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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.15 no.1 Bernal ene./jun. 2011

 

RESEÑAS

Éric Michaud, La estética nazi. Un arte de la eternidad. La imagen y el tiempo en el nacional-socialismo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2009, 397 páginas

 

Las cruces esvásticas proliferanV en las librerías como enV ninguna otra parte. SuelenV funcionar como eficaz reclamoV en las portadas de losV numerosos textos de todo tipoV sobre el período nazi, y la delV libro de Michaud no es unaV excepción. Más allá delV entendible interés histórico porV conocer mejor un momentoV clave del siglo xx, parece claroV que persiste algún tipo deV atractivo por, al menos, algoV del paisaje visual que dejó elV régimen más siniestro de laV historia humana, en cuyaV configuración se aliaron lasV concepciones más retrógradasV con increíbles audaciasV modernistas.
El tema de Michaud es el recurso al arte de la ideología y la práctica nacionalsocialistas, en las que aquél jugó un papel central, como quizá no ocurrió en ninguna otra dictadura moderna. Los motivos son, acaso, conocidos; el primero de ellos fue el de las veleidades artísticas del propio Führer, miserable acuarelista en su juventud, que frustró su aspiración de convertirse en el mayor arquitecto de su época para abocarse a proyectar, en contrapartida, un Reich milenario. Los planes de construcción de una ciudad a su medida terminó compartiéndolos con Albert Speer, una extraña y muy influyente personalidad.
Al concentrar sus facultadesV en la modelación de un Estado histórico, Hitler no hacía sino
encarnar la metáfora, que se remonta a los griegos, del gobernante-escultor de hombres y de realidades políticas todavía informes. Más allá de la violencia que ejerció, buscó su legitimación política como salvador y en tanto genio artístico supremo (una variante, para Michaud, del derecho divino). La gravitación moderna de esta concepción incluyó, a su modo, también a la urss. Como sostuvo Boris Groys,1 Stalin se consideraba el artífice de una obra de arte total, el socialismo, y su tarea superaba por ello todas las realizaciones estéticas particulares, las cuales debían, por supuesto, subordinarse a ese gran objetivo creador.
Hitler se ocupaba personalmente de la orientación estética de las artes visuales, de los festivales de Bayreuth (en Wagner reconocía su único precursor) y hasta realizó, en 1932, el primer boceto para orientar a Ferdinand Porsche en el diseño del que quizá sea su legado modernista más perdurable: el Volkswagen, al que imaginó con la forma de un insecto, según relata Michaud, y que el lenguaje popular, en efecto, acabaría denominando escarabajo (Käfer). El auto del pueblo estaba pensado para que las familias alemanas poblaran esos kilómetros de autopistas que el régimen construía en el país. Después del hundimiento del Tercer Reich, que nunca logró fabricarlo en serie, terminó siendo el modelo producido durante más tiempo, y todavía siguen apareciendo nuevas versiones. Hitler admiraba a Henry Ford porque sus productos, accesibles para los trabajadores, abolían las diferencias de clase.
El diseño industrial no ocupa en este estudio más lugar que el de esa mención ocasional. En el relato que ofrece Michaud, tampoco se atiende al cine (al cual, dada su importancia, Siegfried Kracauer le consagró un clásico trabajo,2 no registrado en este libro), o a los medios de comunicación como la radio (apenas se cita una arenga del Führer a sus ingenieros: "¡Trabajad por el lanzamiento de la televisión, y trabajaréis por la victoria completa y sin retorno de la Idea nacional-socialista!"). Se incluyen, en cambio, algunos análisis de las coreográficas concentraciones de masas, hitos del régimen atentamente producidas con la colaboración de Speer, un arquitecto especializado en iluminación que más tarde fungió como cerebro logístico de la guerra (para ambos roles son reveladoras sus conversaciones con Gitta Sereny, nunca mencionadas aquí).3
También la teoría estética constituye en este libro un tema lateral en contraste con el interés por los usos del arte, al que se entiende de manera tradicional: pintura, escultura, aunque también fotografía, una disciplina que, en el período, superó las realizaciones de la plástica, sometida a un canon neoclásico asociada a los contemporáneos motivos del arte estalinista, con el que jamás se buscan comparaciones. En la arquitectura pública, señala Michaud, un eclecticismo estilístico se decidía según la función: neoclasicismo para los templos, vidrio y cemento para las fábricas.
El núcleo de La estética nazi es un análisis de la redescripción pagana en la que los nazis habrían fusionado elementos provenientes de distintas mitologías: la griega y la nórdica, pero, en primer lugar, la cristiana. La investigación se centra básicamente en el discurso de Hitler -Cristo alemán y artista de Alemania- y en el de sus adláteres y más prominentes ideólogos, todos ellos movidos por un inmenso respeto romántico a los poderes del arte, y algunos, incluso, aficionados o practicantes.
Goebbels, proveniente también de la bohemia, fue dramaturgo y escribió una novela autobiográfica (Michael, 1929); Göring saqueó museos y residencias impulsado por pulsiones entre criminales y coleccionísticas, y una cantidad de profesores se pusieron al servicio de la adulteración de imágenes, del adoctrinamiento de artistas y de una reescritura de la historia del arte europeo en exclusivos términos germanizantes. El nazismo fue una cultura eminentemente visual, afirma Michaud, y confiaba más en las artes plásticas que en la fotografía o en la palabra. Los discursos de Hitler eran performáticos; en Mein Kampf argumentó en favor de una "demostración por la imagen" ante las masas. Es que las imágenes aceleraban pasionalmente a la multitud mientras que la oralidad y los textos introducían confusión. Por eso, un decreto de 1936 firmado por Goebbels llegó a prohibir la crítica de arte autorizando sólo "informes artísticos" que no pusieran en cuestión el impacto emocional directo.
Bajo Hitler, la concepción dominante sobre el arte era, por cierto, instrumental. Pese a toda la retórica sobre su sublimidad, heredera de una precedente religión burguesa del arte, Hitler repudiaba el arte por el arte ("judío y homosexual") pues no servía para la formación de un "hombre nuevo" sano y nórdico. Si bien Michaud incluye consideraciones sobre el notable poeta Gottfried Benn, adicto al régimen, y el célebre escritor Ernst Jünger, demasiado aristocrático y conservador para doblegarse ante la chusma dirigente nazi, su estudio refiere principalmente cuadros y esculturas prototípicas como las de Arno Breker. Para el nspd, estas obras debían ser, ante todo, socialmente eficaces para la consagración y la difusión de unos ideales que ponderaran el poder redentor del trabajo y del combate viril, así como el culto a la vida doméstica y al papel reproductor de las mujeres. Las imágenes eran útiles en la medida en que exaltaban el modelo físico ario, mostraban a Alemania como la única heredera del espíritu griego y, al mismo tiempo, extendían nociones moralizadoras y racistas. En cuestiones artísticas, señala Michaud, Hitler se mantuvo formalmente fiel a las concepciones de la academia que lo había rechazado (¿cómo hubiese sido el mundo si la de Viena lo hubiera aceptado?), pero las aplicó al sueño de una nueva y superior naturaleza humana cuya consecución era una misión de alemanes. Se trataba de realizar el neoclasicismo en la naturaleza, no sólo en el arte, noble instrumento para un objetivo superior.
La estética nazi, asegura Michaud, se valía de un lenguaje religioso impregnado de nociones escatológicas. Hitler encarnaba el corpusmisticum comunitario y pretendía conducirlo a la redención nacional tras una serie de humillaciones históricas. Combinaba para ello un romanticismo ideológico reaccionario con un estilo visual epígono del neoclasicismo, si bien recargado de temas específicos basados en sueños de grandeza: la exaltación del trabajadorartista- soldado, la fijación de un canon de belleza arianizado, la adoración del Führer, la promoción del sacrificio individual por la comunidad y del amor por el paisaje patrio.
Los nazis rechazaban los vanguardismos por motivos desde estéticos hasta políticos y racistas. Hoy son célebres las muestras de vanguardia tituladas "Arte degenerado" (y, en vista del poder concedido al arte, también degenerante). Las hicieron circular por el país para mostrar los extremos de degradación a los que la influencia judeo-bolchevique habría arrastrado a la pura y original Kultur alemana. Con el fin de combatir dicha infección, casi paralelamente se inauguró una "Casa del arte alemán" en Munich (1937) -nueva Atenas, a la vez capital del "movimiento" y del arte- donde cada año (y ya desde 1933), para los festejos del "Día del arte alemán", se organizaban grandes desfiles de carrozas alegóricas secundadas por trajes típicos o de época. Es claro que el nazismo no fue ajeno al Kitsch telúrico y provincial, pero este hecho no lo abarca por completo. El componente antisemita resultó, desde luego, esencial en la producción de una identidad a través del arte: Alemania fundaba Kultur mientras que otros pueblos se limitaban a transmitirla, o bien, como los judíos, directamente la socavaban y por ello debían ser combatidos.
El relato de Michaud recae frecuentemente en digresiones moralistas o condenas redundantes. Sus mejores momentos son aquellos en los que busca conectar la mentalidad nazi con el espíritu alemán anterior a Hitler y con una mística vaciada en un molde cristiano, del que se copiaban rituales pero cuya autoridad espiritual se intentaba sustituir por una religión nacional. Con sus encuadres históricos no pretende dar una explicación exhaustiva de la concepción artística del nacional-socialismo; antes bien, trata de considerarla un fenómeno contextualizado y no sólo una excepción histórica súbita e inexplicable. Michaud rastrea motivos ideológicos afines en el pensamiento de derecha francés; la selección de los "más aptos", por ejemplo, fue parte del ideario que difundía el científico emigrado a los Estados Unidos Alexis Carrel, muy popular en la época. Tanto el radical nacionalismo como la inclinación neoclásica de la estética del Tercer Reich se hallaban también vinculados a un cierto clima de ideas vigente en la Europa del momento.
Algo más peculiar fue que Hitler se consideraba a sí mismo, ante todo, como un artista cuya alta vocación acabó postergada por atender al llamado de la salvación patriótica. Como se cuenta en la monumental biografía de Kershaw (Michaud apenas la cita, y alaba, en cambio, la de Fest), en medio de las negociaciones sobre la cuestión polaca, y antes de la invasión que desencadenaría la guerra, Hitler conversó con un funcionario británico: "Y acabó la entrevista con un comentario patético: él era por naturaleza un artista, no un político, y una vez que estuviese resuelta la cuestión polaca acabaría su vida como un artista".4

José Fernández Vega

CONICET /UBA

Notas

1 Boris Groys, Obra de arte total Stalin, Valencia, Pre-textos, 2008.         [ Links ]

2 Siegfried Kracauer, De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán, Barcelona, Paidós, 1994.         [ Links ]

3 Gitta Sereny, Alfred Speer. Su batalla con la verdad, Barcelona, Ediciones B, 2004.         [ Links ]

4 Ian Kershaw, Hitler. 1889-1936, Barcelona, Península, 2000, vol. i, p. 221.         [ Links ]

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