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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.26 no.2 Bernal nov. 2022  Epub 05-Nov-2022

http://dx.doi.org/10.48160/18520499prismas26.1352 

Obituario

Horacio González. (1944-2021)

Sebastián Carassai1 

1 CONICET / Universidad Nacional de Quilmes

Entre la historia y el mito

El 22 de junio de 2021 falleció, en Buenos Aires, Horacio González. Nacido en la misma ciudad el 1° de febrero de 1944, se graduó en sociología en 1970 y obtuvo el título de doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de San Pablo en 1992. Profesor universitario desde 1968, enseñó en varias universidades del país y dictó numerosas conferencias en casas de estudios del extranjero. Entre varias distinciones que recibió, en 2012 le fue otorgado por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba el premio José María Aricó.

Un texto in memoriam sobre González, como figura intelectual del último tercio del siglo XX y de lo que va del siglo XXI, no debería omitir mojones biográficos (como su crianza en el barrio de Villa Pueyrredón de la ciudad de Buenos Aires o su exilio en Brasil durante la última dictadura militar), políticos (como su participación en las cátedras nacionales creadas a fines de los sesenta, en la revista Envido a comienzos de los setenta o en el colectivo de intelectuales Carta Abierta, formado en 2008), ni los relativos a su perseverante actuación en el ámbito cultural (desde la revista El Ojo Mocho, que fundó a comienzos de los años noventa, hasta su labor como director de la Biblioteca Nacional, entre 2005 y 2015). Si ese texto se abriera a la memoria de quienes transitaron cerca suyo una parte de su vida, no debería, en mi caso, dejar de recordar su carisma para suscitar la formación de grupos (a veces en torno a un programa de lecturas, otras sin otro fin que el de cultivar la amistad), la generosa irresponsabilidad con la que incitaba a los novatos a publicar sus primeros ensayos, la disposición a escuchar hasta al último de los participantes de una jornada, sin importar sus credenciales, o la conversación semanal hasta caídas las persianas del bar La Cigüeña, frente a la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, en la calle Marcelo T. de Alvear. En una revista como Prismas, dedicada a la historia intelectual, sin embargo, corresponde considerar conjuntamente su obra, presentar sus temas principales y reparar en algunas de las ideas que la recorren, aun sin la pretensión de ser exhaustivos (por ejemplo, no abordo aquí su tardía incursión en la novela ni los numerosos libros colectivos que compiló).

Horacio González escribió decenas de libros, desde breves trabajos durante su exilio para la Editora Brasiliense (tres de los cuales, dedicados a Marx, a la Comuna de París y a Camus, fueron publicados en español por la editorial Gorla, en 2006, bajo el título Los asaltantes del cielo. Política y emancipación) hasta monografías y voluminosos ensayos, en su mayor parte referidos a temas nacionales. Creo que no es ceder a la ilusión teleológica -riesgo presente cuando leemos textos pretéritos desde nuestro presente informado por el tiempo posterior- afirmar que en sus primeros trabajos publicados al regresar de Brasil puede identificarse una cualidad que ya no abandonaría. Menos en la La realidad satírica. 12 hipótesis sobre Página 12 (Paradiso, 1992), mucho más en La ética picaresca (Altamira, 1992), resultado de su tesis doctoral, las “evocaciones enlazadas” que componen el texto dan cuenta no tanto de un ámbito de problemas como de un modo de pensar (las comillas son del prólogo que González escribió para la reedición de este último libro, en 2017, por Terramar). Uno para el que la literatura, la filosofía y la ciencia social confundían sus fronteras hasta volverse imperceptibles.

Es probable que haya sido su interés en otro tipo de borramiento de límites el que lo llevó a escribir, poco después, El filósofo cesante. Gracia y desdicha en Macedonio Fernández (Atuel, 1995). Lo que veía de revolucionario en la obra de Macedonio era que se sostiene en una visión de los estados de la percepción que anula toda relación y ubicación y que, solapadamente, anticipa la discusión, que tanto le interesaría, sobre las bases del procedimiento científico. En esta misma clave puede leerse su Arlt. Política y locura (Colihue, 1996). Porque la interpretación que allí elabora de Roberto Arlt hace descansar la fuerza de su literatura en la idea de que una causa no se justifica en lo justo de sus propósitos sino en el triunfo de sus metas. La imposibilidad del juicio ético, aun ante el horror, corolario de esa interpretación, da cuenta, otra vez, de un desdibujamiento de límites, ahora entre política y locura.

En Restos pampeanos: ciencia, ensayo y política en la cultura argentina del siglo XX (Colihue, 1999) retoma algunos de los temas anteriores, suma nuevos, y explicita su apuesta intelectual, varias veces deslizada a lo largo del libro. Si la crítica americana, o “acaso toda forma cultural”, escribe, se debate entre “la crítica del mito y el rescate del mito”, la apuesta de González se jugará detrás de lo segundo, en una búsqueda por recuperar “la energía íntima de la historia en una predestinación laica, en una fuerza truncada que pugna por reaparecer como envío emancipador o como promesa olvidada que todo presente debe reactualizar” (p. 168). En la combinación de las nociones de pampa, representación literaria de la idea de la Argentina proyectada al futuro, y restos, lo que queda de los textos que hablaron sobre ella, cifra el anhelo de “refundar la justicia sobre la base de una memoria argentina emancipada” (p. 13). Como ese chef que hace pasar al cliente a su cocina, González confiesa haber escrito el libro de un modo “desesperante y nervioso”. La asfixia cultural que un sector de la intelectualidad argentina experimentó en los años menemistas, con todo lo que implicaron en el terreno de la reformulación de las instituciones públicas (y en especial, de las universidades), explica en parte ese modo y aquel anhelo. Pero solo en parte.

González, como otros intelectuales de su generación, miraba la realidad social y política argentina desde la atalaya de la revolución truncada. La lectura que hace de los textos de Ingenieros, Ramos Mejía, Ameghino, Martínez Estrada, Lugones, Astrada, Borges, Viñas y los de las izquierdas marxistas y peronistas en Restos pampeanos busca identificar líneas de estilo y enlazar ideas que contribuyan a reponer en el horizonte “la revolución soñadamente justa” que “le estaba señalada” a la sociedad argentina (pp. 13-14). De ahí que su crítica a buena parte de la producción académica fuera mucho más que el resultado de un malestar con procedimientos y rutinas a los que siempre fue refractario. Lo que subyacía a esa producción era, para él, el “problema esencial” de la “ilustración argentina” (p. 209): el permanente trabajo de la historia contra el mito, el deseo de una historia sin mitologías. Tulio Halperin Donghi, historiador que inspiraba en González tanto respeto como insatisfacción, fue blanco recurrente de esta crítica, a veces reproduciendo los mismos párrafos ya publicados en escritos anteriores, como si buscara que el lector no la pasara por alto. El mismo filón crítico puede encontrarse en su tratamiento de las ideas de “invención”, que aborda a propósito de Nicolás Shumway, de “comunidad imaginada”, de Benedict Anderson, o del “mortal ‘efecto Foucault’” (p. 423) en las ciencias sociales de la Argentina. Una nación no solo es más que lo que puede derivarse de esas tesis, piensa González, es incluso otra cosa, y si se renunciara al mito, esa búsqueda quedaría obstruida. Buena parte de su obra puede leerse bajo este empeño de llevar adelante una especie de crítica de la razón histórica pura, desarticulada pero persistente, cuyo último fin era mostrar que el mito sobrevive cualquier intento desmitificador y que la nación, como problema, es inaprensible para la visión desacralizadora.

Creo que González no abandonó esa convicción que anima Restos pampeanos. Luego de un libro de inspiración filosófica como La crisálida. Metamorfosis y dialéctica (Colihue, 2001) -en el que reflexiona sobre dos modos antinómicos de pensar la transformación: el impulsado por fuerzas extrínsecas y siempre abrupto, la metamorfosis, y el generado a partir de un cambio interno y siempre gradual, la dialéctica-, el ciclo de conferencias que publicó bajo el título Retórica y locura. Para una teoría de la cultura argentina (Colihue, 2002) revisa aspectos de la trayectoria de algunas ideas en la Argentina, como la de simulación, en un difícil contrapunto con la cultura filosófica francesa. Los autores argentinos se reiteran (aquí y en otros libros): Ramos Mejía, Echeverría, Macedonio, Ingenieros. Quizás en las palabras con las que despidió a su amigo Oscar Landi, al año siguiente de publicar este libro, pueda intuirse por qué. Landi no era, escribió elogiándolo, “un olvidadizo de aquello que se lee en un tiempo y de alguna manera inexpresable regula todos los demás tiempos de nuestra vida”. Complementando Restos pampeanos, la tesis que atraviesa estas conferencias es que habría una originalidad, incluso una autonomía, en el modo en que en la Argentina distintos exponentes del ensayo nacional abordaron sus temas, por más universales que fueran. Los enlaces que lleva a cabo (por ejemplo, entre Vida del Chacho, de José Hernández, y Operación Masacre, de Rodolfo Walsh) no están unidos por un tiempo histórico (casi noventa años separan uno de otro), sino por lo que allí llama su “peso ontológico”, su posible inscripción en una retórica emancipatoria.

Dueño de un estilo inconfundible e inimitable acerca del cual él mismo ironizaba, cultivó un pensamiento que tendía a representarse la realidad bajo la especie de un drama o, menos a menudo, de un enigma, e hizo del lenguaje el terreno por excelencia de la lucha social y política. En Filosofía de la conspiración: marxistas, peronistas y carbonarios (Colihue, 2004) exploró la doble faz de una de esas palabras capaces de significar una cosa y su contrario. Conspiración, así, significa armonía en el plano de la intimidad y amenaza en el ámbito del Estado, el “soplar juntos” inmanente a su etimología y la desconfianza respecto de lo común que se impuso como su significado más extendido. Pero en ese desplazamiento en el que una palabra comenzaba, de repente, a significar su contrario, González sospechaba “el sino de toda palabra y de toda lengua”. Si en Retórica y locura afirma que “hay locura en la retórica”, en Filosofía de la conspiración propone que toda palabra se quiere unívoca pero se traiciona, esto es, que la lengua conspira contra sí misma. El tema del libro, entonces, es la conspiración en la lengua, la intuición de que lo que congrega a una comunidad no es diferente de lo que la amenaza. Ese es el núcleo trágico que el libro explora, desde el Plan de Operaciones, atribuido a Mariano Moreno, hasta los escritos de John William Cooke.

La lengua es también centro de la interpretación de una obra intelectual en Paul Groussac. La lengua emigrada (Colihue, 2007), escrito junto con Patrice Vermeren, y vuelve a serlo, de otro modo, al examinar una figura política, en Perón. Reflejos de una vida (Colihue, 2007). La lengua, lo dicho y escrito por Perón, es aquí reverso de lo carnal, metáfora de lo material. La intuición detrás de esta exploración es que la palabra en la historia argentina, en este caso la de Perón y los peronismos, en ocasiones transmuta en materia: ya no habla de los hechos, sino que es ella misma los hechos (por ejemplo, la sentencia de Perón de 1974 “sin que todavía haya tronado el escarmiento”). La idea que recorre este libro es que la fuerza del peronismo, su capacidad para sobrevivir, debe mucho a su retórica. Más que una ideología, el peronismo habría sido un “operador lingüístico que tenía a su disposición la misma cantidad fija de sentencias, a ser empleadas con signos diversos sin cambiarse su forma o contenido” (p. 51). Revisita aquí objetos de análisis pasados, ahora a la luz de la nueva hipótesis. La apuesta de Restos pampeanos sigue en pie; lo que ahora interesa es analizar la relación de “los íconos del peronismo” con “la peculiaridad del mito” (p. 49). El peronismo de la posdictadura, de Alfonsín a Kirchner, es materia de El peronismo fuera de las fuentes (Universidad Nacional de General Sarmiento / Biblioteca Nacional, 2008), un texto basado en memorias y apuntes personales impregnado más que otros de su simpatía por el peronismo entonces en el gobierno.

Polemista filoso, “amigo de las amenas peloteras del espíritu”, como escribió sobre sí mismo, protagonizó debates públicos, algunos de los cuales alcanzaron una repercusión singular en el mundo académico, como el que mantuvo con Horacio Tarcus en torno a la Biblioteca Nacional -su visión de ese conflicto puede leerse en su Historia de la Biblioteca Nacional. Estado de una polémica (Biblioteca Nacional, 2010)-. A las polémicas que juzgaba centrales para entender la nación argentina y a sus ecos en la literatura y en la historiografía argentinas dedicó el libro Lengua del ultraje. De la generación del 37 a David Viñas (Colihue, 2012). El duelo, el honor, la injuria y otras figuras del ultraje componen una trama hilvanada por polémicas: Echeverría y De Ángelis, Alberdi y Sarmiento, Mitre y López. Los escritos son abordados como si en determinadas circunstancias adquirieran vida propia, “al margen del mundo histórico al que pertenecen”. Protagonistas de funciones honoríficas, los textos relativos a tres fusilamientos (el de Liniers y sus aliados en 1810, el de los basurales de José León Suárez en 1956 y el de Aramburu en 1970), por ejemplo, llevan a González a preguntarse por la secreta especie trágica que comunica uno con los otros. El mito, aquí, yace en el “grito interno” de los escritos que analiza.

En Borges. Los pueblos bárbaros (Colihue, 2019), el tema es Borges como mito nacional, aun a sabiendas de que ese modo de leer a un autor que conocía muy bien se parecía a “manejar un camión ruidoso” (p. 13) fuera de moda por una carretera en la que abundan las novedades. Revisa allí tanto la obra de Borges como la crítica social y la crítica erudita que ella motivó. Parece moverlo la intuición de que, en la obligación estética de desdeñar las mitologías, Borges construye las propias. Unos años antes, en El acorazado Potemkin en los mares argentinos (Colihue, 2014), a propósito de Echeverría, Lugones e Ingenieros, entre otros, había vuelto a plantear la pregunta a cuya respuesta afirmativa dedicó buena parte de su esfuerzo intelectual, referida a si existían fuerzas sociales capaces de reactualizar el mito. Esa fue su apuesta, su fe laica.

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