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Revista del Museo de Antropología

Print version ISSN 1852-060XOn-line version ISSN 1852-4826

Rev. Mus. Antropol. vol.16 no.2 Córdoba  2023  Epub Aug 31, 2023

http://dx.doi.org/10.31048/1852.4826.v16.n2.38900 

Dossier

Maternidades prohibidas: La (in)justicia reproductiva en circunstancias de desigualdad radical

Interdicted maternity: Reproductive (in)justice in circumstances of radical inequality

Claudia Fonseca1 

Lucia Scalco2 

1Profesora del Programa de Posgrado en Antropología Social de la Universidade Federal do Rio Grande do Sul. (Brasil) E-mail: claudialwfonseca@gmail.com

2Doctora en Antropología Social por la Universidade Federal do Rio Grande do Sul (Brasil), y presidente de la ONG Coletivo Autônomo Morro da Cruz. E-mail: luciamscalco@gmail.com

Resumen

En este artículo, examinamos la remoción de los recién nacidos de sus madres pobres poco después del parto para reflexionar sobre las repercusiones de la radical desigualdad socioeconómica en las dinámicas familiares en Brasil. Inspirándonos en las nociones de “justicia reproductiva” y “reproducción estratificada”, focalizamos en la dimensión política de esa rutina reproductiva que, de otro modo, pasaría desapercibida, borrada por las representaciones naturalizadoras de género y familia. Mapeando el conjunto de moralidades que terminan por desautorizar la maternidad para ciertas mujeres (u hombres), buscamos subrayar la complejidad de dinámicas interseccionales de clase, raza, generación y género en prácticas de injusticia y discriminación. Observamos la convergencia de ciertas tendencias globales, saberes profesionales y cambios legislativos nacionales para plantear la pregunta: ¿en lugar de garantizar los derechos de los más vulnerables, las políticas gubernamentales actuales no están caminando hacia una dirección que mantiene y profundiza la subciudadanía de familias que viven en gran pobreza?

Palabras clave: Separación obligatoria; Reproducción estratificada; Justicia reproductiva; Tráfico legal; Adopción

Abstract

In this article, we examine the separation of newborns from their poor mothers shortly after delivery to reflect on the repercussions of radical socioeconomic inequality on family dynamics in Brazil. Inspired by the notions of “reproductive justice” and “stratified reproduction”, we focus on the political dimension of that reproductive routine that would otherwise go unnoticed, erased by the naturalizing representations of gender and family. By mapping the set of moralities that end up disavowing motherhood for certain women (or men), we seek to highlight the complexity of intersectional dynamics of class, race, generation, and gender in practices of injustice and discrimination. We observe the convergence of certain global trends, professional knowledge, and national legislative changes to raise the question: instead of guaranteeing the rights of the most vulnerable, are the current government policies moving in a direction that maintains and deepens the sub-citizenship of families that live in great poverty?

Keywords: Compulsory separation; Stratified reproduction; Reproductive justice; Legal trafficking; Adoption

Introducción

Es increíblemente fácil para alguien que vive en la comodidad de un departamento, con un sueldo fijo y trasladándose en automóvil al trabajo, olvidar la magnitud de la desigualdad que existe en Brasil. Reavivar la memoria con datos es un ejercicio un tanto abstracto, pero aun así los números son impresionantes. Con el 9,1% de la población viviendo con menos de US$ 3,20 al día, Brasil tiene una tasa de pobreza tres veces más grande que Argentina, dos veces más que Perú y diez veces más que la de Uruguay. Además, hay más de nueve millones de personas viviendo en la pobreza total (con menos de US$1.90)1. Análisis detallados, que desagregan los datos según raza, no dejan dudas sobre la violencia estructural que pesa contra quienes no nacieron blancos en Brasil. Estadísticas implacables muestran que el color negro se correlaciona consistentemente con el analfabetismo, la baja educación, el trabajo informal y los ingresos irregulares mal pagados (IBGE, 2019). Una persona negra tiene más probabilidades de vivir en regiones con infraestructura precaria de electricidad y agua, y de depender exclusivamente de servicios de salud pública sobrecargados, sin mencionar que tiene tres veces más probabilidades de morir por homicidio, circunstancias que ayudan a entender cómo, en ciertas regiones, los blancos viven, en promedio, entre 8 y 10 años más que sus vecinos negros (Casa Fluminense, 2020).

En este artículo, nos proponemos profundizar en las repercusiones de esa desigualdad para la dinámica familiar en Brasil. Sin embargo, antes de eso, algunas aclaraciones son necesarias. En primer lugar, hace tiempo que los investigadores han desmitificado la idea de familia natural o universal, o incluso de una familia moderna -modelo uniforme que, evolucionando en los últimos siglos, habría sustituido a las múltiples formas tradicionales de familia. Los etnógrafos que exploran la complejidad de las sociedades contemporáneas continúan subrayando la “normalidad” de diversas prácticas que tienen sentido para personas, categorías y colectividades particulares, según una mezcla de factores históricos, políticos y sociales. En segundo lugar, queremos recordar que la familia es un tema moral y político. Los diferentes estándares generalmente no se perciben como de igual validez. Más bien, se distribuyen en una jerarquía de prestigio en la que el modelo idealizado por las clases ricas ocupa una posición superior y los “problemas sociales” se asocian a comportamientos típicos de los sectores más pobres.

Nuestra línea de investigación se inspira en la noción de “justicia reproductiva” desarrollada originalmente por feministas afrodescendientes en América del Norte (Ross y Solinger 2017). Reaccionando contra siglos de control opresivo de sus prácticas reproductivas, las activistas forjaron esta noción para subrayar su derecho no solo a tener hijos si y cuando los quieran, sino también el derecho a condiciones dignas para criar a los hijos que paren. Poner luz a la justicia reproductiva significa tomar en cuenta la complejidad de las dinámicas interseccionales de clase, raza, generación y género en juego en las formas de injusticia y discriminación que actúan contra un contingente no despreciable de la población. Más importante aún, llama la atención sobre la dimensión política de las rutinas reproductivas que de otro modo pasarían desapercibidas, borradas por las representaciones naturalizadoras de género y familia tan presentes en el imaginario público (ver Villalta 2021).

Habría muchos temas para explorar con relación a la radical desigualdad social, económica y política que experimentamos todos los días en Brasil y sus repercusiones materiales y simbólicas para la vida familiar. Decidimos centrarnos aquí en un tema que, si bien existe desde hace tiempo, parece haberse agudizado últimamente con las circunstancias de la pandemia: lo que llamamos maternidades “prohibidas”, es decir, aquellas maternidades involucradas en la separación obligatoria de un bebé de sus padres y la anulación irrevocable no sólo del vínculo, sino de la propia identidad familiar. A continuación, damos una ilustración concreta del tema en cuestión.

Una separación obligatoria

Era junio de 2021, en plena pandemia, cuando Lúcia (coautora de este artículo) fue contactada por una amiga activista y colaboradora del Coletivo Autônomo Morro da Cruz, una asociación comunitaria con sede en uno de los barrios más pobres de Porto Alegre. En tono de desahogo, la amiga relató que, por tercera vez desde principios de año, enfrentaba un incidente en el que cierto hospital impidió que una madre llevara a su recién nacido a casa. El primer episodio, que ocurrió unos meses antes, había involucrado a un bebé prematuro que nació con múltiples problemas de salud. El personal de la maternidad se mostró reacio a entregar el bebé a la madre (negra, soltera) antes de que ella proporcionara un stock de fórmula infantil indicado por el servicio médico. Por el precio del producto, no creían que pudiera cubrir las necesidades básicas del niño. El segundo episodio se refería a una joven con COVID que falleció poco después del parto. El servicio social del hospital había llegado a la conclusión de que, en lugar de entregar la bebé a su abuelo materno, único familiar superviviente, lo más prudente sería llamar al Juzgado. En estos dos primeros casos, fue gracias a una serie de recursos burocráticos y legales movilizados por el Colectivo que los niños pudieron permanecer con sus familias.

En este tercer caso, conocimos a una pareja joven, Sandrinha y Marcelo, enfrentándose a lo que, para ambos, fue su primera experiencia de m/paternidad. Allí en el hospital, horas después de dar a luz, los dos comenzaron a discutir por un problema de vivienda. Ella insistía en que no podían volver a su casa habitual porque era invierno y llovía adentro. Él se negaba a mudarse a la casa de los padres de ella. Los ánimos se caldearon hasta el punto de asustar a algunas personas de la enfermería que, a su vez, alertaron al servicio social de la maternidad. En una entrevista individual con la trabajadora social del hospital, Sandrinha habló sin dudar sobre sus diversas preocupaciones. Porque tenía anemia drepanocítica, sabía que el embarazo estaba contraindicado y en un principio había pensado en la posibilidad de abortar, pero al poco tiempo le empezó a gustar la idea de ser madre. Su pareja, actualmente con la “cara limpia” después de un período de consumo de drogas, sufría de una condición bipolar y seguía el tratamiento adecuado de forma esporádica. En ese momento, ninguno de los dos tenía trabajo ni vivienda propia. Con base en esos elementos expresados ​​en la intimidad de lo que Sandrinha había tratado como una consulta terapéutica, la trabajadora social elaboró ​​un pronóstico aterrador, recomendando el traslado del bebé a un hogar de niños. Así, sin entender cómo, la joven pareja se había embarcado en un trajín burocrático que, de no ser por su frenética actuación, podría haber desembocado en la pérdida definitiva de su hijo, dado en adopción por las autoridades públicas a otra familia considerada más adecuada.

El caso de Sandrinha y Marcelo sirve para abrir esta discusión sobre las familias y las desigualdades, en primer lugar, porque demuestra el juego de moralidades jerárquicas que construyen a determinadas madres (y padres) como inadecuadas. Argumentamos que la separación de niños en los casos aquí descritos no fue motivada por negligencia ni por maltrato, sino por situaciones de gran pobreza. Es esta pobreza, típica de no pocas familias en Brasil, la que genera la sospecha de que cierta familia no podrá proveer a las necesidades básicas del niño.

En segundo lugar, el episodio de la pareja muestra cómo la extrema desigualdad del país se traduce en un proceso de reproducción estratificada. Es decir, llama la atención sobre la manera en que las formas familiares de los grupos subalternos son en muchos aspectos diferentes, pero complementarias a las de la elite (Colen, 1995). Al plantear la simbiosis que existe entre sectores desiguales de la sociedad, nuestro enfoque cuestiona las perspectivas habituales que presentan la existencia de “niños en adopción” exclusivamente en función de la (ir)responsabilidad de los padres. Consideramos que estos análisis, basados ​​en un marco individualista, no tienen en cuenta las políticas gubernamentales actuales que, para beneficiar a una pequeña parte de la población, dejan a millones de brasileños viviendo en la más profunda miseria. Tampoco cuestionan la desigual distribución de los recursos públicos que genera tremendas deficiencias en la red pública de apoyo a la familia. Pero, sobre todo, ignoran la influencia que tienen en las políticas de protección a la infancia, las parejas y solteros de las clases altas que buscan un niño adoptado para “completar” su familia. Sugerimos que la evidente desigualdad de estatus socioeconómico entre las familias biológicas y las familias adoptivas ejerce un peso no desdeñable en la definición de cómo y cuándo debe intervenir el poder público para garantizar los intereses del niño.

Finalmente, el caso de la separación obligatoria en la agenda genera dudas sobre la efectividad de la ley para prevenir abusos de autoridad contra los sectores más perjudicados de la población. Recordando que, según el Estatuto da Criança e do Adolescente (ECA) (1990), “la falta o carencia de recursos materiales no es razón suficiente para la pérdida o suspensión de la responsabilidad parental”, surge la pregunta: ¿cómo explicamos lo que parece ser la violación sistemática de esta orientación legal? En respuesta, sugerimos que la moral de clase penetra en el campo de la legalidad debido a (entre otros factores) un juego de lenguaje eufemístico. Al hablar de adopción, la imagen que persistentemente surge entre los más diversos observadores, desde la época del torno de los asilos de expósitos, es la de la “madre que abandona”. Más recientemente, los Tribunales de Infancia comenzaron a promover un nuevo término, “entrega voluntaria”, para reducir el estigma que pesa sobre las mujeres que, al no querer o no poder quedarse con su bebé, deciden entregarlo al equipo de adopción del Juzgado. Sin embargo, en la actualidad, la mayoría de las madres cuyos hijos quedan disponibles para adopción no los han abandonado, y mucho menos han entregado a sus hijos voluntariamente. Como en el caso de Sandrinha, sus bebés fueron retirados por el poder público en contra de su voluntad, en nombre del interés superior del niño. Aunque existe un número modesto de estudios académicos sobre estas separaciones compulsivas2, predomina un silencio persistente al respecto en las discusiones legislativas y las estadísticas oficiales, así como en los debates de los medios3. Con un espíritu de justicia reproductiva, la discusión presentada a continuación está guiada por la necesidad de dar visibilidad y consolidar un nombre a estas prácticas, iluminando posibles abusos que acompañan a las políticas reproductivas realizadas en circunstancias de gran desigualdad. Finalmente, nuestro análisis plantea interrogantes sobre cambios legislativos recientes que, en lugar de garantizar los derechos de los más vulnerables, pueden estar avanzando en una dirección que mantiene y profundiza la subciudadanía de las familias en extrema pobreza.

La apropiación de niños: elemento de la historia colonial

La separación de los niños de sus familias y comunidades de origen aparece a lo largo de nuestro pasado colonial, imbricada a historias de poder y explotación. Quienes siguen la historia de las sociedades indígenas de América del Norte y Australia conocen bien los casos repetidos en los que, en un intento de separar a los niños de la influencia “corruptora” de sus familias nativas, generaciones enteras fueron enviadas a internados o colocadas en familias adoptivas blancas. Más recientemente, en América del Norte se ha documentado un proceso similar para administrar familias en barrios marginales urbanos, especialmente aquellas de origen negro, latino y diferentes minorías inmigrantes. Si en algún momento la justificación de la intervención estatal fue acelerar el proceso civilizatorio de poblaciones atrasadas, desde la década de 1980 la intervención ha sido en nombre del “interés superior del niño”, definido según criterios establecidos por un número creciente de número de especialistas. De una forma u otra, estos son los sectores más poderosos de la sociedad que intervienen en las estrategias reproductivas de los grupos subalternos. A través de leyes y mecanismos administrativos cada vez más sofisticados, definen los criterios para evaluar el “interés superior” del niño, determinando dónde y con quién debe criarse la nueva generación.

La apropiación de niños de un grupo por otro también se manifiesta en situaciones de guerra y durante gobiernos totalitarios (por ejemplo, BBC 2017). Las Abuelas de la Plaza de Mayo cuyos hijos fueron asesinados por la dictadura argentina (1976-1983) se organizaron para denunciar el secuestro de sus nietos, dados en adopción (en muchos casos) a partidarios del régimen militar. Fue gracias a los esfuerzos combinados de estas madres social y políticamente oprimidas que la apropiación de niños ganó visibilidad en los debates internacionales a fines de la década de 1980. Destacamos, entre otros resultados, el artículo 8 de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño (CDN), que postula “el derecho del niño a preservar su identidad, incluidos la nacionalidad, el nombre y las relaciones familiares de conformidad con la ley, sin injerencias ilícitas”. Reconociendo el derecho del niño a un nivel de vida que le permita su pleno desarrollo físico, mental, espiritual, moral y social, los signatarios de dicho documento se comprometen a tomar las medidas adecuadas para ayudar a las familias cuidadoras a proporcionar las condiciones necesarias, asegurando en caso de necesidad asistencia material y programas de apoyo, “particularmente con respecto a la nutrición, el vestuario y la vivienda” (art. 27). Poco después, con un espíritu similar, el Estatuto (brasileño) del Niño y del Adolescente (ECA) dejó clara la prioridad política de mantener a los niños en sus familias y comunidades de origen. En caso de falta de recursos materiales, las familias debían obligatoriamente “ser incluidas en los programas oficiales de asistencia”. La adopción, en todo caso, se consideraba una medida excepcional que sólo podía adoptarse cuando se habían agotado todas las demás posibilidades para garantizar el bienestar del niño.

Sin embargo, a fines de la década de 1980, hubo un acuerdo entre bancos internacionales -el Consenso de Washington- que establecía una política económica neoliberal que impondría severos límites a la posibilidad de poner en práctica la legislación progresista de la época (Villalta y Gesteira, 2019). Comenzando por los países anglosajones, diferentes gobiernos comenzaron a alejarse de los principios de la CDN, formulando políticas para los niños institucionalizados que favorecerían la adopción en lugar de la reintegración familiar. Con la filosofía del Estado mínimo, la desinversión en los servicios públicos y la criminalización de la pobreza, surgía la idea de que repartir los niños institucionalizados entre familias adoptivas sería no solo la alternativa más segura para los jóvenes, sino también la más económica para las arcas públicas.

Desde la década de 1990, el crecimiento bien documentado del número de personas de clase media que sufrían una “falta involuntaria de hijos” completó el cuadro, y contribuyó a presentar a la adopción de jóvenes institucionalizados como una situación en la que todos ganaban. La clave era acelerar los procesos de destitución de la patria potestad y hacer que los niños estuvieran “disponibles” cuando eran lo suficientemente pequeños, preferiblemente en la primera infancia, para ser deseados por los posibles adoptantes. Los intentos de reintegrar a los niños institucionalizados a sus familias nucleares o extensas de origen cederían el protagonismo a las políticas que acortaran los plazos y minimizaran los llamados impedimentos “burocráticos” (supuestamente) responsables de la “demora” en los procesos de adopción (Fonseca 2021). Con cada vez menos discusión sobre los posibles abusos engendrados por la extrema desigualdad entre el lugar de origen y el de destino de los niños, los discursos sobre adopción volvieron a acercarse a tropos salvacionistas que recuerdan la época colonial.

En Europa y América del Norte, hubo movimientos de resistencia colectiva, particularmente de grupos minoritarios (negros, pueblos indígenas, latinos) que protestaban contra lo que llamaron “la pérdida de una generación de niños”. Al llegar a la edad adulta, los propios niños adoptados comenzaron a sumar sus voces a la protesta, exigiendo su participación en la formulación de políticas de adopción más abiertas y menos autoritarias. Su queja no era que ciertos niños sean cuidados por adultos que no sean sus padres biológicos (la circulación de niños es una parte rutinaria de la dinámica reproductiva en muchas partes del mundo). Además, reconocían que no todas las intervenciones implican situaciones de robo y explotación (hay formas de acogimiento familiar que reflejan y refuerzan la solidaridad entre las diferentes familias del niño). Pero insistieron en reconocer que, lejos de ser “abandonados” o “huérfanos”, muchos (si no la mayoría) de los niños adoptados son hijos de padres que, por razones de pobreza o catástrofes personales, se vieron obligados a renunciar a sus responsabilidades parentales. A pesar de estar preocupados por el destino de sus hijos, estos padres (y otros miembros de la familia) se vieron privados, por los principios de la adopción plena, no solo de cualquier participación en la elección de una familia adoptiva, sino también de contacto o incluso acceso a informaciones sobre los hijos que les quitaron. A los niños adoptados, a su vez, se les negaba la posibilidad de beneficiarse de estas informaciones y de este contacto. El problema de fondo se presentaba: ante la desigualdad que se agudiza cada día, ¿cómo combatir la subciudadanía del vínculo más débil del proceso de adopción, es decir, la familia (y la comunidad) de donde procedían los niños? Frente a las múltiples formas de tutelaje de los niños adoptados (tanto por parte de los padres como de los especialistas), ¿cómo crear mecanismos para escuchar a estos jóvenes, integrando su voz en la formulación de políticas basadas en los principios del respeto a la dignidad?

Un refinamiento de las ciencias de la exclusión

Volvamos momentáneamente al drama de Sandrinha y Marcelo. En la maternidad, le dijeron a la pareja que pronto recibirían una notificación indicando la dirección del hogar donde podrían visitar a su hijo, y que dispondrían de diez días para apelar la decisión y pedir que el bebé volviera a casa. No obstante, pasaron seis días sin que recibieran la notificación. Alertados por los vecinos, los jóvenes padres comenzaron a temer lo peor: que su hijo se perdería para siempre, dado en adopción a otra familia. En plena pandemia, al encontrar cerrada la puerta de la defensoría pública, comenzaron a llamar desesperados a todos sus contactos personales. Finalmente, localizaron a una defensora que trabajaba por teléfono quien, indignada por lo que vio como una agudización de casos de esta naturaleza, accedió a hacer todo lo posible para ayudar. Pasó una noche en vela, buscando una a una todas las instituciones registradas en el sistema informático hasta dar con el hogar de recién nacidos donde se encontraba el hijo de la pareja.

Para ese momento, la abuela paterna del bebé ya había llegado del interior y, junto con Marcelo, Sandrinha y la antropóloga Lúcia (como chofer), se dirigieron a la dirección indicada. Con el acta de nacimiento de su hijo4 en sus manos, exigieron el acceso a la residencia para que la joven madre, que tenía los pechos rebosantes de leche, pudiera amamantar a su bebé. Recién entonces supieron, a través de la empleada que los había recibido en la puerta, que se trataba de un hogar sigiloso para recién nacidos (sic) donde -con o sin orden judicial- las visitas familiares estaban prohibidas. La funcionaria incluso sugirió que no sería justo para el niño permitirle amamantar cuando no podría continuar este contacto con la madre. Recomendó que, “por consideración al niño”, los padres y la abuela regresasen a casa sin ver al bebé a la espera de la notificación del juzgado.

Hay que preguntarse: ¿de dónde vino esa convicción de que el niño no regresaría ni debería regresar a los padres? ¿Qué elementos justificaron la interdicción precoz de esta m/paternidad? Para impedir el acceso de los padres a su hijo, la empleada del hogar se refirió en repetidas ocasiones a la necesidad de esperar la decisión del juez, ¿pero el juez decidiría sobre qué base? Al ser padres por primera vez, no hubo evidencia de negligencia o abuso por parte de Sandrinha y Marcelo contra otros hijos. Sin embargo, al mezclar diferentes aportes -desde la asistencia social, la ciencia de laboratorio y la medicina-, el personal del hospital podría reunir indicios sobre su supuesta falta de capacidad para cuidar al hijo. Además de verificar la regularidad de las visitas prenatales realizadas por la parturienta, podría observar el comportamiento de la madre con su recién nacido, evaluar la relación entre la mujer y su pareja y, en otra escala, realizar exámenes médicos para verificar la presencia de drogas ilícitas en la sangre.

De hecho, durante un tiempo, el tema de las drogas ilícitas se presentó como un criterio legal para separar a las buenas de las malas madres. La versión original del ECA incluía en el artículo 19 una referencia explícita al derecho del niño “a crecer en un ambiente libre de la presencia de personas dependientes de los estupefacientes” -un indicador “objetivo” para eventualmente justificar la separación del niño. Sin embargo, desde el principio, los activistas llamaron la atención sobre el uso potencial de este tema para discriminar a las madres pobres y negras. El tema dio lugar a disputas interminables entre distintos sectores profesionales. Por ejemplo: cuando, en 2014, el Ministerio Público de Belo Horizonte emitió una ordenanza exigiendo que los hospitales locales alertaran al Juzgado de Familia cada vez que hubiera indicios de una madre o mujer embarazada “adicta a los estupefacientes”, el propio Consejo Municipal de Salud recomendó que los trabajadores de la salud ignoraran la ordenanza (Finamori 2018). Como resultado de este tipo de objeciones, la ordenanza de Minas Gerais fue revocada, pero eso no fue todo. A nivel nacional, una enmienda de 2016 eliminó cualquier mención a usuarios de drogas en el ECA.

Sin embargo, como notaron distintos investigadores con perplejidad a pesar de la eliminación de esta cláusula en las normas oficiales, las decisiones arbitrarias sobre la pérdida de la responsabilidad parental y la separación compulsiva de bebés no parecían disminuir (Finamori 2018, Silveira 2020, Nascimento 2020). En busca de una explicación a esta persistencia de prácticas abusivas, nos preguntamos si no podrían existir otros mecanismos que dieran un amparo legal a los prejuicios de clase y raza. Observamos entonces con interés la idea de “riesgo para el desarrollo psíquico” de los bebés que apareció por primera vez precisamente en la ley de 2016. La recomendación de que los profesionales del Sistema Único de Saúde (SUS) reciban capacitación específica y permanente para la detección de signos de este riesgo dio lugar, en la legislación de 2017, a la obligación de evaluar esos signos en niños hasta los dieciocho meses de edad.

Sugerimos que, con la introducción de la noción de riesgo, las habilidades de los padres ya no se miden en función de comportamientos pasados como, por ejemplo, el maltrato, la negligencia o incluso el uso de drogas ilícitas. A partir de ese momento, apoyándose en los “nuevos aportes de la ciencia” para hacer predicciones con énfasis en la prevención de peligros futuros, el abanico de indicadores se abre a una infinidad de “señales”. No solo la falta de recursos materiales vuelve a entrar en la evaluación (ya no como “pobreza” sino como “riesgo”), sino también vuelven a revitalizarse para esa evaluación los más mínimos detalles de comportamiento como el tono de voz (por ejemplo, en una pelea de pareja), la laxitud (por ejemplo, en la no adherencia al tratamiento médico) e incluso la expresión de ambivalencias afectivas (por ejemplo, haber considerado la posibilidad de un aborto). Presionados por la legislación, los profesionales están, de hecho, obligados a intervenir.

Los debates legislativos revelan que la noción de riesgo psíquico ingresó a la legislación respaldada por una curiosa mezcla de moral conservadora y ciencia popular. Construyó su legitimidad a partir de la reiterada evocación de daños cerebrales irreversibles causados ​​en bebés por situaciones de vulnerabilidad. El argumento fue acompañado por imágenes de resonancias magnéticas de cerebros de niños que, aunque fuera de contexto, parecían concretar los temores que ya rondaban la maternidad de mujeres en situación de calle y/o consumidoras de drogas desde hace algún tiempo. Dieron una apariencia de cientificidad a viejos prejuicios, lo que llevó a muchos profesionales a opinar que, en estas situaciones, cualquier esfuerzo por mantener juntos a la madre y al bebé representaba “una interrupción innecesaria de un proceso indudablemente beneficioso: la adopción” (Gomes 2017: 61).

En otro lugar, profundicé en los debates en torno a los usos políticos de esta versión particularmente controvertida de las neurociencias (Fonseca 2019). Aquí, es suficiente decir que, a pesar de la superficialidad de sus bases científicas, esta narrativa da una nueva cara a prejuicios de clase profundamente arraigados. Refuerza la idea de que todo niño que no vive en una familia “estructurada”, preferiblemente una familia nuclear con un padre asalariado y una madre a tiempo completo, está en grave peligro. De acuerdo con esta lógica, las autoridades tendrían la obligación de actuar lo más rápido posible para sacar a los niños de sus entornos perjudiciales, antes de que sufran tal “daño cerebral irreversible”. El hecho de que las mismas imágenes de cerebros infantiles atrofiados sean presentadas regularmente durante las conferencias sobre niños institucionalizados da la impresión de que cualquier arreglo de institucionalización tendría repercusiones igualmente dañinas. Se sella así la hegemonía de la política que sitúa la adopción -no como último recurso, sino- como una solución urgente para los bebés nacidos en familias de muy pocos recursos, antes de que se incorporen a las filas de los niños y adolescentes institucionalizados.

En el caso de Sandrinha, los análisis de sangre no revelaron la presencia de ninguna sustancia ilícita, pero el informe de la trabajadora social alega otras innumerables conductas para calificarla como madre de alto riesgo para su bebé: además de haber faltado a varias visitas prenatales, se evalúa que tiene “baja adherencia” a su tratamiento para la anemia falciforme y no tiene sentido crítico frente a la conducta agresiva de su esposo. Sandra trató de expresar su versión de los hechos: que solo faltó a una visita prenatal (en un día de tormenta), que los servicios médicos para tratar su enfermedad son de difícil acceso5 y que las acusaciones contra su esposo fueron exageradas por los enemigos de la pareja. Pero sus protestas fueron ignoradas. A partir de una investigación sumaria, profesionales -tanto del hospital como del Ministerio Público- recomendaron la institucionalización de la recién nacida.

Ajustando la “letra de la ley”: la supresión progresiva de la familia extensa

La celeridad se ha convertido en consigna en las políticas de adopción contemporáneas, justificando plazos procesales cada vez más cortos. Por ejemplo, una ley de 2017 dispuso que “los recién nacidos y los niños institucionalizados no buscados por sus familias en un plazo de 30 (treinta) días, contados desde el día de la institucionalización” deben ser inscritos en el Cadastro Nacional de Adoção. Sin embargo, la disminución de este plazo no transcurrió sin resistencia. El Ministerio de Desarrollo Social y el Ministerio de Derechos Humanos se habían manifestado en contra, planteando que treinta días no era tiempo suficiente para que una mujer parturienta saliera del estado puerperal, mucho menos para que los servicios públicos exploraran la posibilidad de que su familia extensa pudiera cuidar al niño. Un comentario del Ministerio Público de Paraná aclara aún más estas objeciones:

“De hecho [un período tan corto] viola toda la estructura de la parte del ECA que se ocupa de la eliminación de la ‘responsabilidad parental’, estableciendo una forma de colocar al niño en adopción sin que exista el debido proceso legal en relación con sus progenitores [...]” (CAOPCAE/MPPR 2018: 7)

Estas objeciones fueron, sin embargo, anuladas por un decreto presidencial que mantuvo el plazo estricto de treinta días.

Al observar los intentos de Marcelo y Sandrinha por recuperar a su recién nacido, la violencia de estos plazos es evidente. Recordemos que, al menos al principio, no les dieron ninguna indicación de dónde buscar a su hijo. Tampoco recibieron notificación por escrito informando los motivos de la medida adoptada con su bebé. El padre, que no tenía acceso a una computadora, no sabía por dónde empezar a oponerse formalmente a esta medida de separación y se quejaba de sus reiteradas llamadas telefónicas en vano a los distintos servicios públicos. Cuando la pareja finalmente recibió, a través de su red de conocidos, la dirección del hogar donde se albergaba a su hijo, quedaron desconcertados por su ubicación en un barrio lejano (que exigía dinero para sucesivos pasajes de autobús) y, para ellos, completamente desconocido. Fue solo gracias a los esfuerzos combinados de una serie de aliados que pudieron manifestarse dentro de los diez días, el plazo que les dio la trabajadora social de la maternidad.

Pero, además de los ajustados plazos, hay otro elemento preocupante en los últimos cambios legislativos: la paulatina disminución del papel de la familia extensa y la comunidad en las políticas de protección infantil. Investigaciones etnográficas sugieren que, entre los grupos populares brasileños, los niños no son y nunca han sido un asunto exclusivo de los padres biológicos. Los abuelos pueden desempeñar un papel clave en el cuidado de los niños pequeños, cuidando a sus nietos durante largos períodos de tiempo. Los niños se mudan para estar más cerca de la escuela, para hacer compañía a su abuela, o simplemente porque, en ese momento, sus padres no encuentran los medios para garantizar su sustento. En la red de ayuda mutua que tradicionalmente ha garantizado el cuidado de las nuevas generaciones, también se destaca la importancia de los padrinos, vecinos y demás familiares (p. ej., Honorato 2021).

A partir del ECA, la relevancia de esta dinámica familiar está reconocida por ley, la familia extensa debe ser activada por los servicios de protección para garantizar el interés superior de los niños y la preservación de sus vínculos familiares y comunitarios. Sin embargo, como se ha visto anteriormente, en lo que se refiere a la reinserción familiar de los niños institucionalizados, los cortísimos plazos procesales prácticamente imposibilitan la búsqueda efectiva de familiares capaces de acoger al joven. La tendencia de los cambios legislativos en disminuir la importancia de la red familiar también se materializa de otras formas. La ley de 2017, por ejemplo, inaugura el derecho de las mujeres a dar a luz en condiciones de “secreto”, con el fin de “entregar voluntariamente” a su hijo a los servicios de la justicia6. En la práctica, esto significa no sólo que el recién nacido será dado en adopción sin que sus abuelos y tíos sean notificados del nacimiento, sino que los profesionales de la red de seguridad se verán relevados de la tarea de explorar otras posibilidades de cuidado que no sean la adopción. Yendo en la misma dirección (de “simplificar” el proceso de adopción), también se eliminan de la ley cláusulas consideradas redundantes o innecesarias -por ejemplo, sobre el deber del poder público de “agotar los esfuerzos para mantener al niño en la familia natural o extensa” antes que realizar cualquier adopción (incluido en el ECA en 2009, art.166, par.3, retirado de la ley en 2017).

Nuevamente, las repercusiones de esta tendencia fueron más que evidentes en el episodio que involucra a Marcelo y Sandrinha. En la puerta del hogar que albergaba a su nieto, la madre de Marcelo se desahogó con gran indignación quejándose de que ninguna autoridad la hubiera contactado: “¿Cómo pueden meter a mi nieto en un hogar sin siquiera contactarme?” (recordemos que su nombre estaba debidamente registrado en los documentos ya en la maternidad donde su nieto nació). De hecho, esta abuela, fiel adepta de su iglesia local, dejaría su casa y su trabajo fijo en un pueblo rural para mudarse a Porto Alegre, donde asumiría la custodia compartida de su nieto, junto con los padres del niño. Surge así la pregunta: si los padres del niño no hubieran podido establecer contacto, ¿esta abuela habría entrado en el radar de los servicios de protección como una opción disponible para asumir el cuidado del niño? ¿Se habría viabilizado el derecho del niño a la preservación de la identidad y los vínculos familiares y comunitarios como alternativa a la adopción?

A lo largo de esta historia, como en tantas otras experiencias registradas por padres en situación de vulnerabilidad, hemos visto una serie de violaciones a los derechos legales de la familia biológica que exponen desigualdades raciales y de clase. Gomes et al. (2017) enumeran violaciones muy similares que son descritas por magistrados, fiscales y otros profesionales que lidian con las “maternidades de la calle”: el retiro del niño sin aportar un documento que explique los motivos; la violación de la confidencialidad de las sesiones terapéuticas; la colocación del bebé en hogares distantes e inaccesibles para los padres; la restricción de los derechos de visita; la demora o directamente la falta de notificación enviada a los padres; la notificación por edictos (incluso cuando se proporcionó la dirección o el número de teléfono); la búsqueda limitada o inexistente de cuidadores posibles en la red familiar -todo gracias a informes con argumentos autosuficientes que prescinden de la garantía constitucional del contradictorio.

Los escépticos podrían objetar que siempre ha habido un margen de diversidad en las prácticas de los agentes de la red de protección en función de sus orientaciones morales particulares. Las leyes progresistas están diseñadas precisamente para prevenir las más violentas desviaciones de comportamiento y para orientar la moral hacia el respeto de los derechos de todos, sin distinción de clase, raza y género. La impresión preocupante que tenemos, al considerar los cambios legislativos recientes, es que hoy en día en lugar de que la ley sirva para combatir las prácticas discriminatorias, estas prácticas están -de diferentes maneras- ganando un espacio de legitimidad en la ley.

Una subciudadanía avalada por las propias leyes

En el escenario nacional brasileño, podemos identificar una tensión persistente en los debates legislativos sobre la adopción. Citemos, por ejemplo, las discusiones que dieron lugar a la llamada “Ley de Adopción” (2009). Entre los diferentes actores -las ONG, profesionales del derecho y activistas que actúan en nombre de la protección integral- hubo una preocupación generalizada por la “enorme” cantidad de jóvenes institucionalizados. Por un lado, estaban quienes, apoyados en el Estatuto da Criança e do Adolescente de 1990, subrayaban la necesidad de políticas públicas para mejorar las condiciones de vida de las poblaciones más vulnerables, para que cada niño pudiera permanecer y crecer dignamente en su familia y comunidad de origen. Todos los esfuerzos debían invertirse en el regreso de los niños protegidos a sus comunidades, la adopción solo cabía en situaciones muy excepcionales. El segundo bloque afirmaba que las políticas de “reintegración familiar” simplemente no funcionaban. La solución más adecuada para la mayoría de los niños, niñas y adolescentes que viven en condiciones de alta vulnerabilidad sería, por lo tanto, la adopción por parte de personas con suficientes recursos materiales y emocionales que les garanticen un adecuado desarrollo. Según los analistas, la forma final de la ley, promulgada en 2009 (como una reformulación del ECA) representó una especie de empate en el que ninguna de las corrientes estaba plenamente satisfecha (ver Oliveira, 2015).

Efectivamente, hay una tremenda movilización de activistas que buscan implementar políticas de protección integral a la infancia desde una perspectiva de justicia social, promoviendo los derechos económicos y sociales de todas las familias. Y, en los últimos años, a este movimiento se han sumado algunos activistas negros e indígenas que protestan contra la separación compulsiva de ciertos bebés7. Sin embargo, sugerimos que, desde 2009, las tendencias que promueven la adopción como política social para mitigar los daños de una política económica desastrosa desarrollan tácticas sutiles para ganar terreno.

Así, si bien podemos aplaudir la forma en que las activistas lograron excluir cualquier referencia a estupefacientes del ECA, eliminando un instrumento potencial de prejuicio contra mujeres ya altamente estigmatizadas, debemos, sin embargo, prestar atención a la forma en que otros cambios legislativos han comprometido estos modestos logros, lo que justifica una vigilancia más exhaustiva y una intervención más arbitraria que nunca en la vida reproductiva de las poblaciones subalternas. Del mismo modo, si podemos considerar que la atención pública centrada en los últimos años en el sistema de protección infantil es benéfica, debemos permanecer atentos a los tropos simplistas que tienden a colarse en las soluciones propuestas. En primer lugar, debemos tener cuidado con las moralidades raciales y de clase que producen imágenes tan convincentes de niños victimizados por sus verdugos.

Después de su incursión al hogar en el que se encontraba su hijo, Sandrinha y Marcelo finalmente fueron contactados por la Justicia y escuchados en una audiencia (vía zoom, en una computadora prestada por un vecino). Finalmente lograron expresar su tremendo deseo de tener a su hijo con ellos y gracias a las manifestaciones de la abuela paterna, a las persistentes llamadas telefónicas de los colaboradores del Colectivo y a una nota detallada en el periódico local, el bebé, de poco más de un mes, regresó a los brazos de sus padres (Ortiz, Hofmeister y Lisboa, 2021). Es evidente, sin embargo, que hay muchos casos similares que no llegan al mismo “final feliz”. Incluso debemos reconocer que existen situaciones de tal privación, que todos están de acuerdo en que el niño no puede permanecer con su familia de origen. Esto no es, en absoluto, un “abandono” materno. Como afirma un magistrado entrevistado por el equipo de Gomes et al., las madres “pueden incluso querer quedarse con los hijos, pero no tendrían las condiciones mínimas necesarias y no existen políticas públicas suficientes y efectivas para enfrentar esa situación” (2017:62).

Dada la radical desigualdad que produce nuestra actual política económica, y dada la reducción de los servicios sociales que esta misma política promulga, es previsible que haya familias que no puedan proporcionar lo mínimo necesario para el bienestar de los niños. La pregunta es, en este tipo de situaciones que realmente requieren la intervención de las autoridades públicas, ¿cómo justificar la ruptura total de los vínculos entre el niño y su familia? Cómo privar a una persona de su identidad m/paterna cuando el problema principal es, al final, la pobreza extrema pura y dura. Este dilema se encubrió inicialmente con imágenes de padres que “optaron” por abandonar a sus hijos. Desde este imaginario, la visión punitiva de los moralistas victorianos podría sonar justa: quien no quiso cumplir con sus deberes no merecía disfrutar de las alegrías de una familia (Martial, 2020). En cierto momento del siglo pasado, la justificación de la ruptura pasó a expresarse en términos del “interés superior del niño”. En concordancia con la nueva orientación, la familia original era generalmente descrita como negligente o maltratadora, alimentando la idea de cuidadores que, si no claramente abusadores, al menos eran indiferentes al bienestar del niño. Más aún, se consolidó la idea de que la familia adoptiva debía “imitar a la naturaleza”, y el niño se presentaba como si hubiera nacido de sus nuevos padres. Se pensó que reconocer la existencia de otra familia -o el hecho mismo de la adopción- crearía una “confusión genealógica” en la mente del niño, además de exponerlo a la discriminación.

Estas narrativas fueron desacreditadas una por una a medida que los adoptados crecían y encontraban su voz en los debates públicos. Entonces comenzó a tomar forma una narrativa muy diferente, con énfasis en la búsqueda de los orígenes, la necesidad de conocer la propia historia y el derecho a la propia biografía. Más aún, en las últimas décadas, las clases medias y altas han reconocido una diversificación de las formas familiares, incluyendo aquellas que contemplan -a través del divorcio, procedimientos de maternidad asistida o crianza del mismo sexo- experiencias de pluriparentalidad. Debido a este nuevo escenario, los servicios de protección del hemisferio norte, uno tras otro, comenzaron a fomentar una mayor flexibilidad en el proceso de adopción. La noción de “adopción abierta” ingresó en las políticas públicas. Ella mantiene todas las ventajas de la adopción plena (la transferencia total e irrevocable de la responsabilidad parental a los adoptantes y plenos derechos del adoptado en su nueva familia) al tiempo que prevé un intercambio regular de información y, en ciertos casos, contacto cara a cara entre el niño adoptado, sus padres adoptivos y miembros de su familia biológica (Neil 2017, Melo 2021, Fonseca 2021) 8.

En Brasil, a pesar de las campañas a favor de una “nueva cultura de la adopción” que amplíe la gama de adoptados (incluidos los niños más grandes), aún no han surgido debates innovadores que consideren una presencia efectiva de las familias de origen en el proceso de adopción9. Por el contrario, desde 2008, infraestructuras burocráticas progresivamente refinadas (CNA, SNA) han contribuido a intensificar la concentración de las decisiones adoptivas en manos de los profesionales del Juzgado. Estos, a su vez, tienden a tomar la guía del ECA al pie de la letra, asegurando que el niño adoptado esté completamente desconectado de cualquier vínculo con sus padres y familiares. Como vimos en el caso de Sandrinha y Marcelo, las gestiones para alejar a los padres del niño pueden comenzar incluso antes de cualquier sentencia judicial.

Precisamente por temor a este tipo de exclusión radical, algunas mujeres, decididas a dar en adopción a sus hijos, eluden los servicios judiciales. En su lugar, buscan otras vías que incluyan su participación efectiva en el proceso, que les permita seguir, aunque sea de lejos, el curso de la vida de su hijo. Pueden seguir un camino que conduzca a prácticas notoriamente ilegales, por ejemplo, cuando los padres adoptivos elegidos por la madre declaran al bebé directamente ante notario, estableciendo una partida de nacimiento fraudulenta como si fueran los padres. Pero las madres también pueden acudir a un procedimiento legal, previsto en el ECA (art. 166), que reconoce que los titulares de la responsabilidad parental tienen derecho a expresar libremente su voluntad, incluyendo el registro de una petición para colocar a su hijo en una determinada familia sustituta. Miembros del poder judicial han ejercido fuertes presiones para poner fin a este tipo de “adopciones directas”, alegando que, además de lesionar la exclusividad del Cadastro Nacional de Adoção, fomenta el “tráfico” de niños. Sin embargo, al fracasar en el intento de prohibir la adopción directa, encontraron otra forma de tratar de detener la práctica. Así, en 2017, junto a las causas clásicas (castigos excesivos, abandono del niño y actos contrarios a la moral y las buenas costumbres), en el artículo 1638 del Código Civil brasileño fue incluida una justificación completamente nueva para la supresión de la responsabilidad parental: “entregar de manera irregular el niño a terceros para fines de adopción”. En otras palabras, se aplica severa sanción “a la irregularidad” de la madre o padres de participar en la designación de los futuros padres de su hijo. De esta manera, se ataca la única forma legal en Brasil para que la familia biológica participe en el proceso de adopción o tenga alguna información sobre el destino post-adoptivo de su hijo.

De hecho, hay indicios de que, al día de hoy, persiste un contingente no despreciable de adopciones aprobadas por el juzgado que no han pasado por los trámites burocráticos recomendados por el equipo profesional. Sin duda, un gran número de estos procedimientos es resultado de lo que los observadores denominan “tráfico legal”: agentes de la justicia, con argumentos benévolos, pasan por encima de los protocolos legales, precipitando la separación obligatoria de bebés para entregarlos en adopción a conocidos de su red personal (Cardarello 2012, Felizardo 2021). Sin embargo, curiosamente, en lugar de investigar las irregularidades cometidas por el equipo profesional, la sospecha de trata o tráfico siempre recae sobre el ala más débil del proceso, es decir, las familias originales de los niños adoptados. Y, a pesar de la escasez de casos comprobados, es esta sospecha la que sirve como justificación más común para prohibir la participación de los padres en el proceso de adopción.

Sin duda, algunos lectores se sentirán indignados por la aproximación que hemos hecho en este artículo entre la separación compulsiva y el tráfico de niños. Aceptarán fácilmente hablar de “secuestro” y “tráfico” cuando se trata de adopciones internacionales donde está en juego una desigualdad radical entre naciones, pero se sorprenderán con la introducción de estos temas en el ámbito doméstico. Ahora bien, el argumento de este artículo, centrado en las medidas de separación compulsiva de bebés como parte integral del sistema nacional de protección a la niñez, estuvo precisamente dirigido a la forma en que las desigualdades políticas y económicas dentro del propio país producen un terreno fértil para intervenciones abusivas. Sobre la base de un determinado proyecto político, sustentado en una moral fundada en los valores de la élite, ciertas m/paternidades son tomadas como ejemplares mientras que otras están sujetas a una estricta vigilancia (cuando no están completamente prohibidas). La forma en que, según elementos de raza y clase, no sólo individuos, sino familias enteras caen bajo sospecha abre la preocupante conclusión de que, a pesar de las salvaguardas protocolares, las radicales desigualdades que prevalecen en Brasil conducen a la subciudadanía de muchas personas, sancionada por el sistema normativo de su propio país.

Porto Alegre, Brasil, 2022

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1 Datos de la OXFAM (2019) https://pt.knoema.com/atlas/Brasil/Poverty-rate-at-dollar19-a-day?compareTo=AR,PE,PY,VE,UY

2Véase, por exemplo, Gomes et al. 2017, sobre el contexto paulista; Silveira 2020 sobre casos em Rio Grande do Sul; Nascimento de Jesus 2020 sobre escenas en Mato Grosso do Sul; Finamori, 2018, en Minas Gerais; e Mombelli, 2016, en Santa Catarina.

3Somos testigos, por ejemplo, de cómo los propios niños adoptados parecen tener dificultades para imaginar a sus madres biológicas en otros términos que no sean el “crimen” del abandono o la “abnegación” de la entrega voluntaria (Lucchese 2020).

4En el hospital, se había aconsejado al padre que no registrara a su hijo hasta que recibiera la decisión del juez, consejo que él no siguió.

5Ver Muniz (2021) sobre la precariedad de los servicios hospitalarios dirigidos a esa enfermedad “de la población negra”.

6Hay varios estudios que desmitifican la idea, prevaleciente en el sentido común, de que tal secreto evitará el infanticidio (ver Fonseca, 2009; Angotti, 2021).

7Ver, por ejemplo, la causa de su madre, Andrielli, acogida por el movimiento de mujeres negras en Florianopolis, 2021: https://catarinas.info/category/violencia/;https://www.youtube.com/watch?v=auTBv6KbuzU.

8Ver también Child Welfare Gateway: Maintaining connections with birth families in adoption, https://www.childwelfare.gov/topics/adoption/preplacement/adoption-openness/ (consultado 2 de fevereiro, 2022).

9Cabe destacar la notable excepción del ciclo de mesas abiertas organizado online por IBDCRIA en colaboración con Unilasalle a lo largo de 2021.

Recibido: 11 de Octubre de 2022; Revisado: 20 de Junio de 2023; Aprobado: 01 de Julio de 2023

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