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Revista argentina de cardiología

On-line version ISSN 1850-3748

Rev. argent. cardiol. vol.85 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Feb. 2017

 

Ilustración

FRANCISCO TORRENT GUASP
(Médico, investigador y artista plástico español contemporáneo, 1931-2005)

 

Llegaba a ese punto de España en busca del médico. Desfiladeros arbolados tiñendo sus copas del primer cobre del otoño se apiñaban oscilantes a mi paso. Algunas hojas caían en vuelo final. Siempre algo muere. Denia había nacido romana, fue luego árabe, pero quedó definitivamente española. Alicantina, a mínima distancia se topa detrás de un peñón con otra joya, Javea, perteneciente a la comunidad valenciana. Allí Joaquín Sorolla supo llevar la magia transparente del color mediterráneo a sus telas. Ubicada en los últimos peldaños agrestes de los montes apaciguados en las costas recortadas del mar, se levanta entre calles inclinadas y blancas casas que parecen sostenerse unas a otras. Su pasado muestra la ofrenda de cada conquistador que la poseyó. Su figura contorneada por una luz infinita se dibuja en el vaivén de las esmeraldas aguas que le dieron gloria y destino. Serpenteé la calle donde Francisco Torrent Guasp sigue presente, imaginando que algún ojo avizor desde su altillo de trabajo aún permanece oteando hasta donde llega el devenir de los hombres callados. Recordé a François Jacob [Premio Nobel de Medicina, 1965], quien siempre repetía que "la humildad no conviene al sabio ni a las ideas que tiene que defender". Al ingreso me encontré con el investigador y con el artista que supo exponer en París bajo patrocinio de la Unesco. Su casa está engarzada de una creatividad que se extiende desde el corazón humano que exploró hasta el sentido de la vida. Uno de sus cuadros me capturó. Ese túnel existencial que transita el hombre observando una realidad propia asemeja a la caverna de Platón. De pronto se enfrenta en su final, con la sombría nada representada por un cielo tan misterioso como inexpugnable. Hay algo más en el sentido de la obra. El ramaje asomando en el extremo es el verde que contrasta ante tanto gris humano y místico a la espera de hermanar el ser a lo natural. En un círculo vicioso, la imaginación le impone al hombre la crueldad de un camino basado en el sufrimiento. Es la necesidad imperiosa de permanecer irreal, edificando su alienación, lejos del ejemplo natural que lo contiene. Este poder inventivo vulnera cualquier estructura moral y ética. Se encarama por sobre la validez de la conciencia, de la realidad, y transforma al hombre en la búsqueda de un peldaño más. La imaginación le nace de adentro. Aflora visceral, en la ineludible necesidad de permanecer. Hasta el hecho de poner fin a sus días se le ha negado psicológicamente al hombre. El mandato desleal de los dioses asoma por cualquier resquicio. Cuando más vencido y derrotado, el ser humano no cesa en la búsqueda de su salvación. Aparece entonces la necesidad de transmitirse, perpetuarse en la descendencia. La procreación declara a la vida la desenfrenada escalada de la imaginación. Y dentro de ella el cenit de sus desvelos es la eternidad pretendida. A cualquier excusa acudió el hombre con tal de solazarse con su hechizo. A la cruzada de la fe, y también al trueque de su moral y ética natural por el "canto" y dogma de la salvación eterna. ¿Será este esfuerzo un camino inconsciente de asemejarse a Dios, o simplemente la desesperación de un condenado, que aún en el patíbulo sueña con otro destino?

Mientras haya duda y azar, los sueños son posibles. Es lo que el hombre ha encontrado de útil a la inevi-tabilidad de la muerte. La vida, en cambio, no tiene incertidumbre posible que nos permita fantasear en su destino. Comprender que cuerpo-alma es una unidad indivisible es el último sacrificio que le queda al hombre en este extravío de vivir. Cuando el ser humano tenga la valentía de asumir definitivamente este concepto revalorizará la existencia hacia límites impensados. Asimilará el estado de su evolución actual determinado por la oportunidad y el azar. Esta situación, de poder admitir la verdadera naturaleza, es trágica y cruel.

Disfrazarla no la mitiga, solo le hace perder a la vida su exacto sin-sentido. Esta ponderación constituye la única posibilidad de dignidad humana. Si bien es una víctima circunstancial, al hombre le cabe mejor asumir este rol que sentirse dependiente de la misericordia imaginada de lo sobrenatural.

El hombre establece un cisma con el resto de lo natural. La diferencia estriba en la imaginación que le impone a su existencia. El resto de la naturaleza asume y se somete al realismo de las circunstancias. Yace y subyace con ella. El hombre necesita suponer para sobrevivir, encaramarse a las utopías y desafíos. El mañana solo existe en él. El día después es una clara actitud figurativa. En cambio, la historia es la acumulación interesada de su vida. El mañana representa un fraude al deseo. Todo esto se halla vertido en un contexto desesperado de la continuidad, y en encontrar justificativos que la expliquen, la permitan. Por lo tanto, la imaginación es la posibilidad palpable de su desamparo. No asumirla es la actitud que atesoran los vencidos y los vagabundos. Los primeros, como medio para tolerar la angustia. La utilizan hasta el límite en que el miedo de "no ser" los traslada nuevamente a las batallas sin razón. El vagabundo ejerce la negativa a la fantasía como un acto sublime a esta indecorosa actitud de asumir la conciencia. De permanecer de pie ante quienes, con el poder de ser dioses, llevaron a la criatura humana a los límites más exasperantes de un juego inexplicado.

Lo único continuo es el tiempo o la sensación de él. Su transformación permanente. Todo lo demás se reinicia. Las secuencias se repiten, pero siempre en círculos algo diferentes, en trayectos disímiles. En cambio, la fragmentación piadosa de la existencia persigue la discontinuidad del tiempo. Como no podemos con su magnitud, apelamos a separar los incidentes de la vida en un acto paliativo para la angustia existencial. Fugamos hacia adelante porque es la única alternativa posible que le queda a la subsistencia. Las armas para soñar con estas quimeras, que nos permiten dividir y reiniciar la existencia, están en nuestra propia geografía. Y a ella nos adherimos como náufragos. Recuerdos y olvidos, memorias y desmemorias son sus tablas de salvación.

Estamos enquistados entre los miedos. Temores que parten de nuestra historia instintiva, que llegan de nuestros ancestros. Todo lo que nos rodea nos mantiene con los ojos abiertos, alertas. Tenemos recelo del sufrimiento, de padecer necesidades, de estar insatisfechos. Esto nos obliga a no mostrarnos como somos. La vergüenza es la connotación íntima del miedo, es una manipulación apenas perceptible. El terror es la máxima, ponemos en danza todas las defensas psíquicas y físicas. Todas estas aprensiones tienen que ver con la cotidianidad y llegan a ser soportables cuando en nuestra integridad se instala el miedo al "no-ser". Este nos inmoviliza. No tanto por el desconocimiento que de él tenemos, sino porque inevitablemente nos ha de alcanzar. No queremos tomar conciencia del "no-ser", por eso pretendemos que sea rápido y mortífero, para no comprender qué es lo que sucede.

En realidad, la vida es fragmentaria, una sucesión de imágenes a las cuales nos cuesta darle continuidad. A veces esos cuadros no toleran ninguna relación con los que prosiguen. Una fractura los separa como correspondientes a vidas diferentes. No hay encadenamiento en esas representaciones que constituyen nuestras vidas. Parecen extraídas de otras existencias, de otros acontecimientos. En una vida se hace imposible unir los fragmentos que la constituyen. Hay varios abismos. Como si en el período de conciencia se naciera y muriese varias veces. La coherencia de esas imágenes entre sí, es una utopía. Vivimos fraccionadamente. La única continuidad real es el tiempo. Nosotros estamos insertos en él, pero los hechos que se suceden pierden su encaje y vuelven a empezar. Esa es la característica de nuestras vidas. Lo azaroso, caótico, imprevisible e incierto son las líneas argumentales genuinas. Para poder comprender y visualizar esta naturalidad, debemos perder protagonismo. Ver lo que sucede como un espectador alejado de lo cotidiano. Estar preparado para lo inesperado. Las zozobras se suceden inevitablemente. Nada bueno presagia la calma.

El cuadro de Torrent Guasp es una necesidad de hacer congeniar al hombre con la dignidad y aceptar su ubicación dentro de las leyes naturales, sin tener ninguna intención de interferirlas. En el ser humano esta posibilidad es remota. Inaccesible mientras se ampare en su desaparición física, como un puente a la eternidad espiritual; mientras no acepte que cuerpo-alma es una unidad indivisa. Este estado mantiene el entusiasmo de su existencia, y atenúa la desesperación de la condición humana por no poder alcanzar ser heredero de Dios. Por eso la hipocresía ocupa el lugar de su dignidad y de su ética.

Regresé contemplando las callecitas boscosas de Denia. El sol se derramaba íntegro sin proyectar ninguna sombra. Se había estacionado en el exacto punto en que se junta la emoción con la ausencia. El ejercicio de admiración a la obra de Torrent Guasp estaba cumplido.

Jorge C. Trainini

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