La orientación negativa1
Una de las aspiraciones de la crítica es alcanzar una síntesis que permita visualizar el absoluto al que, después de tanto y después de todo, se ha llegado si es que llegar significa detenerse en un lugar. Paradojas del ensayista que, no sólo va de un tema a otro sino de una a otra disciplina, de horizonte en horizonte, pero siempre por detrás de esa resolución de lo pensado que, en un momento, le implicaría detenerse, aunque su espíritu lo llame a continuar por detrás de lo que ha entrevisto como inalcanzable. Por lo tanto, no importa si la formulación final es clara o si el sistema que la valida es arduo y por demás intrincado para quien replique la experiencia de aventurarse tras esa síntesis; la fatalidad, en el transcurso o en la quietud del pensamiento, siempre nos dirá que la verdad es lo verosímil. Así, entre la belleza del pensamiento y la fidelidad a la verdad se debate la visión del absoluto que devela a la crítica; pero también, se resquebraja el proceder de ésta, pues ¿en qué momento belleza y verdad se han alejado? ¿En qué momento pensar puede ser solamente un estilo y la verdad una excusa para el despliegue de una forma?
Dejando de lado lo inquietante de estas preguntas, lo paradójico de la aspiración absolutista de la crítica es que toda aventura del pensamiento parte de la negatividad que en un principio es sólo un momento de dicha aventura. Sortear la oscuridad del intelecto, despejar la bruma de la mente, separarse del mundo para hacer de él un objeto es, en definitiva y por más accidentado que parezca, un modo de avanzar, una forma de alcanzar la afirmación del espíritu que se distancia de las materias engañosas y proteicas. Sin embargo, el sueño de la ciencia, en su sentido literal y en su sentido irónico, dicta que toda verdad es susceptible de opacarse, desgastarse, perder su brillo, dejar de fascinar y entonces, nuevamente, encerrar al espíritu en la noche más oscura. He aquí que por momentos las verdades a las cuales la crítica arriba tienen de admirable su procedimiento y su exposición antes que el lugar de verdad al cual transportan al espíritu, pues importa el modo en que un destino encuentra su forma y la inestabilidad de lo negativo que en el fondo de ella incuba su segura desaparición.
La crítica, entonces, posee una edad, diversos estadios, una historia de su relación con la fascinación y el terror ante lo espectral que por delante de ella se posiciona. Y es que tal vez la crítica lleva en sí la falsa presunción que la obliga a creer que el pensamiento como acto es ir de los fragmentos a su reunión, despojando así de su horizonte -en un simple movimiento, en un impulso voluntario- la sombra de la duda, la vacilación de su minoría de edad. Si esto fuera cierto la noción de crítica se vería reducida; pero por suerte triunfan las figuras difusas, regresan los espacios en blanco, los restos se apoderan del paisaje de la mente y, una vez más, la crítica hace lo que mejor sabe: emprender su fuga hacia adelante, volverse el ensayo de sus posibilidades.2 La negatividad -que supone aquello por vencer y el lugar adonde no se puede estar- resulta ser el impulso en procura de un objeto y la borradura del camino por el cual llegamos a él; por lo tanto, debe salvarse, se debe tener como el infinito irrenunciable al cual mirar. Sin la proximidad de lo negativo no hay crítica posible.3 Toda negatividad es entonces el modo de resistir de un objeto en tanto que aún guarda para sí un fondo de cosa, pero también, y luego de ser pensado, en tanto guarda una conciencia de resto. La negatividad es el regreso a ese lugar en donde el objeto vacila respecto de su nombre; la negatividad, como horizonte del ensayo y como lugar de la crítica, no es más que la destrucción de la falsa presunción respecto de los fragmentos reconvertidos en partes de una unidad; aún más, la negatividad, como retorno en el ensayo y como futuro de la crítica, es los restos de lo pensado en tanto que restos absolutos, en tanto que pasado, en tanto que fulgor como destello del fracaso. En definitiva, el tan deseado absoluto de la crítica es, o bien el simulacro, el disimulo, la mascarada de esos restos; o bien la presencia de los restos que la invención de un todo pretende erigir como una nueva totalidad que, por cierto, jamás será asequible al pensamiento en términos objetivos.4 Y así, pensar críticamente es nunca acabar con lo pensado, es volver una y otra vez a la adversidad, a la aventura de lo negativo.
Pulsión de saber
Para Nicolás Rosa escribir no es otra cosa más que hacer algo con los restos de lo pensado. Como ningún otro crítico, una y otra vez ha vuelto sobre la pregunta por la crítica, ya sea ejerciéndola de forma temprana, configurando los intereses al interior de ésta, o simplemente señalando las operaciones de escritura y lectura que la mantienen siempre expectante respecto a sí misma y su relación con el saber. De alguna manera la aparición de Los fulgores del simulacro proponía eso: reunir en la letra -en el lugar sintomático del discurso- el pasado de la propia actividad crítica y el presente de lo que ha quedado, suerte de temprana autobiografía de lo que se ha leído y escrito.5 Sin embargo, la simple recopilación no sería tal si no viniera acompañada de un prólogo en donde las aspiraciones de la crítica parecían atenuarse tanto política como metodológicamente para avizorar la formación de un estilo, para señalar la implicancia de la letra en el cuerpo del sujeto que escribe. Muy temprano entonces el poder discursivo de Rosa se cristalizaba en formulaciones promisorias: pensar de nuevo con lo viejo o desear lo nuevo sabiendo que, indefectiblemente y como una fatalidad, lo nuevo también envejece; pero, sobre todo, sabiendo que lo viejo y lo nuevo puestos en movimiento le evitan al deseo la caída en la tan temida acedía.6 Los años de lo que se ha escrito son así los años de la crítica, y en su reunión, la crítica puede leerse a sí misma como un saber hecho de usos y funciones, como un poder en contra del mismísimo poder. Bajo la luz de la recopilación, los textos producidos releen y reescriben los alcances críticos que no escapan al propio sueño arqueológico de engrosar un pasado por leer; pero por supuesto, en la recopilación lo arcaico y lo moderno de la escritura arrojan sobre esos textos la condición de ensayos propios de un tiempo y un lugar subordinados a una crítica futura que no hace más que interrogar a “la cosa literaria” (1987: 10).7
De este modo, pensar críticamente no es más que persistir en lo negado; y en la negación es la crítica quien encuentra su lugar y su función. Para Rosa la respuesta al lugar del pensamiento es también la respuesta a la función de la crítica: “¿Dónde se ejerce la crítica? ¿Dónde, el pensamiento? El espacio institucional es el espacio de la exclusión, de la exclusión de la literatura” (1987: 15). Por lo tanto, si la literatura es el término excluido de los discursos, si ella es aquello que se resiste por afuera de lo que ha sido reducido a su ser de objeto, si literatura lleva consigo la parte maldita de su propia representación, su carácter irrepresentable, es indudable entonces que la autonomía a la cual la literatura ha llegado está en un punto de no lugar, en una exterioridad absoluta, en el sitio adonde lo que cae está en falta y en donde la falta hace a lo que es excluido. Pero por tranquilidad, la exclusión también es producto de la mala fe llevada adelante por la literatura. ¿Dónde reside aquello que la literatura misma no ha querido leer o no ha sido leído como literatura? ¿Adónde descansa lo que lee el exilio y el destierro que la propia institución literatura produce? ¿Cómo leer lo que hay de literario en otros discursos que aun así la niegan? Si la literatura se define por “una falta histórica, sociológica, psicoanalítica (para mencionar los saberes dominantes) que la revela como lo faltante del discurso social, como lo no-dicho del discurso colectivizado, como borde o excresencia de lo plenamente lingüístico” (1987: 11), ¿de qué modo la crítica podría entonces dar cuenta de ello sin ser un discurso de lo excluido que, en lugar de dar cuanta de la exclusión de un objeto, en realidad escribe su propia exclusión?
Seducida por ese lugar del mal que fascina, la crítica también se piensa como una aventura por afuera de lo posible de toda aventura. Sostener que “deberíamos hacer de la crítica un discurso autónomo” no es una ilusión que pretenda ver en la verdad el fin de la tan pretendida autonomía, sino más bien todo lo contrario: el deseo de autonomía para la crítica eleva a ésta al nivel de sus objetos; la descentra de la institucionalidad misma. Lejos de todo dictamen positivista, que haría de los objetos el lugar de verdad de las categorías antes que el lugar de una experiencia de la verdad, la crítica se vuelve reflexiva justamente por medio de la ficcionalidad que reclama para sí:
La crítica no puede, no debe, mantener una relación de subordinación con respecto a los objetos literarios, sino que, revalorizando una relación dialógica con ellos, debe adquirir su mismo nivel y por lo tanto su mismo rango de ficcionalidad (1987: 10-11).
Así, la función de la crítica no es más que leer lo negado por la literatura, pero en la tensión política que la circunda: el paso entre Escila y Caribdis de lo universal y lo particular; y a la vez, en esa tensión de su deriva hacer coincidir la vida psíquica de la lectura con un horizonte de expectativas que, en la elección de los objetos, lee también un procedimiento, un modo de ser frente a la literatura. La crítica ficcionaliza el saber desde un sustrato biográfico que no es más que el modo de leer lo que se lee, la relación que se establece entre un sujeto y un objeto a través de la lectura antecediendo a la escritura, pero llamando ya a ésta última por medio de estrategias de olvido. Por lo tanto, existe una anterioridad, un presumible origen, una lectura en el presente que es tributaria de otra lectura que lee todo cuanto la antecede. El saber de la crítica es entonces una adquisición, una disputa en el marco de lo real y en el fondo de lo íntimo, un hecho objetivable bajo la premisa de una novela de formación en la cual, desde ya, no importa tanto lo leído sino el modo en cómo se lee.8 Asistido por lo que Rosa llama una pasión, es decir, lo propiamente de uno aun en la ajenidad que nos lo endilga, el crítico asimila saberes teóricos de diversas procedencias -arcaicos, modernos y hasta contradictorios-; pero, en el fondo, no hace más que responder a su deseo por desplegar “una lectura transferencial en donde el sujeto se aniquila en el objeto” (1987: 12).9
La pasión crítica es por supuesto subjetiva, hace a lo particular -la felicidad o la desazón biográfica-; y hace también a lo general -la lectura como dispositivo de figuración: somos lo que leemos, lo leído nos hace ser-. Sin embargo, la pasión crítica hace también a los resultados de su lectura y su rigor, a la disputa por aquello que modeliza el estilo por venir. Por lo tanto, hay una relación de sacralidad con la pasión lectora, casi una suerte de destino prefigurado y, desde ya, en esa sacralidad se inscribe la posibilidad de profanar el sentido de lo leído, se inscribe la necesidad de excluirse de toda comunidad por medio de la vocación singular que lleva a padecer en soledad la lectura. Ni la lectura política -perecedera, condenada a la moda, reducida a un afuera de la lectura- ni la lectura estética -tan impostada como los prejuicios mismos de utilidad, procedencia y valor- pueden contra la subjetividad que se monta en la lectura. La pasión se corresponde entonces con una figuración autobiográfica del crítico, quien al leer transparenta el acto de leerse:
Por obra de una alucinante metabolización convertí a toda la literatura que me sirvió de alimento -de Homero a Bourroughs, de Heidegger a Parménides, metabolización increíble en un sujeto proveniente de una familia desclasada y casi proletaria, en el sustrato «orgánico» donde se re-construyó mi vida pulsional en una posterioridad convulsiva, donde lo real de mi cuerpo y la triunfante impostura de lo textual todavía hoy viven en conflicto permanente y por momentos demasiado vívido (1987: 13).
Así la lectura crítica va dejando huellas de cómo se leyó lo que se lee, de cómo la lectura posibilitó una orientación en el estilo de la crítica; y, por lo tanto, la crítica siempre registra un pasado de la lectura que, como tal, sólo se puede leer en el presente de su escritura, en el fantasma más concreto y a la vez más difuso de la crítica: la intertextualidad.10
Un retorno borroso
El pasado de la lectura es problemático, ya que siempre vuelve como reminiscencia o como desconcierto del acto mismo de afirmación o negación ante un saber ajeno que, en tanto que diferente -pero también en tanto que afín por esa misma diferencia- fascina como para reducirse a la ingenua ficción de un mito de origen en el que jamás participamos. De este modo si lo leído se invisibiliza o se transparenta en lo escrito, es porque aún en la ficción del origen la primera palabra o el primer trazo necesariamente pertenecen a un acto anterior, a una autoría que está por afuera de la escena del origen.11 Leer -del mismo modo que escribir- es una forma de borrar esa autoría anterior que no nos pertenece. Sin embargo, más que borrar la crítica debe saber olvidar, debe hacer de ello un arte, un procedimiento de la inteligencia. Indudablemente el olvido es un modo de la distinción crítica; saber qué olvidar y qué no hace a una valoración indirecta del pasado. Por lo tanto, el modo de leer decide el destino de la crítica, y para ello el discernimiento es una de las principales astucias con las que se cuenta. Sin la astucia del discernir no hay presente de la crítica o crítica en el presente; la astucia del discernir es el modo de ser de la crítica en relación con ese presente que, indefectiblemente, volverá como pasado, sedimentará el suelo arqueológico con textos que, al fin y al cabo, no son más que restos, no son más que una reescritura continua del fantasma de lo leído borrándose en lo escrito. Así, asumir ese presente para participar de él -pero también para tener la astucia suficiente como para proyectarlo en el futuro del estilo por venir, como para hacerse contemporáneo de un pasado que no siempre se pretende propio en su totalidad- es uno de los tantos modos de distinción que la crítica se permite por medio de las licencias del ensayo.12 Cómo leer entonces la Fenomenología del cuerpo, la conciencia y el mundo, cómo pensar las primeras formas del Estructuralismo y sus propuestas de un sistema inmanente a lo real; o de qué modo trazar en la literatura argentina su particularidad y su carácter universal que permita apropiarse de la psicología existencial de Sartre para aplicarla a la novelística de David Viñas es para la crítica un modo de buscar su lugar en el presente; pero también, un modo de hacerse presente por medio de las astucias del olvido.13
En Crítica y significación Rosa es lo suficientemente astuto como para llevar adelante una operación de lectura que, con precisión quirúrgica, secciona los restos de lo que fuera la Fenomenología y el Estructuralismo en sus vínculos con la psicología, la semiótica y la lingüística, para así mostrar el presente de la crítica a través de las apropiaciones que la lectura de Viñas ha hecho del existencialismo, no sólo para el pensamiento político-literario sino también para su novelística. El hecho es cómo leer la propuesta crítica de Contorno sin quedar presa del contornismo que subordina cualquier hecho estético a la dinámica de lo político. Por lo tanto, se trata de una operación que lee en lo no leído una forma de leer lo que se ha leído; y que hasta llega a señalar lo que debería haberse leído en tanto que modo del leer. Al consabido ensayo sartreano de moral política ¿Qué es la literatura?, Rosa adjunta los extremos de Contorno leídos por Masotta, Correas y Sebreli (San Genet, comediante y mártir, El ser y la nada -sobre todo su último apartado, Crítica de la razón dialéctica, Los caminos de la libertad, Las palabras-) pero desde una nueva perspectiva: una psicología existencial que pueda trascenderse en una forma legible de lo real (Freud, Lévi-Strauss) y que se traduzca en un sistema de signos (Barthes, Benveniste, Lacan). De este modo lo que queda para leer por la crítica es una literatura materialista y autorreflexiva, cuyo origen es lo que ésta ha leído y cómo lo ha leído, y que aquí y allá trasluce tensiones, diversas dicotomías en la estructuración de lo real; pero, sobre todo, deja observar un predomino de la acción como impulso ordenador del mundo: “En el dualismo refractante de Viñas, la acción se presenta como posibilidad única de la realización del mundo” (1970: 15). Desde esta premisa Rosa leerá el borde de una metafísica en retirada: espíritu/cuerpo, contemplación/movimiento, profundidad/superficie, pero también, el porvenir de la crítica por medio de su camino negativo: antes que la interioridad subjetivista, antes que la reducción política, antes que la trascendencia moral de la crítica Rosa lee el valor teórico inscripto en los objetos, la potencia fantasmal que los anima, la textualidad de las superficies. Como podemos apreciar, la crítica debe cargarse de espesor semántico y metódico, y en ello, decodificar un mundo aún por revelar en los modos del ser:
La corporalidad es la carne en acción, es decir en el tiempo, en la historia. El mundo del movimiento, o mejor una pulsión de movimiento, es el mundo de las novelas de Viñas. La movilidad, el espesor, la densidad, la reptilidad, la contracción, la fractura, la violencia y la incomodidad revelan la corporalidad actuante: hacen del ser lo que es: magnificencia pura de la acción (1970: 15).
Una lectura del cuerpo supone así una lectura de lo que acontece en su superficie, adonde la acción rompe, contrae, fractura la unidad de cualquier objeto. Sin embargo, una lectura de ese tipo debe traducirse en un signo y un valor que, aun así, no reduce el poder de ese cuerpo. Y una crítica de lo singular apunta a evidenciar las pasiones de ese cuerpo, pero esta vez en un código, en un sistema, en un bien transferible más allá de lo particular de cada escritor:
De una u otra manera todo escritor es siempre un mandato puesto que posee por excelencia un bien de la comunidad: la lengua (…) El único bien de que dispone Viñas es un bien que, como el cuerpo, es sumamente incierto: las palabras. Y estas palabras elaboran una escritura que es ambigua porque, de hecho, se comporta como una escritura moral” (1970: 87).
Ante la incertidumbre que deparan las palabras, pero también ante el fondo moral e ideológico con el que se carga el lenguaje, si el escritor se ve acorralado sabe que sólo cuenta con la escritura, pero en un sentido de escritura-antimoral, es decir, según la orientación de la subjetividad que el propio escritor le otorga. De este modo el lenguaje se vuelve superficie, el lugar adonde las palabras estructuran los diversos simulacros que hacen al funcionamiento de la significación -leitmotiv barthesiano (1987: 315)-; y adonde también es posible poner de manifiesto la intencionalidad moral que cree estar por delante del lenguaje y la literatura. Así para la crítica el cuerpo de la lengua más que un objeto expuesto por mostración estética es un artefacto subordinado a un fondo de sentido, a una exposición moral que se orienta tras el realismo y lo puramente ideológico. Rosa opta entonces por abandonar el camino de una representación estética que, al fin y al cabo, queda reducida a lo que se muestra como reflejo de lo que se piensa; y opta por una lengua muy cercana al habla, a lo irrepresentable, que sólo así puede situarse en un punto de significación: “No nos interesa destacar ahora la precaria configuración estética con que Viñas procede, en todas sus novelas, a presentar esta situación, pero sí detectar su significación en el texto” (1970: 29). El punto de significación de toda lengua es la escritura, la acción, el movimiento, la torsión en la cual se pierde como tal; por lo tanto, la crítica iría por detrás de una representación ya no atenida a un sistema de signos, sino a la deriva en la cual los signos pueden extrañarse, ese afuera ya sin margen y sin referencialidad, sin fondo y sin previsibilidad. Sólo el extravío de la escritura, que barthesianamente debe optar entre placer y goce (1982: 123), entre reflexión ante el saber que se tiene del objeto, y el saber que se tiene de cómo se sabe lo que se sabe, puede torcer la moral del escritor, puede volverla lo suficientemente engañosa en las palabras que la expresan como para dejarla sin efecto pero a la vez, también para que ese efecto sea lo que el crítico contempla fascinado: aquello que autoritariamente la lengua deja decir, y aquello que el sujeto perverso le hace decir a esa lengua.
Rosa piensa una escritura sin objeto, sin obra, sin autor, aún por venir; es decir, piensa a nivel teórico lo que ni siquiera por negación acontece en la literatura argentina. Presa de un estilo cuyo objetivo es “romper la interioridad del estilo burgués” (1970: 98), Viñas sólo hace de la exterioridad del cuerpo y la acción un fenómeno aun reducible a una contra-moral; y es que entre la trascendencia histórica y la unicidad de un proyecto personal, entre la disolución y la ubicuidad, ante la laceración de la lengua y el correcto goce de la disposición de las palabras como simple materia, su escritura se muestra como una mediación ambivalente, pues “se propone como desmitificadora, correcta y realmente intencionada y, paralelamente, como un camino de salvación personal, abstracta, irreal y difusa” (1970: 96). La escritura por venir que Rosa intuye en su análisis pone en evidencia que lo político ya no es una condición privativa del autor y su intencionalidad, ya no es una condición objetiva que emana de la superestructura y se vuelve forma por prepotencia subjetiva; por lo tanto, lo que comienza a escucharse en el cuerpo de la letra es una política de la lengua que, en todo caso, se impone sobre las inflexiones de la voz en los síntomas del discurso antes que en la voluntad de autoría. Y es que la fascinación por una literatura que pone en el centro de la escena la potencia de la materia lleva a Rosa a pensar en una crítica más próxima a la obediencia del método. Su lectura de Sartre -leído años antes por Contorno, y ahora leído en la distancia crítica que prescinde de la figura de su autor- sigue en Genet los procedimientos y ejemplos de una psicología existencial que al partir de “una concepción extremadamente subjetiva del mal como reconocimiento de la existencia del otro” (1970: 114) busca necesariamente hacer del Mal un producto cultural.14 Nacida en la interioridad, en la fabulación, en el deseo de singularidad que transgrede los juicios morales, la experiencia de Jean Genet procede de la soledad y se encamina hacia ella. En tales condiciones esta búsqueda del ser que resulta incesante es lo que interesa a Rosa, no tanto por su estrecho vínculo con el Mal que, al fin y al cabo, es una variación de un problema filosófico, sino más bien por la condición negativa de la soledad que, como signo de distinción, altera los valores de lo social y se transforma en una letra para la cual no hay cuerpo posible, salvo aquel que el discurso construye como lugar de lo imaginario. Si la soledad es una aventura negativa emprendida por Genet, si esa aventura cuenta con un cuerpo en el cual se inscriba como tal, ese cuerpo es la literatura, pero esta vez entendida “como procedimiento de destrucción”, ya que “el Mal absoluto es imposible, no tiene realidad sino a través de lo imaginario” (1970: 121). Sólo la perversidad asegura la contundencia literaria, sólo la impostura de la letra lleva hacia la negatividad, siempre y cuando -señala Rosa criticando la flaqueza de las interpretaciones sartreanas, y saliendo al cruce de ellas con la atenta lectura de Blanchot- “la obra tome el lugar del gesto”, ya que “la literatura es una experiencia total, un problema que no soporta límites, que no soporta ser reducido a una cuestión de lenguajes, aunque este sea el signo más evidente, su clave más significativa” (1970: 134).
Extremando Sartre y la Fenomenología que acompañó los análisis literarios previos y contemporáneos al desembargo de una teoría de matriz lingüística (Barthes, Derrida, Kristeva), Rosa intuye que lo literario es aquello que está por afuera de la significación, aquello que la excede y la desborda y que, por momentos, hasta deja de entenderse como lo propio de la literatura. Frente a ello resulta imposible para la crítica mantener un discurso denotativo; su cercanía a lo tratado, su proximidad con aquello que está lejos de toda proximidad supone el despliegue de “un pensamiento metafórico” (1987: 112-113). Ganada por la ficción de la literatura la crítica se vuelve ficcional, pero en sus procedimientos y en el empleo de lo verosímil como un acercamiento a la verdad; y también, desde ya, en el empleo del estilo como proximidad a la cosa tratada, pues lo que deslumbra, lo que fascina, aquello que se singulariza en la extrañeza de la forma, sólo puede ser replicado en la conciencia crítica del simulacro, en el método de la ficción crítica, en el camino de sus metáforas.15
Por lo tanto, si el sentido es aquello que ya ni siquiera el texto mismo resguarda, es indudable que para la crítica la escritura debe ser la materia por trabajar, pues aún en la ausencia del sentido ella es lo que puede desplegarse en dicha ausencia. Pensar, leer, tratar lo que acontece como materia intratable del lenguaje es pensar de nuevo los alcances críticos del tratamiento del objeto; pero también, es divisar el límite ideológico en el cual se vislumbran las operaciones de la crítica.
*Carlos Surghies doctor en Letras por la Universidad Nacional de Córdoba. Investigador del CONICET en el Instituto de Humanidades. Profesor en la cátedra de Literatura Europea Comparada de la Facultad de Filosofía y Humanidades y en la cátedra de Metodología de la Investigación Literaria de la Facultad de Lenguas. Ha publicado los libros de ensayo Abisinia Exibar (tres ensayos sobre Néstor Perlongher) (2009), Los nombres del fantasma (2010), Batallas secretas (ensayos sobre la ausencia de la literatura), La experiencia imposible (Blanchot y la obra literaria) (2012) y Orientaciones invisibles (ensayos sobre el paisaje) (2016). Ha dictado cursos de postgrado en diversas universidades de Argentina y del extranjero. Numerosos ensayos suyos se han publicado en revistas científicas de todo el mundo. Ha publicado también los libros de poemas Mujeres enamoradas (2006), Regalo de bodas (2007), Villa Olímpica (2012) y Lecciones de romanticismo alemán (2018).