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Mora (Buenos Aires)

versão On-line ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) vol.28 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dez. 2022

http://dx.doi.org/10.34096/mora.n28.8615 

Articulo

La responsabilidad de la ficción. Debates en torno al“problema Lolita”

The Responsibility of Fiction. Debates around the "Lolita problem”

Daniela Dorfman1 

1 LICH- UNSAM ddorfman@unsam.edu.ar.

Resumen

Este artículo examina las polémicas desencadenadas por Lolita, de Vladimir Nabokov, en dos momentos: la primera edición en castellano, hecha por Sur en 1959, y su relectura después del movimiento de mujeres iniciado en 2015. Con foco en Argentina pero con­siderando el diálogo transnacional que suscitó, reflexiono sobre los cuestionamientos que la novela provoca a nociones establecidas de autonomía literaria y sobre la exis­tencia social de la literatura. El artículo relaciona la pregunta que hacen las relecturas feministas -cómo la cultura legitima el orden sexual que se está tratando de impug­nar- y la pregunta que se le hace al feminismo -si está dispuesto a promover tabúes y moralizaciones- atendiendo la tensión entre autonomía y relevancia que esto produce.

Palabras clave: Lolita; Vladimir Nabokov; autonomía literaria; feminismos; género

Abstract

This article examines the controversy around Vladimir Nabokov’s Lolita, in two diffe- rent moments: its first Spanish edition in 1959 by Sur, and its re-readings in the wake of the women’s movement after 2015. Focusing on Argentina but taking into account the transnational dialogue the book sparked, I reflect on the problems Lolita poses to the established notions of literary autonomy. The article looks at both the question asked by feminists -How does culture legitimize the very sexual order that society is trying to debunk?- and the question thrown at feminists -are feminisms willing to promote taboos and moralizations- in order to shed light on the tension between autonomy and relevance.

Keywords: Lolita; Vladimir Nabokov; literary autonomy; feminisms; gender

Cuando, en 1959, la editorial Sur publica en Argentina la primera edición en castellano de Lolita -de Vladimir Nabokov- en el mundo, el fiscal Guillermo de la Riestra la denuncia por inmoral y la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires la prohíbe y la saca de circulación. La revista Sur dedica, entonces, 32 páginas de su número 260 (septiembre/octubre 1959) a lo que pasará a llamarse el “caso Lolita”.

Más de medio siglo después, en febrero de 2018, la escritora española Laura Freixas publica en el diario español El País un artículo titulado “¿Qué hacemos con Lolita?” y desencadena una serie de reacciones y debates que reabren la polémica no ya desde la moral pacata de finales de la década de 1950, sino desde una recepción históricamente nueva que actualiza un sentido del texto en el contexto actual del movimiento de mujeres. La pregunta incómoda que plantean las relecturas feministas es cómo la cultura legitima el orden sexual que se está tratando de impugnar; como contrapartida, se le pregunta al feminismo si está dispuesto a promover tabúes, cen­suras y moralizaciones.

Si, como dice Derrida (2017), “no hay texto anterior o exterior a la lectura” (p. 136) y lo literario, la literariedad, no es una propiedad intrínseca del texto sino el correlato de una relación intencional hacia él que integra en sí misma la conciencia de unas reglas convencionales (es decir, sociales), creo que es relevante preguntarse cuál es la experiencia de lectura de este texto, con frecuencia leído como una historia de amor, después de los cambios impulsados por el movimiento de mujeres, el “Ni Una Menos” y el “Me Too”. ¿Puede la lectura de Lolita ser, todavía, una experiencia “meramente” literaria? ¿Podemos hoy establecer una relación exclusivamente literaria con la historia de un hombre maduro al que le gustan las nenas, que rapta y viola diariamente durante dos años a su hijastra de doce?

Este artículo examina los problemas planteados por Lolita y las polémicas que su recepción desencadenó en dos momentos específicos: su edición en castellano en 1959 y su relectura y reedición después del movimiento de mujeres iniciado en 2015. Con foco en Argentina pero teniendo en cuenta el diálogo transnacional que suscitó, reflexiona sobre los problemas que Lolita plantea a nociones establecidas de autonomía literaria, autor, responsabilidad y moral, así como sobre los límites y posibilidades de una recepción históricamente nueva, la existencia social de la literatura, y sus modos de inscripción en los debates actuales.

Cuando, en 1959, la editorial Sur publica la primera edición en castellano de Lolita -de Vladimir Nabokov- en el mundo, el fiscal Guillermo de la Riestra la denuncia por inmoral y la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires -que tiene por entonces poder de policía de las buenas costumbres- la prohíbe y la saca de circulación. La revista Sur dedica, entonces, 32 páginas de su número 260 (septiembre/octubre 1959) a lo que pasará a llamarse el “caso Lolita”: organiza una encuesta sobre las facultades del poder político de censurar obras literarias y sobre los límites y criterios de esa facultad, y publica -además de las respues­tas de gran cantidad de escritores- una nota editorial, una “Declaración de un grupo de intelectuales”, una “Declaración de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE)”; y también, una nota del diario anunciando la próxima publicación de Lolita en Inglaterra, un apartado sobre los recientes cambios en la ley de obscenidad inglesa, y un artículo de Nigel Nicolson, miembro de la “Cámara de los Comunes” que defendió la novela.

La solicitada de la Sociedad Argentina de Escritores, que en el IV Congreso de Escritores en Mendoza había impulsado una campaña de “limpieza contra la tor­peza pornográfica que ensucia los kioscos de publicaciones", marca una diferencia entre la “depuración de las publicaciones desembozadamente pornográficas" [subrayo yo] y “la prohibición de un libro de la calidad literaria de Lolita". No discute la calificación de libros ni la prohibición de la pornografía, sino que sostiene que la gran literatura expone vicios pero “la calidad literaria realiza, justamente, un fenómeno de trasmutación espiritual de tales impurezas" (Mayr, 2010: párr. 4). Es decir que la SADE acepta la distinción entre obras morales e inmorales, que Oscar Wilde famosamente discute -reconociendo como única distinción la de obras bien o mal escritas-, pero ve en la literatura de calidad una posibilidad de sublimación.

Este estatuto particular del arte había sido dirimido ante la Justicia un siglo antes, en los juicios que en 1857 el abogado imperial Ernest Pinard entabló en Francia contra Gustave Flaubert y contra Charles Baudelaire con solo seis meses de diferencia -cuyas actas completas publicó Mardulce editora en Argentina con el significativo (aunque algo equívoco) título El origen del narrador, en 2011-. Flaubert apenas terminaba de publicar Madame Bovary por entregas en La Revue de Paris cuando Pinard lo demanda por “ofensas a la moral pública y a la religión" ([2011] 2013: 15). En el juicio el abogado de Flaubert, Jules Sénard, argumenta que el libro busca incitar la virtud mediante el horror al vicio, alaba el realismo de la historia, su “fidelidad completamente daguerriana" (p. 56), y concluye afirmando que, de todos modos, “la literatura tiene sus prerrogativas" (p. 67).

El 20 de agosto de 1857 es el turno de Baudelaire, también acusado de ofender la moral con lo que Pinard ve como “su principio de pintarlo todo, de ponerlo todo al desnudo. Hurga[r] en los más íntimos repliegues de la naturaleza humana", a la cual “exagera sobre todo en sus aspectos más horrorosos" (p. 133). Entre uno y otro juicio Pinard aprende y, anticipando lo que va a argumentar la defensa (“La primera objeción que se me hará será esta: [...] que el autor ha querido pintar el mal y sus engañosos halagos para poner en guardia contra él", p. 138) adelanta el contraargumento de una supuesta irracionalidad y debilidad del lector frente a la literatura. Tal como previó, el abogado presenta a Baudelaire casi como un moralista, menciona el antecedente de grandes autores absurdamente prohibidos (Moliere, entre otros) y afirma que hay diferencia entre representar el mal y aprobarlo.

El Tribunal absuelve a Flaubert pero condena a Baudelaire, imponiéndole una multa y la supresión de seis poemas de la compilación.1 La diferencia en el veredicto qui­zás se explique, al menos en parte, por el hecho de que se trata de una novela en el primer caso y de poemas en el segundo, lo que pudo haber producido una mayor identificación entre autor y “yo poético" -en este último- que entre autor y narrador o, incluso, entre autor y personajes. Aunque se repite frecuentemente que con estos juicios se estableció la distinción moderna entre autor y narrador, lo que se establece es más precisamente una diferenciación entre autor y escritor, justamente al deslin­dar que no puede responsabilizarse penalmente a la persona del escritor por lo que escribe en tanto que autor. De esta manera, el alcance de la responsabilidad penal fue definitorio de la autonomía literaria y de la función autor.

Quizás tenía razón Flaubert al decir en sus cartas que su caso fue en verdad pretexto de “une affaire purement politique" (Dupray, 2007: 228) con la revista “en sa qualité de journal hostile au gouvernement",2 pero los juicios por inmoralidad eran no

Los poemas suprimidos fueron los números 20, 30, 39, 80, 81 y 87, excluidos por casi un siglo hasta que, en 1949, el Tribunal Supremo revisa y anula la sentencia de 1857 y los poemas son reincorporados.

En su carta a Mme. Maurice Schlésinger, el 14 de enero 1857, dice: “La Revue de Paris ou j’ai publié mon roman (du 1er octobre au 15 décembre) avait déja, en sa qualité de journal hostile au gouver­nement, été avertie deux fois. Or, on a trouvé qu’il serait fort habile de la supprimer d’un seul coup, pour fait d’immoralité et d’irréligion; si bien qu’on a relevé dans mon livre, au hasard, des passages solo frecuentes sino efectivos como herramienta del Estado para controlar lo que se escribía, se publicaba y se leía. Y van a seguir siéndolo aún cien años después, a pesar del establecimiento indiscutido de la autonomía del arte. Esta continuidad evidencia que la autonomía del arte es un proceso gradual, que no es algo dispuesto de una vez y para siempre sino que está siempre siendo cuestionada y reafirmada mediante negociaciones que son específicas a cada momento histórico. Qué y cómo la sociedad o el sistema judicial cuestionan al arte en cada nueva instanciación de ese proceso, y cómo el arte se defiende, responde a las concepciones vigentes en ese momento acerca del rol y las atribuciones del arte y del artista.

En 1959, Nigel Nicolson dice en el artículo que Sur reproduce, que Lolita echa sus manos sobre la “puritana conciencia inglesa" justo cuando los ingleses recapacitaban sobre su actitud hacia la censura sin preguntarse si el valor literario excusa la inde­cencia o si la frase “obra de arte obscena" es una contradictio inadjecto. Para defender la novela, entonces, la califica de “perversión sexual que todos miramos con horror" pero la compara con un informe sobre un campo de concentración: tras su lectura nadie se sentiría inducido a empujar al vecino a una cámara de gas.

En este artículo Nicolson dice que Inglaterra no veía un caso así desde la condena en tribunales de El amante de Lady Chatterley de D. H. Lawrence, prohibida desde su aparición en 1928 y solo publicada en una versión fuertemente recortada por la censura inglesa. Él no podía saberlo, pero la comparación no debió favorecer a Lolita dado que al año siguiente, en agosto de 1960, Inglaterra lleva a juicio al editor de Penguin Books, Sir Allen Lane, por publicar íntegra la novela de Lawrence. Este nuevo caso va a atraer mucha atención porque pone a prueba el nuevo Obscene Publications Act que por primera vez abre una posibilidad de circular para publicaciones que podrían ser consideradas inmorales, si se prueba su mérito literario.

En cada época el sistema legal contemporáneo intenta definir qué es lo socialmente aceptable en el arte y la literatura de ese momento de acuerdo a las leyes pero tam­bién de acuerdo a las representaciones sociales sobre el rol y el poder simbólico de lx escritorx. En Literary Trials. Exceptio Artis and Theories of Literature in Court (2016) Ralf Grüttemeier señala que a lo largo de la historia de los juicios a escritorxs por su producción literaria aparece repetidamente un temor de las cortes a quedar en ridículo si se alejan demasiado de las teorías sociales del arte consideradas legítimas en ese momento. Dado que el sistema judicial necesita respetabilidad para sostener su poder, el riesgo de resultar risibles favorece un traslado al campo legal de lo que el campo literario considera ideas válidas sobre la lectura, y no al revés. Los argumentos dados en los procesos judiciales muestran, por eso, no solo las valoraciones y concepciones de la literatura en una sociedad determinada sino también cómo distintas teorías y políticas de la literatura ingresan al campo legal y convierten a los juicios en escenario de discusiones estéticas, en negociaciones sobre los límites de una y otra esfera y, de esa manera, posibilitan que veamos cambios culturales, sociales, y jurídico-judiciales.

El texto de Grüttemeier (2016) menciona explícitamente que el Obscene Publications Act (1959) con que se juzga El amante de Lady Chatterley en 1960, inaugurando la consideración de los méritos literarios en los juicios por inmoralidad, habría sido aceptado por parte del partido conservador inglés por miedo a resultar ridículos si no lo hacían. Durante los meses que dura el juicio, la defensa de Penguin Books apela a la opinión de especialistas para demostrar que la novela, que narra trece encuentros sexuales entre una aristócrata y un campesino, tiene calidad literaria. Pero, cuando el jurado absuelve a la editorial, la prensa de la época sostiene que lo que definió el veredicto, lo que decidió al jurado a permitir la circulación de la novela, no fueron sus méritos literarios sino un error del representante del Estado: Mervyn Griffith-Jones había preguntado al jurado si aprobaría que sus hijos o su mujer leyeran este libro, y en ese momento la defensa supo que ganaría el juicio porque la sociedad inglesa ya no - estaba dispuesta a tolerar que el Estado decidiera qué podían o no leer sus mujeres-.

En Argentina, Sur impulsaba el mismo debate un año antes, a partir de Lolita. El hecho de que la traducción no apareciera bajo el nombre del traductor (Enrique Pezzoni) sino con un pseudónimo (Enrique Tejedor) puede ser indicativo de que el grupo Sur (al que Pezzoni pertenecía) era consciente de los problemas legales que esta publicación podía traer (Larkosh, 2013: 220). El grupo de intelectuales -entre los que figuraban José Donoso, Alberto Girri, Tomás Eloy Martínez, Virgilio Piñera y Leopoldo Torre Nilsson- va a decir:

Prohibir la libre circulación y por lo tanto el libre examen de una obra de carácter literario, de un autor de prestigio mundial, por apreciaciones subjetivas de un funcionario público respecto a la presunta moralidad o inmoralidad de la citada obra, implica una grave amenaza para toda actividad espiritual [...] Los que firmamos esta declaración no compartimos un juicio unánime respecto a la citada obra. Pero entendemos que, dada su jerarquía artística, ninguna autoridad pública está realmente facultada para impedir la libre polémica por parte de los intelectuales y el libre examen por parte de los lectores. (Mayr, 2010: párr. 5; el destacado es mío)

Pero la Corte Suprema de Justicia convalida, en su fallo del 27 de diciembre de 1963, el decreto municipal que había calificado a Lolita de inmoral (Decreto 7718/59), y responde:

No parece susceptible de debate que, con fundamento en la necesidad y el deber de preservar la moral pública, asistan al Estado las facultades indispensables para impedir la circulación y venta de obras y publicaciones inmorales, porque ello es parte del poder de policía, en lo atinente a las buenas costumbres. (Mayr, 20i0:párr. 6)

El caso tiene que haber sido conflictivo para el escritor argentino Jorge Luis Borges, tratándose de una prohibición estatal (a lo que él siempre se oponía) de una obra erótica (lo que lo incomodaba). Su intervención en Sur es poco contundente: dice que no leyó ni piensa leer la novela y lo justifica con una broma sobre cómo la longitud del género no va bien con la oscuridad de sus ojos ni con la brevedad de la vida, y esta toma de distancia respecto del texto lo salva de referirse al rol de la calidad literaria.

Dada la oposición de Borges a toda intromisión estatal, es sorprendente que apenas se refiera a la censura al final, donde se limita a ironizar que “las autoridades muni­cipales no deben usurpar esta función del Poder Judicial". Pero el diario de su amigo y colega Adolfo Bioy Casares explica esto, en parte, en la entrada del 21 julio de 1959 donde cuenta que comiendo con otro escritor argentino, Manuel Peyrou, Borges dice:

Me habló [José] Bianco para que firmara un manifiesto de protesta porque la Municipalidad secuestró el libro Lolita. Yo lo firmé, para no pelearme para toda la vida con Victoria [Ocampo], pero creo que Sur no debería publicar libros así ni como Lady Chatterley’s Lover. Creo que es lícito juzgar los libros por cómo se leen. (Bioy Casares & Martino, 2006: 531)

El establecimiento de ese “cómo se lee" va a ser uno de los puntos centrales de la discusión, porque definir “cómo se lee" un texto le permite a la ley medir la moral del libro contra una supuesta moralidad social común -la moralidad desde la cual se lee-. Este criterio supone una articulación entre literatura y moral diferente a la que proponía la SADE, en la que ya no se trata de la calidad literaria ni de la ficción sino que, según la ley, sería justamente el realismo, la conformidad con una moral real dominante lo que determinaría la aceptabilidad o no de un texto determinado.

Posteriormente, Sur pudo volver a editar la novela en 1961, aunque con un pie de imprenta advirtiendo “Prohibida su venta en el Municipio de Buenos Aires". En 1975, Grijalbo la reeditó con significativos recortes y, en 1986, Anagrama volvió a editar la versión de Grijalbo todavía recortada.

De la responsabilidad penal a la ética profesional

La socióloga francesa Gisele Sapiro (2011), especialista en sociología de los intelec­tuales y de la literatura y autora de La Responsabilité de l’écrivain. Littérature, droit et morale en France (ipe-2oe siecles), explica que en el siglo XIX la responsabilización penal del autor estaba relacionada con el estatus social del hombre de letras: la escritura aparecía en la ley como medio posible de incitación al crimen por la creencia colectiva en el poder de la palabra escrita. La noción de responsabilidad fue así constitutiva de la idea de autor, firmar era hacerse responsable ante la ley. En ese sentido, dice Foucault (1969) -en ¿Qué es un autor?- que antes de ser un producto, una propiedad del autor, el discurso fue un acto que podía ser castigado.

En el siglo XX, cuando la sociedad y el sistema judicial aceptan la autonomía de la literatura y liberan a los escritores de responsabilidad, se plantea el problema de que demasiada autonomía conlleva el riesgo de la irrelevancia: si la literatura es relevante y significativa y tiene algún impacto social, ¿debe entonces poder decirlo todo? Y a la inversa, si no tiene ningún tipo de responsabilidad sobre lo que dice, si puede decirlo todo, ¿no significa eso una falta de impacto social que reduce su importancia simbólica y devalúa el discurso del escritor?

Sapiro (2008) explica el paso de los juicios por inmoralidad a los principios de la autonomía de la literatura como un proceso que lleva a los escritores a la elaboración de una ética profesional propia. La ética del escritor moderno oscilaba así entre, por un lado, un sentido de responsabilidad social del escritor, que atribuye trascendencia a la literatura pero que a su vez promueve una concepción heterónoma y admite juicios extraliterarios y, por otro, las ideas de l’art pour l’art de que la literatura es su propio propósito, que no debe ser juzgada con criterios extraliterarios como la ética o la política, ni es responsable por problemas sociales, ideas sobre las que se anclaría la autonomía de la literatura pero que encapsulan al mundo literario y, en ese sentido, lo debilitan. Finalmente, los partidarios de l’art pour l’art conciben un set de valores profesionales que afirma su poder simbólico y reconceptualizan una responsabili­dad diferenciada de los juicios morales, políticos y económicos, definiendo una ética colectiva independiente.

Reconociendo que, como diría Bertold Brecht, hay una relación de competencia entre la literatura y la moral canonizada (Jauss: 2013), y en contra de los valores de la moral tradicional, los escritores modernos se apropiaron de la noción de “responsabilidad" sacándole el sentido jurídico y el moral y desarrollaron una ética profesional reclamando para sí valores propiamente intelectuales, como la verdad y la belleza. Si, por un lado, Flaubert y Baudelaire se negaron a subordinar el arte a la moral pública y esa transgresión es el origen de la modernidad estética, por otro lado, de Voltaire a Zola la confron­tación con la justicia fue fundadora de un compromiso del escritor como intelectual que defiende una causa universal. De esa manera, la articulación de principios éticos afirmó la independencia de los escritores respecto de autoridades religiosas y políticas y contribuyó a la emergencia de un campo literario autónomo.

Lolita hoy

En 2015, tras una serie de asesinatos siniestros de mujeres surge en Argentina “Ni Una Menos", un movimiento feminista que lucha contra la violencia de género y que lanzó las primeras demandas para que el Estado tomara medidas para reducir la vio­lencia machista. Dos años después estallan las denuncias por acoso y abuso sexual y las denuncias públicas activan una capacidad de las víctimas a contarlo todo: quién, cómo, cuándo, dónde. La máxima “No nos callamos más" se constituye, entonces, en uno de los gritos de guerra del movimiento.

Ese contexto de concientización de violencias de género que estaban incorporadas, la visibilización y condena de acosos y abusos con el grito “No nos callamos más", y la lucha por la despenalización y legalización del aborto que tomaría también fuerza en esos años, produjeron cambios concretos en la relación con el cuerpo de las mujeres y una nueva demanda expresada en otro grito común: “Mi cuerpo es mío". Nociones largamente establecidas sobre el consenso sexual, la concepción misma de lo que constituye consentimiento y, por lo tanto, qué configura un abuso o una violación, todo fue cuestionado y replanteado.

Estos cambios repercuten en el pacto de lectura que establecemos con ciertos textos que narran situaciones sexuales que pueden haber sido consideradas “consensos" váli­dos o, peor, innecesarios en las condiciones que definían esto anteriormente pero que resultan inaceptables en los términos actuales. Aunque la literariedad no supone una relación meramente proyectiva y subjetiva sino que hay “en" el texto características que convocan la lectura literaria, la convención literaria es inestable históricamente y más que una esencia de la literatura hay una experiencia (Derrida: 2017). La historia de Lolita, que cuenta cómo el cuarentón Humbert Humbert se casa con la madre de Lolita para acercarse a la nena de doce años, planea asesinar a la madre y -aunque no necesita hacerlo ya que la atropella un auto- cuando esta por fin muere, él rapta a la nena y la viola cada noche, difícilmente pueda seguir siendo leída o experimen­tada como una historia de amor ni como “mera literatura" en el contexto actual de revolución y liberación feminista.

La pregunta incómoda que hacen las relecturas feministas es cómo la cultura legitima el orden sexual que se está tratando de impugnar; como respuesta se le pregunta al feminismo si sus relecturas apoyan la censura y la moralización. Los cambios pro­movidos por el movimiento de mujeres reabrieron discusiones sobre obras y autores hasta ahora incuestionables y también sobre la separación obra-autor que parecía establecida de una vez y para siempre. Discusiones que se creía saldadas y que pro­duce resistencia volver a revisar, especialmente al interior del propio campo literario, pero que ya no parecen resolverse con los argumentos de hace ciento sesenta años.

En febrero de 2018, Laura Freixas publica en el diario español El País una nota titu­lada con la pregunta que surge recurrentemente en las discusiones sobre este tema: “¿Qué hacemos con Lolita?". Allí sostiene que la novela está escrita de modo que “consigue hacernos olvidar que está mal violar niñas", y lo argumenta recordando que aunque Lolita no desea tener relaciones sexuales con ese hombre que cuadruplica mor /28 (2022) su edad y que fue el marido de su mamá, y llora cada noche después de que él la viola, y aunque él -que la tiene en su poder porque es su tutor legal- la vigila, y le impide pedir ayuda, la novela ha sido “y sigue siendo casi unánimemente definida como 'una historia de amor’".

Que la novela fuera polémica desde el momento de su publicación y que durante déca­das solo pudiera ser publicada con restricciones de venta y en versiones recortadas y censuradas, tal como vimos, no contradice que fuera leída como una historia de amor. En primer lugar, porque la lectura que hace la ley no necesariamente coincide con la lectura social y, en segundo lugar, porque el art. 128 del Código Penal, al que se remitía la censura cultural de la época y al que se remitió el caso Lolita, utilizaba términos amplios como “pornografía", “obscenidad" e “inmoralidad", por lo que podía ser usado para censurar historias de amor, o cualquier otra, si contenían referencias sexuales. De hecho, el mismo fiscal Guillermo de la Riestra que denuncia Lolita por inmoral, denuncia también la novela Nanina de Germán García, Sexus de Henry Miller y la antología de relatos Crónicas del sexo, remitiendo siempre al art. 128 del Código Penal. En cualquier caso, aun si no fue unánime, la definición de Lolita como una historia de amor fue frecuente e insistente, y si esa lectura fue posible siquiera es porque la novela erotiza una relación de poder, erotiza la vulnerabilidad y la fragilidad en que esa relación desigual pone a Lolita.

Finalmente, Freixas plantea que Lolita debe ser leída y analizada para entender cómo opera el patriarcado y que para eso debe ser desacralizada como obra para poder ver que justifica la violación de una niña.

Unos meses después, el 8 junio de 2018, en Argentina, la escritora Marina Mariasch publica en LatFem la nota “Basado en hechos reales" donde, a partir de la historia de una adolescente acosada por su profesor de taller literario llama la atención sobre esa sensualización de la vulnerabilidad y cómo eso pone en juego relaciones de poder:

Cata fue más de un año al taller. Para su cumpleaños el profesor le regaló un libro. Lolita. Luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta. Cuidado. (Mariasch, 2018: párr. 12)

Algo que pasa todo el tiempo -dice- “son uno atrás de otro", y sabemos:

Humbert Humbert no es Nabokov, ni Coetzee es el profesor calentón de Desgracia.

En sus novelas puede haber algo de ellos, de su mirada del mundo, y podemos hacer una lectura con perspectiva de género de Lolita. Pero esa lectura no debería abarcar al autor. Como tampoco cabe un juicio moral sobre regalar esa novela. Es un entramado. Que se teje de finas hebras. (Mariasch, 2018: párr. 12)

Interrogado por Derek Attridge en una entrevista publicada en el libro acordemente llamado Acts of Literature, Derrida (2017) fundamenta su interés por la literatura en el hecho de que la literatura, en tanto ficción instituida y simultáneamente institución ficticia -una institución que tiende a desbordar la institución, cuya ley busca anular la ley, reescribirla permanentemente-, “le permite a uno decirlo todo" (p. 117; desta­cado en el original). Y “decirlo todo" es, sostiene, franquear franchir] prohibiciones, liberarse [s'affranchir] uno mismo. Esta institución, que en principio confiere el poder de “decirlo todo", que concede al escritor licencia para decir lo que quiera al abrigo de cualquier censura religiosa o política, de liberarse de las reglas “y por consiguiente de instituir" (p. 118), puede ser un arma política muy poderosa pero también fácilmente neutralizable como ficción. De esa manera, este poder revolucionario puede volverse muy conservador.

Lo que le interesa a Derrida, en cambio, es precisamente la ficcionalidad de la lite­ratura, la posibilidad de la ficción como intromisión de un “simulacro eficaz". Ese simulacro es el rasgo irreductible de la experiencia literaria, es lo que Derrida deno­mina el “ser-suspendido" de la literatura, un rasgo (trait), que es un retiro (retrait), una suerte de distancia respecto de la realidad, una epojé que suspende a la literatura en un límite. En función de este rasgo, de este retrait, el escritor puede ser tenido por irresponsable y debe, incluso, demandar cierta irresponsabilidad. Pero este deber de irresponsabilidad es, para Derrida, la forma más elevada de responsabilidad, y ese es el rasgo definitorio de la ficción: una responsabilidad basada en la posibilidad de la irresponsabilidad.

Esa responsabilidad, entonces, se sustenta justamente en la posible eficacia de ese (o cualquier) simulacro. Desde la estética de la recepción, Hans Robert Jauss (2013) postula que las experiencias literarias del lector entran en el horizonte de expectativas de la práctica de su vida, preforman experiencias que salen a la luz por primera vez en la forma de la literatura, y repercuten así en su comportamiento social. El horizonte de expectativas de la literatura, a diferencia del de la práctica histórica de la vida, puede anticipar posibilidades irrealizadas, ensanchar el campo del comportamiento social hacia nuevos deseos y aspiraciones abriendo caminos a experiencias futuras.

A la luz de estas ideas podemos ver que la tensión entre autonomía y relevancia de la literatura que mencioné al comienzo del artículo toma nuevos visos en el contexto de los debates actuales sobre los modos en los que la violencia de género viene siendo culturalmente amparada y socialmente aceptada. Por un lado, como propone Derrida (2017), la literatura, en tanto levantamiento de la represión, o aun simulacro de ese levantamiento, no es nunca neutra y sin eficacia, y el placer quizás resida justamente en ese ser-suspendido (epojé) de la literatura, en el juego con lo que se suspende en ese límite de la literatura en la vida y la literatura como suspensión. Pero a la vez, lo que la literatura “hace" con el lenguaje contiene un poder que comparte hasta cierto punto con la ley, con el lenguaje jurídico, y que es instaurador, performativo, instituyente.

El artículo de Freixas (2018) fue respondido con tres artículos en los días siguientes en el mismo diario, y menos de un mes después con una nota de Mario Vargas Llosa -“Nuevas inquisiciones"- acusando al feminismo de ser “el más resuelto enemigo de la literatura, que pretende descontaminarla de machismo, prejuicios múltiples e inmoralidades". Una acusación que bien parece una buena defensa. Entre los “ene­migos de la literatura" previos Vargas Llosa lista la religión, los sistemas totalitarios, y también las democracias, “pero en ellas -dice- era posible resistir, pelear en los tribunales". Su problema con el artículo de Freixas es que explicaba “que el prota­gonista era un pedófilo incestuoso violador de una niña que, para colmo, era hija de su esposa" pero “olvidó decir que era, también, una de las mejores novelas del siglo veinte". Él no admite la pregunta de si ser una buena novela, incluso una excelente novela, la mejor del siglo veinte, es suficiente para dejarla incuestionada. El hecho de ser literatura y la indiscutida calidad estética de la novela demarcan una posición muy frecuente entre los especialistas (mayormente entre especialistas hombres, hay que decirlo), que defienden la inmanencia y la idea de que en la esfera del arte solo valen criterios estéticos.

Desde el blog de la editorial Eterna Cadencia, Martín Kohan rechazó el “criterio de trascendentalismo que aplica Vargas Llosa a la literatura, situándola en un olimpo sublime de excelsitudes estéticas, más allá de profanas ideologías". Y opuso, en cam­bio, una concepción en que la literatura:

no se inscribe en ningún más allá, ni queda entonces exenta, al amparo de una pretendida inmunidad prestada por su condición artística, de los debates ideológicos y políticos que quieran planteársele. Solo quien la pretenda inmaculada habrá de sentir que, de tales formas, se la mancilla. No hay razones, por lo tanto, en este caso, para temer a las lecturas del feminismo [...] Pongamos un ejemplo: Lolita, de Vladimir Nabokov; cuya drástica sanción moral suscitó el artículo de Vargas Llosa. Lolita, ¿debería ser condenada (por aberrante) o salvada (como gran literatura)? A mi entender, ni una cosa ni la otra. Por ser gran literatura, precisamente, como lo es, lo mejor es abordarla, leerla, analizarla, discutirla; por lo pronto, y desde ya, desde una perspectiva de género. (Kohan, 2018: párr. 1 y 6; destacado en el original)

Mi pregunta, entonces, es: ¿queremos, podemos, juzgar Lolita, juzgar las obras de arte solo estéticamente? ¿No sería esto situarlas en un olimpo estético intocable cuyos objetos aspiran a una suerte de más allá de las discusiones políticas y sociales que constituyen sus mismas condiciones de recepción? Y todavía más: ¿existe ese más allá? Y para volver a la pregunta inicial: ¿no significa esto que no la consideramos relevante socialmente? En mi opinión, no parece posible sostener al mismo tiempo que la literatura es importante, que es relevante, que tiene y ejerce un poder sim­bólico, y también que no importa, que puede decirlo todo, que está “más allá" de la sensibilidad de la época.

El Derecho y, especialmente, los Derechos Humanos, están vinculados a la historia del desarrollo de la sensibilidad ética de los pueblos, esa es su eficacia. ¿Qué relación vamos a impulsar entre la literatura y los cambios en la sensibilidad ética? Desde la posición de quienes piensan como Vargas Llosa se argumenta que la actualización de la lectura establecida mata a la literatura al someterla a criterios que consideran externos. En tanto no hay perspectiva fuera de la historia, no puede haber una com­prensión por encima de la recepción histórica de los predecesores pero tampoco -como dice Jauss (2013) en su Historia de la literatura como provocación- un sentido “intemporalmente verdadero", sino más bien una “trama de la influencia histórica" (p. 187) que sustenta y da forma a la comprensión. Como consecuencia, el supuesto objetivismo histórico no protege al método filológico-crítico del peligro de que el intérprete eleve a norma su propia compresión estética, ni tampoco de que modernice irreflexivamente el sentido del texto.

René Wellek había llamado “aporía del juicio literario" a la cuestión de si debemos valorar las obras según la perspectiva del pasado, según el punto de vista del presente, o según el “juicio de los siglos", la acumulación de juicios previos. Wellek no lo resuelve pero para Jauss (2013) el “juicio de los siglos" no es simplemente una acumulación de juicios sino la actualización del potencial de sentido de la obra en sus distintos grados históricos de recepción (p. 188), incluso la acumulación de esas actualizaciones. Basado en el postulado de Hans Georg Gadamer -de quien toma también su crítica al obje­tivismo histórico- de una historia de la influencia que trata de demostrar la realidad de la historia en la propia comprensión, Jauss postula que en tanto comprender un texto es comprender la pregunta a la que responde, y dado que esa pregunta recons­truida no puede estar ya en su horizonte originario sino que ese horizonte histórico está siempre incluido en el de nuestra actualidad, entonces la comprensión de textos requiere un proceso de fusión de esos horizontes (Jauss, 2013: 187).

Esa es, para Derrida (2017), la potencia específica de la escritura: la iterabilidad que hace que una marca singular, que preserva la singularidad de la fecha, de la firma, del acontecimiento, sea a la vez repetible, y así difiera de sí misma. Esa capacidad de ser la singularidad repetible de un momento irrepetible permite la lectura desplazada y resignificada. Según Derrida, esta propiedad de la estructura de los textos, la itera- bilidad que les permite echar raíces en la unidad de un contexto e inmediatamente abrirse a una recontextualización de manera que aun textos cargados de historia pueden ser leídos en contextos históricos muy distantes en tiempo y espacio, y que los hace susceptibles de ser desarraigados y transpuestos a otro contexto y todavía tener sentido y eficacia, eso es la historicidad. No hay historia sin iterabilidad. La pregunta sobre “¿Qué hacemos con Lolita?" vuelve a plantearse, entonces, ya no desde la moral pacata escandalizada de finales de la década de 1950, sino desde una recep­ción históricamente nueva que actualiza un sentido del texto y lo “trae" al horizonte actual, al modo “como se lee" la novela hoy en función de cómo nos relacionamos con ese texto en las condiciones sociales de recepción en las que estamos situados.

La otra preocupación que manifiesta Vargas Llosa (2018) en su respuesta a Freixas es por la libertad del arte de representar el mal. Para defender esa libertad él remite a una lectura de Georges Bataille (2000) -La literatura y el mal- según la cual Bataille afirma que todo aquello que debe ser reprimido para hacer posible la sociedad -los instintos destructivos, “el mal"-, que desaparece “en la superficie de la vida pero que puja para salir y reintegrarse a la existencia", es sublimado por la literatura. Esa concepción psicologista de la literatura como vía de escape lleva a Vargas Llosa a anunciar que sin ella aquellos “fondos malditos que llevamos dentro" encontrarían su modo de retornar a la vida, ya no en los “inofensivos" libros sino en la vida misma.

Según mi lectura de Bataille, lo que él dice es que debemos reconocer y enfrentar el peligro que la literatura representa, en tanto esta no nos deja vivir sin notar las perspectivas humanas en su forma más violenta. El carácter subversivo que Bataille le asigna a la literatura consiste en un poder para subvertir el orden imperante y no, como propone Vargas Llosa, “la función de válvula de escape que permite ciertas descargas aliviadoras, gracias a las cuales el mundo ha de mantenerse intacto, con­servarse tal como es" (Kohan, 2018: párr. 1). El orden imperante hoy es el de Lolita: son el abuso, el acoso y la violencia sexual.

La responsabilidad de la ficción

En los juicios a la literatura y las discusiones sobre la responsabilidad (penal, social, moral, o ética) del escritor se debate el poder y el alcance de la literatura: si se con­sidera a los libros como palabras (ideas, opiniones) y, por lo tanto, protegidos por la libertad de expresión, o se los considera como actos y, por lo tanto, sujetos a otro tipo de imperativos. En ese sentido, la definición penal de la responsabilidad del escritor fue fundamental en la construcción del poder simbólico del autor, porque la argumentación en los juicios por inmoralidad giraba alrededor de una asunción sobre el impacto social de la literatura y de la lectura.

Cuando, en octubre de 1944, después de la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial, el gobierno organiza en Francia los llamados Juicios de depuración (épuration) para purgar a la sociedad de aquellos que habían colaborado con los ale­manes, treinta y dos escritores y periodistas son acusados de traición, “Inteligencia con el enemigo", de acuerdo con los art. 75-83 del código penal francés. Sapiro (2006) cuenta que todos los signos del éxito de un escritor fueron usados en esos juicios como evidencia del poder de sus palabras: el tamaño de su audiencia (especialmente si escribían para grandes diarios), su talento (en tanto aumentaba su poder de per­suasión y por tanto la eficacia de su propaganda), incluso su estilo literario. Doce de los treinta y dos hombres de letras acusados fueron sentenciados a muerte. Durante el juicio, uno de los abogados defensores preguntó qué sentencia iban a merecer los magnates de las armas, si para los poetas se pedía la pena de muerte. Pero el castigo a los intelectuales fue más severo que el recibido por quienes habían colaborado materialmente con dinero o, incluso, armas. El asunto generó mucha controversia por lo extremo del castigo, pero también fue apoyado porque en su severidad se medía el poder otorgado a las palabras en que se funda el capital simbólico de los intelectuales.

Simone de Beauvoir fue una de las más intransigentes, argumentando que “Par méti- er, par vocation, j’accorde une énorme importance aux paroles. [...] Il y a des mots aussi meurtriers qu’une chambre a gaz" (Sapiro, 2007: 21). Más allá de la dureza del castigo, Sapiro plantea que “the purge trials were clearly a case of political justice. But does it mean that the accused were condemned for their opinions? The answer is no" (p. 17). El juicio toma los escritos como actos y reconoce a las palabras, con que estos hombres de letras diseminaban los argumentos del enemigo o denunciaban a ciudadanos franceses, una dimensión performativa en el sentido teorizado por John. L. Austin (1971), es decir que las palabras actúan, realizan una acción. Por eso los textos fueron considerados actos concretos de traición.

En este contexto, Jean-Paul Sartre elabora su célebre noción del “escritor compro­metido", que concilia la tradicional oposición entre “pensamiento" y “acción" en la idea de que escribir constituye una forma de actuar en el mundo. En tanto nombrar es dar significado a actos, darles existencia en la consciencia general, el escritor es responsable a su pesar porque nombra cosas. Para Sartre esto va más allá del marco nacional determinado por la responsabilidad legal y, mientras los escritores estaban siendo juzgados por traición a la patria, él desnacionalizaba el concepto de respon­sabilidad para darle un alcance universal y, así, dar nuevas armas a la autonomía de las letras frente a los poderes políticos. Poco después, en 1946, va a expandir todavía más el alcance cuando diga ante la UNESCO que todo hombre es responsable de todo delante de todos. Hasta este momento, el concepto de responsabilidad del escritor había sido esgrimido por la justicia y por intelectuales conservadores para limitar su libertad, pero Sartre opera una inversión que hace derivar la responsabilidad justamente del hecho de que el escritor produce sus propias reglas, es decir que la responsabilidad del escritor es la culminación de su libertad creadora y por eso la responsabilidad artística es la forma más fina de libertad.

Los debates actuales sobre violencia de género no limitan la responsabilidad del artista a lo que pasa dentro de sus textos, ponen en entredicho la separación obra- autor y, invirtiendo lo que ocurría en el siglo XIX, las reacciones a lo que hace y dice el artista se hacen extensivas a su obra como una manera de responsabilidad. En la primera semana de marzo de 2020, la editorial Hachette canceló la publicación de la autobiografía de Woody Allen (cuyas películas hace años no se distribuyen en Estados Unidos debido a las acusaciones de abuso sexual de su hija adoptiva) y le devolvió los derechos al autor después que su propio hijo, Ronan Farrow, y trabajadorxs de la editorial protestaran por la publicación, considerándola como una ayuda a los “efforts by abusive men to whitewash their crimes" (Williams, 2020: párr. 5).

Esta misma semana, la Academia de los César distinguió como mejor director a Roman Polanski -acusado por múltiples mujeres desde 1977 de violarlas cuando eran menores de edad- precisamente por su película J’accusse, sobre el caso que es símbolo histórico de error judicial. Ante el anuncio, la actriz Adéle Haene -abusada sexualmente entre los 12 y los 15 años por otro cineasta, Christophe Ruggia- y su equipo de filmación abandonaron la ceremonia, y la propia presentadora Florence Foresti no volvió al escenario. Paul B. Preciado y Virginie Despentes escribieron notas de opinión en el diario Libération -“el mundo que han creado para gobernarlo es irrespirable. Nosotrxs nos levantamos y nos rajamos. Se acabó. Nos levantamos. Nos rajamos de acá", escribe Despentes. (Sáenz Espinoza, 2020: párr. 2)-, y el Board entero de la Academia terminó renunciando.

Pero tal vez el caso más significativo, anunciado en la misma semana, fue la apertura de una investigación por pedofilia contra el escritor francés Gabriel Matzneff des­pués de que, durante décadas, fuera de público conocimiento que mantenía relaciones sexuales con niñxs. Matzneff escribió numerosos libros detallando su búsqueda de encuentros sexuales con menores (en 1974, publicó un ensayo titulado Les moins de 16 ans [Los menores de 16 años] en el que ya hablaba de su atracción) y se presentaba en televisión jactándose de sus conquistas. En una famosa entrevista en Apostrophes, el programa literario de la TV francesa, el 2 de marzo de 1990, le preguntan por qué se especializa en “niñitas y colegialas" y él responde: “Prefiero que en mi vida haya gente que todavía no se ha endurecido [...]. Una niña muy, muy joven es más bien gentil". Tanto los otros escritores invitados como el público se ríen y el clima de chistes y diversión solo cambia cuando interviene la escritora canadiense Denise Bombardier, única que lo confronta (Onishi, 2020: párr.. 24). Con todo, a lo largo de tres décadas, la élite literaria y periodística francesa celebró sus libros, el Ministerio de Cultura le otorgó la Orden de las Artes y de Letras (1995), le dieron uno de los mayores premios literarios de Francia (el Premio Renaudot 2013), y una pensión literaria del gobierno.

Este caso abrió la discusión y recordó que, bajo el lema de “Prohibido Prohibir", el Mayo francés había defendido la abolición de las leyes de “edad de consentimiento" y que muchos pensadores de izquierda se manifestaron en defensa de las relaciones sexuales con menores, entre ellos, Michel Foucault, Roland Barthes, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. En 1977, Sartre, Barthes y Beauvoir firmaron un artículo en Le Monde apoyando a hombres acusados de tener sexo con niñxs, y el diario Libération, cofundado por Sartre, defendía a los pedófilos por considerarlos una minoría dis­criminada, publicaba avisos personales de adultos buscando sexo con menores, y tenía en su staff a luchadores por el derecho a tener relaciones sexuales con niñxs. En su libro sobre la noción de pedofilia en la década de 1970, L’Enfant Interdit [El niño prohibido] el sociólogo Pierre Verdrager dice que a los defensores de esa práctica los unía la convicción de que Francia tenía una “aristocracia" que no debía someterse a las mismas normas de conducta que la “gente común". Según Verdrager, a los franceses los escandalizaba la apología de la pedofilia pero los escritores eran considerados parte de esa élite y se esperaba que se involucraran en actos de transgresión moral (Onishi, 2020: párr. 20).

Bernard Pivot, que invitó varias a veces a Matzneff a su programa Apostrophes, argu­menta que en la década de 1980: “la literatura era más importante que la moral" (Onishi, 2020: párr. 23). La mención de la moral para descalificar el reclamo es un mecanismo frecuente porque la literatura contesta la moral, que es conservadora. El abuso y violación de niñxs y mujeres, la violencia sexual, son crímenes contra la integridad de las personas, no pueden ser enarbolados como símbolo de autonomía estética, ni de rebeldía contra la moral vigente, ni de una élite que se arroga prerrog­ativas (gustos) especiales. El movimiento de mujeres revierte eso. A comienzos de 2020, la editorial francesa Gallimard -que venía publicando el diario de Matzneff

desde 1990- anunció que no va a seguir publicándolo y el ministro de Cultura, Franck Riester, advirtió que va a reconsiderar la pensión literaria que recibe el escritor (Onishi, 2020: párr. 7).

La pedofilia de Matzneff “es información que siempre estuvo disponible -dice Anne- Claude Ambroise-Rendu, autora de Histoire de lapédophilie-, que los contemporáneos de Matzneff conocían perfectamente, y hasta se han publicado estudios académicos sobre el tema” (Onishi, 2020: párr. 8; el destacado es mío). Matzneff es producto y beneficiario del Mayo francés y de sus ideas sobre moral, escritores y literatura; y, como Lolita, él también (sus actos y su obra) está siendo recontextualizado en la lectura actual, que no tolera una cultura que legitime el orden sexual que se está tratando de impugnar.

Existen muchos Matzneff y el orden imperante a subvertir hoy es el de Lolita. De lo que se trata no es de la moralidad de la obra sino de la existencia social de la litera­tura, que no se reduce a lo representativo y que tiene la capacidad de hacer ingresar al horizonte de expectativas ciertas experiencias que salen a la luz por primera vez en la literatura, y de expandir comportamientos sociales hacia nuevos deseos.

En tanto un lector no es un consumidor, ni un visitante, ni un “receptor”, sino que el lector produce la lectura del texto en la experiencia que tiene de este, la pregunta sobre “¿Qué hacemos con Lolita?” actualiza un sentido del texto al modo en que “se lee” hoy y en el que nos relacionamos con ese texto en las condiciones actuales. Iluminando, quizás incluso trazando, con los cambios en su recepción una historia del desarrollo de la sensibilidad ética, esta vez de los lectores y de la literatura.

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