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Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani

versión impresa ISSN 0524-9767

Bol. Inst. Hist. Argent. Am. Dr. Emilio Ravignani  no.33 Buenos Aires ene./dic. 2011

 

ARTÍCULOS

El sufragio y la política: tensiones entre dos reformismos

 

Luciano de Privitelio

Universidad de Buenos Aires - Universidad Nacional de San Martín - CONICET

 

Mi intención es reflexionar acerca de algunos de los problemas planteados por Darío Roldán, en particular en lo referente al momento del primer Centenario y la reforma electoral. Más específicamente, me propongo plantear algunas cuestiones relacionadas con el destino de esa reforma, el lugar que le cupo en la política por venir. La hipótesis que desplegaremos es que la nueva ley, lejos de venir a establecer un parámetro aceptado y consensuado de organización de la democracia, una República verdadera, por el contrario hizo evidentes sus límites y aporías con notable celeridad, y por esta razón, una parte importante del debate político por venir tendría su eje en la cuestión del sufragio. Como ha comprobado María José Valdez, incluso la parte más sustancial de las campañas electorales que siguieron a la reforma giró alrededor de la cuestión electoral y los problemas de legitimidad política, mucho más que sobre otros aspectos vinculados con la gestión específica de gobierno.

Al promediar los años veinte, los diagnósticos negativos predominaban sobre aquellos positivos, y por eso no es extraño que se multiplicaran los proyectos de reforma junto con los debates sobre el mejor mecanismo electoral, aunque, como sabemos, ninguna de estas iniciativas fue tratada por las cámaras.1 En contraste con los años que nos toca vivir, la democracia y su organización normativa no eran vistas como un simple valor sino como un problema político, por lo cual proliferaban los diseños y las alternativas. Los años treinta profundizarían este diagnóstico negativo mientras que el fraude destruía todos los equilibrios políticos y llevaba a la república hacia un callejón sin salida que explotó en junio de 1943. A partir de 1946, la situación ya estaba madura para la definición de un nuevo arsenal reformista: en efecto, aunque no siempre se lo ha conceptualizado de este modo, el peronismo rediseñó por completo el sistema electoral argentino de un modo mucho más profundo incluso de lo que la Ley Sáenz Peña lo había hecho casi cuatro décadas antes. Siguiendo un vocabulario que se ha impuesto con solidez entre los analistas del período, nuestra hipótesis es que entre 1912 y 1943 nos enfrentamos al proyecto y fracaso de una república, y que a lo largo de los años que van de 1947 a 1951 asistimos a una nueva etapa reformista en la que se diseña una nueva república que bien poco se asemeja a la anterior, y que -demasiado identificada con el peronismo- tendrá una vida aun más breve que su antecesora.

La historia política de la Argentina del siglo XX reconoce ciertas fechas cuya importancia se considera fuera de discusión. Una de ellas es 1912 (y su consecuencia, la victoria radical de 1916), que funciona como un verdadero parteaguas: señala la versión local del fin del largo siglo XIX, marca la irrupción de la "política de masas" o de la democracia a secas (la "república verdadera"), impone una retirada política de la "oligarquía". En otro plano, 1912 divide a buena parte de la comunidad de estudiosos en especialistas de dos períodos diferentes y consagra la división de dos materias en muchos planes de estudios universitarios.

Todas estas evidencias nos enfrentan con una cesura tan consensuada y relevante, que sus consecuencias se deslizan desde la materia de estudio a la propia organización del campo historiográfico. Se trata, sin embargo, de un consenso tan tradicional como paradójico, dado que coloca a una ley electoral en el centro de una visión global del corte entre dos períodos cuando, hasta no hace muchos años, esta misma visión era acompañada por otra no menos compartida que afirmaba la poca relevancia del mecanismo electoral a la hora de pensar y explicar la política argentina, una visión que aún hoy sólo ha sido tibiamente criticada y que explica la existencia de escasos estudios sobre las elecciones. Es importante recordar, no obstante, que esta visión que descarta la importancia del hecho electoral se impone como sentido común recién en los años sesenta, cuando todo análisis serio de la política debía atender no tanto a los partidos y las elecciones, sino más bien a los que se denominaban factores de poder. Los análisis de aquellos años, de todos modos, no hacían sino asumir una convicción que superaba con amplitud a los estudios académicos: para entonces, las elecciones ya no eran consideradas como un mecanismo relevante de la política por una buena parte de la sociedad. Cualquier mirada alternativa corría el riesgo de ser impugnada como la expresión de una infinita ingenuidad. Y, como suele suceder en tantas otras ocasiones, esta certidumbre no se limitó a un diagnóstico contemporáneo sino que irradió su luz hacia los análisis del pasado.

Así, el trabajo pionero de Darío Cantón sobre elecciones y partidos en la Argentina, cuya primera edición es de 1973, nos muestra en sus primeras líneas una expresión reveladora: es un análisis histórico de las elecciones que abarca desde 1910 hasta 1966 y está centrado en los períodos electorales 1912-1930 y 1946-1955, únicos en los que el pueblo pudo "elegir", al menos dentro de las limitaciones de un régimen democrático burgués.2 El entrecomillado, textual del original, no podía ser más sintomático: Cantón se propone hacer un estudio sobre una práctica cuyos límites, a la vez históricos y analíticos, considera tan evidentes como estrechos. No importa mucho la naturaleza específica de esta limitación -el carácter burgués del régimen- sino más bien hasta dónde este límite y el énfasis de las comillas colocan al autor frente a un objeto cuya capacidad explicativa de la política, sin embargo, aparece relativizada desde las primeras líneas de su propio trabajo. Desde los años noventa, la revitalización de los estudios sobre los procesos políticos ha modificado esta concepción, aunque lo ha hecho mucho más notoriamente en los estudios sobre el siglo XIX que en aquellos referidos al siglo XX. La proliferación de estudios monográficos sobre las prácticas específicas de sufragio que siguen a la reforma Sáenz Peña apenas si han modificado las miradas globales sobre el período.

El reformismo del Centenario se hace cargo de un problema que es a la vez conceptual y práctico: el de la relación entre sociedad y política. Los proyectos de legislación electoral en danza discutían el problema del voto limpio y de la representación transparente, pero al hacerlo se adentraban en un problema mucho más complejo. Al proponer preguntas tales como cuál y cómo es esa sociedad a la que se dice representar "de forma transparente", en rigor la están definiendo: desde el mundo de los individuos abstractos hasta los gremios corporativos, el abanico de respuestas del período es por demás amplio. Pero -y este es un punto crucial- no se trata de una discusión sociológica que antecede al criterio de la representación política, por el contrario, se trata de un problema intrínseco de la propia política moderna, una vez que se ha postulado el imperio de una siempre abstracta voluntad popular y aparece, en consecuencia, el imperativo de su encarnación. El acto de la encarnación es el de la creación de una entidad en buena medida inexistente por fuera de ella: el debate sobre la mejor política es a la vez un debate sobre la naturaleza de la sociedad.

El cierre de una brecha considerada negativa entre sociedad y política se convirtió en el objetivo último de las reformas electorales de 1902 y 1912, pero los supuestos básicos sobre la sociedad y la política subyacentes en cada una de ellas no podrían haber sido más divergentes.

En el primer caso, el ministro del Interior Joaquín V. González creyó encontrar la solución a este problema en el sistema uninominal por circunscripción: la drástica reducción de la escala espacial de producción de la representación política garantizaría la asociación estrecha entre los representantes y los intereses de la sociedad. Esta convicción se sostenía en dos presupuestos: la correspondencia entre circunscripción y comunidad, y el conocimiento directo -incluso personal- entre representados y representante. Al identificar la circunscripción con una comunidad real, no parecía aventurado sostener que dicha comunidad estaba articulada a partir de un interés social predominante y, al reducir el número de representantes elegibles a uno, también parecía natural que este representante estuviera vinculado con ese interés. Para González, aquello que se identificaba como la sociedad se correspondía con la sumatoria de intereses sociales plurales y diversos de dimensión local, y por esa razón, el andamiaje técnico del sufragio debía dar cuenta de esta situación.3 En la visión del roquismo, la sociedad precede a la política, lo cual es coincidente con su concepción de la política como administración: el sufragio "representa" en el sentido lato de la palabra, en tanto al decir de Yves Desoye "comunica" lo orgánico social a una política definida como pura administración.4 Por eso, los partidos políticos no ocuparon ningún lugar destacado en este esquema ya que los mecanismos de representación eran los propios del mundo social y no aquellos del universo político.

Este principio de representación encontraba su referente más desarrollado en Inglaterra, pero la sola mención de este modelo alcanza para entender la razón por la cual el sistema uninominal no alcanzó para cumplir sus objetivos. En Inglaterra, las comunidades locales se encontraban sólidamente instaladas, y en muchos casos, antecedían a los regímenes de representación electoral. Al menos desde la segunda mitad del siglo XVI, Isabel I se había encargado de reforzar la identidad de los condados a la vez que consagraba el liderazgo político local de la gentry. Las revoluciones del siglo XVII y las sucesivas ampliaciones del derecho de voto producidas en el siglo XIX no alcanzaron a modificar este dato central de la política británica: la crucial importancia de su dimensión local. En cambio, basta observar el diseño de las circunscripciones utilizadas en la Argentina luego de la ley de 1902 para advertir que la comunidad local articulada alrededor de un interés predominante sólo existía en la imaginación de González. Enormes extensiones de territorio con población escasa y dispersa en pueblos y ciudades en nada se parecen al condado británico, por lo cual, en las provincias la reforma fue absolutamente intrascendente. En cambio, en el caso de la Capital Federal (dividida en veinte circunscripciones), la eliminación del sistema de lista puso en peligro el control de las elites partidarias sobre los caudillos locales y la competencia en los pequeños distritos encareció de un modo desproporcionado el precio de los votos. No resulta extraño que pocos meses después de su llegada al gobierno, el presidente Quintana enviara un proyecto al Congreso para abolir el sistema uninominal.

El fracaso de este primer ensayo abrió las puertas a la más conocida reforma electoral, impulsada por el presidente Roque Sáenz Peña y su ministro Indalecio Gómez. En este caso, la clave para superar el abismo entre sociedad y política se encontraba en otro conjunto de modificaciones de la técnica electoral: la obligatoriedad, que ampliaba drásticamente el número de votantes; el secreto, que impediría la venalidad del voto; los padrones militares, que evitarían la manipulación del documento; el sistema de lista incompleta, que permitiría el acceso de las minorías a la representación. Sin embargo, la más importante apuesta de la reforma no fue consagrada en ninguna norma, aunque ocupó una parte fundamental de las preocupaciones y los discursos de Gómez y Sáenz Peña: ambos creían que el mecanismo para una adecuada representación de la sociedad debía pasar por la organización de lo que llamaban partidos orgánicos o de ideas.

La reforma de 1912 fue totalmente ajena a la percepción pluralista de los intereses sociales presentes en la ley de 1902, ya que esta vez la sociedad fue concebida de un modo abstracto, como un bloque único con un atributo también único y determinante: su ideal de progreso. En consecuencia, ni los comicios ni los partidos orgánicos debían manifestar las voces de intereses diversos, sino garantizar la representación de la voz unánime de la voluntad progresista de la nación, que era también la de cada uno de los ciudadanos obligados por ley a optar entre las ofertas partidarias. Elevados a la condición de organismos privilegiados de integración de los ciudadanos en la comunidad espiritual de la nación progresista, los partidos políticos debían ser asociaciones de carácter permanente, definidas por sus ideas y capaces de cumplir la función pedagógica de esclarecimiento de quienes habían sido convertidos compulsivamente en electores. Para Sáenz Peña, estos partidos no se identificaban directamente con ninguno de los existentes, lo cual le permitía celebrar lo que otros veían como su peligrosa desintegración: los nuevos partidos, como el nuevo sufragante, serían criaturas de sus leyes.

La ley electoral vino a consagrar una visión totalizadora de la sociedad en clave espiritual: la representación política estaba llamada a expresar el alma de nación, cuyo contenido concreto Sáenz Peña no dudaba en reconocer primero en su propia voz, y más ampliamente, en la del grupo pensante del que era miembro. Es cierto que no es difícil advertir la dimensión social de este grupo, sin embargo, también es sencillo observar cómo la ley electoral se proponía negar esa dimensión para consagrar así la persistencia de una cultura política integradora y ajena a cualquier concepción pluralista de la sociedad. Más aun: la ley sostenía una mirada de la política que la convertía en el espacio de creación de la comunidad por excelencia, justamente en el momento en que la multiplicación de las identidades corporativas o sectoriales parecían poner en cuestión esta perspectiva: el sufragio, en este caso, ya no es un acto de comunicación, sino de comunión. Como sostiene F. Furet sobre las ideas del abad Sièyes, es preciso no sacar demasiadas conclusiones sobre la naturaleza representativa de esta versión de la democracia: al fin y al cabo, aquello que se va a representar es lo que los argentinos tienen en común. José Fonrouge, el diputado informante del dictamen oficial de la mayoría de la comisión en diputados, ilustra esta idea con absoluta claridad:

Por otra parte, el sistema de lista incompleta reúne una gran ventaja, que no debemos perder de vista. Es necesario propender, no a la disolución, sino a la formación de partidos; y no digo de partidos de principios, porque quizás sea una felicidad que no los tengamos en la República. Los partidos de principios se crean en virtud de necesidades. Si aquí no hay las necesidades que determinan la formación de esos partidos, tanto mejor: nos agrupamos alrededor de simpatías, de afectos, de ideales de otro orden, de hombres, porque creemos que ellos van a hacer mejor que otros el bien del país, etcétera. En otras partes, hay partidos, es cierto. Los hay económicos. Esos son grandes partidos. Pero aquí, que no tenemos divergencias de principios económicos, ¿por qué hemos de formar un partido de ese género? [...] De manera que a este respecto, no podremos nunca constituir partidos, por esta razón: porque nuestra característica es la generosidad, es la verdadera fraternidad, somos realmente argentinos en todo nuestro territorio y no nos dividen los intereses pecuniarios; nos domina el sentimiento del amor y del cariño. Partidos religiosos, tampoco se pueden formar, porque nuestra característica es la tolerancia para todas las formas de creencias de acuerdo con nuestra tolerancia.5

Como puede observarse, la concesión de un lugar para la minoría no es vista como un reflejo de la lucha de ideas, sino más bien como una concesión a una costumbre arraigada en la política argentina, la de las ambiciones y las simpatías personales, que derivan en la organización de facciones. Se trata entonces de un pluralismo que se admite como una concesión a las costumbres políticas pero que no se reconoce como tal en función de una disputa representativa.

Pero no es la única paradoja que consagra la reforma en la política argentina. El diagnóstico que sustentaba la "crisis representativa" ponía los principales defectos de esta relación no en el mundo de la sociedad, sino en el de la política. Las razones históricas para que esto fuera así son evidentes: desde que en los años noventa la crisis del PAN generó una profunda inestabilidad política, y a tono por ejemplo con las influencias del regeneracionismo español, el reformismo político se sustentaba en la idea de que a una sociedad sana le correspondía una política enferma. Pero, aun sin salir de este esquema, los propios reformistas postulan que una buena parte de esa misma sociedad a la que se le otorga la tarea de regenerar la política debe ser educada por unos actores políticos por excelencia, como lo son los partidos. Es la invocación del problema del analfabetismo la que abre la posibilidad de discutir estos problemas y la que deriva en una cláusula pocas veces recordada de la Ley Sáenz Peña que exime de cualquier castigo a los analfabetos que no quieran votar; en otras palabras, para una buena parte del padrón, la obligatoriedad de votar no es tal.6 También Fonrouge se hacía cargo de esta paradoja cuando decía: "Desde luego, no puede negarse que flota en el ambiente de todas las sociedades más adelantadas el deseo y la aspiración de que se practique el voto universal, pero el voto universal 'calificado', es decir, que no haya ciudadanos que vayan a ejercer su derecho y que no sepan lo que significa ese derecho".7 El "voto universal calificado" fue un giro que por su propia incongruencia revela el problema que queremos explicitar.

Desde su misma aprobación, entonces, la Reforma se instala en el debate público sobre un triple sistema de tensiones. El primero, el de lo uno y lo plural; el segundo, el de la sociedad abstracta compuesta de individuos o la sociedad concreta compuesta por grupos con intereses; por último, el de las capacidades de unos electores llamados a regenerar la política pero que al mismo tiempo deben ser regenerados por ella. Estas tensiones no sólo no van a encontrar resolución a lo largo de las tres décadas por venir, sino que además se irán acentuando a medida que la lucha política las sustraiga del mundo de las ideas y de los proyectos para convertirlas en problemas concretos de la coyuntura o en diagnósticos pesimistas sobre la capacidad de la reforma de modificar las costumbres.

Es decir: como ha escrito Elías Palti, la idea de una república "verdadera" no debe ser sometida a crítica sólo porque el diseño de la ley Sáenz Peña no remite a la elaboración de este tópico en siglo XIX, ni tampoco exclusivamente porque hay muchas propuestas sobre cómo debe ser el diseño de esa república, sino también porque incluso para quienes apoyan esta reforma se trata más bien de una apuesta que de una consagración. Otro juego de tensiones, en tanto todo el juego político por venir se juzgará muchas veces en función de esta apuesta... Y no se trata simplemente de poner en contraste normas y valores con prácticas, se trata de forma en que las lecturas de esas prácticas destacan las tensiones y las convierten en aporías. Por cierto, la crisis ideológica de entreguerras abre la posibilidad de discutir los sistemas, pero esta discusión se monta sobre estas dificultades de la reforma.

Por eso, como hemos dicho al comienzo, sostenemos que el peronismo no es una simple ampliación de la ciudadanía que sería social o política: el peronismo se monta sobre estas tensiones para buscar resolverlas a través de un nuevo diseño de la ciudadanía. La reforma peronista intentó resolver el problema de lo plural y lo singular, reservando para lo social la posibilidad de la diversidad y para la política la unanimidad. Para eso hizo jugar a la vez un régimen de distrito uninominal con la concepción de que la deliberación debía quedar erradicada de la política: del Congreso, de las campañas electorales y del espacio público en general. La idea unánime debía ser sustituida por la intuición prepolítica (artística, al decir de Perón) del líder cuya capacidad para dar cuenta de la "doctrina nacional" eliminaba el problema de la calificación de los electores, la masa, en términos de Perón. La mayor habilidad de esa masa no era sino la de saber identificar este liderazgo, que, por cierto, precedía a cualquier acto comicial. Pero, como también sabemos, este arsenal no logró resolver las tensiones que se expresaron tanto durante el régimen como una vez caído. En buena medida, la pervivencia de las tensiones del reformismo de 1912, agravadas por la tentación peronista de resolverlas por la vía totalitaria, explica por qué luego de 1955 el sufragio fue visto cada vez menos como un instrumento capaz de organizar y dar cuenta de un régimen democrático. Otras prácticas reclamarían un espacio legítimo para ocupar su lugar.

Notas

1 Hemos reflexionado sobre estos proyectos junto con Ana Virginia Persello, "La Reforma y las reformas: la cuestión electoral en el Congreso (1912-1930)", en Liliana Bertoni y Luciano de Privitellio (comp. y prólogo), Conflictos en democracia. La vida política argentina entre dos siglos, Buenos Aires, Siglo XXI, 2009.         [ Links ]

2 Darío Cantón, Elecciones y partidos políticos en la Argentina. Historia, interpretación y balance: 1910-1966, Buenos Aires, Siglo XXI, 1973.         [ Links ]

3 Esto lo distingue de la idea esgrimida por los socialistas, quienes también argumentaban que eran intereses sociales los que debían ser representados, pero esos intereses se asociaban con las clases cuya dimensión era inequívocamente nacional. Por eso, para ellos, el sistema de representación proporcional, que permitía sumar votos de las clases en un espacio de grandes dimensiones era el más adecuado. A su vez, ninguna de las dos versiones puede vincularse con otra forma de pensar la irrupción de lo social en la política como lo es el corporativismo.

4 Yves Déloye, "Rituel et symbolisme électoraux. Réflexions sur l'experience française", en Raffaele Romanelli (editor), How did they become voters? The history of franchise in modern European representation, Netherlands, Kluber Law International, 1998.         [ Links ]

5 Cámara de Diputados, sesión del 6 de noviembre de 1911.

6 Según los datos con los que los diputados contaban para entonces (Censo Nacional de 1904), la mitad del padrón electoral estaba de facto eximida de la obligación de votar: según dicho censo, el 48,2% del padrón era analfabeto, y en algunas provincias como Santiago del Estero este porcentaje se elevaba hasta casi el 70%.

7 Cámara de Diputados, sesión del 6 de noviembre.

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