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Recial

versión On-line ISSN 2718-658X

Recial vol.14 no.23 Córdoba jul. 2023  Epub 30-Jun-2023

http://dx.doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41364 

Dossier

Un recorrido por la ciudad negada: revistas digitales y nuevos sujetos en La Habana de principios del nuevo siglo

A Journey through the denied city: digital magazines and new subjects in Havana at the beginning of the new century

1 Instituto de Estudios en Comunicación, Expresiones y Tecnologías, CONICET, Universidad Nacional de Córdoba, lmaccioni@unc.edu.ar

Resumen

A partir de la pintura Ciudad negada (2016), del artista plástico René Francisco Rodríguez, este trabajo propone un análisis de dos revistas digitales publicadas en La Habana durante la primera década del nuevo siglo: Cacharro(s) (2003-2005) y 33 y 1/3 (2005-2009). El artículo examina los modos en que estos e-zines, precursores en el campo de las revistas literarias virtuales, trastocaron las condiciones o reglas de aparición de los sujetos (Rancière, 1996, p. 45), haciéndoles lugar a las partes negadas o sin-parte en la vida pública. Asimismo, el análisis se detiene en la estrategia de “aligeramiento” del peso de los relatos identitarios y la tradición nacional que estas revistas llevan a cabo para complejizar las figuras de lo común, estrategias que las singularizan respecto de sus antecesoras en papel.

Palabras clave: Cuba; revistas digitales; siglo XXI; nuevos sujetos políticos

Abstract

Drawing inspiration from the painting Ciudad negada (2016), by visual artist René Francisco Rodríguez, this study offers an analysis of two digital magazines published in Havana during the first decade of the new century: Cacharro(s) (2003-2005) and 33 and 1/3 (2005-2009). The article examines how these e-zines, pioneers in the realm of virtual literary magazines, subverted the established conditions or rules of subjectivity (Rancière, 1996, p.45), thereby providing space for marginalized voices or those lacking representation in public life. Additionally, the analysis focuses on the strategy of “lightening” the weight of national identity and tradition employed by these magazines to complicate the portrayal of ordinary figures, setting them apart from their predecessors in print media.

Keywords: Cuba; digital magazines; XXI century; new political subjects

Una ciudad dentro de otra ciudad

Comienzo por un des-cubrimiento, por lo que expone la pintura Ciudad negada (2016)1 del artista plástico cubano René Francisco Rodríguez. Ella muestra una ciudad hecha no de ladrillos y piedras, sino de libros que trazan el espacio donde se alberga una polis otra: una polis no visible, aunque tan material como aquélla de la que hablan los urbanistas, puesto que está erigida sobre libros, lectores, memorias de lecturas. Esa ciudad -cuál otra podría ser sino La Habana, centro de la actividad literaria en la isla- es una ciudad-archivo; recorrerla es transitar por un espacio configurado alrededor de los nombres de autores cuya publicación, distribución y reconocimiento sufrió -o sigue sufriendo- distinta clase de obstáculos por parte de las autoridades culturales. Hay, por ejemplo, una calle llamada Lorenzo García Vega y otra con el nombre de José Manuel Prieto, una avenida Guillermo Cabrera Infante, una alameda Antonio J. Ponte, una villa Heberto Padilla y un reparto Belkis Cuza Malé. Hay también un motel Reinaldo Arenas, clubes Rafael Alcides, Daína Chaviano y Rafael Rojas, una sala José Triana, una calzada (Antonio) Benítez Rojo, un restaurante Manuel Díaz Martínez, un teatro Eliseo Alberto y un boulevard Osvaldo Sánchez, entre otros.

El cuadro llama la atención porque muestra una ciudad que siendo realmente existente -puesto que se ha ido construyendo a partir de los intercambios y de la circulación clandestina de escrituras y de hablas, que han producido como efecto un espacio común de sentido- falta, sin embargo, en el orden de lo visible a la luz pública. Al exponerla, este artista plástico hace algo muy importante: convierte una evidencia factual, pero negada en su significado por parte de las instituciones de la cultura, en una evidencia política. La pintura, decimos, propone una concepción indicial del objeto libro, dado que esos libros que trazan el espacio de la ciudad pintada por Rodríguez son, antes que nada, la prueba de su procedencia y de su destino: sujetos “negados” que los escribieron o que los leyeron.

Lo que me interesa de esta pintura es que hace aparecer el vínculo insoluble entre circulación de la palabra y producción de una trama cívica, aun cuando estos efectos no se admitan ni reconozcan públicamente: es un mundo invisible dentro de otro, o, como dijo Carlos Aguilera, “una ciudad dentro de otra ciudad” (Aguilera, 2021)2. La pintura, por tanto, no debe entenderse como una invocación melancólica de lo que pudo ser y no fue, ni tampoco como homenaje a una ciudad que no llegó a existir debido al silenciamiento de las voces de ciertos escritores, sino más bien como la demostración contundente de una existencia efectiva cuya presencia se busca señalar (más bien, señalizar, en el sentido de una señalética del espacio) haciendo aparecer con su nombre propio a aquellos escritores cuya obra, además de haber sido escrita, fue efectivamente leída, quedando así inscripta activamente en la memoria y en las redes intertextuales que supieron tejer los lectores. Porque lo cierto es que, de un modo u otro, esos libros fueron discutidos y comentados en microespacios autoproducidos que se sustrajeron con diversa suerte de la vigilancia estatal -pienso en experiencias como las tertulias celebradas a escondidas en casa de Olga Andreu o Jorge Ibáñez de las que habla Reinaldo Arenas en Antes que anochezca (2017); en la famosa Azotea de Reina María Rodríguez durante los 90, o en aquellos lectores que leyeron y contribuyeron a hacer circular clandestinamente ese samizdat que fue la revista Diáspora(s) -.

Desde principios del año 2000, esas experiencias que ilustra la pintura de Rodríguez se ampliaron. Un recorrido por esta ciudad negada revelaría que, a la lectura de manuscritos nunca publicados, a las bibliotecas privadas donde aún es posible encontrar (como en las novelas de Leonardo Padura) aquellos títulos borrados del archivo nacional, a los libros que, traídos por algún inesperado visitante desde el exterior, fueron compartidos de mano en mano, se sumó un conjunto de e-zines literarios creados por escritores habaneros que daban sus primeros pasos, distribuidos a través de una vía menos riesgosa: los correos electrónicos y la copia en memorias portátiles. Hablando de esta ciudad letrada que fue conformándose según la lógica de redes digitales offline, la investigadora Nanne Timmer constata la existencia de una “Habana virtual”, cuyo crecimiento ha venido sosteniéndose al ritmo de una “transformación mediante la cual se rediseñan territorios, se asumen nuevas voces y se legitiman derechos de habla” (Timmer, 2013, p. 303). Historizar esa transformación nos lleva a reconocer que estas revistas digitales en las que quiero detenerme en este trabajo fueron de las primeras en su tipo que se propusieron visibilizar una comunidad de lectores y escritores jóvenes que estaban lejos de reconocerse en los sujetos interpelados por unas políticas culturales estatales, históricamente apegadas a la consigna “dentro de la revolución todo, contra de la revolución nada” (Castro, 2013). Por el contrario, las páginas de estos e-zines pusieron de manifiesto, una vez más, que ese “dentro” nunca ha coincidido con sus representaciones en los discursos públicos: si el sujeto al que le hablan las instituciones estatales es el pueblo guiado por “el pensamiento revolucionario, antiimperialista y marxista cubano, latinoamericano y universal” (Constitución de la Rca. de Cuba, 2019, p. 1), estas publicaciones virtuales supieron exponer la existencia de sujetos heterogéneos respecto de esta imagen de pueblo uniforme e idéntica a sí misma.

En los párrafos que siguen quisiera detenerme en el análisis de dos de estas revistas digitales publicadas en La Habana durante la primera década del nuevo siglo: Cacharro(s) (2003-2005) y 33 y 1/3 (2005-2009). Me propongo examinar los modos en que estos e-zines precursores trastocaron lo que Jacques Rancière llama condiciones o reglas de aparición de los sujetos (Rancière, 1996, p .45), haciéndole lugar a las partes negadas o sin-parte en la vida pública. Asimismo, quisiera también detenerme en la estrategia de “aligeramiento” del peso de los relatos identitarios y la tradición nacional que estas revistas llevan a cabo para complejizar las figuras de lo común, estrategias que las singularizan y diferencias con respecto a sus antecesoras en papel.

Cacharro(s): aligerar el peso de la isla

Voy a comenzar por una de las pioneras entre las revistas virtuales: Cacharro(s). Este e-zine publicó nueve números entre julio de 2003 y junio de 2005, dos de ellos dobles. La revista guardó una estrecha vinculación con Diáspora(s), su antecesora en papel cuyo último ejemplar había sido publicado en 2002. Esta vinculación se constata no solo por la frecuente colaboración de los “diaspóricos(s)” en las páginas de Cacharro(s) -es el caso de Carlos Aguilera, Rogelio Saunders y Rolando Sánchez Mejía- sino, además, por la participación de Pedro Marqués de Armas, quien integró el equipo editorial de ambas. En cuanto a sus orígenes, el proyecto Cacharro(s) surgió de una iniciativa impulsada por Jorge Alberto Aguiar Díaz (JAAD), coordinador, durante los primeros años del siglo XXI de un espacio en La Habana que fue crucial para la formación literaria de las nuevas generaciones de escritores: el taller literario Salvador Redonet3. De ese semillero salieron algunos de los jóvenes que participaron del proyecto Cacharro(s), así como de otros proyectos que se vinculan a la autodenominada Generación Cero. Dos de ellos -Orlando Luis Pardo Lazo (bajo el seudónimo de Pía McHabana) y Lizabel Mónica (como Rebeca Duarte)- se unirán a Aguiar Díaz en la coordinación editorial de la revista. Otros, como Jorge Enrique Lage, Elena V. Molina y Raúl Flores Iriarte, serán sus colaboradores asiduos.

Cacharro(s) puso en el centro de sus reflexiones el totalitarismo, la censura ideológica y las ficciones del Estado, y, en este punto, resulta evidente su continuidad con la línea crítica de Diáspora(s). En su estudio acerca de lo que el proyecto Diáspora(s) significó en la esfera cultural cubana, Idalia Morejón Arnaíz sostiene que el punto de partida de esta revista fue la constatación de que

el Estado ha monopolizado el uso de la autoridad para habilitar los usos de la lengua en función de una ideología que, una vez que el país ha tocado fondo en la crisis postcomunista de los 90, se cierra también sobre el territorio nacional de la literatura. La nación, en tiempos de crisis, pasa a ser sostenida por la palabra.

Y agrega: “Diáspora(s) decide entonces crear su propia lengua literaria” [cursiva agregada] (Morejón Arnaíz, 2015, p. 198).

Es esta nación sostenida sobre una palabra que impone el poder autoritario lo que quiere atacar Diáspora(s): se entiende entonces por qué, al proponerse como objetivo crear una lengua que horade la del Estado, el campo de batalla elegido se instale, fundamentalmente, dentro de los límites de la palabra literaria. Y aquí Cacharro(s) establece una diferencia con respecto a su antecesora, pues lanza una estrategia que, en este punto, renueva los modos de embestir contra el autoritarismo. Esa estrategia, que será un signo característico de los jóvenes de la llamada Generación Cero4, consiste en aligerar las municiones de la literatura cuando esta es usada como máquina de guerra para la lucha contra el poder, pertrechándola con recursos más livianos, pero no por eso menos eficaces. Ese aligeramiento al que aludimos se revela, decimos, en la estética visual de Cacharro(s): porque si algo distingue a este e-zine son sus portadas jocosas, diferentes del tono sombrío de las de Diáspora(s). En su riguroso estudio sobre esta última la revista, Guadalupe Silva se ha detenido específicamente en el análisis de sus cubiertas. Estas, dice Silva, se caracterizan por la elección de imágenes “crudas y agresivas”: tomadas en conjunto, ellas “componen una galería de formas inhóspitas, en la que cualquier relación sentimental con las artes y la moral humana es paralizada por medio de referencias a lo in-humano a través de la máquina, el animal, el cadáver, el cuerpo torturado o distintas formas de fragmentación. Estas imágenes, unidas al diseño lacónico o “de luto” de la revista, imponen distancia al espectador, llamado a comprometer, no su “corazón” -en un acercamiento sentimental-, sino su capacidad de reflexión y juicio” (Silva, 2018, pp. 17-18). La crudeza de las ilustraciones de portada debe leerse, entonces, como un ataque a la alianza entre poesía y Estado: un ataque en el que el lenguaje de la vanguardia funciona como un arma que hace posible minar el encubrimiento lírico con el que el poder ha embellecido la ficción de su legitimidad. Así, las imágenes de cabezas tronchadas que flotan sobre una balsa, de osamentas de bueyes, de cuerpos humanos deformados o de esqueletos vestidos con traje de niños-pioneros, buscan mostrar el reverso del “lirismo de Estado” (p. 25) que alimenta al mito de la teleología insular, reverso a donde habita, relegada, aquella “tradición del no” de la que han hablado intelectuales como Antonio José Ponte (2004, pp. 112-113) y Rafael Rojas (1996, pp. 45-46). Tradición “negada y negadora”, agrega Silva (2018, p. 26), cuyo lugar de residencia, añadimos nosotros, coincidiría sin dudas en esa ciudad negada que Rodríguez pinta en su cuadro.

De esa tradición de la negatividad se nutre, indudablemente, Cacharro(s), aunque si comparamos portadas, la revista no se inclinará tanto por la vertiente de lo lúgubre y lo sombrío como por aquélla en la que se escucha la risa escandalosa del choteo, la burla que “aligera” y desarregla el orden social y sus fundamentos. Porque, aunque la filosofía de Gilles Deleuze, cuyos conceptos constituyeron núcleos centrales de exploración teórica en los talleres de Jorge Alberto Aguiar Díaz, es un hilo común que hilvana a Diáspora(s) con Cacharro(s), esta última revista, sin embargo, rescatará del vitalismo, fundamentalmente, su risa frente a toda forma de trascendencia. Y, por esta vía, la crítica al autoritarismo va a apuntar más allá de los límites del lirismo con el que el Estado acomoda el relato del origen y el telos de la nación, para dirigirse ahora no solo hacia la lengua estatal sino hacia la cultura entendida como modo de vida en su totalidad, esto es, como dimensión significante disuelta en la generalidad de lo social. Dicho de otro modo, lo que nos muestran las portadas de Cacharro(s) es una vida que la razón estatal ha organizado hasta el ridículo. A través de la reproducción de diferentes documentos y fuentes, ellas exponen fragmentos de una cotidianeidad atravesada capilarmente por la mathesis estatal en todos sus detalles. Sacadas de sus contextos originales, expuestas como restos que guardan testimonio de distintas esferas de las prácticas sociales en Cuba, lo risible emerge en la sucesión de imágenes, en el encadenamiento de esos fragmentos de la vida ordinaria que ilustran las tapas y que van escribiendo el guion de una obra propia del teatro del absurdo. Esa serie articula, en una sintaxis delirante, elementos tan dispares como una página tomada de una revista dirigida a la formación agrotécnica de los jóvenes, que desglosa los movimientos copulatorios del cerdo mediante una secuencia de dibujos que ilustran su comportamiento sexual (expediente 3); la cartilla de un “Curso de comunismo científico”, ofrecido ni más ni menos que en el hospital Psiquiátrico de La Habana (expediente 2); el carnet que acredita la afiliación de Virgilio Piñera a la Central de Trabajadores de Cuba, en el que, según se puede leerse, la ocupación que se le reconoce es la de “Traductor” (expediente 5); la conmemoración por los ochenta años de Nicolás Guillén publicada en la revista Unión, a quien se lo nombra como “el Poeta Nacional” y “pueblo él mismo”, en un texto rezumante de loas kitsch dirigidas a Fidel, a las Milicias de tropas territoriales, y a “los éxitos crecientes en la construcción del socialismo” ; el homenaje, en las páginas de alguna publicación oficial no identificada, a un Jefe de la Policía Secreta Nacional, por sus “resonantes triunfos policíacos-organizativos” y su “tenaz lucha del mantenimiento del orden”. Y así sucesivamente, entre otras estampas del costumbrismo socialista. En estas tapas creo advertir que un movimiento, sutil pero significativo, ha ocurrido desde Diáspora(s) a Cacharro(s): es cierto que el autoritarismo del Estado cubano no puede sino alimentar ese clima funéreo que se palpa en las portadas de la primera, pero es cierto, también, que el discurso altisonante con que infla su pretensión de autoridad da risa. La seriedad ridícula que se autoatribuyen los funcionarios e instituciones estatales, el sentido de trascendencia con el que éstos quieren investir hasta sus intervenciones más ordinarias termina produciendo lo contrario: cada pequeño acto de la vida diaria en el que se ponen en escena es leído por Cacharro(s) como una sátira que el Estado hace de sí mismo. Es probable, digo, que este movimiento hacia lo caricaturesco tenga que ver con que para los editores de la revista la revolución ya no produce ni siquiera el “desencanto” que Jorge Fornet atribuía a los escritores de los ‘90: a diferencia de estos últimos, los jóvenes de la Generación Cero nunca llegaron a sentir el entusiasmo revolucionario que sí tuvieron sus padres y, por tanto, tampoco compartieron su decepción (Fornet, 2003). En cambio, crecen experimentando la disociación entre un discurso socialista que el gobierno de Cuba sigue sosteniendo, aún en pleno contexto de derrumbe y descongelamiento del bloque soviético, y las dramáticas reformas que el Estado aplica en la economía de la isla desde fines de los 90, reformas que incluyeron la apertura a la inversión extranjera y al turismo, la dolarización parcial de la economía, la habilitación gradual de la actividad privada en diversos rubros, el recorte del empleo y de los servicios públicos. Por otro lado, esta generación crece, además, consumiendo los productos de una industria cultural global a la que acceden a través de bancos ilegales de alquiler de películas pirateadas en DVD y otros materiales que llegan a través del turismo. Es esa disociación, esa incoherencia entre la vida cotidiana tal como el Estado aspira a representarla y la experiencia concreta y real de los jóvenes lo que Cacharro(s) verifica con sus portadas, y esa verificación fundamenta el objetivo que propone su propuesta editorial: no es (solo) en las grandes actuaciones de la dramaturgia estatal en donde un proyecto de crítica del poder como el que se asume la revista halla sus objetos; tampoco en las imbricadas disquisiciones intelectuales por medio de las cuales los discursos de los líderes pretenden justificar sus acciones, sino, fundamentalmente, en esas escenas menores donde ese discurso, esa dramaturgia se “oxida”, se corroe y deja ver lo absurdo de los fundamentos que invoca, permitiendo que “un gesto mínimo de libertad residual” aparezca con esa constatación. Esa libertad mínima alcanza, sin embargo, para que la revista exponga los restos “cacharrosos”, los “cachirulos y chirimbolos”, los “bártulos y cachivaches” de los que está hecha la performance que monta el Estado.

Y si bien Cacharro(s) no tiene números, sino expedientes que reúnen textos literarios, filosóficos, políticos y de crítica cultural perteneciente a autores de muy poca circulación en la isla- lo que parece colocar su existencia dentro del marco de sobriedad y formalidad del trabajo con documentos, a los que incluso, en el expediente 5, se los quiere presentar como “clasificados”- en aquellas oportunidades en que es el propio equipo editorial de la revista el que habla, lo hace siempre con este mismo tono bufonesco, plagado de referencias a una cultura popular que dice la verdad mediante la risa. Así ocurre en los prólogos introductorios al número 1, en el 3, en el 6/7 y medio, y en el 8/9. Me detengo en el del expediente 1, porque es también una explicitación de la razón de ser de la revista:

1 Cacharro(s) es eso: cachirulos y chirimbolos sobre la alfombra (“mágica”) de cualquier nacionalismo literario (sublime o patético). Bártulos y cachivaches en el uniforme (y a veces uniformado) campo literario cubano, tan pacificado y conformista que ya no es campo sino edén para ciertas ficciones de estado. … 3 El provincianismo de la literatura cubana es municipal. Vivimos (y escribimos) en el limbo de una patafísica patriotera, folclorista,

desahuciada... ¿Se nos olvidó aquel grito de Rimbaud de ser

absolutamente modernos? 4

Claro, Rimbaud no es parte de la tradición insular... ni Poveda, ni

Mañach, ni Labrador Ruíz, ni Lino Novás, ni Calvert Casey, ni Cabrera Infante, ni Reinaldo Arenas, ni Manuel Granados, ni Guillermo Rosales, ni Jesús Díaz, ni Jacobo Machover, ni Rafael Rojas, ni Antonio José

Ponte, ni los autores del proyecto Diáspora(s), ni, ni, ni...

5 “Ser cultos es el único modo de ser libres”, graffiti encontrado en los muros de cualquier institución cultural oficialista (todas son oficialistas pero no todas son oficiosas). 6 “Ser libre es el único modo de ser cultos”, dicen algunos maldicientes. … 8 “La ruleta rusa del origen y destino”, dice un amigo obsesionado con el espacio nacional … Lo interrumpo porque, como Flora, estoy buscando un poco de aceite por el barrio, y le pregunto sin maldad, a la manera de los poetas adánicos que menciona Bloom: “¿dijiste nacional o necioanal?” Ríe y se aleja advirtiéndome que debo tener mucho cuidado con chistes de mal gusto. Me siento ridículo y lamento ser un automarginado de ciertas “políticas identitarias”. (Cacharro(s), 2003, pp.5-6)

La ecuación formulada por José Martí según la cual ser culto es igual a ser libre ha sido tergiversada -dice el texto- por las autoridades culturales. Estas han manipulado el significado de sus términos de modo que el resultado de esa ecuación se ha alterado radicalmente: ser culto en Cuba significa haber aceptado los límites de la definición de cultura que establece el Estado. La revista invierte la fórmula: primero está la libertad, y de esta se sigue la cultura. Así puede entenderse por qué Cacharro(s) pone al humor antes que todos los demás contenidos serios: quiero decir, si tanto en la portada como en los prólogos introductorios la estrategia consiste en provocar la risa del lector es, precisamente, porque la risa libera, permite al pensamiento escapar de los dispositivos que lo capturan a los fines cívico-disciplinarios, desarma jerarquías. La risa desvía el curso previsto para el reconocimiento de los signos, aligerando los efectos de gravedad que ellos estarían destinados a producir. Y todavía más: la apuesta por la risa es una apuesta por des-controlar las formas del acceso a la cultura, reivindicando el libre tráfico y circulación de sus materiales; es una forma sutil de expropiar a las instituciones estatales de su derecho exclusivo a administrarla y (con)fundirla con una tradición nacional congelada, sin roce con la contingencia y la conflictividad propias de la conversación y el diálogo colectivos:

11 Pero Paco, Juan, Pepe (que son varones, blancos, revolucionarios, detractores de la “globalización”) continúan con sus monólogos y se niegan a “conversar o dialogar”, y me obligan a que acepte la idea de que la Tradición Nacional es asunto de herencia, continuidad, historicismos, esencialismos, trascendentalismos, y nunca de accidentes, fugas, desvíos, equivocaciones, de robar y travestir fuera del “ámbito de la nación”. 12 Paco, Juan y Pepe sostienen que La Nación es “el reino de la cultura”. ¿Y “el reino de lo civil”? ¿Y “el reino de lo político?” Paco, Juan y Pepe son autistas enamorados de las Entelequias, los Fetiches, los Mitos Fundacionales, y los Destinos Luminosos. … “La diferencia y la exterioridad” parece decirnos la Voz Oficial son “elementos” ajenos, nada que ver con nuestra cultura y nuestra tradición. 16 Hay que citar porque Cacharro(s) también es puro canibalismo, “tráfico y lavado” de textos, latrocinio, “guerrilla literaria”, un gesto mínimo por “nuestra” libertad residual, en el país donde la mayoría de los eventos literarios, revistas, manifiestos (si los hubiera) es “arqueología, antropología, sociología, política o ideología de Estado”. … 17 Cacharros(s) es lo que queda: borra de café, chirimbolos, cachaza, y andar huyuyos. Beber y bañarnos con el agua-de-palangana-de-culo de Jarroncito Chino. (2003, pp.6-7)

“Andar huyuyos” propone el número inaugural de Cacharro(s), haciéndose cómplice de los “Espacios para lo huyuyo” (1993), de Lorenzo García Vega, residente de esa ciudad pintada por Rodríguez. “Bañarnos con el agua-de-palangana-de-culo de Jarroncito Chino”, dice también, y ahora el guiño es al poema “La gran puta” (Piñera, 2013): la revista va armando su propia comunidad y se suma, así, a lo que Rafael Rojas llama “la prole” de Virgilio Piñera (Rojas, 2013), habitante ilustre de la ciudad negada, ferviente practicante del arte de aligerar el peso de la isla.

33 y 1/3: girando hacia el pop

Esta estrategia de aligeración se intensificará en 33 y 1/3, e-zine que le sigue a Cacharro(s) cuando, en un contexto hostil, este proyecto editorial debe finalizar. Si bien los catorce números publicados -salvo el cinco- están firmados por el colectivo de jóvenes que lleva el mismo nombre que la revista y del que participaron, entre otros, Jorge Enrique Lage, Elena V. Molina, Lizabel Mónica y Daniel Díaz Mantilla, 33 y 1/3 fue una iniciativa fundada y dirigida por el escritor Raúl Flores Iriarte. Junto a Jorge Enrique Lage y Adriana Zamora, Flores Iriarte había sido uno de los animadores de Espacio Polaroid, peña que a principios del siglo XXI había albergado una serie de experiencias en las que se entremezclaban performances y lectura de textos literarios prácticamente desconocidos en Cuba, con proyecciones de video clips de música, películas y cortos de ficción. Es cierto que 33 y 1/3 participó de las disputas a nivel del campo literario -sea recuperando para el archivo a autores exiliados, sea publicando textos de escritores que no circulan en la isla-; sin embargo, su novedad principal consistió en que supo registrar y exponer un mundo de prácticas y consumos culturales que estaban ocurriendo, sobre todo, entre los más jóvenes, cuya presencia en las publicaciones “legales” era, hasta entonces, escasa o nula. Así, la revista puso en evidencia el hecho de que los mensajes socialmente más significativos y con mayor impacto en la configuración de las subjetividades en la Cuba de la primera década del 2000 no estaban construyéndose de acuerdo a las regulaciones ideológicas y retóricas impuestas a través de “ las Entelequias, los Fetiches, los Mitos Fundacionales, y los Destinos Luminosos” -como afirmaba con sorna Cacharro(s)- sino que estaban ocurriendo en el lenguaje de una cultura global que traspasaba las fronteras nacionales y redefinía las identidades, especialmente las de las nuevas generaciones. 33 y 1/3 fue una ventana que daba acceso a estas transformaciones en curso, “negadas” en la cultura oficial: basta detenerse en el collage montado en la portada del primer número para comprobar hasta qué punto estos jóvenes buscaban hablar de lo que eran y cómo eran. Allí se muestra un grupo de muchachos y muchachas distendidos, desparramados en el banco de algún parque público, uno con una camiseta de Marilyn Mason, otro con una botella de alguna bebida alcohólica, otra con anteojos negros; relajados, despreocupados, al sol. En la parte inferior de la tapa, aparecen los rostros de The Beatles, alusión doblemente provocativa en el contexto cubano: por un lado, por la importancia fundamental de esta banda dentro la historia de la emergencia de los jóvenes como nuevos sujetos políticos en los países occidentales -historia en la que, sin dudas, la música rock estuvo intensamente involucrada- ; por otro, porque los cuatro de Liverpool quedaron asociados a las medidas de censura que prohibieron su difusión a través de la radio, adoptadas por las autoridades culturales durante el traumático capítulo de sus políticas culturales que se conoce como “quinquenio gris”. La foto de la portada puede, entonces, leerse no solo como una reivindicación de la banda británica, y a partir de ella, una reivindicación a la música en inglés en un contexto en el que los productos de la industria cultural global permeaban cada vez más las fronteras de la isla; también debe leerse como afirmación de un emblema de la juventud en tanto sujeto que reclamaba el derecho la palabra en la escena pública, ensayando nuevas formas organizativas y apropiándose por su cuenta de los instrumentos de comunicación, controlados por el Estado.

Pese a que compartieron los nombres de muchos de sus colaboradores, de Cacharro(s) a 33 y1/3 se produce otro giro que marca una diferencia entre sus proyectos. Las subjetividades que expone 33 y 1/3 no parecen ocuparse tanto de los “cachirulos y chirimbolos” que adornan la cómica seriedad del discurso estatal, sino más bien de otro tipo de chatarra: esa que produce la vasta usina de la cultura mediática y masiva, la literatura de géneros, el cine clase b, la música que se escucha en las emisoras comerciales del mundo occidental, los videos de MTV, la pop culture.

¿Qué encontraba allí el equipo editorial de 33 y 1/3, qué lectura crítica del presente en Cuba le permitía realizar? En esos artefactos culturales, sostengo, sus jóvenes editores hallaron recursos formales e ideológicos para desarmar -en el doble sentido de desmontar una estructura y de quitar las armas- un orden cultural que gravitaba alrededor del objetivo político de formación de la conciencia revolucionaria (Kumaraswami, 2016). Porque esa cultura de masas global, frecuentemente asociada a los aparatos ideológicos que forjan la identidad del sujeto consumidor requerida por el capitalismo, asumía en el caso de 33 y 1/3 un valor subversivo, puesto que hacía posible la articulación de mensajes en un lenguaje que escapaba al lenguaje propio de la oferta cultural del estado socialista, y que era, en gran parte, el lenguaje de los jóvenes.

En este sentido, podemos afirmar que la apertura de esta revista hacia los productos de la industria cultural global, pero también hacia cierta literatura norteamericana que, desde la generación beat hasta la novela posmoderna, se ha caracterizado por la exploración crítica de la pop culture, no tuvo tanto el propósito de “importar” productos mediáticos o textos literarios -y por tanto, modelos de pensamiento, concepciones de mundo- traducidos (a veces incluso por los propios editores) y “adaptados” al sistema cultural propio, como de “extrañar” o volver extraña para sí misma a la cultura cubana, sacándola de los lugares comunes que constituían el terreno de lo pensable en la isla. Este trabajo de desplazamiento o desvío de las correspondencias automáticas y cristalizadas no es otra cosa que la “recuperación de la voz” a la que se refería Pía McHabana -seudónimo de Orlando Luis Pardo Lazo que repite los juegos de palabra del grupo McOndo- en un texto publicado en el número cinco de 33 y 1/3. El texto reconstruía un linaje de revistas -primero Orígenes, luego Diáspora(s), luego Cacharro(s)- que, pese a su existencia “negada”, dejaron una huella profunda en la ciudad letrada cubana, y lo actualizaba inscribiendo en él a 33 y 1/3, cuyo aporte a esa tradición negativa, afirmaba McHabana, se valía de otras estrategias:

… ¡ay, qué sería de la nuestra, si no fuera por esas milenarias culturas pop! En una epoquita tan apoquitalíptica, ¿cómo recuperar la voz? “Quien tartamudea, triunfa”, decía mi abuela Delicia Gil. Así que, antes que indigestarse con esos altisonantes speeches locales, mejor atracarse con un racimito de peeches de importación. ¿Y la (s)? Bien, gracias, ¿y utté? (s/p)

En ese juego entre speeches y peeches, de la “(s)” que se añade y se saca, de alteración de la lengua extranjera que es también de extrañamiento de la propia, se juega la propuesta de 33 y 1/3. El discurso “altisonante” de la autoridad cultural, afirma, es indigesto, desnutre la creatividad. Si la pregunta fundamental es cómo recuperar la voz, la respuesta, dice el texto, debe buscarse por el lado de un tartamudeo que horade el “bien decir”, que desfigure sus consensos y convenciones introduciendo las formas menores de la cultura popular y de elementos de culturas extranjeras -en especial, angloestadounidense-.

Lo mismo y de manera contundente viene a decir “El color de la sangre diluida”, relato alegórico de Jorge Enrique Lage publicado en el número 4 de 2006 de 33 y 1/3. Se trata de un texto de tono belicoso, que, por serlo, puede leerse en clave de manifiesto. Al comienzo del relato, el narrador -un escritor de nombre JE, autoficción del propio Jorge Enrique- le escribe a la actriz Christina Ricci para invitarla a realizar una sesión de fotos en su casa, en Cuba, fotos con las que ilustrará la tapa de su próximo libro. Después de enviarle un e-mail, nos enteramos de que JE debe salir a realizar un trabajo junto a un grupo de amigos -presumiblemente otros escritores, en tanto sus nombres e iniciales corresponden a los de algunos de los integrantes del equipo editorial de la revista- para sacarse, dice, un “peso de encima”. Con su motosierra en la mochila, acude al lugar de la cita: una antigua casona en la periferia de La Habana, a la que describe como “Tan colonial. Tan histórica. Tan patrimonio”. Allí están esperándolo sus cómplices, equipados con armas varias: una katana Hattori Hanzo, “regalo de Uma Thurman”, y un punzón. Uno de ellos está leyendo un número de la revista Rolling Stone “con los personajes de South Park en la tapa”. Deliberan un rato; tratan de definir -dice el narrador- “una estrategia básica”: “R muestra un plano de la casona. Un plano inventado por él, obviamente, porque nunca ha puesto un pie allá dentro. De todas formas, no hay mucho que planear” (Lage, 2006, s/p).

Ingresan entonces en la casona, habitada por seres cuya identidad no es dada a conocer al lector. Los residentes son sistemáticamente rebanados con la motosierra, destripados con el punzón, descabezados con la katana, acumulando miembros y pedazos en una verdadera “piñata de órganos”. El exterminio de los habitantes de la casona se va cumpliendo con máxima eficacia; ante tal muestra de coordinación colectiva, el narrador reflexiona: “Sigo golpeando con fuerza y salpicándome con astillas de pellejo y pelo y materia gelatinosa y entonces se me ocurre (soy capaz de abrir un paréntesis en los sitios más desequilibrados, al borde del abismo) que deberíamos formar algo así como un grupo literario” (s/p). Cuando parece que todos los habitantes del edificio están muertos, se escucha una tos en una habitación cerrada. Voltean la puerta a patadas, y encuentran, escribiendo, a Ángel Escobar. “No le digan a nadie que estoy aquí”, dice el poeta suicida, y pide que apaguen la motosierra. “Un silencio más tarde -continúa el narrador- Michel se adelanta con la Rolling Stone en una mano y la espada en la otra” (s/p). Escobar le agradece el regalo. Los cuatro amigos abandonan la casa, pero aún queda por serruchar algo más:

Totalmente coloreados y goteantes y así salimos a la calle. Noche despejada. Noche profunda. Las estrellas derramando años luces sobre este pudridero del mundo, como escribió hace tiempo el poeta Escobar. Una palma se alza en el patio exterior. Yo cierro los ojos: como flecha disparada por un arco reflejo me siento correr hacia ella, el tronco mordido por la sierra, la música de los dientes en la madera, la sensación splatter de rebanar un cuerpo. (s/p)

Tras esta última acción terrorista, el narrador medita: “Lo único seguro es un contrapeso que nos hemos quitado de encima. Y lo mejor de todo es que al llegar a mi casa por fin (¡por fin!) podré sentarme a escribir sin agobios ni necrofilias” (s/p). Así lo hace: vuelve a su casa y retoma el proyecto de su libro; Christina Ricci ha llegado, comienza la sesión de fotos.

El cuento puede leerse, sin dudas, como una declaración de guerra: guerra contra la casa donde se preserva la Cultura con mayúscula, guerra contra la institución de la literatura como máquina generadora de relatos acerca de la identidad nacional, y hasta guerra contra las palmas, símbolo supremo de la cubanidad. Interesa examinar aquí los medios y los fines de esa lucha. Los medios son extraídos de esa gran cantera de operadores ideológicos que la cultura audiovisual y la pop culture global han acuñado: citas en inglés de la serie animada South Park, armas que remiten al cine splatter -una espada japonesa cuyo filo conocemos por la saga de Kill Bill, de Quentin Tarantino, una motosierra al estilo Leatherface de Masacre en Texas- y una revista Rolling Stone, ofrendada reverencialmente a quien fuera uno de los nombres más importantes en la tradición iconoclasta cubana. Los fines son “sentarse a escribir sin agobios ni necrofilias”, atacar una concepción legitimista de la cultura al elegir la foto de Christina Ricci para ilustrar la tapa de un libro, validar las operaciones de lectura de un lector que, ignorando jerarquías y protocolos exigidos para leer literatura, traza inesperados puntos de conexión entre los versos de Ángel Escobar -aquel que escribió “Yo vine al mundo de visita/para crear dificultades”- y el mundo del que habla la Rolling Stone. Una última finalidad: es considerar, habida cuenta de este deseo conspirativo compartido, la posibilidad de formar un “grupo literario”. O, yendo más lejos todavía, es declarar que la revista en la que el lector está leyendo el cuento es la revista que escribe ese grupo: hacerlo ver, inferir, a través de sus páginas electrónicas que funcionan como indicio, la existencia real de esos sujetos negados que reclaman su derecho a ocupar el espacio de la ciudad en un tiempo que es el del presente.

Palabras finales

Comenzamos este trabajo mirando la pintura de Rodríguez: una pintura, decíamos, que paradójicamente da a ver a aquello que se invisibiliza; aquello que, excluido del espacio de lo común, queda en principio negado. Pero solo en principio: porque lo que verifica el cuadro es la presencia real que esto que se niega tiene en la urdimbre de la ciudad, entendida no solo como espacio físico que se ocupa, sino como espacio que se habita. Y si, como ha dicho Walter Benjamin, “habitar significa dejar huellas” (Benjamin, 2012, p. 56), entonces estas huellas, en tanto indicios, delatan una relación de contigüidad real con quien las ha producido. No importa cuán negada sea la fuente de la procedencia, sus marcas están allí, activas. Al señalarlas, al ponerles nombre, la pintura de Rodríguez señala su capacidad de producir efectos: trazan, como las calles de una ciudad, recorridos de sentido. Esa ciudad, con sus calles y avenidas, constituye la figura más adecuada para representar gráficamente una tradición, ya que, aun negada, ésta no deja de ser una demarcación de vías por las que discurre lo pensable y lo decible, que propicia encrucijadas, desvíos, puntos de encuentro con lo ya dicho y pensado por otros. Situados en el presente y a más de una década de las experiencias editoriales independientes que hemos repasado aquí, podemos rastrear las huellas o caminos que abrieron estos e-zines que, aunque negados en el circuito oficial de la cultura, fueron editados, escritos, leídos y compartidos en el marco de una comunidad que esas mismas publicaciones contribuyeron a construir y visibilizar. El aligeramiento del peso de las instituciones, el recurso al humor, los guiños hacia el pop y la cultura de masas y la reivindicación de los consumos culturales propios de los jóvenes desde principios del siglo XXI son algunos de sus rasgos.

Quisiera terminar haciendo un contrapunto entre Ciudad negada y otra obra, producida esta vez en el campo de las artes audiovisuales. Se trata del video La plaza vacía (2012)5, realizado por la artista cubano-americana Coco Fusco con texto en off de la creadora del blog Generación Y, Yoani Sánchez. El punto de partida del video fueron los acontecimientos ocurridos durante la primavera egipcia, ocurrida en 2011, que tuvieron a la plaza Tahrir como escenario principal de la revolución que culminó con el derrocamiento del régimen de Hosni Mubarak. La ocupación de esa plaza por parte del pueblo egipcio llevó a Fusco a preguntarse por los motivos por los cuales un espacio público común es apropiado activamente o vaciado en distintos momentos. Dice Fusco: “la ausencia de público en algunas plazas parecía casi tan resonante y provocativa como su presencia en otras” (Fusco, 2012, s/p); esa es la incógnita que intenta despejar el video, pero a propósito de la Plaza de la Revolución, uno de los espacios políticos más emblemáticos de La Habana. A través de una reflexión que recurre a material de archivo para leer el presente, la obra ofrece una provocadora respuesta acerca del caso cubano.

“La Plaza de la Revolución es uno de esos lugares -un anfiteatro inhóspito, severo- donde todos los grandes eventos políticos del siglo pasado han estado marcados por coreografías de masas, demostraciones militares y retóricas floridas”, sostiene la autora (2012, s/p). Pero en contraste con la toma de la plaza Tahrir, lo que muestra el trabajo de Fusco es que esta Plaza central de La Habana no solo es hoy un espacio vacío, sino que ella demarca, sobre todo, una zona por la que los cubanos evitan pasar. Si el cuadro de Rodríguez mostraba una tradición invisibilizada pero potente, activa, en tanto, como las calles de una ciudad, esa tradición sigue orientando los pasos de los nuevos escritores, la Plaza de la Revolución solo funciona como espacio público cuando el Estado moviliza a las masas. En ese sentido, este lugar de La Habana es el reverso de la ciudad negada: ella representa la ciudad institucionalmente “afirmada” de los actos oficiales y de las manifestaciones. Nadie la usa para pasear, para llevar a sus hijos a jugar o para dar un beso, dice el texto que lee la voz en off, mientras muestra las imágenes de una explanada totalmente desolada. La plaza está siempre vacía: solo se llena cuando las autoridades dan la orden. O cuando llegan los autobuses de turistas, que se sacan fotos en ella para mostrar, ya de regreso en sus países, que estuvieron en “el mismísimo punto rojo de la Cuba roja”. La plaza, dice la voz, se ha convertido en una mercancía que se compra con moneda convertible, en una postal que se vende en los locales turísticos del centro o que decora los lobbys de los hoteles. No tiene ni un solo árbol; es una enorme explanada rodeada de edificios ministeriales que imponen temor y respeto, y la calle que la rodea, “la más cuidada y limpia de toda la ciudad”, expone los cuerpos a un calor insoportable. La Plaza de la Revolución, concluye el texto en off, “es uno de esos lugares de los que se quiere salir rápido”. Al cotejar imágenes de archivo que muestran a multitudes desbordantes en desfiles militares, homenajes a la estatua de Martí o manifestaciones populares, con las que muestran el predio habitualmente despoblado de la Plaza de la Revolución, el video ofrece un contrapunto entre los momentos en que el Estado conmina a la ciudadanía a llenar el relato de la Historia con mayúsculas y el vacío espontáneo que caracteriza este lugar. En esta dimensión cotidiana, ordinaria, pero común en todos los sentidos de la palabra, la gente de a pie, los paseantes o los deportistas que salen a correr desisten de atravesar ese sitio en “donde tantas veces se gritó paredón”. Las auras tiñosas que sobrevuelan sobre la estatua de Martí -aves que en el imaginario popular están asociadas a la muerte- han hecho de este espacio su sitio predilecto; los guardias vestidos de uniforme verde olivo, se nos dice, resguardan la plaza de cualquier muestra de frivolidad o irreverencia, y el vacío, que es su signo característico, no hace más que acrecentar la sensación de vigilancia permanente. Sin embargo, advierte la narradora en off, muy cerca de ahí, desde el barrio popular de la Timba, llegan los sonidos de “tambores y risas”, el bullicio de la vida real de la gente. “A menos que haya una convocatoria anunciada durante semanas en los medios oficiales, nadie hará estancia en aquél (sic) terreno castigado por el sol … el sitio solo cobrará vida cuando se organice algún acto”, concluye la relatora.

A diferencia de la ciudad negada que saca a luz la pintura de Rodríguez, la plaza es un lugar de visibilidad máxima, transparente. Y, sin embargo, dice Fusco, no es ahí en donde está el pulso de la ciudad. Porque este lugar, uno de los símbolos más importantes en la vida política de La Habana, no es ni foro de expresión de las diferentes expresiones que dinamizan la sociedad cubana, ni solar propicio al encuentro o al intercambio. Este espacio ha sido diseñado para que la palabra que el líder le dirige al pueblo -enunciatario indiferenciado y homogéneo- sea escuchada y asentida, afirmada. El reverso de esa imagen afirmativa hay que buscarlo en otro lugar: en esas experiencias que, como las revistas digitales que hemos examinado aquí, montaron a principios de siglo otra escena, hicieron lugar a otros sujetos y pusieron a circular otros sentidos que se desviaban de los defendidos por las instituciones culturales oficiales. Como los tambores y la risa que vienen desde ese barrio marginal de La Habana, introdujeron un ruido que, a través de una movida editorial independiente que crece desde entonces, ha venido desdeñando solemnidades y oxidando las armaduras discursivas del Estado.

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1La foto del lienzo puede verse en el perfil de Facebook de Galería Habana: Galería Habana. (5 de febrero, 2016). René Francisco. Ciudad Negada [Post de Facebook]. Recuperado de https://www.facebook.com/ galeriahabana/photos/a.1630096553881676/1966381913586470 [Consultado el 15/9/2022].

2La frase de Carlos Aguilera tuvo lugar durante el conversatorio realizado en el marco de las Jornadas Internacionales Artes, literatura, revolución y poder en América Latina, organizadas por la Universidad Nacional de Mar del Plata entre el 12 y el 17 de julio de 2021. Puede consultarse el registro online de esa conversación en el perfil de Facebook Jornadas Literatura, Artes, Revolución y Poder en América Latina: jornadasarteslit2020 [Perfil de Facebook]. Recuperado de https://www.facebook.com/watch/jornadasarteslit2020 [Consultado el 15/9/2022].

3Al respecto, véase “Talleres literarios en Cuba: los espacios de JAAD” (Viera, 2022).

4No sin polémicas, se conoce bajo el rótulo de Generación Cero a un grupo de escritores y escritoras nacidos en la isla entre finales de los setenta y principios de los ochenta del siglo XX. Tal etiqueta designaría, antes que a una “generación” en el sentido que al término se le ha dado en la historia tradicional de la literatura, el punto cero a partir del cual estos autores comienzan a publicar: el año 2000. (Dorta, 2015; Pardo Lazo, 2013 [ Sampsonia Way, 29 de julio, 2013].

5El video La plaza vacía puede verse en Niio Ediorial (s.f.). Niio X SOUTH SOUTH: showcasing video art from the Global South. Recuperado de https://www.niio.com/blog/niio-x-south-south/ [Consultado del 15/09/2022].

Recibido: 15 de Marzo de 2023; Aprobado: 20 de Mayo de 2023

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