones requieren una comprensión en sus propios términos, así como una inclusión más decidida en nuestros relatos de la revolución.19

Ahora bien, desde esta perspectiva, la derrota de los bloques regionales que encabezaron Artigas y Güemes no habría sido sólo la de los liderazgos que resistían la subordinación al poder central, sino que también puede haber significado una derrota de alcances históricos para los actores sociales subalternos que los apoyaron; de tal alcance que debe haber incidido en los atributos del orden social posrevolucionario en cada región.

Las situaciones en las retaguardias, aunque extremadamente variadas, parecen haber sido bien distintas. No podemos tratarlas en detalle, pero en ellas a pesar de la intensa activación política de los grupos subalternos, no parece haberse producido una amenaza efectiva al orden social, más allá de algunos episodios y coyunturas críticas. Sin embargo, cabe subrayar una cuestión: en esa activación que convirtió a algunos grupos plebeyos en nuevos actores políticos parece haber sido particularmente acentuada la intervención de los sujetos provenientes de las castas. No sólo porque constituyeron un componente central de la movilización militar y miliciana y actores siempre presentes en los tumultos callejeros y los "pronunciamientos" revolucionarios, sino también porque entre ellos, en ocasiones, habrían emergido actitudes dirigidas contra todos los blancos. Cierto es que no hay evidencias de sublevaciones de esclavos, pero sí sabemos que los motines y las deserciones colectivas de los libertos fueron bastante frecuentes. Estas acciones rebeldes no sugieren una actitud hostil de estos sectores contra el movimiento revolucionario sino, al contrario, una activa adhesión que por momentos parece haber permitido que emergieran visiones propias de la revolución.20

En consecuencia, la revolución habría tomado formas y características extremadamente diversas, y en su dinámica no sólo terminó por inclinar a la mayor parte de las elites hacia un programa independentista, sino que también desató una gama de procesos contradictorios que incluyeron -aunque sea por momentos- otras revoluciones posibles, o al menos, otras formas de entender la revolución. No fueron una lucha entre dos bandos, sino un conjunto de confrontaciones entrelazadas con actores múltiples que pusieron de manifiesto que no estaban en juego sólo las relaciones con el poder metropolitano, sino también las tensiones que atravesaban cada región, las rivalidades entre jurisdicciones y sus propios conflictos sociales y étnicos. Esas circunstancias habilitaron la formación de una variedad de coaliciones regionales pluriclasistas y a veces también multiétnicas. Pareciera, entonces, que sería conveniente orientarnos hacia una resocialización de las investigaciones y los relatos sobre "la revolución política", probablemente también hacia una mayor etnificación del análisis de lo social (aunque ello choque con la tradición y el imaginario histórico nacional), y a un análisis más cuidadoso de las formas y la intensidad en que se politizaron los conflictos sociales e interétnicos.

VI

Este tipo de conmemoraciones suele no poder eludir la tentación de la nostalgia, y claramente eso sucede con la famosa "Semana de Mayo". Se le asignó tamaña centralidad que el acontecimiento terminó por deglutir un proceso histórico mucho más amplio, abarcador y significativo hasta el punto que no faltaron quienes buscaron resolver sus interrogantes sobre los actores de la revolución -y aun sobre las tensiones que contenía el orden social- indagando entre quienes la protagonizaron. Lo cierto es que las narrativas del acontecimiento estuvieron impregnadas por una acentuada nostalgia, sobre todo, por la pretendida comunión que en aquellos días supuestamente hubo entre la "minoría inteligente" y el bajo pueblo, atribuyendo por lo tanto a su disolución -y a su reproducción frente a los pueblos del Interior- la causa de los males y pesares. Intuyo que esa nostalgia histórica estará en breve entre nosotros. Pero la nostalgia amenaza toda posibilidad de pensar históricamente pues, como diría Joaquín Sabina, "no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió".

Notas

1 Bartolomé Mitre, Estudios históricos sobre la Revolución Argentina. Belgrano y Güemes, Buenos Aires, Imprenta del Comercio del Plata, 1864, pp. 9-11.         [ Links ]

2 Raúl O. Fradkin, "La acción colectiva popular en los siglos XVIII y XIX: modalidades, experiencias, tradiciones", Nuevo Mundo Mundos Nuevos, Debates, 2010, Puesto en línea el 18 junio 2010. URL: http://nuevomundo.revues.org/59749.         [ Links ]

3 Retomo aquí algunos puntos desarrollados en Raúl O. Fradkin, "¿Qué tuvo de revolucionaria la revolución de independencia?", en Nuevo Topo, núm. 5, Buenos Aires, 2008, pp. 15-43.         [ Links ]

4 Véase, por ejemplo, Annick Lemprérière, "La 'cuestión colonial'", en Nuevo Mundo Mundos Nuevos, núm. 4, 2005; disponible en línea: http://nuevomundo.revues.org/document437. html;         [ Links ] y "Revolución, guerra civil, guerra de independencia en el mundo hispánico, 1808- 1825", en Ayer, núm. 55, 2004, pp. 15-36.         [ Links ] Las implicancias político-culturales no pueden obviarse: recuérdese, por ejemplo, la muy favorable recepción en la España franquista de Ricardo Levene, Las indias no eran colonias, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1951,         [ Links ] que formó parte de una operación historiográfica y pedagógica notablemente ambiciosa de transformar el vocabulario histórico.

5 Tulio Halperin Donghi, Revolución y guerra. Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla, Buenos Aires, Siglo XXI, 1972.         [ Links ] Un análisis más detallado en el prólogo y el apéndice de Tulio Halperin Donghi, La formación de la clase terrateniente, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2007.         [ Links ]

6 José C. Chiaramonte, Mercaderes del litoral. Economía y sociedad en la provincia de Corrientes, primera mitad del siglo XIX, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1991.         [ Links ]

7 La comparación entre Buenos Aires y Córdoba es en tal sentido ejemplificadora: Jorge Gelman y Daniel Santilli, "Cuando Dios empezó a atender en Buenos Aires. Crecimiento económico, divergencia regional y desigualdad social: Córdoba y Buenos Aires en la primera mitad del siglo XIX", ponencia presentada al Primer Congreso latinoamericano de Historia Económica / IV Jornadas Uruguayas de Historia Económica, Montevideo, 5 al 7 de diciembre de 2007;         [ Links ] y de los mismos autores, De Rivadavia a Rosas. Desigualdad y crecimiento económico, Buenos Aires, Universidad de Belgrano / Siglo XXI, 2006;         [ Links ] Carlos Sempat Assadourian, "El sector exportador de una economía regional del interior argentino. Córdoba. 1800-1860. (Esquema cuantitativo y formas de producción)", en El sistema de la economía colonial. El mercado interior. Regiones y espacio económico, Nueva Imagen, México, 1983, pp. 307-367;         [ Links ] y Sonia Tell, Córdoba rural, una sociedad campesina (1750-1850), Buenos Aires, Prometeo Libros / Asociación Argentina de Historia Económica, 2008.         [ Links ]

8 Un ejemplo paradigmático es John Lynch, quien no ha abandonado esta perspectiva, como puede advertirse comparando Las revoluciones hispanoamericanas, 1808-1826, Barcelona, Ariel, 1980 y "         [ Links ]Las raíces coloniales de la Independencia latinoamericana", en América Latina, entre colonia y nación, Barcelona, Crítica, 2001,         [ Links ] pp. 117-170. Sin embargo, autores que enfatizaban el papel determinante de la crisis metropolitana no dejaban de asignar un lugar privilegiado de sus análisis a la situación de los distintos sectores sociales y su incidencia en sus alineamientos políticos: Tulio Halperin Donghi, Reforma y disolución de los imperios ibéricos, 1750-1850, Madrid, Alianza, 1985.         [ Links ]

9 Florencia Mallon, Campesino y Nación. La construcción de México y Perú poscoloniales, México, Historias CIESAS, 2003.         [ Links ]

10 François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias, Madrid, Mapfre, 1992, pp. 36 y 41.         [ Links ]

11 Es cierto que Guerra matizó esta contraposición posteriormente, pero sin llegar a replantear su modelo interpretativo; compárese "Hacia una nueva historia política: actores sociales y actores políticos", en Anuario IEHS, núm. 4, 1989, pp. 243-264 y "         [ Links ]De la política antigua a la política moderna: algunas proposiciones", en Anuario IEHS, núm. 18, 2003, pp. 201-212.         [ Links ] Aun así, autores claramente influidos por las perspectivas de Guerra han realizado contribuciones notables al estudio de los actores populares: Marie-Danielle Demélas, Nacimiento de la guerra de guerrilla: el diario de José Santos Vargas (1814-1825), La Paz, IFEA-Plural Editores, 2007.         [ Links ]

12 Raúl O. Fradkin, "Cultura política y acción colectiva en Buenos Aires (1806-1829): un ejercicio de exploración", en Raúl O. Fradkin (ed.), ¿Y el pueblo dónde está? Contribuciones para una historia popular de la revolución de independencia en el Río de la Plata, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2008, pp. 27-66.         [ Links ]

13 Eric Van Young, La otra rebelión. La lucha por la independencia de México, 1810-1821, México, Fondo de Cultura Económica, 2006.         [ Links ] Véase la discusión con Alan Knight en Historia mexicana, Vol. LIV: 2, 2004, pp. 445-573 y una discusió         [ Links ]n acerca de su posible empleo en otros contextos en Luis M. Glave, "Las otras rebeliones: cultura popular e independencias", en Anuario de Estudios Americanos, Vol. 62, núm. 1, 2005, pp. 275-312.         [ Links ]

14 Entre otros no puede dejar de señalarse a Sergio Serulnikov, Conflictos sociales e insurrección en el mundo colonial tardío. El norte de Potosí en el siglo XVIII, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2006;         [ Links ] Sinclair Thomson, Cuando sólo reinasen los indios. La política aymara en la era de la insurgencia, La Paz, Muela del Diablo / Aruwiyiri / Editorial del THOA, 2007 y Charles Walker,         [ Links ] De Tupac Amaru a Gamarra. Cusco y la formación del Perú republicano, Lima, CBC, 2004.         [ Links ]

15 Esa reposición es un cambio evidente de los últimos años y ya había sido anticipada en 1985 como imperiosa necesidad en un jugoso ensayo: William Taylor, "Entre el proceso global y el conocimiento local: una investigación sobre la historia social latinoamericana, 1500-1900", en Entre el proceso global y el conocimiento local. Ensayos sobre el Estado, la sociedad y la cultura en el México del siglo XVIII, México, UAM / Iztapalapa, 2003, pp. 15-10        [ Links ]

16 Carlos Cansanello, De Súbditos a Ciudadanos. Ensayo sobre las libertades en los orígenes republicanos. Buenos Aires, 1810-1852, Buenos Aires, Imago Mundi, 2003;         [ Links ] Hilda Sabato, "Cada elector es un brazo armado. Apuntes para una historia de las milicias en la Argentina decimonónica", en Marta Bonaudo, Andrea Reguera y Blanca Zeberio (coords.), Las escalas de la historia comparada. Dinámicas sociales, poderes políticos y sistemas jurídicos, Buenos Aires, Miño y Dávila Editores, 2008, T. I, pp. 105-124;         [ Links ] Gabriela Tío Vallejo, "Revolución y guerra en Tucumán: los procesos electorales y la militarización de la política", en Marta Terán y José Antonio Serrano Ortega (eds.), Las guerras de independencia en la América española, México, El Colegio de Michoacán / Instituto Nacional de Antropología e Historia / Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2002, pp. 355-388.         [ Links ]

17 Raúl O. Fradkin, "Las formas de hacer la guerra en el litoral rioplatense", en Susana Bandieri (comp.), La historia económica y los procesos de independencia en la América hispana, Buenos Aires, AAHE / Prometeo Libros, 2010;         [ Links ] y "Guerra y sociedad. Los ejércitos, las milicias y los pueblos en el litoral", ponencia en las Jornadas "Independencia, historia y memoria. Hacia una reflexión sobre los procesos revolucionarios en Iberoamérica", San Miguel de Tucumán, 20 al 22 de agosto de 2009.         [ Links ]

18 Raquel Gil Montero, "Las guerras en los Andes meridionales", en Memoria Americana, núm. 14, 2006, pp. 89-117,         [ Links ] Sara Mata, "Paisanaje, insurrección y guerra de independencia. El conflicto social en Salta, 1814-1821"         [ Links ] y Gustavo Paz, "El orden es el desorden. Guerra y movilización campesina en la campaña de Jujuy, 1815-1821", ambos en Raúl Fradkin y Jorge Gelman (comps.) Desafíos al Orden. La política y la sociedad rural durante la revolución de independencia, Rosario, Prohistoria, 2008, pp. 61-102.         [ Links ] Ver también Sara Mata, "Insurrección e independencia. La provincia de Salta y los Andes del sur"         [ Links ] y Gustavo Paz, "Reordenando la campaña: la restauración del orden en Salta y Jujuy, 1822-1825", en Fradkin, Raúl (comp.), ¿Y el pueblo dónde está? Contribuciones para una historia popular de la revolución de independencia en el Río de la Plata, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2008        [ Links ]

19 Ana Frega, "Caudillos y montoneras en la revolución radical artiguista", en Andes. Antropología e Historia, núm. 13, Salta, 2002, pp. 75-112;         [ Links ] "Conflictos sociales y guerras de independencia en la Provincia Cisplatina / Oriental, 1820-1830. Enfrentamientos étnicos: de la alianza al exterminio", ponencia presentada a las X Jornadas Interescuelas / Departamentos de Historia, Rosario, 20 al 23 de septiembre de 2005 y "         [ Links ]Los 'infelices' y el carácter popular de la revolución artiguista", en Raúl O. Fradkin, (comp.), ¿Y el pueblo dónde está?, op. cit., pp.151-176.         [ Links ]

20 Beatriz Bragoni, "Esclavos, libertos y soldados: la cultura política plebeya en Cuyo durante la revolución", en Raúl O. Fradkin (comp.), ¿Y el pueblo dónde está?, op. cit., pp. 107- 150.         [ Links ] Ana Frega, Alex Borucki, Karla Chagas y Natalia Stalla, "Esclavitud y abolición en el Río de la Plata en tiempos de revolución y república", en Memoria del Simposio La Ruta del Esclavo en el Río de la Plata: su historia y sus consecuencias, Montevideo, UNESCO-Logos, 2005, pp. 115-148.         [ Links ] Gabriel Di Meglio, ¡Viva el Bajo Pueblo! La plebe urbana de Buenos Aires y la política entre la Revolución de Mayo y el Rosismo, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2006 y "         [ Links ]Las palabras de Manul. La plebe porteña y la política en los años revolucionarios", en Fradkin, Raúl O. (comp.), ¿Y el pueblo dónde está?, op. cit., pp. 67-106.         [ Links ] Mariana Pérez, "Un intento contrarrevolucionario en Buenos Aires: la conspiración de Alzaga en 1812", ponencia en las Jornadas "Independencia, historia y memoria. Hacia una reflexión sobre los procesos revolucionarios en Iberoamérica", San Miguel de Tucumán, 20 al 22 de agosto de 2009.         [ Links ]

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