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Ciclos en la historia, la economía y la sociedad

versión On-line ISSN 1851-3735

Ciclos hist. econ. soc. vol.19 no.38 Buenos Aires dic. 2011

 

CRISIS: INTERPRETACIONES Y REALIDADES

Las tres dimensiones de la crisis*

 

Claudio Katz**

* Este artículo presenta una versión conceptual y reducida del texto original que lleva el mismo título. Las referencias y la bibliografía completa pueden ser consultadas en esa versión.
** Economista, investigador, profesor. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda). Su página web es: www.lahaine.org/katz

 


Resumen

La crisis tiene un determinante financiero derivado del descontrol del riesgo, generado por malabarismos contables y operaciones con derivados. También ha incidido a nivel coyuntural la competencia por aumentos de productividad sin correlatos salariales. Esta rivalidad provocó superproducción y aumentos de desempleo. Los desbalances comerciales creados por el endeudamiento estadounidense para consumir productos fabricados en Asia precipitaron a su vez desequilibrios de alcance mundial. En el cenit del desplome bancario prevaleció la coordinación global, pero en la distensión han reaparecido las tensiones. Se ha confirmado que Estados Unidos ejerce el liderazgo imperialista con el visto bueno de sus rivales. EL Pentágono reforzó su despliegue y los atropellos sociales diluyen la imagen benevolente de la Unión Europea. La dimensión estructural de la crisis involucra todo el período neoliberal. Esta etapa generó desajustes específicos que aún no han madurado. La obstrucción de la demanda por el deterioro de los ingresos salariales quedó parcialmente contrarrestada con el consumismo. Tampoco el decrecimiento tendencial de la tasa de beneficio alcanzó puntos críticos. Una repetición de lo ocurrido con los torbellinos anteriores conduciría a impactos severos pero no a un crack general. Si por el contrario se produce una convergencia con los desequilibrios acumulados, la crisis asumirá un alcance mayúsculo. Está operando, además, una degradación ambiental que no se resuelve con las iniciativas de capitalismo verde.

 

Abstract

The financial crisis has a determinant derived from the uncontrolled risk generated by accounting jugglery. The competition for improving the productivity without wage increasement has also affected the economy. This rivalry provoked overproduction and unemployment increasement. Trade imbalances created by the U.S. debt to consume Asian good produced global imbalances. At the height of the banking collapse prevailed overall coordination, but tensions have resurfaced. It was confirmed that the United States exerts leadership with the acceptance of its imperialist rivals. The Pentagon stepped up its advance and social cuts diluted European Union's benevolent image. The structural dimension of the crisis involves all the neoliberal period. This step generated specific imbalances that have not yet finished. A repetition of what happened during the previous crisis would lead to severe impacts but not a general crack. If there is a convergence with the imbalances built up, the crisis would take an huge extent. It is operating, in addition, an environmental degradation which couldn't been solved by initiatives of green capitalism.


 

En los últimos dos años han aparecido muchos signos de una crisis sistémica del capitalismo. Esta convulsión presenta numerosas facetas que pueden ser analizadas desde tres niveles. El estudio coyuntural permite desentrañar las causas inmediatas del torbellino, la escala estructural clarifica los desequilibrios de toda la etapa y el ángulo histórico esclarece las amenazas que afronta la civilización.

Burbujas, descontrol y riesgo

La crisis irrumpió en la órbita financiera estadounidense, cuando se verificaron dificultades de pago de los créditos subprime otorgados a deudores poco solventes. Estos problemas desataron posteriormente una bola de nieve de alta morosidad, que afectó primero a los pequeños bancos norteamericanos, luego a las grandes entidades y finalmente a todo el sistema internacional. Este temblor se atenuó posteriormente con el monumental socorro que los estados otorgaron a las entidades quebradas. El rescate de los bancos transfirió la bancarrota del sector privado a las finanzas estatales, creando un enorme déficit en las tesorerías. El grueso de los recursos públicos ha sido destinado a recomponer la rentabilidad de grandes bancos, que estaban fundidos y ahora exhiben altos lucros. Ese auxilio resucitó un festival de especulación. Mientras que la recuperación de los depósitos es lenta y no regenera el crédito productivo, hay numerosas burbujas en gestación. No solo rebotan los precios de las materias primas y los bienes raíces, también las monedas y los títulos de las economías intermedias están en la mira de los financistas. Estos manejos han sido incentivados por las multimillonarias bonificaciones que continúan percibiendo los directivos. Los banqueros aprovechan el clima de alivio para imponer un congelamiento de las iniciativas de control financiero. Los paraísos fiscales han sido maquillados, la penalización de los movimientos cambiarios quedó pospuesta y la supervisión de las transacciones financieras internacionales se mantiene en suspenso. Todos los gobiernos esperan los cambios que introducirá Estados Unidos en su normativa bancaria interna, para extender estas modificaciones al plano global. Con su típica impronta neoliberal, el FMI ha recuperado el manejo de los grandes temas. Los problemas que detonaron el estallido no solo persisten, sino que el gigantismo de las entidades ha sido potenciando con nuevas fusiones. Los bancos que "eran muy grandes para caer", ahora lideran una nueva secuencia de concentración. También resurgen las operaciones financieras desbocadas, apenas respaldadas por contratos de protección a los títulos amenazados por la cesación de pagos de sus emisores. La desaprensión por el riesgo vuelve a escena, a pesar de la creciente difusión de los malabarismos contables que realizan los bancos para ocultar sus quebrantos. Este disfraz ha sido también un hábito utilizado por muchos gobiernos (como Grecia o Portugal), para vulnerar las restricciones del endeudamiento, mediante contabilidades duplicadas. Los fraudes que salen a la superficie ya no involucran solo préstamos abusivos. Ahora se conocen las estafas premeditadas que realizaron los bancos, deformando datos y ocultando información. La crisis demuestra cuán virulento es el estallido que corona estas prácticas, ya que los mercados son ajenos a las fantasías de equilibrio, racionalidad y mesura, que proclaman los manuales de economía convencional. Cuando estalla un crack, los financistas se alistan en la primera fila de los prófugos que abandonan los papeles y las monedas en riesgo, para buscar alguna protección salvadora del estado. La vertiginosa reaparición de especulación ilustra el desarrollo que alcanzó la titularización. En últimos años los bancos se desprendieron de acreencias dudosas, creando un gran mercado de certificados empaquetados con riesgos diversificados. Esta distribución de papeles ha potenciado el desconocimiento de los montos en circulación y de sus posibilidades de cobro. La enorme variedad de bonos que inunda los mercados tiene incorporados seguros para hacer frente a esa ceguera. Como los financistas apalancaron sus transacciones -utilizando poco capital propio en comparación a la magnitud de los riesgos asumidos- se ha creado un incontrolable bazar de títulos. Los grandes bancos continúan lucrando con el incentivo a ignorar el riesgo, que generó la flexibilización de las normas bancarias. Esa desregulación permitió repartir los préstamos en una cadena infinitas de tenedores de títulos, socavando la preocupación por la cobranza. Esta desaprensión fue acentuada por la complicidad de las agencias verificadoras, que hicieron su propio negocio otorgando altas calificaciones a las entidades insolventes. Pero el creciente desconocimiento del riesgo crediticio es también un resultado directo de las transacciones con títulos derivados. En lugar de ordenar y proteger los mercados, la introducción de esas sofisticadas operaciones deterioró la administración del riesgo. Nuevamente se ha confirmado que la competencia entre los banqueros neutraliza cualquier perfeccionamiento del cálculo financiero. La crisis ha corroborado la presencia de una nueva hipertrofia financiera en un marco de gran sobre-acumulación de capital. Se repite lo ocurrido en las últimas décadas con las crisis desatadas por los mega-préstamos a los gobiernos del Tercer Mundo (1975-82), la comercialización especulativa con títulos variados (desde 1980) y el boom de transacciones bursátiles asentadas en exigencias de rentabilidad de corto plazo (desde 1994). Cada uno de estos ciclos desembocó en alguna crisis de envergadura. El aumento de las tasas de interés (1978) concluyó con el generalizado crack de las acciones (1987) y la etapa de enriquecimiento bursátil de los 90 fue cerrada con el colapso de las punto.com (2001). La conmoción en curso es un resultado de la euforia con derivados y transacciones inmobiliarias. Pero el actual estallido es más grave que las conmociones precedentes por su carácter global y su preeminente localización en las economías avanzadas. A diferencia de lo ocurrido en México (1982 y 1994), el Sudeste Asiático (1997), Rusia (1998) o Argentina (2001), el epicentro del reciente temblor se ubicó en Estados Unidos y se extendió rápidamente a Europa y Japón.

Del socorro al ajuste

Las consecuencias del rescate bancario sobre las finanzas públicas de las economías avanzadas son enormes. En Estados Unidos tanto la deuda pública como el déficit fiscal ha ingresado en un terreno de alto peligro. El mismo panorama se verifica en la Eurozona, con situaciones muy críticas en Grecia, España y Portugal. En Italia se multiplican los quebrantos y el déficit de Gran Bretaña sería inmanejable si el país no fuera un centro financiero mundial. Tampoco el desequilibrio de Francia es tranquilizador. La mitad de los países de zona del euro están amenazados por algún fantasma de default de sus pasivos estatales. Una situación semejante se vislumbra en Japón, cuya deuda pública se ubica al tope del rojo de los países industrializados. Este despegue del gasto público está alcanzando un techo que los acreedores cuestionan duramente. Los mismos bancos que provocaron el colapso ahora reclaman un ajuste, que asegure la cobranza de los títulos emitidos por el estado. Pero existe un gran debate en el establishment sobre el efecto que tendría un brusco recorte del sostén estatal a la economía, cuando la recesión no ha concluido y la recuperación apenas despunta. Nadie duda que en algún momento sobrevendrá el ajuste. Pero si el apriete es aplicado a destiempo, su impacto sobre la producción, el consumo y la inversión puede ser fatal. Hasta el momento predomina la política de mantener el socorro, ya que todas las economías se mueven al compás de los recursos aportados por el tesoro. En las cumbres del Grupo de los 7 prevalece una corriente favorable a continuar el auxilio, para evitar la contención anticipada del nivel de actividad, que se produjo en Estados Unidos en la entreguerras (1937) o en Japón durante la década pasada (1993). Pero el gobierno alemán encabeza a quiénes proponen comenzar cuanto antes el viraje hacia la austeridad. Un ensayo de la restricción ha comenzado en la periferia de Europa. El apretón que exigen los banqueros se verifica en Irlanda, Islandia y Letonia y se prepara en Grecia, Portugal y España. Allí se aplicará una reducción sin anestesia del déficit, con brutales medidas de despidos, reducción de los salarios, recortes del gasto social y contracción de la inversión pública. Los gobernantes y los acaudalados del planeta seguirán con atención el resultado de esta prueba para definir los pasos siguientes. Solo una fuerte reactivación inmediata (en V) -apenas mediada por alguna recaída (en W)- evitaría una aplicación del ajuste. Pero los principales datos de la coyuntura indican la preeminencia de un período de bajo crecimiento (en L). Hasta ahora la socialización de pérdidas no ha inducido una recuperación sólida del consumo o la inversión privada, en ninguna economía desarrollada. La crisis actual desató la recesión global más importante de las últimas décadas, con enormes frenos en la producción. Esta regresión encontró un piso a mitad del año pasado, pero el rebote hacia la recuperación no se ha consumado. El deslizamiento hacia la depresión que se verificaba en las principales potencias ha sido reemplazado por una situación inestable de la actividad productiva. El crédito no resurge, el consumo se mantiene contraído y persiste la ausencia de inversiones. En Estados Unidos los alivios en la esfera financiera no se trasladan a la actividad económica y los indicios de recuperación son muy tibios en Japón. El área más crítica se ubica en Europa dónde la moderada recuperación del motor alemán no se extiende al resto la región. La marcha de la economía mundial continúa determinada por la evolución de las tres regiones centrales que concentran dos tercios del PBI global. Los números de los países periféricos más pobres y dependientes de África, Asia o América Latina tienen escasa incidencia sobre el nivel general de la actividad productiva. Estas naciones han sido nuevamente sacudidas por una eclosión proveniente del exterior y padecen recortes de exportaciones, reducciones de remesas y disminuciones de la ayuda internacional. Pero la principal novedad de la crisis es la irrupción de un tercer bloque de países, que comienzan a oscilar entre los dos polos tradicionales del centro y la periferia. Por la magnitud de los recursos demográficos, naturales y militares que controlan o por su experiencia de dominación geopolítica han quedado situados en ese terreno intermedio. Los datos del 2008-2010 confirman este ascenso de las economías semiperiféricas. Han logrado sustraerse del vendaval, pero no podrían sustituir a las economías avanzadas como motor del PBI global. La atención general está centrada en el futuro de China. La nueva potencia asiática se mantuvo a flote durante la crisis, aunque con tasas de crecimiento inferiores a su media de los últimos tiempos. Preserva un nivel actividad que le permite continuar duplicando su producto cada ocho años. Pero habrá que ver si logra consumar el presagiado giro hacia un mayor consumo interno, en desmedro de las exportaciones. En el comienzo del 2010 la crisis global ha desembocado en una situación productiva muy desigual e inestable. Se frenó un desmoronamiento, sin dar lugar a la recuperación generalizada de los países centrales, aumentan las desventuras del Tercer Mundo y las economías intermedias se mantienen en carrera, sin sustituir la función motriz de la Triada (Estados Unidos, Europa y Japón).

Desempleo y sobreproducción

La gravedad de la crisis se verifica en la desocupación. La destrucción de puestos de trabajo persiste a un ritmo feroz en todas las economías avanzadas. La multiplicación de los despidos preanuncia que el nivel de parados será muy superior al total de contratados en la eventual reactivación. La tasa de crecimiento en Estados Unidos durante el año en curso debería alcanzar porcentajes impensable para bajar el índice de desempleo. Para volver al promedio precedente de parados se necesitaría un ritmo de actividad que nadie avizora. Luego de la última recaída (2001-2003) transcurrieron cuatro años hasta alcanzar la media anterior. Un problema subyacente es el impacto de la flexibilización laboral y la segmentación del mercado de trabajo. Las regresivas transformaciones han generalizado una despiadada competencia por empleos de mala calidad. Esta degradación constituye el aspecto más nefasto de una crisis, que amplifica la pobreza de los sectores sumergidos de la sociedad norteamericana. La misma falta de empleos ya alcanzó en Europa un dramático promedio y la falta de trabajo ha irrumpido como una terrible novedad en Japón. El desempleo es un efecto directo de la superproducción imperante en la actual fase contractiva del ciclo capitalista. La masa de productos lanzados al mercado supera ampliamente su nivel de adquisición. Este tipo de sobrantes irrumpe en todas las crisis periódicas de un sistema asentado en la competencia por el beneficio. Los desempleados son las primeras víctimas de este desequilibrio, puesto que la carencia de puestos de trabajo se expande junto al volumen de productos sin vender. Esa masa de excedentes determina un alto nivel de ociosidad de la estructura fabril, que a su vez recrea el paro. El volumen actual de excedentes supera el registrado durante el estallido del Sudeste Asiático de 1997. En esa oportunidad la sobreproducción de computadoras, chips y fibra óptica condujo a virulentas devaluaciones. Pero la desvalorización monetaria -como recurso de atenuación de los sobrantes- ha quedado limitada por el carácter global de la crisis. La plétora de mercancías que se observa en los mercados es un efecto de la competencia global por fabricar masas crecientes de productos con bajos salarios y menores costos. En la alocada carrera por introducir nuevos bienes, la oferta se ha desgajado de la demanda provocando fuertes desajustes. Los drásticos procesos de privatización, desregulación y apertura de las últimas tres décadas han potenciado este atosigamiento de mercancías invendibles. El incremento del comercio mundial por encima de la producción refuerza la competencia global y el aumento de la productividad por arriba de cualquier compensación salarial dificulta la colocación de los bienes.

Los desbalances mundiales

La crisis actual incluye un novedoso desequilibrio en la relación entre Estados Unidos y China. El sobre-consumo, el sub-ahorro y la sub-inversión del primer país coexisten con el bajo consumo, el sobre-ahorro y la sobre-inversión de la segunda economía. Un polo importa y digiere gran parte de los bienes que su contraparte fabrica y exporta. Al cabo de un vertiginoso proceso de reestructuración productiva, expansión de las empresas transnacionales y liberalización comercial, Estados Unidos se ha convertido en un gran mercado de productos elaborados en Asia. Los efectos de este desbalance se verifican en el déficit comercial, la expulsión de empleos hacia el exterior y la predilección de los capitales nativos por la inversión foránea. La contrapartida china de estos desequilibrios es un bajo nivel de consumo interior, en comparación a la magnitud de la inversión. El país ha podido preservar una elevada tasa de crecimiento en medio del vendaval global. Controla sus finanzas públicas, evita la convertibilidad de su moneda, acota el apalancamiento de los bancos y limita el endeudamiento familiar. Pero estos escudos en el plano financiero no se extienden al área comercial, donde predomina una alta dependencia de la demanda foránea. Toda la dinámica que asumió la economía mundial acentuó las asimetrías creadas por el déficit comercial norteamericano frente a los excedentes exportables de China. Las familias estadounidenses se han endeudado para consumir productos fabricados por el socio chino, en un circuito alimentado por las empresas transnacionales. Estas compañías han cumplido un papel de mediación estratégica entre ambos mercados y ahora afrontan las consecuencias de un modelo dañado. Los desequilibrios macroeconómicos globales que generaron los desbalances entre las dos potencias han sido determinantes de la crisis. Estos desniveles comenzaron a proyectarse también al interior del bloque asiático, desde que China se transformó en el principal contratista de la región. El superávit comercial de la potencia asiática con sus socios de Occidente, coexiste con cierto déficit en los intercambios con sus abastecedores de la zona. Este tipo de desbalances se verifica también al interior de la Unión Europea. El proceso de unificación del viejo continente estuvo caracterizado por una preeminencia exportadora de Alemania. Mientras que un anillo de economías vecinas quedó asociado a esta supremacía germana (Francia, Bélgica, Holanda), el grueso del continente padece los efectos de la dependencia comercial. Los más afectados por esta reestructuración (España, Grecia, Portugal) han quedado incluso sometidos a las terribles exigencias de ajuste de su socio. La crisis ha puesto de relieve la polarización existente entre países europeos comercialmente excedentarios y deficitarios. Los grandes desequilibrios en el comercio y las finanzas ya incidieron en la crisis mexicana (1994), brasileña (1999), rusa (1998), argentina (2001) y precipitaron la gran escalada de devaluaciones y ajustes comerciales que siguió a la convulsión del Sudeste Asiático (1997). La desconfianza de los acreedores hacia las economías que financian sus compras externas con alto endeudamiento precipita periódicas corridas contra los títulos y las monedas de los países deficitarios. Pero la gran novedad actual es la extensión de estas tensiones a Estados Unidos y a los países europeos. En la crisis actual los principales desbalances afectan a las grandes potencias y exigirán sacrificios de los pueblos de estas regiones. Pero la gravedad de los desequilibrios acumulados y el entrelazamiento mundial de capitales distinto origen, tornan muy complicada la atenuación de esos desniveles. Los economistas del establishment discuten varias alternativas, pero enfrentan un dilema semejante al recorte del socorro estatal a la economía. El problema no radica sólo en dónde ajustar, sino también cuándo hacerlo. Hasta ahora predominan genéricas convocatorias a reducir las desproporciones comerciales y financieras entre países, mediante el "rebalanceo" de las cuentas mundiales. El punto de partida de esta solución sería un aumento simultáneo del ahorro estadounidense y del consumo chino, para frenar la adición norteamericana al consumo desmesurado e incentivar el retraído gasto asiático. Pero no es sencillo resolver este desequilibrio en los hechos. Las ganancias que aportó a las empresas transnacionales el desenvolvimiento de la mundialización neoliberal se han basado en estos intercambios desproporcionados. Mientras que el alto consumo interior facilitó la recuperación hegemónica de Estados Unidos, la pujanza exportadora sostuvo el reingreso de China al capitalismo. Un giro norteamericano hacia el ahorro y un viraje asiático hacia el gasto interno pondrían en serios aprietos a este esquema. La superación de los desbalances globales va mucho más allá de un ajuste de políticas comerciales o financieras. Involucra cambios político-estratégicos, que son resistidos por los principales actores de la economía mundial. Estados Unidos no puede retrotraerse hacia el ahorro interno, sin afectar su liderazgo y China no puede sustituir a la primera potencia, como motor del consumo global. El gigante norteamericano ya no está en condiciones de dictarle a su principal socio los términos de un rebalanceo, pero tampoco su contraparte tiene fuerza suficiente para imponer su agenda. Esta contradicción determina la sucesión de conflictos que los economistas convencionales reducen a desavenencias de aranceles, tipos de cambio o tasas de interés. Con esta mirada no pueden captar el devenir de una crisis que está muy condicionado por desenlaces geopolíticos.

Supremacías y tensiones

La reacción de las distintas potencias frente al estallido financiero ha puesto de relieve la posición económica y el lugar político-militar de cada país en el orden mundial. En el momento más álgido de la crisis prevaleció la coordinación entre Estados Unidos, Japón y Europa. Predominó la decisión de salvar a los bancos con gasto público e intervención del estado y nadie actuó por las suyas violando esta agenda conjunta. Esta conducta reflejó el entrelazamiento del capital a escala mundial y la gravitación de las empresas transnacionales. Pero esas reacciones solo se observaron en los picos del temblor, ya que posteriormente reaparecieron los intereses contrapuestos. Lo más llamativo sido el papel predominante jugado por Estados Unidos. Hasta ahora exhibió mayor capacidad de respuesta frente a una crisis global originada en su territorio. A pesar de las posiciones perdidas en las últimas décadas, en la primera potencia se localizan todavía las mayores empresas transnacionales y el principal centro financiero del planeta. Esta incidencia explica parcialmente la predilección por el dólar y los Bonos del Tesoro como refugios. También esclarece el papel de Reserva Federal que actuó como Banco Central global, en contraste con las entidades japonesas que exhibieron sometimiento al padrino estadounidense y del Banco Central Europeo, que no adoptó medidas significativas en el debut de la eclosión. Pero la reacción estadounidense se explica también por la gravitación de su aparato estatal y su estructura político-militar. Este liderazgo se verificó en la Cumbre de la OTAN (Estrasburgo), que convalidó los operativos de terrorismo de estado implementados por la CIA, en el cónclave de 47 países (Washington) que aceptó la agenda nuclear establecida por el anfitrión y en el ultimátum contra Irán que Estados Unidos negocia en las Naciones Unidas. Estas tres definiciones en plena crisis financiera fueron avaladas por Europa y Japón, que aceptan la primacía militar norteamericana en su propio interés. El Pentágono actúa como garante de un orden capitalista global, que los protege frente a los dislocamientos geopolíticos y los brotes de insurgencia popular. Estados Unidos aprovechó este sostén de sus aliados para reforzar su ocupación de Irak y acentuar el despliegue de tropas en Afganistán. Obama mantiene sin cambios la política de guerra infinita contra el mundo islámico que desplegó su predecesor. La hegemonía bélica de la primera potencia no está amenazada por ningún candidato a tomar el comando imperial. Pero esa primacía es socavada por la resistencia que desatan los operativos del imperialismo. El Pentágono se ha metido en un pozo de invasiones que incluye matanzas de civiles y las catástrofes humanitarias. Solo la profesionalización de la guerra ha permitido a Estados Unidos silenciar la creciente oposición interna a estas acciones imperiales, mientras los gastos belicistas bloquean la implementación de reformas sociales significativas. La primera potencia mantiene el liderazgo imperial, pero ya no puede actuar con la soberbia unipolar de los años de Bush. Han aparecido muchas grietas en esa dominación y debe encarar complejas negociaciones con sus dos grandes adversarios geopolíticos (Rusia y China). Hasta ahora, aprovecha el comportamiento conciliador que han exhibido todas las economías intermedias durante la crisis financiera y logró la cooptación de varios países a la gestión global, mediante la extensión del viejo G 7 al nuevo G 20. Esta articulación ha permitido sostener el socorro a los bancos, asegurar el rol ordenador de la FED y apuntalar el resurgimiento del FMI. En ciertos planos la performance que asumen los BRICs parece desentonar con esta política que privilegia la asociación. Pero habrá que ver si este nuevo alineamiento logra consensos estratégicos o sufre una abrupta erosión. Todos los miembros de ese núcleo sufren tentadoras ofertas de alianza bilateral por parte de Estados Unidos. Es muy significativo que durante la crisis financiera China no dudara en priorizar su relación comercial-financiera con el gigante norteamericano.

Dilemas y resistencias

El epicentro de la crisis se ha trasladado a Europa. Si Japón fue la potencia más afectada por el contexto económico de los 90, el viejo continente se perfila como la principal víctima de la convulsión actual. Esta desventura obedece a que Europa ha perdido posiciones en la reestructuración global frente a sus competidores. El crecimiento de su productividad decae, su participación en el comercio internacional se reduce y soporta un significativo envejecimiento de su población. En la crisis global se ha verificado la precariedad política y la heterogeneidad económica de la Unión Europea. En los momentos críticos cada estado salió a defender a sus propios grupos capitalistas, expresando la ausencia de un capital genuinamente continental. Se ha verificado que la asociación está afectada por la estrategia de grandes empresas, que han internacionalizado su actividad a una escala más global que regional. Este sombrío clima ha reforzado el discurso de los neoliberales que atribuyen la "euro-esclerosis" a la subsistencia del estado de bienestar, ocultando la enorme involución hacia la desregulación laboral que ya se ha registrando en la zona. La construcción neoliberal europea ha impuesto paso a paso una flexibilización del mercado laboral con el visto bueno de los gobiernos socialdemócratas. La virulencia de la crisis en Europa desconcierta a muchos economistas, que atribuyen el terremoto a dificultades coyunturales creadas por la unificación. Afirman que la moneda común fue adoptada en forma prematura, objetan que el euro fuera introducido sin contar con una estructura de sostenimiento y señalan que el tratado de integración se realizó a destiempo, es decir sin convergencias previas de políticas fiscales y estructuras laborales. Otras caracterizaciones ponen el acento en la "política dogmática del Banco Central Europeo", que forzó altas cotizaciones del euro y elevadas tasas de interés. Pero estas caracterizaciones omiten las causas subyacentes de estos desequilibrios. Europa apenas intenta construir lo que Estados Unidos ya detenta desde hace varios siglos: una clase dominante homogénea y consolidada al frente de un estado común. Solo esta configuración permite a los poderosos actuar ante grandes crisis y desenvolver operativos imperialistas en el exterior. En un período de aguda competencia global, el Viejo Continente solo construye la estructura que su competidor ya tiene aceitada. La crisis permite igualmente refutar la imagen benevolente del capitalismo europeo, como un sistema solidario con los humildes. La reacción de los líderes de la Unión frente a los países más golpeados por la convulsión, no se diferencia en nada de las brutalidades que ha exhibido siempre el neoliberalismo anglosajón. Especialmente Alemania ha planteado exigencias de ajuste, en los mismos términos que utiliza el Fondo Monetario para lidiar con el Tercer Mundo. El atropello que se vislumbra en Grecia ilustra el alcance del recorte en marcha. Para justificar esta agresión se recurre a los argumentos de siempre. Se culpabiliza a los empleados públicos, a la corrupción y al gasto público, olvidando la gravitación que tienen las exenciones impositivas o la evasión en el quebranto fiscal. También España figura entre los principales candidatos al ajuste y ya soporta un explícito llamado a recortar los salarios y debilitar los sindicatos. Pero las clases dominantes del Viejo Continente carecen de un soporte continental confiable para implementar los atropellos sociales que preparan. No cuentan con respaldo político, ni legalidad o autoridad suficiente para sostener las medidas que adopta cada gobierno. La Unión Europea está corroída, además, por los intereses financieros divergentes de sus miembros y en los momentos críticos cada potencia prioriza el salvataje de sus propios deudores. Pero todos afrontan el dilema de salvar al deudor o ser arrastrados por su quebranto. Si optan por el socorro aumentarían su propia exposición, pero si los dejan caer podrían quedar sumergidos en un naufragio general. Solo el paso del tiempo brindará respuestas a estas disyuntivas. La Unión Europea debe lidiar con decisiones que involucran también a su futuro geopolítico. Según opte por abandonar a los países ahorcados o por rescatarlos con fondos comunitarios, la asociación quedará fortalecida, debilitada o dislocada. El comportamiento del euro seguramente anticipará cuál de estas alternativas predominará. Pero la tormenta global se ha situado en un continente con gran acervo histórico de luchas sociales. Ese legado se pondrá en juego en la batalla contra los proyectos capitalistas. Las clases dominantes apuestan a imponer sus atropellos, para relanzar otra fase de neoliberalismo. Durante el año pasado la reacción popular fue limitada por la sorpresa que generó la crisis, entre asalariados acostumbrados a la gestión negociada de las turbulencias económicas. La expectativa de frenar la ofensiva con tratativas de los sindicatos arbitradas por los estados contuvo el inicio de la protesta, en el agobiante contexto creado por el desempleo. Pero también influyen en las vacilaciones populares varias décadas de preeminencia ideológica conservadora. Como esta gravitación generalizó la simplificada identificación de la crisis con desgracias exclusivas del Tercer Mundo, el estallido financiero fue recibido en las economías avanzadas con estupor. Este desconcierto se reforzó posteriormente con el trato despectivo que los grandes medios de comunicación propinaron a los países más endeudados. La denominación burlona de PIGS ya no está destinada a naciones de África o Latinoamérica, sino a España, Grecia, Irlanda y Portugal. También el clima de respiro financiero que acompañó al socorro de los bancos permitió contener la respuesta popular. Pero el ajuste que inicialmente se pospuso finalmente ha llegado y comienza a generalizar la resistencia social. La experiencia latinoamericana podría resultar muy provechosa para los movimientos que encabezan la protesta en Europa. En el Nuevo Mundo los pueblos ya atravesaron por la dramática situación que hoy enfrentan los trabajadores del Viejo Continente. Hay un legado de formas de acción y proyectos alternativos que contribuirían a desenvolver la resistencia. Pero esta movilización también dependerá de las tendencias más estructurales que están aflorando.

Otro período, otras crisis

La crisis actual asume otra escala si su estudio es abordado considerando todo el período neoliberal. En este caso los desajustes coyunturales que provocan los capitales sobre-acumulados, las mercancías sobre-producidas y los bienes intercambiados en forma desproporcional, quedan inscriptos en desequilibrios estructurales más significativos. Estas contradicciones determinan las causas subyacentes de la crisis, que han sido generadas por las tensiones acumuladas durante dos décadas. Desde la mitad de los años ochenta la mundialización neoliberal introdujo cambios significativos en el funcionamiento del sistema, basados en la ofensiva contra las conquistas sociales y la expansión del capital hacia nuevos sectores (privatizaciones, educación, salud, pensiones) y nuevos territorios (ex-países socialistas). El sistema comenzó a operar en un contexto de creciente mundialización comercial, financiera y productiva. Esta mutación fue favorecida por el desenvolvimiento de una revolución informática, que generalizó el uso de las computadoras en la actividad económica, modificando los patrones de fabricación, venta y consumo de los bienes. La misma innovación brindó a los bancos un nuevo soporte para gestionar las finanzas. Es importante subrayar que estas transformaciones fueron implementadas en un contexto político de repliegue de los sindicatos y reflujo de las ideas anticapitalistas. La ideología neoliberal -propagada por los medios de comunicación que maneja el establishment- alcanzó una inédita difusión. Algunos analistas señalan que este nuevo modelo no logró suscitar aumentos de la producción y es muy vulnerable a las burbujas financieras. Pero esta caracterización no desmiente la existencia de un nuevo período. Cuestiona su grado de consistencia, pero no la vigencia de una etapa diferenciada. Estas coincidencias son mucho más importantes que las controversias sobre el grado de coherencia o tipo de contradicciones que presenta el esquema actual. Cualesquiera sean las evaluaciones sobre su futuro, es evidente que el neoliberalismo ha consumado un cambio sustancial en la dinámica del capitalismo. La comprensión de estas mutaciones es indispensable para captar su correlato en el terreno de la crisis. Los nuevos desequilibrios presentan una fisonomía diferente a sus equivalentes del siglo XX. Estas convulsiones incluían hipertrofia financiera, pero no mecanismos de titularización, derivados o apalancamientos creados durante dos décadas de internacionalización de las finanzas, desregulación bancaria y gestión bursátil de las grandes firmas. Lo mismo ocurre con la sobreproducción de mercancías. A diferencia de la norma anterior los excedentes actuales presentan un carácter global, resultante de la competencia por abaratar costos, localizando plantas en países con bajos salarios y alta explotación de la fuerza de trabajo. También los desbalances comerciales constituyen desproporcionalidades muy distintas a la etapa clásica de posguerra. Muchos analistas han tratado de esclarecer los desequilibrios actuales dirimiendo si se ha consumado o no, una nueva onda larga de crecimiento económico. Pero resulta tan difícil demostrar la reaparición del floreciente período de posguerra, como corroborar la simple continuidad de una etapa declinante. Los signos de la onda ascendente contrastan con la intensidad y reiteración de las crisis coyunturales en las últimas décadas. Pero la tesis opuesta de persistente declive, eterniza esa caída y desconoce el impacto del neoliberalismo en la reestructuración del capital. La discusión es más conceptual que empírica, ya que no existe un dato universalmente indicativo del perfil que asume un período. Un promedio de crecimiento elevado no tiene la misma validez para fines del siglo XX, que para la mitad de la centuria siguiente o el debut del siglo en curso. Lo mismo rige para las distintas zonas. El incremento del 5% anual del PBI, que se considera elevado para Estados Unidos es muy bajo para China. Lo importante es reconocer la existencia de una nueva etapa, que no tiene un correlato directo en el crecimiento productivo. La era de posguerra ha sido totalmente sustituida, sin dar lugar a otro período general de pujanza económica. La dinámica de la acumulación se alteró en forma sustancial, sin configurar un patrón nítido de evolución del PBI. Se ha creado un contexto muy heterogéneo, con fuertes desigualdades regionales y sectoriales, que mixturan prosperidad y estancamiento. Las formas que adoptan las crisis están esencialmente determinadas por este inédito marco. Los desequilibrios del período neoliberal difieren de las tensiones que afloraron en los años sesenta y setenta con el agotamiento del estado de bienestar. Son contradicciones resultantes de los nuevos problemas y no arrastres de las tensiones precedentes. Quiénes interpretan al estallido del 2008-2010, como otro peldaño de una larga turbulencia de cuatro décadas, observan continuidades dónde hubo rupturas. No registran que la crisis del modelo keynesiano fue cerrada con el ascenso neoliberal, que inauguró otro esquema con otros desajustes. Es importante notar estas singularidades para evitar la simplificada identificación del neoliberalismo con el estancamiento. El modelo en curso ha generado nuevas turbulencias porque también cobijó el resurgimiento parcial de la acumulación. Si el sistema hubiera languidecido los desajustes presentarían otro tenor. Las nuevas contradicciones estructurales se procesan en dos esferas, que afectan en forma simultánea de la demanda y la rentabilidad.

Realización y valorización

Los desequilibrios en la esfera del consumo son claramente perceptibles. Al recortar los salarios, expandir el desempleo y multiplicar la pobreza, el neoliberalismo provocó un deterioro de los ingresos populares, que afectó el poder de compra de los trabajadores. Por esta vía se generaron obstrucciones a la materialización del valor de las mercancías y reaparecieron las dificultades para realizar en los circuitos de venta, la plusvalía que los capitalistas extraen a los asalariados. Mientras que el modelo fordista incluía significativas compensaciones salariales al incremento de la productividad, el esquema neoliberal se basa en priorizar la competencia por reducir los costos salariales, creando una fuerte brecha entre el incremento de la producción y la capacidad de consumo. En las últimas dos décadas esta fractura se ha verificado en forma dramática en la miseria del Tercer Mundo y en el flagelo del hambre. Pero esta limitación del consumo no ha sido el dato dominante en el resto del mundo, ni la característica central del modelo vigente. Este esquema contrarrestó mediante diversos mecanismos la compresión de la demanda. Especialmente incentivó el consumo de las capas altas y medias de los países desarrollados, mediante compra de bienes prescindibles. El nuevo paquete de compras reemplazó las viejas adquisiciones indispensables por un gasto más voluble y adaptado al acortamiento del ciclo de vida de los productos. El nuevo esquema de compras se ha expandido junto al extraordinario incremento de la polarización social. En lugar de asociar el incremento de la demanda con mejoras del ingreso popular, el nivel de compras ha quedado encadenado al volumen del endeudamiento. Presenta también un sustento patrimonial, con compras inducidas en función de la riqueza acumulada por las familias bajo la forma de inversiones en bonos o acciones. La crisis de realización que generó el neoliberalismo ha sido parcialmente contenida con endeudamiento familiar. Este contrapeso permitió mantener el poder adquisitivo, a pesar del estancamiento de los salarios, el aumento del trabajo precario y la extensión del desempleo. Los trabajadores recurrieron al auxilio crediticio y con este flujo de préstamos se frenó la caída potencial del consumo. Pero como este incremento de los pasivos alcanzó cifras astronómicas, los asalariados han quedado transformados en clientes acosados por deudas. El agobio que generan los vencimientos financieros coexiste con los padecimientos que impone la explotación laboral. Mediante estos mecanismos compensatorios se mantuvo activa la demanda, en un cuadro de contracción de los ingresos populares. Este esquema de consumo se asienta, además, en una estructura distributiva altamente polarizada a nivel global. Esa brecha es un rasgo central del esquema imperante en las últimas décadas. La polarización global profundizó la segmentación del consumo, acentuando la intensidad potencial de los desequilibrios de realización. Pero estas fracturas fueron también compensadas por distintos caminos. En las últimas décadas se registró una expansión de la demanda, junto a la penetración del capital en los ex "países socialistas" y en las economías intermedias. Por esa vía importantes segmentos de la población saltaron un peldaño en la escalera del consumo, superando su vieja condición de adquirientes de productos básicos. En ciertos países muy poblados (como China e India) se forjó incluso una nueva clase media, que comienza a absorber mercancías de cierta sofisticación. De la misma forma que la producción de bienes de capital neutralizaba los ciclos de sub-consumo durante el siglo XIX, las nuevas formas de compra han morigerado la fragilidad potencial de la demanda que introdujo el neoliberalismo. Los mecanismos de endeudamiento, financiarización y consumismo cumplen un rol compensatorio, semejante al jugado por los mercados de equipamiento durante el capitalismo naciente. Estos contrapesos han impedido hasta ahora el estallido de los desequilibrios de realización. El comportamiento de la tasa de beneficio constituye otra contradicción estructural del esquema actual. La evolución de esta variable ha sido potencialmente socavada en las últimas décadas por la generalización de nuevas tecnologías, que disminuyen la gravitación porcentual del trabajo vivo, en que se sustenta la generación de la plusvalía apropiada por los capitalistas. Este proceso reproduce una tendencia intrínseca de la acumulación a deteriorar la tasa de beneficio, a medida que la inversión reduce la proporción del trabajo inmediato incorporado a las mercancías, en comparación al trabajo muerto ya objetivado en fábricas, maquinarias o materias primas. Este curso de la acumulación determina un aumento de la composición orgánica del capital, que a su vez contrae tendencialmente la tasa de ganancia, asentada en la plusvalía confiscada a los asalariados. Hay tres indicios de este incremento de la composición orgánica del capital durante las últimas décadas. En primer lugar, la inversión aumentó en forma muy significativa en las economías asiáticas, que se transformaron en el nuevo taller global de la industria contemporánea. Este grado de capitalización explica por qué razón afloran con tanta fuerza las situaciones de sobre-capacidad industrial en esas regiones, cuándo se contrae el comercio mundial. El mismo incremento de la proporción de maquinarias en relación a la mano de obra se ha verificado, en segundo lugar, en todas las zonas y sectores asociados con la actividad de empresas transnacionales. Estas compañías han liderado el aumento de la productividad, mediante una intensa informatización del proceso productivo. El impacto de la informática sobre la tasa media de productividad ha suscitado fuertes discusiones entre los economistas. Pero cualquiera sea el alcance de esa transformación es indudable que induce una reducción de la plusvalía directamente generada por el trabajo vivo. El tercer indicio de este proceso es la destrucción de empleos que genera la creciente incorporación de tecnologías capital-intensivas. El virulento incremento de la desocupación es la manifestación visible de este cambio. A medida que se expande la automatización, la pérdida de empleos supera en cada recesión la creación posterior de puestos de trabajo. Con las nuevas tecnologías, la contratación de trabajadores por unidad de capital invertido es invariablemente menor. Los tres procesos en curso de alta inversión externa de empresas transnacionales, revolución informática y desempleo estructural han aumentado la composición orgánica del capital y el consiguiente deterioro porcentual de la tasa de ganancia. Sin embargo, numerosas investigaciones coinciden en subrayar que este nivel de rentabilidad se ha mantenido elevado desde mitad de los años ochenta. Estas evaluaciones indican que la recuperación de la tasa de beneficio que acompaña al neoliberalismo se ha mantenido, a pesar de todos los procesos in- ternos de la acumulación que empujan hacia la caída de esa variable. Tal como ha ocurrido con los desequilibrios de realización, las fuerzas que contrarrestan el deterioro de la valorización del capital han frenado esa declinación. Otra contradicción central de modelo actual continúa gestándose sin llegar a la superficie. Este contrapeso fue logrado, ante todo, mediante el incremento de la tasa de explotación. Hubo un contundente estancamiento de los salarios impuesto por la flexibilización laboral, la presión del desempleo y la pobreza de amplios segmentos de la población. El abaratamiento de materias primas ha sido otro factor compensatorio de la caída de la tasa de ganancia, que tuvo una evolución más contradictoria. Durante la mayor parte de la etapa neoliberal esta depreciación fue significativa, pero tendió a revertirse en el último quinquenio. También ha registrado un comportamiento disímil la desvalorización de capitales obsoletos, que constituye el principal factor de contrapeso a la disminución tendencial de la tasa de beneficio. Bajo el neoliberalismo operó un proceso contrapuesto de socorro estatal a los empresarios en quiebra y reorganización de las firmas menos competitivas. En general, se verificó una importante limpieza de capitales, que dio lugar a depreciaciones de capital constante y a depuraciones de empresas obsoletas. La secuencia de bancarrotas y fusiones son ilustrativos de esta cirugía. A diferencia del capitalismo clásico, en la época actual el estado interviene directamente en el proceso de depuración de las empresas. Muchas firmas son estatizadas y reorganizadas, antes de ser nuevamente privatizadas. La secuencia de valorización-revalorización del capital se consuma a través de esta mediación estatal. Es muy discutible cuál ha sido la magnitud de este proceso, pero todo indica que ha sido suficiente para preservar la recuperación el lucro empresario durante las últimas dos décadas. Hasta ahora todos los ciclos del período neoliberal se han procesado sin afectar la recuperación estructural de rentabilidad. La gran incógnita de la crisis actual es si pondrá fin a esos contrapesos. Una repetición de lo ocurrido con los torbellinos anteriores conduciría a impactos severos en ciertos países, pero no a un crack general. La convulsión sería sucedida por cierta descompresión hasta el próximo desplome. Esta dilación requeriría otro período de sobrevida del consumo financiarizado en las economías intermedias, para compensar la contracción de ventas en el Primer Mundo. También exigiría el sostenimiento de la tasa de beneficio con mayores atropellos sociales, dada la incierta perspectiva de los precios de las materias primas y de los procesos de depuración empresaria. Si por el contrario la crisis coyuntural converge con los desequilibrios acumulados durante las últimas dos décadas, la crisis asumiría un alcance mayúsculo. Quedaría afectado todo el esquema de ofensiva contra el trabajo, la primacía de las empresas transnacionales y la expansión geográfico-sectorial del capital. Este desplome pondría de relieve las contradicciones creadas por la mundialización neoliberal y podría presentar los rasgos deflacionarios de la Gran Depresión o las modalidades inflacionarias de los años setenta.

Ortodoxos y heterodoxos

Los debates sobre la crisis han concentrado la atención de todos los economistas. Los neoliberales ya dejaron atrás su desconcierto inicial y recitan nuevamente la mitología del capitalismo eterno. Consideran que este sistema retomará su marcha floreciente, luego de corregir las imperfecciones que desencadenaron el transitorio desplome financiero del 2008-2010. Pero este tipo de fábulas han perdido credibilidad. Es evidente que la magia del mercado no remonta espontáneamente las crecientes recaídas de la economía. Además, ya no es tan fácil encubrir los terribles padecimientos sociales que rodean a esas convulsiones. A medida que los ajustes se tornan más virulentos, el mensaje neoliberal pierde argumentos, encuentra menor auditorio y se torna más pragmático. También los heterodoxos exoneran al capitalismo, con sus propuestas de regulación financiera y supervisión de los bancos. Atribuyen exclusivamente la crisis al descontrol de las finanzas y proponen enmendar esta inoperancia con reglamentos y puniciones a los movimientos especulativos. Estiman que estas normas permitirán encarrilar la economía, si se reinstalan segmentaciones operativas en la actividad financiera con cierta primacía de la banca pública. Otras propuestas añaden el desmantelamiento de los grandes bancos y una restricción de operaciones que reduzca la gravitación de los inversores institucionales, en los mecanismos del capitalismo patrimonial. En los momentos más álgidos de la crisis, estas medidas fueron discutidas en las cumbres presidenciales. Allí se consideró reformar el FMI para reafirmar su rol supervisor del capital financiero internacional. También se ha evaluado la introducción de una tasa Tobin, para acotar los trastornos que genera la vertiginosa movilidad de los fondos circulantes. Pero con el alivio que siguió al socorro estatal, estas propuestas han perdido predicamento en las cúpulas del poder. Las convocatorias a la regulación siguen en carpeta, pero nadie obstruye la continuada preeminencia del liberalismo financiero. La prohibición de los paraísos bancarios ha pasado a segundo plano, junto a la prometida supresión de las bonificaciones a los directivos. Sin embargo la sola intención de introducir ciertas restricciones a la actividad de los bancos ha desatado una fuerte presión de Wall Street, que mantiene bloqueado un proyecto para limitar el tamaño de las entidades y transparentar los riesgos involucrados en las operaciones con títulos complejos. También se propone introducir alguna protección a los pequeños tenedores de bonos y otorgar poder a los accionistas para limitar los premios de los ejecutivos. Pero hasta ahora existe poca predisposición del establishment norteamericano para implementar estos cambios. Algunos teóricos heterodoxos cuestionan la impotencia gubernamental frente a estas presiones. Despotrican contra la insensibilidad de Wall Street y la corrupción de Washington, pero no indagan las razones que condujeron a reemplazar el añorado modelo de posguerra por la desreglamentación liberal. Especialmente ignoran el papel que asumió la propia competencia entre los bancos, en la primacía de este curso. Esa rivalidad es una característica del capitalismo, que invariablemente socava las regulaciones estatales. La propia expansión de los negocios incentiva este deterioro, a medida que aumenta la búsqueda de nuevas fuentes de provisión crediticia. Los determinantes capitalistas de la hipertrofia bancaria son desconocidos por todos los analistas que fetichizan las regulaciones y desconocen el basamento social de estas normas. Como suponen que el estado es una institución neutra al servicio de la sociedad (y no de las clases dominantes), vislumbran a los reglamentos como un equitativo paraguas que cubre a la comunidad (sin favorecer a los poderosos). En los genéricos elogios a futuras regulaciones financieras nunca se aclara quién será beneficiado y afectado por estas reglas. Se omite explicar, que si favorecen a los banqueros no implicarán cambios significativos y si apuntalan a otros sectores (como los industriales), abrirán una pugna competitiva para la recomposición ulterior del poder financiero. Los keynesianos más afamados se han resignado al funcionamiento regresivo del capitalismo. No solo convalidan la gravitación de los banqueros, sino que aceptan la tormentosa expansión del desempleo. Esta actitud los sitúa muy lejos de la "eutanasia del rentista" y muy cerca de las posturas conservadoras. Su apoyo al socorro estatal de los bancos es un ejemplo de esa adaptación. Esta orientación actualiza el patrón de estrategias macro-económicas, que en la postguerra adoptaron en común los keynesianos y los neoclásicos. Esas convergencias se repitieron posteriormente, mediante regulaciones adaptadas a los principios del libre-mercado y políticas anticíclicas amoldadas a los criterios neoliberales.

¿Capitalismo humano?

Otras vertientes heterodoxas discrepan con esa confluencia y proponen una remodelación progresiva del capitalismo, mediante la reducción de la desigualdad. Convocan a revertir el modelo anglosajón a favor de un esquema socialdemócrata para sustituir el neoliberalismo financiero por algún relanzamiento productivo. Ciertas versiones de este enfoque sugieren introducir de inmediato medidas de protección de los grupos más afectados por la crisis (frenar desalojos, aumentar el seguro de desempleo, introducir un ingreso mínimo universal), junto a refor- mas sociales (especialmente en salud y educación) que permitan restablecer el destruido estado de bienestar. Otros postulan recrear el espíritu del laborismo y la estrategia de la economía mixta. Estas visiones no ocultan su nostalgia por el esquema que naufragó en los años setenta. Pero convocan a resucitarlo sin explicar las causas de su hundimiento. Cuestionan en forma simultánea al liberalismo y a la gestión colectivista, destacando el carácter fallido de ambos experimentos. Pero olvidan agregar que la estrategia socialdemócrata fue ensayada en mayor escala durante gran parte del siglo XX. No se entiende por qué razón exceptúan a ese esquema de las grandes frustraciones de la centuria pasada. Muchas de estas vertientes comparten la expectativa de humanizar al capitalismo. Consideran que este sistema perderá su impronta brutal, a medida que las reformas sensibilicen a las elites que comandan el sistema. Pero este tipo de llamados nunca encuentra eco entre los altos funcionarios de los estados. Estos directivos suelen amoldar el sistema a las cambiantes necesidades de las clases dominantes. Propician acotadas mejoras sociales en los momentos de gran descontento popular y anulan estas reformas en los períodos de reflujo de la resistencia. Lo mismo ocurre con las regulaciones financieras. El capitalismo incorpora ciertos controles que abandona cuando se diluyen las tensiones. Lo que torna imposible la gestación de un "capitalismo humano" es la continuada rivalidad por el beneficio. La búsqueda de este inalcanzable objetivo conduce a la dilapidar las energías transformadoras de la población. Un sistema asentado en la explotación del hombre por el hombre no puede ser humanizado, ya que vulnera el principio básico de la convivencia entre individuos. Mientras que la competencia por la ganancia impide generar relaciones de cooperación, la ambición por el lucro impone una despiadada cultura de arribismo, egoísmo y darwinismo social Estos pilares del sistema explican también la periódica recreación de esquemas regulados y liberales. Cuando el principio de la rentabilidad es afectado por el primer curso se abre una traumática sustitución hacia el segundo y en condiciones inversas opera la tendencia complementaria. La compulsión de los dominadores a agredir a los trabajadores constituye un rasgo intrínseco del capitalismo y no un defecto exclusivo del modelo anglosajón. La conducta conservadora que adoptan los socialdemócratas cuando asumen el gobierno es una prueba contundente de esta dinámica.

La degradación ambiental

Una tercera dimensión histórica de la crisis en curso ha comenzado a emerger con la misma contundencia que se presenta la convulsión, a escala coyuntural y estructural. La expresión más visible de ese plano es el trastorno ecológico. Ya hay numerosas reflexiones que vinculan la crisis económica global con el desarreglo climático, pero pocos análisis resaltan el origen capitalista de ambas convulsiones y el alcance histórico que presenta la destrucción de la naturaleza. El desastre climático desborda los desequilibrios corrientes del capitalismo. El dramático impacto del calentamiento global es incluso reconocido por los escépticos, que durante años relativizaron la gravedad del problema. La contaminación ha obligado a presidentes, ministros y ejecutivos a discutir cómo se reduce la emisión de gases y de qué forma se reemplaza a los combustibles fósiles. El tema es abordado por las clases dominantes ante el agravamiento de las sequías, los tsunamis, las inundaciones, los ciclones y el aumento del caudal de los ríos. La propia noción de cambio climático -que evoca una transformación gradual del medio ambiente- no expresa la vertiginosa destrucción de la biodiversidad. En los últimos años el deshielo de los glaciares del Ártico y el incremento del nivel agua en las costas del Sudeste Asia provocaron una brusca aceleración del deterioro ambiental. Existe gran coincidencia en pronosticar que traspasado cierto punto, estas trasformaciones tendrían un efecto irreversible. La emisión de dióxido de carbono se consuma a un ritmo que supera el volumen de gases que el planeta puede reabsorber. Esta desproporción va forjando una huella ecológica de creciente dimensión. Todos los cálculos de esa biocapacidad para reproducir las condiciones de la vida presentan resultados más alarmantes. Es completamente falso atribuir este deterioro a la "irresponsabilidad de los hombres", "al olvido de la naturaleza" o a las "manipulaciones de la ciencia". La crisis ambiental es consecuencia de un sistema social asentado en el apetito por el lucro. Durante más de 200 años la competencia por la ganancia provocó la aniquilación de los recursos naturales, sin alterar la continuidad de la acumulación. Esta reproducción ha quedado amenazada en la actualidad. El desarrollo capitalista se basa en una matriz energética de combustión de los recursos no renovables (primero carbón, luego el petróleo), que junto a la deforestación y la emisión de gases han desencadenado el recalentamiento global. La utilización del medio ambiente natural como un simple insumo de la acumulación ha conducido a la demolición progresiva de ese entorno. El patrón de rentabilidad indujo también a descartar un desarrollo de la energía solar, que hubiera protegido a la naturaleza. Cuándo el carbón y el petróleo empezaron a escasear se desenvolvió el sustituto nuclear con efectos potencialmente más catastróficos. En las últimas décadas el neoliberalismo acentúo estos descalabros, al propiciar una sobreproducción de mercancías basada en la utilización creciente de materias primas. La liberalización de los intercambios, la mundialización del transporte, la producción just in time y el incremento de la urbanización han acentuado el sobreuso de los recursos naturales. Particularmente nocivos son los agrofertilizantes y los agrocarburantes. El neoliberalismo oxigenó al capitalismo socavando los pilares materiales del sistema. Este deterioro se consumó en la carrera por aumentar la productividad reduciendo costos, incrementando la velocidad de circulación del capital y acortando el ciclo de vida de los productos. La propia dinámica de la valorización conduce a vulnerar los límites de la naturaleza. El capitalismo se desenvuelve como una fuerza devoradora. Promueve un crecimiento ilimitado que desconoce las restricciones energéticas y materiales. Esta depredación ha sido muy visible en la utilización del petróleo. En tan solo un siglo (1930-2030) se ha dilapidado el grueso de las reservas de ese combustible. El capitalismo trata a la naturaleza como una externalidad cuyo costo debe ser reducido sin reparar las consecuencias del drenaje. Absorbe crecientes cantidades de todos los recursos omitiendo su escasez potencial. Pero como no puede desenvolverse sin sustentos materiales esa destrucción afecta su propia continuidad.

Compromisos bloqueados

Los principales gobiernos discuten desde hace años alguna salida al deterioro ecológico. Pero todas las posibilidades de acuerdos han sido bloqueadas por la invariable negativa de las potencias a cargar con el costo de atenuar el desastre. No logran conciliar la meta de reducir el calentamiento (evitar un aumento de la temperatura de 0,7 a 2 grados centígrados por encima de 1850). Al ritmo actual de emisiones podrían incluso irrumpir escenarios más dramáticos (4 o 6 grados), si no se suscribe algún compromiso para disminuir la generación de los gases corrosivos. El impacto recesivo de la crisis global es visto por muchos economistas como una oportunidad para comenzar esa reducción, aprovechando la caída del nivel de actividad. Pero nadie encuentra la forma de concertar un acuerdo entre los países avanzados, que provocan el 70% de la contaminación y cargan con la responsabilidad histórica de la degradación ambiental. Para rescatar a los bancos las principales potencias acordaron rápidos auxilios, pero para salvar al planeta no exhiben la misma urgencia. La dimensión de las contradicciones en juego determina estas diferencias. Existe una vasta experiencia de intervencionismo estatal para lidiar con las crisis financieras, pero nadie sabe qué hacer frente a la convulsión climática. En este terreno solo predominan los interrogantes. La reunión de Copenhague fue un retrato de este impasse. Concluyó peor de lo esperado, con total ausencia de objetivos o cronogramas para reducir las emisiones. Tampoco se definió como se distribuiría, financiaría o controlaría un eventual acuerdo. Solo se consensuaron mecanismos de intercambio de información. El gran problema de esta parálisis radica en que la permanencia por debajo de los 2 grados del calentamiento, no se improvisa. Se requieren iniciativas que ningún gobierno está dispuesto a instrumentar. Estados Unidos sigue apostando a trasladar el descalabro a la periferia, potenciando la injusticia climática. El mayor impacto del desastre ambiental recae desde hace años sobre los pueblos con menor responsabilidad en el problema. Las grandes sequías y contaminaciones azotan a los países que tienen escasa incidencia en la combustión global. Pero como se demostró durante la catástrofe del Katrina el desastre también golpea en las puertas de los países desarrollados, afectando especialmente a la población más humilde. La política imperial de trasladar a la periferia un problema planetario tiene poca viabilidad. Estados Unidos bloquea cualquier tratado global por una simple razón: con el 5% de la población mundial utiliza el 25% de los recursos petroleros. No acepta cargar con el ajuste que le correspondería. Frustró las conferencias de la ONU (1992) y se negó a ratificar el primer convenio de restricción de las emisiones (Kyoto 1997). El gigante del Norte tiende a establecer a veces alianzas con Europa y Japón contra las economías intermedias y en otras ocasiones tantea acuerdos inversos. Obama parece empeñado en recuperar el terreno que perdió Bush frente a sus rivales de la tríada, en la carrera por desenvolver tecnologías verdes. Como tarde o temprano habrá que poner en práctica alguna iniciativa, Estados Unidos se prepara para ejercer el arbitraje global. La forma en que Obama encara las tratativas ilustra el grado de continuidad que mantiene con su predecesor. Abandonó el coqueteo con varias iniciativas ecológicas y volvió a darle oxigeno al lobby de los 25 estados norteamericanos que producen carbón. A diferencia de la Unión Europea, ni siquiera restringe el incremento de las emisiones. Pero no será gratuito seguir pateando para adelante alguna solución. El problema se agrava día a día, especialmente desde que las negociaciones desbordaron a la Tríada. China se ha convertido en un emisor del mismo porte que Estados Unidos (cada uno es responsable del 22% del total de gases) y se resiste a limitar su crecimiento o a considerar controles externos sobre sus emisiones. También Rusia e India son partícipes importantes de la contaminación (5% cada uno) y Brasil pesa como gran absorbente potencial del calentamiento. Pero todo indica que el tema permanecerá en total irresolución, hasta que alguna devastación mayor impacte sobre los centros imperiales. El Katrina ya situó a una localidad estadounidense, en el nivel de tragedia que se vive desde años en el Océano Pacífico, Birmania o Bangla Desh. Sin embargo esta advertencia ha sido insuficiente. Para fijar un techo al incremento anual de las emisiones se requieren drásticas medidas de limitación de la competencia capitalista y de moderación del derroche consumista. Solo un desmoronamiento ambiental más virulento induciría a la adopción de esas iniciativas.

Capitalismo verde

La calamidad ambiental ha sido tradicionalmente ignorada por los economistas ortodoxos, que están incapacitados para comprender estos trastornos. A diferencia de los científicos que han seguido detalladamente la evolución del problema, oscilan entre la negación y el escepticismo. No pueden percibir el deterioro del medio ambiente desde el momento que excluyen a la naturaleza de su abordaje de la economía. Los teóricos neoclásicos consideran que ese cimiento opera como sustento de una ilimitada circulación de flujos mercantiles. Por eso desconocen la existencia de un conflicto entre la valorización del capital y su soporte material. En lugar de reconocer las contradicciones que oponen a estas dos dimensiones, imaginan una compatibilidad espontánea que permitiría el crecimiento irrestricto. Los ortodoxos suponen que el mercado puede resolver cualquier anomalía de la ecología y como razonan en horizontes de corto plazo se despreocupan por las perturbaciones del futuro. También ignoran los temas ambientales por simple insensibilidad ética frente a las tragedias humanas de la periferia. Los neoliberales afrontan la degradación ambiental con el optimismo vulgar que han mostrado frente a la crisis financiera. Suponen que ambos procesos son pasajeros y serán espontáneamente superados por algún equilibrio de la oferta con la demanda. Pero si el entrecruzamiento de estas dos variables no alcanza para remontar las recaídas de la economía, no se entiende como podrían aportar algún remedio al descalabro ambiental. El grueso de los economistas heterodoxos espera soluciones de algún logro tecnológico. Las principales expectativas están puestas en los nuevos usos de la energía nuclear y en los alimentos genéticamente modificados. Con argumentos malthusianos, atribuyen la degradación ecológica al incremento de la población o a erróneos modelos de industrialización. Una versión muy popular de este enfoque apuesta a la disipación de la contaminación, mediante la reconversión automotriz eléctrica, olvidando el agravamiento del problema que genera la propia fabricación de esos vehículos. La carrera que ha comenzado por la búsqueda de tecnologías verdes opera como un factor de contaminación. Esta competencia incentiva, además, la multiplicación de aprendices de brujo que experimentan con innovaciones riesgosas. Esta improvisación introduce amenazas suplementarias, al terrible costo de mantener el sistema social que origina el colapso ambiental. Los keynesianos coinciden con sus adversarios neoliberales en el intentar de salir del laberinto ecológico con proyectos de capitalismo verde. El principal mecanismo que avizoran es un mercado de emisiones, que penalizaría a los contaminadores y premiaría a los protectores del medio ambiente. Las versiones más ingenuas de esta propuesta estiman que su implementación será gratuita. Suponen que no exigirá inversiones desmedidas, ni reducirá el crecimiento. Los más cautelosos condicionan en cambio este éxito, a la superación de los desacuerdos entre potencias que impiden la instrumentación de los bonos ecológicos. La aparición de estas iniciativas confirma que la degradación ambiental no será superada con leves impuestos al uso del petróleo o el carbón, ni con proyectos aventureros de captura e inyección del carbono en sitios de almacenamiento. También corrobora que las salidas individuales son inefectivas. Es obvio que no tiene sentido promover el uso bicicletas, mientras se acelera la construcción de autopistas. A medida que los efectos de la contaminación se acentúan, decrece el margen para instrumentar paliativos (como limitar la deforestación) y aumenta la necesidad de reducir drásticamente la emisión de gases. Los proyectos de capitalismo verde rehúyen estas exigencias con ilusiones mercantiles. Los ejemplos más corrientes de esta ensoñación son las campañas conservacionistas, que impulsa el ambientalismo capitalista. Intentan demostrar que la polución será superada, transformando a la ecología en un gran negocio para el "desarrollo sustentable". Especialmente las grandes empresas transnacionales están empeñadas en publicitar ahorros de energía, comidas orgánicas y experimentos con fuentes solares. Con estos mensajes buscan mercantilizar cualquier abordaje del descalabro climático. Pero solo con fanática idolatría por el régimen vigente se puede suponer que el capitalismo verde resolverá los desequilibrios ambientales, mediante energía limpia, vehículos ecológicos o bonos de contaminación. Es evidente que un mercado de créditos de ese tipo incrementaría la polarización mundial. Si cada país intercambia compromisos de preservación ambiental en proporción a sus espaldas financieras, las economías desarrolladas tenderán a desentenderse del problema, descargándolo sobre la periferia. Este propósito de los capitalistas de la Tríada coexiste con su intención de frenar la industrialización de ciertos países dependientes, para convertirlos en un campo de deshechos de las fábricas metropolitanas. La concreción efectiva de cualquier proyecto de capitalismo ambiental enfrenta otros obstáculos mayúsculos. Se requeriría cierta organización global de la inversión, para penalizar las ramas consumidoras de energía en favor de los sectores ahorradores y se necesitaría reorientar las finanzas hacia el crédito en tecnologías verdes. También habría que introducir una política impositiva internacional de eco-tasas, para favorecer la transición hacia alguna norma de consumo que reemplace los hábitos actuales por alguna selectividad verde. Las barreras que bloquean la implementación de estas estrategias son incontables. El impedimento más obvio es la ausencia de un poder global, capaz de imponer estas políticas de concertación a las empresas rivales de las principales potencias. Tampoco es sencillo generar las condiciones de rentabilidad requeridas para el shock inversor de semejante reconversión. El capitalismo ha registrado varias mutaciones de gran alcance en el pasado, pero no se avizoran por el momento las condiciones para un viraje de este tipo.

Crisis de civilización

El colapso ambiental presenta una dimensión superior a los temblores coyunturales (típicos de la acumulación) y a las crisis estructurales (específicas de cada etapa del capitalismo). Por esta razón no se equipara con la eclosión financiera del 2008-2010, ni con los desequilibrios que generó el neoliberalismo en las últimas dos décadas. El alcance histórico del desastre ambiental se mide por su impacto sobre el futuro de la sociedad humana. Si el calentamiento global continúa profundizando la huella ecológica, podría desatar un descalabro que dejaría atrás todas las convulsiones conocidas. La devastación de la naturaleza no genera simplemente otro deterioro social. Introduce una forma de corrosión que puede demoler los pilares de la vida colectiva. Todo proceso de valorización es intrínsecamente depredador del medio ambiente y afecta los basamentos materiales de la reproducción económica. La compulsión competitiva vulnera siempre los límites del entorno, pero nunca amenazó tanto al patrón crecimiento vigente desde hace dos centurias. Los cimientos de este esquema han quedado severamente cuestionados. El desastre ambiental tiende a quebrar los equilibrios ancestrales, que permitieron construir sociedades basadas en el intercambio del hombre con la naturaleza. Acompaña la irrupción de otros fenómenos que rompen estructuras inmemoriales de convivencia humana. La urbanización contemporánea es un ejemplo de estos cataclismos. Por primera vez en la historia, más del 50% de la población mundial ha quedado aglomerada en atosigados e ingobernables centros ciudadanos. La envergadura de la conmoción ambiental ha tornado muy corriente su identificación con una crisis de época o de civilización. Ambos términos aluden a dos rasgos del problema: su magnitud y multiplicidad. Cuándo se realza las potenciales consecuencias del desastre, predomina el primer sentido y cuándo se destaca la convergencia del trastorno climático con el temblor financiero (o la tragedia alimentaria), prevalece el segundo significado. Las distintas caracterizaciones de la crisis civilizatoria suelen enfatizar uno u otro plano. Pero todas resaltan la amenaza que afecta a la propia supervivencia de la especie humana. En este sentido la debacle ambiental presenta semejanzas con el escenario de demolición humana, que irrumpió con la aparición de las armas nucleares. El desastre ecológico es civilizatorio, desde el momento que involucra contradicciones seculares. Expresa, además, tendencias destructivas que escapan al control de los beneficiarios del régimen actual. Los propios capitalistas no pueden manejar los efectos que genera la primacía de la ganancia sobre cualquier otro parámetro social. Este comportamiento "zombie" ilustra como las monstruosidades del sistema agobian a sus propios creadores. La continuidad del capitalismo puede desembocar en un desastre sin retorno. Las crisis históricas siempre han implicado enormes destrucciones de recursos. El capitalismo nació demoliendo a las civilizaciones circundantes y nunca pudo sustraerse a los grandes cataclismos. Se gestó durante los siglos XVII y XVIII con el pillaje de la acumulación primitiva y la expropiación de los campesinos. Introdujo un terrible nivel de devastación entre las poblaciones originarias, que sufrieron la apetencia de músculos, sangre y oro de los conquistadores. En esa época se registró la mayor masacre demográfica de la historia. Durante la era colonial el sistema se expandió con el crimen de la esclavitud, que impuso la involución del continente africano y bloqueó el desarrollo endógeno de todas las regiones subordinadas a las metrópolis. Finalmente el capitalismo maduró en la centuria pasada con la tragedia de dos guerras mundiales, que ocasionaron la muerte de millones de individuos, en la mayor carnicería organizada que ha sufrido el género humano. La debacle ambiental puede inscribirse en esta secuencia de colapsos mayúsculos, que han rodearon a cada período del capitalismo. Nadie sabe cuál es la escala del peligro actual, como tampoco eran previsibles las distintas tragedias del pasado. Pero tomando en cuenta esos precedentes, no son exageradas las advertencias de una posible hecatombe ambiental.

Temporalidades discordantes.

La crisis histórico-ecológica está enlazada con el estallido financiero coyuntural y con las tensiones estructurales del neoliberalismo, pero sigue una trayectoria temporal autónoma. Procesa desequilibrios que no están sujetos a la periodicidad del ciclo corto o a las fluctuaciones largas. Únicamente en su maduración, las tensiones ecológicas podrían conectarse en forma directa con los desajustes inmediatos de la acumulación o con las tensiones de la etapa. Pero ciertos vínculos ya cobran forma a través de dos efectos de la mundialización neoliberal: la sobreproducción de mercancías y la sub-producción de los insumos, requeridos para sostener la nueva escala de productividad global. La penuria de abastecimientos comienza a verificarse en numerosas ramas y refleja la depredación acumulativa que ha sufrido el medio ambiente. La escala de este ahogo es por el momento desconocida, pero el agotamiento de los recursos naturales generado por la producción sobrante, ya es indicativo de la gravedad del desarreglo actual. Esta combinación de producción excedente y recursos faltantes introduce una fractura de consecuencias imprevisibles sobre la dinámica de la acumulación. Los desequilibrios clásicos de realización y valorización, comienzan a operar sobre una plataforma natural seriamente dañada. Pero estos cruces entre la crisis coyuntural, estructural e histórica no diluyen la dinámica diferenciada de estos desequilibrios y su procesamiento en ritmos discordantes. La convulsión del capitalismo es múltiple y sus diversas aristas no se han amalgamado. Es cierto que la eclosión financiera expresa una quiebra del capital, entrelazada con signos de debacle ambiental. Sin embargo este proceso se desenvuelve como una tendencia, que no se tradujo hasta ahora en convergencia temporal de las tres conmociones. ¿El temblor financiero del 2008-2010 marcará el inicio de esta confluencia? Por el momento ese empalme constituye solo una hipótesis. La catástrofe ambiental continúa asediando al capitalismo como una amenaza en ciernes. Mantiene una discordancia paralela a los trastornos coyunturales de las finanzas, la producción y el comercio, que no han hecho eclosionar los desequilibrios estructurales del neoliberalismo. El capitalismo contemporáneo está afectado por una sucesión variada de conmociones, que se desenvuelven sin fusionarse en una crisis convergente. La tendencia a ese empalme ha sido un ingrediente explosivo de todas las conmociones de las últimas décadas, que vuelve a cobrar relevancia en la crisis actual.

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