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Recial

versión On-line ISSN 2718-658X

Recial vol.13 no.22 Córdoba dic. 2022  Epub 08-Dic-2022

http://dx.doi.org/10.53971/2718.658x.v13.n22.39625 

Tema Libre

Provincia y novela en los inicios literarios de Elvira Orphée: Dos veranos (1956)

Elvira Orphée and her literary beginnings: province and novel in Dos veranos (1956)

Soledad Martínez Zuccardi1 
http://orcid.org/0000-0001-8858-1281

1 Universidad Nacional de Tucumán, Argentina, msoledadmartinezzuccardi@gmail.com

Resumen

A partir del poco estudiado primer libro de Elvira Orphée (Dos veranos, 1956), el artículo reflexiona acerca de los inicios literarios de la autora, llamando la atención sobre dos audaces apuestas de su entrada en escritura: la elección de un género (la novela) y de un espacio (la provincia). Revela el carácter pionero y singular de esas orientaciones inaugurales -que tendrán sus continuidades en la obra posterior de Orphée- en relación con dos variables contextuales: el incipiente auge de la narrativa escrita por mujeres y la también incipiente aparición de un conjunto de novelas sobre Tucumán. El análisis se detiene en el espacio representado en Dos veranos: un universo precario signado por el tedio, las carencias, la rabia, la humillación. Propone que, lejos de todo idilio regionalista, la novela despliega un examen crítico de la provincia y de quienes la habitan (personajes muy complejos, plagados de matices). La provincia está directamente ligada en el texto con la carencia lingüística: el protagonista y otros personajes no pueden hablar porque no cuentan con las palabras, en el marco de un desigual reparto lingüístico-territorial en un país de centros y periferias.

Palabras clave: Elvira Orphée; escritoras argentinas; novela; provincia; inicios literarios

Abstract

Taking into account Elvira Orphée’s barely studied first book (Dos veranos, 1956), this article reflects on the author’s literary beginnings. It reveals two strong decisions made initially by Orphée, which will draw a continuity with her subsequent work: the choice of a genre (novel) and a space (the province). The article points out the pioneering character and the originality these choices exhibit in relation to two contexts: the incipient rise of narrative written by women in Argentina and the also incipient publication of a group of novels about Tucumán. The analysis focuses on the way the space is represented in Dos veranos: a precarious universe marked by tedium, deficiencies, anger, humiliation. It is proposed that, far from regionalism and idyllic visions, the novel unfolds a critical examination of the province and of those who inhabit it (complex and nuanced characters). The province is directly linked in the text to the lack of language: the protagonist and other characters cannot speak because they do not have the words, in a context of an unequal linguistic-territorial distribution in a country of centers and peripheries.

Keywords: Elvira Orphée; argentinian female writers; novel; province; literary beginnings

Dos veranos (Sudamericana, 1956), el primer libro de la escritora argentina Elvira Orphée (Tucumán, 1922-Buenos Aires, 2018), recibe una elogiosísima reseña en la revista Sur a poco de su aparición. Rosa Chacel, autora de la reseña, lo celebra como un libro raro, extrañamente nuevo, y no duda en calificarlo de “magistral” (1957, pp. 111-117). Sin embargo, la novela parece caer luego en el olvido. Pasan más de cincuenta años hasta que Dos veranos vuelve a ser editada, en 2012, por Eduvim, en la valiosa colección “Narradoras argentinas” dirigida por María Teresa Andruetto, Juana Luján y Carolina Rossi.

La relativamente poco abultaba bibliografía crítica sobre la obra de Orphée no se ha detenido en este primer libro. Los estudios al respecto se ocupan con mayor amplitud, en cambio, de Aire tan dulce, la tercera y más difundida novela de la autora (Moctezuma, 1983; Díaz, 1985; Loubet, 1986; Pobutsky, 2002; Peltzer, 2003; Mena, 2013, 2020; Martínez Zuccardi, 2020, 2021) y, en menor medida, de La última conquista de El Ángel (Bastos, 1978; Tompkins, 1993; Mena, 2020), del volumen de cuentos Las viejas fantasiosas (Slaughter, 1996; Jurovietzky, 2007; Barbero, 2021), de Ciego del cielo (Tompkins, 1993; Mena, 2020; Andradi, 2007), La muerte y los desencuentros (Tompkins, 1993) y En el fondo (Calás de Clark, 2007).1 El examen de tales estudios -no todos de carácter específico: algunos aportan breves señalamientos sobre la obra de Orphée en el marco de análisis más generales o bien en relación con otros autores y autoras- revela, por otra parte, que Orphée concitó mayor interés en el extranjero que en su provincia y su país, y que solo de modo reciente ha comenzado a ser estudiada en relación con el corpus de la literatura de Tucumán. En efecto, el nombre de la autora había sido históricamente excluido en los estudios clásicos sobre la literatura de la provincia y de la región del noroeste argentino, como he mostrado en un artículo anterior. Allí planteo que esa curiosa recepción crítica local está ligada al vínculo problemático (entre la fascinación y un despectivo rechazo) que une a Orphée y su obra con la provincia natal (Martínez Zuccardi, 2020).

Esta reciente y renovada atención crítica se desenvuelve en sintonía con un proceso de recuperación emprendido en los últimos lustros desde el ámbito editorial, a partir de la reedición de La muerte y los desencuentros por la Fundación Victoria Ocampo en 2008, de Aire tan dulce por Bajo la luna en 2009 y la ya mencionada reedición de Dos veranos en 2012. De todos modos, y aunque admirada y elogiada por otros escritores (Margo Glantz, Luisa Valenzuela, Leopoldo Brizuela, Martín Kohan, la ya mencionada María Teresa Andruetto), Orphée sigue siendo poco conocida por un público lector amplio. Puede ser descripta, por ello, como una de las grandes escritoras ocultas de la literatura argentina, autora de una obra tan extraordinaria como poco conocida.2

En este artículo propongo detenerme en el primer libro de Orphée y reflexionar, a partir de ese texto, acerca de sus inicios literarios, esto es, acerca del modo en que la autora lleva adelante su “entrada en escritura”. Como es sabido, Edward Said ha reconocido la importancia de los “comienzos” (beginnings), que, a su criterio, deben ser estudiados como cualquier posición tomada por un escritor. Para Said, “todo escritor sabe que la elección de un comienzo de aquello que va a escribir es crucial no solo porque determina mucho de lo que sigue”, sino también porque “el comienzo de una obra es la entrada principal a lo que ofrece” (Said, 1975, p. 3). Un comienzo entraña una intención, subraya Said, es el primer paso en la producción intencional de sentido, y tiene sus consecuencias, sus continuidades (5).

Llamo aquí la atención sobre lo que entiendo como dos apuestas fuertes que hace Orphée en sus comienzos: la elección de un género (la novela) y de un espacio no central (la provincia, una provincia del norte argentino que evoca, sin nombrarlo, el Tucumán natal de la autora). Son, a mi modo de ver, dos elecciones audaces para un primer libro de una autora entonces desconocida, si se toma en cuenta que en el momento recién comenzaban a tornarse más frecuentes las novelas escritas por mujeres en la Argentina, por un lado, y las novelas sobre Tucumán, por el otro. Además, Orphée elige como protagonista de esta primera novela a un personaje de áspera biografía: un muchachito huérfano y de piel oscura que trabaja como sirviente y está atravesado por la humillación y la rabia. Son elecciones -la novela y la provincia- que tendrán su continuidad en la obra posterior de la autora, en especial Aire tan dulce, su libro más importante.

Luego de referir algunas vicisitudes que rodean la publicación de Dos veranos y el “ingreso” -por llamarlo de algún modo- de Orphée al campo literario porteño, me ocupo, en primer lugar, del carácter inaugural y pionero que demuestra esta audaz entrada en escritura de la autora en relación con las dos variables contextuales mencionadas: las novelas escritas por mujeres y las novelas sobre Tucumán. En segundo lugar, me detengo en el examen del espacio en Dos veranos: los términos en que es representado el ámbito provinciano donde se desarrolla la historia narrada y el modo como ese espacio es vivido por los personajes, en especial por el protagonista. Analizo en particular la relación de la provincia con la lengua, o en todo caso, con la carencia lingüística: me refiero a la imposibilidad de hablar, a ese no contar con las palabras que el protagonista y otros personajes experimentan de un modo desgarrado.

Un debut poco exitoso: el concurso Emecé

¿Cuáles son los comienzos de un escritor? ¿Dónde buscarlos? Said advierte la paradoja de que su interés por los beginnings tiene la certeza de la imposibilidad de localizar ese comienzo (1975, p. 5). En el caso de Orphée, ¿son sus comienzos esos primeros textos que garabateaba casi de niña, que, según cuenta en una entrevista, eran pura rima y soledad (Audiovideoteca, 2005, minuto 7:42)? ¿O las cartas de amor apasionado que escribía en el colegio, para escándalo de las monjas de la institución, incapaces de comprender que esas cartas no tenían un destinatario concreto sino que eran fruto de la imaginación de la joven (García Pinto 1982, pp. 155-156)? ¿O el primer relato que publica en Sur, en 1951, luego punto de partida de la novela En el fondo, editada muchos años después? Pienso que más allá de esos escarceos, la publicación del primer libro es el gesto fundamental y más fuerte de entrada en escritura de Orphée. Según lo indicado, Dos veranos es editada por Sudamericana en 1956. Podría pensarse que la sola publicación por ese sello (de los más activos en la época, junto a Emecé y Losada),3 es ya una instancia consagratoria para una escritora novel. Sin embargo, la de Orphée no es una iniciación literaria precisamente exitosa -el éxito es, en realidad, un término poco apropiado para hablar de la todavía casi secreta Orphée-. Y es que Dos veranos nace del fracaso en un concurso literario. El manuscrito había competido en el primer concurso del premio Emecé, de 1954, en el que resulta ganadora Beatriz Guido con La casa del ángel. Orphée recuerda en una entrevista de Leopoldo Brizuela cómo vive la experiencia de ese concurso y refiere una conversación al respecto con la escritora Carmen Gándara:

Ella [Gándara] había formado parte del jurado en el premio Emecé, donde yo me había presentado, y que ganó Beatriz Guido. Bueno, alguien me llevó a su salón, y cuando le dije que me interesaba su opinión porque estaba medio triste por el fracaso, ella se golpeó la frente. “¡Pero mi querida! ¿Entonces vos sos el negrito del norte? ¡Yo te quería dar el primer premio y los demás (Bioy Casares, Leopoldo Marechal) ni quisieron leerte!”. (Brizuela, 2009).

Más allá del grado de veracidad de este testimonio proferido varias décadas después de los sucesos, interesa rescatar dos cuestiones: la frase “vos sos el negrito del norte” (que condensa la elección socio-espacial de Orphée en su primera novela y define, según lo anticipado, una de las apuestas fuertes de su entrada en escritura) y el supuesto rechazo de dos escritores ya consagrados como Adolfo Bioy Casares y Leopoldo Marechal a leer el manuscrito de Orphée (que sugiere que la postulante era para ellos desconocida).

La situación de la ganadora Beatriz Guido parece haber sido diferente. En una entrevista realizada por Horacio Verbitsky para la revista Confirmado en 1966, reproducida tiempo después en el diario Página 12, Guido habla -entre divertida y provocadora- sobre el amiguismo en los concursos literarios:

Yo, en 1954, gané el premio Emecé, en un concurso en el que salió segundo Dalmiro Sáenz… ¡Fue tan fácil!: era amiga de todos los jurados. Los concursos son tremendos. A mí me premiaron por amiguismo, y cuando yo fui jurado premié también a amigos… por ayudar a amigos que eran escritores menores, dejé pasar un libro de Cortázar sin premiar. (Verbitsky, 2006).

La posición relativamente excéntrica de Orphée en la vida literaria porteña es un rasgo que acompañará toda su trayectoria. Y digo “relativamente” porque en el momento del concurso Orphée ya había publicado -una vez, en 1951- un relato en Sur, como mencioné antes, cuando Sur era todavía una de las principales instituciones literarias de Buenos Aires. Casada con Miguel Ocampo, sobrino de Victoria y Silvina, estaba además ligada familiarmente a la directora de la revista. Sin embargo, su primera publicación allí no parece responder, según los testimonios de Orphée, a ese parentesco sino a la iniciativa del secretario de redacción, José Bianco.4 Al ser consultada sobre el vínculo con Victoria Ocampo, Orphée afirma que no veía a Victoria “ni como una escritora admirada ni como alguien que me fuera a dar un empujón”. Indica que buscó sola editorial para su primer libro y sugiere que Victoria no lo hubiera recomendado, porque a ella le gustaba la “gente consagrada”. Pone en duda incluso que tuviera “demasiado criterio para darse cuenta de la gente que empezaba” (García Pinto, 1988, p. 161).5

Lo cierto es que dos años después del fracaso en el premio Emecé, Dos veranos aparece con el sello de Sudamericana. Cabe conjeturar que quien da “el empujón” puede haber sido en todo caso Carmen Gándara, también ligada a Sur y que para entonces había publicado ya en Sudamericana las novelas El lugar del diablo (1948) y Los espejos (1951). Las declaraciones de Orphée dan cuenta de la admiración por Gándara y del reconocimiento de un espaldarazo: “De no haber sido por otra gran señora (¡ésa sí que era una mujer abierta!), Carmen Gándara, no sé qué habría sido de mí”, dice, antes de referir la anécdota del premio Emecé (Brizuela, 2009). E indica que gracias a su intermediación -la familia Gándara era de las más acaudaladas e influyentes del país- Miguel Ocampo es nombrado en la embajada de Roma. Es por ello que a fines de los cincuenta y durante la década de 1960 Orphée vuelve a vivir en Europa, ya con su familia. En Roma se vincularía con Elsa Morante, Alberto Moravia, Italo Calvino. En París, con Octavio Paz, Julio Cortázar, Alejandra Pizarnik. Trabajaría como lectora de literatura latinoamericana e italiana en Gallimard: habría recomendado la publicación de textos de Juan Rulfo, Felisberto Hernández, Clarice Lispector (Brizuela, 2009). Orphée pasaría así de ocupar un lugar un tanto marginal en el campo literario porteño a vincularse con las figuras más descollantes de la literatura argentina, latinoamericana y europea.

Algunos contextos: las novelas de mujeres y las novelas de Tucumán

Cuando aparece Dos veranos la literatura argentina experimenta una serie de cambios, afianzamientos y expansiones, todavía incipientes hacia 1956, el año de publicación del libro, y que se definirían con mayor nitidez unos años después. Es un momento de profundas transformaciones sobre todo en el ámbito de la novela: comenzaba el auge de las novelistas mujeres y, por otra parte, comenzaba a afianzarse la novela de Tucumán.

Con Dos veranos Orphée hace su entrada en escritura directamente como novelista, un perfil que, más allá de casos singulares como, entre otros, los de Juana Manuela Gorriti o Eduarda Mansilla, recién se tornaba más frecuente entre las escritoras argentinas. El de forjar un proyecto creador centrado en la novela y comenzar con una novela como primer libro, constituye un gesto pionero a mediados de los cincuenta. Un gesto pionero entre las escritoras y, en cierta medida, también en general, si se toma en cuenta que solo a mediados de la década de 1960 “la narración gana la partida” en la literatura argentina, según la hipótesis de Elsa Drucaroff: se privilegia entonces en primer lugar el género novela, que gana un “prestigio específico” y se impone como el principal desafío artístico del escritor de ficción (2000, pp. 7-8). Pero la de la novelista es una imagen todavía relativamente nueva, en germen, para las escritoras, históricamente más abocadas a la poesía. De acuerdo con María Rosa Lojo, en “el ámbito de la literatura escrita por mujeres las formas narrativas -en particular la novela- comienzan a ser más frecuentadas hacia los años cincuenta”. Si bien existen narradoras desde el siglo XIX, es sin duda mayor el número de escritoras que escriben poesía, empujadas en parte por el más amplio consenso social otorgado a la práctica poética en el caso de las mujeres (2000, p. 19). Por su parte, en un estudio sobre Sara Gallardo, Lucía de Leone afirma que en la segunda mitad de la década de 1950 -un momento en que, además de consolidarse definitivamente la práctica profesional de la escritura literaria que ya venía afianzándose desde principios del siglo XX-, muchas mujeres “ganan las letras de manera inédita en la tradición literaria nacional”, lo que trae aparejada una colocación particular de la escritora en el campo cultural argentino de mediados del siglo XX (2012, p. 17).

Algunos ejemplos de novelas publicadas en Buenos Aires revelan que ese auge de las novelistas era aún incipiente en 1956 (por tomar el año de publicación de Dos veranos, aunque sabemos que en 1954 el manuscrito ya estaba terminado y había sido presentado al primer concurso Emecé). Así, cabe reparar en algunas fechas -sin afán de exhaustividad sino a título indicativo-. En primer lugar, además de antecedentes importantes como Gorriti y Mansilla, ya nombradas, se destacan casos tempranos como los de Salvadora Medina Onrubia con su novela de la década de 1920 y Norah Lange con sus novelas publicadas entre las décadas de 1920 y 1950. Y, si enfocamos en años más próximos a la aparición de Dos veranos, hay que consignar que las primeras novelas de Beatriz Guido (La casa del ángel, ya mencionada como ganadora del concurso) y de Sara Gallardo (Enero) son de 1954 y 1958 respectivamente. Silvina Bullrich comienza a publicar novelas unos años antes (al igual que Carmen Gándara, hoy casi olvidada como novelista). En cambio, las primeras novelas de Martha Lynch son de los sesenta. Vale aclarar que Orphée estuvo -y continúa estando- muy lejos del extraordinario éxito de ventas alcanzado en su momento por Guido, Lynch y Bullrich. Ella estaría más cerca, en todo caso, de Gallardo, si bien Orphée no llegó a ser escritora ni periodista estrella. Según el análisis de Leopoldo Brizuela, hay “dos tríos de mujeres de esa época. Uno era el exitoso, el verdaderamente best seller que aparecía en televisión” (Bullrich, Lynch, Guido). Y agrega: “Después había otro, más secreto, del que ahora se ve cada vez más su valor. Eran Silvina Ocampo, Elvira Orphée y Sara Gallardo” (Brizuela, en Larrea, 2018).

Otro matiz distingue a Orphée de las escritoras “exitosas” del momento: siguiendo a Lojo, ellas ganan espacio a partir de la década de 1950 introduciendo la problemática de la mujer desde la propia mirada (con textos protagonizados por mujeres) pero sin introducir renovaciones desde el punto de vista del género novela (no habría ruptura de formas, experimentación genérica, ni dislocamiento del lenguaje recibido). Su operatoria consistiría más bien en ocupar los cauces tradicionales de la gran novela de Occidente para invadirla con una visión femenina, distinta de la masculina hasta entonces imperante (2000, p. 21). Lojo insiste en que “sin romper las estructuras genéricas establecidas”, las novelas de mujeres aportan la novedad de colocar en primer plano la problemática femenina (43). María Gabriela Boldini también reconoce, para un período anterior (1900-1930) y en relación con escritoras muy diferentes de las consideradas por Lojo (Herminia Brumana, Sara Papier, Rosalba Aliaga Sarmiento), la ausencia de innovaciones desde el punto de vista estético en la narrativa de estas autoras, cuya “heterodoxia” radicaría, en cambio, en lo temático. Boldini habla, de hecho, de “conservadurismo estético”, en tanto las autoras reproducen las formas canónicas de la literatura popular, de consumo masivo, para establecer un contacto más estrecho con las lectoras y transmitir un mensaje distorsivo sobre la base de plataformas estéticas convencionales (2019, p. 55).

En contraste con el conservadurismo estético, Orphée irrumpe desde su primer libro como “un novelista feroz” como la describe, optando significativamente por el uso del género masculino, Rosa Chacel en la reseña mencionada al comienzo: “Un novelista tan feroz, tan rudo, tan implacable” (1957, p. 117). En Dos veranos, novela protagonizada por otra parte por un varón, la problemática de la mujer -aunque no está ausente-, es lateral. Además, es posible reconocer en el texto cierta voluntad de innovación genérica, en especial en la elaboración de una prosa que se acerca por momentos a la poesía y en la delineación de un punto de vista narrativo anclado, como desarrollo en el aparado siguiente, en las profundidades de la conciencia de los personajes -personajes por otra parte muy complejos, que son objeto de una construcción precisa y sutil-. Son rasgos, no nuevos pero sí innovadores en el lugar y el momento, que Orphée profundizará, madurará y llevará a un mayor grado de experimentación en Aire tan dulce, una novela de prosa ya intensamente poética y que abandona del todo la narración en tercera persona en pos de las voces de los personajes (Martínez Zuccardi, 2021, pp. 67-68).

Es posible conjeturar que Orphée elige la novela porque le interesa explorar las posibilidades estéticas del género y también porque le interesa explorar el universo de la provincia y los seres singulares que la habitan. Esa provincia cuyo olor y cuyos odios ella nunca pudo sacarse de encima y que signaron su vida, su obra y su figura de autora, como puede deducirse de sus declaraciones en diversas entrevistas que he considerado en otra ocasión a la luz del examen de su construcción autoral (Martínez Zuccardi, 2020). Y la novela es, en efecto, un género privilegiado para llevar a cabo esa exploración de la provincia, en tanto espacio de reflexión sobre las relaciones entre los sujetos y su tiempo, como proponía la teoría de la novela de Georg Lukács, muy frecuentada entre los escritores argentinos de la época (Drucaroff, 2000, p. 8). En un sentido próximo, Noé Jitrik se refiere a la novela como el género más apropiado para la representación de la complejidad del hombre contemporáneo (Jitrik, en Cohen Imach, 1994, p. 464).

Por otra parte, los mediados de la década de 1950 dan inicio también a un período en que se afianza lo que Victoria Cohen Imach ha estudiado como la “conciencia de la periferia” en la narrativa de los sesenta (período histórico cultural que, como se sabe, se extiende cronológicamente entre 1955 y 1976) y en que autores tanto del centro como de provincias forjan proyectos narrativos que exploran la “periferia”: las provincias, las regiones y su relación con Buenos Aires. Cohen Imach (1994) se refiere a novelas que, a su modo de ver, narran la estructuración espacial del país, como las de Haroldo Conti, Daniel Moyano, Héctor Tizón, Antonio Di Benedetto, Juan José Hernández.

En lo referido al caso particular de Tucumán, Orphée se situaría, según Octavio Corvalán, entre los iniciadores de la novela en la provincia junto a Julio Ardiles Gray, Tomás Eloy Martínez y el ya mencionado Juan José Hernández. Corvalán establece, sin embargo, un reparo: Orphée “se inscribe naturalmente -cosas que tiene la historia”, “aunque sin contactos o sin connivencias, junto a otros iniciadores del género novelístico en estas latitudes” (2008, p. 19, cursivas agregadas), en alusión a su distanciamiento físico de ese ámbito. Si bien hay antecedentes que Corvalán no tiene en cuenta (como las incursiones en el género de Paul Groussac a fines del siglo XIX o de Juan B. Terán a comienzos del siglo XX, o las novelas posteriores de Pablo Rojas Paz, Mario Bravo, Alberto Córdoba), lo cierto es que solo a partir de los cincuenta y sobre todo en los sesenta y setenta se afianza la producción de novelas de autores tucumanos que narran su provincia: Julio Ardiles Gray con La grieta y Elegía (ambas de 1952), Los amigos lejanos (1956), Los médanos ciegos (1957), El inocente (1964); Walter Guido Wéyland, principalmente con El fuego sombrío (1964); Tomás Eloy Martínez con Sagrado (1969). Y, ya en la década siguiente, Juan José Hernández, con La ciudad de los sueños (1971), Eduardo Perrone con Preso común (1973), Visita, francesa y completo (1974) y Días de reír, días de llorar (1976); Hugo Foguet, con Frente al mar de Timor (1976) y posteriormente la emblemática Pretérito perfecto (1983).6Dos veranos (1956) y Aire tan dulce (1966) de Orphée -la única mujer en este recuento-, se ubican, por su fecha de publicación, entre los primeros textos del proceso.

Un universo precario: la provincia, la humillación, la imposibilidad de hablar

Según lo indicado, en Dos veranos Orphée elige explorar un universo provinciano. Despliega un examen crítico de la provincia, y construye, como se verá, una imagen compleja de ese espacio y de quienes lo habitan, alejada de todo idilio regionalista. Aunque en el texto no hay referencias geográficas ni temporales precisas, ciertos elementos permiten conjeturar que la historia narrada transcurre hacia fines de la década de 1930 en un pueblo de Tucumán, provincia no obstante nunca nombrada en la novela. Este pueblo ficticio se denomina Humaillá, cuya fonética sugiere, probablemente, la humillación que signa al protagonista y a otros personajes del lugar. En Humaillá vive Sixto Riera, un chico huérfano que en la primera parte de la novela tiene 13 años y trabaja, a cambio de casa y comida, como sirviente para la familia compuesta por Don Joaquín Palau, “el hombre de los ojos azules”, su “señora” y sus cuatro hijos: Teresa, Felisa, Lala y Lucio. Esta primera parte abarca casi todo el texto (unas 120 páginas de las 160 que tiene la novela en la edición de Eduvim aquí utilizada). La breve segunda parte, que transcurre cuatro años después, narra en cambio la huida de Sixto a través de caminos cercanos a la montaña, en medio de la tierra, el calor, la sed. A través de alusiones y referencias más bien indirectas, el lector se va enterando de que el chico es enviado a una colonia, de la que escapa con la complicidad de un compañero, luego de matar a un anciano y robarle su dinero.

El pueblo no está lejos de una ciudad que insinúa, también sin nombrarla, a la capital tucumana. Hacia allí se desplaza Sixto al comienzo de la novela para hacer las compras que le encarga don Joaquín y, al final, para intentar tomar un tren y escapar de la provincia. El texto describe, desde la óptica de este personaje, el ingreso a la ciudad desde el río, el puente que se cruza para llegar al parque (“un lindo parque, como seguro que ni Buenos Aires lo tiene”), el barrio de la estación y la “calle larga” por la que se llega a la plaza, la “imponente” Casa de Gobierno con “la estatua de la libertad al frente”, las casas lujosas y las confiterías cuyas deslumbrantes vidrieras Sixto solo se atreve a espiar desde afuera. En la plaza, él escucha el reloj de la Catedral y se dedica a “ver pasar gente bien vestida”: las señoras de sombrero y los hombres con rancho de paja que “descienden de los automóviles y se meten en el Banco de la Provincia” (Orphée, 1956/2012, pp. 41-54). Los edificios mencionados efectivamente rodean, hasta hoy, la Plaza Independencia de la ciudad de San Miguel de Tucumán. También se alude a algunos comercios emblemáticos, como la confitería El Buen Gusto y la casa Escasany (154-155), que existieron hasta avanzado el siglo XX.

El núcleo central de la historia se sitúa, sin embargo, en Humaillá, un espacio periférico respecto de esa ciudad representada a partir del entorno elegante de la plaza principal. Las acciones transcurren en la casa de don Joaquín -donde funciona el almacén del que es propietario- y otros lugares del pueblo: la escuela, el Club Social, el río. Con la única excepción del río, estos espacios son vividos por los personajes como escenarios precarios, ya sea de incomodidad, deterioro, humillación o vergüenza. Así, la casa donde trabaja Sixto es una gran casona en decadencia. Alguna vez tuvo su brillo, cuando vivía la abuela, como apenas pueden recordar los cuatro chicos: “En una vaga, imprecisa niebla, resurge la casa como era antes; luciente de cobres la cocina, anchas y sólidas las paredes, el patio perfumado de rosas” (56). Pero don Joaquín, además de ocultar las alhajas de la abuela en “un alto armario oscuro”, cambia las columnas y las amplias galerías (“¡Mucha vista y un buen espacio desperdiciado!”) por piezas a su juicio “más modernas y más útiles” (57-58). “Pero era alegre”, retrucan los hijos: “Cortábamos rosas y las regalábamos a las visitas. Ya no viene nadie a visitarnos” (57).

El deterioro alcanza a la esposa de don Joaquín, postrada por una enfermedad no explicitada en la novela, que le provoca una creciente deformidad en las piernas y le impide caminar. Solo le queda el recuerdo de su antiguo porte y belleza, como en la época en que pudo lucirse en el baile dado en la Casa de Gobierno para homenajear al Príncipe Humberto. El texto alude a la visita a la Argentina de Humberto II, hijo del rey de Italia Vittorio Emanuele, en agosto de 1924, en el marco de una gira diplomática por América del Sur, que incluía las ciudades de Rosario, Córdoba y Tucumán. Esta referencia histórica contribuye a ubicar la historia narrada a fines de la década de 1930, en tanto “la señora” lleva 15 años enferma.7 Un momento que coincide, por otra parte, con los últimos años vividos por Orphée en Tucumán.

En la casa, Sixto se siente muy consciente del color oscuro de su piel y de su origen pobre y desconocido. Reniega del guardapolvo gris que lo obligan a usar: “Se encargaron enseguida de raparme y de vestirme así, no sea cosa que fueran a tomarme como uno de la familia” (24). Sabe que es distinto de los hijos de don Joaquín y eso lo avergüenza y humilla. Si bien por momentos juega con los chicos, surge siempre un gesto que los distancia: “Los chicos ríen a gritos. A menudo Sixto se divierte con ellos, pero no por mucho tiempo. … Ahora se siente intranquilo; no sabe qué tiene, quizá sed” (31). Ante los estallidos de risa, Sixto se siente “resentido y enojado” porque los envidia: “¡Lo que daría por una risa tonta como las que acaba de criticar! Es muy raro que él pueda reírse así” (31). Teresa, la mayor, lo llama “negro sucio” (46) y don Joaquín utiliza términos similares para reprimirlo por una tarea mal hecha. En un momento, Sixto cree adivinar lo que Lala piensa sobre él: “Le parezco feo. Le parezco negro. ¿Dónde podría esconderme para que nadie me vea?” (60).

La escuela es otro espacio de constantes humillaciones. “¡Qué maldición tener que tratar con estos indios atravesados!” (64), exclama la maestra ante una supuesta falta de Sixto, y para sus adentros piensa: “Negro sucio. Negro de mierda” (67). Él advierte el rechazo que provoca en la docente, y hasta cierto punto lo justifica: “Sabe que la maestra no le tiene una gran simpatía, pero le parece natural. Él mismo prefiere a la gente blanca y delicada” (63-64). Al igual que Félix Gauna en Aire tan dulce, Sixto es injustamente expulsado de la institución. La escuela es así otro espacio de precariedad, con maestras ignorantes y desprovistas de voluntad alguna de enseñar. “Si supieran que una pone una cosa en el cuaderno de tópicos y hace después lo que se le da la gana”, piensa la maestra cuando espera a la directora (65). Ella acude a la escuela solo porque es día de pago y anhela volver pronto a casa para lavarse los pies y salir a caminar por la cuadra del brazo de una amiga. Como todas sus colegas, tiembla ante la posibilidad de que le asignen un sexto grado que exija mayores conocimientos (65-66).

“Negro sucio”, “negro de mierda”, “indio atravesado”, son calificativos atribuidos a Sixto tanto en la casa como en la escuela, y que sugieren el origen mestizo del muchacho así como el afán de “blanqueamiento” de la clase media (en este caso, don Joaquín -cuyos ojos azules remiten a una procedencia inmigratoria- y su familia, y la maestra, si bien también ella misma, como Sixto, es de piel más bien oscura, como se alude en otra zona de la novela). Se trata de un afán que entronca con la pretendida visión de la Argentina como “país blanco” (Chamosa, 2008), una representación que supone, como se sabe, la violenta exclusión de gran parte de la población del país.

El Club Social del pueblo es igualmente un ámbito de incomodidad y vergüenza, no solo para Sixto, también para don Joaquín y su familia. Al Club acuden todos los domingos, pero ninguno sabe cómo comportarse. Se sienten incómodos, obligados a imitar conductas y mostrar que están pasándola bien. Al ser saludado por “el diputado”, don Joaquín ya “no parece tan arrogante como en su casa; trata de contestar con desenvoltura y, aunque palmea la espalda del otro, los niños perciben su confusión” (61). Al ver que su padre “se inmoviliza en la entrada del Club … de nuevo intimidado por la gente”, Teresa grita que encontró una mesa, “para ocultar su turbación” (62). Los niños fingen euforia y entusiasmo, ignorando la causa de su desazón: “¿Cómo un día domingo puede dejar esa tristeza?” (62).

El único espacio vivido con plenitud es, según lo anunciado, el río, adonde van a bañarse los chicos (los cuatro hermanos y Sixto) una siesta de calor. Allí no hay humillación ni incomodidad sino una sensación de desafío y libertad: “Sus caras muestran la obstinación de los que han decidido saltar cualquier obstáculo. No hablan. Tienen el paso de capitanes vencedores y lo saben. … Quieren ser admirados” (99). Además, el río es el ámbito donde surge la sexualidad incipiente de Sixto y Lala. Es una sensación nueva para el chico: “Por primera vez Sixto pierde conciencia de sí mismo; algo ha brotado espontáneo y ha actuado libremente dentro de él. … ¡Vivir así en todo! ¡Poder gritar, poder saltar, poder reír! Poder hacerlo sin saber que está fingiendo” (105).

Este pueblo imaginario de Dos veranos puede ser vinculado con el cronotopo de la “pequeña ciudad provinciana”, característico, como ha estudiado Mijail Bajtin, de la novela europea del siglo XIX. Bajtin se refiere en particular a la variante flaubertiana, cuyo epítome sería Madame Bovary y su tiempo cíclico de la vida cotidiana: un tiempo “denso y pegajoso”, carente de acontecimientos, con su ritmo marcado por las rutinas y la repetición de lo corriente (1975/1989, p. 398). En la novela de Orphée, el ritmo del tedio impregna el texto, en especial el comienzo y el final. Son numerosos los ejemplos que sugieren el tiempo cíclico de la vida en el pueblo, hecho de días que se repiten, de monotonía y aburrimiento: “El día comienza, igual a otros, tedioso”, piensa Sixto al comienzo de la novela, antes de ir a atender a la señora, cuyo calmo reproche es “el mismo todos los días” (24, cursivas agregadas). La simulada pelea entre ambos, cuando Sixto masajea las piernas de ella con el ungüento, “se repite a diario; se ha convertido en un rito” (25, cursivas agregadas). “Toda la mañana trabaja con desgano y sin prolijidad, como siempre” (30, cursivas agregadas). Por su parte, Don Joaquín, casi por aburrimiento, por cortar la rutina, inicia una relación con la maestra de la escuela, a quien ni siquiera considera demasiado atractiva. Pero una vez pasada la novedad del deslucido romance, vuelve el “antiguo tedio” (126). A tal punto nunca acontece nada en el pueblo, que Teresa, la hija mayor, fantasea con volver un día a casa y que todos estén muertos, por asesinato o envenenamiento: “No estaría mal que algo así, terrible, introdujera alguna variedad en su monótona vida y la convirtiera en personaje” (74).

El cronotopo de la pequeña ciudad provinciana tiene, para Bajtin, su variante “idílica” en la novela regionalista (1975/1989, p. 398). Pero, y al igual que en el caso de Madame Bovary, en Dos veranos no hay idilio. Ello se relaciona, entiendo, con la visión crítica de la provincia y con la complejidad de los personajes y su relación conflictiva con el entorno, con los demás, y con la propia lengua. Todos los personajes de la novela son, además de extraordinariamente vívidos, complejos. El lector puede conocer los pensamientos más oscuros, los miedos y rencores de los habitantes de ese microuniverso provinciano: tanto de don Joaquín y sus hijos, como de la maestra y la directora de la escuela, y hasta del desganado mozo del bar de la estación de tren. Pero sin duda el personaje más complejo es Sixto Riera, un protagonista lleno de matices, que bascula entre la sensibilidad, la compasión, la vergüenza, la rabia y la violencia. Rosa Chacel cuenta en la reseña antes citada que el “título primitivo del libro era Sixto Riera” (1958, p. 117), sugiriendo la centralidad del personaje.

En su mayor parte, la novela está narrada desde la óptica de Sixto. Si bien hay una voz narradora en tercera persona, el punto de vista, la “conciencia” por decirlo en términos de Bajtin, es casi siempre la del personaje. Es el personaje quien “ve”. La técnica, ampliamente utilizada en Dos veranos, del estilo indirecto libre -ese discurso que “consigna una experiencia imposible: la directa aprehensión de la interioridad ajena, la transmigración a otro sujeto, la posesión de otra existencia” (Martínez Bonati, en Pozuelo Yvancos 1989, p. 257)-, vehicula esta narración articulada desde las profundidades de la mente del personaje. En una de las primeras entrevistas a Orphée de las que tengo noticia, publicada en Sur, Luis Justo le pregunta si un marginal como Sixto puede equivaler a un demonio. Ella contesta que no por marginal sino por “todo lo que le corre adentro” (Justo, 1968, p. 89). Y “todo lo que le corre adentro” a Sixto es mostrado con maestría en la novela a partir de la exploración del estilo indirecto libre.

Con todo, no aparece todavía en este texto de Orphée la primera persona de los monólogos interiores que serán fundamentales en su siguiente novela dedicada a la provincia, Aire tan dulce, narrada directamente desde las conciencias de los personajes y donde la tercera persona, como he anticipado, desaparece ya del todo. Al ser consultada por su opinión sobre sus propios libros, Orphée dice respecto de Dos veranos que “si estuviera escrita de un modo menos clásico, me gustaría” (Zaragoza, circa 1974). Pero Dos veranos en modo alguno está escrita de un modo tan clásico para la Argentina de mediados de los cincuenta. Como he indicado en el apartado anterior en relación con el incipiente auge de novelas escritas por mujeres, hay en Dos veranos cierto afán de explorar las posibilidades estéticas del género, evidente en el acercamiento de la prosa a la poesía, en el punto de vista narrativo anclado en las profundidades de la conciencia de los personajes, y en la complejidad misma de los personajes. Sin embargo, el comentario de Orphée tiene que ver, intuyo, con una suerte de implacable autoexigencia y con la presencia de una voz narradora en tercera persona. Dicho de otro modo, es posible conjeturar que por “clásico” ella se refiere sobre todo a que en su primer libro está todavía esa tercera persona de la que reniega. En otra entrevista afirma que en Dos veranos buscó “evitar la tercera persona para evitar caer en el narrador omnisciente” y que recién en Aire tan dulce logra ese objetivo: su aspiración a la “comunicación directa del personaje con el lector”. “A mí me gustan los libros que se comunican directamente con el lector”, reconoce (García Pinto, 1988, p. 164). Agrega que en Italia -cabe recordar que Orphée vive un tiempo en Roma en la década de 1950- había una fuerte opinión en contra del narrador omnisciente, que habría reforzado su rechazo por esa forma de narrar (164). Así, el anhelo de innovación en cuanto a la focalización narrativa se concretará en Aire tan dulce, aunque ya se insinúa, según lo expuesto, en Dos veranos a partir de la complejidad del protagonista, a cuya conciencia (“todo lo que le corre dentro”, en palabras de Orphée) accedemos a través de un uso del estilo indirecto libre que aspira a la comunicación directa entre el personaje y el lector.

Profundizando en la complejidad del protagonista, se advierte que Sixto tiene una enorme sensibilidad oculta, que no puede mostrar porque no tiene las palabras para hacerlo. Siente compasión por el dolor de la esposa de don Joaquín: “Se pondría a llorar cuando ella llora” (Orphée, 1956/2012, p. 25); “A veces la lástima se vuelve tan grande que lo ahoga, y para poder respirar con calma llega hasta a querer para él esos dolores” (88). A diferencia de los hijos, es el único que comprende a la señora: puede entrever que ella no llora solo por el dolor y la enfermedad sino “también por su deformidad” (83). Su comprensión también proviene de la identificación: “Claro, la señora … sufre como él mismo cuando se siente postergado por feo, por pobre, por tonto …. ¡Con razón nunca pudo odiarla!” (98). Sixto muestra también una cierta sensibilidad por la belleza. Aunque le desagradan los orines de la escupidera que usa la enferma “no puede dejar de mirarla” porque es de porcelana y “tiene un dibujo muy bonito” (28). Le gustan los cuises y las palomas, le gusta el tango: “Son tan tristes y tan lindos los tangos…” (152). Disfruta entregándose a la imaginación. Durante un viaje en ómnibus del pueblo a la ciudad -jalonado por los barquinazos del vehículo y el ascenso y los diálogos de los pasajeros, cada uno con su pequeña historia- se despliega, en algunas de las páginas más notables de la novela, el fantasear de Sixto con una vida diferente, donde no es sirviente ni huérfano sino un niño amado por su familia, de la que es secuestrado. En ese viaje Sixto intenta modestas acciones nobles, como dar el asiento a una mujer que amamanta su bebé, pero no logra concretarlas: “Con su maldita vergüenza no se animó; se le ocurría que todos iban a mirarlo y a burlarse en voz alta. Siempre se han de estar burlado de las cosas buenas; les parecen mariconadas” (37). La injusticia, “sufrida por él o por otro, es de las pocas cosas que le provocan una emoción irreflexiva. No quiere ser injusto” (90). Tiembla de rabia cuando se burlan de una mujer en quien “intuye… al ser indefenso y golpeado. No comprende esa crueldad estúpida” (38).

La rabia lo invade con frecuencia, como una “cortina roja” de furia que lo ciega. “A alguien de mi familia lo debe haber picado una víbora. Desde que amanece estoy rabioso” (23), son las primeras dos frases de la novela. Pese a que “no se siente asesino” (174), Sixto es capaz de cometer un crimen, como el asesinato y robo al viejo de la colonia. Es casi un acto desesperado por salir de un mundo de humillaciones. Se trata de un personaje que no encuentra un lugar. Es diferente de todos los que lo rodean. Un “negro sucio” como él no puede identificarse con los miembros de la familia que sirve, pero tampoco con los rudimentarios pasajeros del ómnibus: “Él sabe que se dice ‘donde’, pero por congraciarse con el hombre le ha dicho ‘ande’” (36). Tampoco logra un sentido de pertenencia con los compañeros de la colonia, en especial, Gregorio, su cómplice para escapar y para el crimen: le molesta que sea tan bruto, le molestan sus alpargatas sucias que desentonan en la ciudad, su manía de emborracharse. Sixto es un ser en el medio.

Hay un enorme contraste entre todo lo que piensa y lo poco que puede decir, porque, como dije antes, Sixto no tiene las palabras. Sus pensamientos son por momentos hasta poéticos, pero no puede comunicarlos a los demás. La sensibilidad y la compasión que en ocasiones demuestra no encuentran traducción en lenguaje verbal. Una de las formas de la precariedad de Sixto es ese no poder hablar, no poder decir. Él se muestra consciente de esa carencia. En un momento dado cobra consciencia de estar repitiendo una frase de don Joaquín que considera estúpida: “Por primera vez cae en cuenta que repite lo que oye porque no tiene palabras propias” (52). Son numerosas las ocasiones en que siente vergüenza de hablar: “A él había comenzado a darle vergüenza conversar con los de la escuela” (134). Una mañana propone a Lala volver al río, pero ella no lo escucha y él no se atreve a repetir la propuesta, porque tiene “demasiada vergüenza” (116). Lala le retruca invitándolo a espiar la casa del leproso (sabiendo que el temor a la lepra y a las enfermedades paraliza a Sixto), pero él no es capaz de contestar:

Pretende decir algo, pero se queda allí, en el umbral, con el labio inferior temblando… Si supiera hablar le explicaría que más que miedo es asco lo que siente… Si habla se salva. Pero no puede (cursivas agregadas). El precio de su vida es una palabra y no logra decirla porque no la sabe elegir entre las otras. Siempre lo mismo. Siempre lo mismo. Le dicen que es un cobarde y no se defiende, lo acusan en la escuela y no explica, lo culpan de lo que hacen otros y se queda callado. Es insolente porque no sabe hablar. Es cobarde porque no sabe hablar (cursivas agregadas). (p. 117).

En otra ocasión, en que “una vez más no logró decir lo que quería”, se reconoce como “un apestado: un silencioso y un triste” (138). Puede darse cuenta además de que otros tampoco cuentan con las palabras. Cuando, al final de la novela, ataca a una mujer en el camino, en medio de su huida, sabe que ella no dirá nada porque “No ha aprendido las palabras con que hay que decir ciertas cosas” (149).

La imposibilidad de decir es quizá el gran tema de la novela: no poder hablar, no saber hablar, no tener las palabras. Un tema que Orphée también explora en Aire tan dulce, cuyos personajes están marcados por la imposibilidad de decir el amor. En ambas novelas hay un vínculo entre el no poder hablar y la provincia. Y ese vínculo va más allá de las procedencias sociales. En el caso de Dos veranos, si bien en Sixto, como en la mujer del camino que acabo de mencionar, la carencia lingüística se ve acentuada en tanto se trata de sujetos subalternizados, pobres y mestizos, dicha carencia también afecta a personajes “blancos” y de clase media como don Joaquín, quien tampoco puede hablar, por ejemplo, frente a un mecánico porteño que acude a su casa para arreglar un motor. Cuando este último, solo por iniciar una conversación, le pregunta por el partido del domingo, don Joaquín “se aterra”, al punto de que no quiere que continúe el arreglo. Y cuando el mecánico dice “hay que revisar todo” y comienza a desarmar las piezas, siente que lo está dominando: “Ya entra dominándome. Y yo se lo voy a aguantar”. Sabe que se “va a dejar vencer. Una vez más se va a dejar vencer. Y después vendrá la rabia”. “Quisiera morir”, piensa, “él no sirve para luchar, no sabe ni hacerse valer ante un pobre infeliz, por más porteño que sea” (111-113). Hay una suerte de cadena de imposibilidades en la novela, de sentimientos de inferioridad, de humillaciones (la mujer del camino humillada por Sixto, Sixto humillado por don Joaquín y sus hijos, el propio don Joaquín humillado por el mecánico porteño, pese a que don Joaquín pertenecería a un estrato social “superior” al del porteño).

El contraste entre provincianos y porteños (el porteño es representado en la novela como un otro que se impone y amedrenta, frente al que no se puede hablar) aparece en distintas zonas del texto. Los porteños son los que tienen las palabras. Piensa Sixto: “Estos porteños no hacen más que darse corte; hasta con la voz se dan corte. ¡Si se han de creer más importantes porque hacen sonar la erre y hablan ligerito!” (41). Una clave de esa representación, también articulada desde la perspectiva de Sixto, está en la analogía entre los trenes y los porteños:

[Los ómnibus] son todos viejos y ruidosos. Se codean con la montaña y conocen la vida de los caseríos; se paran en los almacenes para que los pasajeros compren lo que necesiten y uno sabe el nombre del guarda. Mientras que los trenes son orgullosos. Bajan todas las ventanillas para no ensuciarse con la tierra, salen de las estaciones sin dar tiempo siquiera de echar un parrafito con algún conocido y son todos extraños que creen que los pueblos están solo para que ellos tomen agua. Los trenes son porteños, no hay nada que hacerle. (p. 169).

Dos veranos narra así la desigualdad espacial del país, un país estructurado en provincianos y porteños, en centros y periferias, que supone un reparto también desigual de la lengua: unos pueden hablar, otros no saben cómo hacerlo. En este universo de imposibilidades y carencia de palabras, la única habitante del pueblo que puede hablar, al final de la novela, es Lala, la tercera de las hijas de don Joaquín. Lala, que siempre fue intrépida y “capaz de reírse de la muerte y del peligro”, de “hacer gritar de espanto a las viejas” (99), en la segunda parte del texto estudia en la ciudad, se convierte en una gran lectora y se conduce con una libertad que la distingue de sus hermanas y de otras jóvenes del pueblo. Es juzgada, por ello, como una “atrevida”. Se trata de un personaje femenino, si bien secundario, de mucha fuerza, que prefigura el de Atala o Atalita Pons, la protagonista de Aire tan dulce, que se rebela a todos los órdenes institucionales en los que está inmersa: familia, escuela, iglesia (Martínez Zuccardi, 2021, p. 72). A propósito de los comentarios de su familia en torno al crimen cometido por Sixto, Lala profiere una suerte de discurso sobre la libertad (181). Y lo interesante es que a su hermana Teresa le molesta, más que lo que considera como una insolencia y una falta de decoro de Lala, que ponen en riesgo su reputación, el hecho de que muestre esa facilidad para hablar: “Más rabia que nada le daba que Lala pudiera hablar así, tan fácilmente” (181).

Dos veranos se inicia con el comienzo del día de Sixto y se cierra, de modo análogo, con el comienzo de un nuevo día en la casa de don Joaquín, quien sigue yendo al Club Social los domingos. Pero al final ya no es Sixto quien prepara el ungüento para las piernas de “la señora”, sino Zoila, la chica nueva, que trae las noticias de las declaraciones de Sixto a la policía. Y así el ritmo cíclico del tedio se restaura en la novela. Se abre, no obstante, una brecha, un atisbo de libertad, cuando ante la acusación de que Lala ha vuelto “deshoras” (sic) la noche anterior, su madre dice: “Déjala. Déjala que viva”.

Para terminar, una breve recapitulación. El recorrido trazado ha mostrado que Orphée elige la novela y la provincia para comenzar su trayectoria literaria y que esas elecciones son, además de audaces y originales, en buena medida pioneras en un momento en que se iniciaba el auge de las narradoras mujeres en la literatura argentina y se iniciaba también la publicación más asidua de novelas sobre Tucumán. En la serie de novelas sobre Tucumán el nombre de Orphée se destaca entre un conjunto de escritores varones. Su caso es también singular en el marco de la primera variable contextual mencionada, ya que Orphée se distingue de otras narradoras del momento en la medida en que le interesa la exploración del género novelístico más que la introducción de una óptica femenina. Si bien el anhelo renovador se concretará luego en Aire tan dulce, ya se insinúa, según lo expuesto, en Dos veranos, en especial a partir de un uso del estilo indirecto libre que aspira a la comunicación directa entre el personaje y el lector. Otra elección audaz es la del punto de vista de un huérfano pobre y de piel oscura. Desde ese punto de vista la novela delinea una visión conflictiva de la provincia, representada -lejos de una mirada idílica regionalista-, como un precario universo de carencias, incomodidades, rabias y humillaciones. Un aspecto central de esa representación es, en otro giro original de Orphée, la carencia lingüística. Dos veranos diseña un desigual reparto lingüístico del país: son los porteños quienes pueden y saben hablar, mientras que quienes habitan en la provincia, con la única excepción de Lala, están marcados por ese no poder hablar/no saber hablar/no tener las palabras que el propio Sixto Riera reconoce como su condena. Entiendo que el conjunto de estas tempranas elecciones -orientaciones inaugurales que la autora llevará a puntos aún más ricos y potentes en su obra posterior-, colocan a Orphée y su primer libro en un lugar relevante y singular en el panorama de la novela argentina de mediados del siglo XX.

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1De modo muy reciente, cuando esta introducción ya estaba escrita, apareció publicada una ponencia que se ocupa brevemente de Dos veranos en diálogo con La flor de hierro de Libertad Demitrópulos (Arvay, 2021). Ello constituye una muestra de la renovada atención crítica sobre la obra de Orphée visible en los últimos años, a la que me refiero a continuación.

2Cabe aquí una muy breve reseña de la trayectoria de la autora. Orphée vive en Tucumán hasta los 15 o 16 años. Según las declaraciones de la propia autora en diversas entrevistas, una vez finalizado el colegio secundario (al que había ingresado de modo prematuro) y ante la muerte de la madre y la perspectiva de un nuevo matrimonio de su padre, decide trasladarse a Buenos Aires (una decisión sin duda infrecuente entre las jóvenes de familias acomodadas del Tucumán de fines de la década de 1930). Estudia Letras en la Universidad de Buenos Aires. A fines de la década de 1940 obtiene una beca para continuar estudios en Madrid. De Madrid se va a París. A su carrera literaria la inicia en Buenos Aires. Da a conocer su primer texto en Sur en 1951 (el relato “Las dos casas”, incluido en el número 198) y publica su primer libro (del que me ocupo aquí) en 1956 por el sello Sudamericana. A fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta, ya casada con el pintor Miguel Ocampo, volvería a vivir unos años en París y también en Roma, donde Ocampo ejerce funciones diplomáticas. En Europa escribe su segunda y su tercera novela: Uno (Compañía General Fabril Editora, 1961) y Aire tan dulce (Sudamericana, 1966). Se radica luego nuevamente en Buenos Aires. Sus siguientes libros son: En el fondo (Galerna, 1969), La última conquista de El Ángel (Monte Ávila, 1977), La muerte y los desencuentros (Fraterna, 1989) y los volúmenes de relatos Su demonio preferido (Emecé, 1973), Las viejas fantasiosas (Emecé, 1981) y Ciego del cielo (Emecé, 1991). Por Aire tan dulce, obtiene el Segundo Premio Municipal de novela y por En el fondo, el Primer Premio Municipal de novela.

3De acuerdo con José Luis de Diego, en un proceso que se inicia alrededor de 1940, Sudamericana, Losada y Emecé, “se van apoderando progresivamente de los autores más significativos y marcando el ritmo de lo publicable en literatura argentina” (2006, p. 105).

4En una entrevista de 1969 la propia Orphée afirma que en casa de Alfredo González Garaño (pintor y coleccionista, miembro del consejo de Sur) conoció a Bianco y que al enterarse de que ella había escrito un cuento, él la habría invitado a publicarlo en la revista. Orphée confiesa que cuando vio su texto impreso se indignó porque Bianco lo había corregido, le había “cambiado el sentido y transformado el final”, pero reconocería luego que Bianco tenía razón (Hijas, libros…, 1969, p. 51). Se trata del relato “Las dos casas”, incluido en el número 198 de Sur, de 1951, texto que, según lo indicado, sería el punto de partida de la novela En el fondo (1969). En adelante, Orphée colaboraría aisladamente en Sur.

5En este punto, los juicios de Orphée coinciden con diversos testimonios reunidos en un libro de homenaje a José Bianco que sugieren que quien tenía en Sur el olfato para descubrir nuevos autores era, en efecto, Bianco y no Ocampo (Balderston, 2006).

6Este recuento no pretende, desde luego, dar cuenta con exhaustividad de las novelas de Tucumán. Para ello, remito al relevamiento realizado por Máximo Mena para el caso del siglo XX (Mena, 2020). Con respecto al XIX, puede consultarse el trabajo de Ana María Risco, quien llama la atención sobre el silenciamiento operado sobre novelas y folletines decimonónicos y plantea la necesidad de revisar la idea generalizada de que la narrativa fue menos cultivada que la poesía en Tucumán (2016, pp. 41-61).

7Otro elemento que permite contextualizar la trama en la década de 1930 es la mención de figuras históricas que aparecen en “viejas revistas” (Orphée, 1956/2012, p. 103) leídas por Teresa en su habitación: la acróbata Rosita de la Plata, la soprano y actriz italiana Lina Cavalieri, la bailarina Emilienne d’Alençon, figuras de fama en las décadas de 1910-1920, y que aparecen, por lo tanto, en revistas que en los treinta son ya viejas.

Recibido: 26 de Marzo de 2022; Aprobado: 24 de Junio de 2022

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